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La jaula de Emilio

[Cuento - Texto completo.]

Georges Simenon

I

Las once de la mañana. Se presiente que la niebla viscosa dentro de la que París se ha despertado durará todo el día. La joven ha hecho parar un taxi en la calle del Faubourg Montmartre y se ha precipitado vivamente en la Cité Bergère. Debe de haber ensayo en el Palace, puesto que dos o tres docenas de figurantes o de bailarinas van y vienen por la acera.

Precisamente frente a la entrada de los artistas del gran music-hall hay un salón de peluquería, con la fachada pintada de un color malva chillón, que se llama «Chez Adolphe».

A la derecha, una puerta pequeña, un corredor oscuro, una escalera que no defiende ninguna portera. Una placa de esmalte, con letras negras sobre fondo blanco: «Agencia O, segundo piso, izquierda».

Los más famosos artistas mundiales han franqueado la puerta de enfrente, y políticos célebres, príncipes de la sangre y multimillonarios se han deslizado por entre los bastidores del Palace.

¡Cuántos de esos mismos personajes, en mañanas parecidas a esta, se han precipitado, con el cuello alzado y el sombrero sobre los ojos, por la escalera de la Agencia O!

En el rellano, la joven se detiene y saca un espejo de su bolso; pero no es para embellecerse. Al contrario, mientras se está mirando, su cara adopta una expresión aún más enloquecida.

Llama. Unos pasos lentos. Abre la puerta un ordenanza, cuyo semblante no inspira confianza. El vestíbulo es pobre. Un periódico encima de un velador. Sin duda lo estaba leyendo el ordenanza.

—Quisiera ver al director —dice la agitada joven—. ¿Quiere decirle que es muy urgente?

Y se seca los ojos con su pañuelo. El ordenanza debe de estar curtido en esos trances, porque desaparece, vuelve algo más tarde y se contenta con hacer un signo.

Un instante después, la joven entra en el despacho de Joseph Torrence, exinspector de la Policía judicial, director de la Agencia O, una de las más famosas agencias de policía privada del mundo entero.

—Tenga la bondad de entrar, señorita… Tenga la bondad de sentarse.

Nada tan trivial como aquel despacho que ha oído tantas confidencias terribles. Nada tan reconfortante como el gran Torrence, apacible coloso de unos cuarenta años bien cuidados y bien nutridos.

La ventana que da a la Cité Bergère tiene cristales esmerilados. Las paredes están ocultas por bibliotecas y archivadores. Detrás del escritorio de caoba, al alcance de la mano de Torrence, una caja de caudales como las que hay en todos los despachos de negocios.

—Dispénseme, señor, estoy un poco nerviosa. Lo comprenderá cuando sepa… Estamos solos, ¿verdad? Acabo de llegar de La Rochelle… Ha ocurrido allí…

La joven no se ha sentado. Va. Viene. Arruga y desarruga su pañuelo, presa de una viva agitación, mientras Torrence carga melancólicamente su pipa.

En aquel momento, se abre una puerta. Un joven alto y pelirrojo, que parece haber crecido demasiado y cuyo traje se le ha empequeñecido, entra en la estancia, se disculpa, balbucea:

—Dispense, jefe…

—¿Qué hay, Emilio?

—Nada… Había olvidado…

Coge algo, un expediente cualquiera de los anaqueles, y desaparece tan torpemente que tropieza con la marco de la puerta.

—Continúe, señorita.

—Ni siquiera sé dónde estaba. Todo es tan trágico, tan inesperado… Mi pobre papá…

—¿No sería mejor que empezara usted por decirme quién es?…

—Denise. Denise Etrillard, de La Rochelle. Mi padre es el notario Etrillard. Vendrá a verlo esta tarde. Me sigue. Pero tengo tanto miedo que he preferido…

 

Detrás del vulgar despacho de Torrence, hay un despacho más pequeño, más sombrío, abarrotado de los objetos más heterogéneos. El joven pelirrojo a quien el corpulento jefe ha llamado Emilio se ha sentado ante una mesa vulgar de madera blanca. Se ha inclinado. Ha dado vuelta a una especie de conmutador y enseguida pudo oír distintamente todo cuanto se decía en la pieza vecina.

Frente a él, una mirilla. Del otro lado, nadie podía sospechar que existiese disimulada como un inocente espejo empotrado entre los anaqueles de una biblioteca.

Impasible, con los ojos inmóviles tras unas grandes gafas de concha y un cigarrillo apagado en los labios, Emilio escucha y mira en cierto modo como esos guardaagujas que se ven, al pasar, en su jaula de vidrio.

La joven ha dicho: Denise Etrillard… Mi padre es el notario Etrillard…

Sin vacilar, Emilio se acerca a un armario voluminoso. Busca en la lista de los notarios y en la letra E… Etienne… Etriveau… ¡Ningún Etrillard!

Sigue mirando y escuchando. Esta vez, lo que hojea es un listín de teléfonos en las páginas consagradas a La Rochelle… Existe, sí, un Etrillard, o mejor dicho, una viuda de Etrillard, vendedora de pescado.

Al otro lado del cristal, la voz dice:

—No me siento capaz, en este momento, de darle largas explicaciones. Mi padre, que estará aquí todo lo más tarde a las cuatro, se lo dirá mejor que yo… Ha sido tan inesperado… Todo lo que le pido, por el momento, es que guarde en un lugar seguro los documentos que he podido salvar.

Emilio cogió un aparato telefónico colocado al alcance de su mano. El timbre sonó en el despacho de Torrence. Torrence descuelga y escucha:

—Pregúntele a qué hora ha llegado.

Entretanto, la joven ha sacado de su bolso un sobre imponente, amarillo, al que dan mayor solemnidad cinco sellos de lacre.

—¿Acaba de llegar a París?

—No he hecho más que tomar un taxi y he corrido a… Mi padre me dijo…

—¿Quién le dijo que se dirigiera a nosotros?

—Ayer por la noche estábamos muy tranquilos cuando oímos ruido en el despacho. Mi padre cogió un revólver… En la oscuridad, había un hombre, pero tuvo tiempo de huir por la puerta del jardín. Mi padre comprendió inmediatamente que se quería apoderar de estos documentos. Le era imposible irse enseguida de La Rochelle… Temiendo un nuevo atentado, me ha encargado que… Cuando él se lo haya explicado todo, comprenderá usted mi nerviosismo, mi angustia… Los que nos persiguen son implacables…

Entretanto, Emilio, el pelirrojo, sigue con su aire de buen empleado que cumple tranquilamente su trabajo. Después del anuario de los notarios de Francia, después del listín de teléfonos de la Charente-Inferieure, consulta la Guía de Ferrocarriles, sin perder de vista ni un segundo a la joven.

No está mal la muchacha. Va vestida exactamente como una provinciana de buena familia. Su traje sastre gris está perfectamente cortado. Su sombrero es de moda sin ser agresivo. Los guantes son de piel de Suecia gris perla.

Pero hay un detalle que Torrence no ha podido ver porque está demasiado cerca. Es difícil examinar con toda la atención requerida a una persona que está a dos metros de uno y que nos habla.

Pero Emilio, gracias al microscopio, como él llama a su mirilla…

Sí, como dice, ha salido precipitadamente de La Rochelle; si ha viajado durante parte de la noche; si acaba de bajar del tren y si de la estación ha tomado directamente un taxi para la Cité Bergère, ¿cómo es posible que aquel traje tan sencillo y tan correcto conserve aún sus pliegues impecables, sobro todo el de las mangas que se forma cuando se mete un vestido en una maleta?

La Rochelle… La Rochelle-Orsay… Pues bien, el único tren en que ha podido venir de La Rochelle ha llegado a París a las 6:43 de la mañana…

—Lo único que le pido es que guarde este documento en su caja hasta la llegada de mi padre… Se lo suplico, señor… Él le explicará… Y estoy segura de que usted no se negará a ayudarnos…

La joven miente bien. Hasta es emotiva. Va. Viene. ¿También es fingida su nerviosidad?

—Puesto que usted me asegura que su padre vendrá esta tarde… —gruñe Torrence—. No obstante, me gustaría que me dejara su dirección en París. ¿Se aloja en un hotel?

—Aún no. Ahora iré. Quería ante todo…

—¿En qué hotel se alojará?

—Pues… En el hotel «d’Orsay». En la misma estación. Guardará usted este documento, ¿verdad? Supongo que se puede tener confianza en su caja… Nadie se atrevería…

La joven bosqueja una pálida sonrisa.

—No; nadie se atrevería, señorita. Además, voy a encerrar este sobre en su presencia.

Y el buen gigante Torrence se levanta, saca una llavecita de su bolsillo, abre la caja. La joven, maquinalmente, se acerca.

—¡Si usted supiera cómo me alivia el ver por fin esos papeles en lugar seguro! ¡Se trata del honor, de la vida de toda una familia!

Mientras Torrence vuelve a cerrar concienzudamente el arca, Emilio descuelga otra vez el teléfono interior, pero esta vez lo conecta con el aparato del ordenanza que lee su diario en el vestíbulo. La conversación es breve, si aquello puede llamarse una conversación. Emilio, en efecto, se contenta con decir:

—Sombrero…

Al mismo tiempo, el joven pelirrojo frunce el entrecejo. Denise, una vez cerrada el arca, se ha apoyado en la mesa de Torrence y murmura:

—Le ruego que me perdone. Me he aguantado hasta ahora… Me sostenían los nervios… Ahora que mi misión está casi terminada… yo… yo…

—¿Se encuentra usted mal? —se inquieta Torrence.

—No lo sé… Yo…

—Atención…

La joven se ha dejado caer en sus brazos. Tiene los ojos medio entornados. Respira fuerte, lucha contra el desmayo que la amenaza.

Torrence quiere llamar. Ella protesta.

—No. Perdóneme. No es nada. Un desfallecimiento.

Se esfuerza por sonreír; una pobre sonrisa que conmueve a Torrence.

—Estará usted aquí a las cuatro, ¿verdad? Vendré con mi padre. Lo sabrá usted todo. Ahora estoy segura de que no nos negará su ayuda…

La joven está de pie en medio del despacho. Se agacha.

—Mi guante. Hasta la vista, señor… Crea que…

Barbet, el ordenanza, a quien llaman así a causa de su cara velluda, de pelos hirsutos, se levanta para acompañarla hasta el rellano. Así que ella está en la escalera, él se cubre con un sombrero hongo verduzco, célebre en la Cité Bergère, y se pone el abrigo. Saliendo por otra puerta, llega al Faubourg Montmartre antes que la visitante.

En cuanto a Torrence, se vuelve hacia la mirilla y se contenta con guiñar el ojo. Emilio sale del pequeño despacho y entra en el del jefe.

—¿Qué me dice usted de esa chica?

Entonces, el empleado del traje encogido no vacila en decir en un tono que no admite réplica:

—¡Digo que es usted un idiota!

Todos cuantos han puesto los pies en la Agencia O, todos cuantos en circunstancias difíciles o dramáticas acudieron al célebre detective Torrence, se quedarían bien sorprendidos si pudiesen verle confuso, con la cabeza baja, balbuceando frente a aquel joven que suele presentar ora como su empleado, ora como su fotógrafo, y a veces como su chofer.

Cierto es que Emilio ha cambiado. Ciertamente su traje no se ha vuelto ni más grande ni más ancho. Su pelo no es de un rojo menos ardiente y sigue teniendo pecas alrededor de la nariz y de sus ojos de miope tras las gafas de concha.

No obstante, parece menos joven. ¿Veinticinco años? ¿Treinta y cinco? Listo sería quien pudiera decirlo. Su voz es seca, tajante.

—¿Qué se ha metido usted en el bolsillo izquierdo de la chaqueta? —pregunta.

Torrence se registra los bolsillos.

—Dios mío…

—¡Sí, «Dios mío»! Si cree usted que una joven se echa en sus brazos por gusto…

—Pero… ella estaba…

Torrence está abatido, afligido, humillado.

—Le pido que me perdone, jefe… la chica acabó por conmoverme. No soy más que un idiota, tiene usted razón… En cuanto a lo que me ha robado… ¡Es una catástrofe! Hay que correr tras ella. Hay que encontrarla a toda costa…

Aunque Torrence está acostumbrado no puede sino maravillarse una vez más.

—El pañuelo, ¿verdad? —pregunta Emilio.

—Sí… ¿Se acuerda usted?… Lo había metido precisamente en un sobre usado… Esta tarde pensaba…

—Abra pronto el arca, idiota…

—Que yo… que abra…

—Dese prisa…

Torrence obedece. A pesar de su talla y de la anchura de sus espaldas, no es más que un niño frente a aquel joven delgado y con gafas.

—¿No comprende todavía?

—¿Comprender qué?

—Saque el sobre… Póngalo encima de su mesa… No; en el suelo, es más prudente.

¡Vamos! Esta vez el jefe exagera. Torrence no ve cómo un sobre que todo lo más contiene una docena de hojas de papel… Hay bombas de pequeñas dimensiones, es verdad, pero no hasta ese punto…

—Con tal que no logre despistar a Barbet…

Esta vez, es el colmo y Torrence se admira. ¡Despistar a Barbet! ¿Ha podido alguien jamás despistar a Barbet?

—¿Se acuerda usted, Torrence, de la definición de un buen cabo? Alto, fuerte y tonto. Pues bien, si eso continúa, me verá obligado a nombrarle cabo.

—¿Qué quiere que responda?

—Nada. ¿Qué hemos hecho esta mañana?

—Hemos sido llamados a las ocho por la Compañía de Seguros.

—¿Cuántas veces nos ha llamado durante los seis meses últimos?

—Será necesario que consulte mi agenda. Doce o trece veces…

—¿Y qué es lo que encontrábamos cada vez en el lugar de autos?

—Nada.

—Sí; encontrábamos una joyería robada. Siempre de la misma manera. Un hombre que se deja encerrar la víspera en el local. Un hombre que se burla de las cerraduras más complicadas y de todos los dispositivos de alarma existentes. Un trabajo bonito, muy bien hecho. Hasta la fecha ¿qué huellas ha dejado?

Torrence parece un mal estudiante cuya frente se cubre de vergüenza.

—Ninguna huella.

—¿Y esta mañana, en la joyería de la calle Tronchet?

—Hemos encontrado un pañuelo.

—¿Y eso no le dice nada?

Torrence golpea su mesa dando un formidable puñetazo.

—¡Idiota de mí! ¡Triple idiota! ¡Quíntuple idiota!

—¿No huele nada?

Las anchas ventanas de su nariz de hombre campechano baten el aire como alas de pájaro.

—No huelo nada.

Dos o tres veces ya, Emilio ha mirado hacia el teléfono con cierta inquietud.

—Con tal de que Barbet…

Hace seis meses que la Agencia O está en jaque. Seis meses que la más importante compañía de seguros, especializada en el seguro de joyas, se dirigió a ella porque la policía no encontraba nada. Durante ese tiempo, trece robos. Ningún indicio. Ni la más pequeña pista.

Y aquella mañana… Torrence y Emilio, el pelirrojo, cargados con un voluminoso aparato fotográfico, estaban en el lugar del robo al mismo tiempo que la policía oficial. La multitud se hallaba agolpada frente al escaparate de la joyería.

—Jefe… Dispense… ¿No podría ayudarme a cargar mi aparato?

Torrence se acerca. Emilio le dice en voz baja:

—Debajo de mi pie… Un pañuelo… Cuidado…

Torrence, dócilmente, dejó caer algo. Recogió el pañuelo. Un poco más tarde, aprovechándose de que no lo miraban, lo metió en un sobre y se guardó ese sobre en el bolsillo.

¿Quién pudo sorprender aquel gesto? Alguien que estaba en la calle, entre la multitud, uno de los dos o trescientos curiosos.

En el taxi, al regresar a la Cité Bergère, echaron una ojeada al pañuelo. En un ángulo, había una marca de lavandera.

Emilio declaró:

—Ahora los tenemos. A partir de esta tarde, Torrence, empezará usted a recorrer los lavaderos.

Sonó el teléfono.

—Oiga… sí… ¿Dónde?… ¿En los «Cuatro Sargentos»? Almuerce, amigo… ¿Qué quiere usted que le diga?… Ah, pero si tiene la desgracia de que se le escape…

Emilio le explicó a Torrence:

—La joven de La Rochelle está en el restaurante de los «Cuatro Sargentos», en la Bastilla, y acaba de encargar la comida… ¿Sigue sin oler nada?

—Creo que estoy empezando a resfriarme…

—Pero no tiene cerrados los ojos.

En el suelo una delgada columna de humo sube del sobre amarillo. Torrence quiere precipitarse.

—Deje, amigo… Es lo que suponía.

—¿Suponía que el sobre iba a arder?

—No había razón alguna para insistir tanto en que lo metiéramos en nuestra arca.

—Confieso que…

—…que no lo entiende. Y, no obstante, es muy sencillo. Alguien lo ha visto recoger el pañuelo y metérselo en el bolsillo. Alguien ha comprendido inmediatamente que por fin teníamos un indicio y, como la reputación de la Agencia O es muy sólida, alguien ha tenido miedo. ¿A qué hora hemos regresado a la oficina, Torrence?

—A las diez y media.

—Y, a las once, ha llegado esa Denise. ¿Dónde podía estar el pañuelo en aquel momento? O se había quedado en el bolsillo, o lo había dejado usted encima de su mesa, o tal vez, cual hombre prudente, lo había encerrado provisionalmente en el arca. Mire…

Del sobre brotaba tímidamente una llamita; luego, a los pocos instantes, ardía el sobre con los papeles que contenía.

—¡Ahí está! Si ese sobre se hubiese quedado en nuestra caja, todo lo que contenía hubiera sido pasto de las llamas… Un simple truco de química que conocen todos los estudiantes… Papel secante impregnado de una mezcla química, la cual, al cabo de cierto tiempo de estar en contacto con el aire, entra en combustión.

»Mientras le soltaba su disco, la joven de La Rochelle, cuya zozobra lo ha conmovido tanto, iba y venía por el despacho y no perdía ni un detalle.

»Usted abrió el arca de par en par. Ella se asomó… y no vio el sobre del pañuelo.

»Había probabilidades de que este estuviera todavía en su bolsillo y la cosa le ha costado una pequeña comedia suplementaria; la de la señorita que se encuentra mal y que se agarra al buen caballero gordo…»

—No soy tan gordo como eso… —protestó Torrence.

—Ello no impide que haya tenido éxito, que haya recuperado el pañuelo y que, si ese animal de Barbet tiene la desgracia de perderla de vista…

Descolgó su sombrero y abrigo.

—Valdrá más que vaya yo mismo…

—¿Lo acompaño, patrón?

El pobre Torrence tenía una mirada de perro apaleado. El mundo entero, no obstante, lo consideraba uno de los más grandes detectives.

II

Todos los clientes se han ido uno tras otro. La sala está casi vacía. Flota en ella, ahora, olor de cocina enfriada, de vino y de café.

En un rincón, cerca de la puerta, Emilio despide a Barbet, con quien ha comido, excelentemente por cierto, puesto que en el menú había caracoles y se ha tragado dos docenas. Es increíble la cantidad de comida que, a pesar de ser tan seco y delgado, puede engullir Emilio, sobre todo si se trata de los más pesados e indigestos platos, de esos que hacen vacilar a los mejores estómagos.

—Lárgate al despacho. Le dirás al jefe que no sé cuándo volveré.

¿Ha comido demasiado? La media botella de Burdeos, ¿produce su efecto? Claro que pide un café exprés, pero enseguida rectifica su efecto con una copa de coñac.

Frente a él, la joven de La Rochelle saca un estuche de oro de su bolso y enciende un cigarrillo egipcio. Se miran a través del vacío que los separa. Queda todavía un poco de aserrín por el suelo. Han empezado a poner orden en la sala, a barrer, a cambiar los manteles, pero allí están los dos, molestando, y ya son las tres de la tarde.

Cuando llegó, Emilio no trató de mostrarse astuto. Se fue directamente al encuentro de Barbet, que, en su rincón, se esforzaba por ocultarse detrás de un periódico.

—¡Ya está bien! ¿Cómo ha venido?

—Taxi… ¡Ha sido una lástima! —suspiró Barbet, porque, si la joven hubiese tomado el metro, o el autobús, o si hubiese andado un poco por la calle, él se las hubiera compuesto para saber lo que había en su bolso.

Barbet, con otro nombre bien conocido de la policía, fue en un tiempo famoso como cortabolsas. Llegó hasta a tener una escuela, cerca de la puerta de Clignancourt, con un maniquí de cascabeles en el que se ejercitaban sus discípulos.

Actualmente, se había vuelto honrado. ¿Por qué? Ello no le interesa a nadie más que a Emilio y a él.

—¿No ha telefoneado? ¿No ha encontrado a nadie?

—No. Solamente fue una vez al lavabo. La seguí hasta la puerta. No podía, decentemente, entrar con ella.

La joven los mira y Emilio está seguro de que lo ha reconocido. Como apenas lo ha visto en la Cité Bergère, seguro que es ella la que por la mañana estaba mezclada con el público frente a la joyería de la calle Tronchet.

¡Bueno! Hay gente con la que es inútil usar ardides.

—Ya te puedes ir, Barbet.

No quedan más que ella y él en el restaurante, separados por toda la anchura de la sala; durante un momento pareció que iban a sonreírse. Hasta tal punto que una de las camareras, impaciente, le dice a su compañera:

—Quisiera saber por qué hacen tantos remilgos… ¡Que se decidan de una vez! ¡Si al fin acabarán así…!

A las tres y diez, Emilio murmura con cierta timidez que pocas veces lo abandona en público, con una exagerada cortesía que armoniza bien con su aspecto:

—¿Quiere usted hacer el favor de servirme otra copita de coñac, señorita?

Enfrente, la joven, que dice ser de La Rochelle, llama a su vez:

—¿Me trae uvas? ¡Y un ponche de ron!

—¿Quemado?

—Claro que sí; quemado.

Le sirven las uvas al mismo tiempo que unas tijeras ligeramente curvadas. La camarera frota una cerilla para encender el ron, que forma una capa oscura en la parte superior de la copa.

Entonces la desconocida, sosegadamente, después de echar una mirada a Emilio, saca un pañuelo de su bolso, corta una punta con las tijeras y pone aquel pedazo de tejido en la llama de alcohol.

—¿Qué hace usted? —balbucea la sirvienta.

—Nada. Es una receta mía.

Y la joven sonríe a Emilio con una atractiva sonrisa. Emilio se levanta, atraviesa el restaurante.

—¿Usted permite?

—Con mucho gusto. ¡Camarera! Traiga la copa del señor a mi mesa.

Y, un instante después, la sirvienta entra triunfante en la cocina.

—¿Qué les decía yo? ¡Melindres! ¡Para llegar a lo que todo el mundo llega!… ¡Que se vayan de una vez! ¡Que se vayan! Y que me dejen la mesa libre…

 

—Si no me equivoco, creo que todavía no hemos tenido el honor de ser presentados.

Y, diciendo eso, la joven le sopló a la cara el humo de su cigarrillo. En cuanto a él, volvió ligeramente la cabeza, por discreción, porque pensó en sus dos docenas de caracoles, en las que ciertamente no se había economizado el ajo.

—Salvo —dijo Emilio— que sea usted la hija de un notario de La Rochelle.

La joven ríe. Respira. ¡Bueno! También se da cuenta de que ya no se enfrenta con Torrence y de que no es cosa de hacer bromitas.

—¿No ha habido pupa en su arca?

—Se retiró el sobre a tiempo.

—¿Fue Torrence, su jefe, el que descubrió el truco?

—El señor Torrence —recitó Emilio como si leyera un prospecto— es un hombre que lo ve todo, que lo sabe todo, que piensa en todo.

—Pero que, no obstante, pierde cierto tiempo antes de descubrir que le andan por los bolsillos… Tanto, que no sé si estaría usted escondido en algún sitio y será usted quien… Pero hablemos de cosas serias. ¿Piensa usted pasarse aquí toda la tarde?

—No tengo particular interés en ello.

—Pongamos las cartas boca arriba, ¿quiere? En primer lugar, a su colega de la barba rala es a quien le encargaron que me siguiera. Usted ha venido a relevarlo. La reputación de la Agencia O y los éxitos que ha obtenido hasta la fecha, me inclinan a pensar que sería infantil intentar con ustedes el golpe de la casa con dos salidas o de dos metros sucesivos… Ustedes han perdido la primera mano; pero han ganado la segunda.

—No entiendo —murmura él con una cara ingenua, como para darle dos bofetadas.

—Ustedes tenían el pañuelo. Yo lo volví a coger. Por cierto, no tengo inconveniente en devolverles lo que de él queda. La única marca está en mi copa. De modo que usted está encargado de seguirme. Y yo, por lo tanto, ya no puedo ir a ningún lado… ¡Es divertido!

—¡Caramba! —suspira él— la cosa no es tan desagradable…

—Para usted, quizás no… ¡Camarera! La cuenta, por favor.

—¿Las dos juntas?

—¡Ah! No. El señor pagará la suya.

¿Qué diría Torrence si la viera así? Ya no era, en absoluto, una señorita, o de serlo, era una señorita endiabladamente curtida. No obstante, tenía lo que pudiera llamarse distinción, algo que pocas veces se encuentra en los ambientes donde acostumbra a actuar la policía, oficial o no.

—¿Nunca es usted más hablador?

—Nunca.

—¡Qué lástima! Estamos estorbando a esas buenas chicas en su trabajo. ¡Pague y vámonos! Supongo que la dirección que tomemos le dará igual. Así que podemos ir hacia los muelles. Allí hay más tranquilidad.

No se dan cuenta de que la camarera acaba de perder su apuesta. Porque ha apostado con sus compañeras a que la pareja se lanzaría hacia el primer hotel de la calle de la Bastilla. Por el contrario, ambos caminan tranquilamente a lo largo del bulevar Enrique IV.

—¿Quiere usted saber a toda costa a dónde voy, de dónde vengo y por cuenta de quién he trabajado esta mañana? Eso es, ¿verdad? Me ha seguido. Me seguirá obstinadamente. Y yo, por mi parte, estoy decidida a no informarle, o dicho de otro modo, a no volver a casa y a no tener contacto alguno con la gente que conozco…

La joven se vuelve hacia él, se irrita, se enfurece:

—Pero ¿es que no puede usted encender ya su cigarrillo?

—Dispense. Es una costumbre. No lo enciendo jamás.

Ella había creído que sería muy sencillo y nunca había encontrado a un muchacho tan impasible como aquel joven alto y pelirrojo que la sigue con una docilidad ejemplar.

—Si es así, ¿por qué lo lleva en los labios?

—No sé. Si verdaderamente eso le molesta…

—¿Por qué quiere hacerse pasar por el fotógrafo del detective Torrence?

—Dispense… Dice usted que me hago pasar…

—No se haga el tonto. Esta mañana llevaba usted un gran aparato sobre la barriga. Fingía que tomaba fotografías. Pero se olvidó de retirar la tapita de cuero que cubría su objetivo.

Emilio sonríe. Consciente:

—No está mal.

—¿Qué es usted en la casa?

—Un empleado.

—Desde luego, le pagan mal.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Porque lleva trajes hechos que se encogen con la lluvia.

Han llegado a la isla de Saint-Louis. Ella suspira:

—No sé lo que voy a hacer con usted… Por otra parte me gustaría mucho poder cambiar de ropa.

—¡En efecto!

—¿Por qué dice usted «en efecto»?

—Porque usted se puso ese traje sastre precipitadamente, en el último instante, tanto que todavía hay pliegues en las mangas. Usted suele vestirse de otro modo, sin duda con más lujo, porque no se cambió de medias y las que lleva son de ciento diez francos el par… Un poco caro para la hija de un notario de provincia…

—¿Entiende usted de medias?

Emilio agachó la cabeza sonrojándose.

—Desde luego su cómplice o sus cómplices la esperan y están inquietos. No sé cómo va usted a hacer, en mi compañía, para tranquilizarlos. Será también necesario que duerma usted en algún sitio… Será necesario…

—¡Es divertido!

—Eso es lo que iba a decir.

Miraron maquinalmente un tren de gabarras que un remolcador arrastraba contra la corriente.

—Por otra parte —dijo Emilio con su humildad congénita—, si usted no duerme en su cama, mañana estaremos informados.

Ella se estremece, lo mira, pregunta:

—Explíqueme eso.

—En el punto a que hemos llegado, no me gustaría negarle nada. Tenga la bondad de seguir por un instante mi razonamiento. Si el pañuelo olvidado en el lugar del robo de la joyería es una pieza de convicción bastante seria para motivar su tentativa de esta mañana…

—¡Dese prisa!… Hace frío…

—…Digo que hay dos clases de marcas de lavanderas. Las que se hacen para los particulares… Estas no son peligrosas… Los lavaderos modernos tienen una clientela demasiado numerosa. Por eso usan una marca especial para los grandes hoteles…

—¡Qué tontería! —soltó ella.

—Pero no impide que la haya hecho palidecer. Sea lo que fuere, supongo que usted y su, o sus cómplices, viven en un hotel y seguramente en un gran hotel… La marca podía ponernos sobre la pista… Ahora forma parte de un ponche de su creación que espero que nadie beberá. ¡Oiga! Si le diera lo mismo… Es a causa de mis caracoles… ¿Le molestaría beber un doble de cerveza en el mostrador de ese bar?

Ella lo sigue, condescendiente.

—¡Dos dobles!

—Todo eso no explica por qué si no duermo en mi cama esta noche…

—Usted ha visto que he despachado a mi compañero.

—¿Aquel que parece un perro para la caza del zorro?

—Eso es. Él se entregará con algunos camaradas a un verdadero trabajo de benedictino. Mañana por la mañana tendremos el nombre y las señas de todas las mujeres de su edad inscritas en un hotel de París que no han pasado la noche en su habitación… ¡A su salud! ¿Qué le debo, patrón?

—Hace un rato, yo le formulé una pregunta.

—¡Ah! No me acuerdo.

Iban otra vez por la orilla del Sena.

—¿Cuánto gana usted al servicio de la Agencia O? ¿Qué diría si…?

—Eso dependería de lo que usted lleve encima.

Le toma la palabra y abre el bolso. Están en el extremo de la isla, desde donde se percibe la catedral de Notre-Dame. La niebla se ha aclarado.

—Si yo le diera…

Ella cuenta los billetes… Treinta… Cuarenta…

—¿Cincuenta mil?

La joven respira aliviada. Es imposible que aquel joven mal vestido, que tiene aspecto de empleado pobre, rechace una fortuna parecida.

—Le pido solamente que se le escape el metro que voy a tomar…

—Y luego —dice él tranquilamente— le va a faltar a usted dinero suelto… ¡Sí! ¡Sí! Cincuenta mil francos es lo que lleva en su bolso. ¿Y si no vuelve a encontrar a su cómplice? ¿Si, asustado, se ha largado ya?

Ella no puede contener una ligera sonrisa.

—¿No acepta?… ¿No es bastante?

—Es demasiado y demasiado poco. Soy un mal matemático. El golpe de anoche les produce ochocientos mil francos de joyas… El del mes pasado, en la calle de la Paz, dos millones. El del bulevar Poissonnière…

—Se lo pregunto por última vez: ¿Sí? ¿No?

Entonces, burdamente galante, murmura él:

—Me gusta demasiado su compañía.

—¡Peor para usted!

La joven finge no ocuparse más de él. Franquea el puente, llama un taxi. Él sube detrás de ella sin que lo invite. El coche se para frente a una tienda de ropa blanca de la calle Saint-Honoré.

—Supongo que no irá usted a…

—Adoro la lencería fina, se lo aseguro.

Emilio la sigue de sección en sección. En el momento de pasar a la caja, la vendedora pregunta:

—¿A qué dirección?

Y a ella le viene una idea súbita:

—Dele todo eso al ayuda de cámara de mi esposo.

Zapatos, medias de seda. De cuando en cuando, ella le lanza una mirada irónica, pero él no se inmuta y no suelta sus paquetes más que para limpiar cuidadosamente los cristales de sus gafas.

—¿Aún no tiene bastante?

—A mí me es igual. Donde no cabrá es en el taxi…

Las cinco. Las seis. El chofer, cuando lo hacen estacionar en una encrucijada obstruida, los sigue con una mirada desconfiada hasta la puerta de la tienda…

—Hotel… Vamos a ver… Hotel del Louvre.

Y, en el hotel, ella pide una habitación. Emilio continúa a su lado.

—¿Una habitación con dos camas?

—¡Ah, no! Para mí sola.

—¿Y para el señor?

—Para mí, nada —murmura Emilio.

Ella está exasperada. En la habitación, donde los paquetes se amontonan encima de la cama, está a punto de patalear.

—¿Va usted a continuar mucho tiempo?

—Creo que lo mejor que podríamos hacer es ir a tomar un combinado en el bar. Hay un excelente bar americano en el hotel.

—¿Entiende usted de bares americanos?

—Como de medias de seda, señora Baxter.

Es el nombre que ella acaba de dar en la oficina del hotel.

—Y entiendo aún más de ladrones de joyas… Comete un verdadero error al no querer venir a tomar un manhattan.

Ella lo sigue, estupefacta. Es difícil de imaginarse al humilde Emilio en un bar americano, y no obstante él está allí a sus anchas y hasta rectifica las dosis del cantinero.

—¿Ve usted, mi querida señora…?

—Le prohíbo que me llame mi querida señora.

—¿Ve usted, mi querida amiga…?

Ella abre la boca para protestar otra vez, pero se da cuenta de que no se saldrá con la suya. Se le podrían dar bofetadas hasta ponerlo rojo como un cangrejo, patearlo, cubrirlo de injurias, y él no perdería su calma ni su extraño aplomo, tanto más cuanto que va acompañado de un aspecto de extraordinaria modestia.

—¿Es usted joven? —prosigue él.

—¿Y usted?

—¡Yo!… ¡Si usted supiera! ¡En fin!… Usted ha escogido la especialidad más difícil, la que rinde más en apariencia, es cierto, dado el valor de las joyas… ¡Pero cuántos azares! Y ¿a cuánto los encubridores, aun los más honrados, por decirlo así, compran las joyas robadas? Un oficio tan peligroso, que solo algunos raros especialistas ejercen con éxito y que la policía sabe como…

—Entonces, según usted, el robo de anoche…

—El robo de anoche y los doce robos anteriores en París durante estos últimos meses, yo hubiera jurado, hace pocos días aún, que eran obra de Ted-el-Calvo… ¡Cantinero! Lo mismo.

—¿Por qué dice que, hace pocos días aún, hubiera jurado…?

—Porque tengo… dispense… Mi jefe, el señor Torrence, que es un hombre extraordinario en su género, ha tenido la idea de telegrafiar a la policía de Nueva York para asegurarse de que Ted-el-Calvo sigue bajo llave… La respuesta llegó ayer… Es terminante.

—Tiene usted, pues, la prueba de que yo no soy ni Ted-el-Calvo ni su cómplice —ironizó la joven.

—Ted-el-Calvo, mi querida señorita…

—Antes me llamaba usted mi querida señora…

—¡Y quizás ocurra que la llame querida mía, simplemente! Beba su copa… Ted-el-Calvo, le decía, jamás tuvo cómplice varón ni hembra. Los únicos ladrones de joyas que tuvieron éxito trabajaron siempre solos. Pero Ted-el-Calvo aportó un perfeccionamiento.

La joven ríe sin gana.

—Parece usted un maestro de escuela.

—Un maestro de escuela rural, ¿no es verdad?

Hay momentos en que ella está desorientada. Hay en él una extraña mezcla de humildad y de orgullo, de autoridad y de modestia. Su mirada…

—¿Cuál es, a su juicio, el momento más peligroso para un ladrón de joyas?

—Usted parece saberlo mejor que yo.

—Es cuando las vende. Las joyas de valor tienen una identidad, unas señas particulares que permiten que se les siga la pista. Por eso Ted-el-Calvo no trabajó nunca a jornal. Cuando trabaja, es al por mayor. Durante tres meses, durante seis, devasta las joyerías de una ciudad, tanto da que sea París, como Londres, Buenos Aires o Roma. Buen trabajo, ejecutado rápidamente y siempre según los mismos procedimientos. Pero, mientras está en el país, se guarda muy mucho de vender ni una sola de las piezas robadas.

»Ted-el-Calvo es, si usted quiere, un mayorista. Tiene medios para esperar. Cuando el paquete es suficiente, desaparece. No se oye hablar más de él. Es en vano que los policías internacionales acechen su llegada.

»La venta se realiza muy lejos, en otro continente, mucho tiempo después. Ted-el-Calvo tiene para vivir algunos años en paz. Me apostaría a que hay un lugar en el mundo donde lo conocen por otro nombre, y es apreciado y quizás alcalde de su ciudad o de su pueblo. ¿Que bajan los fondos? Prepara una nueva campaña. Estará ausente seis meses o un año…».

Emilio traga el contenido de su copa y encarga otras.

—Pues bien —concluye— si la policía de los Estados Unidos no me afirmara formalmente… dispense, si no afirmara a mi jefe, el exinspector Torrence, que Ted-el-Calvo está en la cárcel, juraría que…

Entonces ocurre una cosa inesperada. Es la joven la que pone la mano encima de su muñeca y la que pregunta:

—¿Quién es usted?

—¿No cree que más bien he de ser yo quien haga la pregunta? Yo soy un simple empleado de la Agencia O.

—Si los simples empleados se le parecen, no sé a quién se parecerá el jefe.

—Es exactamente lo que yo pienso.

—Pero ¿por qué si es usted el jefe se hace pasar por…?

—Verá usted, hemos llegado a un punto… y he bebido tres manhattans, sin contar las dos copas de coñac en los «Cuatro Sargentos» y el doble en la taberna de la isla de Saint-Louis… hemos llegado a un punto en que puedo confesarle que es un método mío. Si esta mañana hubiese sido yo quien la hubiese recibido…

—Yo hubiera desconfiado…

—Quizás… O quizás hubiera desconfiado yo. Aparte de que soy muy tímido…

—¡Y yo que le he ofrecido cincuenta mil francos!

—¿Tiene usted idea de a dónde iremos a cenar? He visto que compraba un vestido de noche. Es una suerte tener la talla de un maniquí. Pero, si nos vestimos, será necesario que venga a mi casa y que me espere con mamá mientras yo…

—Diga, Emilio…

—¿Qué?

—Si usted pudiera, ¿me haría meter en la cárcel?

El labio de la joven tiembla. Se siente hermosa. Se mira en un espejo entre las botellas. Sus ojos brillan, sus labios se animan. Y su compañero, a su lado, ¿no está acaso algo emocionado?

Ella esperó la respuesta, con los dedos crispados. Respuesta que cae como una piedra.

—Sin vacilar.

—¿No tiene usted corazón?

—A mi padre, señorita, lo mataron unos… Pero esa es una historia que no hay por qué contar aquí. Puedo añadir, por si ello puede impedir que cometa una tontería… que en el caso de que tratase de largarse, no vacilaría en dispararle una bala en la pierna, que tiene usted muy bonita, porque estoy convencido de su complicidad en los robos que…

—¡Qué tipo indecente! —exclama la joven dándole un puntapié en la tibia.

—Y ahora —pregunta él—, ¿nos vestimos? ¿No nos vestimos? Telefoneo a mamá que me prepare el smoking o…

—¡No pretenderá quedarse en mi habitación mientras me visto!

—¡Ay! Sí. Pero, si lo desea, me quedaré en un rinconcito junto a la puerta, detrás de un biombo.

Cinco minutos más tarde, el ascensor del hotel los lleva hacia el cuarto 125.

III

—Mamá, mientras yo me visto, tendrás la bondad de vigilar a la señorita y de impedirle que salga o que se comunique con nadie.

Ocurre la escena en un cómodo piso, lo más burgués posible, del bulevar Raspail. La madre de Emilio es tan pequeña como él alto y, ciertamente, su cabello, ahora gris, no fue nunca rojo. Como si fuera la cosa más natural del mundo, su hijo le ha puesto un revólver en la mano. Ella finge que no se ha dado cuenta. Sonríe a su visitante. Y la trata cortésmente, sin la menor ironía.

—Siéntese, señorita. ¿Qué puedo ofrecerle? Así, pues, es usted amiga de Emilio…

Cinco minutos más tarde, este está listo, besa a su madre en las dos mejillas y vuelve a coger el revólver, que mete en su bolsillo.

—¿Vamos a cenar?…

No tardan en entrar en el «Pelican», calle de Clichy, en el que hay parejas que bailan entre las mesas, al son de una orquesta cubana. Emilio no ha perdido su aire tímido; sin embargo, encarga la comida cual hombre entendido.

—¿Quiere decirle a aquel caballero que venga a hablar conmigo?

El caballero es Torrence, que, también de smoking, con la pechera terriblemente almidonada y la tez color de ladrillo, está instalado en una mesita al otro lado de la pista.

—Con su permiso, señorita.

Emilio no la pierde de vista. Los dos hombres están de pie a pocos pasos.

—He seguido sus instrucciones —dice Torrence—. He empezado por los hoteles elegantes pero sin lujo escandaloso. He enseñado el retrato de nuestra señorita a todos los porteros… En el sexto hotel, el «Majestic», avenida Friedland, han parecido bastante sorprendidos.

»—Creía que esa persona estaba en su habitación —me ha dicho el conserje.

»Telefoneó al piso.

»—… Curioso… Veo que su hermano también ha salido… Sin duda no tardará en volver…»

Y Torrence prosigue:

—Ha mandado venir al personal del piso. La pareja está inscrita bajo el nombre de Dolly y James Morrison, de Filadelfia. La joven ocupa el 45 y el joven el 47… Los departamentos se comunican. Por lo que he podido averiguar, James Morrison, que tiene costumbres bastante irregulares, no durmió en el hotel anoche y no ha aparecido desde entonces…

—¿El equipaje? —pregunta Emilio.

—No me he atrevido, delante del personal… He alquilado el 43… Me acompaña mi ayuda de cámara particular.

Un guiño de Torrence explica claramente que el ayuda de cámara no es otro que el velludo Barbet, y que este, en aquel momento, está sin duda muy ocupado en visitar los departamentos vecinos.

—En cuanto haya obtenido algún resultado, avíseme. Aquí o en otro sitio. Si nos vamos del «Pelican» le dejaré un recado.

 

—Dispénseme, señorita Morrison… Algunas instrucciones de mi jefe, como ha podido ver… ¿Es fresco ese caviar?

La joven no parece sorprendida del descubrimiento que Emilio acaba de hacer. Pero abre desmesuradamente los ojos cuando este prosigue:

—Imagínese que Torrence va a tener esta noche una conversación seria con el hermano de usted, James.

—¿De veras?

—James está, en estos momentos, con uno de nuestros amigos. Torrence va a su encuentro y yo estoy persuadido de que su hermano querrá darle algunas explicaciones.

La joven hunde la cabeza en el plato. Suspira:

—¡Pobre James!

—Es bastante enojoso para él, en efecto… ¿Un poco más de caviar?… ¿Una gota de limón?…

—Escuche, Emilio…

La joven está nerviosa, agitada.

—No creí que fuesen tan aprisa. Ignoro cómo mi hermano ha podido ser tan imprudente que… Permita que, en primer lugar, le formule una pregunta. ¿Cuál es exactamente el papel de usted en este asunto?

—La Agencia O está encargada por una de las más importantes compañías de seguros, que es cliente suya desde hace mucho tiempo, de recuperar las joyas desaparecidas en el curso de los trece robos de joyerías de estos últimos meses.

—Y nada más, ¿verdad?

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que, no perteneciendo a la policía oficial, usted no tiene la obligación de entregar a nadie a la justicia…

Los bailarines, próximos a ellos, las parejas que cenan en otras mesas, no pueden sospechar el sentido de aquella conversación seguida a flor de labios.

—Mi hermano es un idiota —prosigue la joven—. Ya sabía yo que nos pondría en un apuro… Esta misma mañana he tenido que intervenir para impedir que el pañuelo marcado se quedara en manos de ustedes…

—¿Y si bailáramos? —propuso Emilio con gran sorpresa de su compañera.

Lo más inesperado es que él baila a la perfección. La plática prosigue en la pista, que los proyectores iluminan con luz anaranjada; y la joven tiene la impresión de que su compañero la estrecha con más insistencia de la necesaria.

—No se ha equivocado del todo, antes, Emilio, cuando habló de Ted-el-Calvo. Ha creído reconocer sus métodos y es muy natural. Yo soy la hija de Ted-el-Calvo, James es mi hermano gemelo. Hasta ahora, nuestro padre nos tuvo al margen de sus actividades.

Ambos vuelven a su sitio y les sirven champaña.

—Poco importa de dónde somos. Sepa solamente que James y yo vivíamos como un chico y una chica de buena familia. Recientemente, a nuestro padre lo detuvieron en Estados Unidos. Ha sido la primera vez que la policía logró cogerlo. Y aun para ello ha sido preciso un raro concurso de circunstancias. Nosotros, James y yo, pensamos que si podíamos reunir una cantidad suficiente, llegaríamos sin duda a sacarlo de la cárcel. Vinimos a París y…

—¡Y han imitado los métodos de su padre! —concluyó Emilio.

La joven sonríe levemente.

—Y, como ve, la cosa no nos ha salido bien. Ha sido necesario que James perdiera su pañuelo… Yo lo vi a usted a través de la vitrina… Y quise…

Sus ojos se empañan. Con labios algo trémulos, bebe un sorbo de champán.

—No le guardo rencor. Cada uno de nosotros sigue su propio camino, ¿no es verdad? Lo que me asusta es saber que James está en la cárcel. Es un muchacho delicado. De los dos, cuando éramos niños, él era la niña… ¿Qué dice?

—Nada, en absoluto.

—He ahí por qué le formulé antes una pregunta. Aunque esté verdaderamente detenido, James no podrá decir dónde están las joyas, porque yo me encargué de esconderlas. Si me promete que no va a molestar a mi hermano, se las entregaré. Usted habrá cumplido con su deber y yo le prometo por mi parte que esta misma noche James y yo pasaremos la frontera.

La joven tiende la mano por encima de la mesa y toca la mano de Emilio.

—Sea galante —murmura con un emocionante mohín.

Emilio no retira su mano. Está confuso y acaba, como siempre en caso parecido, por limpiar larga y minuciosamente los cristales de sus anteojos.

—¿Las joyas están en el «Majestic»? —pregunta después de haber tosido para aclarar la voz.

—Va usted demasiado aprisa. Si le respondo ¿quién me garantiza que cumplirá su promesa?

—¡Dispense! Todavía no he hecho promesa alguna.

—¿Se niega? ¿Se figura que James hablará? No lo conoce. Es más testarudo, más obstinado que una mujer y… ¿Qué hora es?

—Las once y media.

¡Toma! ¡Toma! ¿Por qué eso parece acrecentar su nerviosidad? ¿Acaso James tiene que entrar a esta hora en el «Majestic», o bien…?

—¿Quiere que bailemos esta pieza? —propone Emilio.

—No. Gracias. Estoy algo fatigada. Además, pienso en mi hermano y… Sírvame de beber, ¿quiere?

Su mano tiembla, tiembla…

Emilio coge la botella de champaña… Se inclina encima de la mesa. Su última visión son los ojos de la joven, que ve muy de cerca y le parece que chispean de ironía. No tiene tiempo de pensarlo mucho. En el mismo instante se produce la obscuridad en la sala. Los camareros se precipitan. Las parejas se entrechocan; suenan risas.

—No se muevan, señoras y caballeros. Tengan un segundo de paciencia, por favor. Se ha fundido un fusible…

Emilio intenta agarrar a su compañera, pero su mano solo encuentra el vacío. Corre en dirección a la puerta y a la escalera, pero le cortan el paso sin querer y hasta hay gente con quien tropieza y que protesta.

—¿Adónde va ese? ¡Vaya un bruto!…

Las lámparas se vuelven a encender. Dolly ha desaparecido de la sala. Pero ¿cómo se llama en realidad? ¿Dolly? ¿Denise?

Emilio baja al vestuario.

—¿No ha visto a una joven que…?

—¿La que acaba de salir porque no se encontraba bien? He querido darle su abrigo, pero lo rechazó diciendo que solo iba a tomar un poco de aire.

Claro que Denise-Dolly no está en la calle. Emilio está sin sombrero, de smoking, en la acera casi desierta, no lejos del rótulo luminoso del «Casino de París», cuando se para un taxi. Torrence se apea de él.

—¿Dónde está? —pregunta.

Emilio frunce el entrecejo. No sabe si Torrence…

—¿La ha dejado usted largarse, jefe? Figúrese que, al registrar su equipaje, hemos descubierto que el hermano y la hermana no son sino una sola y misma persona… ¡Un hombre, evidentemente!

—O una mujer —replica Emilio.

—Alguien, en todo caso, formidable.

—He ahí lo que se gana con ser pudoroso —suspiró el joven pelirrojo—. Mientras ella se cambiaba de vestido, en el hotel yo me quedé detrás de un biombo. Debió de aprovechar el momento para escribir cuatro palabras. Aquí, ella se las ha entregado al «maître d’hôtel» o a un camarero, con un billete de banco gordo, sin duda… «Apaguen la luz durante unos instantes a las once y media en punto…». Tuvo la idea de pedirme que le sirviera para que yo tuviera una botella en la mano…

Torrence no dice nada. Quizá no le desagrada que su jefe sufra también un fracaso. Por fin, se permite preguntar:

—¿Está usted seguro de que no le ha registrado los bolsillos?

IV

Las tres de la mañana, en la Cité Bergère. Torrence ha puesto agua a hervir en una cocinilla eléctrica y prepara café. Emilio está tendido en un estrecho diván y mira fijamente al techo.

—Lo que no comprendo, si quiere que le diga toda la verdad, es que usted ni siquiera haya ido a echar una ojeada al hotel «Majestic». Ya sé que a Barbet casi nunca se le escapa un indicio… Yo mismo lo he examinado todo.

Emilio no se inmuta. ¿Oye acaso la voz de Torrence? ¡Cualquiera sabe!

—En resumen, ¿cuál es la situación? Tenemos la prueba de que el ladrón, o la ladrona…

—La ladrona —suspira Emilio.

Y no se atreve a añadir que cuando bailaban la ha apretado lo suficiente para estar seguro de que era una mujer la que tenía en sus brazos.

—Sea; si se empeña en ello. Tenemos la prueba de que los robos de joyas han sido cometidos por una mujer, que esa mujer vivía en el «Majestic» con el nombre de Dolly Morrison, con el de su hermano James, lo cual es muy práctico, porque ello le permitía salir tanto con las apariencias de una joven como con las de un hombre. Nadie, en un gran hotel como el «Majestic», se ha sorprendido de no ver nunca juntos al hermano y a la hermana… En cuanto a saber si la señorita es verdaderamente la hija de Ted-el-Calvo… De todos modos, el caso es que se nos ha escapado. Una pregunta se formula y es la única que tiene importancia: ¿Dónde están escondidas las joyas? Porque lo cierto es que ella estará donde las joyas estén… El «Majestic» está vigilado. No hemos encontrado nada en las dos habitaciones. Nada tampoco ha sido depositado en la caja del hotel…

Emilio murmura con voz de sueño:

—¡Cuidado que es usted hablador, Torrence, para ser un policía!

—¡Y cuidado que es usted apático! En fin, no sé si se da cuenta de que van pasando las horas. Cierto es que he llevado a la policía oficial la fotografía de nuestra desconocida y que, en estos momentos, todas las estaciones, todos los puertos…

—Escuche, Torrence, si sigue usted haciendo tanto ruido, me voy a acostar en el rellano…

Veamos… Visto que… A causa de ese Torrence hay que volver a empezar continuamente el razonamiento… Visto que esa mujer ha robado joyas trece veces… Visto que ocupa dos departamentos en un gran hotel de París… Visto que las joyas no han sido vendidas… Visto que no parece que se encuentren en el hotel…

—¡Deme una taza de café, Torrence!

¿Qué hacía Ted-el-Calvo en un caso así? Es lo que se ignora, porque nunca explicó sus métodos a nadie. Emilio está persuadido de que, acerca de un punto por lo menos, la joven no ha mentido. Es, efectivamente, la hija de Ted-el-Calvo. Sin duda, también, ella no ha emprendido la serie de robos más que para reunir una suma importante que le permita intentar la evasión de su padre…

Todo aquello es verosímil. Suena a verdad.

¡Bueno! Hela en París. Tiene éxito en su primer golpe, el del bulevar de Estrasburgo… Luego, los robos se suceden casi cada semana.

¿Qué hace ella con las joyas? Todo estriba en eso. ¿Qué hace con las joyas, en espera de tener una cantidad suficiente para ir a venderlas al extranjero?

Como si adivinara el curso de los pensamientos de su jefe, Torrence dice, preparando la cafetera:

—La chica tiene seguramente un segundo domicilio en París.

—Yo juraría que no.

¿Por qué? En primer lugar porque es extremadamente inteligente. Luego, porque emplea métodos que su padre, que no ha sido detenido más que una vez en el curso de una larga carrera, puso todos sus cuidados en pulir.

Ahora bien, aunque desde hace varios meses Ted-el-Calvo está en la cárcel, la policía norteamericana no ha podido dar aún con las joyas que él robó.

Por otra parte, en el «Majestic», en el doble fondo de un baúl, ha aparecido un juego completo de utensilios de ladrón de casas. Si la joven tuviese otro domicilio, es probable que hubiera dejado allí aquel manojo comprometedor.

—¿Le sería lo mismo estar sentado que ir y venir como un oso de circo?

—Es para no dormirme —gruñe Torrence—. Si vamos a pasar la noche aquí…

¡Bueno! Volvamos a empezar… Esta vez, Emilio piensa en primera persona… Él es la chica… Él es la ladrona… Acaba de lograr su primer golpe… Tiene las joyas en su mano… No son muy voluminosas… No se interesa más que por las joyas de valor, y con preferencia, por los brillantes.

¿Qué hace con ellos?

Una gran arruga surca su frente. Sigue mirando la misma mancha del techo, que se convierte en una obsesión.

Es necesario, es indispensable que las joyas estén en un lugar seguro durante semanas, durante meses quizás…

Es necesario que si, por accidente, me detienen, o me siguen… que si se descubre mi domicilio…

Presiente que se acerca a la verdad. ¡Caramba! No importa que sospechen de ella, que la sigan, que registren su equipaje; lo que importa es que no se descubra ninguna prueba contra ella…

—¿Comprende, mi queridito Torrence?

Un queridito Torrence de un metro ochenta y cinco, que mira a su escuálido jefe con ojos extremadamente abiertos.

—¿Qué es lo que he de comprender?

—¿Cuántas estafetas postales existen en París?

—Creo que un centenar…

—¿Qué hora es?

—Las cuatro y media de la mañana.

—¿Le molestaría despertar al jefe de la Policía judicial? Él no le puede negar nada al antiguo colaborador del comisario Maigret. Pídale, por una hora, mañana por la mañana, todos los hombres que pueda procurarle. No se imagina usted cuán urgente es la cosa. Las estafetas postales abren a las ocho, ¿no es verdad? Convendría que cada uno de ellos… ¿Ha comprendido? Que hagan el número necesario de copias fotográficas… Solamente la cabeza. Sin la ropa. No, no más café, gracias. Voy a tratar de dormir entretanto.

 

París empieza a vivir. La niebla se ha licuado, transformada en una lluvia fina y helada. Las calles están como laqueadas. Unos hombres todavía adormecidos y desapacibles se presentan en el mismo instante en la mayoría de las estafetas de correos a las que acaban de llegar los empleados.

—Policía judicial. ¿Podría usted decirme si, estos últimos tiempos, una persona parecida a este retrato…?

Emilio ronca. Imposible imaginar que un joven tan delgado pueda producir tanto ruido cuando duerme.

Poco antes de las nueve Torrence lo sacude.

—¡Jefe! ¡Jefe!

—¿Dónde? —pregunta Emilio recobrando enseguida su espíritu.

—Dunquerque… Hotel Franco-Belga…

—¡Al teléfono! Pronto…

—¿El hotel?

—El hotel y la policía de Dunquerque. ¡Rápidamente…!

Todavía están ambos de smoking. Las pecheras están menos brillantes, las barbas han crecido. Además, Torrence ha esparcido por todas partes la ceniza de su pipa. Aquello huele a día siguiente de una noche en vela, con tazas sucias, restos de «croissants» por encima de las mesas.

—Oiga, señorita, ¿quiere darme enseguida el 180 de Dunquerque? Luego me dará el 243… Sí… Preferencia.

Emilio entra en su despacho. Decididamente, tiene la pasión de las guías. Dunquerque. Eran las once y media cuando la joven salió del «Pelican». ¡Bueno! No hay tren antes de las seis de la mañana. Luego ella no ha podido llegar aún a Dunquerque por ferrocarril.

Pero, si ha tomado un coche… Emilio cuenta los kilómetros en el mapa y se entrega a rápidos cálculos.

Un timbre.

—Jefe… Es el hotel Franco-Belga.

—¡Oiga! ¿La dirección del hotel? ¿Dice que el director no ha llegado? ¿Es la cajera?… Aquí, policía…

Es inútil añadir que se trata de una agencia privada.

—Escuche, señorita… Durante las últimas semanas, ¿han recibido ustedes pequeños paquetes a nombre de una de sus clientas, la señora Olry…?

La cajera repite:

—¿Señora Olry?… ¡Espere! Voy a preguntar. ¡No soy yo… Juan! ¿Han llegado paquetes a nombre de la señora Olry? ¿Qué dice? Sí, señor… Exacto… Parece que es una persona que nos escribe desde el extranjero pidiéndonos que le guardemos la correspondencia… ¡Juan! ¿Desde dónde ha escrito?… Un instante, señor… ¿Qué dice usted, Juan? ¿De Berna?

Y la voz, más fuerte en el teléfono:

—Desde Berna, señor. Parece que han llegado varios paquetes… Un instante, señora… Juan, ¿quiere ocuparse de la señora?

¿Intuición? Emilio palidece.

—¡No corte!… ¡Señora cajera! Diga, ¿acaba de hablarle usted a una clienta?

—Sí, señor.

—¿Una cliente que ha llegado en coche?

—Un instante… a ver… Sí; en efecto, hay un coche frente a la puerta. Un taxi de París.

—¡Pero cállese, por amor de Dios! ¡No hable tanto! ¡Escúcheme bien! Es preciso que esa clienta no se vaya… Sin duda le pedirá los paquetes llegados para la señora Olry… Es indispensable que…

—¿Cree usted que es la señora Olry?

—¡Qué tonta! —aulló Emilio en el colmo de su furor.

La cajera, que no sabe de qué se trata, mete la pata con la mayor naturalidad del mundo. Llega hasta a dirigirse a su clienta y a preguntarle.

—Es usted la señora Olry, ¿verdad? Justamente me están telefoneando para…

—¡Cállese!

—¿Cómo? No oigo bien.

—¡Caramba! ¿Qué es lo que está haciendo ahora su cliente?

—Espere… la voy a llamar. ¡Señora! ¡Eh, señora! ¿Qué es lo que…? Juan, corra detrás de esa dama y pregúntele si… ¡Oiga! ¿Está usted aún en el aparato? Esa señora acaba de subir al coche… Sí. ¡Juan! ¿Se ha ido el taxi?… ¡Oiga!… El taxi se ha ido. Diga, señor, ¿qué debo hacer ahora? ¿Si me reclaman esos paquetes, qué hago?…

—¿Dónde están?

—No lo sé. Sin duda en un rincón del despacho, con la correspondencia de los viajeros… A veces sucede que…

—Va usted a meter enseguida esos paquetes en su caja de caudales. Y no los entregará a nadie, ¿me oye? ¡A nadie! Si la dama vuelve… Pero estoy muy tranquilo… Después de lo que ella ha oído, no volverá… ¡No, señora! Adiós, señora.

Cuando Emilio cuelga, su mirada es feroz. Se seca la frente. Se deja caer en su silla.

—Si cayera en mis manos esa cajera del diablo…

Y Torrence, que no ha comprendido nada, pregunta:

—¿Qué pasa?

—¡Que ya la teníamos! Que mientras yo telefoneaba, ella estaba allí, en el vestíbulo del hotel. Llegaba de París en taxi. Unos segundos más y hubiera reclamado los paquetes llegados para ella. No faltaba sino hacerla detener por la policía. Ya sabía que no me equivocaba, que no podía equivocarme. Tenía que ser cerca de la frontera. ¿Comprende usted, Torrence? Claro como el día. Después de cada robo, las joyas partían en pequeños paquetes, ni siquiera certificados, dirigidos a una tal señora Olry… Iban a un hotel cercano a la frontera. Así, en caso de peligro…

Cogió un cigarrillo de su pitillera, pero, según su costumbre, se olvidó de encenderlo. Se calmó poco a poco. Hasta acabó por sonreír.

—Estará pensando cómo he conseguido…

Una impresión a la vez agradable y exasperante: la de haber luchado contra alguien muy diestro; la de haber luchado de potencia a potencia.

¡Pero nadie había perdido!

Cierto que Emilio había encontrado las joyas y eso era lo que pedían las compañías de seguros… Pero Dolly… ¿Era Dolly? ¿Era Denise?… En una palabra, la joven había tenido ya tiempo de atravesar la frontera.

Sin duda no la volvería a ver.

¿Qué recuerdo guardaría de él?

¿Qué recuerdo guardaba él de ella?

—¿Qué hago, jefe? —preguntó Torrence.

—Habrá que telefonear a la compañía. Pídale a uno de sus inspectores que vaya allí con usted… Usted dirá que… que lo descubrió todo anoche, gracias a sus métodos personales y a la organización, única en el mundo, de la Agencia O.

—El jefe de la Policía judicial me va a preguntar qué se ha hecho de la señorita.

—Pues bien, usted le responderá la verdad. Que no lo sabe.

En aquel momento llamó un cliente. Barbet, que seguía de vigilancia en el «Majestic», no podía ir a abrir. Abrió Emilio, olvidándose de que iba de smoking.

—¿Desea usted ver al jefe?… ¿De parte de quién? Voy a preguntarle si lo puede recibir…

FIN


“La cage d’Émile” (“La jeune fille de La Rochelle”),
Police-Roman, 1941


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