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La lámpara maravillosa

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Desde luego, la cuestión que planteamos tiene dos facetas. Empecemos por la segunda. Habéis oído hablar a menudo de las “chicas de tienda”. Pero semejantes chicas no existen. Lo que hay son chicas que trabajan en las tiendas. Lo hacen para ganarse la vida.

Eso es claro. Pero ¿por qué convertir una ocupación en un adjetivo? Seamos justos. A nadie se le ocurra referirse a las chicas de la Quinta Avenida como “chicas de casamiento”.

Lou y Nancy eran compañeras. Acudieron a la gran ciudad en busca de trabajo porque en sus casas no había suficiente cantidad de cosas comestibles.

Nancy tenía diecinueve años; Lou, veinte. Las dos eran jóvenes de pueblo, muy lindas y trabajadoras, y, además, sin el propósito de alcanzar renombre en las tablas.

El querubín que se sienta, solitario, en ignoradas alturas encaminó los pasos de las muchachas a una casa de huéspedes barata y respetable. Las dos encontraron empleo y se convirtieron en mujeres de labor y salario. Pero no dejaron de ser amigas.

Transcurrieron seis meses, momento en el que ruego a los lectores que den un paso al frente para que les muestre a las dos jóvenes.

Apreciable y abigarrado público: tengo el gusto de presentarles a mis apreciadas amigas las señoritas Nancy y Lou. Mientras cambian apretones de mano, procuren fijarse en su modo de vestir. Háganlo discretamente, porque las dos son muy susceptibles y se resienten tanto como cualquier mujer a la que mirasen en el acto de entrar en la bañera.

Lou trabaja corno planchadora en una lavandería. Usa un vestido purpúreo que le sienta mal, y la pluma de su sombrero tiene cuatro pulgadas de longitud más de las que debiera tener. En cambio, su boa y su manguito le costaron veinticinco dólares, y los animales análogos a éstos se verán anunciados en los escaparates a siete dólares y noventa y ocho centavos antes de que la temporada termine. Tiene las mejillas encarnadas y los ojos brillantes. Todo su ser irradia contento.

A Nancy pueden llamarla chica de tienda, ya que tienen tal costumbre. No existe un tipo definido de semejante mujer, pero esta pervertida generación siempre busca un tipo, así que incluiremos a nuestra joven en él. Posee un talante pompadouriano y altivo. Su falda está muy usada, pero su corte es muy correcto. No gasta pieles que la protejan contra el crudo frío invernal, mas lleva su chaquetilla corta de paño con tanta elegancia como si fuese un chaquetón de la mejor piel de Persia (¿o de Siberia?). En su faz y sus ojos, ¡ oh, implacable buscador del tipo único!, verás grabada la expresión común a las chicas de tienda. Una expresión de silente y despreciativa revuelta contra la humillación que sufre su femineidad defraudada y una profecía de la venidera venganza. Aun cuando ría a carcajadas no pierde su expresión. Un expresión como la que debe verse en los campesinos rusos y como los que sobrevivamos veremos en el rostro del arcángel Gabriel cuando llegue, presto a tocar la final trompeta. Una expresión y una mirada capaz de empequeñecer y marchitar las almas de los hombres. No obstante, sabido es que más de uno paga esa mirada con un ramillete de flores, aunque generalmente lo sujete con una cinta.

Ahora quítese el sombrero, lector, y despídase mientras Lou le dedica un “Hasta la vista” y Nancy una sonrisa dulce y sardónica con la que le da a entender que por una parte le agrada usted y por otra le envía, volando como una libélula, más allá de los tejados y hasta de las estrellas.

Y he aquí que en este momento las dos están en una esquina esperando a Dan. Dan es el muchacho que acompaña siempre a Lou.

¿Le es fiel? En cualquier caso se muestra tan asiduo que no faltaría a la cita ni aunque María tuviese que contratar a una docena de detectives para encontrar su cordero.

Lou está diciendo:

—¿No tienes frío, Nancy? Eres una tonta conformándote con trabajar en ese almacén por ocho dólares a la semana. Yo gané dieciocho y medio la pasada. Desde luego el oficio de planchadora no es tan elegante como el de vender encajes detrás de un mostrador, pero da más dinero. Nosotras, las planchadoras, no ganamos menos de diez dólares a la semana. Aparte de eso, no creo que sea un oficio menos respetable que el otro.

Nancy alzó la nariz.

—Puedes hacer lo que quieras —repuso—. Me atengo a mis ocho dólares semanales y a mi casa de huéspedes. Me gusta estar entre cosas agradables y gente distinguida. Además, nosotras tenemos muchas probabilidades. Una de las compañeras de la sección de guantería se casó el otro día con un millonario de Pittsburgh, que es fabricante de acero, o herrero, o no sé qué… Yo cazaré algún día también a un hombre rico. No es que me dé importancia, ni me crea guapa, ni nada, pero buscaré las buenas posibilidades donde es más fácil encontrarlas. ¿A quién puede conocer una muchacha en una lavandería?

Lou replicó triunfal:

—Allí conocí a Dan. Vino a recoger su camisa y sus cuellos del domingo y me vio en el primer mostrador, planchando. Ella Maginnis estaba enferma aquel día y yo la sustituí. Y según Dan, lo primero en que se fijó fue en que yo tenía los brazos muy blancos y torneados. Como estaba arremangada… Y te advierto que a las lavanderías van personas muy interesantes. Se les conoce porque llevan la ropa en una maleta y entran de prisa y salen igual.

—¿Cómo se te ocurre usar ese vestido, Lou? —dijo Nancy, mirando la denigrada prenda con una expresión de suave desprecio bajo sus párpados entornados.

—¿Por qué no?

—Porque prueba un gusto pésimo.

Lou abrió mucho los ojos.

—Este vestido —contestó con indignación— me costó dieciséis dólares. Y vale veinticinco.

—¿Cómo?

—Una mujer lo llevó a planchar y no volvió a recogerlo. En vista de ello el patrón me lo vendió. Tiene varas y varas de bordado a mano. Mejor es que hablemos de esa porquería que tú llevas encima.

Nancy respondió con calma:

—Esta porquería está copiada de un modelo que usa la señora Van Alstyne Fisher. Las chicas dicen que el año pasado el vestido le costó en el almacén doce dólares. Yo me he hecho el mío y me ha costado uno y medio. A tres pasos de distancia no lo distingues del suyo.

Lou dijo, de buen humor:

—Nada, nada, mujer. Si prefieres morirte de hambre y darte aires de gran señora, por mí… Pero yo prefiero mi empleo y mi buen sueldo para, cuando terminen las horas de trabajo, poder vestir ropas todo lo atractivas y de fantasía que yo pueda comprar.

En aquel momento llegó Dan, joven serio, con una corbata de nudo hecho que escapaba a las frívolas tendencias de la ciudad. Tenía la profesión de electricista, ganaba treinta dólares a la semana, miraba a Lou con los tristes ojos de Romeo y juzgaba los bordados a mano de su vestido cual una tela de araña en la que cualquier mosca podía dejarse atrapar muy gustosamente.

—Mi amigo, el señor Owens —dijo Lou—; mi amiga, la señorita Danforth.

Nancy tocó con la punta de sus fríos dedos la mano del muchacho.

—Encantada. Ya le he oído mencionar algunas veces.

Lou contuvo una risilla.

—¿Quién te ha enseñado ese modo de estrechar la mano, Nancy? ¿La señora Van Alstyne Fisher?

—De ser así no perderás nada en copiarlo —contestó Nancy.

—No es necesario. Lo encuentro demasiado estilístico para mí. Saludando así hay que llevar anillos de diamantes. Espera a que los tenga y verás.

Nancy indicó prudentemente:

—Mejor sería que lo aprendieras antes, y así quizá pudieras comprártelos con más facilidad.

Dan sonrió, lo que hacía con mucha facilidad.

—Vamos, dejad de discutir. Y dejadme que os haga una proposición. Como no puedo llevaros al Tiffany y hacer lo que procede, ¿queréis que vayamos a ver una opereta? Ya tengo las entradas. Puesto que no podemos ostentar anillos de diamantes, vayamos a contemplar los que llevan los actores.

Y el fiel escudero ocupó su lugar junto al bordillo de la acera. A su derecha iba Lou, con su pluma de pavo real y sus ostentosas ropas. Nancy ocupaba la tercera posición, en el interior de la acera. Iba soberbia, esbelta y parvamente vestida, pero con el aire y la elegancia propios de la señora Van Alstyne Fisher. Y el trío se dirigió en busca de su moderada diversión.

No creo que muchos consideren unos almacenes comerciales como una gran institución docente. Pero el establecimiento en que Nancy trabajaba era para ella algo más que eso. Allí la rodeaban objetos que rezumaban gusto y refinamiento. Cuando uno vive en un ambiente de lujo, el lujo le pertenece a uno siempre que lo pague el. dinero propio, o el de los demás.

Las gentes a quienes ella servía eran en su mayoría mujeres cuyo vestir, maneras y posición en el mundo social solían citarse como modelos. Y Nancy tornaba de cada una de aquellas mujeres lo que mejor le parecía.

De una copiaba y practicaba un ademán, de otra un elocuente enarcamiento de cejas, de otras el modo de empuñar el bolso, de sonreír, de saludar a un amigo, de dirigirse a los inferiores en posición social… Y de su más admirado modelo, la señora Van Alstyne Fisher, había tornado —o requisado, ¿no?— un pormenor excelente, y era una voz suave, apagada, clara como la plata y perfecta en articulación como las notas del gorjeo de un zorzal.

Sumida en aquel aura de alto refinamiento social y buena educación, era imposible para ella escapar a sus efectos llevados al extremo más profundo. Dícese que los buenos hábitos mejoran los buenos principios y podría agregar que las buenas maneras mejoran los buenos hábitos. Las enseñanzas de nuestros padres podrán no conservar viva la conciencia escrupulosa propia de la gente de Nueva Inglaterra, pero quien se siente cuarenta veces al día en una silla de respaldo recto y repita las palabras “prisma y peregrinos” conseguirá que el diablo se aleje de él. En consecuencia, cuando Nancy hablaba en el tono de la señora Van Alstyne Fisher, sentía que el espíritu del axioma “nobleza obliga” penetraba todo su ser hasta los mismos huesos.

Había otra fuente de instrucción en el gran almacén. Cuando se veía juntas a tres o cuatro muchachas, haciendo tintinear sus brazaletes, como adecuado acompañamiento de una conversación frívola, no conviene imaginar que están siempre criticando el modo de peinarse de Ethel, o cosa por el estilo. Podrá carecer la reunión de la dignidad que caracteriza las deliberaciones de los cuerpos consultivos masculinos, pero tiene la importancia de la primera ocasión en que Eva y su hija mayor se pusieron de acuerdo sobre la forma en que debían hacer comprender a Adán cuál era su verdadero puesto en el patriarcal conjunto.

En otros términos, se trata de una Conferencia Femenina para la Defensa Común e Intercambio de Teorías Estratégicas de Ataque y Contraataque a y sobre el Mundo, que es un Escenario y el Hombre el Público, que Persiste en Tirar Flores a las Tablas. Porque la mujer, el más indefenso ser de la creación, con la gracia de una cervatilla, pero sin su agilidad para la fuga; con la belleza del ave, pero sin sus posibilidades de volar; con la dulzura del panal de miel, pero sin su…

Vamos a no persistir en ahondar en el símil. Muchos hemos sido picados por esa dulzura.

En el curso de ese consejo de guerra unas mujeres pasan armas a las otras y se prestan diversos ardides que cada una ha trazado y formulado para aplicarlos a la táctica de la vida.

Sadie, por ejemplo, comenta:

—…Y fui y le dije: “¡Estás fresco! ¿Por quién me has tomado? Solo a ti se te ocurre hablarme de ese modo.” Y ¿a que no sabéis lo que me contestó?

Varias cabecitas, de cabello negro, castaño, platino, pelirrojo y rubio, juntan sus rizos y escuchan la respuesta del sujeto. En consecuencia, resuelven por unanimidad cuál ha de ser la actitud de todas en caso de pasos de armas con el común enemigo, esto es, el hombre.

Así Nancy aprendió el arte de la defensa, y en las mujeres es sabido que la defensa significa victoria.

El historial de un almacén de venta en gran escala es muy vasto. Acaso no exista mejor colegio para aprender la técnica de lo que debe ser la ambición de la vida femenina : la conquista de un hombre de buena posición social.

La posición de la joven en el establecimiento era muy favorable. La sala de música estaba muy cerca de su sección y a ella le era dable escuchar y familiarizarse con las obras de los mejores compositores. Familiarización suficiente para pasar por entendida en ese ambiente de gran sociedad en el que ella se proponía poner un ambicioso pie. Absorbía, pues, la educadora influencia del arte, de las telas costosas y primorosas, de los adornos y, en fin, de todas esas cosas que casi sustituyen la cultura en las mujeres.

Las demás muchachas no tardaron en reparar en las aspiraciones de Nancy.

—Ahí llega tu millonario, Nancy —le decían en cuanto cualquier hombre que mereciese o pareciera merecer el apelativo se acercaba al mostrador.

Era costumbre de los hombres que deambulaban por el edificio mientras las mujeres que les acompañaban estaban comprando, acercarse al mostrador de venta de pañuelos y examinar los diminutos rectángulos de encaje. Les atraía la perfecta imitación de las maneras distinguidas de Nancy y mucho más su auténtica belleza. De ello dimanaba que muchos hombres gustasen de ir a exhibir ante ella sus gracias. Algunos podían ser millonarios y otros no pasaban de remedar los modales de los que pasaban por serlo.

Nancy aprendió muy pronto el arte de discriminarlos. Al extremo del mostrador dedicado a la venta de pañuelos había un escaparate y a Nancy le era dable observar la hilera de vehículos que dejaban a la puerta los compradores. Y, fijándose en los coches, no tardó en observar lo mucho que a sus propietarios se parecían.

Una vez un caballero fascinador compró cuatro docenas de pañuelos y coqueteó unos instantes con Nancy a través del mostrador, asumiendo aires de rey Cophetúa. Cuando se hubo ido, una de las muchachas preguntó:

—¿Qué tenía de malo ese hombre, Nancy?

—Nada.

—¿Por qué no le has dado pie?

Nancy bosquejó la más dulce, fría e impersonal de las sonrisas al estilo de la Van Alstyne Fisher.

—¿Ése? No me interesa. Le he visto muy bien. Un coche de doce caballos y un chófer irlandés. Y ya visteis qué clase de pañuelos compró. ¡Seda! Además, se perfuma con esencia de dactilia. Las cosas han de ser auténticas.

Dos de las más refinadas mujeres del almacén —una jefa de sección y una cajera— tenían varios “amigos distinguidos” con los que salían de vez en cuando. Una vez incluyeron a Nancy en una invitación que a las dos se hizo. La comida se celebró en un espectacular café cuyas mesas solían reservarse con doce meses de anticipación para las cenas de fin de año.

Los dos “amigos distinguidos” de aquella ocasión merecen mención oportuna. Uno estaba completamente calvo, porque la vida de alto rumbo ayuda a que se caiga el cabello, cosa que podemos demostrar. El otro era un joven cuyo refinamiento y alta valía se probaban por dos hechos irrebatibles: el de que llevaba gemelos de diamantes y, el de que juraba que todo vino que le servían no estaba en sazón.

Aquel joven percibió irresistibles excelencias en Nancy. Tenía gran admiración por las chicas de tienda, y ésta unía las maneras y voz del alto mundo del joven a los más francos encantos de la casta a la que ella pertenecía.

Así, al día siguiente el joven se presentó en el almacén e hizo a Nancy una seria propuesta de matrimonio, mientras examinaba unos pañuelos irlandeses a rayas, de puntada a mano.

Nancy declinó la oferta. Una joven castaña, con el cabello a la “pompadour”, que estaba a diez pies de distancia de la rechazadora y el rechazado, había usado plenamente sus ojos y oídos. Y cuando el fracasado cortejante se hubo ido, la moza empezó a acumular dicterios sobre la cabeza de Nancy.

—Eres la tonta más grande que he visto. Ese joven es un millonario, nieto nada menos que del viejo Van Skittles. Y te ha hablado como un hombre. ¿Estás loca, Nancy?

—¿Crees que lo estoy? —repuso la interpelada—. ¿Verdad que le he rechazado? En el caso peor, quiero que te enteres de que no es un millonario, por lo menos que yo sepa. ¿Qué tiene? Veinte mil dólares anuales que le da su familia para sus gastos.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El tipo calvo del otro día le estuvo embromando la otra noche a propósito de eso, mientras cenábamos.

La joven a la “pompadour” se acercó a Nancy y entornó los ojos.

—Oy : ¿a qué aspiras? —Su voz sonaba un tanto ronquilla, a causa de la costumbre de mascar demasiada goma—. ¿No te basta con esto? ¿O es que quieres volverte mormona y casarte con Rockefeller, y con Gladstone Dowie, y con el rey de España, y con todos los poderosos juntos? ¿De modo que no te basta con veinte mil dólares al año?

Nancy se ruborizó un tanto bajo la mirada de aquellos ojos negros y entornados casi hasta la angostura de una línea.

—No se trata solo del dinero, Carrie —explicó—. Su amigo le cogió en una repugnante mentira el otro día, mientras cenábamos. Se trataba de que él decía que no había llevado al teatro a no sé qué muchacha. Y yo no puedo soportar a un embustero. De modo que, mirándolo todo bien, ese hombre no me gusta, y basta. Además, el género que yo expendo no es para solo un día. Necesito, además, a alguien que sepa sentarse y hacer las cosas como un hombre. Sé muy bien que estoy echando el anzuelo, pero no me propongo pescar a un muñeco ni a un saltimbanqui.

La “pompadour” se alejó, diciendo:

—Acabarás en la casa de locos.

Porque aquellas elevadas ideas, si no ideales…

Nancy seguía cultivando su campo de ocho dólares a la semana. Vivaqueaba en la campaña de la gran conquista, comiendo pan seco y estrechándose más cada día el cinturón. Brillaba en su rostro la dulce, débil, marcial y fosca sonrisa de la que ha nacido cazadora de hombres. El almacén era su selva, y muchas veces apuntaba su carabina a piezas que parecían de montería mayor. Pero siempre un infalible instinto —o propio de cazadora, o propio de mujer—la hacía separar el dedo del disparador y proseguir el ojeo.

Lou prosperaba en la lavandería. De sus dieciocho dólares y medio a la semana separaba seis para su pensión completa. El resto lo invertía casi enteramente en ropa. Sus oportunidades de mejorar sus maneras y buen gusto eran escasas si se comparaban con las de Nancy. En la humeante lavandería no había otra cosa sino trabajo y el pensamiento de los placeres que la esperaban al concluir la jornada de tarea. Muchos costosos y ostentosos tejidos pasaban baja su plancha. Acaso, pues, empezase a tomar amor a la belleza de los géneros que engalanan a las mujeres, y ello a través del buen conductor que es el metal.

Cuando el día de trabajo terminaba, Dan aguardábala fuera, y siempre fiel su figura a cualquier sombra que ella proyectase.

A veces dirigía una sincera mirada a las ropas de Lou, que aumentaban en vistosidad, ya que no en estilo, pero ello no era deslealtad, sino cierto reproche a la atención que ello suscitaba en la calle.

Lou no era menos leal. Habíase implantado la ley de que Nancy acompañase a la pareja siempre que salía. Dan aceptaba tal compañía y añadido con buena cara y mejor disposición. Podía decirse que, en el trío, Lou proporcionaba el color, Nancy el tono y Dan el pago de la distracción de todos. Así, el hombre de escolta, siempre vestido con su traje pulcro, pero obviamente no cortado a la medida, y ornado con su corbata de lazo hecho, se mostraba siempre puntual, simpático y poseedor de un ingenio que nunca sobresaltaba a nadie ni tampoco chocaba con el de ninguna de las dos. Pertenecía a esa clase de personas en quienes nadie se fija mientras están presentes, pero que se recuerdan mucho cuando no lo están.

Para el refinado gusto de Nancy aquellos placeres tenían a veces un sabor amargo. Mas era joven y la juventud es gourmand cuando no puede ser gourmet.

Un día Lou le dijo:

—Dan se empeña en que yo me case con él. No sé por qué. Ahora soy independiente. Puedo hacer lo que quiera con el dinero que gano. En cambio, si me caso, Dan no me permitirá que siga trabajando. —Cambió de tema—. Oye, Nan: ¿por qué te empañas en seguir en ese almacén, solo para medio comer y medio vestir? Podías renunciar a un poco de tu importancia para ganar algo más de dinero.

—No creo darme importancia —dijo Nancy—, pero seguiré viviendo a media ración y me quedaré donde estoy. Seguramente me he acostumbrado a las dos cosas. Solo quiero encontrar una oportunidad. No me propongo pasarme la vida detrás de un mostrador. Cada día aprendo una cosa nueva. Me desagrada la gente rica y refinada, aunque aspiro a conseguir un hombre de esa clase, y no pienso desperdiciar ninguna ocasión que se me presente.

Lou soltó una risa burlona.

—De todas maneras, ¿verdad que no has atrapado aún a tu millonario?

—Todavía no lo he elegido —respondió Nancy—. Estoy pasándoles revista.

—¡Dios mío! ¡Elegirlos! No seas tonta, Nancy, y no dejes perder a un hombre por dólar de más o menos. ¡Mira que pensar en millonarios! ¿No ves que ellos no se preocupan de chicas como nosotras?

Nancy dijo, apoyada en su serena sabiduría:

—Más les valdría hacerlo. Algunas de nosotras sabríamos enseñarles la manera de gastar bien su dinero.

Lou rió.

—Háblame de alguno y no sabré distinguirlo de un cualquiera.

—Porque no conoces a ningún millonario. La única diferencia entre los que lo son y los que no lo son se nota mirándolos bien. —Y agregó—: Oye: ¿no piensas que ese ribete encarnado de seda es demasiado vistoso para la chaqueta que llevas? ¿Qué crees, Lou?

Lou miró el sencillo y oscuro color oliváceo de la chaqueta de Nancy.

—No sé qué decirte —repuso—, pero me parece mejor que esas cosas tan raídas que tú gastas.

Nancy dijo, complaciente:

—Esta chaquetilla que ves tiene exactamente el corte de una que la señora Van Alstyne Fisher llevaba el otro día. La tela me costó tres dólares y noventa y ocho centavos. Supongo que a ella le salió por más de cien dólares.

—Bueno —dijo Lou—, pero no creo que ése sea el modo de convencer a un millonario. No me extrañaría que yo cogiese a uno cualquier día de éstos.

Verdaderamente habría sido preciso un filósofo para decidir sobre los relativos valores de las teorías sostenidas por las dos amigas. A Lou le faltaba ese cierto orgullo y fastidio que llena las tiendas de mujeres que van a ganarse allí la vida, y, por lo tanto, prefería ganar su sueldo alegremente en la ruidosa lavandería, manejando su plancha. Con su salario vivía más que cómodamente y sus ropas la hacían feliz. Tanto, que a veces encontraba que, en el fondo, sus ojos la hacían sentirse un poco impaciente cuando contemplaba, por comparación, las vulgares ropas de Dan. Muy limpias, sí, mas muy poco elegantes. Claro que Dan era el constante, el inmutable, el que no se desviaba nunca.

En cuanto a Nancy —pensaba Lou—, su caso era uno entre tantas otras decenas de millares. Les gustaban las sedas, las joyas, los adornos, el perfume y la música del mundo dél buen gusto y la buena educación. Ya se sabía que aquellas cosas estaban hechas para las mujeres y constituían su justa participación en las cosas de este mundo. Había que perdonar a Nancy. No era traidora a sí misma, como lo fuera, por ejemplo, Esaú. En efecto, ella quería atenerse a sus méritos de nacimiento y al escaso potaje que podía ganar a diario.

A aquel ambiente pertenecía Nancy y por ello comía frugalmente y se preparaba vestidos elegantes y hábilmente baratos. Conocía ya a las mujeres, y estudiaba al hombre, como animal, en sus particularidades y en lo que merecía como ser elegible. Algún día quizás encontrara la caza que andaba buscando. Entretanto, no quería nada menor y solo deseaba lo grande.

Por eso procuraba tener la lámpara encendida, en espera de que el aspirante a desposado llegara.

Pero, acaso inconscientemente, vino entonces a aprender otra lección. Su modo de ver las cosas principió a oscilar y a variar. A veces el cuño del dólar se borraba ante los ojos de su mente y en ellas aparecían frases como “sinceridad”, “honor” e incluso “amabilidad”. Quien, si se permite el símil, anda por un bosque a la caza de un animalillo, encuentra a veces una guarida cubierta primorosamente de hierba, que le hablan de vida apacible y grata. Y en esas ocasiones se embota hasta la lanza de Nemrod.

Y así, Nancy empezaba a preguntarse si las pieles preciosas no se cotizarían en el mercado por el valor de los corazones que cubrían.

Una tarde de jueves Nancy, al salir del almacén, se internó en la Sexta Avenida, camino de la lavandería, donde debían esperarla Lou y Dan, que pensaba llevarlas a ver una comedia musical.

Cuando llegó a la puerta de la lavandería vio salir de allí a Dan. En el rostro del hombre había una singular expresión.

—He venido a ver si sabían de ella —manifestó.

—¿De quién? —preguntó Nancy—. ¿No está Lou en el taller?

—Creí que estabas informada. No; ni aquí ni en su casa saben nada de ella desde el lunes pasado. Ese día se marchó con todas sus cosas. Y a una de sus compañeras le dijo que probablemente se iría a Europa.

Nancy insistió:

—Pero ¿no la han visto en algún sitio?

—Una de las muchachas del taller la vio pasar el otro día en un automóvil. La acompañaba un tipo… Bueno, uno de esos millonarios con los que siempre estabais preocupadas Lou y tú.

Por vez primera Nancy se sintió intimidada ante un hombre. Su mano temblorosa asió la manga de Dan.

—No tienes derecho a hablarme de tal modo —murmuró—. ¿Qué culpa tengo yo de eso?

Dan repuso, apaciguador:

—No lo dije por tanto, mujer.

Su mano se dirigió al bolsillo de su chaleco.

—He comprado las entradas para esta noche —indicó, con un bravo esfuerzo para reportarse—. Si quieres…

—Iré contigo, Dan.

Porque Nancy admiraba el valor dondequiera que lo veía.

 

Tres meses transcurrieron antes de que Nancy volviese a ver a Lou.

Un día, a la hora del crepúsculo, la joven se dirigía a su casa presurosamente, siguiendo los linderos de un pequeño parque. Y de pronto oyó pronunciar su nombre.

Volvióse y Lou se precipitó en sus brazos.

Después de besarse las dos mujeres echaron las cabezas hacia atrás, como las serpientes cuando se preparan al ataque o a fascinar a su víctima. Mil preguntas afloraban a sus labios. Nancy notó que la prosperidad había descendido sobre Lou en forma de costosas pieles, relampagueantes joyas y espléndidas creaciones modisteriles.

—¡Tontina! —exclamó Lou afectuosamente—. Veo que sigues trabajando en el almacén y que andas tan mal como siempre. Apuesto a que no has pescado aún el gran pez al que aspirabas.

Y entonces Lou advirtió que algo mejor que la prosperidad se reflejaba en el afecto de Nancy. Algo que relucía en sus ojos más que las piedras preciosas, y encendía sus mejillas como rosas, y danzaba como una chispa eléctrica en la punta de su lengüecilla.

—Sigo en el almacén —dijo Nancy—, pero lo dejo la semana que viene. Al fin pesqué lo que quería. No te disgustes, Lou. Voy a casarme con Dan. ¿Qué te pasa?

Doblando la esquina avanzaba uno de esos agentes de nuevo estilo —juvenil de edad y de expresión suave— que hacen tolerable, por lo menos en apariencia, la policía. Y vio a una mujer que ostentaba espléndidas pieles y costosos diamantes apoyada en la verja del parque y sollozando turbulentamente, mientras una joven sencillamente vestida se inclinaba hacia ella procurando consolarla. Mas el gibsoniano agente, por ser de los de extracción moderna, pasó de largo, fingiendo no notar nada, porque sabía que ciertas cosas se escapan al remedio de la autoridad que él representaba, aunque no por ello dejó de golpear el suelo con su bastón hasta que el sonido se tomó tan lejano como las más remotas estrellas.

*FIN*


“The Trimmed Lamp”,
McClure’s Magazine, 1906


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