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La larga historia

[Cuento - Texto completo.]

Juan Carlos Onetti

Capurro estaba en mangas de camisa, apoyado en la baranda, mirando cómo el desteñido sol de la tarde hacía llegar la sombra de su cabeza hasta el borde del camino de arena entre plantas que unía la carretera y la playa con el hotel. La muchacha pedaleaba en el camino, se perdió atrás del chalet de techo suizo, un momento después volvió a aparecer, manteniendo el cadencioso ritmo del pedaleo, derecho ahora el cuerpo en la montura, moviendo con fácil lentitud las piernas, con tranquila arrogancia, las piernas envueltas en medias grises, gruesas, peludas, las piernas que mostraban sus rodillas. Frenó la bicicleta al lado de la sombra de la cabeza de Capurro y su pie derecho, separándose de la máquina, se apoyó para guardar equilibrio pisando el pasto mal crecido, ya amarillo, y en seguida se sacudió el pelo de la frente y miró al hombre inmóvil. Tenía una tricota oscura y una pollera rosada. Lo miró con calma y atención, como si la tostada mano que apartaba el pelo de las cejas bastara para velar su prolongado examen, ofreciendo el cuerpo contra el paisaje que se aplacaba en la tarde, los dientes en el cansancio, el pelo revuelto y aquella luz del sudor y la fatiga que recogía el reflejo del anochecer para cubrirse y destacar como una máscara fosforescente en la penumbra. Luego dejó la bicicleta sobre el pasto y volvió a mirarlo mientras sus manos tocaban el talle hundiendo los pulgares bajo la cintura de la falda, dejó de mirarlo y perfiló la cabeza, con las manos juntas en la espalda, sin senos, respirando aún con fatiga, los ojos, hacia el sitio de la tarde donde iba a caer el sol. De pronto se sentó en el pasto, se quitó los zapatos y los sacudió, teniendo uno a uno los pies desnudos en las manos, refregándolos y agitando los cortos dedos, dejando ver por encima de los hombros los pies enrojecidos, removiéndose en el aire apenas fresco. Volvió a calzarse y se levantó y estuvo todavía un rato haciendo girar el pedal con rápidas patadas hasta que repitió su movimiento duro y apresurado y se volvió hacia el hombre que la miraba, con una expresión desafiante, la cara retrocediendo en la escasa luz, con un desafío de todo su cuerpo desdeñoso, haciendo participar en él el brillo de níquel de la bicicleta, las formas y los tintes de los árboles, todo lo que la rodeaba como segregado por ella. Volvió a montar y pedaleó detrás de las hortensias, detrás de los bancos pintados de azul.

Dentro de la habitación Capurro estuvo lavándose largamente las manos, abandonando los dedos en el agua jabonosa mientras se espiaba en el espejo, casi a oscuras, inmóvil hasta que pudo distinguir la delgada cara blanca sin sonrisa y se detuvo a mirarse desinteresado mientras pasaban por el jardín arrastrando algo y cantando a media voz. Se secó las manos y fue a buscar la maleta abajo de la cama, la arrastró con el pie y buscó sin mirar, apartó ropas y dos pequeños libros y sacó, finalmente el diario doblado. En el sillón, cerca de las persianas abiertas miró el título: Se Suicida el Cajero Prófugo y las manchas negras y grises de la fotografía del hombre que miraba con cara azorada, comenzando a reír bajo el bigote de puntas caídas, sintiendo otra vez con la misma fuerza que en los días anteriores que estaba para siempre recluido en un mundo particular y estrecho, sin más amistad ni presencia ni posibilidad de diálogo que lo que pudiera dar aquel fantasma de bigotes lánguidos. Arturo silbó en el jardín, trepó la baranda y saltó en la luz del balcón vestido con el abrigo de baño, sacudiendo la cabeza mojada mientras cruzaba la habitación, viendo al paso el gesto de Capurro que escondía el diario doblado entre la pierna y el sillón y rezongó: «Siempre el fantasma». Cerró las persianas, encendió la luz y se desnudó de pie sobre la cama.

—Y la barriga crece —dijo, mientras se pasaba la toalla por los hombros—. No te creía capaz de eso, jugar al remordimiento como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme si en un mundo de veinte dimensiones vos sos el culpable de que se haya pegado un tiro.

Parado encima de la alfombra se oprimía el vientre con suavidad.

—Me voy esta noche, tengo que apurarme —siguió diciendo—. Pero nunca le dijiste que se pegara un tiro, nunca le dijiste que robara para comprar pesos chilenos y cambiarlos por liras y las liras por francos y los francos por coronas y las coronas por dólares y los dólares por libras y las libras por águilas y las águilas por enaguas de seda amarilla o triciclos. No se lo dijiste, no le aconsejaste que robara. ¿Y entonces?

Flexionaba las piernas mientras se metía la toalla hecha una pelota bajo los brazos.

—¿Te vas esta noche? —preguntó Capurro.

—Claro, a las nueve. Ya tengo demasiada salud.

Se puso los pantalones y comenzó a abrochárselos frente al espejo.

—Y además —dijo—. No tiene sentido. Alguna vez, me encerré con un fantasma. ¡Pero un fantasma con bigotes de alambre! Los fantasmas no salen de la nada, salen de sustancia fantasmagórica. Si vos queras llamar sustancia fantasmagórica a un cajero de cooperativa con bigote de general ruso…

Capurro recostó la cabeza en el sillón y miró el techo desnudo.

—Tengo una culpa, en todo eso. La culpa de haberle hablado de manera que él quedara seguro de que si usaba los diez mil pesos de la caja, se haría rico.

—Estás loco —dijo Arturo y se puso el saco silbando, se miró desde lejos, peinándose, en el espejo; después encendió un cigarrillo y puso un pie en el asiento de una silla—. Todo eso es idiotez complicada. Bueno, la vida es idiotez complicada. Exceso de sutileza. Pero te voy a decir algo que podría curarte si fueras tan sutil como yo. ¿Él usó correctamente el dinero robado, lo usó exactamente como le habías explicado?

—¿Él? —Capurro se levantó riendo—. Vamos. Cuando vino a verme ya no había nada que hacer. Al principio compró bien, pero se asustó y estuvo haciendo disparates. Una bella combinación de divisas con caballos de carrera y ruleta.

—¿Ves? Certificado de irresponsabilidad. Te espero abajo.

Revisó su billetera y salió silbando y mientras se alejaba, Capurro pensó en el hombre que había pasado un rato antes por el jardín, arrastrando algo, una larga manga de regar, tal vez, cualquier cosa pesada y flexible que hacía sonar el pedregullo y se frotaba en el césped, despacio, cuando él miraba su rostro viejo hundido en el espejo.

Recién al comer la fruta, sentado frente a Arturo en el comedor, descubrió a la muchacha junto a una ventana, inclinada hacia el aire tormentoso de la noche, con un montón de pelo movido por el viento sobre la frente y los ojos, con débiles zonas de pecas —ahora, bajo el tubo de insoportable luz del comedor— sobre las mejillas y la nariz, mientras sus ojos acuosos miraban distraídos la sombra del cielo, los brazos desnudos cruzados sobre su traje de noche, amarillo, un hombro protegido por cada mano.

Un hombre viejo estaba sentado junto a ella y conversaba con la mujer que tenía enfrente, joven, de espalda blanca y carnosa vuelta hacia Capurro, con una rosa en el peinado sobre la oreja; y al moverse hablando, el pequeño círculo blanco de la flor entraba y salía del perfil distraído de la muchacha y cuando la mujer reía, echando la cabeza hacia atrás, brillaba la piel de su espalda, y la cara de la muchacha quedaba abandonada en la noche.

Capurro deseaba quedar en paz junto a la muchacha y cuidar de su vida mientras la miraba fumando, hasta que hubo un momento en que ella levantó los ojos, sin separar sus brazos cruzados, moviendo apenas la cabeza desde el cielo hasta la cara del hombre. Volvió a mirarlo como antes en el jardín, con los mismos ojos calmos y desafiantes, con idéntica provocación desdeñosa. Cómo soportaba él los ojos de la muchacha y revolvía los suyos contra la cabeza juvenil, escapando de allí para escarbar en la tormenta de la noche, para adherir a su mirada la intensidad del cielo y derramarla, imponerla en aquel rostro de niña que lo observaba inmóvil y sin expresión, dejando perder sin quererlo, sin saber, sin poder evitarlo, entregando a su cara seria y fatigada de hombre la dulzura y la humildad adolescente de las mejillas pecosas y del cuello, desde el paisaje ennegrecido en el jardín, atrás de la ventana.

Arturo sonreía fumando el cigarrillo.

—¿No la habías visto antes? —preguntó.

—Una vez. Esta tarde en el jardín. Antes de que volvieras del baño.

—Flechazo —dijo Arturo moviendo la cabeza—. Bueno. Y la juventud, la inexperiencia. Linda historia: pero hay uno que la cuenta mejor. Espera.

El mozo se acercó y recogió los platos y la frutera.

—¿Café? —preguntó. Era pequeño, con la cara obscura, de mono.

—Bueno —dijo Arturo sonriendo—. Eso que llaman café. Pero el señor quiere saber sobre las excursiones en bicicleta de la señorita de la ventana.

Capurro se desabrochó el saco y miró hacia la muchacha, pero ya la cabeza había girado en dirección a la ventana y la manga negra del hombre de anteojos sentado junto a ella cortaba diagonalmente su traje amarillo y en seguida la cabeza con flor de la mujer de la hermosa espalda se inclinó cubriendo la cara pecosa, dejando solamente, como un rastro entre su propio pelo oscuro y la oreja del hombre de los anteojos, un grueso borde del pelo rojizo de la muchacha, pesado, grave en los bordes, llameante en la cresta que recibía la luz.

—Nada malo —seguía Arturo con el mozo—. El señor se interesa por el ciclismo y desea saber si la señorita… Decime. ¿Qué sucede de noche cuando papi y mami duermen o no quieren darse por vencidos?

El mozo se balanceaba sonriendo, la frutera vacía a la altura del hombro, removiendo los ojos oblicuos.

—Y, nada —dijo—. Ya sabe. A medianoche la señorita se escapa en bicicleta y se va a veces al monte, a veces a las dunas —había logrado ponerse serio, sin malicia en la cara y hablaba como si repitiera—: Qué le voy a decir. Ya sabe. Que vuelve despeinada y sin pintura, que una vez la encontré y me dio dos pesos sin decirme nada, me los puso en la mano. Ahora, dicen los pasajeros y aquellos muchachos ingleses que están en el «Atlantic» y vienen los sábados a bailar, que siempre tiene quien la espere y que nunca es el mismo. Pero yo no digo nada porque no vi.

Arturo se rió golpeando el muslo del mozo.

—Ahí tenés —dijo.

—Entonces… ¿Dos cafés? —dijo el mozo, volvió a sonreír y se fue.

—Bueno —dijo Arturo—. Un plan de vida más interesante que masturbarse con un fantasma bigotudo.

Al dejar la mesa, la muchacha volvió a mirar a Capurro, desde su altura ahora, una mano todavía enredada en la servilleta, fugazmente, mientras el aire de la ventana hacía moverse como un badajo de bronce el mechón de pelo sobre su frente.

En la galería, con la maleta y el abrigo en el brazo. Arturo le golpeó el hombro.

—Una semana y nos vemos. Buenos paseos en bicicleta.

Saltó al jardín y caminó hacia el grupo de coches frente a la terraza del hotel. Cuando Arturo cruzó las luces. Capurro se apoyó en la baranda y olió el aire. Volvió al dormitorio y fumó echado en la cama escuchando la música que llegaba ininterrumpida desde el comedor del hotel donde debían estar bailando ya a aquella hora. Encerró en la mano el calor de la pipa y fue resbalando en un lento sueño, en un mundo engrasado y sin aire donde avanzaba con enorme esfuerzo, boquiabierto, hacia la salida donde dormía la luz indiferente del día, inalcanzable, mientras el tiroteo regular bramaba en la sombra que le cubría las espaldas. Despertó sudando, y fue a sentarse nuevamente en el sillón respirando; él aire de tormenta, con olor a mar lerdo y caliente. Casi sin moverse arrancó el diario de abajo de su cuerpo y miró el título y la desteñida foto. Tiró el diario sobre la mesa, terminó de fumar la pipa, se puso un traje viejo, el impermeable, apagó la luz del dormitorio y saltó desde la baranda hasta la tierra blanda del jardín y el viento que hacía gruesas eses rodeándole la cintura. Luego eligió cruzar el césped hasta pisar el pedazo de tierra donde había estado la muchacha sentada por la tarde, los pies en las manos y las nalgas achatadas contra el suelo. El monte estaba a su izquierda, los mídanos a la derecha, todo negro y el viento golpeándole la cara. Ovó ruido y vio en seguida la luminosa sonrisa del mozo, la cara de mono junto a su brazo.

—Lástima —dijo el mozo—. La dejó perder.

Quería golpearlo pero sosegó enseguida sus manos que arañaban dentro de los bolsillos del impermeable y jadeó hacia el mar, inmóvil, los ojos entornados, resuelto y con lástima por sí mismo.

—Debe hacer diez minutos que salió —continuó el mozo. Sin mirarlo. Capurro sabía que el otro había dejado de sonreír y torcía su cabeza hacia la izquierda—. Lo que puede hacer ahora es esperarla a la vuelta. Si le da un buen susto…

Capurro desabrochó lentamente su impermeable sin volverse, sacó un billete del bolsillo del pantalón y lo pasó al otro. Otra vez vio la sonrisa del mozo y adivinó alrededor de la sonrisa la cara ordinaria de mono, los pequeños ojos hacia las sienes, su distraído cinismo. Esperó hasta no sentir los pasos del otro que iban para el hotel, luego inclinó la cabeza, los pies afirmados en la tierra elástica y el pasto donde había estado ella, envasado en aquel recuerdo: el cuerpo de la muchacha sus movimientos en la remota tarde, protegido de sí mismo y de su pasado por una ya imperecedera atmósfera de creencia y esperanza sin destino, respirando en el aire caliente donde todo estaba olvidado.

Cruzó el monte de eucaliptos lentamente palpando los árboles bajo el viento, cerrando los ojos para defenderlos de los picotazos de la arena en la cara. Todo estaba oscuro y no pudo encontrar la llama del farol de la bicicleta de la muchacha ni el punto de brasa de algún cigarrillo de algún hombre que fumara sentado en las hojas secas, apoyado en un tronco, con las piernas recogidas, cansado, húmedo, contento. Estaba ahora al final del monte, en la playa, a cien metros del mar y frente a las dunas. Sentía heridas las manos y se detuvo para lamerse los dedos, mirando una luz que oscilaba dentro del agua. Caminó hacia el ruido del mar, pisó la arena endurecida de la orilla y dobló entonces a la derecha, buscando las dunas, el mar en el costado izquierdo de su cuerpo. Ninguna luz, ningún movimiento en la sombra, ninguna voz arrastrada por el viento. Abandonó la orilla y comenzó a subir y bajar las dunas, resbalando en la arena fría que entraba en sus zapatos, apartando con las piernas los arbustos, corriendo casi, feliz y rabioso, excitado como si no pudiera detenerse nunca, riendo adentro de la noche ventosa, subiendo y bajando a la carrera las diminutas montañas, cayendo de rodillas y aflojando el cuerpo hasta poder respirar sin dolor, la cara doblada hacia el movimiento del agua. Estaba solo en todo lo que era posible saber del mundo, siguió andando, triste y fatigado como si todos los pensamientos de desánimo hubieran logrado alcanzarlo en la arena y resbalando, cayendo de rodillas, irguiéndose encorvado buscó sin entusiasmo, el camino de regreso al hotel, pensando en su cara, más afectadamente triste, en el espejo del lavatorio.

Volvió a dormirse medio vestido sobre su cama como en la arena, la boca abierta sintiendo que iba entrando en el sueño y la tormenta que estallaba, golpeado por los truenos, hundido y siempre sediento en el ruido rabioso de la lluvia.

Estaba nuevamente una mañana de verano en la galería. Terminó de afeitarse y salió para mirar el paisaje refrescado por la lluvia, mientras extendía en su cara, con ambas manos, los restos perfumados del talco. Vio tres niños correr cerca de la camba de tenis y comprendió que su angustia podía mezclarse sin violencia con la mañana. Un Ford azul roncaba subiendo la cuesta, detrás del chalet de techo rojo salió al camino y cruzó delante suyo siguiendo hasta la puerta del hotel. Vio bajar a un policía, a un hombre extraordinariamente alto con traje de anchas rayas y un joven vestido de gris, rubio, sin sombrero, al que veía sonreír a cada frase, sosteniendo el cigarrillo con dos dedos frente a la boca. El gerente del hotel bajó con lentitud la escalera y se acercó a ellos, mientras el mozo de la noche anterior salía de atrás de una columna de la escalinata, en mangas de camisa, haciendo brillar su cabeza retinta. Todos hablaban con pocos gestos, sin casi cambiar el lugar donde tenían apoyados los pies y el gerente, sacaba un pañuelo del bolsillo interior del saco, se lo pasaba por los labios y volvía a guardarlo profundamente para a los pocos segundos extraerlo con un movimiento rápido y aplastarlo y moverlo sobre su boca. Los niños se habían sentado en la sombra, contra el tejido de la cancha. Capurro entró para buscar la pipa y al salir nuevamente a la galería, al darse cuenta de sus propios movimientos, la morosidad con que deseaba vivir y ejecutar cada gesto, como si buscara acariciar con las manos los gestos que éstas habían hecho, sintió que era feliz en la mañana, que podía haber otros días esperándolo en cualquier parte. Vio que el mozo miraba hacia el suelo y los otros cuatro hombres alzaban hacia él la cabeza.

El joven rubio tiró el cigarrillo lejos; entonces Capurro comenzó a separar los labios hasta sonreír y saludó, moviendo la cabeza, al gerente, y en seguida, antes de que pudiera contestarle, antes de que se inclinara, mirando siempre hacia la galería, golpeándose la boca con el pañuelo alzó una mano y repitió el saludo. Volvió al cuarto para terminar de vestirse, puso una flor blanca en el ojal de su saco de franela. Estuvo un momento en el comedor, mirando desayunar a los pasajeros y después decidió tomar una ginebra, nada más que una, junto al mostrador del bar, compró cigarrillos y bajó hasta el grupo que esperaba al pie de la escalera. El gerente volvió a saludarlo y Capurro notó que la mandíbula le temblaba, apenas, rápidamente. Dijo algunas palabras y oyó que hablaban y el joven rubio vino a su lado y le tocó un brazo; todos estaban en silencio y él y el joven rubio se miraron y sonrieron. Capurro le ofreció un cigarrillo y él lo encendió sin apartar los ojos de su cara; después dio tres pasos retrocediendo y volvió a mirarlo. Le dio la espalda, caminó hasta el primer árbol del camino y se apoyó allí con un hombro. Todo aquello tenía un sentido y, sin comprenderlo, Capurro sintió que estaba de acuerdo y movió la cabeza asintiendo. Entonces el hombre alto dijo:

—¿Vamos hasta la playa en el Ford?

Capurro se adelantó y fue a sentarse junto al asiento del chofer. El hombre alto y el rubio se sentaron atrás. Capurro pudo ver al gerente hablando con el mozo, sacudiendo la cabeza hacia los costados. Había guardado el pañuelo y a cada momento alzaba la mano hasta el cuello. El policía se sentó en el volante y puso en marcha el coche. En seguida se pusieron a rodar en la calmosa mañana; Capurro sentía el olor del cigarrillo que estaba fumando el muchacho, sentía el silencio y la quietud del otro hombre, la voluntad rellenando ese silencio y esa quietud. Cuando llegaron a la playa el coche atracó junto a un montón de piedras grises que separaban el camino de la arena. Bajaron, pasaron alzando las piernas por encima de las piedras y caminaron hacia el mar. Capurro andaba junto al muchacho rubio.

—Qué día —dijo el muchacho.

—Si no llovía nos hubiéramos muerto de calor —contestó Capurro unos pasos después.

Se detuvieron en la orilla. Estaban los cuatro en silencio, con las corbatas sacudidas por el viento. Volvieron a encender cigarrillos.

—No está seguro el tiempo —dijo Capurro.

—¿Vamos? —contestó el joven rubio.

El hombre del traje a rayas estiró un brazo hasta tocar al muchacho en el pecho y dijo con voz gruesa:

—Fíjese. Desde aquí a las dunas. Casi dos cuadras.

El otro asintió en silencio y después encogió los hombros como si aquello no tuviera importancia. Volvió a sonreír y miró a Capurro.

—Vamos —dijo Capurro y todos regresaron sin hablar hasta el automóvil. Cuando iban a subir, el hombre alto lo detuvo.

—No —dijo—. Ahí enfrente.

Enfrente había una casa y un galpón de ladrillos manchados de humedad. El galpón tenía techo de zinc y letras negras pintadas arriba de la puerta. Esperaron mientras el policía entraba en la casa de al lado y volvía con una llave. Capurro se dio vuelta para mirar el mediodía cercano sobre la playa, el policía separó el candado abierto y entraron todos en la sombra y el frío. Las vigas estaban untadas de alquitrán y colgaban pedazos de arpillera del techo. Mientras caminaban Capurro sentía crecer el galpón, más grande a cada paso, alejándose la mesa larga formada con caballetes que estaban en el centro. Miró la forma estirada pensando «quién enseña a los muertos la actitud de la muerte». Había un charco estrecho de agua en el suelo y goteaba desde una esquina de la mesa. Un hombre descalzo, con la camisa abierta sobre el pecho colorado se acercó carraspeando y puso una mano en una punta de la mesa de tablones, dejando que su corto índice se cubriera en seguida, brillante, del agua que no acababa de chorrear. El hombre alto estiró un brazo y destapó la cara sobre las tablas dando un tirón a la lona. Capurro miró el aire, el brazo rayado del hombre que había quedado estirado contra la luz de la puerta sosteniendo el borde con anillas de la lona. Volvió a mirar al rubio sin sombrero e hizo una mueca triste.

—Mire aquí —dijo el hombre alto.

Fue viendo que la cara de la muchacha estaba torcida hacia atrás y que parecía que la cabeza, morada, con manchas de un morado rojizo sobre un delicado morado azul, tendría que rodar desprendida de un momento a otro, si alguno hablaba fuerte, si alguno golpeaba el suelo con los zapatos, o simplemente si el tiempo pasaba.

Pero la cabeza con un pelo endurecido, la nariz achatada, la boca oscura, alargadas las puntas hacia abajo, lacias, goteando, permanecía inmóvil, invariable su volumen en el aire sombrío que olía a sentina, más dura a cada paso de su mirada por los pómulos y la frente y el mentón que no se resolvía a colgar. Le hablaban uno tras otro, el hombre alto y el rubio, como si realizaran un juego, golpeando alternativamente la misma pregunta. Luego el hombre alto soltó la lona, dio un salto y sacudió a Capurro empuñándole las solapas; pero no creía en lo que estaba haciendo —bastaba mirarle los ojos redondos— y en cuanto Capurro hizo una sonrisa de fatiga el otro le mostró rápidamente los dientes, con odio, y abrió la mano.

—Bueno. Ya basta —dijo Capurro y todos se callaron, mientras seguía goteando la esquina de la mesa.

Miró al joven rubio que esperaba con el cigarrillo entre los dedos frente al pecho, dirigió la cara hacia la muerta y se detuvo observando las arpilleras que colgaban desde el techo. Solo tenía para contarles una historia larga, entrecortada, llena de momentos brillantes y misteriosos que nada tenía que ver con aquello que interesaba a los hombres de pie en el galpón, mirándole la boca, que acaso tampoco tuviera relación con nada concreto que él pudiera imaginar. Hizo a cada uno un corto gesto de amistad y giró para salir, creyendo que iban a detenerlo en cada paso, pero oyó en seguida que los hombres lo seguían sin tocarlo, sin hacerle ya ninguna pregunta, sin prisa, como si acabara de contarles la larguísima historia, y todos marcharan sin propósito, un poco inclinados por el cansancio de escuchar, escuchando ahora el susurro intermitente que la historia sin medida iba haciendo dentro de la cabeza de cada uno.

*FIN*


Alfar, 1944


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