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La liberación

[Cuento - Texto completo.]

Rómulo Gallegos

I

 

 

Ricardo Fariña estrujó rabiosamente la carta que acababa de leer, y luego, hecha añicos, la arrojó por la ventana a la calle.

Arrebatados por el viento, voltejeando sobre las cabezas de los transeúntes, habían desaparecido ya todos los pedazos y aún la cólera del frenético Fariña, se desataba en súbitos puñetazos sobre la mesa y en violentos empellones que hacían rodar las sillas, produciendo en el entablado tan repetido y furioso golpeteo, que hubo de acudir la señora Gertrudis a enterarse de lo que arriba acontecía y por ver de salvar con su presencia lo que de su propiedad pudiera estar en tris de ser destruido.

—Qué le pasa, amigo Fariña? —preguntó la patrona, deteniéndose en el umbral y mirando por encima de las gafas a su energúmeno inquilino.

—¡Nada, señora!

—Ah!, dispense usted, creí que algo le había sucedido y que podía serle útil.

—En realidad, algo me ha sucedido o, más bien, me sucederá —dijo Fariña maquinalmente, sin volverse a ver a su interlocutora.

—¡Le ha de suceder, dice usted! —y la señora Gertrudis, fingiendo asustarse con aquel pronóstico, avanzó unos pasos en la habitación haciendo grandes aspavientos oficiosos.

—No quiera usted saberlo: no podría explicárselo, y además: usted no comprendería —explicó Fariña para rechazar las impertinencias de la anciana, quien un tanto corrida y contrariada salió del aposento dejando a Fariña un poco más sosegado.

De repente —como si una idea hubiera logrado atravesar por su cerebro— se dibujó en su rostro el gesto de una resolución e inmediatamente se sentó al escritorio disponiéndose a escribir. Mas su mano temblaba con tanta presteza que no le fue posible trazar sobre el papel un rasgo siquiera y por fuerza hubo de esperar que se atenuara el espasmo de la violenta emoción. Y entonces sucedió que, como si a medida que el efecto fisiológico iba desapareciendo, se debilitara el impulso de la irreflexiva resolución, o que recobrada la cordura juzgara su acto inadecuado e inoficioso, cuando su mano estuvo en disposición de escribir, falló la voluntad de hacerlo, e irremisiblemente vencido se levantó del asiento y se asomó al balcón. Allí estuvo largo rato observando con pertinaz fijeza la avenida llena de paseantes, y cada vez que su atención se apartaba de la pasiva espectación, arrastrada irresistiblemente hacia aquel punto de su conciencia donde parecía haberse formado un absceso doloroso, al choque de la noticia contenida en la carta, él, sacudiendo la cabeza, obligaba su atención a obedecerle, poniéndola sobre un detalle insignificante o una pueril reflexión que de intento se sugería. Mas, por mucho que lo deseara, no lograba vencer la pertinacia de su mente que, obsecada, remolineaba sin cesar en torno de la idea ingrata, y aquel día, cuando la campana del comedor anunció la comida, todos los inquilinos se sentaron en redor de la mesa presidida por la huéspeda, como era costumbre, y el puesto de Fariña permaneció desierto.

—¿Qué le habrá sucedido a Ricardo Fariña? —preguntó uno de los comensales.

Y antes que las conjeturas de los circunstantes intentaran explicar la ausencia del compañero, la señora Gertrudis, como la llamaban sus pensionistas, dijo cuanto sabía acerca de lo ocurrido a Fariña, agregando —su inevitable parte de conjetura— que para ella la causa de aquel desasosiego, había sido una carta de la novia que él recibió esa tarde.

Con ruidosas risotadas fue acogido el cómico relato de la anciana y aquella vez la personalidad de Ricardo Fariña fue tema obligado de la charla de sobremesa.

Ricardo Fariña es un tipo —insinuó alguien— y aquí fue el referir de anécdotas y episodios, curiosos unos, triviales los más, según la relativa agudeza de los narradores y que evidenciaban el carácter extraño y morboso del provincial a quien sus aberraciones daban un perfil de desequilibrado bastante definido.

Luego que hubo concluido la comida y que cada cual se retiró a su cuarto para disponerse al acostumbrado paseo nocturno, Lisandro Anzola subió a la habitación donde a obscuras permanecía Fariña, inquiriendo, entre curioso y cortés, el motivo de aquella conducta.

—¿Es que estás enfermo?

—Un poco…

—¿Qué tienes?

—Malhumor. Y luego, apartando la conversación del punto que Anzola quería esclarecer, le preguntó:

—¿Qué hora es?

—Las ocho. ¿No sales esta noche?

—No sé…

—¿No te toca visitar hoy a tu novia?

—Más bien haría otra cosa más amena. ¿Hay zarzuela?

—No… Si quieres daremos un paseo en coche, la luna está bonita.

—Bueno… pero no, más bien me quedo aquí. Veré si puedo escribir… Hombre, a propósito: ¿sabes que me escribió Valentín Branto?

—¿De veras, y qué dice?

—Que viene.

Y tirando el cigarro que acababa de encender, agregó:

—No salgo esta noche; no me esperes.

 

II

 

En mala hora había caído en sus manos aquel papelejo pringado y mal escrito, cargado de soserías, en el cual Valentín Branto le participaba su viaje a la capital, donde se pasaría todo el tiempo necesario para gastar en alegres despiltarros lo que él, con su característico descaro llamaba el fruto de sus ahorros y privaciones, adquirido en los tres meses que estuvo desempeñando un cargo en la administración de una aduana. Sin embargo, la noticia era para alegrar al más sombrío, pues el adinerado Branto prometía expresamente de antemano costear él solo lo que ambos, reviviendo la antigua camaradería, derrocharan a tajo y destajo, lo cual no era poco prometerle a quien, como Fariña, se veía constreñido a equilibrar sus dispendios con la mezquina pensión que en su calidad de estudiante percibía de sus padres. Pero otras más poderosas razones pesaban en el ánimo de Fariña convirtiendo aquella promesa en aciaga amenaza de males incalculables… Branto, Branto, suerte de demonio tentador que venía a destruir lo que era preciosa conquista de su voluntad: la normalidad de la vida a costa de tantos esfuerzos lograda; el íntimo contentamiento de sí mismo y su libertad, su libertad sobre todo… ¿Por qué venía otra vez y quizás cuando más peligrosa podría serle su compañía? Y Fariña tuvo tentaciones de escribirle diciéndole que no aceptaba su ofrecimiento, que bien podía irse a despilfarrar su dinero a otra parte…

Luego pensó que más prudente era ponerse en guardia contra el advenedizo y formuló la resolución de no ir a recibirlo cuando llegara, organizando un plan de conducta según el cual a cada atención y deferencia del amigo, habría de corresponder él con un desaire. Y en tales lucubraciones estuvo hasta el mediar de la noche. Preimaginaba las oportunidades que habían de presentársele para poner en práctica su proyecto de represalias; evocaba actitudes y palabras con las que él, siempre insolente y altanero, humillaría al pobre Branto y gozaba con esto de tan intenso placer que todos sus nervios vibraban sacudidos por la exacerbación, ciego frenesí que rayaba en insensatez cuando un momento se hacía luz en su cerebro la certidumbre de la superioridad que el valiente y vigoroso Branto tenía sobre él, medroso y débil, mal que pesara a su excitada fantasía. Entonces, en su desvarío establecía que, como por virtud de hechicería, se había operado en él una transformación prodigiosa y se veía dotado de descomunal vigor y coraje, ahogando entre sus manos al robusto amigo que nunca era, por otra parte, lo bastante audaz para inferirle la más leve ofensa…

 

III

 

Sin embargo, Branto una vez había sido su salvador, de eso hacía mucho tiempo, él tendría entonces diez o doce años. Fue el día de su ingreso a la escuela, allá en el pueblo natal. Cuando Ricardo entró en el salón lleno de alumnos se hizo un repentino silencio y todos los ojos se fijaron en él, y fue como si mil avispas lo picaran en la cara. El maestro, un viejo larguirucho que tenía un lobanillo en mitad de la frente, lo miró de pies a cabeza como si fuera a valorarlo y luego, satisfecho de su experticia, le asignó un puesto, allá en el fondo del salón, el último. Y Ricardo con la cabeza encajada sobre el pecho, sin atreverse a ver a nadie, tuvo que atravesar entre las dos filas de colegiales atentos, que por reglamentario deber de cortesía se habían puesto de pies. ¡Qué largo le pareció el trayecto! Andaba y nunca llegaba al lugar señalado; le parecía que su andar era torpe, se veía dando traspiés de ebrio y su turbación crecía de punto. Cuando iba llegando tropezó con un banco, y estuvo en riesgo de caer, entonces oyó un murmullo de risas ahogadas que, leve al principio, fue creciendo hasta convertirse en deshecha algarada de pitos y zumbidos. Aquello fue el rebosamiento: sintió dentro del cráneo la percusión violenta de la sangre, todo su cuerpo bamboleó y hubiera ido a dar de bruces sobre el suelo enladrillado a no ser que unos brazos lo sostuvieran en el aire.

Valentín Branto, un muchacho fornido, chato y moreno que representaba algunos años más que Fariña, sentó a éste al lado suyo en el lugar señalado por el maestro, luego le recogió los libros que se habían dispersado por el suelo y entre indignado y pesaroso le preguntó:

—¿Qué te ha pasado?

Fariña respondió inconscientemente algo de lo cual jamás se pudo acordar y mientras guardaba los libros que le devolviera su inesperado protector vio de soslayo que éste, alzando el puño cerrado en actitud de amenaza retaba a los que aún se reían. Desde aquel día Ricardo Fariña y Valentín Branto fueron inseparables camaradas; zozobras y alborozos se compartían entre ambos por igual y una misma travesura les acarreaba común reprimenda, porque, aunque Ricardo protestara de los riesgos a que lo exponía el carácter audaz y camorrista de Valentín, no se dio barrabasada que a éste se antojara y de la cual se excluyera aquél, más prudente o pusilánime.

—Yo te defiendo de los golpes de los demás y tú me libras de los palmetazos del maestro —propuso Valentín..

Y cerrado el pacto desde aquel día Ricardo estudió por los dos y por ambos peleó Valentín, y como quiera que éste sentaba plaza de peleador y gastaba fama de guapo entre la rapacería de Santa Luz, Ricardo Fariña acogido al prestigio del amigo gozaba de absoluta inmunidad. Pero, si bien es verdad que el tal protectorado lo libró en muy difíciles trances de la vindicta de los puños suspendidos sobre él, cierto es también que produjo desgarraduras dolorosas en el alma ele Fariña, de natural orgulloso y altivo, despertando en él aquel sentimiento de conmiseración y menosprecio de sí mismo, como una interna rebeldía de los nobles ímpetus de su espíritu contra la fatalidad abrumadora de la propia flaqueza. Y aunque por instintiva delicadeza nunca Valentín hiciera alarde de su valor o audacia de modo que se resintiera la susceptibilidad en exceso quisquillosa del amigo , éste, poco a poco y a medida que se daba cuenta de lo poco digno de su actitud, fue experimentando un sentimiento de humillación cada vez más oneroso y pensó romper pacto y amistad definitivamente. Pero una irresistible influencia parecía ejercer sobre él el atolondrado Branto y siempre que Ricardo, después de haber sufrido la férula y el arresto que casi diariamente y de común acuerdo le propinaban la madre y el maestro, hacía entre escarmentado e iracundo, juramento de no reunirse más con Valentín, un ciego impulso le traicionaba obstinadamente y al fin y al cabo Ricardo hacía lo que a Valentín se antojara, eso sí: finjiendo hacerlo con el mayor placer.

De este modo conoció el azaroso deleite de jubilarse de la escuela, yéndose a la escapada en un merodeo angustioso por los campos cercanos, armado de la china, al acecho de los pájaros o de las frutas y aunque nunca pudo habituarse al raro placer de aquellas jornadas de expeetativa que producían a Valentín una suerte de embriaguez, al cabo de tres meses había perdido todo el prestigio de alumno estudioso y contraído y hubiera llegado a mayor descrédito a no haber sido expulsado Valentín de la escuela, como lo fue a especiales instancias del padre de Ricardo, que era personaje de influencia en el lugar.

Sin embargo, y a pesar de cuantas otras medidas de precausión se tomaron para disolver aquella perniciosa camaradería, Ricardo continuó siendo el inevitable e inocente cómplice de Valentín, y poco después apareció en él la primera manifestación de aquella terrible enfermedad que siempre estuvo aferrada a su organismo. Para entonces las versiones populares acerca de aparecidos y fantasmas habían desarrollado en Valentín una macabra afición. Le comunicó su nuevo proyecto a Ricardo: éste lo rechazó aterrorizado: aquello era una cosa horrible y peligrosa; a Valentín únicamente le parecía divertido y muy sencillo además. No se necesitaba gran aparato, apenas un par de sábanas blancas y unos zancos altos; y así se irían luego a la calle trasera del pueblo, una calleja estrecha y oscura, sembrada de baches y llena de monte; el efecto sería sorprendente, y Valentín saltaba de alegría al imaginarse el espanto de los transeúntes en presencia de los desmesurados fantasmas blancos, y como agregara, para tranquilizar al amigo, que solo asustarían a mujeres y muchachos, Ricardo cedió al fin tocado en su amor propio y fue.

 

 

Pegados a la pared, en un trecho donde no había casas, se apostaron los pseudo fantasmas. Debajo de la sábana blanca, aterido de miedo se estremecía Ricardo. Valentín también temblaba sacudido por la ansiedad lancinante y placentera del momento esperado. De pronto apareció una persona al extremo de la calle, avanzó, se acercó silbando a los fantasmas inmóviles.

—Es un hombre —dijo Ricardo—, vamonos.

—Cállate —respondió Valentín y cuando el transeúnte estuvo cerca dio un paso y estiró el cuerpo encogido, agrandando su estatura espectral. El hombre dio un gran grito y retrocedió espantado, desapareciendo en la sombra; al mismo tiempo, como fulminado por el grito, Ricardo cayó en tierra presa de un ataque epiléptico.

 

IV

 

Aquel ataque se repitió pasado un año, más o menos. Según el plan concertado desde la tarde, Valentín y Ricardo debían salir de sus casas a las diez, hora en que todos dormían en el pueblo, y reunirse en la plaza de la iglesia. Se trataba de despertar al mediar la noche, a los moradores de Santa Luz, con un furioso repique de campanas. Para Ricardo aquello alcanzaba las terribles proporciones de una profanación, de un sacrilegio, y trató de disuadir a su compañero, pero, como siempre, fue él quien a última hora cedió.

—No subamos; eso es malo… —dijo cuando se hubo reunido con Valentín.

—¿Tienes miedo?… Si tienes miedo iré yo solo.

Y Ricardo como si hubiese sentido un espolazo, gritó casi, con voz de insensato:

—¡Miedo! ¡Miedo!

—Y miraba a Valentín con una bestial expresión de espanto y odio.

—Vamos pues —contestó Valentín poniéndose en marcha y tras él se fue Ricardo, fascinado, inconsciente.

Dieron la vuelta al templo hasta llegar a la parte posterior donde había un jardincito con cancela de madera, hacia el cual se abría la puerta de la sacristía. Valentín sabía que esta puerta se cerraba por dentro con una viga que era fácil derribar empujando con fuerza desde afuera; para esto así que hubieran llegado hasta ella, ambos apoyaron las espaldas en la puerta y empujaron con cautela. La puerta cedió de pronto, al caer ruidoso de la viga en el silencio interior, y se abrió dando paso a una bocanada de aire cálido impregnado de aroma de incienso y pezgua.

Valentín entró; Ricardo se detuvo en el umbral transido de miedo; del interior salió la voz de Valentín exhortándolo a entrar; la voz parecía distante y cavernosa.

—¿Tienes miedo?

Ricardo sintió otra vez el espolazo y entró.

—Cierra.

—No…

—Cierra, te digo que cierres…

Ricardo obedeció.

—Por aquí… ten cuidado… hay una silla…

—¡Ah! —gritó de pronto Ricardo.

—¿Qué es?

—Una cosa fría… Una persona… Un… Un… Y Ricardo no se atrevía a pronunciar la palabra, como si temiera que su voz hiciera brotar de la tiniebla la visión del muerto que le parecía haber tocado.

Valentín rascó una cerilla y la acercó al objeto aludido. Era una Magdalena de yeso que alargaba en el aire los brazos suplicantes. La luz de la cerilla proyectó en las paredes y en el techo sombras demesuradas que al temblar de la llama se entrelazaban en una silenciosa danza fantasmal. Luego entraron en el recinto del templo, frente al tabernáculo ardían las lámparas eucarísticas, un rayo de luz evidenciaba el blanco vuelo inmóvil de la paloma simbólica sobre el pulpito. Valentín pasó frente al sagrario haciendo la genuflexión de costumbre. Ricardo no se atrevió a volver la cara y pasó sin inclinarse musitando trozos de oraciones, desordenadamente. Por fin ganaron la escalera del campanario; Valentín comenzó la ascensión salvando dos peldaños a cada paso; Ricardo en pos de él subía aferrándose al pasamanos y mirando atrás a cada momento como si alguien le siguiera. De pronto un escalofrío le recorría toda la médula, sentía que detrás de él una mano se alzaba en la sombra y en la inminencia del contacto todos sus músculos se contraían y daba un salto violento. Cuando llegó al primer descanso se detuvo a tomar aliento y llamó con voz extrangulada al compañero que se había adelantado, pero nadie respondió. De súbito las tres campanas sacudidas por Valentín, percutieron locamente sobre su cabeza erizada. Fue el toque de rebato para sus alborotados nervios, ya no tuvo dominio sobre sí mismo y corrió… corrió…

 

V

 

A la mañana siguiente, pasado el coma epiléptico, tenía la lengua ataraceada y en redor del cuello, varias incisiones menudas y sangrientas que le escocían horriblemente.

De resultas de esto guardó cama por varias semanas; después su padre le envió a la capital a terminar sus estudios en un colegio de internos.

Valentín se quedó en Santa Luz. Algún tiempo después recibió el interno la noticia de que su amigo andaba guerreando por los alrededores de Santa Luz en la guerrilla que con el timbalesco nombre de ejército mandaba un temido cacique del lugar. En una refriega recibió una herida y fue hecho prisionero. Aquella herida le sirvió de presea cuando triunfó la revolución; hizo viaje a la capital y se presentó al jefe triunfador reclamando el galardón a que lo hacía acreedor la pierna no bien curada aún. Logró un buen puesto.

Desde entonces el maestro pudo observar que decaían el entusiasmo y la contracción del más aprovechado cursante del tercer año de filosofía. Una noche, como era costumbre, al dar las diez se cerraron las puertas del instituto sin que hubiera llegado Fariña. Al día siguiente apareció: tenía el cabello despeinado, abotagados los ojos y el traje en desorden; el maestro lo comprendió todo y aunque ya Ricardo no era un niño le hizo severa reprimenda. Dos días después Ricardo Fariña salía del instituto para alojarse en la casa de pensionistas donde lo estaba Branto. Cuando llegó el tiempo de rendir examen, Fariña se excluyó de ellos, pretextando enfermedad. Solo al cabo de tres meses, cuando Valentín, ya cesante, abandonó la capital, pudo examinarse Fariña. Luego se graduó de bachiller; después cursó medicina. Al fin del primer año gozaba la fama de ser el más aventajado del curso.

 

VI

 

Ricardo Fariña cursaba cuarto año de medicina y disfrutaba de gran reputación entre profesores y compañeros. Además había contraído compromiso de matrimonio con una distinguida señorita de la capital, hermosa y recientemente graduada de maestra, y como complemento a su prestigio de hombre correcto de toda rectitud, escribía semanalmente en la página de honor del periódico más serio, largas y eruditas disertaciones sobre higiene y moral. De este modo su presente impecable, le redimía con creces de lo que de borrascoso pudiera haber tenido su pasado. Su vida se deslizaba apacible entre obligaciones atendidas y deberes parsimoniosamente observados y a los cuales el hábito hacía fáciles y gratos, como una agua mansa lamiendo en silencio un escollo revestido de musgo en mitad de la corriente. El estudio absorbía toda su atención, y apenas, como solaz, se permitía saborear el sano deleite del amor de Olimpia, la erudita prometida y aún esto, a fuer de hombre sesudo, con una gravedad doctoral.

Por lo demás, para el íntimo contentamiento de sí mismo había puesto en práctica una táctica hábil hecha de transigencias y contentadizas sutilezas, de lo que resultaba una suerte de harmonía a la que su vanidad daba una apariencia de autodominio consciente. Pero como una leve sacudida bastaba para romper aquel equilibrio, Ricardo Fariña ante la noticia de la próxima llegada de Branto, experimentó la sensación de vaga zozobra que se revela en la subconciencia del que duerme, próximo al despertar de un bello ensueño. El espejismo se desvanecía, un momento tuvo la certidumbre de lo que había de suceder y sintió sobre el alma la presión de algo inconmovible.

Luego hubo en su memoria un recrudecimiento doloroso. A la semana siguiente un lector suspicaz hubiera calado en un párrafo de su artículo sobre la educación en el hogar, una desgarradura sangrienta en el alma del autor. Una noche Olimpia intentó penetrar la razón de aquella extraña irascibilidad que lo dominaba, y le preguntó insinuante:

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—No; tú tienes algo.

—Bueno.

—¿Pero por qué no me lo dices?

Y las palabras fueron pronunciadas con tan humilde acento que Fariña conmovido y por salir del paso comenzó a explicar:

—Es una cosa fatal que se acerca; yo siento que poco a poco se va apoderando de mí… Imagínate: es como si fueran dos manos, poderosas e invisibles, que me fueran apretando y apretando el cuello, así.

Y hacía con las suyas, largas y huesudas, el gesto aludido.

—¡Jesús; déjate de eso! —exclamó ella asustada con la expresión de aquel rostro anguloso al cual el reflejo purpúreo déla pantalla daba un aspecto de congestión, como si en realidad las manos invisibles apretaran…

 

 

Tres días después, la señora Gertrudis le entregó un telegrama dirigido a él. Era de Branto que ya en viaje le anunciaba que esa tarde llegaría a la capital. El telegrama corrió la misma suerte que la carta anterior y cuando la patrona volvió a la habitación, fingiendo buscar en el suelo algo que no se le había caído, Fariña le preguntó:

—¿Tiene usted alguna habitación desocupada?

—No; ninguna. Pero: ¿para quién es?

—Para un amigo que tal vez se hospede aquí.

—¡Ah! Si es un amigo suyo, yo veré de habilitar la del lado.

—Pero él llega esta tarde.

—Bueno, cuente usted con ella.

Y la huéspeda salió precipitadamente dando voces a una mujer del servicio.

En la tarde, cuando Branto bajó al andén, buscó inútilmente a Ricardo entre los que esperaban la llegada del tren. Por primera vez Ricardo había faltado.

—¡Qué raro! —se dijo Branto y luego entró en un coche dirigiéndose al centro de la ciudad. Ya el coche llevaba recorrido largo trayecto y Valentín cansado de ver a todos lados se resignaba a no encontrar al amigo, cuando al doblar una esquina descubrió a Ricardo que al reparar en él bajó precipitadamente la vista fingiendo leer en un libro que tenía abierto, mientras escudriñaba de reojo desde la puerta de un botiquín situado en el trayecto de la estación, el interior de los coches que pasaban cargados de viajeros y equipajes.

Ricardo entró en el coche; respondió con frialdad a las expansiones del amigo, contestando con evidente malhumor las preguntas que éste le hacía. Al pasar por el hotel dejaron los equipajes en la habitación preparada para Branto y siguieron de paseo recorriendo la ciudad. Al día siguiente regresaron: Branto, ebrio aún; Ricardo apenas podía tenerse de pies y tenía en la mejilla izquierda una huella amoratada con la forma de un paréntesis muy cerrado. Aquel paréntesis volvió a aparecer por todos los días consecutivos en diversas partes de su cuerpo. Poco después el nombre de Fariña rodó hecho una piltrafa en una crónica de escándalo…

 

VII

 

Las campanas de Santa Luz repicando en la noche; el agudo grito del hombre despavorido ante el fantasma blanco, repercutían al cabo de doce años en el alma de Ricardo Fariña. Inútilmente la flaca voluntad del estudiante había pretendido rebelarse; aquella lucha de largos días había sido el último esfuerzo desesperado, la vergonzosa derrota definitiva tras de la cual solo había puesto para la abdicación de la propia personalidad. Al principio se debatió bajo la presión de las invisibles garras, luego no pensó más en resistir y dejó que se cumplieran en él los designios fatales. Estaba abrumado; aquella caída, la última, había sido el remate del eterno bamboleo de su vida, el derrumbe final de lo que había vacilado en él continuamente. Después no sintió nada, no experimentó ninguna interna zozobra, ningún escozor; fue como si le hubieran amputado algún miembro dolorido. Nuevamente había perdido los exámenes del curso, y esta vez el amor de Olimpia además y la salud… Y en sus horas de atonía pasaban por su memoria los recuerdos de estas cosas perdidas quizá para siemdre, borrosamente, como pudieran pasar los restos del navío destrozado, sobre la pupila inerte del náufrago abierta en el fondo del agua.

Y Ricardo Fariña, aligerado del peso de la conciencia que había gravitado hostilmente sobre su vida, experimentaba un horrible bienestar, una liviandad de cosa vacía por dentro.

Una noche bailaba en un prostíbulo en compañía de Valentín. Un pendenciero famoso entre los frecuentadores del sitio, comenzó por lanzarle soeces indirectas. Fariña un tanto amilanado fingió al principio no haberse percatado de ello y luego, como para desarmar al chocarrero, tomando a chanza lo que era ya abierta provocación, le dijo con un acento que se había esforzado en hacer amable:

—Está bueno, compañero.

Y al mismo tiempo vio que Valentín, soltando de pronto la pareja, con un tremendo puñetazo, despachurraba sobre la boca del patán el dicterio hiriente y vil que éste había comenzado a proferir.

Otra vez había caído en su defensa la mano que se irguiera amenazante en la escuela de Santa Luz, y Ricardo Fariña volvió a sentir con más violencia que nunca aquella impresión de un golpe en el cerebro que era en él característica.

 

VIII

 

En el silencio de la noche se escuchaba el ritmo regular de la respiración de Branto que en la habitación contigua a la de Fariña dormía profundamente. Las dos piezas estaban comunicadas por una puerta siempre abierta. Ricardo tendió los oídos hacia aquel ruido intermitente y un espeluzno le recorrió todo el cuerpo…

—¡Si yo lo hiciera esta noche!

Y se dio a imaginar el acto liberador de aquella larga servidumbre. Muchas veces había pensado lo mismo, pero aquella noche, el resquemor de la reciente humillación y el alcohol ingerido hicieron estallar brutalmente en un desvarío de sangre su viejo encono y sus imaginaciones tuvieron una plasticidad inusitada.

Se vio a sí mismo tanteando en la sombra la puerta que comunicaba la suya con la habitación de Valentín, luego, agacharse y pasar arrastrando, frente a la ventana abierta hacia el patio; incorporarse de nuevo, llegar conteniendo la respiración al borde de la cama, inclinarse sobre el durmiente, agarrarlo de pronto por el cuello y apretar… apretar…

 

IX

 

A la mañana siguiente —como si la energía de aquel supremo esfuerzo mental, exprimida a la impotencia de toda una vida, hubiera aniquilado su organismo— le hallaron muerto sobre el lecho, en todo el cuerpo estereotipado el último estremecimiento agónico, y en una crispatura espantosa aferradas las manos al cuello ensangrentado.

*FIN*


El Cojo Ilustrado, 1910


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