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La mañana del escritor

[Cuento - Texto completo.]

Tommaso Landolfi

El escritor se despertó al amanecer y, aún en la cama, se desperezó largo rato consultándose. No se sentía especialmente rabioso contra todo ni contra todos, como algunas veces le había ocurrido, y una cierta reacción fisiológica le garantizaba que su estado de salud también era, más o menos, satisfactorio. En el fondo no me encuentro mal —decidió—, y, en general, para mi edad puedo darme por satisfecho. El alba de primavera era radiante; se oía un insistente trino de pájaros y, mientras hacía gimnasia, por la ventana abierta de par en par, una golondrina iba a meterse en su habitación, pero lo vio y salió volando precipitadamente. Su vista cayó en un campo de trigo a lo lejos que, ondulado por el ligero viento matutino, le inspiró la imagen de las patas de un ciempiés en movimiento. Vaya, mi sensibilidad aún está viva —se dijo. Sin lavarse, para no perder energías, pasó a su estudio y sin más se puso manos a la obra; es decir, no exactamente.

Ya llevaba dos días trabajando en un soneto del que había escrito solo los dos primeros y los dos últimos versos. A ver si esta mañana con un poco de buena voluntad salgo airoso de la empresa. Los cuatro versos ya escritos eran: Abril es un crepúsculo de azul / Para quien yace y, ay, no tiene dama; y los dos finales: Y abril entonces el radiante rostro / Palió con velo (oh, tenue) de llovizna. Pero, ¿y en medio? Él quería expresar en el soneto su propia inercia (justamente casi pecaminosa) ante la primavera, como la de un corazón seco, no tocado ya por la esperanza, y, al mismo tiempo, mantenerlo todo en un tono clásico, de fábula y casi en broma para que el lector pudiese medir mejor el abismo de desesperación en que el autor se hallaba hundido. El pretexto debía ser una plegaria dirigida al impetuoso abril. Pero una cosa es decirlo y otra hacerlo y, además, ya no probaba aquel sentimiento. Pues bien, había que intentar resucitarlo dentro de él y no podía dejar sin cuerpo aquellos cuatro versos, así que tenía que seguir adelante a fuerza de técnica y de experiencia, a falta de otra cosa. Experiencia: ¿Y por qué diablos había ido a elegir aquella rima en ul a la que en nuestra lengua no corresponden más de cuatro o cinco palabras? El resultado era que había que emplear forzosamente la palabra gazul, demasiado anticuada, en verdad. A pesar de eso, la cosa no marchaba y el escritor pensó incluso en cambiar la rima del primer verso, pero solo se le ocurrió la palabra albores, igualmente indefendible en un soneto escrito hoy, al menos de acuerdo con su idea de la poesía moderna. Después de romperse la cabeza un buen rato en vano, dejó el problema sin resolver y revisó los versos que había esbozado como posibles. En efecto, el tercero y el cuarto del soneto podían ser: Que arrebolando va de tibio tul / Del sol el ojo cuando el alba llama. La verdad es que también se le había ido la mano con ese arrebolando va. El resto tal vez podía quedar bien; es más, esa apelación al alba (que es la juventud del día, como abril la del año) y ese ojo del sol (dado que al final se hablaba del rostro de abril) quedaban muy bien, sin duda, y, a fin de cuentas, el arrebolando va se podría eliminar. Veamos lo demás: Salió la serpezuela del baúl / Al hombre prometiendo amor y fama. Aquí se le fue a uno el santo al cielo, sin contar con ese encuentro de dentales fuertes: tibio tul. Sigamos (los versos ya estaban anotados a la buena de Dios y con variantes): Del fraternal noviembre el abedul! Conviene más, con aires de oriflama, / A quien la vida inútilmente inflama. Bueno, se podía arreglar algo y, una vez más, la dificultad no estaba en las rimas en ama: ¡si hubiera podido quitarse de encima de alguna manera ese ul! Paciencia. Veamos los tercetos. Aquí estaría bien seguir el esquema más riguroso y hacerlos con solo dos rimas, aunque solo sea para demostrar a nuestros cofrades (los cuales, con tantas discusiones, han abandonado la rima solo porque no tienen valor para mantenerla) que aún hay quien, gracias a Dios, sabe hacer un soneto bello y bueno, a la manera antigua. Pero no era nada fácil encontrar dos palabras en izna que le cuadrasen: estaba tizna y, por ejemplo, se podía hablar de vida que tizna al final (no, más elegante y más profundo su final); luego, tal vez brizna, con alguna imagen un poco viva, como: No deseches (o destruyas) aún esa tu brizna. Hum… Había que pensárselo. ¿Y los otros dos versos en ostro? Bueno, uno podía ser, claro: La sepultura sin temor ya arrostro. Sin embargo… bueno… Vamos a revisarlo bien todo de arriba abajo.

Después de una hora de exprimirse el cerebro, aún estaba lejos de la redacción definitiva y empezaba a sentirse cansado pues, además, había fumado mucho y en ayunas. ¿Y qué tal una siestecita?, pensó: luego, con la mente despejada… Pero se le ocurrió algo mejor. En efecto, conviene saber que el escritor, más bien viejo y no muy bien conservado, tenía como desahogo, y ya como vicio, la ejecución de ciertos dibujos obscenos que luego iba destruyendo. Puso, pues, manos a la obra y durante un rato halló satisfacción en ello. Pero tendría que haber obtenido una mayor evidencia en los cuerpos femeninos (que eran los que importaban); habría querido que ellos, con rotundidades bien modeladas, con sombras insinuadas y con sus mínimos pelillos, hablasen directamente a los sentidos sin necesitar la imaginación como intermediaria, y para conseguir eso sabía demasiado poco de dibujo. De modo que, al cabo de un rato, lo rompió todo y con una punta de malhumor, pero no demasiado (era sabio), se sentó en una butaca con un libro en la mano, donde muy pronto se quedó dormido.

Se despertó hacia las diez, volvió a desperezarse y bajó a pasear por el jardín. Reflexionando profundamente comprendió muy bien que esa mañana no era cuestión de insistir en el trabajo. Por otra parte, ¿cómo llegar al mediodía (a esa hora en punto comía)? Tal vez un artículo. Sí, el artículo que precisamente estaban esperando en su periódico sobre el último libro de… Volvió a toda prisa a su estudio y escribió fácilmente el breve artículo, aclarando con una cierta agudeza —le pareció— un punto fundamental en la concepción del escritor reseñado. Pero aún faltaba una hora hasta el mediodía. En este bendito pueblo nunca pasa nada y nunca hay nada que hacer, gruñó. Tal vez podría pensar en su novela, la gran novela que tenía en proyecto. Pero no, a pesar de todo, hoy no estaba en vena, como suele decirse. Por otra parte, ni siquiera había perdido toda la mañana y, si bien no estaba precisamente satisfecho, no tenía motivos para estar descontento consigo mismo. En conclusión: lo mejor era emplear ese tiempo en revisar algunas cuentas que el administrador le había presentado (el escritor era también pequeño propietario).

Las revisó: ¿Pero cómo era posible que este año hubiera producido tan poco aceite? Se prometió aclarar la cuestión con el administrador. De todos modos, entre el aceite y el resto de la cosecha arrojaba una suma tan exigua para su crédito que no se podían echar las campanas al vuelo. Bueno, no pensemos en ello y que no se nos atragante la comida; porque hasta el suspirado mediodía ya solo faltaba media hora, todo lo más. Mejor, ya es hora de ir a echar una parrafada con la sirvienta en la cocina. Con esta pobre gente nunca se sabe; a veces tienen ideas graciosas y dan buenas ideas.

Interrogada acerca de las novedades del pueblo, la sirvienta, como siempre, respondió que no había ninguna, pero luego, poco a poco, empezó a hablar contando cosas sin ningún interés. Mientras tanto, el escritor, tirado en una silla, iba observando sus pies, que le parecían singularmente pequeños para una mujer tan tosca. La sirvienta tenía sesenta años y era gorda y fea, pero a saber cómo había sido de joven, se decía él. Por lo demás, se repetía, pasando a otro orden de ideas: no puedo decir que haya perdido la mañana, he escrito un artículo, he trabajado en el soneto, he reflexionado. Hum… Y así, se puso a considerar su vida en general, que, a fin de cuentas, no era tan sórdida. Mujeres no tenía y, en cierto sentido, ya no podía tenerlas; estaba solo y, según todas las apariencias, seguiría solo, pero en compensación, la libertad y otras muchas ventajas; y, además, no le faltaba de nada. Ahora, por ejemplo, en cuanto su periódico le hubiera pagado la última serie de artículos, podría hacer un viajecito de placer y de estudio a algún lugar, digamos a Venecia, y más tarde, si todo iba bien… Démosle tiempo al tiempo, concluyó vagamente. Pero —se dijo de repente— si aprovecho ahora esta ocasión de hablar con ella, ¿qué haré después de comer? No puedo ponerme a trabajar en seguida (¿trabajar en qué, concretamente?). Y esa maldita gata que aún no había regresado (acostumbraba a jugar con la gata de diversas maneras: enseñándola a alcanzar la comida en sitios de difícil acceso, a subir por una escalera de mano, etcétera).

La sirvienta seguía su insustancial conversación. En un cierto momento, recordó a una mujer del pueblo a la que apenas había visto en casa de unos parientes días atrás y que le había impresionado por la expresión de sus ojos grises y picaruelos, que seguían siendo puros a pesar de la edad, y por la forma de sus manos. Resumiendo, le había parecido que aquella mujer tenía, o mejor, había tenido, lo que se dice un gran temperamento y se había prometido pedirle noticias suyas a la sirvienta.

La sirvienta la conocía, claro y, además, aquella mujer había sido amiga suya en la infancia.

—Es una —decía la sirvienta— que nunca se paró a elegir entre los hombres y todavía hoy, a su edad, si ella quisiera…

—Pero había oído decir que hace tiempo fue amante y mantenida de… (un señor del pueblo).

—Claro, y de muchos más al mismo tiempo, y le hacía creer que los hijos eran suyos. Por eso ese señor se encontró con tantos hijos de más. Pero, a pesar de todo, es una buena mujer. Lo dice ella misma: si no hubiera tenido corazón no habría sido puta. Un dicho que hay que apuntar, pensó el escritor, y dijo:

—¿Y qué hace ahora?

—Ahora estaba de sirvienta, precisamente con la hija de ese señor, desde que éste se murió. Con su hija legítima, que se quedó sola y ella no quiso dejarla, y una hija de ella y del señor, que es hermana de la legítima, está de sirvienta en casa de…

¡Magnífico —pensaba el escritor— magnífico! Este tipo de mujer y estas complicaciones en el marco de la pequeña y oscura vida provinciana… ¿Cuánto tiempo hace que no escribo un cuento? Ésta es una buena ocasión. Y una cosa así, entre narrativa y documental, sería justo lo que le iría bien a mi periódico, precisamente lo que nuestro público quiere y que, en consecuencia, los periódicos pagan mejor.

—¿Y ella qué dice?

—¿Qué quiere que diga? Dice las cosas como son. Dice: a mí el Señor no me perdona, pero yo la animo con Cristo, que perdonó hasta a la Magdalena. Además, no necesita que la animen, solo en algunos momentos. En cambio, a veces, me regaña porque soy demasiado seria. Cuando estuve enferma siempre venía a verme porque, de verdad, tiene un gran corazón. Y me dice: compañera mía, pero no con mala intención.

Otra bonita expresión, pensaba el escritor, y bonito también el modo en que esta pobre sirvienta gazmoña considera estas cosas, es decir, su natural y primitiva indulgencia. Sí, un cuento o algo así podría salir de todo aquello; bastaría con añadir muy poco.

Todavía entiendo de estas cosas —reflexionaba para sí con una cierta satisfacción—. En el fondo, soy menos estúpido de lo que parezco.

—Lo que pasa es —siguió a su vez la sirvienta con una tímida y casi coquetuela sonrisa—, lo que pasa es que ella dice que cuando se tiene corazón se es puta, pero yo creo que tengo corazón y nunca he sido puta. Al contrario, pero se ve que era mi destino morir jovencita (doncella).

Bueno, ve a meterle en la cabeza a ésta el concepto de reversibilidad o, en nuestro caso, de irreversibilidad, pensó el escritor, no sin una punta de orgullo por la rapidez de su formulación interior. E intentó explicarle que aunque todas las mujeres de costumbres fáciles tengan buen corazón, no está dicho que todas las mujeres de buen corazón tengan que ser a la fuerza de costumbres fáciles. Luego añadió:

—Bueno, echa la pasta.

Quería fumar un último cigarrillo antes del almuerzo, pero se dio cuenta de que había olvidado el paquete en alguna parte, tal vez en su estudio. En cambio, no encontró los cigarrillos en su mesa. Pues creía que estaban aquí, ¿estarán en el cajón? Abrió el cajón y tampoco allí encontró nada.

Pero a sus ojos se hizo visible el revólver que tenía allí dentro: un viejo y pequeño revólver de tambor que resplandecía con una suave luz.

Y, mirándolo, le pareció de repente que toda su vida adquiría un sentido definitivo y simple, de la misma manera que simple y definitivo era lo que ahora, en seguida, tenía que hacer. Tomó el revólver, hizo girar el tambor: no faltaba ni una bala, bastaba con apretar el gatillo.

Como quien realiza un acto cotidiano que no exige una particular atención pero cuya oportunidad es evidente por sí misma, levantó el revólver, se lo apoyó en la sien, apretó el gatillo.

*FIN*


“La mattinata dello scrittore”,
Il Mondo, 1955


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