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La manera de Yarkanda

[Cuento - Texto completo.]

Saki

Sir Lulworth Quayne avanzaba ociosamente por los jardines de la sociedad zoológica en compañía de su sobrino, que acababa de regresar de México. Este último estaba interesado en comparar y contrastar los tipos de animales semejantes que se encuentran en la fauna norteamericana y en la del Viejo Mundo.

—Una de las cosas más notables en el movimiento de las especies —comentó—, es el impulso repentino a viajar y emigrar que, sin ninguna razón aparente, surge de vez en cuando en comunidades de animales hasta ese momento establecidas.

—El mismo fenómeno se observa ocasionalmente en los asuntos humanos —añadió sir Lulworth—. Posiblemente el ejemplo más notable se produjo en este país mientras tú estabas en las zonas salvajes de México. Me refiero a la fiebre de movimiento que se produjo repentinamente en el personal directivo y editorial de algunos periódicos londinenses. Empezó con la estampida de todo el personal de uno de nuestros semanarios más brillantes y emprendedores a las orillas del Sena y las alturas de Montmatre. Esa migración fue breve, pero fue el anuncio de una era de inquietud en el mundo de la prensa que dio un significado nuevo a la frase «circulación periodística». Otros miembros del personal editorial no tardaron en imitar el ejemplo que se les había propuesto. París dejó de estar de moda muy pronto, por resultar demasiado próxima a nuestra ciudad; Nuremberg, Sevilla y Salónica fueron las ciudades elegidas para el trasplante del personal, no sólo ya de los semanarios, sino también de los diarios. Quizás esos lugares no estuvieron siempre bien elegidos; el hecho de que el principal órgano del pensamiento evangélico fuera editado durante dos quincenas sucesivas desde Trouville y Montecarlo fue considerado en general como un error. E incluso cuando editores emprendedores y aventureros se fueron mucho más lejos, junto con su personal, se produjeron los inevitables enfrentamientos. Por ejemplo, el Scrutator, el Sporting Bluffy The Damsels’Own Paper fueron publicados todos desde Jartum durante la misma semana. Posiblemente fue el deseo de distanciarse de toda posible competencia lo que influyó a la dirección del Daily Intelligencer, uno de los órganos más sólidos y respetados de la opinión liberal, en su decisión de trasladar sus oficinas durante tres o cuatro semanas desde Fleet Street al Turkestán oriental, concediendo desde luego el necesario margen de tiempo para el viaje de ida y vuelta. En muchos aspectos ésa fue la más notable de todas las estampidas de la prensa que se produjeron en esta época. Y no hubo en ello la menor simulación: propietario, director, editor, subeditor, redactores principales, los mejores reporteros y todos los demás tomaron parte en lo que fue popularmente conocido como el Drang nach Osten; el único que quedó en el desértico centro de la industria editorial fue un inteligente y eficaz botones.

—Eso es hacer las cosas a fondo, ¿no te parece? —comentó el sobrino.

—Pues verás —replicó sir Lulworth—, la idea de la migración se había visto algo desacreditada por la manera poco entusiasta en la que se llevó a cabo en ocasiones. A nadie le impresionaba la información de que tal publicación era editada y producida en Lisboa o en Innsbruck si acertaba a ver al principal periodista o al editor de arte almorzando como de costumbre en sus restaurantes habituales. Por ello el Daily Intelligencer decidió no dejar ninguna rendija a las cábilas con respecto a la autenticidad de su peregrinaje, y hay que admitir que en cierta medida las disposiciones tomadas para enviar los ejemplares y seguir con las columnas habituales del periódico durante la larga estancia en el exterior funcionaron muy bien. La serie de artículos iniciados en Bakú acerca de «lo que podría hacer el cobdenismo [6] por la industria del camello» están entre lo mejor de las recientes contribuciones a la literatura sobre el libre comercio, mientras que las opiniones sobre política exterior enunciadas «desde un tejado de Yarkanda» demostraban que podían captar la situación internacional al menos tan bien como las que habían germinado a menos de media milla de Downing Street. También estuvo dentro de las mejores y más antiguas tradiciones del periodismo británico la forma en que se regresó a casa: sin ampulosidad, anuncios personales ni entrevistas rimbombantes. Hasta se rechazó cortésmente un almuerzo de homenaje en el Voyagers’ Club. La verdad es que llegó a pensarse que la modestia de los periodistas a su regreso se estaba llevando hasta unos límites rayanos en la pedantería. A los jefes de cajistas, empleados del departamento de publicidad y otros miembros no pertenecientes al personal editorial, que por supuesto no habían tomado parte en la gran migración, les resultaba tan imposible entrar en comunicación directa con el editor y sus satélites, ahora que habían regresado, como cuando habían resultado excusablemente inaccesibles por encontrarse en Asia Central. El botones, malhumorado por el exceso de trabajo, único eslabón conector entre el cerebro editorial y los departamentos de negocios del periódico, explicó sardónicamente este nuevo apartamiento diciendo que ésa era «la manera de Yarkanda». Casi todos los reporteros y subeditores por lo visto habían dimitido de manera autocrática después de su regreso, y los nuevos habían sido contratados por carta; para ellos, el editor y sus asociados inmediatos eran una presencia invisible, que daba sus instrucciones tan sólo mediante breves notas mecanografiadas. El ajetreo humano y la simplicidad democrática previos a los días de la migración habían sido sustituidos por algo místico, tibetano y prohibido, y con la misma situación se encontraron los que hicieron proposiciones sociales a los recién regresados.

»La más brillante anfitriona de Londres en el siglo XX arrojó la perla de su hospitalidad al agujero sin respuesta del buzón editorial; parecía como si nada que no fuera una orden real pudiera sacar a los revenants de alma eremítica del retiro que ellos mismos se habían impuesto. La gente empezó a hablar cruelmente sobre el efecto de la atmósfera oriental y las grandes altitudes sobre mentes y temperamentos no habituados a esos lujos. La manera de Yarkanda no fue popular.

—¿Y los contenidos del periódico mostraban la influencia del nuevo estilo? —preguntó el sobrino.

—¡Ah! —exclamó sir Lulworth—. Eso fue lo más interesante. En asuntos del país, cuestiones sociales y acontecimientos ordinarios del día, no se observó un gran cambio. Un cierto descuido oriental parecía haberse deslizado en el departamento editorial, quizás con una nota de lasitud que no era inesperada en el trabajo de unos hombres que acababan de regresar de un viaje bastante arduo. No se mantuvo el anterior nivel de excelencia, pero en cualquier caso no se apartaron de las líneas generales de política y perspectiva. Donde sí se produjo un cambio sorprendente fue en la esfera de los asuntos exteriores. Aparecieron artículos directos, enérgicos y francos redactados con tal lenguaje que casi llegaron a transformar en movilizaciones las maniobras de otoño de seis importantes potencias. Por muchas cosas que hubiera aprendido en oriente el Daily Intelligencer, no había adquirido el arte de la ambigüedad diplomática. Al hombre de la calle le gustaban esos artículos y compraba el periódico como nunca lo había comprado; pero los hombres de Downing Street tenían una opinión diferente. El Ministro de Asuntos Exteriores, al que hasta ese momento se le había considerado como un hombre bastante reservado, se volvió claramente hablador en el curso de la desautorización perpetua de los sentimientos expresados por los dirigentes del Daily Intelligencer. Un día, el Gobierno llegó a la conclusión de que había que hacer algo concreto y drástico. Se dirigió a las oficinas del periódico una delegación compuesta por el Primer Ministro, el Ministro de Asuntos Exteriores, cuatro importantes financieros y un conocido teólogo no conformista. En la puerta que daba al departamento editorial cerraba el paso un botones nervioso pero desafiante.

» —No pueden ver al editor ni a ningún miembro del personal —anunció.

» —Insistimos en ver al editor o a alguna persona responsable —dijo el Primer Ministro, tras lo cual la delegación se abrió paso. El muchacho había sido sincero; allí no había nadie a quien pudieran ver. En toda la serie de despachos no había un signo de vida humana.

» —¿Dónde está el editor? ¿O el jefe de redacción de exteriores? ¿O el periodista principal? ¿O cualquiera?

» Como respuesta a esa lluvia de preguntas, el muchacho abrió un cajón y sacó de él un sobre de aspecto extraño que llevaba un sello de Khokand y fecha de hacía siete u ocho meses. Contenía un papel sobre el que estaba escrito el mensaje siguiente:

» “Grupo entero capturado por una tribu de bandidos en el viaje de regreso. Como rescate piden un cuarto de millón, pero probablemente aceptarían menos. Informen al Gobierno, parientes y amigos.”

» Venían después las firmas de los principales miembros del grupo e instrucciones con respecto al cómo y el cuándo debía pagarse el dinero.

» La carta había sido dirigida al botones que estaba al cargo, quien tranquilamente la había rechazado. Para ese botones nadie es un héroe, por lo que evidentemente consideró que un cuarto de millón era un desembolso injustificable a cambio de un objetivo tan dudosamente ventajoso como la repatriación del personal errante de un periódico. De modo que cobró él los salarios de los editores y otros miembros del personal, falsificó firmas cuando fue necesario, contrató nuevos periodistas, se dedicó a preparar y corregir los originales periodísticos e hizo todo el uso posible de la gran acumulación de artículos especiales que había en reserva para casos de emergencia. Se encargó personal y totalmente de la redacción de artículos sobre asuntos exteriores.

» Evidentemente, había que mantener el asunto dentro del mayor secreto posible; se designó un personal interino, que juró guardar secreto, para que mantuviera el periódico hasta que los consumidos cautivos pudieran ser encontrados, se pagara su rescate y regresaran a casa en grupos de dos y de tres, para que nadie lo notara, y las cosas volvieron gradualmente a su anterior situación. Los artículos sobre asuntos exteriores retornaron a la tradición habitual del periódico.

—¿Pero cómo consiguió el chico explicar a los parientes todos aquellos meses de ausencia…?

—Ése fue el golpe más brillante de todos —contestó sir Lulworth—. A la esposa o pariente más cercano de cada uno de los hombres perdidos les envió una carta copiando la letra del supuesto autor lo mejor que pudo, y excusándose por la mala calidad de las plumas y la tinta; en cada carta contaba la misma historia, variando tan sólo el lugar, de que el autor, separado del grupo principal, se sentía incapaz de apartarse de la libertad y la fascinación de la vida oriental e iba a pasar varios meses recorriendo alguna región que había elegido. Muchas esposas partieron inmediatamente a la búsqueda de sus maridos errantes, por lo que el Gobierno necesitó mucho tiempo y molestias para traerlas de su inútil búsqueda por las orillas del Oxus, el desierto de Gobi, la estepa de Orenburg y otros lugares extravagantes. Tengo entendido que una de ellas sigue perdida en algún lugar del Valle del Tigris.

—¿Y el muchacho?

—Se sigue dedicando al periodismo.

*FIN*


Beasts and Super-Beasts, 1914


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