Casa digital del escritor Luis López Nieves


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La más joven de las hermanas Piper

[Cuento largo - Texto completo.]

Bret Harte

No creo que ninguno de los que tuvimos el placer de conocer a las hermanas Piper o que gozamos de la hospitalidad del juez Piper, su padre, jamás nos interesamos por la hermana más joven. No debido a su extrema juventud, pues la mayor de las señoritas Piper admitió tener veintiséis años, y la juventud de la hermana menor creo que se establecía solo por una gran trenza a lo largo de su espalda. Tampoco porque fuera la más sencilla, pues la belleza de las señoritas Piper era una distinción generalmente reconocida y la más joven de ellas no estaba enteramente desprovista de los encantos de la familia. No era tampoco por falta de inteligencia, ni por alguna defectuosa cualidad social, pues su precocidad era sorprendente, y su jovial franqueza alarmante. Tampoco creo que pueda atribuirse como razón aceptable, a una leve sordera, que podría impartir una publicidad comprometedora a cualquier declaración —el reverso de nuestro sentimiento general— susceptible de ser confiada solamente a su oído, pues se decía que ella siempre entendía todo lo que Tom Sparrell le decía en su tono común de voz. Para ser breve, era muy posible que a Delaware —la más joven de las hermanas Piper— no le gustásemos nosotros.

Sin embargo, creíamos que las otras hermanas no evidenciaban hacia nosotros esa indiferencia que mostraba la señorita Delaware, aunque los desasosiegos, malentendidos, celos, esperanzas, temores y, finalmente, la caballeresca resignación con que por fin aceptamos el convencimiento de que ellas no eran para nosotros, y que estaban mucho más allá de nuestro alcance, no forman parte de esta crónica veraz. Es suficiente decir que ninguna de las coqueterías de sus hermanas mayores afectaban o eran compartidas por la más joven de las hermanas Piper. Se movía dentro de esta atmósfera de congojas con indiferencia sublime, tratando los asuntos de sus hermanas con lo que nosotros considerábamos extrema simplicidad o franqueza aterradora. Los pocos admiradores que fueron lo suficientemente débiles como para tratar de ganar su mediación o confianza tuvieron motivo para lamentarse.

—De nada sirve darme golosinas —le dijo a un infeliz pretendiente que había ofrecido traerle algunos caramelos, pues no tengo ninguna influencia con Lu y, si no se las entrego cuando se entere, me regañará a mí y te odiará a ti como si fueras veneno. Excepto —agregó con circunspección— que fueran pastillas de menta; Lu no las puede ni ver, ni tampoco puede tolerar a nadie que las coma a un kilómetro a la redonda.

No es necesario agregar que el miserable postulante, puesta a prueba así su cortesía, se vio obligado, en obsequio de la joven Del, a llevarle pastillas de menta, que tuvieron la virtud de mantenerlo a él mismo en desgracia y a distancia. Por mala suerte, también, a cualquier predilección o lástima que experimentase por algún pretendiente en particular de su hermana, seguíanle consecuencias más desastrosas aún. Se decía que mientras actuaba como “pantalla” —papel que le era generalmente asignado— entre Virginia Piper y un joven agrimensor excepcionalmente tímido, durante un paseo, ella concibió un raro sentimiento de humanidad hacia el desventurado joven. Después de quedarse atrás una o dos veces, ostensiblemente para recoger flores al borde del camino, o “corriendo adelante” para presenciar un panorama montañés, sin que ello produjera el menor resultado aparente en el tímido y silencioso admirador, lo trajo hacia un lado, mientras su hermana mayor seguía caminando indiferente y algo desdeñosa.

La más joven de las señoritas Piper se sentó sobre la baranda de un cerco, con el tallo de una frambuesa negra en la boca y balanceando sus pequeños pies en el aire, mientras lo observa con imperturbable indiferencia.

—No pareces estar haciendo mucho progreso —dijo ella de primera intención.

El joven sonrió débilmente, con un dejo interrogativo.

—Tampoco pareces estar en ambiente —continuó Del secamente.

—Creo que sí… es decir… me temo que la señorita Virginia —balbuceó él.

—¡Habla más fuerte! Soy un poco sorda. ¡Repítelo! —interrumpió Del, levantando los ojos y las cejas.

El joven tuvo que admitir en tono estentóreo que su progreso había sido muy poco satisfactorio.

—Vas muy despacio… eso es lo que pasa —dijo Del, en actitud de censura.

—Cuando el capitán Savage estuvo por estos lugares con Jinny (Virginia) la semana pasada, antes de que hubiéramos llegado hasta aquí, había pronunciado “su discurso” sobre tantas cosas de Byron y Jamieson (Tennyson) y otras poesías por el estilo; ayer no más, Jinny y el doctor Beveridge deshojaban flores de cardo por todo el sendero, hasta más allá del cruce de los caminos, para saber cómo andaba el romance. No has recogido siquiera una sola mora para Jinny, ni has hablado de “Amor de Zagal”, “Johnny Jumpups” ni “Bésame” y siguen hablándose por mi intermedio hasta hartarme. Ahora, óyelo bien —exclamó con súbita decisión—, Jinny se dejó llevar por la indignación y está enfadada; pero me imagino que no es la primera vez que lo ha hecho, y la encontrarás, como lo hizo Spinner, en la pendiente de la colina, sentada sobre un tronco de pino y con esta expresión.

Aquí, la más joven de las hermanas Piper posó los dedos sobre su rodilla izquierda, levantó ligeramente un poco la falda, con sublime indiferencia ante la exhibición de una considerable porción de la media roja que cubría su diminuto tobillo y, con una mirada ausente y plañidera, hizo una pintoresca imitación de la probable actitud de su hermana mayor.

—Después te acercas suavemente, como si fueras un oso y le pones tus manos sobre los ojos y le dices en una voz fingida como ésta —aquí Del soltó un falsete que superó cualquier registro de voz masculina— ¿Quién soy? Igual que en el juego de prendas.

—Pero es seguro que me va a reconocer —dijo el tímido pretendiente.

—No te reconocerá —repuso Del, con desdeñoso escepticismo.

—No creo… —balbuceó el joven, con una sonrisa torpe— en realidad… me descubrirá… antes de que llegue a su lado.

—No si vas silenciosamente, pues va a estar sentada de espaldas al camino, sumida en contemplación, así… —la más joven de las hermanas Piper nuevamente miró con ojos soñadores a la distancia— y te acercarás por detrás, con todo sigilo, así…

—Pero, ¿no se enojará? No hace mucho que la conozco… ¿verdad?

Calló, lleno de turbación.

—No puedo oír una palabra de lo que dices —dijo Del, moviendo la cabeza enérgicamente—. Estás del lado de mi oído sordo. Habla más fuerte o acércate.

Pero aquí las instrucciones terminaron repentinamente, ¡de una vez por todas! En efecto, ya fuera porque el joven tenía serias intenciones de perfeccionarse; porque estaba realmente agradecido a la muchacha y trató de mostrarlo; porque se sentía seducido por los juveniles embelesos de la niña, cuya larga trenza castaña caíale graciosamente por la espalda; porque de pronto halló algo singularmente provocativo en los ojos oscuros, que brillaban dentro del marco de sus tupidas pestañas y la postura incitante de la esbelta silueta, o porque fue presa de esa desesperación histérica que algunas veces ataca a la timidez misma, no puedo saberlo, pero lo cierto es que, de súbito, puso los brazos alrededor de la cintura de la joven y apoyó los labios en su suave mejilla satinada, no obstante las pecas del sol y el aire de la montaña y recibió una fuerte bofetada en la oreja, en pago de su solícita cortesía. El incidente concluyó. No repitió el experimento con ninguna de las dos hermanas. La revelación del desaire pareció, sin embargo, dar una singular satisfacción a Red Gulch.

Si bien puede inferirse, a la luz de este episodio, que la más joven de las señoritas Piper era inaccesible a las insinuaciones masculinas en general, el asombro, un tanto escéptico, de Red Gulch, se evidenció un poco después, al difundirse los rumores en el sentido de que, durante todo este tiempo, ella realmente había tenido un galán. Y se hicieron alusiones al hecho de que su sordera no le impedía entender perfectamente el tono común de voz de un cierto señor Tomás Sparrell.

No se daba mayor importancia a este hecho por la misma insignificancia e “ineptitud” de dicho individuo —un joven delgado, pelirrojo, incapacitado para el trabajo manual, debido a una cojera— ayudante en la tienda del cruce de los caminos. Nunca se había hecho acreedor a la hospitalidad del juez Piper, nunca había visitado la casa, ni siquiera para llevar paquetes; aparentemente, sus únicas entrevistas con ella o con cualquiera de su familia, habían sido con el mostrador de por medio. Para hacerle justicia, es cierto que nunca demostró deseos de tener relaciones más íntimas; no estaba en la entrada de la iglesia cuando las hermanas, hermosas con sus vestidos domingueros, entraban en el templo, con la pequeña Delaware cerrando la procesión, no estaba en el asado del partido Demócrata, al cual íbamos sin hacer referencia a nuestra simpatía personal política y solo porque asistían el juez Piper y las muchachas; tampoco fue al Baile de la Feria Agrícola, al cual todos tenían acceso. Creíamos que su abstención se debía a su cojera, al convencimiento cabal de sus propios defectos sociales, o a una desmesurada pasión por la lectura de libros científicos baratos, que, sin embargo, no lograban aumentar su erudición ni la fluidez de sus palabras. Tampoco podía achacársele la negligencia propia de los estudiantes, pues sus cuentas tenían una exactitud que nos maravillaba, y que le permitía desempeñarse en la tienda con exagerada eficacia. Posiblemente, hubiéramos expresado esta opinión con más énfasis, si no fuera que queríamos eludir su réplica aguda y una propensión al mal genio, que lo caracterizaba.

—Esos individuos pelirrojos suelen ser quisquillosos y ven sangre por entre sus pestañas —solía decir un cliente observador.

En síntesis, poco como sabíamos de la más joven de las hermanas Piper, jamás hubiéramos sospechado que elegiría a un hombre como éste como admirador. Lo que sabíamos de las relaciones públicas de ambos, puramente comerciales, implicaban el reverso de cualquier entendimiento cordial. El abastecimiento de la casa de los Piper había sido encargado a Del, con otros menesteres domésticos ajenos a todo lo que fuera ornamental; y lo que sigue presume ser un relato veraz de una de sus entrevistas alcanzadas a oír en la tienda:

La más joven de las señoritas Piper entró al negocio, desplazó una cantidad de mercadería en el medio para improvisarse un asiento y, mirando a su alrededor con cierta arrogancia mientras sacaba una agenda y un lápiz de su bolsillo, dijo:

—Si no lo estoy sacando de sus estudios, señor Sparrel, quizá sea tan gentil de escuchar un minuto… pero —añadió con fingida cortesía—, si lo estoy molestando puedo venir en otro momento.

Sparrel colocó el libro que estaba leyendo sobre el mostrador con gran cuidado y, avanzando hacia la señorita Delaware, ignorando por completo su ironía le preguntó:

—¿En qué puedo servirla hoy, señorita Piper?

La señorita Delaware, de un modo muy suave, examinando su agenda, replicó:

—Me imagino que no lastimaría mucho sus delicados sentimientos si le informo que la lata de camarones y ostras que nos mandó ayer no servía ni para los puercos.

Sparrel (suavemente):

—No estaban destinados para ellos, señorita Piper. Si hubiéramos sabido que tenía gente de Red Gulch para comer, le hubiéramos suministrado algo más adecuado. Tenemos una buena cantidad de torta de borujo y mazorcas de maíz en depósito, a precios reducidos. Pero las provisiones en lata eran para su propia familia.

La señorita Delaware (secretamente satisfecha con esta alusión sarcástica a los amigos de su hermana, pero ocultando su deleite):

—Me admiro de oírlo hablar así, señor Sparrel; es mejor que oír a cantores cómicos o asistir a un Circo. Me imagino que lo saca de ese libro —señalando el volumen escondido—. ¿Cómo se llama?

Sparrel (cortésmente):

—Principios Elementales de Geología.

La señorita Delaware, inclinándose hacia un costado y llevándose sus diminutos dedos a la rosada oreja:

—¿Dijo principios elementales de “geología” o “cortesía”? Usted sabe que soy tan sorda… pero, por supuesto, no podría ser eso.

Sparrel (cómodamente):

—Oh, no, parece tener “de eso” en la mano —señaló la agenda de la señorita Delaware, estaba usted citando de ahí cuando entró.

La señorita Delaware, después de un fingido silencio de profunda resignación:

—¡Bueno!, es una lástima que la gente no pueda pasarse la vida escuchando tan refinada plática. ¡Yo no haría otra cosa que escucharlo! Pero mi familia está en Cottonwood… y tiene que comer. Están tan mal que suponen que yo pierda mi tiempo en conseguirles alimentos de acá, en vez de beber en “Los Principios Elementales del Almacén”.

—Geología —corrigió Sparrel delicadamente—, la historia de la formación de las rocas…

—Geología —aceptó la señorita Delaware, disculpándose—, la historia de las rocas, tan necesaria para saber exactamente cuánta arena se puede poner en el azúcar. Entonces dejaré mi lista aquí y puede usted remitir las mercaderías a Cottonwood cuando haya terminado con sus “Principios Elementales”.

Arrancó la lista de sus encargos, de una página de su agenda, saltó con agilidad del mostrador, puso su trenza castaña desde su hombro izquierdo a su debido lugar, sacudió sus faldas deliberadamente y diciendo:

—Muchas gracias por una tarde provechosa, señor Sparrel —salió modestamente del almacén.

Los pocos oyentes de esta narración creyeron inverosímil que una hija del juez Piper y hermana de la angelical ama de casa le permitiera esa familiaridad a un mero empleadillo, pero se señalaba “que le dio lo que se merecía” y, a la postre, se prestó crédito general al episodio. Por cierto, nadie pudo sospechar jamás que eso sería el principio de ulteriores e importantes confidencias entre ambos. Creo que el secreto cayó estrepitosamente sobre la familia, junto con otras cosas, en la gran excursión campestre al desfiladero. Esta fiesta había sido preparada algunas semanas antes y era patrocinada principalmente por “Los Contingentes de Red Gulch”, como nos llamaban en retribución por los frecuentes gestos de hospitalidad brindados por la familia Piper. Las hermanas Piper no tenían que traer nada, excepto sus encantos personales y atender el reparto de golosinas y manjares que los muchachos habían suministrado profusamente.

El sitio elegido era la represa del desfiladero, un hermoso valle triangular, con los costados muy empinados, uno de los cuales estaba coronado por una inmensa represa de la “Pioneer Ditch Company”. Los escarpados flancos del desfiladero descendían en arrugadas hileras de viñas y tupidos matorrales colgantes, como los pliegues de una falda, hasta que se convertían en flancos de dispersos arbustos, volcándose, en singular policromía, sobre un anchuroso manto de napelos, mariposas, lupinos, amapolas y margaritas. Reparada de los rayos del sol por sus elevadas sombras, la deliciosa oscuridad de la cañada contrastaba sensiblemente con el ardiente sendero de la montaña que, al resplandor del sol de mediodía, bajaba tortuosamente por la ladera, como una lengua de lava, para sumergirse súbitamente en el valle y extinguirse en su frescura cual si fuese un lago. El fuerte y persistente perfume del pino y del laurel, atenuaban, impartiéndoles mayor frescura y suavidad, las selváticas fragancias de las madreselvas silvestres, las lilas y otras matas olorosas que pendían sobre el valle. La brisa de la montaña, meciendo las prietas copas de los grandes pinos, llevando el frío tajante de las remotas cumbres nevadas, hasta el corazón mismo del verano, nunca llegaba al pequeño valle.

Parecía un lugar ideal para la reunión campestre y todos quedaron atónitos al oír que podía surgir una repentina objeción a aquel sitio perfecto. Mayor fue el asombro general al saberse que quien así discrepaba era la más joven de las hermanas Piper. Al inquirírsele sobre las razones de su objeción, replicó que la localidad era peligrosa, la presa de la montaña, notoriamente vieja y gastada, había cobrado mayor peligrosidad por la falsa economía de refecciones inadecuadas, realizadas con inusitada celeridad, para satisfacer a los bolsistas especuladores, y que últimamente había mostrado indicios de pérdidas y rajaduras en los muros exteriores.

En caso de rotura, el vallecito triangular, del cual no había salida, sería instantáneamente inundado. Instada a dar la fuente de esta desfavorable información, al principio vaciló un poco, pero luego mencionó el nombre de Tom Sparrel.

La mofa con la cual fue recibida esta declaración por todos nosotros, ya que solo representaba la opinión de un modesto e inactivo ayudante de tienda, fue espontánea y obvia, pero no así el exacerbado enojo que excitó el pecho del juez Piper, pues no todos sabían que poseía una considerable cantidad de acciones de la Compañía “Pioneer Ditch”, y que, durante los últimos tiempos, se produjeron grandes dividendos por la falsa economía de gastos, para acelerar un “trato fuerte” en la Bolsa, mediante el cual el juez y otros podrían vender acciones de una compañía en quiebra. Se creyó más bien que el juez montó en cólera al enterarse de la influencia que ejercía Sparrel sobre su hija y su interferencia en los asuntos sociales de Cottonwood. Se dijo que hubo una escena violenta entre la más joven de las señoritas Piper y las fuerzas combinadas del juez y de las hermanas mayores, que terminó con la absoluta negativa de la más joven, de concurrir a la reunión campestre si se optaba por ese paraje.

Como nadie dudaba de la osadía, rayana en la desaprensión, de Delaware, ni de su predilección por la algazara, su negativa solo intensificó la creencia de que ella no hacía sino “apoyar la opinión de Sparrel” sin referirse en modo alguno a su seguridad personal o a la de sus hermanas. La advertencia quedó desechada con una risotada general y la opinión de Sparrel sufrió el menoscabo del ridículo, quedando como expresión envidiosa de un hombre irrazonable.

Se señaló que la presa había durado mucho tiempo, aun en tan precaria condición, que solo un milagro de coincidencia la haría romperse en esa tarde particular de la reunión campestre y, aunque ello aconteciera, no había prueba directa de que inundaría gravemente el valle o, en el peor de los casos, de que todo no pasaría de una leve alarma. El “Contingente de Red Gulch” estaría allí, listo para cuidar a las damas, en caso de accidente, igual que a cualquier maniático y desvalido vecino, capaz solo de gritar una advertencia desde lejos. Hasta no faltaba quien deseara que ocurriera algo para tener así oportunidad de mostrar su sublime devoción; en realidad, la perspectiva de llevar en brazos, a buen recaudo, a las casi abrumadas hermanas, disfrutando de una belleza estática, sin esperanzas, era una posibilidad fascinante. La agorera advertencia fue a todas luces ineficiente; todos esperaban ansiosos que no se modificara ni el día ni el paraje; la excitación del desafío sumábase a las mayores esperanzas y expectativas y, cuando por último llegó la hora señalada, el grupo bajó por el tortuoso sendero de la montaña al calor y resplandor, en un entusiasmo febril.

La centelleante procesión ofrecía un espectáculo magnífico: las jóvenes, apacibles y radiantes, en sus muselinas blancas, azules y amarillas, con sus múltiples cintas agitándose en el aire; el “contingente”, luciendo sus más pulcros pantalones de blanco y basto paño y camisas de franela azul y rojo; el juez, vistiendo un chaleco blanco y un sombrero de Panamá, sumido en una actitud grave, conferida por circunstancias anteriores, y tres o cuatro pintorescos chinos, que llevando cestas cerraban la marcha, para desembocar, finalmente, en la represa del desfiladero.

Aquí se dispersaron sobre el limitado espacio elegido, apenas media hectárea, con el bullicio y libre albedrío propio de escolares en receso. Estaban seguros en el aislamiento que les brindaba el paraje. No podían ser vistos desde ningún camino elevado ni por quienes lo transitaban; se hallaban a salvo de toda intrusión eventual de la gente del campamento. En realidad, extremaron tanto las cosas que el grupo asumió aspectos de “pandilla”. Al principio se divirtieron, dirigiendo furtivas miradas, Con ojos desafiantes, a la larga y baja presa, que se asomaba sobre el muro verde de la montaña, a una altura de doscientos metros; a veces simulaban experimentar un exagerado terror, y no faltó un reconocido bromista que declamó una exhortación grotesca, clamando indulgencia, con encantadoras alusiones locales. Otros pretendieron descubrir, cerca de la cabaña de un leñador, entre una hilera de pinos, en la parte superior del sendero que bajaba, la figura en acecho del ridículo y envidioso Sparrel. Pero todo esto se olvidó luego con la animación de la fiesta. Con ser reducida, la extensión del valle donde se efectuaba la excursión permitía, empero, que las parejas pudieran retirarse, durante los bailes, entre los frondosos arbustos de manzanilla y laurel que crecían en las laderas. Después del baile, antiguos juegos de niños fueron revividos con mucha risa y débiles y tímidas protestas de parte de las damas; la diversión principal fue un pasatiempo conocido con el nombre de “Estoy anhelando”, en cuya ingeniosa ejecución se obligaba a la víctima a ponerse de pie en medio del círculo y “anhelar” públicamente la proximidad de un miembro del sexo opuesto. Algún júbilo fue ocasionado por la traviesa “Georgy” Piper, que produjo hilaridad al decir, cuando le tocó su turno, que estaba “anhelando” una mirada de Tom Sparrel en ese momento.

Transcurrieron dos horas antes de que pusieran término a estos juegos triviales, y los excursionistas se sentaron para saborear la tan esperada merienda. Aquí el editor del Argus brindó por la salud del juez Piper, quien respondió con gran dignidad y un tanto turbado por la emoción. Les recordó que se había empeñado humildemente en afianzar la armonía —esa armonía tan característica de los principios norteamericanos— tanto en círculos políticos como sociales y, particularmente, entre los elementos de la vida fronteriza, extraña pero puramente constituidos como genuinamente norteamericanos. Aceptaba la fiesta de ese día con sus desbordantes demostraciones de amistad, no en reconocimiento a sí mismo —todos exclamaron ¡sí, sí!— ni de su familia —arreciaban las protestas entusiastas— ¡sino por ese principio norteamericano!

Si por un momento pareció probable que la fiesta pudo verse malograda por maquinaciones de envidia —quejidos— o esa armonía frustrada por la gravitación de mezquinos intereses materiales —quejidos— podía decir que, mirando a su alrededor, nunca se había sentido… que… —aquí, luego de vacilar, el juez se detuvo, se tambaleó levemente hacia adelante, se asió de un banco, reponiéndose con una sonrisa de excusa y se volvió hacia su vecino, en tono inquisitivo.

Una risa leve —suprimida instantáneamente— por lo que al principio se supuso fuera el efecto de la “desbordante demostración de amistad” sobre el orador mismo, circuló por el grupo masculino, hasta que, súbitamente, una docena de personas, mostrando estupor en sus rostros, se puso de pie y una de las damas profirió un agudo grito.

—¿Qué pasa? —se preguntaron unos a otros, entre sonrisas de asombro. Fue el juez Piper quien contestó:

—Un pequeño temblor de tierra —dijo suavemente— ¡apenas una vibración! Creo —agregó con una leve sonrisa— que podemos decir que la naturaleza misma ha aplaudido nuestros esfuerzos, en la buena y vieja manera californiana, y mostrando su aprobación. ¿Qué es lo que estás diciendo, Fludder?

—Estaba pensando, señor —dijo Fludder, respetuosamente, con voz más queda— que si algo anduviera mal en la represa, este movimiento, sabe, podría…

Sus palabras fueron interrumpidas por un ruido débil, estrepitoso y crepitante a la vez y, al mirar hacia arriba, pudieron ver cómo una piedra de gran tamaño, evidentemente desprendida desde una altura mayor, golpeaba la meseta superior, a la izquierda del sendero y, dando un salto, fue a caer en la orilla del bosque contiguo. La tenue nube de polvo que marcaba su curso desapareció luego en el aire. Pero el fenómeno fue observado con agitación y era evidente que esa singular pérdida de equilibrio nervioso a la que están propensos todos aquellos que han sufrido la experiencia —aun leve—de un terremoto, fue experimentada por todos los presentes. Sin embargo, no desapareció todo el sentido del humor.

—Parece que las previsiones que tomamos contra los riesgos de inundación no nos va a proteger contra los terremotos —dijo en tono jocoso Dick Friseny y agregó: —Sin embargo, ese no fue un mal tiro, si solo supiéramos hacia dónde apuntaba.

—¿Quieres callarte? —dijo Virginia Piper, cuyas mejilas se hallaban rosadas por la excitación—. Escucha, ¿quieres? ¿Qué es ese murmullo extraño que se oye intermitentemente allá arriba?

—No es más que el viento cargado de nieve jugando con los pinos en la cumbre. Las muchachas no quieren que nadie se divierta fuera de ellas mismas..

Pero aquí un grito de “Georgy”, que, ayudada por el capitán Fairfax, se había subido a un banco a la entrada del valle, atrajo la atención de todos.

Estaba de pie, rígida en el banco, con las pupilas dilatadas por la perplejidad y la mirada fija en la parte superior del sendero.

—¡Miren! —dijo con gran excitación— ¡el sendero se está moviendo!

Todos miraron en la dirección indicada. A primera vista parecía que, efectivamente, se estaba moviendo, serpenteando y ondulando su tortuoso curso hacia abajo de la montaña, como una víbora gigantesca, pero ampliado una o dos veces su tamaño habitual. Al volver a fijar la mirada podía verse que ya no era un sendero sino un canal de agua, cuya corriente, llevada en una canaleta de un metro y medio o dos de alto, precipitábase hacia el valle.

Por un instante, no pudieron siquiera comprender la naturaleza de la catástrofe. La represa estaba directamente sobre sus cabezas; creían que, al ceder sus paredes, se provocaría la precipitación de múltiples pequeñas caídas de agua o cascadas por los flancos de la montaña, desde los acantilados que se hallaban arriba, pero lo que escapaba a la imaginación de todos era que el volumen súbitamente liberado de esa masa de agua podría rebasar la meseta, yendo mucho más lejos, para descender en contenida corriente por el sendero, que era su única vía de escape.

Enfrentaron esta funesta verdad con la breve y típica risa con que el norteamericano, por lo general, recibe el golpe aciago de la fatalidad de lo inesperado, como si reconociera solo lo absurdo de la situación.

Luego corrieron hacia donde estaban las mujeres, reuniéronlas en un grupo y las llevaron hacia lugares de imaginaria seguridad, entre los arbustos que, como flecos, crecían por las laderas de las montañas. Pero dejo esta parte del relato al lenguaje característico de uno de los integrantes del grupo:

“Cuando nos alcanzó la inundación no pareció fijarse en ninguno de nosotros en particular, sino que se abalanzó con furia sobre todo lo que estaba a su alcance. ¡Destruyó todo lo que había, en menos de treinta segundos! Barrió completamente de “proa a popa”, llevándose todo por delante. Lo primero que vi fue al viejo juez Piper, extremando sus esfuerzos para alejarse de una lata grande de helado de frutilla que rodaba detrás de él, tratando de volcarse dentro del cuello de su saco, cada vez que una ola grande la levantaba. Más atrás venía lo que quedaba de la banda de música; el tambor grande, como si estuviera saltando para mantenerse a la par del helado, confundido entre banquillos de campo, atriles, unos cuantos chinos y luego aquello que, en las grandes procesiones de San Francisco, se da en llamar “ciudadanos en general”. Todo fue arrastrado por el desfiladero en menos de treinta segundos. Luego se produjo aquello que el capitán Fairfax denominaba “la acción refleja en las leyes del movimiento” y que me cuelguen si toda la procesión infernal no volvió a recorrer el mismo camino… pero esta vez toda la artillería pesada, tal como ellas, barrilitos de cerveza, botellas, vasos y los cacharros que habían quedado atrás, ahora estaban al frente y el juez Piper y el famoso helado, cerraban la columna. Al pasar el juez, por segunda vez, frente a nosotros, notamos que a la lata de helado —habiéndole entrado agua— parecía faltarle el empuje y alentamos al viejo gritándole: “¡Apuesto cinco a uno a favor!” Y luego no creerán lo que sucedió. Y bien, condenado sea, cuando ese “reflejo” se encontró con la corriente, en el otro extremo, se arremolinó en lo que el capitán Fairfax definió como la “curva centrífuga” y empezó a girar alrededor de la cañada, como cuando se lavan los peroles de los buscadores de oro.. .. haciendo surgir cada tanto a uno de los muchachos que estaba adentro, y tirándolo como resaca contra la orilla.

“Conseguimos en esta forma pescar al juez, justamente cuando pasaba por la recta final y cuando le había sacado dos cuerpos a la lata de helado. El agua había arrastrado bastante del contenido de la lata, pero nos insumió diez minutos sacudir el hielo y sal en polvo de la ropa del viejo y conseguir hacerlo entrar en calor en el arbusto de laurel del que estaba asido. Esta escena, tan similar por su secuencia al clásico juego de niños “girando alrededor de la morera”, continuó hasta que la mayoría de los competidores humanos fueron eliminados y solo los trozos dispersos de muebles quedaron en la carretera. Después se fue mezclando todo, chapoteando aquí y allá, mientras el agua iba bajando por el sendero. Luego, Lulu Piper, a quien yo estuve sosteniendo todo el tiempo en el laurel, a pesar de estar completamente mojada y sucia, tuvo una idea festiva y, a medida que los objetos iban surgiendo, y desapareciendo en el agua, empezó a hacer de bastonero, diciendo: ‘Los dos bancos negros, un paso hacia adelante’, ‘Un giro y a su lugar’, ‘Cambio de compañeros’, ‘Tomarse de la mano’, etcétera.

“—¡Era una prueba de entereza, en verdad! La broma se contagió a las otras chicas, que empezaron a imitarla y pareció infundirles el ánimo que en realidad necesitaban. Luego, Fludder, tratando de apaciguarlas, dijo que había considerado el tamaño de la represa y el de la cañada, y que, según sus cálculos, el volumen era más o menos igual, así que la cañada no podía inundarse más.

“Más tarde, Lulu, que era tan atrevida como un grajo y no fácil de engañar, preguntó:

“—¿Qué pasa con el canal, Dick?

“¡Mi Dios! Nos percatamos entonces de que ella sabía lo peor, pues, naturalmente, toda el agua del canal mismo —¡y tenía cincuenta millas de largo!— se desagotaba en la represa y, por fuerza, tenía que venir cuesta abajo a la cañada.”

Fue precisamente en este punto cuando la situación se tornó desesperada, pues habían subido arrastrándose por las laderas empinadas hasta donde los arbustos daban un sostén a los pies y el nivel del agua todavía seguía creciendo. La charla de las muchachas cesó y hubo largos silencios, entrecortados por los hombres, que discutían los planes más desesperados, proponiendo hacer tiras de sus camisas, unirlas a manera de sogas y permitir así que las jóvenes se apoyaran, mediante palos hincados al costado de la montaña. En uno de estos intervalos se oyeron claramente los golpes de hacha de un leñador que se hallaba en lo alto de la meseta, en el punto donde el sendero comenzaba a descender hacia la cañada. Todos los oídos estaban alertas, pero solo los que estaban en uno de los lados de la cañada podían obtener una buena vista del lugar. En esto fueron afortunados el capitán Fairfax y Georgy Piper, que se habían encaramado al arbusto más alto de ese lado y ahora estaban de pie, mirando muy excitados en esa dirección.

—Alguien está cortando un árbol en la cabecera del sendero —gritó Fairfax.

Surgió al unísono de todos los labios la respuesta y grata explicación:

—Para hacer un dique en el sendero. Pero los golpes de hacha eran lentos e intermitentes. Estalló la impaciencia.

—¡Grítenle que se apresure! ¿Por qué no habrán traído a dos hombres?

—Es un hombre solo —gritó el capitán— y parece que es un lisiado. ¡Diablos… es él… sí… es Tom Sparrel!

Hubo un profundo silencio. Luego, me pesa decirlo, la vergüenza y su hermana gemela, la rabia, se posesionaron de aquellas débiles humanidades. “ ¡Oh, sí!, era todo una sola cosa. ¿Por qué razón inexplicable no habían enviado a un hombre capaz? ¿Debían ahogarse todos por su estúpida terquedad?

Los golpes continuaban con lentitud. De pronto, empero, pareció que se alternaban con otros golpes, pero desgraciadamente eran más lentos ¡y tal vez algo más débiles!

—¿Han traído otro lisiado para trabajar?— rugió el “contingente” con voz colérica.

—No… es una mujer… pequeña… sí ¡una niña! ¡Diantres! Como que estoy vivo, ¡es Delaware!

Un aplauso espontáneo irrumpió del “contingente”, en parte como reproche hacia Sparrel, según creo, y en parte como expresión de vergüenza por su ira anterior. El podía tomarlo como quisiera. Con todo, los golpes todavía se sucedían con desesperante lentitud. Los hombres levantaban a las chicas sobre sus hombros y estaban medio sumergidos. Se produjo una pausa dolorosa, instantes después, el estrépito de una caída. Otro aplauso surgió de la cañada.

—¡Ya cayó! Está justamente atravesado en el sendero —gritó Fairfax— y una parte de la orilla está encima del tronco.

Hubo otro momento de suspenso. ¿Aguantaría o sería arrastrado por la fuerza de la corriente? ¡Aguantó! En pocos momentos más, Fairfax anunció la reconfortante novedad de que las aguas habían sido detenidas, y el sendero sumergido empezó a reaparecer. En veinte minutos estuvo otra vez libre, transformado en el lecho de un río fangoso, ¡pero en condiciones de ser transitado! Naturalmente, no había disminuido el agua de la cañada, que no tenía salida alguna, pero ahora el grupo podía descolgarse de arbusto en arbusto a lo largo del costado de la montaña hasta el pie del sendero, que ya no era una barrera infranqueable. Hubo varios accidentes y pasos en falso —caídas al agua y algunos salvamentos no exentos de riesgo— pero en media hora todo el grupo había llegado al sendero y comenzado la subida. Fue una procesión lenta, difícil y lúgubre, y no todos los ánimos estaban bien atemperados, ahora que el estímulo del peligro y de la caballerosidad había pasado. Cuando llegaron a la barrera formada por el árbol caído y aunque tuvieron que efectuar una larga desviación para evitar los costados abruptos, pudieron ver con cuánto éxito había desviado la corriente hacia un declive en el otro lado.

Extraño resultaba, empero, que no recibieran la bienvenida de nada ni nadie más. Sparrel y la joven señorita Piper se habían ido; y cuando al fin llegaron al camino alto, se enteraron con sorpresa, por un leñador que pasaba por allí, de que nadie en el campamento había sabido nada del desastre.

¡Y ésta fue la última gota en el vaso de su amargura! Ellos que habían estado esperando que todo el campamento, en terrible suspenso, aguardara su salvación y que preveían un recibimiento de héroes, tuvieron que hacer frente a los gestos jocosos, no siempre bien disimulados, de amigos y extraños que acertaban a pasar por el lugar, ante el aspecto desaseado y desgreñado que sugería solo los acontecimientos imprevistos, pero siempre lógicos, de un paseo ordinario de verano. “¿Navegaron en la represa y se fueron al agua?” “¿Jugando a los botes en el canal?”, eran algunas de las graciosas hipótesis. El fugaz sentimiento de gratitud que habían tenido para con sus salvadores se había disipado cuando llegaron a sus casas y el encono que los abrumaba se acrecentó aún más al enterarse de que, cuando se produjo el terremoto, Tom Sparrel y la señorita Delaware estaban disfrutando de un paseo en el bosque (él había tenido un medio día de descanso en virtud del festival) y que el terremoto había reavivado sus temores de una catástrofe. Ambos habían conseguido hachas en la cabaña del leñador e hicieron lo que creían necesario para aliviar la situación del grupo de excursionistas. Pero el modesto relato que hicieron de sus vicisitudes había tenido la virtud de reducir la importancia de la catástrofe misma, y la narración que todos hicieron del terrible peligro que habían experimentado fue recibida con risas de incredulidad.

Por primera vez en la historia de Red Gulch hubo una seria desavenencia entre los miembros de la familia Piper, apoyada por el “contingente”, y el resto del campamento. La advertencia de Tom Sparrel fue recordada por los últimos y se hicieron comentarios sobre la ingratitud de los salvados para con sus salvadores; la verdadera calamidad atribuida a la represa fue la imprudencia y contigüidad de los que participaron de la fiesta de ese día y no faltó quienes relacionaban el accidente mismo con las maquinaciones del mañoso director del canal, señor Piper.

Se dijo que se había producido una escena turbulenta en la casa de los Piper esa tarde. El juez había solicitado que la señorita Delaware rompiera sus relaciones con Sparrel y ella se había negado. El juez también exigió del empleador de Sparrel el despido de éste y se encontró con la sorprendente información de que Sparrel ya era un socio comanditario de la empresa. Ante esta revelación, el juez Piper se alarmó, pues si bien podía hacer objeciones a un empleado que no podía mantener a una esposa, como demócrata incondicional no podía oponerse a un hombre de negocios bastante próspero. Se hizo una apelación final a la señorita Delaware, se le imploró que considerase la situación de sus hermanas, todas las cuales habían realizado, o estaban por realizar, matrimonios más ambiciosos. ¿Por qué tenía ahora que degradar a la familia, casándose con el dueño de un negocillo de la comarca?

Se dijo que aquí la más joven de las Piper dio una contestación memorable, que fue la revelación de una verdad que nunca pudo ser discutida:

—¿Todos ustedes quieren saber por qué me voy a casar con Tom Sparrel? —preguntó, poniéndose de pie y haciendo frente a todo el grupo familiar.

—Sí.

—¿Por qué lo prefiero a toda esa cuadrilla con que ustedes, las chicas, se han casado o se van a casar? —preguntó, como meditando y mordiendo la punta de su trenza.

—Sí.

—Y bien, es el único hombre de toda la colonia que no me ganó de mano para hacerme proposición de casamiento.

Se presume que Sparrell hizo enmienda por la omisión, o que toda la familia se alegraba de librarse de ella, pues se casaron en el otoño siguiente. Y realmente, una comparación posterior de los archivos de familia demostraron que mientras el capitán Fairfax continuó siendo el “capitán Fairfax” y que los demás yernos no progresaron en cuanto a posición o fortuna, el rengo dueño de la tienda de Red Gulch llegó a ser el Honorable Senador Tom Sparrell.

*FIN*


“The Youngest Miss Piper”,
Frank Leslie’s Popular Monthly
, 1900


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