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La mejor madre

[Poema - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Donde el Rhin, escondido entre la bruma,
Más sus cristales líquidos desata
Y cayendo en mugiente catarata
Quiebra en ligera espuma
El sesgo curso de zafir y plata,
Como blanca paloma
Que cabe fuente límpida sestea,
Yace apacible aldea
Tendida negligente en una loma.

Allí tiene su hogar tranquilo y viejo
Alberto el tejedor, mozo arrogante,
De condición honrada y generosa
Cual de gentil talante;
Y allí tiene también su madre amante,
Anciana y achacosa,
Que ya solo en un báculo apoyada
O en el robusto brazo del mancebo,
Va al templo los domingos, adornada
De su antiguo ajuar con lo más nuevo.

¡Al templo dije! ¡A una mansión vacía,
Desnuda, pobre y fría,
Sin luces, sin altar, sin santuario,
Sin humo perfumado de incensario;
Sin lenguas de metal que hablen al alma
Colgadas del airoso campanario;
Sin imágenes místicas, serenas
Cuya grave actitud, llena de calma,
A meditar invita
Y a rezo fervoroso solicita!
Porque Alberto, y su madre y toda aquella

Aldea alegre y bella,
Que se mira en el Rhin como en espejo
Transparente y bruñido
De claro diamante,
Ha tiempo que más ley no ha conocido
Ni más culto ha seguido
Que el culto de una secta protestante.

Y así el ardiente corazón de Alberto
Para la fe está muerto
Pues nada encuentra en su natal capilla
Que encienda la ternura,
Que le llame con íntima dulzura,
Ni que traiga a su boca
La oración amantísima y sencilla
Que brotando del labio, al cielo toca.
Y Alberto, que sufría
Honda y secretamente
Porque nunca acertaba a ser creyente,
A solas con su Dios se condolía
De no saber amarle dignamente.

Paseándose un día
Del río por la margen pintoresca,
En una fronda retirada y fresca
Que el pino con el sauce entretejía,
Vio en el suelo tendido
Un hombre anciano, al parecer dormido,
O quizás desmayado mortalmente,
Según está de quieto
Y según tiene pálida la frente.
Era en rostro y vestir desconocido,
Cubríale un sayal tosco y raído
Con un cordel sujeto,
Y los descalzos pies sangre manaban
Y ráfagas de polvo
El semblante y cabellos afeaban.

Alberto compasivo
Se arrodilló cabe el exhausto viejo,
Y diligente y vivo
Con agua roció su faz helada,
Y la túnica abriendo remendada
Porque más libre respirar pudiese
Vio una cruz sobre el pecho colocada
Y a su lado la imagen peregrina
De una mujer bellísima, radiante,
Con la sien rodeada
De un círculo de estrellas chispeante.

Cómo salió de su mortal desmayo
El viejo religioso
Y qué pláticas tuvo con Alberto,
Nadie supo jamás. Pero es lo cierto
Que desde aquel instante misterioso
Alberto, retirado y silencioso,
Ya no asiste a las fiestas de su aldea;
Ya la barra de hierro no blandea,
Ni lanza la pelota,
Ni ya se saborea
Con la cerveza que espumante brota;
Ni a las muchachas del lugar ofrece
La flor azul que crece
En los bordes del Rhin majestuoso
“¡Qué triste que anda Alberto!”
(Dicen sus compañeros de trabajo)
“Su corazón parece que está muerto”.
¡Oh error, error profundo
De los ciegos juicios de este mundo!
¡Morir el corazón que se retira
Y con su Dios se abraza
Y por su Dios suspira!
No mueren los volcanes
Porque ceniza pálida los vele;
Antes el fuego que nació debajo
Arder entonces más intenso suele.

La madre a quien Alberto debe vida
Y en cuyo seno reposó de niño,
Con ojo perspicaz, que da el cariño,
Observa de su hijo la mudanza
Y ansiosa y afligida
A su cuarto llegando cierta tarde
No podía dar crédito a sus ojos
Pues lo encontró de hinojos
Ante una breve mesa, guarnecida
De cirios y de flores
Y de miles de adornos y primores
Puestos en torno de una imagen bella
De toca azul y blanca revestida
Y que por lindos ángeles servida
Con celestiales pies la luna huella.
Ambas manos cruzadas
Y alzado el rostro grave que ilumina
Interior claridad alta y divina
Estábase el mancebo tan absorto,
Que no escuchó la puerta que rechina
Ni sintió de su madre las pisadas.

“Hijo del corazón, ¿qué estás haciendo?”
Turbada preguntó la madre buena.
Y Alberto respondió con voz serena:
“Estaba con mi madre departiendo”.
Y cuando así decía,
Señalaba a la imagen hechicera
Cuyo rostro gentil aparecía
Entre el reflejo ardiente de la cera.
“¿Esa imagen tu madre? ¡No te entiendo!
Ella es joven y hermosa
Yo vieja, agobiada, y achacosa…”
Solemnemente replicóle Alberto:
“Mi madre en el principio fue creada:
No fuera el Universo todavía,
Y ya mi madre concebida fuera”.
“Deliras”. “No deliro, madre mía”.

“¿Y el amor, hijo mío, que me debes,
En esa imagen a poner te atreves?”.
“Sé, madre, que me amáis con gran ternura;
Sé que daros mi vida fuera poco;
Pero esa madre inmaculada y pura
Me quiere más que vos…”. “¡Más! ¡Estás loco!”.
“¡Sí, mucho más! Oíd. Ella tenía
Un Hijo sin igual, idolatrado
Y por mí lo han entregado
Al tormento más crudo y más prolijo;
En una cruz por mí murió clavado…
Esa madre… esa madre me ha salvado…”.
“¿Cómo se llama…?”. “Llámase María;
Yo católico soy, pues soy su hijo”.

Viniendo iba la noche,
Y la madre de Alberto que lloraba
Y Alberto que sereno la miraba,
Se confundieron en abrazo estrecho
Y Alberto pronunció: “¡Ven a mis brazos:
Quizá es la vez postrera
Que se junta mi pecho con tu pecho!”.
Y aquellos tiernos lazos y aquel nudo deshecho
Vistió Alberto un sayal, y con la frente
De humilde contrición resplandeciente
Dijo: “Por mal que a tu cariño cuadre,
Bendíceme, que parto”.
“Lejos de ti, ¿quién me dará consuelo?”
Preguntó la infelice.
Y Alberto entonces inspirado dice:
“Te sabrá consolar la mejor Madre
Que tienen los mortales en el cielo”.


1877


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