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La mendiga

[Cuento largo - Texto completo.]

Alice Munro

Patrick Blatchford estaba enamorado de Rose. Esa se había convertido para él en una idea fija, incluso febril. Para ella era una sorpresa continua. Patrick quería que se casaran. La esperaba después de las clases, entraba y se ponía a su lado, de modo que cualquiera que estuviese hablando con ella no tenía más remedio que darse por aludido. Cuando esos amigos o compañeros de Rose estaban cerca no hablaba, pero hacía lo posible para decirle con una mirada fría e incrédula lo que opinaba de su conversación. Rose se sentía halagada, pero se ponía nerviosa. Una de sus amigas, Nancy Falls, pronunció mal “Metternich” delante de él.

—¿Cómo puedes ser amiga de gente así? —le dijo Patrick más tarde.

Nancy y Rose habían ido juntas a vender sangre, al hospital Victoria. Cada una sacó quince dólares. Se lo gastaron casi todo en unos zapatos de fiesta, unas sandalias plateadas vulgares, y luego, convencidas de que donar sangre les había hecho perder peso, se tomaron una copa de helado con salsa de chocolate caliente en Boomers. ¿Por qué Rose fue incapaz de decir nada en defensa de Nancy?

Patrick tenía veinticuatro años, cursaba el doctorado, quería ser profesor de Historia. Era alto, delgado, rubio y apuesto, aunque tenía una mancha de nacimiento, larga y encarnada, que le chorreaba como una lágrima por la sien y la mejilla. Él se disculpaba por ese defecto, pero decía que se iba matizando con la edad. A los cuarenta habría desaparecido. No era la mancha de nacimiento lo que anulaba su atractivo, pensaba Rose. (A ella le parecía que algo lo anulaba, o al menos le restaba encanto; debía recordarse continuamente que estaba ahí.) Había algo crispado, nervioso, desconcertante en su actitud. Cuando se aturullaba —con ella, siempre parecía aturullado— se le quebraba la voz, volcaba platos y tazas de las mesas, derramaba bebidas y cuencos de cacahuetes, como un cómico. No tenía dotes de cómico; nada más lejos de sus intenciones. Provenía de la Columbia Británica. Su familia era rica.

Cuando iban al cine llegaba temprano a recoger a Rose. No llamaba a la puerta de la doctora Henshawe, sabía que aún no era la hora. Se sentaba en el escalón de la entrada. Era invierno, ya de noche, pero había un farolillo allí mismo.

—¡Oh, Rose! ¡Ven a ver! —la llamaba la doctora Henshawe con su voz suave, divertida, y las dos lo miraban desde la ventana del estudio a oscuras—. Pobre muchacho —decía la doctora Henshawe con ternura.

Era una mujer setentona. Había sido profesora de Literatura en la universidad, exigente y entusiasta. Cojeaba de una pierna, pero su cara aún rebosaba juventud y ladeaba la cabeza de un modo encantador, con unas trenzas blancas recogidas alrededor.

Llamaba a Patrick “pobre” porque estaba enamorado, y quizá también porque era un hombre, condenado a empujar y a dar traspiés. Incluso desde allí arriba parecía tenaz y digno de lástima, decidido y dependiente, sentado a la intemperie.

—Custodiando la puerta —dijo la doctora Henshawe—. ¡Oh, Rose!

En otra ocasión hizo un comentario inquietante.

—¡Ay, querida, me temo que va detrás de la chica equivocada!

A Rose no le hizo ninguna gracia el comentario. No le gustaba que se burlara de Patrick. No le gustaba que Patrick se sentara así en los escalones, tampoco. Estaba pidiendo a gritos que se burlaran de él. Era la persona más vulnerable que Rose había conocido nunca, se lo buscaba él mismo, no sabía protegerse. Pero también destilaba opiniones crueles, era de lo más engreído.

 

 

—Rose, a ti que eres becaria —decía la doctora Henshawe— esto te interesará.

Entonces le leía en voz alta una nota de prensa, o las más de las veces un sesudo artículo del Canadian Forum o el Atlantic Monthly. Durante un tiempo la doctora Henshawe había estado al frente del consejo escolar municipal, era una de las fundadoras del Partido Socialista de Canadá. Seguía asistiendo a comités, escribiendo cartas al periódico, reseñando libros. Sus padres habían sido médicos misioneros; ella había nacido en China. Vivía en una casa pequeña e impecable. Suelos pulidos, alfombras espléndidas, jarrones chinos, cuencos y paisajes, biombos negros tallados. Rose no alcanzaba a apreciar muchas de esas cosas, en esa época. No era capaz de distinguir realmente entre los animalitos esculpidos en jade que decoraban la repisa de la chimenea de la doctora Henshawe y los adornos expuestos en el escaparate de la joyería de Hanratty, aunque ya podía distinguir ambas cosas de las baratijas que compraba Flo en el bazar.

No sabía hasta qué punto le gustaba vivir en casa de la doctora Henshawe. A veces, sentada en el comedor con una servilleta de hilo sobre las rodillas, comiendo en platos blancos de porcelana fina sobre mantelitos individuales de color azul, se sentía abatida. Para empezar nunca había suficiente comida, y se acostumbró a comprar rosquillas y tabletas de chocolate que escondía en su cuarto. El canario se columpiaba en su percha junto a la ventana del comedor y la doctora Henshawe llevaba la conversación. Hablaba de política, de escritores. Mencionaba a Frank Scott y a Dorothy Livesay. Decía que Rose debía leerlos. Rose debía leer esto, debía leer lo otro. Rose, ofuscada, decidió que no lo haría. Estaba leyendo a Thomas Mann. Estaba leyendo a Tolstói.

Antes de vivir con la doctora Henshawe, Rose nunca había oído hablar de la clase trabajadora. Se llevó el término a casa.

—Tenía que ser este el último barrio del pueblo donde pusieran cloacas —se lamentó Flo.

—Claro —replicó Rose sin inmutarse—. Este es el barrio donde vive la clase trabajadora.

—¿Trabajadora? —dijo Flo—. No, si los de por aquí pueden evitarlo.

Vivir en casa de la doctora Henshawe sirvió para algo. Acabó con la candidez, la seguridad incuestionable, del hogar. Volver allí era exponerse, literalmente, a una luz implacable. Flo había colocado tubos fluorescentes en la tienda y en la cocina. En un rincón de la cocina tenía también una lámpara de pie que había ganado en el bingo, con la pantalla envuelta en anchas tiras de celofán. Por encima de todo, en opinión de Rose, la casa de la doctora Henshawe y la casa de Flo servían para desacreditarse una a la otra. Las primorosas habitaciones de la doctora Henshawe despertaban en Rose la cruda conciencia de sus orígenes, un nudo intragable, mientras que en casa, ahora que podía apreciar el orden y la armonía de otros lugares, se revelaba una pobreza triste y vergonzosa en gente que nunca se había considerado pobre. La pobreza no era solo miseria, como la doctora Henshawe parecía creer, no era solo privación. Era tener esos feos tubos fluorescentes y enorgullecerte de ellos. Era hablar a todas horas de dinero y hablar con malicia de las cosas nuevas que la gente se había comprado y de si las pagaban o no. Era encenderse de orgullo y envidia por algo como el nuevo par de cortinas de plástico, imitación encaje, que Flo había comprado para el escaparate. También colgar la ropa en clavos detrás de la puerta o poder oír todos los ruidos del cuarto de baño. Era decorar tus paredes con una serie de refranes, tanto piadosos como joviales o un poco subidos de tono.

 

EL SEÑOR ES MI PASTOR

QUIEN CREE EN EL SEÑOR JESUCRISTO SE SALVARÁ

 

¿Por qué Flo ponía algo así, cuando ni siquiera era religiosa? Era lo que tenía todo el mundo, igual que los calendarios.

 

ESTA ES MI COCINA Y AQUÍ HARÉ LO QUE ME DÉ LA REAL GANA

MÁS DE DOS PERSONAS EN UNA CAMA ES PELIGROSO E ILÍCITO

 

Este lo había llevado Billy Pope. ¿Qué diría Patrick cuando los viera? ¿Qué pensaría de las historias de Billy Pope alguien que se ofendía por oír “Metternich” mal pronunciado?

Billy Pope trabajaba en la carnicería de Tyde. Ahora de lo que más hablaba era del refugiado, el belga, que había ido a trabajar allí, y ponía a Billy Pope de los nervios con sus impúdicas canciones francesas y sus ingenuas aspiraciones de abrirse camino en el país, comprando su propia carnicería.

—No creas que puedes venir aquí con esos humos —le dijo Billy Pope al refugiado—. Eres tú el que trabaja para nosotros, y no creas que eso va a cambiar y que nosotros vamos a trabajar para ti. —Así le cerró la boca de una vez, dijo Billy Pope.

Patrick decía de vez en cuando que, como el pueblo de Rose estaba solo a ochenta kilómetros, debía ir a conocer a la familia de Rose.

—Solo está mi madrastra.

—Qué lástima no haber podido conocer a tu padre.

Impulsivamente, le había presentado a su padre como un amante de los libros de historia, un erudito aficionado. No era del todo mentira, pero tampoco daba una imagen fiel de las circunstancias.

—¿Tu madrastra es tu tutora?

Rose tuvo que decir que no lo sabía.

—Bueno, en su testamento tu padre debió designarte un tutor legal. ¿Quién administra su hacienda?

Su “hacienda”. Rose pensaba que una hacienda eran tierras, como las que tenían las familias ricas en Inglaterra.

A Patrick le pareció de una ingenuidad encantadora.

—No, su dinero, sus acciones y demás. Lo que dejó.

—No creo que dejara nada.

—Vamos, no seas tonta —dijo Patrick.

 

 

Y otras veces la doctora Henshawe decía: “Bueno, tú eres becaria, a ti eso no te interesa”. Normalmente se refería a algún acto en la universidad; una jornada de animación deportiva, un partido de fútbol, un baile. Y normalmente tenía razón; a Rose no le interesaba. Pero no le daba la gana reconocerlo. No pretendía ni le hacía gracia verse etiquetada así.

En la pared de las escaleras colgaban las fotografías de graduación de las demás chicas, todas becarias, que habían vivido antes con la doctora Henshawe. La mayoría llegaron a ser maestras, y luego madres. Una era nutricionista, dos eran bibliotecarias, otra era profesora de Literatura, como la propia doctora Henshawe. A Rose no le atraían nada esos retratos difuminados, sus sonrisas modosas y agradecidas, sus dientes grandes y los recogidos virginales de sus peinados. Parecían querer imponerle abnegación absoluta. No había actrices entre ellas, ni intrépidas reporteras; ninguna se había embarcado en la vida con que Rose soñaba. Pensaba que quería ser actriz pero nunca había intentado actuar, no se atrevía ni a acercarse a los montajes del centro de arte dramático de la facultad. Sabía que no se le daba bien cantar o bailar. Le habría encantado tocar el arpa, pero no tenía oído para la música. Quería ser conocida y envidiada, esbelta e inteligente. A la doctora Henshawe le contó que, de haber nacido hombre, le habría gustado ser corresponsal en el extranjero.

—¡Entonces debes ir a por ello! —gritó la doctora Henshawe escandalosamente—. El futuro estará abierto de par en par para las mujeres. Debes concentrarte en los idiomas. Debes estudiar ciencia política. Y economía. Tal vez puedas conseguir un trabajo de verano en el periódico. Tengo amigos allí.

A Rose le imponía la idea de trabajar en un periódico, y detestaba el curso de introducción a la economía; estaba buscando la manera de dejarlo. Era peligroso comentarle cualquier cosa a la doctora Henshawe.

 

 

Fue a parar a casa de la doctora Henshawe por accidente. La candidata elegida había sido otra chica, pero cayó enferma; tenía tuberculosis, así que la ingresaron en un sanatorio. La doctora Henshawe fue a la secretaría de la facultad el segundo día de inscripciones para conseguir los nombres de algunas otras becarias de primer curso.

Rose había estado en la secretaría justo un rato antes, preguntando dónde se celebraba la reunión de los alumnos becados. Había perdido su notificación. El administrador iba a dar una charla a los estudiantes con beca, para explicarles cómo podían ganar un dinero extra y vivir barato e informarles de los altos niveles de rendimiento que allí esperaban de ellos, si querían que sus pagos siguieran llegando.

Rose averiguó el número del aula, y se dirigió por las escaleras a la primera planta.

—¿También vas a la tres cero doce? —le preguntó una chica que subía a su lado.

Caminaron juntas, contándose los detalles de sus respectivas becas. Rose aún no tenía un sitio donde vivir, se alojaba en la pensión de la Asociación Cristiana de Jóvenes Mujeres Americanas. La verdad es que ni siquiera le alcanzaba el dinero para estar ahí. Contaba con una beca para la matrícula y con el galardón del condado para comprar los libros, y solo una ayuda de trescientos dólares para vivir; nada más.

—Pues tendrás que buscar trabajo —dijo la otra chica.

Tenía una beca más generosa, porque estudiaba Ciencias (“Ahí es donde está el dinero, el dinero está todo en Ciencias”, dijo muy seria), aunque esperaba encontrar un trabajo en la cantina. Se alojaba en un cuarto en el sótano de la casa de alguien. “¿Cuánto se paga por un cuarto de alquiler? ¿Cuánto cuesta un hornillo?”, le preguntó Rose, con la cabeza nadando en cálculos angustiosos.

La chica llevaba el pelo recogido en un moño. Llevaba una blusa de crespón, amarillenta y lustrosa a fuerza de tanto lavarla y plancharla. Tenía los pechos grandes y caídos. Probablemente llevaba un sujetador color carne de los que se abrochan por un lado. Tenía una mancha descamada en la mejilla.

—Debe de ser aquí —dijo.

Había una ventanita en la puerta. Echaron una ojeada a los otros becarios ya reunidos y esperando. A Rose le pareció ver a cuatro o cinco chicas con el mismo tipo encorvado y fondón que la chica que estaba a su lado, así como a varios chicos de mirada centelleante y engreída con pinta de críos. Por lo visto la norma era que las chicas con beca aparentasen cuarenta años, y los chicos, doce. Era imposible, evidentemente, que todos se ajustaran a ese patrón. Era imposible que con un simple vistazo Rose detectase indicios de eczema, sobacos sucios, caspa, sarro en los dientes y costras de legañas en los ojos. Fue solo una idea que la asaltó. Pero no se equivocaba, un halo los envolvía, un espantoso halo de afán y docilidad. ¿Cómo si no habían conseguido dar tantas respuestas correctas, tantas respuestas complacientes, cómo si no se habían distinguido para llegar hasta ahí? Y Rose había hecho lo mismo.

—Tengo que ir al lavabo —dijo.

Se veía trabajando en la cantina. Su figura, ya bastante ancha, más ensanchada todavía por el uniforme de algodón verde, la cara colorada y el pelo pegajoso por el vapor. Sirviendo platos de estofado y pollo frito para otros con menos inteligencia y más medios. Bloqueada por las mesas calientes, el uniforme, por el trabajo duro y honrado del que no había que avergonzarse, por una cabeza brillante y una pobreza que se proclamaban a los cuatro vientos. A los chicos se les podía perdonar. Para las chicas era fatal. La pobreza en las chicas no es atractiva a menos que se combine con una dulce desvergüenza, con la estupidez. El talento no es atractivo a menos que se combine con ciertos signos de elegancia, de “clase”. ¿Sería verdad eso? ¿Era tan fatua para que le preocupase? Sí. Y sí.

Volvió a la primera planta, donde los pasillos estaban abarrotados de alumnos corrientes que estudiaban sin beca, a los que no se les exigían sobresalientes ni que fueran agradecidos y vivieran barato. Envidiables e ingenuos, pululaban en torno a las mesas de inscripción con sus chaquetas nuevas moradas y blancas, sus gorritas moradas de novatos, avisándose unos a otros a gritos, intercambiando datos confusos, insultos absurdos. Rose caminó entre ellos con un amargo sentimiento de superioridad y desazón. La falda de su traje de pana verde se le escurría a cada momento y se le pegaba entre las piernas al andar. A la tela le faltaba caída; debería haberse gastado más en comprarse una con más cuerpo. Ahora pensaba que la chaqueta tampoco tenía buen corte, aunque en casa le pareció que daba el pego. Le había hecho el conjunto una modista de Hanratty, amiga de Flo, a quien le preocupaba sobre todo que no se transparentara la silueta. Cuando Rose le preguntó si la falda no podía ser más ceñida, la mujer repuso: “No querrás que se te marque el pompis, ¿verdad?”, y Rose no quiso decir que a ella no le importaba.

Otra cosa que dijo la modista fue: “Creía que ya habías terminado los estudios y que ahora buscarías trabajo para ayudar en casa”.

Una mujer que iba por el pasillo detuvo a Rose.

—¿No eres una de las chicas con beca?

Era la secretaria del registro. Rose pensó que iba a regañarla por no estar en la reunión, y se le ocurrió decir que se había mareado. Preparó la cara para contar la mentira. Pero la secretaria dijo:

—Acompáñame. Quiero que conozcas a alguien.

La buena de la doctora Henshawe los llevaba de cabeza en la oficina. Le gustaban las chicas pobres, las chicas brillantes, pero debían ser chicas tirando a bonitas.

—Creo que hoy puede ser tu día de suerte —dijo la secretaria, acompañando a Rose—. Pon buena cara, si no te importa.

Rose detestó que se lo pidiera, pero sonrió obedientemente.

En menos de una hora la doctora Henshawe se la llevó a casa, la instaló entre los biombos y los jarrones chinos, y empezó a tratarla de “becaria”.

 

 

Consiguió un empleo en la biblioteca de la facultad, en lugar de en la cantina. La doctora Henshawe era amiga de la directora. Rose trabajaba los sábados por la tarde. Trabajaba en el depósito, recolocando los libros. En otoño los sábados por la tarde la biblioteca estaba casi desierta, porque había partido de fútbol. Las ventanas altas y estrechas se abrían a la explanada cubierta de hojas, el campo de fútbol, al paisaje seco otoñal. El viento traía los cánticos y los gritos distantes.

Los edificios de la universidad no eran viejos ni mucho menos, pero se habían construido con la intención de que lo pareciesen. Eran de piedra. La Facultad de Letras estaba rematada por una torre, y las ventanas emplomadas de la biblioteca tenían batientes, que tal vez en un principio se diseñaran para disparar flechas. Los edificios y los libros de la biblioteca eran lo que a Rose más le gustaba. La vida que solía invadirla, y que ahora se había desvanecido para concentrarse alrededor del campo de fútbol, dando rienda suelta a todo aquel bullicio, se le antojaba una distracción inoportuna. Los vítores y los cánticos eran una idiotez, si te parabas a escucharlos. ¿Para qué querían edificios tan majestuosos, si iban a cantar semejantes bobadas?

Tenía la prudencia de no revelar esas opiniones. Si alguien le decía “Es una pena que tengas que trabajar los sábados y no puedas ir a ningún partido”, ella asentía con vehemencia.

Una vez un hombre le magreó la pantorrilla, agarrándola entre el calcetín y la falda. Fue en la sección de Agricultura, abajo, al fondo del depósito. Solo los docentes, los estudiantes de doctorado y el personal tenían acceso al depósito, aunque alguien podía haberse colado por una de las ventanas del semisótano, si era muy delgado. Ella había visto a un hombre agachado mirando los libros de la estantería de abajo, un poco más adelante. En un momento en que Rose se aupó para poner un libro en su sitio, se le acercó por detrás. Le agarró la pierna al pasar, con un movimiento rápido y repentino, y desapareció en el acto. Rose siguió notando durante un buen rato sus dedos clavados en la carne. No le pareció que la tocara con lascivia, fue más bien una broma, aunque en absoluto simpática. Oyó que huía, o sintió que corría; las estanterías metálicas vibraron. Luego dejaron de vibrar. Ningún sonido delataba su presencia. Ella recorrió el depósito mirando entre los pasillos, mirando en las cabinas de estudio. Y si lo veía, o se topaba con él al doblar una esquina, ¿qué se proponía hacer? No lo sabía. Solo sentía una necesidad imperiosa de buscarlo, como en un emocionante juego infantil. Se miró la pantorrilla, rosada y robusta. Increíble, que por las buenas un individuo hubiese querido magullarla y castigarla.

Solía haber algunos estudiantes de doctorado trabajando en las cabinas, incluso los sábados por la tarde. Con menos frecuencia, un profesor. Todos los cubículos en los que miraba estaban vacíos, hasta que llegó a uno en la esquina. Asomó la cabeza despreocupadamente, pensando a esas alturas que no encontraría a nadie. Entonces tuvo que disculparse.

Había un hombre joven con un libro en el regazo, libros por el suelo, rodeado de papeles. Rose le preguntó si había visto pasar a alguien, y él dijo que no.

Ella le contó lo que había ocurrido. No se lo contó porque estuviera asustada o indignada, como él pareció creer después, sino solo porque tenía que contárselo a alguien; era rarísimo. Así que no estaba preparada en absoluto para su reacción. Su largo cuello y su cara se pusieron tan colorados que la mancha de nacimiento que tenía en el pómulo quedó absorbida por el sofocón. Era delgado y rubio. Se levantó sin pensar en el libro del regazo o los papeles que tenía delante. El libro se cayó al suelo. Un taco de papeles, empujados sobre el escritorio, volcó el tintero.

—Qué vileza —dijo.

—Cuidado con la tinta —le advirtió Rose.

Él quiso coger el frasco y lo tiró al suelo. Por suerte tenía el tapón puesto, y no se rompió.

—¿Te ha hecho daño?

—No, la verdad es que no.

—Vamos arriba. Daremos parte.

—Ah, no…

—No puede quedar impune. Algo así no debe consentirse.

—No hay nadie a quien dar parte —dijo Rose con alivio—. Los sábados la bibliotecaria se va a mediodía.

—Es repugnante —exclamó él con una voz aguda, crispada.

Rose lamentó haberle contado nada, y le dijo que tenía que volver al trabajo.

—¿Seguro que estás bien?

—Sí, sí.

—No me moveré de aquí. Avísame si vuelve.

Ese era Patrick. Si Rose se hubiese propuesto enamorarlo, no podría haber elegido mejor manera. Su cabeza estaba llena de ideas caballerescas, de las que fingía burlarse empleando ciertas palabras o frases como entre comillas. “El bello sexo”, diría, y “damisela en apuros”. Acudiendo a su cabina con aquella historia, Rose se había puesto en el papel de la damisela en apuros. La falsa ironía no engañaba a nadie; era evidente que él deseaba actuar en un mundo de caballeros y damas; ultrajes; devociones.

Continuó viéndolo en la biblioteca, cada sábado, y a menudo se lo encontraba paseando por el campus o en la cantina. Patrick ponía empeño en saludarla con cortesía y una inquietud velada, le preguntaba si estaba bien como sugiriendo que tal vez hubiera sufrido una nueva agresión, o que aún se estuviera reponiendo de la primera. Siempre se sonrojaba hasta las orejas cuando la veía, y ella pensaba que el recuerdo de lo sucedido lo turbaba. Con el tiempo supo que era porque estaba enamorado.

Patrick averiguó su nombre, y dónde vivía. La llamó a casa de la doctora Henshawe y la invitó a ir al cine. Al principio, cuando dijo: “Soy Patrick Blatchford”, Rose no conseguía ubicarlo, pero enseguida reconoció la voz aguda y trémula, un tanto exasperada. Aceptó la invitación. En parte porque la doctora Henshawe siempre decía que se alegraba de que Rose no perdiera el tiempo tonteando con chicos.

Al poco de empezar a salir con él, le dijo a Patrick:

—¿No sería gracioso que tú hubieses sido quien me agarró de la pierna aquel día en la biblioteca?

A él no le hizo ninguna gracia. Se horrorizó de que pudiera pensar semejante disparate.

Ella le dijo que era de guasa. Que solo se refería a que sería un giro muy bueno en una historia, un relato de Maugham o una película de Hitchcock, por ejemplo.

—Si Hitchcock hiciera una película con esa trama, una mitad de tu personalidad podría ser la de un fetichista obsesionado por las piernas, y la otra, un erudito apocado.

Eso tampoco le gustó.

—¿Es así como me ves, como un erudito apocado?

A Rose le pareció que ponía una voz más grave, enronqueciéndola un poco, y que metía la barbilla, como en broma. Pero casi nunca bromeaba con ella; no creía que bromear viniera a cuento cuando estás enamorado.

—No he dicho que fueses un erudito apocado ni un obseso de las piernas. Era solo una idea.

Al cabo de un rato, él dijo:

—Supongo que no parezco muy varonil.

A ella le sorprendió y le irritó que le hablara con semejante desnudez. Corría esos riesgos; ¿es que la vida no le había enseñado a no arriesgar así? Aunque tal vez no era para tanto, al fin y al cabo. Sabía que ella procuraría consolarlo. Por más que no quisiera, que estuviera deseando decir con buen criterio: “Pues no. No lo pareces”.

Aun cuando eso tampoco sería cierto. A ella sí le parecía masculino. Por arriesgar como arriesgaba. Solo un hombre podía ser tan descuidado y exigente.

—Venimos de mundos distintos —le dijo Rose en otra ocasión. Se sintió como un personaje en una obra de teatro, al decir eso—. Mi familia es gente pobre. La casa donde me crie te parecería un estercolero.

Ahora era ella la que no jugaba limpio fingiendo quedar a su merced, porque naturalmente no esperaba que Patrick le dijese: “Ah, pues si eres de familia pobre y vives en un estercolero, tendré que retirar mi oferta”.

—Pero yo me alegro —dijo Patrick—. Me alegro de que seas pobre. Eres adorable. Eres como la mendiga del cuadro.

—¿Qué cuadro?

—Ya sabes, El rey Cophetua y la mendiga. ¿No lo conoces?

Patrick tenía un truco… bueno, no era un truco; Patrick no tenía trucos. Patrick tenía un modo de expresar la sorpresa, una sorpresa un tanto desdeñosa, cuando la gente no sabía algo que él sabía, y un desdén similar, una sorpresa similar, cuando alguien se había molestado en saber algo que él ignoraba. Tanto la arrogancia como la humildad eran rasgos muy acusados de su carácter. Con el tiempo, Rose llegó a la conclusión de que la arrogancia se debía a que era rico, aunque Patrick nunca se mostraba arrogante por el hecho de serlo. Sus hermanas, cuando las conoció, resultaron ser así también, se indignaban con cualquiera que no supiese de caballos o de vela, y se indignaban igual porque alguien supiese de música, pongamos por caso, o de política. Patrick y ellas podían hacer poco más juntos que irradiar indignación. Aunque bien mirado, ¿no eran igual de arrogantes Billy Pope o Flo, cada uno a su manera? Quizá. Había una diferencia, sin embargo, y la diferencia era que Billy Pope y Flo no estaban protegidos. Había cosas que los afectaban: los refugiados, la gente que hablaba francés por la radio; los cambios. Patrick y sus hermanas se comportaban como si nada pudiera afectarlos. Cuando discutían en la mesa parecían niños consentidos; la exigencia con que pedían la comida que les gustaba, la petulancia al ver cualquier cosa en la mesa que no fuese de su agrado eran de lo más pueriles. Nunca habían tenido que agachar la cabeza y pulirse y ganarse favores en el mundo, nunca tendrían que hacerlo, y todo porque eran ricos.

Al principio Rose no tenía ni idea de lo rico que era Patrick. Nadie la creía. Todo el mundo estaba convencido de que había sido lista y calculadora, y estaba tan lejos de ser lista, en ese sentido, que no le importaba lo que pudieran pensar. Resultó que otras chicas habían probado suerte, sin dar con la tecla. Chicas más mayores, chicas de las hermandades universitarias que hasta entonces no se habían fijado en ella, empezaron a mirarla con perplejidad y respeto. Incluso la doctora Henshawe, cuando vio que las cosas iban más en serio de lo que había supuesto y sentó a Rose para tratar el asunto, dio por hecho que había echado ojo al dinero.

—No es triunfo menor atraer las atenciones del heredero de un imperio mercantil —dijo la doctora Henshawe, irónica y seria a la vez—. Yo no desprecio la riqueza —añadió—. A veces desearía vivir con un poco de desahogo. —(¿Hablaba en serio?)—. Estoy segura de que aprenderás a darle buen uso. Pero ¿qué hay de tus ambiciones, Rose? ¿Qué hay de tus estudios y tu carrera? ¿Vas a olvidarlo todo tan pronto?

“Imperio mercantil” era una manera un tanto grandilocuente de expresarlo. La familia de Patrick tenía una cadena de grandes almacenes en la Columbia Británica. Patrick solo le había contado a Rose que su padre era propietario de varios establecimientos. Cuando ella mencionó los “mundos distintos”, pensaba en que seguramente él vivía en una casa respetable, como las casas del vecindario de la doctora Henshawe. Pensaba en los comerciantes más prósperos de Hanratty. No podía darse cuenta del golpe maestro que había dado, porque dar el golpe hubiera sido que el hijo del carnicero, o el hijo del dueño de la joyería, se enamorase de ella; la gente habría dicho que salía bien parada.

Echó una ojeada a aquel cuadro. Lo buscó en un libro de pintura de la biblioteca. Estudió a la mendiga, sumisa y voluptuosa, con los pies blancos y tímidos. Su entrega mansa, la indefensión y gratitud. ¿Era así como Patrick la veía? ¿Rose podía ser así? Necesitaría a aquel rey, imperioso y de tez morena, inteligente y bárbaro incluso en el trance de la pasión. Podría derretirla, con su feroz deseo. Con él no habría necesidad de disculpas, ningún asomo de esa resistencia, de esa falta de fe, que parecía revelarse en todas las transacciones con Patrick.

No podía rechazar a Patrick. No podía. No por el dinero, sino por todo el amor que le ofrecía y que ella no podía ignorar; creía que le daba lástima, que tenía que ayudarlo. Era como si se hubiera presentado ante ella en medio de una multitud acarreando un objeto grande, simple, deslumbrante —un huevo inmenso, tal vez, de plata maciza, algo de dudosa utilidad y peso extenuante— y se lo ofreciera, que de hecho se lo lanzara, suplicándole que lo liberara de una parte de ese peso. Si se lo devolvía, ¿cómo iba a soportarlo? Esa explicación, sin embargo, dejaba algo fuera. Dejaba fuera sus propias ansias, que no eran de riqueza sino de veneración. El tamaño, el peso, el brillo de lo que él decía que era amor (y que ella no ponía en duda) tenían que haberla impresionado, aunque ella nunca lo había pedido. No parecía posible que un ofrecimiento así se cruzara de nuevo en su camino. El propio Patrick, aun venerándola, de manera sesgada reconocía su suerte.

Siempre había pensado que ocurriría así, que alguien la miraría y la amaría absoluta y desesperadamente. Al mismo tiempo había pensado que no, que nadie la querría jamás, y hasta ahora nadie se había interesado en ella. No puedes hacer nada para que te quieran, es algo que se da, ¿y cómo sabes si va a darse? Se miraba en el espejo y pensaba: “Esposa”, “Cariño”, esas palabras suaves, bonitas. ¿Cómo iban a referirse a ella? Era un milagro; era un error. Era lo que siempre había soñado; no era lo que quería.

Empezó a sentirse muy cansada, irritable, insomne. Intentaba pensar en Patrick con admiración. La verdad es que era guapo de cara, con unos rasgos marcados y una tez clara. Y seguro que sabía de lo suyo. Corregía trabajos, presidía exámenes, estaba terminando su tesis. Exhalaba un olor a tabaco de pipa y a lana áspera que a ella le gustaba. Tenía veinticuatro años. Ninguna otra chica que ella conociera, que tuviera novio, salía con uno tan mayor.

Entonces sin previo aviso lo imaginó diciendo: “Supongo que no parezco muy varonil”. Pensó en él diciendo: “¿Me amas? ¿Me amas de verdad?”. La escrutaba con una mirada temerosa y amenazante. Cuando ella le dijo que sí, él dijo que era muy afortunado, que los dos eran afortunados, los unía un amor más fuerte, en comparación con otros amigos suyos y sus chicas. Rose temblaba de irritación, de tristeza. Estaba tan asqueada de sí misma como de él, estaba asqueada de la estampa que formaban en ese momento, paseando por un parque nevado del centro, su mano encogida dentro de la de Patrick, en el bolsillo de su abrigo. Cosas abominables y crueles se gritaban dentro de ella. Tenía que hacer algo para que no salieran. Empezó a buscarle las cosquillas y a provocarlo.

En la puerta de atrás de la casa de la doctora Henshawe, en medio de la nieve, lo besó, intentó que abriera la boca, le hizo cosas escandalosas. Cuando la besaba sus labios eran suaves; su lengua era tímida; se derrumbaba sobre ella, más que abrazarla, Rose no conseguía encontrar ningún brío en él.

—Eres preciosa. Tienes una piel preciosa. Qué finas son tus cejas. Eres tan delicada…

A ella le gustaba oír eso, a cualquiera le habría gustado. Y sin embargo, quiso ponerlo en guardia.

—No soy tan delicada, la verdad —le dijo—. Soy bastante corpulenta.

—No sabes cómo te quiero. Tengo un libro titulado La diosa blanca. Cada vez que lo veo, me acuerdo de ti.

Ella se escabulló de su abrazo. Se agachó a coger un puñado de nieve del montón junto a los escalones y se la aplastó a Patrick en la cabeza.

—Mi dios blanco.

Patrick se sacudió la nieve. Ella cogió un poco más y se la tiró. Él no se rio, estaba sorprendido y alarmado. Ella le quitó la nieve de las cejas y se la lamió de las orejas. A pesar de que estaba riendo, se sentía más desesperada que alegre. No sabía qué la impulsaba a comportarse así.

—La doctora Henshawe… —masculló Patrick. La tierna voz poética que empleaba para loarla podía desaparecer por completo, podía pasar al reproche, la exasperación, sin solución de continuidad—. ¡La doctora Henshawe te va a oír!

—La doctora Henshawe dice que eres un joven muy noble —dijo Rose con aire soñador—. Creo que está enamorada de ti.

Era verdad; la doctora Henshawe había dicho eso. Y sí, Patrick era noble. No podía soportar cómo estaba hablando Rose. Ella le sopló la nieve del pelo.

—¿Por qué no entras y la desfloras? Estoy segura de que es virgen. Esa es su ventana. ¿Por qué no vas? —Le frotó el pelo, luego metió la mano en su abrigo y le frotó la entrepierna del pantalón—. ¡Se te ha puesto dura! —exclamó triunfal—. ¡Oh, Patrick, la doctora Henshawe te la pone dura! —Nunca había dicho nada semejante, nunca había estado siquiera cerca de actuar así.

—¡Cállate! —dijo Patrick, mortificado.

Rose no podía. Levantó la cabeza y, fingiendo que susurraba, llamó hacia una de las ventanas de arriba.

—¡Doctora Henshawe! ¡Venga a ver lo que Patrick tiene para usted! —Lanzó la mano avasalladora a la bragueta.

Para detenerla, para hacerla callar, Patrick tuvo que forcejear con ella. Le tapó la boca con una mano, con la otra la apartó de la cremallera. Las mangas grandes y sueltas de su abrigo la azotaron como alas mustias. En cuanto empezó a pelear, Rose sintió alivio: era lo que quería de él, alguna clase de acción. De todos modos tuvo que seguir resistiéndose, hasta que realmente él demostrara ser más fuerte. Temía que no pudiera con ella.

Pero pudo. La empujó hacia abajo, la empujó, poniéndola de rodillas y boca abajo en el suelo. Le retorció los brazos y le restregó la cara en la nieve. Luego la soltó, y por poco no lo estropea.

—¿Estás bien? ¿En serio? Lo siento. ¿Rose?

Ella se levantó tambaleante y apretó la cara salpicada de nieve contra la suya. Patrick reculó.

—¡Bésame! ¡Besa la nieve! ¡Te quiero!

—¿De verdad? —preguntó con voz lastimera, y le quitó la nieve de la comisura de la boca y la besó, con comprensible desconcierto—. ¿De verdad?

De pronto se encendió la luz, bañándolos en medio de la nieve pisoteada, y la doctora Henshawe llamó desde arriba:

—¡Rose! ¡Rose!

Llamaba con una voz paciente, alentadora, como si Rose anduviera perdida en la niebla cerca de allí y necesitara que la guiasen a casa.

 

 

—¿Amas a Patrick, Rose? —dijo la doctora Henshawe—. A ver, piénsalo. ¿Lo amas? —Su voz rebosaba duda y solemnidad.

Rose respiró hondo y contestó, como embargada de una serena emoción:

—Sí, lo amo.

—Bien, pues.

Por la noche Rose se levantaba a comer chocolatinas. Se moría por los dulces. A menudo, en clase o a mitad de una película, empezaba a pensar en pastelitos de caramelo, en bizcochos de chocolate con nueces, en uno de los postres que la doctora Henshawe compraba en la Pastelería Europea; estaba relleno de pepitas de suculento chocolate amargo, que caían rodando por el plato. Siempre que intentaba pensar en ella y Patrick, siempre que se planteaba decidir qué sentía de verdad, le entraban esos antojos.

Empezó a ganar peso, y le salió un nido de granos entre las cejas.

En su cuarto hacía frío, porque estaba encima del garaje y tenía ventanas en tres de los lados. Por lo demás era agradable. Encima de la cama había fotografías enmarcadas de cielos y ruinas griegas, que la propia doctora Henshawe había hecho durante su viaje por el Mediterráneo.

Rose estaba escribiendo un ensayo sobre la dramaturgia de Yeats. En una de las obras, las hadas atraen a una joven para alejarla de un matrimonio sensato e insufrible.

“Ven con nosotras, criatura humana…”, leyó Rose, y se le llenaron los ojos de lágrimas, sintiéndose como esa virgen etérea y tímida, demasiado delicada para los perplejos campesinos que la han atrapado. A decir verdad ella era la campesina, que conmocionaba a Patrick, el idealista, aunque él no buscaba ninguna escapatoria.

Descolgó una de esas fotografías de Grecia y garabateó en el papel de la pared, escribiendo el principio de un poema que se le había ocurrido mientras comía chocolatinas en la cama y el viento del parque Gibbons azotaba las paredes del garaje.

 

Sin miedos en mi vientre oscuro
llevo la criatura de un loco…

 

Nunca lo continuó, y a veces se preguntaba si había querido decir “sin medios”. Tampoco intentó borrarlo, nunca.

 

 

Patrick compartía un piso con otros dos estudiantes de doctorado. Llevaba una vida austera, no tenía coche ni pertenecía a una hermandad. Vestía con el típico desaliño de los académicos. Sus amigos eran hijos de maestros de escuela y párrocos. Decía que su padre prácticamente lo había desheredado por sus aspiraciones intelectuales. Decía que nunca se dedicaría a los negocios.

Fueron al apartamento a primera hora de la tarde, cuando sabían que sus compañeros estaban fuera. Hacía frío. Se desvistieron deprisa y se metieron en la cama de Patrick. Era el momento. Se abrazaron con fuerza, temblando, entre risas. Rose era la que se reía. Sentía una necesidad de mostrarse continuamente juguetona. La aterraba que no lo consiguieran, que todo acabara en una gran humillación, que sus tristes engaños y estratagemas quedaran expuestos. Los engaños y las estratagemas, sin embargo, eran solo suyos. Patrick nunca fue un fraude; se desenvolvió, a pesar de la vergüenza colosal, de las disculpas; tras varios jadeos y titubeos de pasmo, quedó en paz. Rose no ayudó, presentando en lugar de una pasividad sincera, muchas contorsiones y excesos de entusiasmo, una falsificación de la pasión por obra de una inexperta. Quedó satisfecha; en eso no tuvo que ser falsa. Habían hecho lo que hacían los demás, habían hecho lo que hacían los amantes. Pensó en celebrarlo. Se le ocurrió que podían darse un capricho, tomar una copa de helado en Boomers, tarta de manzana bañada en crema de canela caliente. La idea de Patrick la pilló por sorpresa: propuso que se quedaran donde estaban y probaran de nuevo.

Cuando el placer se presentó, la quinta o sexta vez que estuvieron juntos, la descolocó por completo, su falso apasionamiento quedó silenciado.

—¿Qué pasa? —preguntó Patrick.

—¡Nada! —dijo Rose, una vez más radiante y solícita.

Pero se olvidaba, los nuevos avances interferían, y al final tuvo que rendirse a esa lucha, más o menos ignorando a Patrick. Cuando podía reparar en él de nuevo lo colmaba de gratitud; ahora estaba agradecida de verdad, y quería ser perdonada, aunque no podía decirlo, por toda su gratitud fingida, su condescendencia, sus dudas.

Por qué dudaba tanto, se preguntaba, tumbada cómodamente en la cama mientras Patrick iba a preparar café soluble. ¿No sería posible sentir lo que fingía? Si esa sorpresa sexual era posible, ¿no lo era cualquier cosa? Patrick no ayudaba demasiado; su caballerosidad y el modo en que se rebajaba, junto con sus reproches, la desalentaban. Pero ¿no era culpa de Rose, en realidad? ¿Por su convicción de que cualquiera que se enamorase de ella debía tener una tara incorregible y al final demostraría que era un estúpido? Por eso se fijaba en cualquier detalle estúpido de Patrick, aunque creyera estar buscando cualidades, virtudes admirables. En ese momento, en su cama, en su habitación, rodeada de sus libros y su ropa, sus cepillos de lustrar zapatos y su máquina de escribir, varias caricaturas clavadas con chinchetas —se incorporó en la cama para mirarlas y la verdad es que eran bastante divertidas, Patrick debía de permitirse alguna diversión cuando ella no estaba—, consiguió verlo como un hombre simpático, inteligente, incluso con humor; ningún héroe; ningún necio. Tal vez podían ser una pareja corriente. Bastaría con que, al volver de la cocina, no empezara a darle las gracias y hacerle mimos y venerarla. A Rose no le gustaba la veneración, en realidad; era solo la idea lo que le gustaba. Por otro lado, tampoco le gustaba cuando empezaba a corregirla y criticarla. Pretendía cambiar demasiadas cosas.

Patrick la amaba. ¿Qué era lo que amaba? No su acento, que se empeñaba en pulir, aunque ella a menudo se rebelaba y se obstinaba, negando la evidencia, en que no tenía un acento de campo, en que todo el mundo hablaba como ella. Tampoco su torpe descaro sexual (que fuera virgen alivió tanto a Patrick como a ella su pericia). Podía hacer que se crispara con una palabra vulgar, un tono basto. Constantemente, al moverse y al hablar, se envilecía a propósito delante de él, pero Patrick veía más allá, a través de todas esas distracciones, y amaba cierta imagen obediente que ella misma no podía ver. Y tenía grandes expectativas. Su acento se podía borrar, sus amistades se podían desacreditar y eliminar, su vulgaridad podía domarse.

¿Y todo lo demás? ¿Qué pasaba con su energía, su pereza, su vanidad, su inconformismo, su ambición? Rose ocultaba todo eso, Patrick no tenía ni idea. Por más dudas que albergara, nunca quiso que dejara de estar enamorado de ella.

Hicieron dos viajes.

Fueron a la Columbia Británica, en tren, durante las vacaciones de Pascua. Los padres de Patrick le mandaron dinero para el billete. Se encargó de pagar también el de Rose, gastando lo que tenía en el banco y otro poco prestado de uno de sus compañeros de piso. Le dijo que no se lo contara a sus padres. Rose comprendió que pretendía ocultarles que ella era pobre. Él no sabía nada de ropa de mujer, o de lo contrario habría visto que eso era imposible de ocultar. Aunque Rose hizo lo que pudo, de todos modos. Le pidió a la doctora Henshawe su gabardina, idónea para el clima de la costa. Le quedaba un poco larga, pero por lo demás perfecta, gracias a los gustos juveniles de la doctora Henshawe. Había vuelto a vender sangre y se compró un jersey de angora, de color melocotón, que la ponía perdida de pelo y parecía la idea de elegancia de una chica de provincias. Siempre se daba cuenta de ese tipo de cosas después de hacer una compra, no antes.

Los padres de Patrick vivían en la isla de Vancouver, cerca de Sidney. Una finca de dos hectáreas con el césped muy cuidado —verde en pleno invierno; marzo le parecía pleno invierno a Rose—, que descendía suavemente hasta un murete de piedra y una cala de guijarros y agua salada. La casa era mitad de piedra, mitad de estuco y vigas de madera. Estaba construida al estilo Tudor, y otros. Las ventanas del salón, del comedor, del estudio, daban todas al mar, y por los vientos fuertes que a veces soplaban desde el océano, eran de vidrio grueso, Rose suponía que vidrio templado, como el escaparate del salón de exposición de automóviles de Hanratty. La pared del comedor orientada hacia el mar era toda de ventanas, curvadas en un hermoso mirador; por el grueso vidrio alabeado se veía como a través del culo de una botella. El aparador también tenía una panza combada, reluciente, y parecía tan grande como una barca. La envergadura se apreciaba en todas partes, y un grosor particular. Grosor en las toallas y las alfombras y los mangos de los cuchillos y los tenedores, y en los silencios. Allí reinaban el lujo y el malestar. Apenas llevaba un día en la casa y Rose se sentía tan desalentada que las muñecas y los tobillos le flaqueaban. Levantar el cuchillo y el tenedor era una faena; cortar y masticar el perfecto rosbif casi la superaba; se quedaba sin aliento subiendo las escaleras. Nunca antes había sabido cómo pueden ahogarte algunos lugares, asfixiarte viva. No lo había sabido, a pesar de haber estado en unos cuantos lugares muy inhóspitos.

La primera mañana, la madre de Patrick la llevó a dar un paseo por la finca, señalándole el invernadero, la casita donde vivía “la pareja”: una casa de campo preciosa, cubierta de hiedra, con postigos, más grande que la casa de la doctora Henshawe. La pareja, los sirvientes, hablaban con más finura, eran más discretos y tenían más porte que cualquiera de los habitantes de Hanratty en quien Rose pudiera pensar, y desde luego superaban en esas cualidades a la familia de Patrick.

La madre de Patrick le mostró la rosaleda, los arriates de plantas aromáticas. Había muchos muretes de piedra.

—Los construyó Patrick —dijo la madre. Explicaba todo con una indiferencia que rozaba la aversión—. Todos estos muros los hizo él.

La voz de Rose salió llena de falso aplomo, ávida y con un entusiasmo desproporcionado.

—Debe de ser un auténtico escocés —dijo. Patrick era de origen escocés, a pesar de su apellido. Los Blatchford provenían de Glasgow—. ¿No eran los escoceses los mejores labrando piedra? —(Había aprendido recientemente a referirse así a los picapedreros)—. Quizá tuvo antepasados que se dedicaran a labrar piedra.

Luego le daba grima pensar en esos afanes, en cómo fingía desenvoltura y alborozo, tan vulgares y postizos como su ropa.

—No —dijo la madre de Patrick—. No creo que se dedicaran a eso.

La envolvía una especie de niebla: afrenta, disgusto, consternación. Rose pensó que tal vez le hubiera ofendido la insinuación de que la familia de su marido pudiera haber trabajado con las manos. A medida que fue conociéndola mejor —o que la observaba más; era imposible conocerla—, entendió que a la madre de Patrick le desagradaba cualquier elemento fantasioso, especulativo, abstracto, en una conversación. Sin duda también le molestaba el tono desenfadado de Rose. Cualquier interés que no se ciñera al asunto en cuestión —comida, clima, invitaciones, mobiliario, sirvientes— le parecía sensiblero, maleducado y peligroso. Estaba bien decir “Hoy hace un día de calor”, pero no “Este día me recuerda cuando solíamos…”. Detestaba que la gente ventilara sus recuerdos.

Era hija única de uno de los primeros magnates de la madera en la isla de Vancouver. Había nacido en un poblado del norte, ya desaparecido. Sin embargo, siempre que Patrick intentaba que hablara del pasado, siempre que le preguntaba la cosa más simple —qué buques subían por la costa, qué año quedó abandonado el asentamiento, qué ruta hacía el primer ferrocarril maderero—, ella contestaba con irritación “No lo sé. ¿Cómo quieres que sepa algo así?”. Esa irritación era la nota más fuerte que calaba en sus palabras.

Tampoco el padre de Patrick se molestaba en satisfacer su curiosidad por el pasado. Daba la impresión de que prácticamente cualquier cosa que viniese de Patrick le diera mala espina.

—¿Para qué quieres saber todo eso? —vociferó desde el otro lado de la mesa. Era un hombre compacto y de espalda ancha, rubicundo, increíblemente beligerante. Patrick se parecía a su madre, que era alta, rubia, y elegante en el sentido más sobrio posible, como si su ropa, su maquillaje, su estilo, se eligiesen aspirando a una neutralidad ideal.

—Porque me interesa la historia —replicó Patrick con una voz enojada, grandilocuente, pero entrecortada por la crispación.

—“Porque me interesa la historia” —repitió su hermana Marion con sorna, en una parodia instantánea, tartamudeando y todo—. ¡La historia!

Las hermanas, Joan y Marion, eran más jóvenes que Patrick, mayores que Rose. A diferencia de él, no delataban ningún nerviosismo, ninguna grieta en su soberbia. Ya habían interrogado a Rose en otra comida.

—¿Montas a caballo?

—No.

—¿Sales a navegar?

—No.

—¿Juegas al tenis? ¿Juegas al golf? ¿Juegas al bádminton?

No. No. No.

—Quizá sea una mente privilegiada, como Patrick —dijo el padre.

Y Patrick, para horror y vergüenza de Rose, empezó a gritar hacia la mesa en general enumerando sus méritos académicos y distinciones. ¿Qué esperaba conseguir? ¿Era tan incauto como para pensar que alardeando así de ella iba a someterlos, a ganar nada salvo más desprecio? Contra Patrick, contra sus fanfarronadas estridentes, su desdén por los deportes y la televisión, sus presuntos intereses intelectuales, la familia parecía unida. Aunque esa alianza era temporal. La antipatía del padre por sus hijas era menor solo en comparación con la que sentía por Patrick. A ellas también las avasallaba a la menor oportunidad; se mofaba del tiempo que malgastaban en sus aficiones, se quejaba del gasto de los uniformes, de los barcos, de los caballos. Y ellas se enzarzaban una con la otra, por turbios asuntos de calificaciones y préstamos y desperfectos. Todos se quejaban a la madre de la comida, que era abundante y deliciosa. La madre hablaba lo mínimo posible con nadie, y a decir verdad Rose no la culpaba. Nunca habría imaginado tanta malevolencia concentrada en un mismo lugar. Billy Pope era un prepotente y un cascarrabias, Flo era caprichosa, injusta y chismosa, y su padre, en vida, había sido capaz de sentencias frías y rechazos implacables; pero en comparación con la familia de Patrick, la de Rose parecía jovial y satisfecha.

—¿Son siempre así? —le dijo a Patrick—. ¿Es por mí? No les caigo bien.

—No les caes bien porque te he elegido —dijo Patrick con un dejo de satisfacción.

Se tumbaron en la cala de guijarros después de que oscureciera, con los impermeables puestos, se abrazaron y se besaron, e incómodamente, sin éxito, intentaron ir a más. La gabardina de la doctora Henshawe se manchó de algas.

—¿Ves por qué te necesito? —dijo Patrick—. ¡Te necesito tanto!

 

 

Ella lo llevó a Hanratty. Fue tan mal como había imaginado. Flo se esmeró mucho, y preparó un ágape de patatas al gratén, nabos, unas grandes salchichas camperas que eran un regalo especial de Billy Pope, de la carnicería. Patrick detestaba la comida de consistencia áspera, y no hizo siquiera amago de comérsela. La mesa estaba cubierta con un hule, comieron bajo el tubo de luz fluorescente. Había un centro de mesa nuevo, comprado expresamente para la ocasión. Un cisne de plástico, de un tono verde lima, con unas ranuras en las alas donde iban dobladas las servilletas de papel de colores. Billy Pope gruñó cuando le recordaron que usara una, no quiso. Por lo demás estaba de un buen humor tremendo. Se había enterado, los dos se habían enterado, del triunfo de Rose. La noticia les llegó por gente distinguida de Hanratty, o de lo contrario no se la habrían podido creer. Clientas de la carnicería —señoras formidables, la esposa del dentista, la esposa del veterinario— le contaron a Billy Pope que habían oído que Rose se había buscado a un millonario. Rose sabía que Billy Pope volvería al trabajo al día siguiente con historias del millonario, o del hijo del millonario, y que todas esas historias se centrarían en la llaneza y la desenvoltura con que él, Billy Pope, llevó la situación. “Lo recibimos sin ceremonias y le pusimos unas salchichas, ¡a nosotros no nos intimida saber de dónde viene!”

Sabía que Flo también haría sus comentarios, que no se le escaparía el nerviosismo de Patrick, que sería capaz de imitar su voz y sus manos de trapo al volcar el frasco del kétchup. Pero en ese momento estaban los dos encorvados sobre la mesa, tristemente eclipsados. Rose intentó dar pie a alguna conversación, dicharachera, sin ninguna naturalidad, como si fuese una entrevistadora intentando arrancar alguna frase a un par de lugareños simplones. Se sintió avergonzada en más planos de los que podía contar. Avergonzada de la comida y el cisne y el hule; avergonzada de Patrick, el esnob huraño, que puso una mueca de espanto cuando Flo le pasó el palillero; avergonzada de Flo, por su apocamiento y su hipocresía y sus pretensiones; más que nada avergonzada de sí misma. Ni siquiera encontraba la manera de hablar y sonar natural. Delante de Patrick no podía retomar un acento más próximo al de Flo, al de Billy Pope y el de Hanratty. Ahora ese acento le chirriaba en los oídos, de todos modos. No parecía consistir solo en una diferencia de pronunciación, sino que hacía que hablar fuese otra cosa. Hablar era gritar; las palabras se separaban y se enfatizaban para que la gente pudiese bombardearse con ellas. Y se decían unas cosas que parecían salidas de la comedia rústica más trillada. “Carajo, como a uno le diera por ahí…” Realmente hablaban así. Viéndolos ahora a través de los ojos de Patrick, oyéndolos a través de sus oídos, Rose también se asombraba.

Intentó que hablaran de la historia local, de cosas que creía que a Patrick podían interesarle. Flo al final se soltó, solo lograba contenerse hasta un punto, a pesar de sus recelos. La conversación tomó un derrotero muy distinto del que Rose pretendía.

—La linde donde me crie —dijo Flo— era el peor sitio que se haya visto en la faz de la tierra para suicidarse.

—La linde es el camino que separa dos términos municipales —aclaró Rose. Tenía dudas de lo que se avecinaba, y con razón, porque entonces a Patrick le tocó aguantar la historia de un hombre que se degolló, se rebanó su propia garganta, de oreja a oreja; la de un hombre que se pegó un tiro la primera vez y no consiguió rematar la faena, así que volvió a cargar el arma y disparó de nuevo y lo consiguió; de otro hombre que se colgó con una cadena, una de esas cadenas que enganchas a un tractor, así que fue un milagro que no se le arrancara la cabeza.

—Se le descuajaringara —dijo Flo.

Luego pasó a hablar de una mujer que no se suicidó, pero estuvo una semana muerta en su casa hasta que la encontraron, y era verano, nada menos. Le pidió a Patrick que se lo imaginara. “Todo eso ocurrió en un radio de ocho kilómetros de donde ella había nacido”, dijo Flo. Estaba presentando sus credenciales, no intentando horrorizar a Patrick, al menos no más de los límites aceptables, en sociedad; no pretendía desconcertarlo. ¿Cómo iba él a entender eso?

—Tenías razón —dijo Patrick cuando se marcharon de Hanratty en el autobús—. Es un estercolero. Debes de estar contenta de haber escapado.

Rose enseguida se dio cuenta de que era un comentario cruel.

—Menos mal que no es tu verdadera madre —dijo Patrick—. Seguro que tus padres no eran así.

A Rose tampoco le gustó que dijera eso, aunque ella creía lo mismo. Vio que intentaba buscarle unos orígenes más respetables, quizá como los de sus amigos pobres, que se habían criado con unos cuantos libros en casa, una bandeja para el té y la ropa blanca remendada, buen gusto a pesar de la humildad; gente digna, cansada, culta. Qué cobarde era Patrick, pensó indignada, aunque supo que la cobarde era ella, que ni sabía sentirse cómoda con los suyos o en la cocina de su casa o nada de nada. Años después aprendería a usar esa baza, a divertir o intimidar a gente biempensante en cenas y fiestas con estampas del pueblo donde se crio. En ese momento solo sintió confusión, pena.

Aun así su lealtad empezaba a forjarse. Ahora que estaba segura de haber escapado, una capa de lealtad y amparo se endurecía alrededor de cada uno de sus recuerdos, alrededor de la tienda y el pueblo, el paisaje llano y anodino, un poco desangelado, del campo. En secreto contrapondría esa imagen a las vistas de las montañas y el océano de Patrick, a su mansión de piedra y madera. Las raíces de Rose eran mucho más orgullosas y tenaces que las de él.

Resultó, sin embargo, que Patrick no iba a renunciar a nada.

 

 

Patrick le regaló un anillo de diamantes y anunció que por ella abandonaba sus aspiraciones de ser historiador. Iba a meterse en el negocio de su padre.

Rose le dijo que creía que odiaba el negocio de su padre. Él dijo que no podía permitirse adoptar esa actitud ahora que tendría una esposa que mantener.

Por lo visto el padre de Patrick había tomado esa voluntad suya de casarse, aunque fuera con Rose, como una señal de cordura. Rachas de munificencia se mezclaban con toda la mala fe en esa familia. El padre le ofreció en el acto un empleo en uno de los grandes almacenes, se ofreció a comprarles una casa. Patrick era tan incapaz de rechazar esa oferta como Rose de rechazar la de Patrick, y ambos por razones muy poco materialistas.

—¿Tendremos una casa como la de tus padres? —preguntó Rose. Sinceramente pensó que tal vez no hubiera más remedio que empezar así.

—Bueno, quizá al principio no. No tan…

—¡Yo no quiero una casa como esa! ¡No quiero vivir así!

—Viviremos como prefieras. Tendremos la casa que prefieras.

“Mientras no sea un estercolero”, pensó con resentimiento.

Chicas a las que apenas conocía la paraban y le pedían ver el anillo, lo admiraban, le deseaban felicidad. Cuando volvió a Hanratty un fin de semana, sola esa vez, gracias a Dios, se encontró a la mujer del dentista en la calle principal.

—¡Rose, qué maravilla! ¿Cuándo volverás por aquí próximamente? Vamos a dar un té en tu honor, ¡todas las señoras del pueblo estamos deseando organizarlo!

Esa mujer nunca le había dirigido la palabra, nunca le había hecho el menor caso. De pronto se abrían los caminos, se aflojaban las barreras. Ah, y lo peor, lo más vergonzoso era que Rose, en lugar de cortar a la mujer del dentista, se ruborizaba y le mostraba remilgadamente el diamante y le decía sí, sería una idea estupenda. Cuando la gente decía qué contenta debía de estar, se creía feliz de veras. Así de sencillo. Sonreía con hoyuelos en las mejillas y le brillaban los ojos y se metía en el papel de la prometida sin el menor problema. ¿Dónde viviréis?, preguntaba la gente, y ella decía: “¡Oh, en la Columbia Británica!”. Eso añadía más magia al cuento. “¿De verdad es tan hermoso como dicen? —preguntaban—. ¿Es cierto que allí nunca es invierno?”

—¡Oh, sí! —exclamaba Rose—. ¡Oh, no!

 

 

Se despertó temprano, se levantó y se vistió y salió con sigilo por la puerta lateral del garaje de la doctora Henshawe. Era demasiado pronto para que circulasen aún los autobuses. Echó a caminar hacia al piso de Patrick. Cruzó el parque. Alrededor del Monumento a la Guerra de Sudáfrica un par de sabuesos daban brincos y jugueteaban, y cerca había una anciana de pie, sujetando sus correas. Acababa de salir el sol, resplandecía sobre sus pelajes claros. La hierba estaba mojada. Junquillos y narcisos en flor.

Patrick abrió la puerta adormilado, con el pelo revuelto y el ceño fruncido, con su pijama de rayas gris y granate.

—¡Rose! ¿Qué ocurre?

Ella no pudo responder. La hizo entrar. Ella lo abrazó y escondió la cara en su pecho.

—Por favor, Patrick —dijo con voz teatral—. Por favor, no dejes que me case contigo.

—¿Estás enferma? ¿Qué ocurre?

—Por favor, no dejes que me case contigo —repitió ella, con menos convicción todavía.

—Estás loca.

No lo culpó por que pensara así. Su voz sonaba postiza, quejumbrosa, tonta. En cuanto Patrick abrió la puerta y se encaró a su presencia, a sus ojos somnolientos, su pijama, vio que lo que la había llevado hasta allí era colosal, imposible. Tendría que explicárselo todo, y por supuesto no se sentía capaz. No podía hacerle ver su miseria. No podía encontrar ningún tono de voz, ninguna expresión de la cara, que le valiese.

—¿Estás disgustada? —preguntó Patrick—. ¿Qué ha pasado?

—Nada.

—¿Cómo has llegado hasta aquí, si puede saberse?

—Andando.

Había estado conteniendo las ganas de ir al cuarto de baño. Creía que ir al cuarto de baño restaría fuerza a su argumento. Pero tenía que ir. Se liberó.

—Espera un momento, voy al lavabo —dijo.

Cuando salió, Patrick había encendido la tetera eléctrica, estaba midiendo el café soluble. Parecía digno y perplejo.

—Aún sigo medio dormido —dijo—. Veamos. Siéntate. Antes de nada, ¿te ha de venir el período?

—No —respondió ella, aunque consternada se dio cuenta de que sí, y de que él podía calcularlo, porque el mes anterior se habían preocupado.

—Bueno, si no esperas el período, y no ha pasado nada que te disgustara, entonces ¿a qué viene todo esto?

—No quiero casarme —dijo ella, evitando la crueldad de “No quiero casarme contigo”.

—¿Cuándo lo has decidido?

—Hace tiempo. Esta mañana.

Hablaban en susurros. Rose miró el reloj. Eran poco más de las siete.

—¿Cuándo se levantan los otros?

—Sobre las ocho.

—¿Hay leche para el café? —Fue al frigorífico.

—Cuidado con la puerta —dijo Patrick, demasiado tarde.

—Lo siento —dijo ella, con su extraña voz tonta.

—Fuimos a dar un paseo anoche y todo iba bien. Te presentas esta mañana y me dices que no quieres casarte. ¿Por qué no quieres casarte?

—No quiero, y ya está. No quiero casarme.

—¿Y qué es lo que quieres hacer?

—No lo sé.

Patrick seguía mirándola fijamente mientras tomaba el café. Él, que solía suplicarle: “¿Me quieres? ¿De verdad me quieres?”, ahora no sacó el tema.

—Bueno, pues yo sí lo sé.

—¿El qué?

—Sé quién ha estado hablando contigo.

—Nadie ha estado hablando conmigo.

—Ah, no. Bueno, apuesto a que sí. La doctora Henshawe, ni más ni menos.

—No.

—Hay gente que no tiene muy buen concepto de ella. Creen que condiciona a las chicas. No le gusta que las chicas que viven con ella tengan novio. ¿A que no? Incluso tú me lo dijiste. No le gusta que sean normales.

—No es eso.

—¿Qué te ha dicho, Rose?

—No me ha dicho nada. —Rose se echó a llorar.

—¿Estás segura?

—Oh, Patrick, escucha, por favor, no puedo casarme contigo, por favor, no sé por qué, no puedo, por favor, lo siento, créeme, no puedo. —Rose farfullaba, sollozando, mientras Patrick decía: “¡Baja la voz! ¡Vas a despertarlos!”, la levantó o la arrastró de la silla de la cocina y la llevó hasta su cuarto, donde Rose se sentó en la cama. Él cerró la puerta. Ella cruzó los brazos en el pecho y empezó a balancearse.

—¿Qué es, Rose? ¿Qué es lo que ocurre? ¡Estás enferma!

—¡Es que me cuesta tanto decírtelo!

—¿Decirme qué?

—¡Lo que te acabo de decir!

—¿No será que te has enterado de que tienes tuberculosis o algo?

—¡No!

—¿Hay algo de tu familia que no me has contado? ¿Demencia? —la alentó Patrick.

—¡No! —Rose se mecía y lloraba.

—Entonces ¿qué es?

—¡No te quiero! —dijo—. No te quiero. No te quiero. —Se desplomó en la cama y hundió la cabeza en la almohada—. Lo siento mucho. Lo siento mucho. No puedo evitarlo.

Al cabo de un momento, Patrick contestó:

—Bueno. Si no me quieres, no me quieres. No te puedo obligar. —Su voz sonó forzada y resentida, contra la sensatez de sus palabras—. Solo me pregunto —dijo— si sabes lo que quieres. Creo que no. Creo que no tienes ni idea de lo que quieres. Solo estás ofuscada.

—¡No tengo que saber lo que quiero para saber lo que no quiero! —dijo Rose, dándose la vuelta. Eso la desató—. Nunca te he amado.

—Baja la voz. Vas a despertarlos. Tenemos que parar.

—Nunca te he amado. Nunca quise. Fue un error.

—Muy bien. Muy bien. Me queda claro.

—¿Por qué se supone que debo quererte? ¿Por qué actúas como si yo tuviese un problema si no te quiero? Me desprecias. Desprecias a mi familia y mis orígenes y crees que me estás haciendo un favor enorme…

—Me enamoré de ti —dijo Patrick—. No te desprecio. Oh, Rose. Yo te adoro.

—Eres un cursi —dijo Rose—. Eres un mojigato.

Saltó de la cama con gran placer mientras lo decía. Se sintió rebosante de energía. Y llegaba más. Llegaban cosas terribles.

—Ni siquiera sabes hacer bien el amor. Siempre he querido acabar con esto, desde el principio. Me dabas lástima. ¡No miras por dónde vas, siempre lo tiras todo, y es porque no te fijas, no te fijas en nada salvo en ti mismo, y siempre andas fanfarroneando, qué estupidez, ni siquiera sabes fanfarronear, si de verdad quieres impresionar a la gente nunca lo conseguirás, porque lo único que hacen es reírse de ti!

Patrick se sentó en la cama y la miró, dispuesto a hacer frente a cualquier cosa que le dijera. Ella tuvo ganas de pegarle sin parar, de seguir soltando barbaridades aún peores, más crueles. Se detuvo a recobrar el aliento, tomó aire, para impedir que salieran las cosas que le subían por dentro.

—¡No quiero volver a verte, nunca más! —dijo con saña. Pero en la puerta se volvió y, con voz natural, añadió apenada—: Adiós.

 

 

Patrick le escribió una nota: “No entiendo qué pasó el otro día y quiero hablarlo contigo. Pero creo que deberíamos esperar un par de semanas y no vernos ni hablar hasta entonces, para saber cómo nos sentimos”.

Rose se había olvidado de devolverle el anillo. Cuando salió del edificio donde vivía Patrick aquella mañana se dio cuenta de que aún lo llevaba. No podía regresar, y le parecía demasiado valioso para mandarlo por correo. Siguió llevándolo, sobre todo porque no le apetecía tener que contarle a la doctora Henshawe lo que había pasado. Fue un alivio recibir la nota de Patrick. Pensó que podría devolverle el anillo entonces.

Pensó en lo que Patrick había dicho de la doctora Henshawe. Sin duda había algo de verdad en eso, ¿por qué si no era tan reacia a contarle que había roto su compromiso, por qué evitaba encararse con su aprobación sensata, con su enhorabuena contenida, sosegada?

Le dijo a la doctora Henshawe que no iba a ver a Patrick mientras estudiaba para los exámenes. Rose notó que incluso eso la complacía.

No le contó a nadie que su situación había cambiado. No era solo la doctora Henshawe quien no quería que se enterara. Le costaba renunciar a que la envidiaran; la experiencia era demasiado novedosa para ella.

Intentó pensar qué haría a partir de entonces. No podía seguir viviendo en casa de la doctora Henshawe. Parecía claro que si escapaba de Patrick, debía escapar también de ella. Y no quería seguir en la universidad, donde todos se enterarían de que había roto el compromiso, donde las chicas que ahora la felicitaban dirían que habían sabido desde el principio que había pescado a Patrick de chiripa. Tendría que buscarse un trabajo.

La directora de la biblioteca le había ofrecido continuar en verano, pero quizá solo por sugerencia de la doctora Henshawe. Una vez se marchara de su casa, tal vez la oferta no siguiera en pie. Sabía que en lugar de estudiar para los exámenes debería estar en el centro, rellenando solicitudes para un puesto de administrativa de una agencia de seguros, presentándose en la compañía telefónica, en unos grandes almacenes. La idea le daba miedo. Continuó estudiando. Era lo único que de verdad sabía hacer. A fin de cuentas, le habían dado una beca.

El sábado por la tarde, mientras estaba trabajando en la biblioteca, vio a Patrick. No fue por casualidad. Bajó al sótano, intentando no hacer ningún ruido en la escalera metálica de caracol. Había un hueco entre las estanterías, casi a oscuras, desde donde podía mirar dentro de su cabina. Y eso hizo. No alcanzó a verle la cara. Vio su largo cuello sonrosado y la vieja camisa de cuadros que se ponía los sábados. Su largo cuello. Sus hombros angulosos. No se irritó al verlo, no se asustó; era libre. Pudo mirarlo como habría mirado a cualquiera. Pudo apreciarlo. Se había comportado. No había intentado darle pena, no la había acosado, no la había importunado con llamadas de teléfono o cartas lastimeras. No había ido a sentarse en la puerta de la doctora Henshawe. Era noble, y nunca sabría cuánto valoraba eso, qué agradecida estaba. Las cosas que le había dicho la hicieron avergonzarse. Y ni siquiera eran ciertas. No todas. Sí sabía hacer el amor. Se conmovió tanto, sintió tanta ternura y nostalgia al verlo que quiso darle algo, una recompensa sorprendente, deseó deshacer su infelicidad.

Entonces la asaltó una imagen cautivadora de sí misma. Se vio corriendo de puntillas hasta el cubículo de Patrick, abrazándolo por la espalda, devolviéndole todo lo que le había arrebatado. ¿Lo aceptaría, lo querría todavía? Vio que ambos reían y lloraban, daban explicaciones, perdonaban. “Te quiero. Sí que te quiero, no pasa nada, fue terrible, no era mi intención, me volví loca, te quiero, no pasa nada.” Era una tentación imperiosa; poco menos que irresistible. Sintió el impulso de lanzarse. A un precipicio o a un lecho tibio de hierba y flores, en realidad no lo sabía.

Era irresistible, al fin y al cabo. Se lanzó.

 

 

Cuando más adelante Rose repasaba y hablaba de ese momento de su vida —porque pasó por una etapa, como la mayoría de la gente hoy en día, de hablar libremente sobre sus decisiones más íntimas, con amigos y amantes y personas que conocía en fiestas a las que quizá no volvería a ver, mientras que los otros hacían lo mismo—, decía que la compasión se había apoderado de ella, que no era inmune a la imagen de una nuca expuesta y vulnerable. Luego ahondaba más y decía: la codicia, la codicia. Decía que había ido corriendo y se había aferrado a él hasta vencer sus recelos, que lo besó y lloró y logró que la aceptara de nuevo únicamente porque no sabía cómo seguir adelante sin su amor y su promesa de velar por ella; el mundo le daba miedo y no había sido capaz de pensar en ninguna otra salida. Cuando veía la vida en términos económicos, o estaba con gente que lo hacía, aseguraba que de todos modos solo la gente de clase media tenía opciones, que de haber podido pagarse un billete de tren a Toronto su vida habría sido diferente.

“Tonterías —diría más adelante—. Eso da igual, en realidad fue vanidad, fue vanidad pura y dura, para resucitarlo, para devolverle la felicidad.” Para saber si era capaz. No pudo resistirse a semejante prueba de poder. Entonces explicaba que había pagado su precio. Que había estado diez años casada con Patrick, y que en ese tiempo las escenas de la primera ruptura y reconciliación se repitieron periódicamente, ella diciendo todas las cosas que había dicho la primera vez, y las cosas que se había guardado, y muchas otras cosas que se le ocurrían. Espera no haber ido contando por ahí (aunque cree que lo hizo) que solía darse cabezazos contra el cabecero de la cama, que había estampado una salsera contra la ventana del comedor; que estaba tan asustada, tan asqueada de lo que había hecho que se tumbó en la cama, temblando, y suplicó y suplicó su perdón. Patrick se lo concedió. A veces se abalanzaba sobre él; a veces él le pegaba. A la mañana siguiente se levantaban temprano y hacían un desayuno especial, se sentaban a comer beicon con huevos y a tomar café de filtro, exhaustos, compungidos, tratándose con un tímido cariño.

“¿Por qué se nos va de las manos?”, decían.

“¿Crees que deberíamos tomarnos unas vacaciones? ¿Unas vacaciones juntos? ¿Vacaciones en solitario?”

Esos esfuerzos resultaban vanos, una farsa, pero salvaban la situación. Calmados, decían que muchos matrimonios pasaban por baches así, y de hecho parecían conocer muchos casos. No pudieron separarse hasta que todo el daño que se habían hecho, un daño casi mortal, los obligó a poner distancia. Y hasta que Rose pudo conseguir un trabajo y ganar su propio dinero, así que quizá en el fondo había una razón de lo más ordinaria.

Lo que Rose nunca dijo a nadie, nunca confió, fue que a veces pensaba que no había sido por compasión o codicia o cobardía o vanidad, sino por algo muy distinto, algo así como una visión de la felicidad. A la luz de todo lo que había contado, eso no podía contarlo. Parece muy raro; no puede justificarlo. No se refiere a que en su matrimonio no hubiera momentos sumamente banales, llevaderos, largas rachas de ajetreo empapelando las paredes, preparando vacaciones y comidas y compras y preocupándose por una criatura que se ha puesto enferma, sino que a veces, sin razón o aviso previo, la felicidad, la posibilidad de la felicidad, los sorprendía. Entonces era como si fuesen otros, con otra piel aunque de aspecto idéntico, como si existiesen una Rose y un Patrick radiantes de bondad y candor, rara vez visibles, a la sombra de quienes solían ser. Quizá fuera ese Patrick a quien vio cuando se liberó de él, al atisbar en su cubículo, sin ser vista. Quizá. Debería haberlo dejado ahí.

 

 

Sabía que era así como lo había visto; lo sabe, porque volvió a suceder. Estaba en el aeropuerto de Toronto, en plena madrugada. Fue unos nueve años después de que Patrick y ella se divorciaran. Entonces ya era bastante conocida, su cara le resultaba familiar a mucha gente en este país. Hacía un programa de televisión en el que entrevistaba a políticos, actores, escritores, “personalidades”, y a mucha gente corriente que estaba enfadada por algo que el Gobierno o la policía o un sindicato les había hecho. A veces hablaba con gente que había visto fenómenos extraños. Ovnis, o monstruos marinos, o que tenían habilidades o colecciones curiosas, o que cultivaban alguna costumbre obsoleta.

Estaba sola. Nadie había ido a esperarla. Acababa de llegar en un vuelo con retraso de Yellowknife. Estaba cansada y con el pelo revuelto. Vio a Patrick de espaldas, de pie en la barra de una cafetería. Llevaba un impermeable. Estaba más corpulento que en otros tiempos, pero lo reconoció al instante. Y la asaltó la misma impresión de que ese hombre era su destino, de que por algún truco mágico, aunque posible, se podían encontrar y confiar el uno en el otro, y que para eso bastaba con que se acercara y le tocara el hombro, dándole por sorpresa la razón de su felicidad.

No lo hizo, por supuesto, pero sí se detuvo. Estaba de pie quieta cuando Patrick se volvió y fue hacia una de las mesitas de plástico con asientos curvados que se agrupaban delante de la barra. No quedaba nada del académico enclenque y sin garbo, de su autoritarismo relamido. Sus formas se habían suavizado, rellenado, en la figura de aquel hombre de aspecto moderno y cordial, responsable, ligeramente complaciente. Su mancha de nacimiento se había borrado. Pensó en qué demacrada y sosa debía de parecer ella, en su trenca arrugada, su pelo canoso y greñudo aplastado a los lados de la cara, el rímel reseco y corrido.

Patrick la miró e hizo una mueca. Era un gesto de auténtico odio, amenazante; infantil, caprichoso, aunque calculado; era una explosión medida de asco y aversión. Costaba creerlo. Pero ella lo vio.

A veces, cuando Rose hablaba con alguien delante de las cámaras de televisión, advertía en ellos el impulso de hacer una mueca. Advertía ese impulso en toda clase de personas, en políticos duchos y obispos liberales ingeniosos y respetados filántropos, en amas de casa que habían sido testigos de desastres naturales y en obreros que habían protagonizado rescates heroicos o a quienes les habían estafado la pensión de invalidez. Estaban deseando sabotearse a sí mismos, hacer una mueca o decir una palabrota. ¿Era esa la cara que todos querían poner? ¿Para escarmentar a alguien, para escarmentar a todo el mundo? No lo hacían, sin embargo; no aprovechaban la oportunidad. Se requerían circunstancias especiales. Un lugar escabroso, irreal, en plena madrugada; una fatiga abrumadora, desquiciante; la aparición súbita, alucinatoria, de tu verdadero enemigo.

Rose se alejó deprisa, por el largo pasillo multicolor, temblando. Había visto a Patrick; Patrick la había visto a ella; había puesto aquella cara. Pero en realidad no era capaz de entender cómo podía ser una enemiga. ¿Cómo alguien podía odiarla tanto, en el mismo momento en que ella estaba dispuesta a acercarse con buena voluntad, confesando su agotamiento con una sonrisa, su tímida fe en los gestos civilizados?

Ah, Patrick podía. Patrick sí.

*FIN*


“The Beggar Maid”,
The New Yorker, 1977


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