Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La metamorfosis de Píctor

[Cuento - Texto completo.]

Hermann Hesse

Apenas Píctor hubo puesto un pie en el Paraíso, se encontró frente a un árbol que tenía dos copas. En el follaje de una de ellas asomaba el rostro de un hombre; en el follaje de la otra, el rostro de una mujer. Píctor contempló el árbol con asombro y preguntó tímidamente:

—¿Eres tú el Árbol de la Vida?

El árbol guardó silencio. De pronto, alrededor del tronco único que unía las dos copas del árbol se enroscó una Serpiente. Y como iba a responder la Serpiente y no el árbol, Píctor se dio la vuelta y siguió su camino.Sus ojos se abrían cada vez más, llenos de maravilla y de alegría ante todo lo que veía. De algún modo sabía que la Fuente de la Vida estaba cerca.

Pronto llegó a otro árbol cuyas dos copas sostenían el sol y la luna. Y de nuevo preguntó Píctor:

—¿Eres tú el Árbol de la Vida?

El sol pareció asentir con un movimiento; la luna le sonrió. Alrededor crecían racimos de flores extrañas y maravillosas, como Píctor nunca había visto. Desde el interior de los círculos de sus pétalos multicolores lo miraban rostros y ojos brillantes. Algunas flores se balanceaban en sus tallos, sonriendo y riendo como el sol y la luna. Otras permanecían mudas, ebrias, hundidas en sí mismas, como ahogadas en su propio perfume.

Y sus colores le cantaban: esta una canción lila oscura y profunda, aquella una nana azul oscuro. ¡Oh, qué ojos azules tan grandes tenía esta, y cuánto se parecía aquella a su primer amor! El aroma de otra flor cantaba con la voz de su madre y le hacía recordar cómo paseaban por los jardines cuando Píctor era aún un niño pequeño. Otra flor más lo provocaba, le sacaba la lengua, larga, arqueada y roja. Él se inclinó y tocó con la suya aquella lengua. Sabía a cosa salvaje y fuerte, como miel mezclada con resina, y sí, también como beso de mujer.

Píctor estaba solo entre las flores. Lleno de anhelo y de gozo tímido sentía latir su corazón en el pecho; ora rápido, en espera de algo que solo podía presentir; ora lento, al compás de las olas rodantes del océano del deseo.

Entonces vio posarse en la hierba un pájaro. Las plumas del pájaro ardían de color, cada pluma de un color distinto del arcoíris. Se acercó al pájaro y le preguntó:

—Pájaro hermosísimo, dime, ¿dónde se encuentra la felicidad?

—La felicidad —respondió el pájaro, con el pico dorado rebosante de risa— la felicidad, amigo, está en todas partes: en el valle y en la montaña, en la flor y en la piedra preciosa.

Mientras decía estas palabras, el pájaro empezó a bailar, erizó las plumas, batió las alas, volvió la cabeza, golpeó el suelo con la cola, guiñó el ojo, rió, giró sobre sí mismo en un torbellino de colores. Cuando se detuvo, lo que había sido pájaro era ahora una flor multicolor: las plumas se habían vuelto pétalos, las garras raíces. La transformación era maravillosa. Pero apenas Píctor parpadeaba de asombro, la flor siguió cambiando. Cansada de ser flor, arrancó sus raíces, puso en movimiento sus anteras y filamentos. Con alas finas como pétalos se alzó lentamente y flotó en el aire, como mariposa ingrávida y centelleante. Píctor apenas podía dar crédito a sus ojos.

Y la nueva mariposa, radiante pájaro-flor-mariposa, volaba en círculos y más círculos alrededor de Píctor. Cada vez más asombrado, este veía destellar la luz del sol en sus alas. Pronto la mariposa se dejó caer suavemente hasta la tierra, como un copo de nieve. Allí reposó en el suelo, muy cerca de los pies de Píctor. Las alas luminosas temblaron mientras volvía a transformarse. Se convirtió en una piedra preciosa de cuyas facetas brotaba una luz roja.

Pero aun allí tendida, roja y radiante sobre la hierba verde oscura, la gema se fue haciendo cada vez más pequeña. Como si su patria profunda, el centro de la tierra, la llamara, amenazaba con ser tragada. En el instante en que estaba a punto de desaparecer, Píctor, casi sin saber lo que hacía, alargó la mano, tomó la piedra y la apretó fuerte entre sus manos. Mirándola fijamente, fascinado por su luz mágica, sintió que sus rayos rojos le penetraban el corazón y lo calentaban con un resplandor que prometía dicha eterna.

En ese momento, deslizándose desde la rama de un árbol seco, la Serpiente siseó al oído de Píctor:

—Esta piedra puede convertirte en todo lo que desees. ¡Dile rápido tu deseo antes de que sea tarde! ¡Habla, ordena, antes de que la piedra se desvanezca!

Sin reflexionar, temiendo perder la única oportunidad de ser feliz, Píctor pronunció precipitadamente ante la piedra su palabra secreta y al instante se transformó en árbol. Siempre había deseado ser árbol, pues los árboles le parecían tan serenos, tan fuertes y dignos.

Sintió que echaba raíces en la tierra, que sus brazos se ramificaban hacia el cielo, que de su tronco brotaban nuevos miembros y de los miembros nuevas hojas. Píctor estaba contento. Sus raíces sedientas bebían hondo en la tierra. Su copa frondosa, tan cerca de las nubes, susurraba al viento. Pájaros anidaban en sus ramas, insectos vivían en su corteza, erizos y liebres se guarecían a sus pies. Durante muchos años fue feliz. Pasó mucho tiempo antes de que notara que algo fallaba; su felicidad era incompleta. Lentamente aprendió a ver con ojos de árbol. Al fin pudo ver, y se entristeció.

Inmóvil, clavado en el suelo, Píctor veía cómo las demás criaturas del Paraíso se transformaban sin cesar. Flores se volvían piedras preciosas o se alejaban volando convertidas en colibríes deslumbrantes. Árboles que habían estado junto a él desaparecían de pronto: uno se volvió arroyo que corría, otro cocodrilo; un tercero se transformó en pez y, lleno de vida, nadó alegremente. Los elefantes se convertían en rocas enormes; las jirafas en flores de tallo largo. Mientras toda la creación fluía en una corriente mágica de metamorfosis interminable, Píctor solo podía mirar.

Él solo no podía cambiar. Cuando lo comprendió, toda su felicidad se desvaneció. Comenzó a envejecer y adquirió aquel aspecto cansado y agotado que se observa en muchos árboles viejos. No solo en los árboles, sino también en caballos, en pájaros, en seres humanos, en todas las formas de vida que han perdido el don de la transformación. Con el paso del tiempo se deterioran y decaen, su belleza se extingue. Hasta el fin de sus días no conocen más que tristeza.

El tiempo siguió transcurriendo como antes, hasta que un día una muchacha joven se extravió en el Paraíso. Tenía el cabello rubio; llevaba un vestido azul. Cantaba alegres canciones; bailando, iba abriéndose paso entre los árboles. Despreocupada, la muchacha nunca había pensado en desear el don de la transformación. Muchas criaturas del Paraíso la miraban con vivo interés. Los animales le sonreían; los arbustos alargaban hacia ella sus ramas; muchos árboles le arrojaban frutos, nueces o flores. Pero ella no les hacía caso.

En cuanto Píctor la vio, sintió un anhelo intenso, una firme resolución de recobrar la felicidad perdida. Era como si una voz interior, la voz de su propia sangre roja, le ordenara recogerse, concentrarse, recordar todos los años de su vida. Obedeció la voz, se sumió en sus pensamientos y su ojo interior evocó imágenes del pasado, incluso del pasado lejano cuando era un hombre que caminaba hacia el Paraíso. Pero con mayor claridad recordó el instante en que tuvo la piedra mágica entre las manos, cuando toda metamorfosis le estaba abierta, cuando la vida ardía en él más intensa que nunca. Entonces recordó al pájaro que reía y al árbol que era a la vez sol y luna. Y comenzó a comprender todo lo que había perdido. El consejo de la Serpiente había sido engañoso.

Al oír un fuerte rumor entre las hojas de Píctor, la muchacha volvió hacia el árbol su mirada. Alzó los ojos hasta la copa y sintió que en su corazón brotaban sentimientos, deseos y sueños nuevos y extraños. ¿Qué fuerza desconocida era aquella que la hacía sentarse a la sombra del árbol? El árbol le parecía solo y triste, sin embargo hermoso, conmovedor y noble en su mudo dolor. La canción de su copa mecida suavemente la tenía cautiva. Apoyada contra el tronco áspero, sentía que el árbol temblaba en lo más hondo, y el mismo temblor apasionado sentía ella en su propio corazón. Nubes cruzaban el cielo de su alma, gruesas lágrimas caían de sus ojos. El corazón le dolía tanto, latía tan fuerte, que parecía querer saltar de su pecho. ¿Por qué quería unirse al árbol, fundirse con él, con el solitario hermoso?

También Píctor anhelaba hacerse uno con la muchacha. Reunió, pues, todas sus fuerzas vitales, las concentró, las dirigió hacia ella. Hasta las raíces le temblaban con el esfuerzo. Y entonces comprendió cuán ciego había sido, cuán necio, cuán poco había entendido el secreto de la vida. Aquella Serpiente engañosa, traidora, solo había tenido un deseo: encerrar a Píctor para siempre dentro de un árbol. Y ahora veía bajo una luz completamente distinta —aunque teñida de tristeza— la imagen del árbol que era Hombre y Esposa.

En ese momento llegó volando en amplio arco un pájaro rojo y verde; hermoso, audaz, cada vez más cerca. La muchacha lo vio volar, vio que de su pico caía algo que brillaba rojo sangre, rojo como brasas; y cayó en la hierba verde tan prometedora; su profundo resplandor rojo la llamaba, la cortejaba, cantaba en voz alta. La muchacha se inclinó, tomó la piedra rojo brillante. Rubí-granate-cristal, dondequiera que esté, ninguna oscuridad puede llegar.

En el instante en que la muchacha sostuvo la piedra mágica entre sus manos blancas, se cumplió el único deseo que llenaba su corazón. En un arrebato de éxtasis se hizo una con el árbol, se transformó en una rama fuerte y nueva que brotó del tronco, cada vez más alta hacia los cielos.

Ahora todo era espléndido, el mundo estaba en orden. En aquel único instante se había encontrado el Paraíso. El viejo árbol cansado que se llamaba Píctor ya no existía. Ahora cantaba su nuevo nombre: ¡Pictoria!, cantaba fuerte y claro: ¡Pictoria, Victoria!

De una mitad había pasado a ser un todo. Cumplido, completo, había alcanzado la verdadera y eterna transformación. La corriente de la creación incesante fluía por su sangre, y podía seguir cambiando por siempre jamás.

Se volvió ciervo, se volvió pez, se volvió hombre y serpiente, nube y pájaro. En cada nueva forma era entero, era pareja, llevaba dentro luna y sol, hombre y mujer. Fluía como río gemelo por las tierras, brillaba como estrella doble en el firmamento.

FIN


“Piktors Verwandlung”, 1922


Más Cuentos de Hermann Hesse