Casa digital del escritor Luis López Nieves


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La misa del ateo

[Cuento - Texto completo.]

Honoré de Balzac

Dedicado a Auguste Borget,
de su amigo de Balzac.

Un médico a quien la ciencia debe una bella teoría fisiológica y que, joven aún, se ha situado entre las celebridades de la Escuela de París, centro de luces al que todos los médicos de Europa rinden homenaje, el doctor Bianchon, practicó largo tiempo la cirugía antes de dedicarse a la medicina. Sus primeros estudios fueron dirigidos por uno de los más grandes cirujanos franceses, el ilustre Desplein, que pasó como un meteoro por la ciencia. Según confesión de sus  enemigos, se llevó a la tumba un método intransmisible. Como todos los hombres de genio, carecía de herederos: llevaba y se llevó todo con él. La gloria de los cirujanos se parece a la de los actores, que sólo existen en vida y cuyo talento ya no es apreciable tan pronto como han desaparecido. Los actores y los cirujanos, como los grandes cantantes, como los virtuosos, que decuplican con su ejecución el poder de la música, son todos héroes del momento.

Desplein ofrece la prueba de esta similitud entre el destino de esos genios transitorios. Su nombre, tan célebre ayer, y hoy casi olvidado, quedará encerrado dentro su especialidad, sin franquear los límites de la misma. Pero ¿no se necesitan circunstancias inauditas para que el nombre de un sabio pase de la ciencia a la historia general de la humanidad? ¿Desplein tenía esa universalidad de conocimientos que convierte a un hombre en el verbo o la figura de un siglo? Desplein poseía un divino ojo clínico: penetraba al enfermo y a su enfermedad por una intuición adquirida o natural que le permitía abarcar los diagnósticos particulares del individuo, determinar el momento preciso, la hora, el minuto en el que había que operar, tomando en consideración las circunstancias atmosféricas y las peculiaridades del temperamento.

Para poder marchar así conjuntamente con la Naturaleza, ¿había estudiado la conjunción de los seres y de las sustancias elementales contenidas en la atmósfera o que la tierra suministra al hombre, que las absorbe y las prepara para sacar de ellas una expresión particular? ¿Procedía por aquel poder de deducción y de analogía al que se debe el genio de Cuvier? Sea como fuere, aquel hombre se había convertido en el confidente de la Carne y se había apoderado de ella en el pasado como en el porvenir, apoyándose en el presente. Pero ¿resumió en su persona toda la ciencia, como hicieron Hipócrates, Galeno y Aristóteles? ¿Condujo toda una escuela hacia mundos nuevos? No. Si es imposible negarle a este perpetuo observador de la química humana, la antigua ciencia del Magicismo, es decir, el conocimiento de los principios en fusión, de las causas de la vida, la vida antes de la vida, lo que será luego por sus preparaciones antes de serlo;  desgraciadamente, todo en él fue personal: aislado en vida por el egoísmo, el egoísmo mata hoy su gloria. Su tumba no está  coronada por la estatua sonora que le cuenta al porvenir los misterios que el Genio busca consumiéndose. Pero tal vez el talento de Desplein era solidario con sus creencias y, por consiguiente, mortal. Para él, la atmósfera terrestre era un saco generador: consideraba la tierra como un huevo en su cáscara y, no pudiendo saber, entre el huevo y la gallina, cuál de los dos había existido primero, no admitía ni el gallina ni el huevo. No creía ni en el animal anterior, ni en el espíritu posterior al hombre. Desplein no vivía en la duda,  afirmaba. Su ateísmo puro y franco se asemejaba al de muchos sabios, los mejores hombres del mundo, pero invenciblemente ateos, ateos como las personas religiosas no admiten que pueda haber ateos.

Esta opinión no podía ser de otra forma en un hombre acostumbrado desde su juventud a diseccionar al ser por excelencia, antes, durante y después de la vida, a escudriñarlo en todos sus aparatos sin encontrar esa alma única, tan necesaria a las teorías religiosas. Reconociendo en él un centro cerebral, un centro nervioso y un centro aero-sanguíneo, los dos primeros de los cuales se suplen tan bien el uno al otro, que en los últimos días de su vida, tuvo la convicción de que el sentido del oído no era absolutamente necesario para oír, ni el sentido de la vista absolutamente necesario para ver; el plexo solar los reemplazaba sin que pudiera dudarse de ello;  Desplein, encontrando así dos almas en el hombre, corroboró su ateísmo por ese hecho, aunque no prejuzgó todavía nada sobre Dios. Este hombre murió, según dicen, en la impenitencia final, en la que mueren desgraciadamente muchos grandes genios, a los que Dios pueda perdonar.

La vida de este hombre tan grande ofrecía muchas pequeñeces, para emplear la expresión de que se servían sus enemigos, deseosos de disminuir su gloria; pero a las que sería más conveniente llamar contrasentidos aparentes. No conociendo jamás las determinaciones por las que actúan los espíritus superiores, los envidiosos o los necios se arman al instante de algunas contradicciones superficiales para levantar un acta de acusación por la cual les hacen juzgar momentáneamente. Si, más tarde, el éxito corona las combinaciones atacadas, demostrando la correlación entre los preparativos y los resultados, subsiste siempre algo de las calumnias de vanguardia. Así, en nuestros días, Napoleón fue condenado por sus contemporáneos cuando desplegaba las alas de su águila sobre Inglaterra, y fue preciso 1816 para explicar 1804 y los barcos planos de Boulogne.

En Desplein, la gloria y la ciencia eran inatacables, por lo que sus enemigos la tomaban con su humor extraño, y en su carácter poseía simplemente esa cualidad que los ingleses llaman excentricity. Unas veces iba magníficamente vestido como Crébillon el trágico, y otras mostraba una  singular indiferencia en lo que a ropa se refiere; se le veía unas veces en coche, otras a pie. Alternativamente brusco y bueno, en apariencia hosco y avaro, pero capaz de ofrecer su fortuna a sus patrones exiliados quienes le hicieron el honor de aceptarla durante algunos días, ningún hombre ha inspirado más juicios contradictorios. Aunque capaz, para obtener un cordón negro que los médicos no hubiesen debido solicitar, de dejar caer en la corte un libro de horas de su bolsillo, crean que, en su interior, se burlaba de todo; sentía un profundo desprecio por los hombres, después de haberlos observado desde arriba y desde abajo, después de haberlos sorprendido en su verdadera expresión, en medio de los actos de la existencia más solemnes y más mezquinos.

En un gran hombre, las cualidades son con frecuencia solidarias. Si, entre estos colosos, uno de ellos tiene más talento que ingenio, éste es aún más amplio que el de cualquiera de quien se dice simmplemente: «Tiene ingenio». Todo genio supone una vista moral. Esta vista puede aplicarse a alguna especialidad; pero quien ve la flor, debe ver el sol. Quien oyó a un diplomático salvado por él, preguntando: «¿Cómo está el Emperador», y respondió: «¡El cortesano vuelve, después vendrá el hombre!», no es sólo cirujano o médico, sino además, prodigiosamente ingenioso. Así, el observador paciente y asiduo de la humanidad legitimará las pretensiones exorbitantes de Desplein y lo creerá, como él mismo se creía, capaz de ser un ministro tan grande como grande era el cirujano.

Entre los enigmas que presenta a los ojos de muchos contemporáneos la vida de Desplein, hemos escogido uno de los más interesantes, porque su solución se encontrará en la conclusión del relato y le vengará de algunas  tontas acusaciones.

De todos los alumnos que Desplein tuvo en su hospital, Horace Bianchon fue uno a los que más vivamente se unió. Antes de ser interno del Hôtel-Dieu, Horace Bianchon era un estudiante de medicina, alojado en una miserable pensión del Barrio Latino, conocida por el nombre de la Maison-Vauquer. Este pobre joven sintió allí los ataques de esa ardiente miseria, especie de crisol del que los grandes talentos deben salir puros e incorruptibles como los diamantes que pueden ser sometidos a todos los golpes sin romperse. Al fuego violento de sus pasiones desencadenadas adquieren la probidad más inalterable, y contraen el hábito de las luchas que aguardan al genio, por el trabajo constante con que ponen cerco a sus apetitos engañados. Horace era un joven recto, incapaz de tergiversar en las cuestiones de honor, que iba sin frases al hecho, dispuesto por sus amigos a empeñar su abrigo, como a dedicarles su tiempo y sus vigilas. Horace era, en fin, uno de esos amigos que no se inquietan de lo que reciben a cambio de lo que dan, seguros de recibir a su vez más de lo que den. La mayoría de sus amigos sentían por él ese respeto interior que inspira una virtud sin énfasis, y muchos de entre ellos temían su censura. Pero Horace deplegaba estas cualidades sin pedantería. Ni puritano ni sermoneador, lanzaba con gracia un juramento al dar un consejo, y regalaba gustoso con una buena comida cuando la ocasión se presentaba. Buen compañero, no más gazmoño de lo que pueda serlo un coracero, llano y franco, no como un marino, pues el marino de hoy es un astuto diplomático, sino como un honrado joven que no tiene nada que ocultar en su vida, marchaba con la cabeza alta y la mente alegre. Finalmente, para expresarlo todo en una frase: Horace era el Pílades de más de un Orestes, pues hoy los acreedores son la furia más real de las Furias antiguas. Llevaba su miseria con esa alegría que es posiblemente uno de los mayores elementos del valor y, como todos los que no tienen nada, contraía pocas deudas. Sobrio como un camello, despierto como un ciervo, era firme en sus ideas y en su conducta.

La vida feliz de Bianchon comenzó a partir del día en que el ilustre cirujano adquirió la prueba de las cualidades y de los defectos que, tanto los unos como los otros, hacen al doctor Horace Bianchon doblemente precioso a sus amigos. Cuando un jefe de clínica toma en su regazo a un joven, este joven tiene ya, como suele decirse, el pie en el estribo. Desplein no olvidaba llevar a Bianchon, para que le ayudase, a las casas opulentas donde casi siempre caía alguna gratificación en la escarcela del interno, y donde se revelaban insensiblemente al provinciano los misterios de la vida parisina; le retenía en su gabinete en el momento de la consulta, y le utilizaba en ella; a veces, lo enviaba a acompañar a un enfermo rico a algún balneario; en resumen, le preparaba una clientela.

El resultado de esto fue que, al cabo de algún tiempo, el tirano de la cirugía tuvo en él a un seide. Estos dos hombres, el uno en la cima de los honores y de su ciencia, gozando de una inmensa fortuna y de una inmensa gloria; el otro, modesto Omega, no teniendo fortuna ni gloria alguna, llegaron a ser íntimos. El gran Desplein se lo decía todo a su interno; el interno sabía si tal mujer se había sentado en una silla junto al maestro o sobre el famoso canapé que se encontraba en el gabinete y en el que Desplein dormía: Bianchon conocía los misterios de aquel temperamento de león y de toro, que acabó por ensanchar, ampliar desmesuradamente el busto del gran hombre, y causó su muerte por el desarrollo del corazón. Estudió las rarezas de aquella vida tan ocupada, los proyectos de aquella avaricia tan sórdida y las esperanzas del hombre político oculto en el sabio; pudo prever las decepciones que esperaban al único sentimiento enterrado en aquel corazón, menos de bronce que bronceado.

Un día, Bianchon dijo a Desplein que un pobre aguador del barrio de Saint-Jacques tenía una horrible enfermedad  causada por las fatigas y la miseria; aquel pobre auvernés no había comido más que patatas durante el largo invierno de 1821. Desplein dejó a todos sus enfermos. Aun con el riesgo de reventar a su caballo, voló, seguido de Bianchon, a casa del pobre hombre y le hizo transportar él mismo al sanatorio establecido por el célebre Dubois en el arrabal de Saint-Denis. Fue a cuidar a este hombre, al que le dio, cuando lo hubo curado, la suma necesaria para comprar un caballo y una cuba. Este auvernés se distinguió por un rasgo original. Uno de sus amigos cae enfermo, le lleva rápidamente a casa de Desplein, diciéndole a su bienhechor: «No hubiese podido soportar que fuera a otro médico» Con la brusquedad que lo caracterizaba, Desplein estrechó la mano del aguador, y le dijo: «Traémelos a todos». E hizo entrar al hijo del Cantal en el Hôtel-Dieu, donde le proporcionó los mayores cuidados.

Bianchon había notado ya varias veces en su jefe una predilección por los auverneses y, sobre todo, por los aguadores; pero, como Desplein ponía una especie de orgullo en sus tratamientos del Hôtel-Dieu, el alumno no veía en ello nada que fuese demasiado extraño.

Un día, al atravesar la plaza de Saint-Sulpice, Bianchon vio a su maestro entrando en la iglesia hacia las nueve de la mañana. Desplein, que no daba entonces un paso sin su cabriolé, iba a pie y se deslizaba por la puerta de la calle del Petit-Lion como si hubiera entrado en una casa sospechosa. Lleno, naturalmente, de curiosidad, el interno, que conocía las opiniones de su maestro y que era cabanista como el dyablo, así, con y griega (lo que en Rabelais parece una superioridad en la diablería), Bianchon entró en Saint-Sulpice, y no se quedó mediocremente sorprendido al ver al gran Desplein, aquel ateo sin piedad para con los ángeles,  que no ofrecen agarre al bisturí y que no pueden tener ni fístulas ni gastritis; en definitiva, a aquel intrépido burlón, humildemente arrodillado, y ¿dónde?… en la capilla de la Virgen, ante la cual oyó una misa,  dio para los gastos del culto, dio para los pobres, permaneciendo tan serio como si se tratase de una operación.

«No hay duda, de que no había venido a aclarar cuestiones relativas al parto de la Virgen — se decía Bianchon cuyo asombro no tuvo límites. Si le hubiera visto llevando, en la fiesta del Corpus, uno de los cordones del palio, habría sido sólo motivo de risa; pero a aquella hora, solo, sin testigos, sin duda ¡daba que pensar!»

Bianchon no quiso que pareciera que espiaba al primer cirujano del Hôtel-Dieu, y se marchó. Por casualidad, Desplein lo invitó aquel mismo día a cenar con él, fuera de casa, en un restaurante. Entre la pera y el queso Bianchon llegó, con hábiles rodeos, a hablar de la misa, calificándola de mojiganga y de farsa.

—¡Una farsa, dijo Desplein, que ha costado más sangre a la cristiandad que todas las batallas de Napoleón y que todas las sanguijuelas de Broussais! La misa es una invención papal que no se remonta más allá del siglo VI, y que han basado en el Hoc est corpus. ¡Cuántos torrentes de sangre no fue necesario verter para establecer el Corpus Christi por cuya institución quiso la corte de Roma constatar  su victoria en el asunto de la Presencia Real, cisma que convulsionó a la Iglesia durante tres siglos! Las guerras del conde de Toulouse y los albigenses constituyen la cola de este asunto. Los valdenses y los albigenses se negaban a reconocer esta innovación.

En fin, Desplein se complació en abandonarse a toda su facundia de ateo, y contó un torrente de bromas volterianas, o, para ser más exacto, una detestable imitación del Citateur. «¡Bueno!, se dijo Bianchon, ¿dónde está mi devoto de esta mañana?».

Guardó silencio, dudó de haber visto a su jefe en Saint-Sulpice. Desplein no se hubiera tomado el trabajo de mentirle a Bianchon: se conocían los dos demasiado bien,  se habían comunicado ya sus ideas sobre puntos menos graves, discutido sistemas de natura rerum, sondeándolos o diseccionándolos con los cuchillos y el escalpelo de la Incredulidad.

Pasaron tres meses. Bianchon no volvió a ocuparse de aquel hecho, aunque permaneciera grabado en su memoria. Aquel mismo año, un día uno de los médicos del Hôtel-Dieu, cogió a Desplein por el brazo delante de Bianchon, como para interrogarle.

—¿Qué fue a hacer hoy a Saint-Sulpice, mi querido maestro? — le dijo.

—Fui a ver a un sacerdote que tiene una caries en una rodilla y a quien la señora duquesa de Angulema me hizo el honor de recomendarme —dijo Desplein.

El médico quedó satisfecho con la respuesta, pero no Bianchon. «¡Ah! ¡A ver rodillas enfermas en la iglesia! Iba a oír misa», se dijo el interno.

Bianchon se prometió vigilar a Desplein; recordó el día, la hora en que le había sorprendido entrando en Saint-Sulpice, y decidió acudir allí al año siguiente el mismo día y a la misma hora, con el fin de ver si volvía a sorprenderle. En ese caso, la periodicidad de su devoción autorizaría una investigación científica, pues en un hombre como aquél no debía existir una contradicción directa entre el pensamiento y la acción.

Al año siguiente, en el día y a la hora dichas, Bianchon, que ya no era interno de Desplein, vio el cabriolé del cirujano deteniéndose en la esquina de la calle de Tournon con la del Petit-Lion, desde donde su amigo marchó jesuíticamente a lo largo de los muros, hasta Saint-Sulpice, donde oyó de nuevo su misa ante el altar de la Virgen. ¡Era Desplein!, el cirujano jefe, el ateo in petto, el devoto por azar. La intriga se enredaba. La persistencia de aquel ilustre sabio lo complicaba todo.

Cuando Desplein salió, Bianchon se acercó al sacristán que acudió a arreglar la capilla, y le preguntó si aquel señor era un habitual de la iglesia.

—Hace veinte años que estoy aquí —dijo el sacristán— y en todo ese tiempo el señor Desplein viene cuatro veces al año a oír esta misa; la ha fundado él.

—¡Una fundación hecha por él! —dijo Bianchon, alejándose—. Esto equivale al misterio de la Inmaculada Concepción, algo que, por sí solo, debe volver incrédulo a un médico.

Pasó algún tiempo sin que el doctor Bianchon, aunque amigo de Desplein, tuviese la oportunidad de hablarle de aquella particularidad de su vida. Si se encontraban en consulta o en sociedad, era difícil hallar ese momento de confianza y de soledad en que se permanece con los pies sobre los morillos, la cabeza apoyada en el respaldo del sillón, y durante el cual dos hombres se cuentan sus secretos.

Finalmente, siete años más tarde, después de la revolución de 1830, cuando el pueblo atacaba el Obispado; cuando las inspiraciones republicanas lo impulsaban a destruir las cruces doradas que emergían, como relámpagos, en la inmensidad de aquel océano de casas; cuando la Incredulidad codo a codo con el Motín, se plantaba en las calles, Bianchon sorprendió de nuevo a Desplein entrando en Saint-Sulpice. El doctor lo siguió,  se puso a su lado, sin que su amigo le hiciera el menor gesto o demostrara la menor sorpresa. Ambos oyeron la misa de fundación.

—¿Puede decirme, querido —dijo Bianchon a Desplein cuando salieron de la iglesia—, la razón de su beatería? Le he sorprendido ya tres veces viniendo a misa. ¡Usted! Me dará razón de este misterio y me explicará ese desajuste flagrante entre sus opiniones y su conducta. ¡No cree en Dios, y va a misa! Querido maestro, está obligado a responderme.

—Me parezco a muchos devotos, hombres profundamente religiosos en apariencia, pero tan ateos como podemos serlo usted y yo.

Y lanzó un torrente de epigramas sobre algunos personajes políticos, el más conocido de los cuales nos ofrece en este siglo una nueva edición del Tartufo de Molière.

—No le pregunto todo eso —dijo Bianchon—; quiero saber la razón de lo que viene a hacer aquí y por qué ha fundado esta misa.

—¡Caramba!, mi querido amigo —dijo Desplein—, estoy al borde de la tumba, puedo muy bien hablarle de los comienzos de mi vida.

En aquel momento Bianchon y el gran hombre se encontraban en la calle de los Quatre-Vents, una de las más horribles de París. Desplein señaló el sexto piso de una de esas casas que se parecen a un obelisco, cuya puerta da a un pasadizo al extremo del cual se encuentra una escalera tortuosa, iluminada por ventanas llamadas con propiedad jours de souffrance. Era una casa verdosa, en cuya planta baja vivía un comerciante de muebles, y que parecía alojar en cada uno de sus pisos una miseria diferente. Levantando el brazo con un movimiento lleno de energía, Desplein dijo a Bianchon:

—¡Viví ahí arriba dos años!

—Ya lo sé, d’Arthez vivió aquí y yo vine casi todos los días durante mi primera juventud. ¡La llamábamos entonces el tarro de los grandes hombres! ¿Y?

—La misa que acabo de oír está ligada a acontecimientos que ocurrieron cuando yo vivía en la buhardilla donde me dice que ha vivido d’Arthez, la de la ventana de donde cuelga una cuerda cargada de ropa, por encima de una maceta. Tuve unos comienzos tan rudos, mi querido Bianchon, que puedo disputarle a cualquiera la palma de los sufrimientos parisinos. Lo he soportado todo: hambre, sed, falta de dinero, falta de trajes, de calzado y de ropa interior; todo lo que la miseria tiene de más duro.  Soplé sobre mis dedos entumecidos en ese tarro de los grandes hombres, que me gustaría volver a ver con usted. Trabajé durante un invierno viendo humear mi cabeza, y distinguiendo el aire de mi transpiración como vemos la de los caballos en un día de helada. No sé dónde se busca el punto de apoyo para resistir esta vida. Yo estaba solo, sin ayuda, sin un céntimo para comprar libros ni para pagar los gastos de mi estudios de Medicina; sin un amigo: mi carácter irascible, receloso, inquieto me perjudicaba. Nadie quería ver en mi mal humor el malestar y el trabajo de un hombre que, en el fondo del estado social en que se encuentra, se agita para llegar a la superficie. Pero yo tenía, puedo decírselo, a usted ante quien no necesito ocultarme, tenía ese lecho de buenos sentimientos y de sensibilidad viva que será siempre la dote de los hombres lo bastante fuertes para escalar una cima cualquiera, después de haber pateado largo tiempo en los pantanos de la Miseria. No podía sacar nada de mi familia, ni de mi comarca, que sobrepasase la insuficiente pensión que me enviaban. En fin, en aquella época, comía un panecillo que el panadero de la calle del Petit-Lion me vendía más barato porque era de la víspera o de la antevíspera, y que yo desmigajaba en la leche: así, mi comida de la mañana no me costaba más que dos sous. No cenaba más que un día sí y otro no en una pensión en la que la cena me costaba dieciséis sous. Así, no gastaba sino nueve sous diarios. ¡Usted conoce tan bien como yo el cuidado que podría tener de mi ropa y de mi calzado! No sé si más tarde nos produce un pesar tan grande la traición de un colega como el que hemos experimentado, usted como yo, al ver la mueca burlona de un zapato que se descose,  al oír crujir la sisa de una levita. No bebía más que agua, sentía el respeto más profundo por los cafés. Zoppi me parecía como una tierra prometida en la que sólo tenían derecho a entrar los Lúculos del Barrio Latino. «¿Podré alguna vez —me decía en ocasiones— tomar ahí una taza de café con leche, o jugar una partida de dominó?» En fin, trasladaba a mi trabajo la rabia que me inspiraba la miseria. Trataba de acaparar conocimientos positivos con el fin de conseguir un inmenso valor personal, para merecer el lugar al que llegaría el día en que saliese de mi nada. Consumía más aceite que pan: la luz que me alumbraba durante aquellas noches obstinadas me costaba más cara que mi alimentación. El duelo fue largo, terco y sin consuelo. No despertaba simpatía a mi alrededor. Para tener amigos, ¿no hay que relacionarse con jóvenes, poseer algunos céntimos para tomarse algo con ellos e ir juntos a los sitios adonde van los estudiantes? ¡Yo no tenía nada! Y en París nadie se figura que nada es nada. Cuando se trataba de descubrir mis miserias, sentía en la garganta esa contracción nerviosa que a nuestros enfermos les hace creer que se les sube una bola del esófago a la laringe. He encontrado más tarde a gentes, que han nacido ricas y que, no habiendo carecido de nada, no conocen el problema de esta regla de tres: un joven es al crimen como una moneda de cien sous es a X. Estos dorados imbéciles me dicen: «¿Y por qué se endeudaba pues? ¿por qué contraía pues obligaciones onerosas?» Me producen el efecto de aquella princesa que, sabiendo que el pueblo se moría de hambre, decía: «¿Y por qué no compra brioches?». Me gustaría ver a uno de esos ricos, que se queja de que le cobro demasiado caro cuando hay que operar, solo en París, sin dinero ni nada que lo valga, sin un amigo, sin crédito, y obligado a trabajar con sus cinco dedos para vivir. ¿Qué haría? ¿dónde iría a saciar su hambre? Bianchon, si alguna vez me ha visto amargado y duro, es que superponía entonces mis primeros dolores a la insensibilidad,  al egoísmo, de los que he tenido millares de pruebas en las altas esferas; o bien pensaba en los obstáculos que el odio, la envidia, los celos, la calumnia han elevado entre el éxito y yo. En París, cuando algunos le ven dispuesto a poner el pie en el estribo, los unos le tiran del faldón, los otros sueltan la hebilla de la cincha para que se rompa la cabeza al caer; éste le quita las herraduras a su caballo, aquél le roba la fusta: el menos traidor es el que usted ve venir para dispararle un tiro a bocajarro. Tiene el talento suficiente, hijo mío, para conocer pronto la batalla horrible, incesante que la mediocridad le presenta al hombre superior. Si pierde veinticinco luises una noche, al día siguiente se le acusará de jugador, y sus mejores amigos dirán que perdió la víspera veinticinco mil francos. Tenga un dolor de cabeza, y pasará por loco. Muestre  viveza y será insociable. Si, para resistir a este batallón de pigmeos, hace acopio de fuerzas superiores, sus mejores amigos exclamarán que quiere devorarlo todo, que tiene la pretensión de dominar y de tiranizar. En definitiva, sus cualidades se convertirán en defectos, sus defectos se convertirán en vicios y sus virtudes serán crímenes. Si ha salvado a alguien, le habrá matado, y si su enfermo se recupera, será evidente que ha asegurado el presente a expensas del porvenir; si no ha muerto, morirá. ¡Tropiece y caerá! Invente lo que sea, reclame sus derechos, y será un hombre difícil, un hombre astuto, que no quiere dejar llegar a los jóvenes. Así, pues, amigo mío, si no creo en Dios, creo todavía menos en el hombre. ¿No conoce usted un Desplein completamente diferente del Desplein que todos critican? Pero no ahondemos en ese montón de cieno. Como le decía pues, yo vivía en esa casa, trabajaba para poder hacer mi primer examen y no tenía ni un céntimo. ¡Ya sabe! Había llegado a uno de esos extremos en los que uno se dice: «¡Lo lograré!»! Tenía una esperanza. Esperaba de mi tierra un baúl lleno de ropa, un regalo de una de esas viejas tías, que, no conociendo nada de París, piensan en camisas, imaginándose que con treinta francos al mes su sobrino come perdices. El baúl llegó mientras yo estaba en la Escuela: había costado cuarenta francos de porte; el portero, un zapatero alemán que vivía en el entresuelo, los había pagado y retenía el baúl. Me  paseé por la calle de los Fossés-Saint-Germain-des-Prés y por la calle de l’École-de-Médecine, sin poder inventar una estratagema que me entregara mi baúl sin verme obligado a dar los cuarenta francos que, naturalmente, habría pagado después de haber vendido la ropa. Mi estupidez me hizo adivinar que no tenía otra vocación que la de la cirugía. Querido, las almas delicadas, cuya fuerza se ejerce en una esfera elevada, carecen de ese espíritu de intriga, fértil en recursos, en combinaciones; su genio, es la casualidad: no buscan,  encuentran. Finalmente, volví por la noche, en el momento en que entraba mi vecino, un aguador llamado Bourgeat, un hombre de Saint-Flour. Nos conocíamos como se conocen dos inquilinos que tienen sus habitaciones en el mismo rellano y que se oyen dormir, toser, vestirse, y que acaban por acostumbrarse el uno al otro. Mi vecino me informó de que el propietario, al que yo le debía el alquiler de tres meses, me había puesto en la calle: tendría que largarme al día siguiente. Él también había sido echado a causa de su profesión. Pasé la noche más dolorosa de mi vida. «¿Dónde tomar un cargador que me llevase mis pobres cosas, mis libros? ¿Cómo pagar a éste y al portero? ¿Adónde ir?» Aquellas preguntas insolubles, las repetía con lágrimas, como los locos repiten sus muletillas. Dormí. La miseria posee un sueño divino lleno de  hermosos sueños. Al día siguiente por la mañana, en el momento en que comía mi escudilla de leche con migas de pan, entra Bourgeat y me dice en mal francés: «Señor estudiante, yo soy un pobre hombre, expósito del hospicio de Saint-Flour, sin padre ni madre, y que no soy lo bastante rico para casarme. Tampoco usted es muy fértil en parientes, ni está provisto de lo que cuenta. Escuche, tengo abajo una carreta de mano que he alquilado por dos sous la hora y en la que caben todas nuestras cosas; si quiere, buscaremos alojamiento para los dos, ya que nos echan de aquí. Después de todo tampoco es esto el paraíso terrenal». «Ya lo sé —le dije—, mi buen Bourgeat. Pero me encuentro en un apuro, porque tengo abajo un baúl que contiene como cien escudos de ropa, con lo que podría pagar al propietario y lo que le debo al portero, pero no tengo ni cien sous». «¡Bah! yo tengo algunas monedas —me respondió alegremente Bourgeat mostrándome una vieja bolsa de cuero grasiento—. Guarde su ropa». Bourgeat pagó mis tres recibos, el suyo y lo que le debía al portero. Luego, puso nuestros muebles y mi ropa en su carreta y la arrastró por las calles deteniéndose delante de cada casa en la que había un anuncio. Yo subía para ver si el local para alquilar podría convenirnos. A mediodía errábamos aún por el Barrio Latino sin haber encontrado nada en él. El precio era el gran obstáculo. Bourgeat me propuso almorzar en una taberna, a cuya puerta dejamos la carreta. Llegada la noche, descubrí en la Cour de Rohan, pasaje del Commerce, en lo más alto de una casa, por debajo del tejado, dos habitaciones separadas por la escalera. Conseguimos cada una por sesenta francos de alquiler al año. Ya estábamos acomodados yo y mi humilde amigo. Cenamos juntos. Bourgeat, que ganaba aproximadamente, cincuenta sous diarios, poseía alrededor de cien escudos;  iba pronto a poder realizar su ilusión comprando una cuba y un caballo. Al conocer mi situación, pues me sacó mis secretos con una habilidad y una bonhomía cuyo recuerdo conmueve todavía mi corazón, renunció por algún tiempo a la ambición de toda su vida: Bourgeat era aguador desde hacía veintidós años y sacrificó sus cien escudos por mi porvenir.

Al llegar aquí, Desplein oprimió fuertemente el brazo de Bianchon.

—¡Me dio el dinero necesario para mis exámenes! Aquel hombre, amigo mío, comprendió que yo tenía una misión y que las necesidades de mi inteligencia debían pasar por delante de las suyas. Se ocupó de mí, me llamaba su pequeño, me prestó el dinero necesario para comprar mis libros, venía a veces silenciosamente a verme trabajar; finalmente, tuvo precauciones maternales para que sustituyese el alimento insuficiente y malo al que me veía condenado, por otro sano y abundante. Bourgeat, hombre de unos cuarenta años, tenía un rostro burgués de la Edad Media, una frente abombada, una cabeza que un pintor hubiese podido tomar como modelo para un Licurgo. El pobre hombre sentía su corazón henchido de afecto por dar; nunca había sido querido, a no ser por un caniche muerto hacía poco tiempo y del que me hablaba siempre, preguntándome si yo creía que la Iglesia consentiría en decir misas por el descanso de su alma. Su perro, decía él, era un verdadero cristiano, que lo había acompañado a la iglesia durante doce años sin haber ladrado jamás, escuchando el órgano sin abrir la boca y permaneciendo sentado a su lado con un aire que le hacía creer que rezaba con él. Aquel hombre concentró en mí todo su afecto: me aceptó como un ser solo y doliente; llegó a ser para mí la madre más vigilante, el bienhechor más delicado, en suma, el ideal de esa virtud que se complace en su obra. Cuando me lo encontraba en la calle, me dirigía una mirada de inteligencia llena de una inconcebible nobleza: fingía marchar entonces como si no llevase nada, parecía feliz de verme con buena salud,  bien vestido. Fue, en fin, la abnegación del pueblo, el amor de la modistilla transportado a una esfera elevada. Bourgeat hacía mis encargos, me despertaba de noche a la hora indicada, limpiaba mi lámpara y fregaba nuestro rellano; tan buen criado como buen padre y limpio como una muchacha inglesa. Hacía las labores de la casa. Como Filopémenes, aserraba nuestra leña y comunicaba a todos sus actos la sencillez del trabajo, conservando en ellos su dignidad, pues parecía comprender que el fin lo ennoblecía todo. Cuando me separé de aquel hombre excelente para entrar en el Hôtel-Dieu como interno, experimentó no sé qué dolor sombrío al pensar que ya no podría vivir conmigo; pero se consoló con la perspectiva de reunir el dinero necesario para los gastos de mi tesis y me hizo prometer que iría a verlo los días de salida. Bourgeat estaba orgulloso de mí y me quería por mí y por él. Si  buscara mi tesis, vería que la dediqué a él. Durante el último año de mi internado había ganado ya el suficiente dinero para devolver todo lo que le debía a ese digno auvernés comprándole un caballo y una cuba; se irritó de cólera al  saber que me privaba de mi dinero, sin embargo, estaba encantado al ver realizados sus anhelos; reía y me reñía, contemplaba su cuba, su caballo y se enjugaba una lágrima diciéndome: «¡Está mal hecho!» ¡Ah, qué hermosa cuba! Ha obrado mal, el caballo es tan fuerte como un auvernés».

Yo no he visto jamás nada más conmovedor que aquella escena. Bourgeat se empeñó en comprarme ese estuche con adornos de plata que ha visto en mi gabinete y que es para mí la cosa más valiosa. Aunque embriagado por mis primeros éxitos, jamás se le escapó la menor palabra ni el menor gesto que pareciesen significar. «¡Este hombre es obra mía!» Y, sin embargo, sin él la miseria me habría matado. El pobre hombre se había agotado por mí: no había comido más que pan untado con ajo, a fin de que yo tuviese café para poder velar. Cayó enfermo. Como puede suponer, pasé las noches a su cabecera, y la primera vez lo curé; pero dos años después tuvo una recaída, y a pesar de los cuidados más asiduos y a pesar de los mayores esfuerzos de la ciencia, sucumbió. Jamás se vio un rey cuidado como él lo fue. Sí, Bianchon, para arrancarle a la muerte aquella vida, intenté cosas inauditas. Yo quería hacerle vivir lo bastante para hacerle testigo de su obra, para poder colmar todos sus anhelos, para satisfacer el único agradecimiento que ha llenado mi corazón, ¡para apagar un fuego que me quema todavía hoy!

Bourgeat, —prosiguió Desplein, tras una pausa, visiblemente emocionado—, mi segundo padre murió en mis brazos, dejándome todo lo que poseía por un testamento que había hecho ante un escribano público y fechado el año en que habíamos venido a alojarnos a la Cour de Rohan. Aquel hombre tenía la fe del carbonero. Amaba a la santísima Virgen como hubiese amado a su mujer. Católico ferviente, no me había dicho jamás una palabra sobre mi irreligión. Cuando se vio en peligro, me rogó que no permitiese que dejase de recibir los auxilios de la Iglesia. Hice decir todos los días la misa por él. Con frecuencia, durante la noche, me confiaba sus temores sobre su futuro, temía no haber vivido lo bastante santamente.¡Pobre hombre! ¿A quién iba entonces a corresponder el paraíso, si es que existe el paraíso? Le fueron administrados los santos sacramentos, como un santo que era, y su muerte fue digna de su vida. Yo fui el único que siguió su féretro. Una vez que dejé en tierra a mi único bienhechor, busqué como pagarle;  me di cuenta de que no tenía ni familia, ni amigos, ni mujer, ni hijos. Pero ¡creía! Poseía una convicción religiosa, ¿tenía yo derecho a discutirla? Tímidamente, me había hablado de las misas dichas por el descanso de los muertos; no quería imponerme ese deber, pensando que sería tanto como hacerme pagar sus servicios. En cuanto pude establecer una fundación, di en Saint-Sulpice la suma necesaria para que dijesen cuatro misas al año. Como lo único que puedo ofrecerle a Bourgeat es la satisfacción de sus piadosos deseos, el día que se dice esa misa, al comienzo de cada estación, voy a ella en su nombre, recito las oraciones acostumbradas, y digo con la buena fe del que duda: «Dios mío, si existe una esfera en la que colocas después de su muerte a los que han sido perfectos, piensa en el buen Bourgeat; si hay algo que se pueda sufrir por él, dame sus dolores, a fin de hacerle entrar más pronto en lo que se llama el paraíso». He aquí, amigo mío, todo lo que un hombre que tiene mis opiniones puede permitirse. Dios debe de ser buena persona y no me podrá guardar rencor. Se lo juro; daría mi fortuna para que la creencia de Bourgeat pudiera entrarme en el cerebro.

Bianchon, que cuidó a Desplein en su última enfermedad, no se atreve a afirmar hoy que el ilustre cirujano haya muerto ateo. ¿No les agradará a los creyentes imaginar que el humilde auvernés habrá acudido a abrirle la puerta del cielo, de igual modo que, en otro tiempo, le abrió la puerta del templo terreno en cuyo frontispicio se lee: «A los grandes hombres, la patria reconocida»?

*FIN*


“La messe de l’athée”, 1836
Traducción de Esperanza Cobos Castro


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