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La montaña Kachi-kachi

[Cuento - Texto completo.]

Osamu Dazai

El conejo de la historia de La montaña Kachi-kachi es una jovencita, y el tanuki que saborea la miserable derrota, un tipo feo enamorado de ella. Creo que esta es una verdad imponente sobre la que no cabe la más mínima duda. Se nos dice que se trata de un suceso acaecido en la región de Koshu, en las márgenes del lago Kawaguchi, uno de los llamados «cinco lagos del Fuji», en lo que serían las montañas a la espalda del actual pueblo de Funatsu. La gente de Koshu es de sentimientos agrestes. Y quizá sea por eso que esta historia, comparada con otros cuentos tradicionales, presente un aspecto más rudo.

Para empezar, se mire como se mire, ya desde el arranque, la historia resulta extremadamente dura. Algo como una «sopa de vieja», pero ¡qué terrible! No puede tomarse ni como chiste ni como ocurrencia ingeniosa. También el tanuki, ¡vaya una diablura sin ninguna gracia que ha cometido! Y cuando llegamos al párrafo en que aparecen los huesos desperdigados de la vieja bajo el repecho de madera, se alcanza el punto extremo de la crueldad, y ya podemos decir que, como lectura para niños, y lamentándolo mucho, debería encontrar el triste destino de ver prohibida su venta.

Por eso, en los libros ilustrados actuales donde se incluye La montaña Kachi-kachi, con gran lucidez se ha escamoteado la historia original para explicarnos en su lugar que el tanuki se ha dado a la fuga causando heridas a la vieja. Con tal recurso, bueno, sí, se ha evitado que prohíban la venta, y eso está muy bien, pero, por contra, como castigo al tanuki por una diablura tan simple, el martirio que le inflige el conejo, por más que se piense, resulta demasiado insidioso. No se trata de un duelo en que se abata al contrario limpiamente, de un rápido golpe. Se le mata en vida, se le tortura y tortura y, finalmente, se le mete en una barca de barro y gluglú. Este no es el modo de proceder propio del bushido japonés. En cambio, si el tanuki realmente hubiera cometido una treta tan sucia como la de la sopa de vieja, puede que no quede más remedio que admitir que se merecía una tortura tan reiterada en venganza por ello.

Sin embargo, teniendo en cuenta la influencia que pudiera causar en el corazón de los niños y el que pueda ver prohibida su venta, aunque se ha cambiado de manera que el tanuki simplemente hiere a la vieja y se da a la fuga, como castigo, en cambio, este continúa recibiendo por parte del conejo toda esa sarta de humillaciones y sufrimientos, llevándole hasta esa extremadamente miserable muerte por ahogamiento, todo lo cual parece un poco injusto. Puesto que originalmente era este un tanuki que, sin culpa ni delito alguno, se limitaba a disfrutar alegremente de la vida en la montaña, cuando se vio atrapado por el anciano y enfrentado al irremediable destino de convertirse en sopa de tanuki. Pese a ello no se resignó y pensó desesperadamente en la manera de encontrar una ruta de fuga, se retorció angustiado y, como último recurso, engañó a la abuela, salvando su vida por un pelo.

Y aun en el caso de las versiones de los libros ilustrados actuales, en las que, en su fuga, el tanuki causa arañazos a la abuela, en ese momento el animal está desesperado por huir y un resultado tal se debe a un acto de defensa propia realizado de manera refleja e inconsciente, por lo que es posible que no hubiese premeditación al herir a esta abuela y, por tanto, no ha cometido un delito tan grave como para guardarle semejante odio.

Mi hija de cinco años se parece físicamente a mí, y eso ya es bastante malo, pero, además, por desgracia también se parece a su padre en la forma de pensar, por lo que se le ocurren ideas extrañas. Cuando terminé de leerle este cuento de La montaña Kachi-kachi en el refugio antiaéreo, su inesperado comentario fue: «Pobrecito tanuki, ¿verdad?».

Aunque en realidad «pobrecito» es una palabra que esta hija mía ha aprendido hace poco, y vea lo que vea, repite «pobrecito», notándose a la legua su oculta intención de ser elogiada por su demasiado tolerante madre. Así que tampoco resulta un comentario especialmente sorprendente. O también es posible que, como esta niña fue llevada por su padre al cercano zoológico de Inokashira, cuando se quedó mirando la jaula donde un grupito de tanukis correteaba sin parar, sacase la conclusión de que son unos animalitos encantadores y, por eso, sin pararse a pensar el motivo, también se pusiera de parte del tanuki de la historia de la montaña Kachi-kachi. En cualquier caso, el comentario de nuestra compasiva niña no debe tenerse muy en cuenta. El fundamento de sus ideas es poco sólido. El motivo de su compasión, impreciso. En definitiva, ni siquiera merece la pena hacer de ello un problema. Sin embargo, el escuchar ese comentario extremadamente irresponsable de la niña, me sugirió algo. Esta niña, sin saber nada, se limitó a soltar sin pensar la palabra que había aprendido recientemente, pero, gracias a ello, el padre pensó:

«Ahora que lo dice, el contraataque del conejo es demasiado atroz». Pero la cuestión es que, en el caso de estos niños pequeños, bueno, puedes decirles esto y aquello, y disfrazar un poco las cosas, pero los niños más mayores, a los que ya han enseñado la visión del bushido sobre la franqueza, la rectitud y demás, ¿no pensarán que el castigo que inflige este conejo, por decirlo claramente, es «demasiado sucio»? Aquí está el problema, se preocupaba este estúpido padre frunciendo el ceño.

Si, como en nuestros libros de cuentos actuales, el tanuki simplemente le hubiera causado unos arañazos a la abuela, la trama según la cual encuentra tan cruel destino

—porque el conejo le engaña malévolamente, quemándole la espalda, luego frotándole pasta de guindilla sobre la parte quemada y, por si fuera poco, subiéndole a una barca de barro para matarle—, necesariamente provocará enseguida las sospechas de los niños que ya van a la Escuela Nacional. Pero incluso en el caso de que el tanuki hubiera planeado algo tan imperdonable como hacer una sopa con la vieja,

¿por qué no enfrentarse con él cara a cara, dando a conocer su nombre e intenciones, limpiamente y sin trucos, y castigarle con un tajo de sable? Alegar que el conejo carece de fuerza y demás en este caso no sirve de excusa. El duelo para vengar la afrenta siempre debe ser limpio y sin trucos. Los dioses se ponen del lado del justo.

Aunque quepa la posibilidad de no ganar, hay que atacar de frente al grito de

«¡castigo divino!». Si hubiera una diferencia de fuerzas demasiado grande, entonces tocaría acudir a un lugar como el monte Kurama y sumirse en una estoica preparación al estilo de los místicos, hasta que el espíritu de uno domine el arte de la espada.

Desde antiguo, los personajes respetables del Japón han venido, más o menos, haciendo esto. Fueran cuales fueran las circunstancias, actuar mediante planes retorcidos, y encima matar al contrario haciéndole sufrir reiteradamente, es algo que todavía no hemos visto en ninguna historia japonesa de duelo por afrentas. Eso precisamente es lo que, se mire como se mire, no está bien de la historia de La montaña Kachi-kachi. En una palabra, no es una actitud varonil, pensarán niños y adultos, porque, en definitiva, cualquiera que se sienta atraído por la noción de justicia, ¿no debería sentirse algo incómodo al respecto?

Pero podéis estar tranquilos. Se me ha ocurrido algo acerca de esto. Y me he dado cuenta de que es perfectamente natural que la actitud del conejo carezca de virilidad.

Puesto que este conejo no es un hombre. De esto no hay duda. Este conejo es una chica virgen de dieciséis años. Todavía no sabe utilizar su atractivo erótico, pero es bella. Además, generalmente no hay en todo el género humano persona más cruel que este tipo de mujer. Dentro de la mitología griega aparecen muchas diosas, pero, de ellas, si dejamos aparte a Venus, la diosa virgen Artemisa es representada, al parecer, como la más atractiva de todas ellas. Como el lector sabrá, Artemisa, en cuya frente brilla un cuarto de luna blanquiazul, es la diosa de la Luna. De movimientos rápidos y sentimientos inamovibles, es, en fin, y dicho en pocas palabras, la versión femenina del dios Apolo. Además, las terribles bestias del mundo terreno son todas vasallos de esta diosa. Sin embargo, su aspecto no es ni mucho menos el de una mujer grandullona, basta y fuerte como una roca. Por el contrario, es pequeña, esbelta; sus manos y pies, delicados y encantadores; y su rostro, tan hermoso que estremece. Sin embargo, a diferencia de Venus, no presenta una marcada femineidad, y también sus pechos son pequeños. Si hay alguien que no le gusta, lo trata con crueldad sin darle importancia. De hecho, al hombre que la espiaba cuando estaba bañándose, lo empapó de un manotazo y lo convirtió al instante en ciervo. Solamente por echarle una furtiva ojeada cuando se estaba bañando, se enfadó hasta este punto. No quiero ni pensar lo que hubiera hecho si llegan a acariciarle una mano. Si un hombre se enamora de una mujer así, es evidente que recibirá una lastimosa y enorme humillación. Y sin embargo los hombres, y mucho más cuanto más necios sean, se enamoran muy fácilmente de este tipo de mujeres peligrosas. Y el resultado, por lo general, es también previsible.

Y quien lo dude, hará bien en ver lo que le sucedió a este pobre tanuki. Desde hace tiempo, el tanuki intentaba transmitir indirectamente su sentimiento de amor hacia esta chica conejo cortada por el patrón de Artemisa. Una vez que hemos decidido que el conejo de esta historia era una chica tipo Artemisa, tanto si el delito del tanuki hubiese sido cocer a la abuela, como si se hubiera limitado a causarle unos simples arañazos, el que su castigo fuera retorcido y malévolo, y que, lógicamente, no le fuese aplicado con virilidad, es algo ante lo que no queda sino asentir con un suspiro. Si, además, este tanuki enamorado de una coneja tipo Artemisa, tal y como manda el estereotipo, resulta ser un sujeto no muy bien parecido, incluso para tratarse de un tanuki, y un gran simplón atontolinado que se limita a comer con bastos modales, podemos imaginar el trágico desenlace de los acontecimientos.

El tanuki fue atrapado por el anciano y estuvo a punto de verse convertido en sopa de tanuki, pero quería ver otra vez a aquella coneja, así que tras mucho patalear y conseguir por fin escapar a la montaña, iba de aquí para allá buscándola mientras farfullaba, hasta que por fin la encontró.

—¡Alégrate! He salvado la vida por un pelo. Aprovechando que el abuelo se ausentó, le he dado su merecido a la abuela y he conseguido escapar. Y es que soy un tipo al que acompaña la suerte —se ufanaba con cara de satisfacción, contando cómo había conseguido romper el peligroso cerco que le amenazaba mientras escupía saliva a diestro y siniestro.

La coneja dio un brinco hacia atrás para evitar la saliva y le escuchó con cara desdeñosa.

—No hay ningún motivo especial por el que tenga que alegrarme. ¡Y qué cochino eres, escupiendo saliva al hablar! Además, esos dos abuelos eran mis amigos, ¿no lo sabías?

—¡Ay, vaya! —dijo el tanuki atónito—. No lo sabía, perdóname. Si lo hubiera sabido, con mucho gusto me hubiera convertido en sopa de tanuki o lo que hiciera falta —añadió con abatimiento.

—Ahora ya es tarde para decir eso. ¡A buenas horas! ¿Acaso no sabías que yo iba de vez en cuando a jugar a ese jardín y desde la casa me echaban deliciosas judías o alguna otra cosa de comer? Y aun así, todavía sueltas la mentira de que no tenías ni idea. Eres odioso. Te has convertido en mi enemigo —le anunció despiadadamente.

En este momento, ya bullía en el interior de la coneja el deseo de vengarse de alguna manera del tanuki. La furia de una virgen es terrible. Y si encima va dirigida contra un tipo feo, torpe y estúpido, entonces ya es implacable.

—Perdóname. De verdad que no lo sabía. No estoy mintiendo. Créeme, por favor.

—Lloriqueaba e imploraba con un tono desagradablemente insistente, y se ponía a estirar el cuello inclinando la cabeza, cuando descubrió al lado una bellota caída, que se apresuró a recoger y engullir, tras lo cual echó una rápida mirada en derredor con cara de «¿no hay más?». Prosiguió—: De verdad que, cuando te enfadas conmigo, me entran ganas de morirme.

—¿Qué estás diciendo? Pero ¡si solo piensas en comer! —continuó desdeñosa la coneja, mientras se giraba rápidamente de costado—. Además de lujurioso, eres de lo más guarro que he visto comiendo.

—No me lo tengas en cuenta… Es que tengo hambre —seguía implorando mientras daba vueltas en derredor buscando más bellotas—. Si por lo menos comprendieras cómo sufre ahora mi corazón.

—Te digo que no te me acerques. ¿No ves que apestas? ¡Vete más para allá! Te has comido un lagarto, ¿verdad? Lo sé porque me lo han contado. Y también, ¡ja, ja, ja!, ¡qué gracia!, me han dicho que te has comido una mierda.

—Eso es ridículo —sonrió débilmente el pesaroso tanuki, aunque, por algún motivo, pareció incapaz de negarlo con energía, y añadió también sin fuerza—: No habrás creído eso, ¿eh? —mientras se limitaba a torcer el gesto.

—No te hagas el fino, que no te creo. Que ese olor que sueltas no es simplemente mal olor —continuó atacando implacable la coneja, sin inmutarse. De pronto, como si pensara en otra cosa totalmente distinta, se le ocurrió alguna idea maravillosa y, brillándole los ojos, se volvió hacia el tanuki con cara de estar conteniendo la risa—.

Bueno, entonces, por esta sola vez, te perdono. Eh, ¿pero no te he dicho que no te me acerques? Está visto que no se puede una descuidar. ¿Qué tal si te limpias las babas?

¿No ves que tienes toda la barbilla pringosa? Tranquilízate y escucha con atención.

Por esta vez, y de manera excepcional, te perdono, pero con una condición. Ese pobre abuelo ahora debe de estar terriblemente deprimido y sin fuerzas para salir a la montaña a por leña, así que nosotros dos iremos a cortar leña para él.

—¿Juntos? ¿Tú también vendrás conmigo? —preguntó el tanuki con sus turbios ojillos brillando de felicidad.

—¿Te disgusta?

—Pero ¿cómo va a disgustarme? Vayamos hoy mismo, ahora mismo —le ronqueaba la voz de puro contento.

—Vayamos mañana, mañana a primera hora, ¿eh? Hoy debes de estar cansado y, además, seguro que tienes hambre —dijo extrañamente amable.

—¡Muchísimas gracias! Mañana prepararé algo para llevar de comida y trabajaré sin parar hasta reunir kilos y kilos de leña. Después los llevaré a casa del abuelo. Y

entonces, me perdonarás sin falta, ¿verdad? Te llevarás bien conmigo, ¿verdad?

—¡Qué pesado eres! Dependerá de los resultados que muestres en ese momento.

Entonces, a lo mejor decidiré hacer buenas migas contigo.

—Ji, ji, ji —se rio el tanuki con lascivia—: Vaya forma tan antipática de hablar.

Así que quieres hacerme trabajar, maldita sea. Me siento, me siento… —empezó a decir, cuando se acercó una gran araña, que se apresuró a devorar de un rápido lengüetazo—: Me siento tan feliz que me gustaría llorar como lloran los hombres. —

Y sorbiendo la nariz, lloró ruidosa y falsamente.

La mañana de verano era clara y de un frescor agradable. La superficie del lago Kawaguchi estaba cubierta de una ligera neblina, que se extendía blancuzca bajo sus ojos. En lo alto de la montaña, el tanuki y la coneja, rodeados también de niebla matinal, cortaban leña afanosamente. El aspecto del tanuki mientras trabajaba, más que el de alguien que se afana con plena dedicación, era el lamentable de quien está medio enloquecido.

—Uff, uff —resoplaba exageradamente, blandiendo a diestro y siniestro la hoz para cortar ramas, y soltaba esporádicos quejidos de «ay, qué dolor, ay, qué dolor», con la intención evidente de hacerse escuchar por ella. Iba de un lado para otro como loco, obsesionado por mostrarle a la coneja sus esfuerzos y sufrimientos. Así se revolvía terriblemente, hasta que, como es lógico, con un «ya no puedo más» escrito en su fatigado rostro, arrojó la hoz y dijo—: Mira esto, qué te parece. Me han salido ampollas en las manos. ¡Ah, me hormiguean las manos! Tengo sed. Y también hambre. Y es que vaya un trabajo tan enorme. ¿Qué tal si descansamos un poco?

Vamos a abrir el almuerzo, ¿eh? Je, je, je.

Se rio de manera rara, como para disimular su vergüenza, y abrió una gran caja de bento con los alimentos que había traído. Hincó el hocico en esa caja grande como una lata de petróleo y empezó a masticar ruidosamente y a babear mientras engullía su contenido. Ahí, en el comer, sí que demostró dedicación plena e ininterrumpida.

La coneja, paralizada por la sorpresa, miraba con rostro atónito y, dejando de cortar ramas, echó una ojeada al interior de la caja, y… «¡ah!», lanzó un grito de sorpresa tapándose los ojos con ambas manos. No sé qué podría ser, pero por lo visto, en esa caja de almuerzo había algo terriblemente desagradable. Sin embargo, hoy la coneja parecía tener un plan secreto, así que no le soltó ninguna frase despectiva al tanuki, como hubiera sido lo habitual, sino que continuó sin decir palabra, limitándose a exhibir una aviesa sonrisa que no iba más allá de sus labios. Tras lo cual, volvió rápidamente a cortar ramas y, poniendo cara de no darse cuenta, ignoró las inmundicias que hacía el tanuki llevado de su buen humor. Se había llevado un buen susto al ver el contenido de la comida del tanuki pero, encogiéndose de hombros con impotencia, regresó a su trabajo de cortar leña. Por su parte, el tanuki, al verse hoy tratado con tanta magnanimidad por la coneja, no cabía en sí de gozo, y pensaba:

«Vaya, parece que esta chica, al ver mi varonil forma de cortar leña, por fin se siente atraída por mí. Si es que no hay mujer que se resista a mi atractivo de hombre bien plantado. ¡Ah, qué bien he comido! Me está entrando sueño. Qué demonios, vamos a echar una siestecita». Relajando su postura y actuando a capricho, se quedó dormido emitiendo fuertes ronquidos. Mientras dormía, debía de tener algún necio sueño, pues decía cosas como: «¡Las pócimas para enamorar no sirven para nada, no funcionan!», y tonterías por el estilo, sin sentido alguno; hasta que se despertó ya casi al mediodía.

—Has dormido un buen rato, ¿eh? —le dijo la coneja con el mismo tono amable de antes—: Yo también he reunido un buen haz de leña, así que echémonoslo a la espalda y vayamos a dejárselo al anciano en el jardín.

—Ah, sí, claro. Eso es —contestó el tejón con un gran bostezo y restregándose los brazos—: Vaya un hambre que me ha entrado. Con este hambre, no podía seguir mucho tiempo dormido. Es que soy muy sensible. —Y poniendo cara de gran resolución, añadió—: Bueno, venga, voy a reunir yo también rápidamente toda la leña que he cortado y bajemos la montaña. La caja de almuerzo ya está vacía, así que terminemos este trabajo cuanto antes para poder dedicarnos a buscar comida.

Ambos se echaron a la espalda los haces que habían cortado y comenzaron a bajar la montaña.

—Vete tú delante. En este lugar hay serpientes y me da miedo —pidió la coneja.

—¿Serpientes? No hay nada que temer de las serpientes. En cuanto le eche el ojo encima a alguna, la atrapo y… —se interrumpió cuando estaba a punto de decir «me la como», pero se reprimió y añadió—: la atrapo y la mato. No tengas miedo, y camina detrás de mí.

—Desde luego, en momentos como este, ¡qué tranquilidad contar con un hombre en quien confiar!

—No me adules —contestó con modestia—. ¡Qué zalamera estás hoy! Casi me da miedo. ¿No será que quieres llevarme a casa del anciano para que me hagan sopa de tanuki, eh? Ja, ja, ja, a otra cosa no sé, pero a eso sí que no estoy dispuesto.

—Pero qué… Pues si andas con esas sospechas, ya no te lo pido. Iré yo sola y ya está.

—No, no, no es eso. Voy contigo. No le tengo miedo a las serpientes, ni a ninguna otra cosa en el mundo, pero es que precisamente ese abuelo… no puedo evitar que me caiga mal. ¡Qué odioso eso de querer hacer sopa de tanuki! De entrada, ¡qué cosa tan basta! Y como mínimo, no creo que ni siquiera tenga buen sabor. Yo llevaré mi haz de leña hasta el almezo que está antes de entrar al jardín de ese abuelo, lo dejaré allí, y luego hazme el favor de llevarlo tú adentro. He pensado que es mejor que me despida allí. Con solo ver la cara de ese abuelo, me entra una indescriptible sensación de desagrado. ¿Eh? ¿Qué es eso? Vaya un ruido más raro. ¿Qué será? ¿No lo oyes tú también? Suena como un kachi-kachi.

—¿Y no es eso lo normal? Por eso esta es la montaña Kachi-kachi.

—¿La montaña Kachi-kachi? ¿Esta?

—Sí. ¿No lo sabías?

—No, no lo sabía. Hasta hoy no había escuchado nunca que esta montaña se llamara así. Pero vaya un nombre tan raro. ¿No me estarás mintiendo?

—Pero hombre, ¿acaso no tienen nombre todas las montañas? Aquel es el monte Fuji, aquel el monte Nagao, aquel el Omuro. ¿No tienen un nombre todos? Pues por eso, esta montaña se llama Kachi-kachi. ¿Ves? Se oye ese sonido de kachi-kachi.

—Sí, lo oigo. Pero ¡qué extraño…! Hasta ahora ni una sola vez había escuchado semejante sonido aquí. Nací en esta montaña, y ya son treinta y pico los años que en ella vivo, pero esta…

—¿Cómo? ¿Pero ya eres tan viejo? Y eso que el otro día me dijiste que tenías diecisiete años, ¡qué espantoso! Con esa cara llena de arrugas y la espalda un poco curvada, ya me parecía a mí extraño lo de diecisiete, pero no creí que te estuvieras quitando veinte años. O sea que ya estás cerca de los cuarenta; vaya, un buen montón de años, ¿eh?

—No, no, diecisiete, diecisiete, son diecisiete. Esta forma que tengo de andar un poco encorvado, no es de ningún modo por culpa de la edad. Es que como tengo hambre, me sale esa postura de manera natural. Treinta y pico son los años de mi hermano mayor. Como él siempre lo anda repitiendo, he terminado por soltar lo mismo sin darme cuenta. Vamos, que se me ha pegado de él. Es solo eso, querida.

Estaba tan nervioso buscando excusas, que se le escapó la palabra «querida».

—¿Ah, sí? —contestó la coneja con frialdad—. Pues es la primera vez que oigo que tienes un hermano mayor. ¿No me dijiste una vez algo así como «me siento muy solo, siempre ando en solitario, no tengo padres ni hermanos, me pregunto si tú podrías comprender una soledad como la mía»? Entonces, ¿qué querías decir con aquello?

—Sí, eso es —ya ni el mismo tanuki sabía lo que estaba diciendo—. Es que desde luego este mundo es muy complicado, no se puede explicar con un sí o un no. Tengo y no tengo hermano.

—Pero todo eso no tiene ningún sentido —se cansó la coneja—, ni pies ni cabeza.

—Sí, verás, en realidad tengo un hermano mayor. Es duro decir esto, pero es un borracho y un maleante. Me avergüenza mucho y no puedo presentárselo a nadie.

Desde que nací hace treinta y pico años, no, no, quiero decir mi hermano, desde que mi hermano nació hace treinta y pico años, no para de causarme problemas.

—¿No crees que eso también suena un poco extraño? ¿Cómo es posible que le causen problemas durante treinta y pico años a alguien de diecisiete?

El tanuki ya optó por hacer como si no escuchara:

—En este mundo hay muchas cosas que no se pueden explicar con una frase.

Ahora mismo, para mí, él ya no cuenta nada, y es como si no existiera. Le he repudiado. ¿Eh? Pero qué raro, huele a quemado. ¿Tú no notas nada?

—No.

—¿Tú crees? —El tanuki, como siempre comía cosas malolientes, no tenía mucha confianza en su olfato. Giraba su cuello desconcertado—. ¿Será por preocuparme demasiado? ¿Pero qué es esto? ¿No oyes un ruido de pachi-pachi boo-boo, como si se estuviera quemando algo?

—Pues claro que sí. Esta es la montaña Boo-boo de Pachi-pachi.

—¡Mentirosa! Pero si acabas de decir hace nada que esta era la montaña Kachi-kachi.

—Sí, pero en una misma montaña, dependiendo del lugar, los nombres pueden ser diferentes. También a media altura del Fuji hay una montaña llamada Fuji Menor; y el monte Omuro o el Nagao, ¿no están ambos unidos al monte Fuji? ¿Es que no lo sabías?

—No, no lo sabía. Me pregunto si será así, porque ese nombre de la montaña Boo-boo de Pachi-pachi en mis treinta y pico años… Quiero decir, según cuenta mi hermano mayor, esto no es más que una colina. Pero ¡eh, qué calor hace de pronto!

¿Será que va a haber un terremoto? No sé qué pasa hoy, que todo me da mala espina.

¡Aaah, qué calor tan terrible! ¡¡¡Aaaaaah!!! ¡Que me quemo, qué horror, me abraso!

¡Socorro, la leña está ardiendo! ¡¡¡Me abraso!!!

Al día siguiente, el tanuki estaba en el fondo de su madriguera, gimoteando:

—¡Aaah, qué dolor! Finalmente, puede que también a mí me haya llegado la hora de morir. Pensándolo bien, no hay hombre más desgraciado que yo. Porque nací un tanto bien parecido, las mujeres, por contra, se cohíben y no se me acercan. Por lo visto, es una desventaja ser un hombre educado y elegante. A lo mejor se piensan que a mí no me gustan las mujeres. ¿Pero qué creéis? No soy ni mucho menos un santo.

¡Claro que me gustan las mujeres! Y sin embargo, parece que ellas creen que soy un idealista que busca una mujer perfecta y ni siquiera intentan seducirme. Llegados a este punto, me dan ganas de echar a correr como un loco diciendo a gritos: «¡Me gustan las mujeres!». ¡Ay, pero cómo me duele! ¡Cómo me duele! Me parece que estas quemaduras no se van a curar fácilmente. Me entran punzadas de dolor. Ahora que por fin me alegraba de haber escapado del guiso de tanuki, he caído en la trampa de la incomprensible montaña Boo-boo, que ha terminado con mi suerte. Esa montaña es una montaña de lo más mezquina. Qué cosa tan terrible, hacer arder la leña con ese boo-boo. En treinta y pico años… —Se interrumpió mirando en derredor

—. Bueno, y por qué ocultarlo, este año cumplo los treinta y siete. Sí, sí, ¿y qué pasa?

En cuanto pasen otros tres años, ya tendré cuarenta, como es evidente. Es una conclusión perfectamente natural, ¿acaso no basta con verme? ¡Ay, pero qué dolor!

Sin embargo, el caso es que en mis treinta y siete años de vida, me he criado y jugueteado en esa colina, y ni una sola vez me ocurrió una cosa tan extraña y terrible como esta. Que si la montaña Kachi-kachi, que si la montaña Boo-boo, hasta el nombre le viene extrañamente bien. ¡Qué inexplicable es todo!

Así reflexionaba una y otra vez, golpeándose la cabeza. En ese momento, escuchó la voz de un vendedor ambulante pregonando sus mercancías, que le llegaba desde el exterior de la madriguera.

—¡Traigo pomada de Senkin! ¡Para sus quemaduras, heridas, para la piel renegrida!

El tanuki, más que por las quemaduras o las heridas, se sintió atraído por lo de la piel renegrida.

—¡Eh, eh, pomada de Senkin!

—Al momento. ¿Desde dónde me llama?

—Aquí, dentro de la madriguera. ¿También sirve para aclarar la piel demasiado oscura?

—Pues claro. Y en un solo día.

—Ajajá —se alegró el tanuki, saliendo a rastras de la madriguera—. ¿¡Eh, pero si eres la coneja!?

—Bueno, sin duda soy un conejo, pero soy macho, y vendedor de medicamentos.

En realidad, llevo treinta y pico años recorriendo esta zona con mis productos.

—Pfuuu… —suspiró el tejón agitando la cabeza—. Sí que hay parecidos entre los conejos. ¿Treinta y pico años? Vaya, ¿usted también? Bueno, dejemos de hablar del paso del tiempo. No tiene maldito interés. ¿No resulta pesado? Bueno, pues por eso

—farfullaba dando vueltas al asunto para disimular—. Por cierto, ¿no me podrá dar un poco de esa medicina? Resulta que tengo algunas molestias y preocupaciones.

—¡Oh, pero qué quemaduras tan terribles! Esto no se puede dejar así. Si no se cuidan, va usted a morir.

—No, si lo que tengo son ganas de morirme de una vez. Más bien, lo que me preocupa es, ¿cómo decirlo?, mi aspecto…

—Pero ¿qué está usted diciendo? Si está justo en el filo entre la vida y la muerte.

La espalda es lo que tiene peor, ¿verdad? ¿Pero se puede saber qué le ha pasado a usted?

—Pues verá… —empezó el tanuki, torciendo el gesto—, nada más poner los pies en esa montaña de nombre estúpido de Boo-boo de Pachi-pachi, bueno, sucedió algo espantoso, me llevé un gran susto…

El conejo, sin poder contenerse, soltó una risita. El tanuki no supo por qué se reía el conejo, pero, arrastrado, se rio él también:

—Cierto, ¿verdad? No hay cosa más tonta y absurda que esta. Le voy a dar un consejo: evite en particular esa montaña a toda costa. Al principio se pasa por una montaña llamada Kachi-kachi, que luego lleva a esa otra de Boo-boo de Pachi-pachi, y ahí está el gran peligro. Suceden cosas espantosas. En fin, que es mejor no pasar más allá de la montaña Kachi-kachi y despedirse en ese momento del lugar. Si uno comete el error de penetrar en la Boo-boo, al final, ya ve, se acaba como yo. ¡Ay, qué dolor, qué dolor! ¿Comprende usted? Se lo advierto de veras. Usted, que parece que todavía es joven, escuche las palabras de alguien entrado en años como yo. Bueno, no tan entrado en años; pero, de todas formas, no se lo tome como una tontería, y acepte con respeto este consejo de amigo, por favor. Mire que le está hablando alguien que ya ha pasado por ello. ¡Ay, ay, pero cómo duele!

—Muchas gracias. Tendré cuidado. Bueno, entonces, ¿qué hacemos con el medicamento? Como agradecimiento por el atento consejo que acaba de darme, no le cobraré nada por el producto. Déjeme que le aplique la pomada sobre las quemaduras de la espalda. Ha tenido lugar la feliz coincidencia de que yo pasara por aquí precisamente en este momento, porque, si no, es posible que dentro de poco estuviera usted muerto. Debe de ser algún tipo de predestinación. Algo que nos ha unido.

—Sí, es posible que estuviéramos destinados a encontrarnos. —Y gimiendo en voz baja, el tanuki prosiguió—: Bueno, si es gratis, dejaremos que nos lo unten.

Últimamente estoy empobrecido, y es que el enamorarse de las mujeres cuesta dinero, por desgracia. De paso, ¿no podría echarme una gota de esa pomada también en la palma de mi mano?

—¿Para qué? —preguntó el conejo con rostro intranquilo.

—No, ja, ja, para nada. Solo es que me gustaría echarle una ojeada. Me preguntaba qué color tendría.

—El color es como el de cualquier otra pomada. ¿Está bien así? —Y echó una pizca en la palma de la mano que extendía el tanuki.

Rápido como una centella, el tanuki estuvo a punto de untarse la cara con la gota de pomada, pero el conejo, sorprendido, consiguió apartarle la mano, no fuese a ser que por algo así se descubriera el verdadero contenido del medicamento.

—¡Eh, no debe usted hacer eso! Para untar en la cara es una pomada un poco fuerte. Ni hablar.

—¡No, suélteme! —se revolvía el tanuki insistiendo sin amilanarse—. Se lo pido por favor, suélteme el brazo. No puede usted comprender mis sentimientos. Por culpa de este rostro renegrido, desde que nací hace treinta y pico años, la vida tan gris que he tenido que llevar… No podría usted comprenderlo. Suélteme, suélteme el brazo.

Se lo pido por favor, deje que me lo aplique en la cara.

El tanuki terminó por apartar de una patada al conejo, y con una celeridad que se escapaba al ojo, se embadurnó la cara con la pomada.

—Como mínimo, creo que mi cara, la forma de la nariz y los ojos, no está ni mucho menos nada mal. Pero andaba desalentado solo por culpa de esta piel tan oscura. Ahora ya no habrá problema. ¡Ah! Pero qué terrible es esto. Siento un picor imparable. ¡Qué pomada tan fuerte! Claro que si no fuera un medicamento tan fuerte como este, creo que no sería eficaz para remediar la negrura de mi rostro. ¡Ah, qué terrible! Pero hay que tener aguante. Maldita sea, la próxima vez que esa tía se encuentre conmigo, se quedará fascinada, embelesada ante mi rostro… ju, ju, ju… Y

no quiero saber nada si luego sufre de amor por mí. Que no me hago responsable,

¿eh? ¡Ah, qué escozor! Este medicamento sí que funciona. Venga, pues ya puestos, en la espalda o donde sea. Úntemelo usted por todo el cuerpo. Total, no me importa morir. Con tal de que mi piel se vuelva más blanca, ¡qué importa morir! Vamos, vamos, úntemelo. No se cohíba usted y embadúrneme generosamente todo el cuerpo, por favor.

Se había vuelto un espectáculo dolorosamente patético.

Sin embargo, la crueldad de una virgen consciente de su belleza no conoce límite.

Casi igual a la del diablo. Se levantó con toda su sangre fría y se puso a cubrir toda la piel quemada del tanuki con gruesas capas de aquella pomada de guindillas. Al momento, el tanuki se revolcaba, levantándose y cayendo una y otra vez.

—Hum… Esto no es nada. Este medicamento es verdaderamente eficaz. ¡Ah…

qué terrible! Denme agua, por favor. Pero ¿dónde estoy? ¿Es el infierno? Perdón, por favor. No recuerdo haber hecho nada por lo que merezca ir al infierno. Solamente porque no quería convertirme en sopa de tanuki, acabé con aquella abuela. No tengo ninguna culpa. Desde que nací hace treinta y pico años, por culpa de mi piel renegrida, ni una sola vez he gustado a las mujeres. Y además, por culpa de mi gula… ¡ah, no sé la de veces que me he visto en situaciones incómodas! Nadie me comprende. Soy un solitario. Soy una buena persona. Creo que mi cara no está nada mal.

Sufría tanto, que soltaba sin parar lastimosas frases inconexas, hasta que la cosa terminó en que perdió el conocimiento y cayó en redondo.

Sin embargo, la desgracia del tanuki no acabó aquí. Incluso yo, que soy el autor, no puedo evitar suspirar mientras escribo. Con toda probabilidad, no creo que encontremos en toda la Historia del Japón apenas personaje alguno que haya tenido una parte final de su vida tan inexorablemente dirigida a la desgracia. Tras conseguir escapar de la sopa de tanuki a que estaba destinado, sin apenas darle tiempo para alegrarse, en la montaña Boo-boo sufre grandes quemaduras sin causa aparente y, salvando la vida por un pelo, consigue llegar arrastrándose a duras penas hasta su madriguera, donde se halla gimoteando con el gesto torcido, para encontrar que esta vez le embadurnan todas las heridas con pasta de guindillas, por lo cual pierde la consciencia de tanto sufrir; y, por último, como colofón, le suben a una barca de barro para que se hunda en el fondo del lago Kawaguchi. Realmente, no hay ni el menor lado bueno. Sin duda, esta también puede ser considerada como una historia de desgracia acaecida por culpa de una mujer, pero, aun así, dentro de ese género de perdición por una mujer, resulta demasiado áspera. No hay ni un solo momento de buen gusto.

El tanuki pasó tres días en su escondrijo con un hálito tan débil como el de un insecto, medio vivo medio muerto, errando, ahora sí, en la frontera entre la luz y las tinieblas, hasta que al cuarto día, acosado por un hambre salvaje, consiguió apoyarse en un bastón y salir medio a rastras de la madriguera, farfullando esto y aquello por lo bajo, mientras buscaba aquí y allá algo de comer, andando con un aspecto tan lastimoso que no admite comparación. Sin embargo, como en el fondo era de constitución fuerte, antes de que pasaran diez días ya se había recuperado por completo. Y si su gula había vuelto por sus fueros con las mismas ganas que antes, su apetito sexual también había rebrotado un poco; así que, aunque debería haberse quedado quietecito, le dio por ir de nuevo a la morada de la coneja, como si nada hubiese pasado.

—He venido a estar un rato contigo, ju, ju —se rio vergonzoso y lascivo.

—¡¿Eh?! —se sorprendió la coneja con evidente cara de terrible desagrado. Un sentimiento tipo: «Pero ¿cómo, eres tú?»; o mejor dicho, aún peor, algo del estilo:

«¿Pero por qué vienes otra vez?» o «¡Pero qué cara más dura tienes!». No, no, todavía peor. Algo como «¡Ah, qué insoportable!» o «Ha llegado el gafe». Pero no, no, todavía peor que eso. «¡Asqueroso!, ¡apestoso!, ¡muérete!». Algo en esta línea de desagrado extremo era lo que en ese momento se reflejó a las claras en el rostro de la coneja. Sin embargo, el tipo de visitante a quien nadie desea invitar, es un sujeto que no se da cuenta ni de lejos del sentimiento de disgusto del dueño del lugar que visita.

Realmente, se trata de una psicología incomprensible. Vosotros, queridos lectores, haréis bien también en andaros con cuidado. Cuando el ir de visita a una casa supone, por algún motivo, un gran esfuerzo o una incomodidad, y aun así, aunque con desgana, se decide ir, sorprendentemente, la gente de esa casa se alegra de vuestra visita desde el fondo de su corazón. Por contra, cuando vais pensando «¡Ah, qué agradable es aquella casa, me siento casi como si estuviera en la mía, o incluso todavía mejor, es el único refugio donde olvidar las penas, no hay cosa más agradable que el ir de visita a aquella casa!», etc., por lo general, los habitantes de dicho hogar se sienten indeciblemente molestos. Os ven como una presencia sucia, os temen y están deseando que os marchéis cuanto antes. Seguramente, el hecho de desear un refugio en casa ajena para olvidar las penas es ya una prueba de estupidez, pero, de todas maneras, en lo que se refiere a las visitas, resulta sorprendente lo equivocado que suele llegar a estar el visitante. Creo que, si no tenemos un motivo concreto que nos lleve allí, por muy próxima que sea la relación con un determinado hogar, es mejor no acudir con demasiada frecuencia. Quien dude de este aviso del autor, hará bien en ver lo que le sucede al tanuki. Ahora mismo está clarísimo que el tanuki está cometiendo un espantoso error de apreciación. No ha interpretado bien ese «¡¿Eh?!»

y la cara de disgusto de la coneja. Para el tanuki, ese grito de «¡¿Eh?!» ha sido solo de sorpresa ante su inesperada visita, con un tono de regocijo añadido, un gritito inocente propio de una virgen, emitido de forma inconsciente, un estremecimiento de alegría. Y la expresión de la coneja frunciendo el ceño la malinterpreta, de nuevo, como una muestra indudable del sufrimiento que sentía por lo que le sucedió el otro día en la tragedia del monte Boo-boo.

—Gracias —expresó su reconocimiento aun cuando ella no le había dirigido ninguna muestra de preocupación—. No tienes por qué inquietarte, ya estoy bien.

Dios siempre me protege. Soy un tipo con suerte. Esa montaña de Boo-boo me importa menos que el pedo de un kappa. Por cierto que la carne de kappa debe de saber bastante bien. Tengo que hacer lo que sea para probarla un día de estos. Bueno, ese es un tema aparte. Pero vaya un susto el del otro día. Y qué manera tan tremenda de arder, la de ese fuego. ¿Qué tal te fue a ti? No parece que tengas ninguna herida.

Menuda suerte haber podido escapar sin daños en medio de todo aquel fuego.

—No salí del todo indemne, no creas —respondió cínica y fríamente la coneja—.

Pero tú, ¡vaya un comportamiento tan odioso que tuviste! ¿Pues no me dejaste sola en medio de aquel fuego y te escapaste a todo correr? Me cocía en medio de todo aquel humo y por poco no me muero. Te odié de veras. Está claro que, en momentos como ese, es cuando aparece la verdadera naturaleza de cada uno, ¿no crees? Esta vez ya he visto claramente cuál es la tuya.

—Lo siento. Perdóname, por favor. En realidad, yo también terminé muy mal, con unas quemaduras terribles. Después de todo, quizá ni Dios ni nadie esté protegiéndome, porque no dejan de ocurrirme desgracias, una tras otra. No creas que en ningún momento dejé de preocuparme por lo que hubiera podido pasarte a ti, pero cuando sentí que de pronto comenzaba a arderme la espalda, no tuve tiempo ni de ir a salvarte, ni de nada. ¿Pero no lo comprendes? De ninguna manera soy un hombre desleal. Unas quemaduras así son algo que no se puede tomar a la ligera. Y luego está lo de la pomada esa de Senkin o Senki o como se llame, que hay que evitar. Ese sí que es un medicamento odioso. Por no servir, ni siquiera sirve para aclarar la piel oscura.

—¿La piel oscura?

—¿Eh, qué? Ah, nada, un medicamento oscuro y espeso, demasiado fuerte, vaya.

Un sujeto muy parecido a ti, pequeño, un tipejo raro, me dijo que no me cobraba el medicamento. Entonces me dejé llevar y pensé que no hay que dejar de probarlo todo en esta vida, así que consentí que me untara su pomada. Sin embargo, se mire como se mire, aquello no era un simple medicamento. Es mejor que tú andes también con cuidado, no bajes la guardia un momento, porque sentí como si por lo más alto de mi cabeza estuviera pasando un tornado chirriante y de pronto me desplomé inconsciente.

—Puaf —replicó despectiva la coneja—. ¿Y no te está bien empleado? Has tenido tu castigo por ser tan tacaño. Como viste que era gratis, entonces te decidiste a probar el medicamento. No sé cómo pudiste hacer algo tan vulgar, y encima contármelo sin avergonzarte.

—¡Qué cosas tan terribles dices! —dijo el tanuki en voz baja. Pero, aparte de eso, no pareció sentir ninguna otra cosa en especial, sino que simplemente continuó como arrobado por el calorcito de la felicidad de estar junto a alguien que le gustaba; y así, como lo más natural del mundo, tomó asiento en aquel lugar. Con sus ojos brumosos como los de un pez muerto, miró en derredor, atrapó un pequeño insecto y lo engulló diciendo—: Pero con todo, soy un hombre afortunado. Por muchas desgracias con que me tope, siempre consigo salir con vida. A lo mejor, sí que me protege Dios. Me alegro mucho de que tú también terminaras a salvo y ahora que yo también estoy repuesto de mis quemaduras como si nada, podemos estar otra vez así los dos hablando tranquilamente. ¡Ah, me siento exactamente como en un sueño!

La coneja tenía desde el principio unas ganas enormes de que se marchase de una vez. Sentía un desagrado tal, que se quería morir. Tenía que encontrar, como fuese, la forma de que el tipo se marchase por fin de su hogar, así que se le ocurrió de nuevo un plan diabólico.

—Oye, ¿tú sabías que en este lago Kawaguchi nadan hasta rebosar unas tencas deliciosas?

—No, no lo sabía. ¿De verdad? —Los ojillos del tanuki brillaron de inmediato—.

Cuando yo tenía tres años, mi madre me trajo una tenca que había atrapado para que me la comiese. ¡Estaba buenísima! Yo no es que sea torpe, no, nada de eso, pero no consigo atrapar las tencas ni ningún otro animal que esté en el agua, así que, aunque sé que están muy ricas, han pasado desde entonces treinta y pico años y… Que no, que no… ja, ja, ja… Otra vez se me ha pegado la muletilla de mi hermano. Es que a mi hermano también le gustaban las tencas.

—Ah, ya, claro —le siguió la corriente la coneja, con la cabeza en otra cosa—.

Yo, por mi parte, no es que tenga ganas de comer tenca, pero ya que a ti te gustan tanto, estoy dispuesta a acompañarte ahora para atrapar alguna.

—¿De verdad? —El tanuki no cabía en sí de gozo—. Pero es que esas dichosas tencas son muy rápidas. Una vez que intenté coger una, estuve a punto de convertirme en un fiambre ahogado —dijo, confesando excepcionalmente uno de sus fracasos pasados—. ¿Será que tú has pensado alguna buena manera de hacerlo?

—Si se utiliza una red, no tiene ninguna dificultad. Cerca de la costa del islote de Uga últimamente se concentran muchas tencas de gran tamaño. Vayamos allí, ¿eh?

¿Tú sabes remar?

—Hum… —empezó con un leve suspiro—: Bueno, sí, remar, puedo remar. Si me pongo a ello, no es nada —mintió con dificultad.

—¿Así que puedes remar? —contestó la coneja simulando creerle, aunque sabía que le había soltado una trola para presumir—. Entonces es perfecto. Tengo un barquito pequeño, pero es tan tan pequeño, que no podemos subir los dos. Además está hecho de maderas muy finas y de forma muy chapucera, por lo que entra agua por todos los sitios y es peligroso. A mí no me importa lo que me pase, pero no quiero que te pase nada a ti, así que vamos a construir tu barca juntos ahora, uniendo nuestras fuerzas. Como una barca de madera como la mía es peligrosa, vamos a hacer la tuya más resistente, amasando barro.

—No sé cómo agradecértelo. Voy a echarme a llorar. Por favor, déjame que llore.

¿Por qué será que enseguida me entran ganas de llorar? —Y mientras lloraba falsamente, añadió aprovechando la ocasión—: Y ya puestos, ¿por qué no me construyes tú sola esa barca tan resistente? Por favor, te lo suplico. —Y tras una petición tan descarada, añadió—: Quedaré en deuda contigo por esto. Mientras construyes esa barca tan resistente para mí, yo prepararé el almuerzo. Estoy seguro de que podría llegar a ser un estupendo encargado de intendencia.

—Seguro que sí —continuó la coneja simulando creer esa arbitraria opinión del tanuki, asintiendo dócilmente. Ante lo cual el tanuki se sonrió pensando cuán inocente era la gente de este mundo.

En este mismo instante se decidió la trágica suerte del tanuki. Que en el interior de esa persona que siempre cree todas las trolas que uno dice, con frecuencia puedan albergarse terribles y diabólicos planes, era algo que desconocía el necio y despistado tanuki. De buen humor, andaba por ahí sonriente.

Salieron juntos hacia la ribera del lago. Sobre la blanquecina superficie del Kawaguchi no había ni una ola. La coneja se aprestó a amasar barro y a emplearse a fondo en construir eso que llamaba una barca resistente, mientras que el tanuki repetía «siento las molestias», «siento las molestias», y correteaba y daba saltitos por los alrededores preocupado únicamente por encontrar alimentos para su merienda.

Para cuando el viento del atardecer empezó a soplar suavemente y la superficie del lago se cubrió de pequeñas olas, la barquichuela de barro relucía con el color del acero e iniciaba su singladura.

—Bueno, no está nada mal —comentó alborozado el tanuki mientras subía en primer lugar a la barca aquella caja de almuerzo grande como una lata de petróleo—.

Hay que reconocer que eres una chica muy mañosa, ¿eh? Y es que vaya una barca más bonita que has conseguido hacer en un santiamén. Una técnica prodigiosa —la elogió de una manera que sonaba increíblemente falsa.

Y secretamente, el tanuki pensó: «Si consigo casarme con esta mujer tan habilidosa, a lo mejor puedo llevar una existencia de diversión y lujo mientras vivo de su trabajo, etc.». Y así, además del atractivo sexual, comenzó a acosarle otro tipo de deseo, que le hizo reafirmarse en su intención de pegarse como fuera a esta mujer y no separarse nunca de ella.

Con gran decisión, se subió a la barca.

—Seguro que a ti también se te da de maravilla remar, ¿verdad? Por supuesto que yo, algo como remar en una barca, vaya, no es que no sepa, claro que no, ni mucho menos, pero hoy me gustaría comprobar el buen hacer de mi esposa en la faena —

soltó con un descaro cada vez más desagradable—. En mis tiempos, me llamaban cosas como el rey del remo o el maestro del remo, pero he pensado que hoy me gustaría ir tranquilamente tumbado y ver cómo lo haces tú. A mí no me molesta, así que une con una cuerda la proa de mi barca a la popa de la tuya, por favor. Si morimos, que sea juntos, no me gustaría que me dejases solo.

Y tras decir estas desagradables palabras que sonaban a mal agüero, se tumbó extenuado en el fondo de su barca de barro.

Por su parte la coneja, al oír que el tanuki le pedía unir las dos barcas, se sobresaltó pensando si este estúpido no estaría sospechando algo. Pero tras estudiar disimuladamente su rostro, vio que no había por qué preocuparse, pues el tanuki se las prometía muy felices sonriendo libidinoso y se notaba que ya había comenzado su andadura por el mundo de los sueños. «Despiértame cuando consigas alguna tenca. Y

es que hay que ver qué ricas que están. Ya tengo treinta y siete años». Y todo tipo de sandeces murmuradas medio en sueños. La coneja sonreía despectiva, y tras atar la barca de barro del tanuki a la suya, comenzó a golpear con un chapoteo la superficie del agua con el remo. Las dos barcas fueron alejándose sin dificultad de la orilla.

El pinar del islote de Uga bañado por el crepúsculo parecía un incendio. Aquí, el autor va a permitirse presumir de sabihondo con la anécdota del pinar que aparece en las cajas de tabaco Shikishima, que es un diseño realizado a partir del pinar de esta isla. Puesto que es algo que escuché de una persona de fiar, no creo que el lector tampoco pierda nada creyéndome. Claro que, como en nuestros días el tabaco Shikishima ya ha desaparecido, esta es una anécdota por la que los jóvenes lectores no mostrarán el menor interés. Me he dedicado a presumir de saber cosas sin ninguna importancia. Y es que dárselas de listo, al final, siempre acaba en un resultado tan tonto como este. Bueno, solamente los lectores que hayan nacido hace más de treinta y tantos años se acordarán difusamente con un «ah, ¿aquellos pinos?», al igual que el recuerdo de los juegos de geishas o cosas similares y poner cara de aburrimiento será, posiblemente, a lo más que llegarán.

Pues bien, la coneja se quedó arrobada contemplando esta visión al atardecer del islote de Uga, y susurró:

—¡Oh, qué paisaje tan hermoso!

Esto es realmente muy curioso. Se puede pensar que a alguien malvado en extremo, cuando está a punto de cometer un crimen cruel, no le sobra la disposición de ánimo necesaria para quedarse arrebatado ante la belleza de un paisaje, pero esta hermosa virgen de dieciséis años entrecerraba los ojos admirando la vista del islote al atardecer. En verdad que entre la Inocencia y el Mal no hay mayor separación que el grosor de una hoja de papel. Esos hombres a los que se les cae la baba ante una chica caprichosa que no conoce los sufrimientos de la vida, con unas maneras tan presuntuosas que dan ganas de vomitar, y que exclaman por ello: «¡Ah, la pureza de la juventud!», harán bien en tener mucho cuidado. Lo que esos hombres llaman «la pureza de la juventud» y demás, a menudo, como sucede con el caso de esta coneja, guarda en su seno un impulso de matar junto a un tipo de placentera embriaguez, conviviendo ambas pulsiones de la manera más natural, en un baile sensual y desacompasado donde no se distinguen bien unos sentimientos de otros. Es como la espuma de la cerveza, que no permite ver el peligro que hay debajo. Una situación donde se ocultan las sensaciones a flor de piel mediante la moral, y a eso se le llama idiocia o maldad. En esas películas americanas que no hace mucho estaban de moda en el mundo entero, salían por doquier machos y hembras jóvenes con este tipo de

«pureza», pululando de aquí para allá como impulsados por un resorte, sin saber qué hacer con esos sentidos que les hormiguean a flor de piel. No es por retorcer las cosas buscando culpables, pero daría para pensar si el origen de esa expresión de «pureza de la juventud», no habría que buscarlo precisamente en los Estados Unidos. Esas cosas del tipo de «¡qué divertido es esquiar, venga, vamos!»; para luego, por otro lado, cometer sin el menor reparo un crimen estúpido. Si no es idiocia, entonces es maldad pura. O quizá lo que llamamos el Mal sea, en su origen, la Estupidez.

Pequeñita, esbelta, con manos y pies delicados, comparable a aquella Artemisa, diosa de la Luna, nuestra conejita virgen de dieciséis años también, por desgracia, ha pasado de golpe de ser un personaje muy interesante a convertirse en algo vulgar.

¿Así que se trata de simple idiocia? Ante eso ya no se puede hacer nada, ¿no?

—¡Aaah! —surgió una extraña voz a los pies de la coneja.

Nuestro querido hombre, que era de todo menos puro y que tenía ya treinta y siete años, estaba chillando como un principito tanuki:

—¡Agua! ¡Está entrando agua! ¡Estoy en peligro!

—Vaya un escándalo que armas. Si solo es una barca de barro. Claro que terminará por hundirse. ¿No lo sabías?

—No lo entiendo. Me resulta incomprensible. No tiene lógica. Algo así es imposible. No puedo creer que tú… no, no puede ser cierto, que tú quieras que yo…

es algo propio de un demonio. No, no entiendo absolutamente nada. ¿Pero tú no eras mi esposa? ¡Ah, que se hunde! De todo lo que veo, como mínimo tengo la certeza de que esto se está hundiendo. Para ser una broma, es demasiado pesada. Esto es prácticamente un acto de violencia. ¡Ah, que se hunde! Eh, ¿cómo me vas a compensar de esto? ¿No ves que se va a echar a perder la caja de la merienda? En esta caja hay unos macarrones con lombrices espolvoreados con mierda de comadreja. ¿No es una pena? ¡Glup! ¡Ah, ya he empezado a tragar agua! ¡Eh, te lo ruego! Déjate de una vez de bromas pesadas. ¡Eh, eh, pero no cortes esa cuerda! Si hay que morir, que sea juntos. Los esposos vuelven a casarse tras la reencarnación, están amarrados por un destino que, aunque se intente, no puede cortarse… ¡Ah, no, la has cortado! ¡Sálvame, por favor! No sé nadar. Lo confieso. De joven podía nadar un poco, pero con treinta y siete años, los tejones tenemos endurecidas las articulaciones aquí y allá, y ya no hay manera de que podamos nadar. Lo confieso.

Tengo treinta y siete años. La verdad es que te llevo demasiados años. ¡Tienes que tratar con cariño a la gente mayor! ¡No olvides el debido respeto a los ancianos!

¡Glup! Ah, eres una buena chica, ¿eh? Así que, como eres una buena chica, alárgame por favor ese remo que tienes en la mano para que pueda agarrarme a él… Ay, ay, ay,

¿pero qué haces? ¿No ves que eso duele? Cómo se te ocurre golpearme la cabeza con ese remo… Conque esas tenemos, ¿eh? Muy bien, entendido. Así que quieres matarme, ¿eh? He comprendido.

El tanuki, al llegar a las puertas de la muerte, por primera vez se dio cuenta de las intenciones diabólicas de la coneja, pero entonces ya era demasiado tarde.

«Pokan, pokan», sonaba implacable el remo al llover sobre su cabeza. El tanuki se hundía y volvía a salir a flote sobre la superficie del lago, que relucía rojiza a la luz del atardecer, y gemía:

—¡Ay, ay, ay, qué dolor! ¡Qué espantosa eres! ¿Qué mal te he hecho yo a ti? ¿Es un delito el enamorarse?

Se hundió de golpe, y ya no volvió a salir.

La coneja se enjugó el rostro. Y dijo:

—¡Ay, qué sudor tan horrible!

Y bien, ¿pretende ser esto una especie de advertencia contra la lujuria? ¿O será una historia en clave humorística para proponernos el amable consejo de «ni te acerques a una preciosa virgen de dieciséis años»? Aunque también es posible que, ya que por mucho que alguien nos guste, ir a visitarlo continuamente hasta ponerse pesado puede hacernos finalmente tan odiados que incluso podamos encontrar el horrible destino de ser asesinados, estemos ante una especie de tratado didáctico sobre la cortesía y los buenos modales, que quiere enseñarnos a observar la moderación.

O también, más que una visión moral sobre el Bien y el Mal, quizá se quiera dar a entender, bajo la forma de una historia cómica, que en este mundo la gente es capaz de llegar a maldecir, castigar, premiar o dominar a otros simplemente por una diferencia de percepción en los gustos.

Pero no, no, sin apresurarse a sacar ese tipo de conclusiones propias de los críticos literarios, ¿no basta con tener en cuenta las últimas palabras del tanuki cuando estaba a punto de morir?

A saber: «¿Es un delito el enamorarse?».

No creo que exagere si digo que, desde tiempos remotos, el tema principal de las historias tristes en la literatura mundial pende en torno a esta sola frase. En toda mujer anida oculta esta despiadada coneja y en todo hombre siempre chapotea a punto de ahogarse este buen tanuki. Esto es una verdad clara y meridiana, como atestigua también el inexorable historial de experiencias de este autor a lo largo de treinta y pico años. Y, seguramente, el tuyo también, querido lector.

Punto y final.

*FIN*


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