La mujer de la capa negra
[Cuento - Texto completo.]
Alberto MoraviaEn la mesa todo está exactamente como cuatro años atrás, cuando se casaron: el juego de porcelana inglesa blanco y azul, las copas de cristal de Bohemia, los cubiertos de mango de marfil, los saleros de plata, la aceitera de peltre, todo como en aquellos días lejanos. Están incluso las mismas rosas en el vaso de vidrio verde; el mismo mantel y las mismas servilletas rojas con bordados blancos; hasta el mismo rayo de sol que, entrando al sesgo por la ventana, hace brillar porcelanas, platería, cristales. Pero, al mismo tiempo, todo ha cambiado, ha cambiado profundamente. Hasta tal punto que a él le parece, en ese momento, ser él mismo el fantasma de un recuerdo más que una persona viva, de carne y hueso. Ocurre que las cosas son diferentes de como eran hace cuatro años, todo ha cambiado entre su mujer y él. Ahora, en efecto, reanudan la discusión, en voz baja, discreta, pero tanto más dolorosa, sobre el hecho de que la mujer, desde hace ya más de un año, se rehúsa a hacer el amor con él. La esposa le responde con extraña dulzura: sí, ella lo ama; sí ella sabe que él la ama; sí, entre ellos había un perfecto acuerdo físico; sí, ese acuerdo podría volver; pero, al menos por ahora, ella no lo siente. ¿Por qué? Por ningún motivo, no hay un porqué, y esto es suficiente.
En ese momento entra la cocinera con el segundo plato: el pollo a la marroquí. Se trata de un plato que, en cierto modo, está ligado a su intimidad: lo conocieron en Marruecos, a donde fueron en viaje de bodas. La receta estipula que el pollo, cortado en trozos pequeños, sea cocido a fuego lento en algunos kilos de limones y una gran cantidad de aceitunas, de modo que la carne se impregne del salado de las aceitunas y el agrio de los limones.
La cocinera ofrece la cazuela primero a la esposa, después a él; ambos se sirven, empiezan a comer, inclinada la cabeza, mientras la discusión continúa. Después, súbitamente, sobreviene, fulmíneo, lo imprevisto. La esposa da un grito sofocado, se lleva las manos a la garganta, se esfuerza por toser, después se levanta, lanzando al suelo la servilleta, haciendo a un lado con la mano el plato y los cubiertos, y se echa a correr por el departamento, seguida por él, que aún no entiende.
Corre, se refugia en el dormitorio, se arroja en la cama, ambas manos en la garganta. Lo imprevisto es un pequeño hueso puntiagudo de pollo que se le ha clavado en la garganta. Y lo contrario de lo imprevisto, lo que él de golpe, mientras la sigue, llega a prever con absoluta seguridad, sobreviene después en la sala de primeros auxilios del hospital. Donde, en efecto, la mujer muere sin haber recobrado, como se dice en casos similares, el conocimiento.
Tras la muerte de la esposa, él queda en la casa que fue de ellos, donde hace las cosas habituales: va todos los días a su estudio de arquitecto, vuelve a comer, sale de noche con los amigos, etcétera, etcétera. Pero duerme solo, sale solo, come solo, nadie lo despide por la mañana cuando se va al trabajo, nadie lo recibe de noche cuando vuelve. La soledad le pesa, porque no es la soledad provisoria de quien abandona la compañía. Es una soledad irremediable; la única persona que podría ponerle fin ha muerto. En consecuencia está solo, preguntándose todo el tiempo qué le conviene hacer, si ahuyentar definitivamente la idea de la esposa muerta, o bien complacerse en ella, dejándose caer lentamente hasta el fondo del duelo, como en el fondo de un agua negra y estancada. Por fin, invenciblemente, prevalece el segundo partido.
Así empieza, para él, un período lúgubre y a la vez, en forma oscura, voluptuoso. El duelo por la mujer se expresa en una cantidad de comportamientos rituales, como contemplar los vestidos alineados en los armarios; o bien en tocar uno por uno sus artículos de tocador; o bien, más imaginariamente, en mirar “con los ojos de ella”, por la ventana del dormitorio, la calle donde se encuentra la casa. Estos actos rituales le hacen superar la fase del galanteo fetichista, lo inducen a una veleidad alucinatoria: en el silencio, afina el oído esperando casi oír la voz de la mujer mientras habla en la cocina con la cocinera; o si no de noche, en el momento de acostarse, confía casi en verla ya en la cama, sentada contra las almohadas, en el acto de leer.
Insensiblemente, la espera de una “aparición” de la mujer se desarrolla, se transforma en espera de su retorno. Espera que la esposa llame a la puerta; él acude a abrir, y la encuentra y ella le dice que ha olvidado las llaves de la casa; siempre olvidaba fechas, objetos, acontecimientos. O si no, ella le telefonea desde el aeropuerto pidiéndole que vaya a buscarla; tenía la costumbre de no avisarle por anticipado el día o la hora en que volvía de los viajes. O aun, más simplemente, que se hiciera buscar por él en la sala, donde estaría escuchando música; así lo hacía cuando esperaba a que él volviera del estudio, para el almuerzo.
Finalmente, después de la idea del “retorno”, empieza a abrirse paso la del “reencuentro”. El empieza a vagar por las calles, a entrar en lugares públicos, a frecuentar salones de tertulia con la oscura esperanza de “reencontrarla”. Sí, de pronto ella estará allí, frente a él, en el acto de hacer algo normal, común, como ocurre con alguien que siempre ha estado, aun cuando, por motivos normales y comunes, durante algún tiempo no se haya hecho ver. Por ejemplo, imagina que la encontrará de pie junto al vagón del subterráneo: va de compras, a la plaza de España.
Esta fase del reencuentro dura más que la del “retorno”; hasta parece no tener fin. Y así es, desde luego, porque solo se “retorna” en ocasiones particulares, en tanto que “reencontrarse” es posible en cada momento y en cualquier sitio. Prácticamente, cualquier mujer joven, de veinte a treinta años, rubia y alta, no precisamente delgada, puede ser ella, en particular si se la ve de espaldas y desde lejos. De modo que, cada vez más profundamente, se arraiga en él la convicción de que la esposa, sí, está muerta, pero en alguna forma, por reencarnación, por resurrección, por sustitución, podría “reaparecer”. Un día, él mirará al rostro a una mujer y exclamará: “Pero tú eres Tonia”. Y ella contestará: “Sí, soy yo, ¿por qué no debería serlo?”. “Pero tu eres un fantasma”. “No, nada de eso. Tócame, acaríciame, soy Tonia de carne y hueso”.
;Naturalmente, el carácter morboso de esas fantasías no se le escapa. De vez en cuando, piensa: “Me estoy volviendo loco. Si continúo así, por cierto que la encontraré. Pero será también el momento en que deberá reconocerme como un loco que cree en sus propias alucinaciones”.
Este miedo a la locura, por lo demás, no le impide seguir esperando encontrarse con la esposa. Así, agrega a la esperanza un sabor de desconfianza. Sí, volverá a encontrarla precisamente porque es imposible.
Por fin, para disimular esta atmósfera lúgubre, decide cambiar de ambiente; viajará a Capri. Es noviembre, estación muerta; en la isla no habrá nadie, quedará librado a sus recuerdos, a su luto. Paseará, fantaseará, reflexionará. En suma, descansará e intentará recobrar la energía disipada en el dolor. Sin pérdida de tiempo, porque tal vez su obsesión no sea más que un problema de nervios, de desequilibrio físico.
Parte entonces hacia Capri, donde, como había previsto, encuentra soledad: casi todos los hoteles y restaurantes cerrados, ningún turista, solo gente del lugar. Pero es una soledad distinta de aquella de Roma. En Roma estaba solo por la fuerza de los hechos; aquí estará solo por elección.
Pronto inicia una vida muy regular: se levanta avanzada la mañana, da un primer paseo, almuerza en el hotel, da un segundo paseo durante la tarde, se retira a su cuarto para leer, cena y después, en el salón casi desierto del hotel, mira televisión. Al concluir las transmisiones, se va a dormir.
No obstante esa regularidad, el duelo por la mujer no cesa; se limita a adoptar un aspecto distinto. Como si la muerte hubiese despojado de su carácter erótico las evocaciones de este género, se aferra cada vez más a recordar con precisión y objetividad episodios del tiempo en que la esposa y él todavía hacían el amor. Estas evocaciones no difieren de las que se presentan en la adolescencia y que terminan a menudo en la masturbación; pero él limita su “acción” a contemplar a la mujer, sin añadir, por su parte, ninguna intervención física. Sobre todo, teme caer en una suerte de necrofilia: en la adolescencia, las mujeres cuyo recuerdo lo llevaban a masturbarse estaban vivas; la masturbación se limitaba a ser prolongación fantástica de una relación normal. Pero masturbarse por una muerta, ¿a qué podía llevar más que, exactamente, a esa irrealidad morbosa de la que había querido huir viniendo a Capri?
Le vuelve con insistencia a la memoria, en particular, un episodio del tiempo feliz en que su mujer y él se querían. Una mañana de primavera, se habían encontrado por casualidad en una calle de muchos comercios elegantes. Ella estaba en busca de una malla de baño; él, de una grabación musical. Algo decisivo sobrevino en el momento en que se reconocieron, sorprendidos y contentos por el encuentro fortuito; algo que, en forma de una mirada cargada de deseo, partió de los ojos de la mujer y apuntó directamente al centro de las pupilas de él, como una flecha disparada con destreza y mano segura apunta al centro del blanco y da allí. Él dijo de pronto: “¿Quieres hacer el amor?”. Como incapaz de hablar, la mujer asintió con la cabeza. “¿Quieres que vayamos a casa?”. Para sorpresa suya, ella respondió en voz baja: “No, quiero hacerlo en seguida”. “En seguida, pero ¿dónde?”. “No lo sé, en seguida”. Él miró alrededor: además de comercios, en esa calle había muchos hoteles, entre los mejores de la ciudad. Entonces dijo: “Si quieres, podemos ir a un hotel. Pero dudo de que nos den un cuarto al vernos llegar sin equipaje. Claro que podemos comprar una valija…”. Ella lo miró largamente y dijo: “No, nada de hotel, ven conmigo”. Lo tomó de la mano, entró sin vacilar por la primera puerta que encontraron, se encaminó directamente al ascensor; parecía saber muy bien adonde se dirigía. Entraron en el ascensor, ella explicó: “El último descanso de la escalera casi nunca tiene puerta, da a la terraza. Si la puerta de la terraza está abierta, lo hacemos allí. Si no, en el descanso, siempre que no venga nadie”. Habló sin mirarlo, erguida frente a la puerta, volviéndole la espalda. Él se acercó y entonces la esposa tendió hacia atrás la mano y le tomó y apretó con fuerza el miembro. El ascensor se detuvo; salieron al rellano, comprobaron que la puerta de la terraza estaba cerrada; entonces la mujer, hablando entre dientes, dijo: “Hagámoslo aquí”. La vio inclinarse sobre la baranda de la escalera, aferrarse a ella con una mano y con la otra alzarse el manto por encima de los riñones. En la penumbra del rellano aparecieron las nalgas, blanquísimas, de forma oval, plenas, tensas y brillantes; él se acercó, y si bien tenía una erección muy potente y resuelta, quiso asegurarse de entrar al primer golpe. En consecuencia, se inclinó hasta espiar, por debajo del orificio posterior, entre los rubios rizos, la hendidura rosada y tortuosa del sexo. Los labios mayores estaban todavía pegados entre sí y como adormecidos y mortificados; él tendió la mano y con los dedos los separó delicadamente, similares a pétalos de una flor a punto de abrirse. Entonces se le apareció el interior del sexo, de vivo color rosado y brillante de humedad, formado por varios estratos, similar a una herida amorfa y no cicatrizada que había cortado profundamente la carne. ¿Era un sexo femenino o el tajo de un cuchillo filoso? Le quedó, de esa mirada, la sensación de un descubrimiento irreversible, a la vez fulmíneo en el momento y lento por sus efectos; era la primera vez que veía el sexo de ella con tanta claridad y precisión; hasta aquel día siempre habían hecho el amor tendidos en el lecho, abrazados, cuerpo contra cuerpo, los ojos en los ojos. Todo esto duró un brevísimo instante; después entró profunda y completamente de un solo empujón; y ya la mujer había empezado a mover las caderas a un lado y otro, inclinada hacia adelante, las dos manos en la baranda.
Ahora aquel sexo abierto y amorfo, cruento y reluciente como una herida, le vuelve con frecuencia a la memoria como una cosa hasta tal punto viva, que le parece imposible que se haya descompuesto en el fondo de una tumba. Ha leído, no recuerda dónde, que la primera parte del organismo que se descompone tras la muerte son los genitales; y toda su mente se echa atrás con horror ante ese pensamiento. No, él no quiere imaginar el sexo de su esposa como está ahora, sino como lo vio aquella mañana, allá arriba, en lo alto de la escalera de la casa de la Via Veneto, vivo y deseoso, para siempre.
Gradualmente, este pensamiento engendra otro. Tal vez no vuelva a encontrar jamás a su mujer, aunque no pueda excluirlo del todo; sin embargo, seguramente, alguno de estos días volverá a ver el sexo de ella, idéntico. Bastará, se dice, encontrar a una mujer rubia, entre los veinte y los treinta años, de formas hermosas y plenas, pero no gorda, de nalgas muy blancas y ovales. Se harán amantes; un día le pedirá que se agache sobre una baranda, doblada hacia adelante, y se alce el vestido por encima de la cintura. Entonces con dos dedos apartará allí abajo, entre las nalgas, los labios, como los dos pétalos de una flor y tendrá ante los ojos, por un instante, antes de la penetración, la herida no cicatrizada. Todo esto será simple y fácil; ya no más el resultado de una obsesión lúgubre, y sí el de un feliz reencuentro. En efecto, si bien es imposible sustituir un rostro, los sexos, en cambio, cuando ciertas particularidades se asemejan, son intercambiables.
Al término de estas cavilaciones piensa que sí, que detendrá por la calle, aquí en Capri, a la primera mujer joven y rubia con quien se cruce y la convencerá de que se entregue exactamente en la misma forma en que se le entregó su esposa aquella mañana, en Roma, en la casa de la Via Veneto. De modo que ahora, sin darse él cuenta, el duelo por la mujer se está convirtiendo insensiblemente en el duelo por algo que la esposa tenía en común con tantas otras mujeres de su edad y su complexión.
Naturalmente, él advierte que esta transformación de la nostalgia de una persona particular en obsesión fetichista por una parte del cuerpo de esa persona abre el paso a un principio de olvido, de consuelo, de sustitución: una mujer idéntica a la esposa probablemente no exista, pero un sexo similar al suyo es fácil de encontrar. Pero se consuela diciéndose que en el fondo la reducción fantástica de la muerta a su sexo significa, en rigor, su transformación en símbolo misterioso y fascinante de la femineidad. En vida la esposa había sido inconfundible, insustituible, única; ahora se torna emblemática. Mediante la añoranza de su sexo, él añoraba algo que va mucho más allá de la persona; algo de lo cual la esposa no fue más que la depositaria mientras vivió, pero que ahora otras mujeres están, a su vez, en condiciones de ofrecerle.
Una de estas noches, en Capri, tiene el sueño siguiente: le parece seguir, espiándola, por el tranquilo y solitario paseo de Tragara, a una misteriosa mujer qué, de algún modo, se parece a su esposa. Está envuelta en una gran capa negra; la esposa, poco antes de morir, tenía una muy parecida. Como la esposa, esta mujer lleva el pelo, largo y rubio, suelto en abanico a la espalda. Además tiene el mismo modo de caminar: incierto, meditabundo, inconscientemente provocativo. En fin, y este particular es decisivo, tiene las piernas desnudas; lo intuye por el color de las pantorrillas, encima de los zapatos; es un blanco luminoso que ninguna media puede imitar. Ahora él recuerda que cuando la esposa no llevaba medias, esto quería decir que estaba totalmente desnuda. Era una costumbre suya: se ponía las pieles o la capa o un abrigo lo bastante amplio y cálido y a menudo no se preocupaba por llevar nada debajo; decía que se sentía más libre y segura de sí misma. También aquella mañana en la Via Veneto, cuando se inclinó sobre la baranda y se alzó el manto por encima de la cintura, él pudo comprobar que no tenía nada sobre el cuerpo, aparte de las botitas negras de tacos y dobleces rojos.
En el sueño, sigue a esa mujer, tan parecida ala esposa, con la decisión del hombre que sabe lo que quiere y está seguro de que lo obtendrá. ¿No lleva acaso en el bolsillo, empuñado firmemente por el mango, un corto y filoso cuchillo? Por lo demás, esta vez ella no podrá escapársele: el paseo de Tragara termina en el mirador de los farallones; allí la mujer estará a merced de él, en la trampa; más allá no se puede ir. Al despertar, este detalle del paseo de Tragara tal como lo ha soñado, similar a una calle sin salida, lo dejará estupefacto. En realidad, el paseo “no” es una calle sin salida, sino que continúa en tomo de la isla, hasta la localidad del Arco Naturale.
Pero en el sueño él cree que es una calle sin salida, como en otro tiempo, en la realidad de la vida, había creído a la esposa atrapada en la calle, aparentemente sin salida, del matrimonio.
Prosigue el sueño: la mujer y él, seguida una por el otro, desembocan por fin en la explanada del mirador. La mujer, como por tácito acuerdo con él, va en seguida a asomarse al parapeto, mientras tiende la mano atrás para alzarse la capa sobre la cintura, exactamente como había hecho la esposa aquella mañana, en el descanso de la escalera de la Via Veneto. Lleno de alegría, él se acerca, extrae el miembro del pantalón, se apresta a penetrar. ¡Decepción! Las nalgas y los muslos de la mujer parecen cerrados y como fusionados en una blanca envoltura opaca; allí donde él esperaba descubrir el sexo, solo ve el tejido tenso y hermético de una vaina. Entonces no vacila: saca el cuchillo y, calmo y preciso, practica una profunda incisión en la vaina en un punto un poco por debajo de las nalgas. Ahora está satisfecho: a través de la hendidura de la vaina, ve la herida hecha por su cuchillo, bien abierta, de bordes color rosa pálido, y ve las capas más profundas de la carne, cada vez más encendidas, hasta un color rojo sanguíneo. Pero en el momento mismo en que se acerca a la herida y trata de penetrarla, he aquí que se despierta.
De este sueño le queda sobre todo el recuerdo de la figura femenina de la capa negra, que se va meditabunda por la callejuela desierta. De modo que la noche siguiente, cuando va a pasear en dirección a los farallones y ve allá, a lo lejos, una figura de mujer envuelta en una capa oscura, y ve el cabello rubio disperso sobre los hombros, está inmediatamente seguro de que es la mujer del sueño. Sí, esa mujer “se hizo soñar” para avisarle que la encontraría, bajo la apariencia de una mujer de capa negra, en el paseo de Tragara.
En medio de estos pensamientos, apura el paso tratando de reunirse con la desconocida. La noche es dulce y húmeda; el viento marino balancea los claros faroles colgados a intervalos regulares; la mujer está a veces a plena luz, a veces a plena sombra; parece caminar lentamente, pero, no se entiende cómo, mantiene siempre la misma distancia respecto de él, de modo que por fin solo la alcanza en la explanada del mirador de los farallones. Como en el sueño, va a apoyarse en el parapeto y mira abajo, al oscuro abismo del que se elevan, inciertas y oscuras, las negras sombras de los dos grandes peñascos.
Como en el sueño, él se le acerca mucho, rozando casi con el brazo el brazo de ella. Se da cuenta de que se comporta como un loco, pero lo asiste y lo guía una especie de seguridad adivinatoria: sabe con certeza que la mujer no lo rechazará. Entretanto, fingiendo absorberse en la contemplación del panorama, la observa con disimulo. Es joven, quizás de la misma edad que la esposa, y tiene un rostro que, en definitiva, no difiere demasiado: frente tensa y saliente, ojos un poco hundidos, de color azul duro y frío, nariz respingada, boca turgente y mentón un poco retraído. Sí, se parece a la esposa, y en todo caso él desea que se parezca. De golpe, con naturalidad y soltura, empieza a hablarle:
—¿Sabe qué anoche soñé con usted?
Como lo había previsto, la mujer no se asombra ni lo rechaza. Se vuelve, lo considera un momento y pregunta:
—¿Ah, sí? ¿Y qué hacíamos?
—Si quiere —responde él— se lo cuento. Pero usted debe prometerme que no se ofenderá. Y sobre todo que no me serví del sueño como pretexto para abordarla. De cualquier modo lo hubiera hecho. Tuve la desgracia de perder a mi esposa, a quien quería mucho. Usted se parece a ella. Incluso sin el sueño, le hubiera hablado.
La mujer se limita a decir:
—Está bien. Ahora cuénteme el sueño.
Él se lo relata, sin timidez alguna, sin omitir ningún detalle, con calma y precisión. La mujer lo escucha atentamente. Al fin dice:
—Todo esto podría llegar a suceder, salvo en un aspecto.
Él toma nota de la frase “podría llegar a suceder” y pregunta, turbado:
—¿Cuál?
—No uso vaina.
Su tono es íntimo, cómplice, casi provocativo. Él la mira y ve que sostiene su mirada con una extraña expresión de dignidad a la vez desesperada y halagadora. Como para hacerle comprender que sabe lo que él quiere y no lo rechazará, sino que, por lo contrario, está dispuesta a satisfacerlo. Después, siempre inclinada sobre el parapeto, se vuelve a él y dice en voz baja, en tono de conversación distraída y casual:
—Ahora hábleme de su esposa. Dígame en qué me parezco.
De pronto, él se siente tan desconcertado que casi no logra hablar. Al fin dice:
—Se parece mucho físicamente. Pero temo que se parezca también en algo que en los últimos tiempos me separaba de ella.
—No comprendo.
—Cuando murió, mi mujer hacía ya un año que me rechazaba.
—¿Por qué?
—No lo sé, nunca lo supe. Se limitaba a decir que no estaba dispuesta. Y después murió.
Ella calló un momento. Después, con imprevisible crudeza, comentó:
—Quién sabe qué cosa pretendió de ella. Probablemente, algo del tipo de lo que soñó la otra noche.
Asombrado y contento por la sagacidad de la mujer, él exclama:
—Sí, hubiera querido que hiciera precisamente eso. Pero no era un sueño. Es algo que hicimos realmente, hace alrededor de dos años, calculo.
—¡Cómo! ¿Lo hicieron aquí, contra este parapeto?
—No, en un rellano de escalera de una casa de la Via Veneto, una mañana en que nos encontramos por casualidad.
—¿Un rellano de escalera? ¿El último, el de la terraza?
—¿Cómo lo sabe?
—Porque me parezco a su esposa también en ciertos gustos.
—¿También a usted le gusta hacerlo así, de pie, dando la espalda, como en mi sueño?
—Sí.
Él calló; después se decidió a tutearla:
—¿Y lo harías conmigo?
Ella lo miró, a su vez, con la misma incomprensible expresión de dignidad ofendida y cómplice. Al fin dejó que sus labios enfurruñados dijeran:
—Sí.
—¿No te negarías, como ella?
—No.
—¿Y lo harías ahora?
—Sí, ahora, pero no aquí. —Calla un instante. Después, más deseosa de hablar, prosigue—: Claro, porque aunque no te hayas dado cuenta, vivimos en el mismo hotel. Ya te había visto, de modo que no me sentí demasiado sorprendida cuando me hablaste.
Él acepta con alivio ese tono más efusivo. Pregunta:
—Pero ¿cómo nunca te vi en el comedor?
—Nunca voy allí, yo como en mi cuarto —contesta secamente ella.
Entonces él teme que haya cambiado de idea por algún motivo suyo, desconocido, y pregunta ansioso:
—¿Y cómo haremos?
Entonces ella retorna a la complicidad:
—Habrás observado que en cada cuarto hay un balcón que da al jardín. Todos los balcones tienen baranda. Esta noche iré a tu cuarto, saldré al balcón, me agacharé, con las dos manos en la baranda, y haremos lo que hiciste con tu esposa en el descanso de aquella casa de la Via Veneto.
Dicho esto se endereza y echa a andar. Él la sigue, no puede menos que confesar:
—Tengo tanto miedo de que al fin no vengas.
Ignora por qué dice estas palabras. Tal vez para introducir una nota realista en algo que todavía participa demasiado del sueño en que se originó. Ella no contesta, pero apenas han salido de la explanada y se han encaminado por el paseo de Tragara, se detiene, se lleva las manos al cuello, lo desabotona, abre un instante la capa. Entonces él ve que bajo ella está totalmente desnuda. La mujer le pregunta:
—¿Me parezco a ella también en el cuerpo?
Extrañamente, engañado tal vez por su turbación, él no puede menos que notar algunas similitudes: el mismo pecho, bajo y sólido, el mismo vientre que sobresale redondo y grueso sobre el pubis, el mismo pelo espeso, corto y rizado, de un color rubio casi leonado. Incluso cierto fluir transparente y rojo de la sangre a flor de piel, en los muslos y el pecho, le recuerda a la esposa. Ella, cerrándose la capa, dice en tranquilo tono de desafío:
—Ahora me creerás, ¿verdad?
—Pero ¿tú sales a la calle así desnuda?
—Estaba apurada, aquí en Capri hace calor, me envolví en la capa y salí.
A partir de ese momento no se hablan más, caminan de prisa, distantes uno del otro, como si no se conocieran. Ella lleva su habitual paso errabundo e inconscientemente provocativo, fija la mirada en tierra, como reflexionando; él en cambio la mira de reojo de vez en cuando, como si no creyera todavía en lo pactado; al mismo tiempo, va rumiando con intensidad una preocupación extraña: ¿cómo hará ella para aferrar con ambas manos la baranda del balcón al agacharse hacia adelante, en vista de que la baranda está totalmente cubierta por una planta trepadora espinosa? Da vueltas largo rato al problema; por fin se dice que deberá cortar por la mitad esa trepadora. Pero ¿cómo hacerlo? Necesita tijeras de podar, y no las tiene; deberá comprarlas. Echa un vistazo furtivo al reloj y ve que faltan solo veinte minutos para la hora en que cierran los comercios. De pronto le dice a ella:
—¿Cuándo vendrás?
—Esta noche.
—Sí, pero a qué hora.
—Tarde, hacia la medianoche.
Él quisiera preguntarle por qué tan tarde; pero apurado a causa del cierre de los comercios, solo le dice:
—Mi cuarto está en el segundo piso, es el número 11.
—Lo sabía —contesta ella—. Estaba detrás de ti esta mañana cuando pediste tu llave al portero.
Ahora están frente a la verja de hierro del hotel. Él le toma la mano y le dice:
—¿Sabes que hasta ahora no me has dicho cómo te llamas?
—Me llamo Tania.
Y la esposa se llama Antonia. Piensa: “Tonia y Tania, casi el mismo nombre”, y no puede menos que exclamar:
—¡No es posible!
—¿Qué no es posible?
Confundido, él da una explicación:
—Nada, todavía no puedo creer que existas de verdad, estoy por dudar de mis propios ojos.
Ella, por primera vez, le sonríe; le hace una caricia en el rostro, y con un “hasta luego” escapa, tras la verja, al jardín del hotel.
Muy apurado, pues teme que los comercios estén por cerrar, él sube ahora a la calle que lleva a la plaza de Capri. Sabe adonde ir; llegado a la plaza, pasa bajo un arco, camina corto trecho por una callecita estrecha y oscura. Allí está la ferretería. Entra y se dirige, entre todas esas cajas llenas de objetos metálicos y esas panoplias repletas de cuchillos, tijeras y otras herramientas de hierro, hacia una mujer que lo mira desde atrás del mostrador. Le dice:
—Quisiera un par de tijeras de podar.
—¿Chicas o grandes?
—Medianas.
Vuelve al hotel, sube al cuarto, va inmediatamente al balcón, apretadas las tijeras en la mano. Ya es de noche; en la oscuridad, examina la planta trepadora y ve que crece en abanico desde un cajón de cemento y que para lograr que la mujer se agache fácilmente sobre el balcón, no bastará con cortar las ramas que cubren la baranda; además necesitará correr de sitio el cajón. Titubea ante una operación qué se presenta trabajosa y un poco de maníaco; después prevalece la imagen de la mujer que, la capa alzada hasta la cintura, se agacha sobre la baranda; y se entrega fogosamente al trabajo. Primero corta todas las ramas y gajos más altos; después, una vez despejada la baranda, se ingeniará para empujar a un lado el cajón. Nuevo problema: ¿dónde ponerla para que no salte a la vista y la mujer no se dé cuenta de que esa baranda limpia y despejada la preparó a propósito él, con premeditación obsesiva? Por fin decide empujarlo hasta el fondo del balcón, lo más lejos posible, y después sacar todas las ramas y gajos que ha esparcido en la terraza. Está dedicado precisamente a desplazar el cajón de cemento cuando suena, de pronto, el teléfono en el cuarto.
Corre a la mesa de luz, se lanza a la cama, descuelga el receptor, se lo lleva al oído y, al principio no oye nada. O, más bien, nada parecido a palabras. Alguien solloza en el teléfono, se esfuerza por hablar, sin lograrlo.
—Hola, hola —repite él, y entonces, al fin, emerge ahora, de la tempestad de sollozos, la voz de la mujer. De un solo resuello le dice:
—Discúlpame, perdóname, pero no iré, porque mi marido murió hace solo un mes, y yo, cuando me dijiste que tu mujer murió y yo soy parecida a ella, esperé reemplazarla a ella por mí y a mi marido por ti. Pero ahora me doy cuenta de que no puedo, es algo más fuerte que yo. No puedo, no puedo, no puedo, discúlpame, perdóname pero no puedo, simplemente eso, no puedo.
Repite todavía varias veces más ese “no puedo”, en medio de sollozos que vuelven a obstaculizar el discurso; después, con rumor seco, la comunicación se interrumpe. El mira un momento el receptor, vuelve a colgarlo.
Ahora permanece inmóvil, reflexionando. De modo que la mujer, se dice, era una de esas viudas que convencionalmente se llaman inconsolables. Por un instante esperó ser capaz de traicionar la memoria del marido con él, que en el fondo, aspiraba a la misma traición liberadora. Pero después no fue capaz, de manera que los dos muertos resultaron ser más fuertes, y él y esa mujer se quedaron cada uno con su difunto. Ante este pensamiento, una sensación de impotencia invade su alma. Se ve a sí mismo ligado a la muerta, no ya por el duelo sino más bien por la imposibilidad de continuar su vida sin ella. Lo que lo une a la difunta no es el amor, sino la impotencia para amar a una mujer que no sea ella. Exactamente como Tania, no “puede” traicionar a la extinta cónyuge. A la luz de esta comprobación, su búsqueda de una mujer parecida a la esposa cobra de golpe un significado siniestro. Recuerda haber leído en una novela de aventuras para niños que un marinero, tras matar a uno de sus compañeros, es arrojado vivo al mar, atado por una fuerte cuerda al cadáver de su víctima. Él es, precisamente aquel marinero. Atado a la muerta por las cuerdas inquebrantables de la memoria, se ahogará en la profundidad de la vida, yéndose a pique de una edad a la otra, hasta el fondo del tiempo.
Siente que se sofoca, se levanta de la cama donde tiró para atender el teléfono, va al baño, se desviste, se pone bajo el chorro hirviente de la ducha. Quién sabe por qué, mientras la ducha lo empapa, se le ocurre esperar todavía que la mujer, arrepentida, llame a la puerta. La puerta está abierta, ella podría entrar casi a hurtadillas en el cuarto, asomarse al baño, observarlo, sin ser vista, mientras totalmente desnudo gira y vuelve a girar bajo la ducha, y después podría avanzar y tender la mano para agarrarle el miembro, como lo había hecho la esposa en el descanso de la escalera, en aquella casa de la Via Veneto. Golpeado por la fuerza de esta fantasía, cierra bruscamente la ducha y, de pie y aún empapado, se mira el vientre y advierte que poco a poco el miembro se yergue, hinchado y grueso pero no todavía duro, con pequeñas sacudidas casi imperceptibles, en una forma potente y autónoma que indica la oscura persistencia del deseo. Entonces no puede menos que pasarse una mano bajo los testículos, de los cuales parece partir la fuerza que empuja hacia arriba el miembro. Los recoge en la palma, duros y rugosos, como sopesándolos; después sube el pene, lo circunda con dos dedos en anillo, lo oprime. “¿Qué estoy haciendo?”, se pregunta. “¿Me masturbo, ahora?”. Sale del cubículo de la ducha, se pone una bata de baño, pasa al cuarto, se echa en la cama y cierra los ojos.
De pronto, ahí está, ve el balcón y el sector de baranda que despejó de la trepadora. La mujer de la capa negra aparece en el balcón, se acerca a la baranda, se inclina hacia adelante, tiende la mano atrás y se levanta la capa hasta la cintura. Pero la imagen de las blancas nalgas rodeadas por el negro de la capa solo dura un instante, después se disuelve y en seguida vuelve a formarse tal cual, con los mismos gestos: la mujer aparece en el balcón, se inclina hacia la baranda, tiende la mano atrás. Nueva esfumatura, nueva imagen idéntica. La escena se reitera más y más veces, pero nunca más allá del gesto de la mano que alza la capa; llegado ese punto, tal como si una ráfaga de niebla se interpusiera entre él y la mujer, la imagen se oscurece, se desvanece. Repentinamente, él se recobra del entumecimiento de esa repetición obsesiva, abre los ojos, ve que el miembro todavía sobresale, en estado de erección completa, rígido y oblicuo, fuera de la bata, y entonces, casi sin darse cuenta, va a la ventana y sale al balcón.
Frente a él, la masa de árboles del jardín se perfila negra contra el cielo oscuro donde se adivinan las vagas nubes blancas y rasgadas del siroco, suspensas e inmóviles en el aire sin viento. El lleva la mano al pene, lo recibe en la palma, sigue con los dedos el relieve de sus ramificadas venas; después, lentamente, lo desnuda de su vaina de piel, hace que yerga en el aire la extremidad, hinchada y violácea. Mira un momento el pene, que oscila casi imperceptiblemente alzándose en ángulo agudo del vello del pubis, luego lo aprieta en la base, sube con la mano hasta la cima, baja, vuelve a subir, baja de nuevo. Ahora la mano va arriba y abajo con ritmo duro y lento, se detiene de vez en cuando como para probar la resistencia de la cima que, se diría, está por reventar, de color rojo subido, tumefacta y lustrosa como raso, y la mano reanuda el movimiento de arriba abajo. Llega finalmente al orgasmo, mientras él clava los ojos en aquellas nubes blanquecinas e inciertas, y es voluptuoso hasta el dolor o, más bien, es un dolor ardiente que se transforma en voluptuosidad. A cada sobresalto del orgasmo, un chorro violento y abundante de semen brota del pene, le baja por la mano, se escurre hasta el vientre, y él no puede menos que comparar la eyaculación con una erupción mínima pero no por ello menos profunda. Sí, piensa de pronto, es la erupción de la vitalidad reprimida demasiado tiempo y por fin liberada; no concierne a la esposa ni a la mujer de la capa negra, como la erupción de un volcán no concierne a los campos y las casas que sin embargo sepulta. Al fin, ni más ni menos que como en una erupción volcánica, le brota del pene una última efusión de lava seminal y, en ese mismo instante, el estremecimiento del orgasmo lo dobla sobre la baranda y el semen cae lejos de él, como lanzado al vacío hacia la oscuridad de la noche. Entonces piensa que ha hecho el amor no ya con una mujer de carne y hueso, sino con algo infinitamente más real, si bien incorpóreo.
Después se queda de pie, erguido, mirando los árboles y el cielo. Ahora se explica el significado del episodio de esa noche: la esposa ha muerto, y el amor entre ellos dos ha muerto; y él se ha liberado y ha resucitado. No tratará más de encontrar de nuevo a la esposa, o a una mujer que se le parezca; la viuda de la capa negra lo ha curado, con su fidelidad absurda, de su morbosa fidelidad. En medio de estos pensamientos, mira las blancas nubes que fluctúan suspensas en el cielo negro; entretanto, con las puntas de los dedos, se va despegando del vientre la película de semen cuajado.
*FIN*