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La mujer recobrada

[Cuento - Texto completo.]

Pedro Gómez Valderrama

Yo he reunido y recompuesto la mujer de Cristófano, que él mismo rompió de rabia.
Miguel Ángel “Il Giovine”.

Se separó de la ventana, que enmarcaba un simple pedazo de calle, y cuyo solo atractivo era el de mostrar, por encima de los viejos tejados, el ápice del Campanile del Giotto. Se apartó con pesar, para volver los ojos al legajo de hojas manuscritas que era el fruto de sus largos días de estancia en Florencia.

Largos días imprevistos. Cuando descendió del autobús, cumpliendo apenas una nueva etapa de su viaje de olvido, no imaginaba que en Florencia, donde todo lo inclinaba al sosiego y la meditación, se le cerraría de nuevo la vida, resurgiéndole en el pecho toda la tragedia y todo el dolor que sentía sobrepasados. Pero allí estaba, atado a una misteriosa cadena, intentando absurdamente descubrir el hilo de un enigma, la relación de las extrañas cosas que le ataban a su propio destino.

¡Cuántos días de búsqueda en archivos, en bibliotecas, sin desmayar, pero casi siempre con tan poco fruto! Sin embargo, en aquella copia manuscrita estaba todo lo que había buscado. Y ahora, en aquella tarde resplandeciente de bienaventuranza, se preparaba por fin a recapitular sobre el misterio, a ver por dentro aquellas páginas difícilmente copiadas y traducidas de antiguos manuscritos.

Tomó en sus manos el legajo, y sus ojos recorrieron las primeras líneas:

 

“…No lejos de aquí, a la vuelta de la vía Tornabuoni, en la casa pequeña más próxima a la esquina, vivía Cristófano Allori cuando empezó a ser un hombre famoso por la energía de su pincel. Se le comparaba a los grandes maestros, y las gentes se hacían lenguas de cómo su pintura sobrepasaba en belleza a la de su padre, a pesar de haber sido éste discípulo de Bronzino. Pero decíase que su padre había logrado transmitirle más de lo que él sabía.

Hay otros que dicen que si Allori logró pintar algunos cuadros de valía debiose ello al amor. Yo casi podría sostener lo mismo, sobre todo porque vi desde cerca, hace menos de diez años, el amor de Cristófano.

Amor que no fue sino uno. Porque no pueden llamarse amor las violentas horas de pasión de la primera juventud de Allori, ni sus orgías que conmovieron a Florencia. Yo las viví también desde la adolescencia, y en su compañía. Los dos nacimos en el mismo año de 1577, ambos florentinos. Por ventura fui siempre su amigo, hasta aquella tarde de nuestra disputa, que no ha opacado mi afecto por él.

Nuestros primeros años de juventud fueron inolvidables; yo no me he arrepentido de su licencia, ni de la fiebre con que los vivimos. Aún saboreo los nombres de las mujeres que nos los hicieron tan gratos, pese a que hoy al verlas aparezcan como conturbadores escombros”.

 

Dejó de leer, y se sentó junto a la ventana; desde allí, con la vista alzada, veía solamente la silueta del Campanile, recortándose sobre el azul del cielo, y la leve voluta de una nube que se iba disolviendo en el viento. A pocos pasos del hotel, casi cuatro siglos después, quedaba también la vía Tornabuoni, inmóvil en el tiempo, más impasible que los hombres que la habían transitado, más resistente al tiempo y al olvido que el amor, casi eterna como el arte. Todas las tardes, a la hora del aperitivo, pasaba por allí. Como pasaba a su pesar en las noches oscuras, luego de buscar más que placer del cuerpo, un efímero alivio a sus recuerdos.

Sus ojos volvieron al papel:

 

“Yo escribí mis sonetos en las mesas de taberna, o al borde de los lechos abiertos; pero nunca he logrado saber cómo Cristófano pintaba; no recuerdo jamás haberle visto ante el lienzo. Y sin embargo, cuando mermaba el dinero, aparecía un nuevo cuadro de Allori que iba a adornar el palacio de un poderoso.

Pero no es lo importante la descripción de nuestra vida disoluta. Lo único que hay que notar de ella, es que nunca en Cristófano hubo amor. No lo hubo para Giulia Labardi, cuyo pecho magnífico quedó retratado en uno de los cuadros que pintó para el Cardenal Orsini. Ni lo hubo para Angiolina la Veneciana, que lo amó, y por cuyos cabellos rojizos yo hubiera dado la vida. Cristófano era un hombre de corazón frío y de cuerpo hambriento de placer. Era tan violento como los duros rasgos de su cara”.

 

Es extraño, pensó, cómo el sexo, el tremendo deseo que es casi una forma de la muerte, se entrelaza con el arte como en una cópula feroz. Solamente la muerte del artista es capaz de borrar esa sombra jadeante, y dejar el arte puro, por la destrucción de la materia cuyos estremecimientos violentos lo hicieron nacer.

Yo también, cuando salía de la adolescencia, escribí sonetos en las mesas de taberna, o al borde de los lechos abiertos. Y también sin amor fui generoso de placer. Tal vez lo único hermoso que me queda para recordar, sin mancha, es la embriaguez de vida de esos días, su fuerza elemental. Yo era entonces un estudiante que deseaba ser un artista bohemio. Y escribía versos, sin saber que mi destino verdadero sería el de ser escritor. ¡Pero hace de esto tanto tiempo! No en años, sino en vida. También yo podría recordar los senos de Julia, aunque no quedaran atormentando una obra de arte. Todo esto, no era amor, y por eso estoy todavía en Florencia, de donde debí huir aquel día, si hubiese comprendido entonces que me perseguía un espíritu maligno. Pero me dejé atrapar en la red, y aquí estoy todavía, esclavo y hechizado.

Volvió a leer:

 

“Me encontré un día separado de Cristófano, fría nuestra amistad, por culpa de Hipólito Galantini, cuyas predicaciones de castidad y de templanza transformaron a Cristófano. Yo no supe jamás por qué; pero durante aquel tiempo, vivió austeramente. Jamás volvió a probar el vino, y regresó a vivir a casa de Alejandro. Pasaba los días pintando encerrado en su taller. No volvió a saberse en Florencia de enredos suyos con mujeres. Yo, no me avergüenzo en decirlo, no dejé mi vida antigua. Las frases de Hipólito no fueron convincentes para mí. Y por esto estaba tan distante de Allori, quien en esa época pintó mucho, es cierto, pero una pintura vacía y sin vida. En parte, evité verlo para no tener que decírselo. Yo en el fondo sabía que su moderación tendría fin, y que un día se desbordaría de nuevo; pero nunca sospeché que sería tan violento; no lo sospechaba, porque no conocía a Mazzafirra”.

 

Sin embargo, pensó suspendiendo de nuevo la lectura, no puede ser todo tan semejante. Todos tenemos épocas de castidad en la vida. Ya sea por hastío, por remordimiento, o por pereza de pecar. Y también a veces por falta de amor. Porque el verdadero pecado solo se comete cuando hay amor, cuando el amor anima el cuerpo hacia algo que no es simplemente material.

Abandoné aquella vida turbia, y me sumí en una época de introversión, de soledad y de odio. Más de un año duró aquel interregno de mi vida, del cual me queda apenas el amargo sabor, así como de la vida anterior solo tengo una serie de imágenes desdibujadas e imprecisas. Parece como si lo hubiera borrado todo la imagen de ella, porque la amé tanto que me hizo sentir cerca de la muerte.

Se interrumpió, y dejó que su mirada vagara por la habitación iluminada todavía por el largo día de verano. Continuó la lectura:

 

“Ella decía que era veneciana, pero no creo que lo fuese. En realidad nadie podría decir de dónde había venido. Tenía la tez fina y ligeramente cobriza, y unos ojos negros y profundos por los que asomaba un fuego salvaje. Tenía los labios siempre húmedos como si acabara de pecar.

Había quienes murmuraban que habiéndola conocido casualmente, buscando un modelo, era ella quien le había arrancado de su austeridad y su mutismo. Otros murmuraban que Allori había roto su norma de vida simplemente porque su naturaleza turbulenta no podía soportarla. Y que luego, en cualquier hora de embriaguez y de lujuria, había conocido a Mazzafirra.

La belleza de ella parecía cosa del demonio, como del demonio parecía su carácter de gata, áspero y extraño a veces, y otras sedoso y dulce. Nadie, al ver la expresión de sus ojos, habría sospechado sus profundidades lascivas.

Vivía con su madre, una vieja sombría y dura, en una casucha a las orillas del Amo, de la cual nadie pudo arrancarla, ni siquiera los grandes señores que la perseguían. Allí llegó Cristófano. Pero la verdad de su encuentro es ésta: Cuando Cristófano la encontró, nunca antes la había visto. Llevaba el vestido de las mujeres del pueblo, y en la sala oscura y ahumada de ‘La Colomba d’Oro’ se sentaba en las rodillas de un soldado barbudo. Mientras se dejaba acariciar, reía y bebía un jarro de vino. Cristófano la miró. Todos los meses de castidad se revolvieron en él. Pidió otro jarro de vino, y otro más. La suave curva del cuello blanco atraía sus ojos irresistiblemente. Fue tan intensa su mirada, que en un momento sus ojos se cruzaron con los de ella, que se rió sorprendida y lisonjeada con la contemplación.

Al percatarse el soldado del diálogo mudo, rechazó a la mujer, y desenvainando la daga se arrojó sobre Cristófano, que esquivó el golpe. Varios amigos suyos que allí estaban, se lanzaron sobre el soldado y lo pusieron en la calle. Mientras tanto, la mujer se aproximó a Cristófano.

Me llamo Mazzafirra. ¿Me invitas a beber contigo?

Allori asintió. La mujer se sentó sobre sus rodillas y le buscó los labios con la boca húmeda. Desde ese instante, Cristófano estaba perdido”.

 

Se movió, inquieto, en la silla. Con la mirada en el vacío, siguió recordando. Era la misma mujer, eran los mismos ojos que había hallado en el cuadro del Palazzo Pitti. Era el destino, que venía desde siglos atrás, a buscar su vida inerme. Cuando la encontró en aquella noche tormentosa, en su pequeña ciudad, la aceptó simplemente como una aventura extraña después de sus largos meses de soledad. La siguió hasta su casa humilde, de muchacha pobre. Y, sin saber cómo, se encontró entregado a amarla desesperadamente, esclavizado por su lujuria, por sus burlas, por el lazo de su carne.

Y ahora, por una casualidad de su vida, por un extraño juego del destino, estaba leyendo la historia minuciosa de su propia pasión a través de la historia del amor de Cristófano Allori, contada por su enemigo Giácomo Bellini. Casi no tenía que pensar en su propia tragedia, porque las palabras de aquel texto se la evocaban:

 

“Todas las tardes se le veía camino a la casita del Arno. Andaba por las calles con la mujer, a quien ahora vestía como a gran señora, con el producto de sus cuadros. Bebía con ella en las tabernas, la miraba y reía con adoración de sus desplantes. La mujer, es extraño, parecía quererle. Cada día su belleza era más demoníaca, sus ojos más profundos; tanto que inspiraba temor. Casualmente una noche, yo presencié una escena de celos que me dio miedo, en una taberna. Causada solo porque una de las antiguas amantes de Cristófano se dirigió a él y le hizo una leve caricia. Pero Mazzafirra era dominadora, lo quería todo para sí. Era voraz, como la boca milenaria de la cual surgió la humanidad, de que hablaban los griegos. Ella era eso: La boca de su sexo. Devoradora de hombres, salvaje y cruel. Acaso lo amaba, pero sobre todo, iba devorándolo, como devoró a tantos florentinos obsedidos por su belleza.

A medida que el tiempo pasaba, la esclavitud de Cristófano era mayor, y fue ella la que hizo su calvario. La belleza de la mujer le sujetaba. A pesar de su carácter violento, Allori se plegó a soportar todas las humillaciones, todas las amarguras, todos los remordimientos para conservar el cuerpo de esa mujer, ya que iba día a día perdiendo su alma espantable. Y fue así como se le vio insultar a su padre, y robar a su hermano para pagarle joyas costosas. Y perdonarla mil veces sus extravíos con amantes de una noche. Una vez, quiso matar a uno de éstos, al encontrarlo en el lecho con ella. Pero, humildemente, se retiró de la alcoba a una orden imperiosa de la mujer, y permaneció fuera, esperando como un miserable.

En Florencia se pensaba en un embrujo, en un filtro diabólico. Había sido Cristófano un valiente pendenciero, dominador de mujeres y amansador de hombres. Y no restaba sino un mísero guiñapo en las manos de la hechicera.

Fue una larga cadena de bajezas de cuyo comentario me escapo porque quiero el recuerdo de mi primera amistad con Allori. Pero jamás podría olvidar aquella noche en que le vi suplicándole que se fuera con él, que volviera a él. Los ojos arrasados en lágrimas, la cara pálida, arqueada la cerviz. ¡Cuán patético y doloroso espectáculo para quien había visto su antigua arrogancia varonil!”.

 

Camilo cerró los ojos. La propia bajeza es difícil de medir. ¿Había llegado él a aquellos extremos? Su mente se torturaba con escenas parecidas; recordaba estremecido las infidelidades de Magdalena, cometidas casi a su lado, casi en su presencia; recordaba las dolorosas escenas. Cuando él la había recogido, cuando la había transformado, ella era apenas una pobre muchacha. Pero viéndole dominado por su amor, había nacido en ella, poco a poco, una mujer distinta. Camilo se había dicho muchas veces, con amargura, que era él mismo quien la había prostituido, quien le había infundido todas las heces de su vida licenciosa. Antes de conocerle, Magdalena no había conocido aquellos oscuros refinamientos de crueldad, aquellas humillaciones que se mezclaban con un extraño amor. Nada de eso había sabido hasta que él mismo le había abierto los ojos, le había arrancado la venda del pudor, le había descubierto las simas prohibidas. Era tanta la vergüenza de que él mismo se había cubierto, que casi no podía recordar aquellos primeros meses de amor, cuyo recuerdo bastaba para compensarle la vida. ¡Cuántas veces, al descifrar las palabras de aquel manuscrito, le había asaltado el pensamiento de que era él mismo quien había acabado con su destino!

Continuó la lectura:

 

“Ya Cristófano se había convertido, casi, en un mendigo. Recorría ebrio las calles de Florencia, buscando a la mujer en todas las dudosas posadas en que ella se doblaba a los caprichos de la soldadesca y de los mercaderes. En cambio, ella era cada día más hermosa. Y en medio de su extravío conservaba una especie de monstruosa fidelidad a Cristófano. En todo aquel tiempo, entregándose a todos, nunca quiso vivir con ninguno distinto de él. Siempre volvía a su lado. Tal vez por esa crueldad que la devoraba y que le permitía someterlo a todas las amarguras, con los ojos brillantes de diabólico placer.

Un día, misteriosamente, el hombre se rebeló. Desapareció por muchos días, después de que todos los que deseaban a Mazzafirra viéronle a ésta la hermosa faz cruzada de golpes. Ni ella ni su madre, que vigilaba a Cristófano y lo seguía en la noche a través de las tabernas y posadas, quisieron decir nada. Pero en Florencia se dijo que Cristófano, en un rapto de ira después de sufrir una humillación más, intentó matar a su amante.

Días después regresó, pálido y silencioso, arrogante de nuevo, irascible y violento. Sus orgías fueron más estrepitosas, y había algo en ellas que hacía intuir al hombre enloquecido de rabia, como después de haber sufrido la más monstruosa de las humillaciones. ¡Ya le quedaba tan poco! Cuando no estaba ebrio o en brazos de cualquier mujerzuela, pintaba. El Gran Duque le encargó por entonces un cuadro, que le valió una fortuna, y en el cual pudo Cristófano, en forma tan hermosa que aun sus enemigos así lo reconocieron, dejar todas sus amarguras, todo su tormento, su ira y su desprecio: es la Judith, en la cual, más hermosa que nunca, aparece Mazzafirra, llevando la cabeza de Holofernes, que es el rostro atormentado de Cristófano. El rostro de Judith tiene la hermosa serenidad de Mazzafirra. Solo en sus ojos y en su boca se adivina el abismo. En cambio, la cara de Cristófano revela todo su tormento, toda su angustia. Y al fondo está la cara siniestra de la madre, la misma cara de la que aún hoy se ve cruzar, a paso lento, el Ponte Vecchio. Dicen los que lo saben, que la cabeza de Holofernes tiene la misma expresión de angustia y de dolor que el rostro de Cristófano, cuando, amando todavía años después, desesperadamente, a Mazzafirra, se dejó morir de una herida causada por una espina en un pie, sin dejárselo amputar, sin hacer nada para evitar la muerte. La misma expresión de cuando se quedó muerto, conservando en las manos un boceto inconcluso de la diabólica mujer. Y en el fondo, fue también la muerte de Holofernes, vencido por el amor”.

 

Era aquel cuadro de Judith, justamente, el que le había retenido en Florencia. Cuando tratando de olvidar a Magdalena, había llegado allí en el curso de su viaje, deambulando una tarde por los corredores de la Galería Pitti, lo había descubierto. Si, en aquel rostro hermoso de Judith estaba la misma cara dulce de Magdalena, sus mismos labios mórbidos. La curva de su brazo, era la misma, y sobre todo sus ojos eran los mismos, inescrutables y casi puros. La vista del cuadro fue como una mano que oprimiera la herida. A la mañana siguiente, retornó obstinado. Le parecía presentir que en aquel cuadro estaba encerrado su destino. Aplazó indefinidamente su partida, y pasaba los días con afiebrado empeño de enamorado, contemplando el cuadro. Y un día, con temor, resolvió mirar más allá de la pintura misma, indagar sobre la vida del pintor, tratar de saber quién era esa mujer. Y poco a poco, con alucinante exactitud, logró desentrañar la historia, que había encontrado resumida en las breves páginas de Giácomo Bellini.

Todo su amor, dominado y avasallado durante largos meses de lucha, resurgía intacto, sin quebranto después de la dura prueba. Días había en que anhelaba volver a Magdalena; sin embargo, el cuadro le retenía. Sabía que su destino tenía que cumplirse implacablemente. Cada día por la mañana, se detenía ante el espejo, pensando en dejar crecer su barba en el intento de comprobar si acaso su cabeza podía ser también la de Holofernes, si los rasgos ocultos por la barba eran iguales a los de Cristófano Allori. Sin embargo, le detenía un oculto temor, porque en el fondo de sí estaba convencido de que serían idénticos, como lo era su destino.

Un día de fatiga, estudiando los pormenores de la muerte de Allori, empezó a esperar con afán la herida que también laceraría su pie, y que irremediablemente le llevaría a la tumba. Mientras tanto, los días siguieron transcurriendo. Ahora, repasando perezosamente el legajo, encontraba ya cumplida su investigación, y exhaustas todas las fuentes. Sin embargo, la causa de su muerte no llegaba. Todo seguía igual, y continuaba, poco a poco, quemándose.

La muerte, pensó arrojando los papeles sobre el lecho, es lo fundamental. La manera de venir, es accesoria. Allori, en el fondo, dejó escapar la vida; acaso podría decirse que se la quitó.

Se quedó suspenso frente a la ventana, con aquellas palabras retumbando en su cerebro. Hizo un esfuerzo, y volvió al manuscrito. Quedaba aún un pequeño cuaderno diferente, copia de un comentario encontrado al margen del manuscrito de Bellini, de mano desconocida.:

 

“De todo lo que cuenta en sus memorias el poeta Bellini, hay muchas cosas ciertas, y otras que omite decir. No cuenta por ejemplo que Allori fue dueño de importante fortuna; que esta fortuna la dilapidó totalmente aquella mujer, con saña tal como si hubiese querido destruirlo por completo, no solo espiritual sino materialmente también.

Acaso por un reato de conciencia, no se detiene casi en la descripción de Mazzafirra; tal vez en el fondo ello se deba a que también nuestro poeta experimentaba un cierto dolor al pensar en ella, como más adelante explicaré.

Hoy a cien años de los sucesos, es difícil dar una idea de lo que era la mujer; sin embargo, la sola pintura de Judith nos la da. Porque es cierto que Allori puso su corazón en el cuadro. Pero un rostro como el que allí aparece, es bello de por sí, no es susceptible de embellecimiento por la imaginación. Además, en documentos de la época se encuentran testimonios tan asombrosos de la belleza de Mazzafirra, que el observador se sorprende de que ella hubiese llevado una vida semejante, y no hubiera sido transportada a medios más altos. Pues Mazzafirra era una cortesana que, si no vivía en un palacio sino en una humilde casa a orillas del Arno, sí gozaba de todas las prerrogativas y lujos inherentes a su profesión.

El secreto de las reticencias de Bellini al hablar de ella, está en que, como antes lo dije, le dolía el alma al evocarla. En un principio menos afortunado que Allori, no gozó de sus favores, ni siquiera en aquella forma transitoria que Mazzafirra acostumbraba. Luego, y fue en esta época cuando ocurrió la disputa entre Allori y Giácomo, cuando el pintor la abandonó el poeta logró persuadirla de aceptar su amor. Para él el destino si se quiere fue más amargo que para Allori; porque la perdió cuando todavía no le había sido infiel. Dejándole en la miseria, un día desapareció de Florencia y nadie nunca más supo de ella. Su rostro inigualable no volvió a quedar copiado jamás en ningún lienzo, lo que no quiere decir que otros no lo amaran. El misterio de su desaparición quedó insoluto; quienes decían que era la primera infidelidad con Bellini; y aun hubo quienes hablaron de muerte violenta, y culparon a Allori. No hay rastro ni prueba de que esto hubiera sido así.

En todo caso, cuando Bellini escribió su relato, después de haberla perdido, se consumía aún de amor por ella; y así como hubo quienes culparon a Allori, otros quisieron ver en el relato un índice de remordimiento, un intento de justificación de un crimen.

La muerte de Allori fue tal y como la relata Bellini. En la plenitud de su creación artística, de su amor y de su dolor de perderla, el hombre se dejó morir, buscó la muerte impidiendo todo tratamiento. Una pequeña herida de una espina en un pie, le dio la muerte que tanto ansiaba después de haber perdido aquella sola razón de vivir que era a la vez, su propio infierno”.

 

—Todo igual —murmuró el hombre. Recogió el manuscrito, y abrió una maleta de cuero. Allori, dejó escapar la vida; casi podría decirse que se la quitó. Arrojó los papeles en la maleta. Entre las ropas dobladas, había un revólver, sobre el cual la última luz de la tarde daba un brillo azulado.

*FIN*


El retablo de maese Pedro, 1967


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