Por cierto, ¿qué hace Dios de ese mar de anatemas Que asciende día a día hasta sus serafines? Como un déspota ahíto de viandas y de vinos, Al dulce son de nuestras blasfemias se adormece.
Las quejas de los mártires y de los torturados Son una sinfonía embriagante sin duda, Ya que, pese a la sangre que cuesta su deleite, ¡Los cielos no parecen todavía saciados!
-¡Acuérdate, Jesús, de aquel Huerto de Olivos! Con suma sencillez oraste de rodillas A quien allá en su cielo reía de los clavos Que unos viles verdugos hincaban en tus carnes,
Cuando viste escupir en tu divinidad A la chusma del cuerpo de guardia y de cocina, Y cuando tú sentiste penetrar las espinas En tu cabeza donde habitaban los hombres,
Cuando aquel peso horrible de tu cuerpo quebrado Estiraba tus brazos tensados, y tu sangre Y tu sudor corrían por tu pálida frente, Cuando fuiste mostrado como blanco ante todos,
¿Recordabas los días tan brillantes y hermosos En que a cumplir la eterna promesa tú viniste, Cuando a lomos de mansa borrica recorrías Los caminos sembrados de flores y ramos,
Cuando, henchido tu pecho de esperanza y valor, Azotabas con fuerza a viles mercaderes, Cuando fuiste maestro? ¿No caló en tu costado El arrepentimiento más hondo que la lanza?
-En cuanto a mí, es seguro que saldré satisfecho De un mundo en que la acción no es hermana del sueño; ¡Ojalá mate a hierro y que a hierro perezca! San Pedro renegó de Jesús… ¡hizo bien!
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