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La nube en pantalones

[Poema - Texto completo.]

Vladímir Mayakovski

¡Glorifíquenme!
No puedo compararme a los grandes. Y en todo lo que han hecho pongo «nihil».
Jamás
quiero volver a leer nada. ¿Un libro?
¡Qué me importan los libros!
Antes creía
que los libros se hacían de este modo:
llegaba el poeta,
entreabría fácilmente los labios
y al momento comenzaba a cantar el simplón inspirado ¡ahí les va! Pero resulta
que antes de que se comience a cantar
caminan largo rato, les salen callos de tanto fermentarse,
y en silencio chapotea en el limo del alma
el tonto pez de la imaginación.
Y mientras hierven, revolviendo con rimas
cierto guiso de amor y ruiseñores,
la calle se retuerce atrofiada, sin lengua,
sin tener con qué gritar ni conversar.

Orgullosos, levantemos de nuevo
las torres de Babel de las ciudades
mientras Dios
destruyendo ciudades
crea pastos
y mezcla la palabra.
La calle cargaba en silencio su tormento. Un grito le asomaba del gaznate. Se erizan, atravesados de través en taxis regordetes y huesudas calesas. Le han apeatonado el pecho. ¡Peores que la tisis!

La ciudad cerró el paso con tinieblas.

¡Y cuando!…
¡De todos modos!…
La calle escupió la turba a la plaza
sacándose el atrio que aprisionaba su garganta,
he pensado:
entre un coro de arcángeles Dios, saqueado, va a castigar.

Y la calle se sentó y lanzó un grito: «Vamonos a llenar la panza».

Maquillan a la ciudad los Krupps y los kruppitos, amenazan enarcando las cejas. En la boca
se pudren los cadáveres de palabras muertas,
sólo dos viven y engordan:
«canalla»
y alguna otra más, «borsh», creo.

Los poetas
reblandecidos en llanto y en sollozos abandonan la calle, los cabellos hirsutos: ¿cómo tan sólo con esas dos cantarles a las señoritas, al amor,
y a las florecitas cubiertas de rocío?

Y tras los poetas
los millares que habitan la calle:
estudiantes
prostitutas
capataces.
¡Señores!
¡Deténganse!
Dejen de comportarse como indigentes,
no se atrevan a pedir limosnas.

Nosotros, los robustos,
que caminamos a trancos,
no debemos obedecerlos, sino arrancarlos
a todos ellos,
a los que se aferran como un apéndice
gratis a cada cama matrimonial.
¿Pedirles a ellos dócilmente «ayúdame»?
¿Rogarles con un himno, un oratorio?
Creémoslas nosotros mismos como un ferviente
himno entre el ruido de las fábricas
y los laboratorios.

¡¿Qué me importa si bajo el fuego artificial
de los cohetes Fausto se desliza con Mefistófeles
por el parquet del cielo?!
¡Sé
que tengo un clavo en la bota,
una pesadilla mayor que las fantasías de Goethe!

Yo
el pico de oro,
de quien cada palabra
renueva el alma
y celebra el cuerpo,
les digo:
¡la más diminuta mota de lo vivo
es más valioso que lo que he hecho y haré!

¡Escuchen!
Predica
convulso y quejoso
Zaratustra, el labio-gritón de hoy.
Nosotros
con cara como sábanas soñolientas,
con labios colgantes como lámparas,
nosotros,
presidiarios de ciudades-leprosarios,
donde el oro y el lodo han llagado a la lepra,
¡estamos más limpios que el azul celeste de Venecia
que bañan a diario los mares y el sol!

¡Me importa un bledo
que ni en Homero ni en Ovidio
aparezcan gentes como nosotros,
picados por la viruela del hollín.

que el sol palidecería
si pudiera ver las reservas de oro que guardan nuestras almas.

Más seguros que los rezos son los tendones y los músculos.
¿Por qué habríamos de rogar una limosna al tiempo? ¡Nosotros,
cada uno de nosotros,
sostenemos en nuestras cinco
las correas de transmisión del mundo!
Esto me aupó al Gólgota de los auditorios
en Petrogrado, en Moscú, en Odessa, en Kiev, y no hubo ni uno que
no gritara: «¡Crucifíquenlo, crucifíquenlo!».
Pero para mí todas las gentes
(y también aquellas que me ofendieron)
son lo más querido y cercano.

¿No han visto cómo un perro
lame la mano que lo ha golpeado?

Yo,
escarnecido por las tribus de hoy
como un chiste largo y escabroso,
veo cómo avanza a través de montañas de tiempo
alguien para todos invisible.
Donde el ojo de los hombres se desploma segado,
cual un jefe de hordas hambrientas
con la corona de espinas de las revoluciones
llegará el año dieciséis.
Yo soy su profeta entre las gentes,
estoy donde está el dolor: en todas partes;
me he crucificado
en cada lágrima.
Ya no puedo perdonar nada.
He quemado almas donde cultivaban la ternura.
¡Algo más difícil que tomar
miles y miles de Bastillas!

Y cuando,
proclamando con una revuelta su arribo,
salgan a recibir al salvador, yo
me sacaré el alma, la pisotearé
¡para hacerla más grande!,
y así ensangrentada se la daré como estandarte.



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