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La otra mujer

[Cuento - Texto completo.]

Sherwood Anderson

—Estoy enamorado de mi mujer, —afirmó— ese comentario no me pareció oportuno, ya que en ningún momento había cuestionado el sentimiento que le unía a la mujer con quien se había casado. —Seguimos caminando unos diez minutos y lo repitió. Me di la vuelta y empezó a contarme la historia que paso a contar a continuación.

No podía quitarse de la cabeza algo que le había ocurrido en la que sin duda había sido la semana más importante de su vida. Iba a casarse un viernes por la tarde. Justo una semana antes había recibido un telegrama donde se le anunciaba que había sido designado para desempeñar un importante cargo público.

Aunque se sentía orgulloso por tan buena noticia, tenía otras razones para estar feliz. Llevaba ya un tiempo escribiendo poemas en secreto, y el año anterior había logrado editar algunos en diversas revistas especializadas. Uno de esos círculos literarios que se dedica a entregar premios a los que considera son los mejores poemas del año le nombró candidato a uno de sus máximos galardones. Su éxito no pasó desapercibido en los periódicos; de hecho, alguno de ellos llegó incluso a publicar su foto.

Como no podía ser de otro modo, aquella semana la pasó en un estado de gran alteración, al borde de un ataque de nervios. Casi cada noche iba a casa de su prometida, la hija de un juez. Allí se encontraba con mucha gente, y con todo tipo de cartas, telegramas y paquetes. Normalmente se mantenía un poco al margen y dejaba que los presentes se acercaran a hablar con él. Hombres y mujeres le dedicaban palabras de elogio y le felicitaban por haber logrado acceder a tan importante cargo público y por su merecido reconocimiento como poeta. Cuando se iba a dormir le era imposible conciliar el sueño. El miércoles por la noche salió al teatro y le pareció que la sala entera le reconocía. Los asistentes sonreían y asentían con la cabeza. Tras el primer acto, cinco o seis hombres y dos o tres mujeres se levantaron de sus asientos y se acercaron a hablar con él. Los demás espectadores de la fila estiraron el cuello para ver quién estaba ahí sentado. Nunca antes había recibido tanta atención, el éxito se le estaba subiendo a la cabeza.

Según me contó, aquella había sido una época bastante atípica para él. Sentía como si estuviera flotando en el aire. Cuando se iba a dormir, tras haber conversado con tanta gente y recibido tantas palabras de elogio, la cabeza le empezaba a dar vueltas. Cuando cerraba los ojos, una gran multitud irrumpía en su habitación. Era como si de pronto las luces de toda una ciudad le estuvieran enfocando únicamente a él. Su mente inventaba todo tipo de fantasías.

Una de esas noches se imaginó montando en un carruaje paseando por las calles de su ciudad. A su paso, las ventanas de la calle se iban abriendo de par en par. La gente salía de sus casas y se le acercaba. —Ahí está. Es él—, gritaban emocionados los vecinos. Cuando el carruaje pasaba por las calles abarrotadas de gente, podía sentir las miradas de admiración. —¡Qué mérito tienes! ¡Estamos orgullosos de ti!—, parecían decir los rostros de aquellas personas.

Mi amigo no sabía explicar si el entusiasmo de la gente se debía a la publicación de algún nuevo poema o a la realización de algún acto público de gran notoriedad. Por aquel entonces vivía a las afueras de la ciudad, en un apartamento encaramado en lo alto de un acantilado. La ventana de su habitación tenía vistas al río, escondido entre los árboles y las chimeneas de las fábricas. Una noche, al no poder conciliar el sueño y viendo que las fantasías que seguía inventando no hacían más que aumentar su confusión, se levantó para pensar.

Como cabría esperar dadas las circunstancias, intentó calmarse un poco, serenar sus ánimos, pero al irse a sentar junto a la ventana, totalmente despierto, le sucedió algo inesperado y humillante. La luna iluminaba la ciudad en aquella noche clara y agradable. Quería pensar en su futura esposa, encontrar inspiración para sus poemas o elaborar planes vitales para su carrera. Cuál fue su sorpresa al ver que su mente se negaba a obedecer tales dictados.

En la esquina de la calle en la que vivía había un pequeño estanco que vendía periódicos regentado por un tipo algo gordo de unos cuarenta años y su esposa, una mujer menuda, pero muy activa, de brillantes ojos grises. Cada mañana, antes de emprender su camino a la ciudad, mi amigo se pasaba por allí a comprar el periódico. La mayoría de las veces le atendía el hombre, pero de vez en cuando este se ausentaba, y le atendía la mujer. Aquella mujer, y esto me lo repitió al menos veinte veces durante el transcurso de su relato, tenía un físico muy normal, por no decir vulgar. No había nada realmente llamativo en ella, pero, por alguna razón que no lograba explicar, ante su presencia se sentía profundamente trastornado. Aquella semana, en medio de tantas distracciones, aquella mujer resultó ser la única persona que su mente lograba distinguir con claridad. Cuando intentaba concentrarse para escribir sus versos, la imagen de aquella mujer era lo único que le venía a la cabeza. Sin tiempo para darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo, su mente ya había vislumbrado la posibilidad de tener un romance con ella.

—No lograba entender lo que me estaba pasando —me confesó—. Por la noche, cuando la ciudad descansaba y se suponía que yo también debía estar durmiendo, no podía dejar de pensar en ella. Tras dos o tres noches en vela, su imagen se me apareció incluso durante el día. Reconozco que estaba totalmente desconcertado.

Curiosamente, cuando iba a visitar a mi actual esposa me aliviaba ver que mi amor por ella no se veía en absoluto afectado por mis divagaciones. Solo había una mujer en este mundo con quien quería pasar el resto de mis días, una sola mujer que pudiera ser mi compañera, que pudiera ayudarme a mejorar mi carácter y mi situación social, pero, en esos momentos, quería tener en mis brazos a aquella otra mujer. Se había apoderado de mí. Aquellos días, la gente no paraba de decirme lo orgullosa que estaba de mí, que tenía un gran futuro por delante, pero yo, en esos momentos, estaba en otro mundo. Aquella noche, después del teatro, volví caminando a casa porque sabía perfectamente que no iba a poder conciliar el sueño, y, para calmar mi desesperación, me detuve en la acera, frente al estanco. Era un edificio de dos plantas. Sabía que la mujer vivía en el segundo piso con su marido. Me quedé ahí un buen rato, en la oscuridad, apoyado contra el muro del edificio, y me los imaginé ahí arriba durmiendo en la misma cama. Ese pensamiento me enfureció.

—En realidad me sentía furioso conmigo mismo. Me fui a casa y me metí en la cama, rojo de ira. Ciertos libros de poesía y algunos textos en prosa han dejado en mí una huella muy profunda; decidí entonces poner algunos de esos libros en la mesilla de noche que tengo junto a mi cama.

—Las voces de los libros parecían voces de ultratumba. No podía escucharlas. Las palabras impresas no lograban penetrar en mi conciencia. Intentaba pensar en la mujer que amaba, pero su imagen también se desvanecía, en esos momentos era algo totalmente ajeno a mí. Empecé a retorcerme y a dar vueltas en la cama. Fue una experiencia realmente lamentable.

—El jueves por la mañana me pasé por el estanco. La mujer estaba sola. Me dio la impresión de que sabía lo que sentía. Yo había estado pensando en ella y quizás ella también había estado pensando en mí. Las comisuras de sus labios esbozaron una leve y vacilante sonrisa. Llevaba puesto un vestido de tela de escasa calidad, desgarrado en el hombro, y debía de ser unos diez años mayor que yo. Al ir a pagar, intenté dejar las monedas sobre el mostrador, pero mi mano tembló de tal manera que las monedas retumbaron escandalosamente. Cuando al fin logré balbucear algo, la voz que salió de mi garganta no se pareció ni por asomo a algo que alguna vez me hubiera pertenecido. «La deseo —murmuré espesamente—, no se imagina usted cuánto. ¿Puede librarse de su marido esta noche? La espero en mi apartamento a las siete».

—Y así fue, se presentó en mi apartamento a las siete. Aquella mañana, tras mi propuesta, la mujer permaneció en silencio. Puede que nos quedáramos mirando durante un minuto. En ese instante, me pareció que el mundo se detenía. Entonces asintió con la cabeza y me marché. Ahora que lo pienso, no logro recordar ninguna de sus palabras. Lo dicho, se presentó en mi apartamento a las siete. Ya era de noche, recuerda que todo esto ocurrió en el mes de octubre. El piso estaba totalmente a oscuras y le había dado la tarde libre a mi criado.

—Aquel día no me sentí demasiado bien. Varias personas vinieron a verme a la oficina, pero ante su presencia casi no pude articular palabra. Atribuyeron mi escasa lucidez a mi inminente boda. Bueno, al menos se marcharon con la sonrisa en la boca.

—Esa misma mañana, la víspera de mi boda, recibí una preciosa carta de mi prometida. La noche anterior ella tampoco había podido conciliar el sueño y durante esas horas de insomnio había aprovechado para escribirme. Todo lo que me decía era realmente acertado, pero en esos momentos ella también parecía haberse desvanecido. Mi futura esposa se había convertido en un pájaro volando en las alturas, y yo en un niño descalzo sentado al borde del camino presenciando perplejo el progresivo desvanecimiento de su figura. No sé si me explico.

—Volviendo a la carta. Mi prometida, una mujer que empezaba a abrirse a la vida, dio rienda suelta a sus sentimientos. Era muy joven y tenía muy poca experiencia, pero era una mujer. Supongo que debía de estar en su cama tan nerviosa y ansiosa como yo. Era consciente de que su vida iba a sufrir grandes cambios y estaba feliz por tener que afrontar esos nuevos retos, pero, en el fondo, estaba también algo asustada. Supongo que mientras pensaba en todo esto se levantó de la cama, cogió un pedazo de papel y empezó a escribirme. Como digo, me contó que estaba asustada pero que a su vez era muy feliz. Como a la gran mayoría de las mujeres de su edad, a sus oídos debían de haber llegado rumores de todo tipo. Su carta era muy dulce. «Después de casarnos, tendremos que olvidar durante una temporada que somos marido y mujer. Seremos seres humanos —escribió—. No olvides que la vida aún no me ha enseñado nada y que soy muy ignorante.

No dejes de amarme, sé paciente y amable en todo momento. A medida que vaya adquiriendo experiencia, cuando después de mucho tiempo me hayas enseñado lo que es la vida, intentaré devolverte todo lo que me hayas dado. Pienso amarte tierna y apasionadamente. Sé que puedo satisfacerte; de lo contrario, la idea de casarme ni se me pasaría por la cabeza. Tengo miedo, pero soy muy feliz. ¡Qué ganas tengo de que llegue el día de nuestra boda!».

—Ahora ves en qué lío me había metido. En mi oficina, tras leer la carta de mi prometida, me sentí fuerte y tomé la firme resolución de terminar con esta situación. Recuerdo que me levanté de la silla y empecé a dar vueltas por la habitación, orgulloso de saber que me iba a casar con una mujer tan noble.

Entonces me di cuenta de lo débil que había sido. Ya iba siendo hora de cambiar de actitud. Esa noche, a las nueve, tenía la intención de ir a visitar a mi prometida. «Ya estoy bien —me dije convencido—. La belleza de su carácter me ha salvado. Basta de tonterías. Es hora de irme a casa y olvidar a la otra mujer». Esa misma mañana le había dado la tarde libre a mi criado, así que levanté el teléfono para decirle que había cambiado de opinión.

—Entonces me empezaron a entrar dudas. «Tampoco me conviene que el criado esté allí. ¿Qué va a pensar si ve que una desconocida viene a mi casa el día antes de mi boda?». Solté el teléfono y empecé a prepararme para irme a casa. «Si le doy la tarde libre a mi criado es porque no quiero que me oiga hablar con esta otra mujer. Sería una falta de respeto. Tendré que inventarme alguna excusa», me dije convencido.

—La mujer llegó a las siete en punto y, como podrás imaginarte, la hice entrar y me olvidé por completo de la firme resolución que había tomado horas antes.

En el fondo, es probable que jamás tuviera otra intención. En mi puerta había un timbre, pero no lo utilizó, prefirió llamar a la puerta con total discreción.

Tengo la sensación de que todo lo que hizo aquella noche fue muy suave y delicado, pero a su vez muy decidido y resuelto. ¿Sabes lo que te quiero decir? Cuando entró yo llevaba media hora de pie, esperando junto a la puerta. Me temblaban las manos como me habían temblado esa misma mañana cuando sus ojos me miraron y cuando intenté dejar torpemente las monedas sobre el mostrador de la tienda. Cuando abrí la puerta, la mujer entró con gran rapidez. La cogí en mis brazos, y nos quedamos de pie en la oscuridad. Ya no me temblaban las manos. Me sentía contento, seguro.

—Aunque he intentado no omitir ningún detalle veo que no he hablado demasiado sobre mi esposa. Como habrás podido comprobar, me he centrado más en la otra mujer. Te aseguro que amo a mi mujer, aunque para un hombre tan perspicaz como tú supongo que mis palabras no tienen ningún sentido. Para serte sincero, estoy empezando a arrepentirme de haber iniciado esta conversación. Está claro que doy la impresión de estar enamorado de la mujer del estanquero. Nada más lejos de la realidad. No puedo negar que durante la semana previa a mi boda no había manera de quitármela de la cabeza, pero después de aquel furtivo encuentro en mi apartamento desapareció por completo de mi mente.

—¿Que si es cierto? A ver, estoy haciendo un gran esfuerzo por explicarte lo que me ocurrió aquella semana. Lo que intento decirte es que, desde aquella noche, no he vuelto a pensar en la mujer que vino a mi apartamento. Bueno, para ser sincero, esto no es totalmente cierto. Aquella noche, tal y como me lo había pedido en su carta, me presenté en casa de mi prometida a las nueve. En cierto sentido, y admito que esto no es fácil de explicar, la otra mujer vino conmigo. Lo que te quiero decir es que tenía claro que si algo pasaba entre la mujer del estanquero y yo me vería obligado a anular mi boda. «Conmigo no hay término medio», me dije.

—De hecho, aquella noche fui a visitar a mi prometida con renovadas ilusiones sobre nuestra futura vida en común. Espero no estar haciéndote un lío con todo esto. Si recuerdo bien, hace unos instantes dije que la otra mujer, la mujer del estanquero, me había acompañado. No lo decía en sentido literal.

Lo que estoy intentando decir es que, aquella noche, me acompañaron su fe en sus propios sentimientos y su valor ante la vida, no sé si me explico. Cuando llegué a la casa de mi prometida había una gran cantidad de gente. Había familiares llegados de regiones lejanas que no había visto en mi vida. Cuando entré en la habitación ella alzó rápidamente la mirada. Yo debía de estar radiante y reconozco que nunca antes la había visto tan emocionada. Debía de pensar que su carta me había conmovido profundamente, y estaba en lo cierto. Saltó de su asiento y vino corriendo hacia mí. Parecía muy feliz. Delante de toda esa gente que se había girado a mirarnos dijo exactamente lo que pensaba. «Qué alegría —exclamó entre sollozos—. Has entendido. Seremos dos seres humanos. No tendremos por qué ser marido y mujer».

—Como podrás imaginarte, todos los presentes empezaron a reír a carcajadas, todos menos yo. A mí se me saltaron las lágrimas. Estaba tan feliz que me entraron ganas de gritar. A ver si me entiendes. En la oficina, tras leer la carta que me había escrito mi prometida con cierto orgullo me dije: «Voy a cuidar de esta mujercita tan adorable». En su casa, al verla tan emocionada, cuando todo el mundo se echó a reír, yo le dije algo así: «Vamos a cuidarnos el uno al otro»; creo que eso fue lo que le susurré al oído. A decir verdad, acababa de bajarme de mi nube, y eso se lo debo al espíritu de la otra mujer. Delante de todos los presentes, le di un abrazo a mi prometida y nos besamos, debían de estar sorprendidos de vernos tan conmovidos. ¡Vete a saber lo que habrían pensado si hubiesen sabido la verdad sobre mí! Eso es algo que solo Dios sabe.

—Bueno, a ver, te lo vuelvo a repetir, desde aquella noche no he vuelto a pensar en la mujer que invité a mi apartamento. Bueno, reconozco que esto no es totalmente cierto; a veces, por las tardes, cuando salgo a pasear por la calle o por el parque, como ahora, cuando empieza a anochecer, como esta noche, su recuerdo vuelve a llamar a mi puerta. Después de ese único encuentro nunca más la volví a ver. Al día siguiente me casé y no he vuelto a poner el pie en esa calle. Pero es verdad que de vez en cuando salgo a pasear como ahora, y una sensación muy viva y profunda sacude mi cuerpo. Me siento como una semilla plantada en la tierra, alterada por la llegada de las primeras lluvias. Me siento como un árbol, no como un hombre.

—Ahora, como bien sabes, soy un hombre casado y soy feliz. Estar casado es algo muy bonito. Si insinuaras que no soy feliz en mi matrimonio, diría que eres un mentiroso. Estoy intentando contarte lo que pasó con aquella otra mujer. Siento cierto alivio cuando la recuerdo. Nunca antes había hablado de ella, esta es la primera vez. Me pregunto por qué fui tan tonto de pensar que podría darte la impresión de que no estoy enamorado de mi mujer. Si no supiera que puedo confiar en ti, en tu comprensión, jamás se me habría ocurrido contarte esta historia. Lo cierto es que me he alterado un poco con todo esto.

Creo que esta noche pensaré en la otra mujer. No será la primera vez. Lo haré antes de acostarme. Mi mujer duerme en la habitación de al lado y siempre deja la puerta abierta. Esta noche, un rayo de luna caerá sobre su cama. Me despertaré a medianoche. Estará acostada, durmiendo con la cabeza apoyada sobre sus brazos.

—¿Cómo se me ocurre ponerme a hablar de esto ahora? A quién se le ocurre ponerse a hablar de su mujer acostada. Lo que intento decirte es que, a raíz de esta conversación, esta noche me pondré a pensar en esa otra mujer. Mis pensamientos no tendrán nada que ver con los que tuve la semana anterior a mi boda.

Me preguntaré qué habrá sido de ella. Durante unos instantes sentiré que vuelve a estar en mis brazos. Pensaré que durante una hora estuve más cerca de ella de lo que jamás he estado de ninguna otra persona. Entonces pensaré en el día en que pueda sentirme así con mi esposa. Como sabes, mi mujer está empezando a abrirse a la vida. Esta noche, durante un breve instante, cerraré los ojos y sentiré cómo los ojos rápidos y decididos de aquella otra mujer me vuelven a mirar. Mi mente empezará a flotar y cuando vuelva a abrir los ojos volveré a ver a mi querida esposa, la persona con quien quiero pasar el resto de mis días. Luego me quedaré dormido y cuando me despierte volveré a sentirme como aquella noche en que salí de mi apartamento tras haber vivido la experiencia más importante de mi vida. A ver si me explico, lo que estoy intentando decirte es que, al amanecer, mi mente habrá borrado por completo el recuerdo de aquella otra mujer.

*FIN*


“The Other Woman”,
The Little Review, 1920


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