Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La pasarela

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

En el muelle, en fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la ciudad departamental.

Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla espléndida, una exuberancia de formas… Pero, objetaban los partidarios de la genérica -a la cual no conocían sino por sus retratos-, estaba ajamonada, mientras la otra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera: cuales valen más, si las de libras o las menuditas y flacas.

Si recogiesen las disertaciones sobre este punto controvertible, llenarían varios abultados tomos.

Ahora se repetían por millonésima vez los chistes, las pullas, los comentarios. Mauro Pareja, solterón empedernido, partidario de las diminutas, que él llamaba «cominillos picantes», fue el primero que señaló, entre las oscuridades de la brumosa lejanía, la luz del vapor, como una pupila de cíclope que creciese y se trocase en faro. Fondeó presto, arrimando al muelle lo bastante para desembarcar sin necesidad de otra embarcación.

Hacíase el desembarco por medio de estrecha tabla, que, apoyándose en el puente de vapor, descansaba en el borde del muelle. Salieron primero los hombres de la compañía, envueltos en viejos abrigos, en bufandas lanudas, desteñidas, cubiertas las cabezas con gorrillas pobres y sombreros abollados; luego empezó el desfile de las mujeres, dificultoso, por la «pasarela» angosta, resbaladiza. Caminaban despacio, con precauciones, porque un paso en falso sería la caída, al agua sombría, honda, que palpitaba encerrada en el estrecho espacio comprendido entre el costado del vapor y el muelle. Los gritos que les daban desde tierra, encargando cuidado, las aturdían más, y la luz deslumbraba, dando directamente en sus ojos.

-¡Eh, sentad bien el pie! ¡Despacio!

Ya en el grupo de los calaveras, la curiosidad cedía el paso a cierta compasión: un comienzo de sentimiento humano, piadoso, despertábase en las almas. Aquellas mujeres, que, engaritadas en sus abrigos maltratados por el uso y los viajes, temblaban sobre el peligroso paso, a pesar de su ágil ligereza de danzarinas de oficio, no eran las atrayentes heteras que se prometían, sino unos seres que, para comer pan, sufren y luchan.

-¡Vida perra! -murmuró Primo Cova, ya sin humor de chirigotear.

-Y diga usted que salgan de ahí sanas y salva… -advirtió Landín, otro calaverilla profesional, asaz inofensivo.

-Bueno, todo sería un baño…

-No -intervino Pareja-; sería «más»… Si se cae alguien a esa rinconada, queda debajo del barco, y no hay modo de intentar el salvamento, porque falta materialmente sitio para revolverse.

Casi en el mismo instante de decirlo corrió un rumor.

-La Ñoquita… Ahora sale la Ñoquita.

Con paso de sílfide, graciosa como un muchacho bajo su caprichosa gorra escocesa, sumida en enorme boa de piel rizada, del cual sólo emergía la nariz picaresca y el toque luminoso de dos bucles rubios flotando en la sien, la actriz corría ya por la «pasarela», sobre los altísimos tacones de sus zapatos americanos, que le hacían pie de niño, tobillos flacos de travieso colegial. El temor de los espectadores convirtióse en interés de otro género. La Ñoquita les caía bien desde el primer instante, les llenaba el ojo… Y aún no habían tenido tiempo de comunicarse la impresión, cuando, ¡plaf! Fue el siniestro ruido sordo, fue la visión fugacísima, imprecisa de la desaparición de la mujer; fue la «pasarela» vacía y el chillido estridente de las compañeras, ya en salvo en el muelle…

Y transcurrían los segundos, y nadie se decidía a nada. Abajo, en el pozo de sombra circunscrito entre el vapor y el paredón del muelle algo se agitaba confusamente; el agua, un momento, entreabriéndose, dejó ver una mancha blanca; más que rostro humano, era mascarilla de pierrot trágico, la mueca de la muerte… Arriba se agitaban, gritaban en vocerío confuso, mareante, empujándose, enloquecidos, dando cada cual su opinión, sin entenderse.

-Una cuerda… ¿No hay una cuerda, para echarla?

-Que haga máquina atrás el vapor… Está encerrada ahí en un calabozo…

-Que baje un hombre, y con una soga desde aquí le sostendremos.

-¡Eh! ¿Está por ahí Travancas? ¿Está Jolipé?

Y ni Jolipé ni Travancas aparecían, y los segundos se agregaban a los segundos en aquel trágico instante, en que cada segundo tenía tan enorme valor, y habría al fin un segundo que fuese el decisivo, el inexorable… Las exclamaciones italianas de los cómicos, su mímica desesperada aumentaba la confusión. Y caminaba, indiferente, el tiempo, y todos comprendían por instinto que, ganándolo, la actriz se salvaría; y se malograba la ocasión, sin que una voluntad se impusiese, sin que el salvamento se iniciase siquiera… La cara blanca asomó un instante, entre otro rebullir de agua salobre; asomó como el vientre de un pez muerto ya; y era evidente, para los que entendían de tales asuntos, que la Ñoquita no podía subir a la superficie, sacar los brazos, defenderse por falta de espacio, encajonada como estaba, y además agobiada, presa en la cárcel de paño de su abrigo…

Y la sacaron, sí: la sacó al cabo Travancas, el mocetón botero del muelle, que acudió a los gritos; no se sabe cómo, descolgándose por la pared viscosa, braceando abajo como un perro de aguas, y confesando al subir, entre blasfemias, que nunca había realizado más pesetera faena… Todo, para traer arriba ¿qué?.. No hubo medio de reanimar a la Ñoquita. Acaso un segundo antes…

El grupo de señoritos se retiró de allí con las orejas gachas. Una boca oscura les había soplado aliento de hielo sobre el corazón. Y Pareja resumía las tétricas impresiones de la noche en esta vulgaridad:

-No somos nada…



Más Cuentos de Emilia Pardo Bazán