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La pequeña Lamb

[Cuento - Texto completo.]

Fredric Brown

Ella no vino a cenar, así que a las ocho de la noche encontré jamón en el frigorífico y me hice un emparedado. No me preocupé, pero estaba algo inquieto. Miraba por la ventana hacia la colina y el pueblo, pero no la veía venir. Era una noche de luna, muy brillante y clara. Las luces del pueblo se destacaban hermosas y el contorno de las colinas, al fondo, se recortaba negro contra el azul de la noche bajo una luna amarilla y gibosa. Me hubiera gustado pintarlo, aunque no la luna. Si se plasma una luna en un cuadro, este parece dulzón y cursi. Van Gogh lo hizo y el resultado no fue agradable; parecía terrorífico. Pero él estaba loco; un hombre, en su sano juicio, no haría muchas de las cosas que hizo Van Gogh.

Todavía no había limpiado la paleta, por lo que la tomé de nuevo y traté de trabajar un poco más en la pintura que había comenzado el día anterior. Empecé a mezclar el verde para llenar un fragmento pero no salía bien y me di cuenta de que tendría que esperar a la luz del día para obtener el efecto deseado. Por las noches, sin luz natural, puedo trabajar en líneas o aplicar algunas pinceladas finales, pero cuando se trata de colores, ¡denme la luz del día! Limpié la paleta y los pinceles, para continuar otra vez por la mañana; eran ya cerca de las nueve y ella no había llegado todavía.

No, no tenía por qué preocuparme. Ella estaría con amigos en alguna parte y se encontraría bien. Mi estudio se hallaba a casi un kilómetro del pueblo, en las colinas, y no había manera de hacérmelo saber, porque no tenía teléfono. Probablemente estaba en la Waverly Inn tomando una copa con sus amigos y no existía motivo para pensar que yo me encontrara preocupado. Ninguno de los dos vivíamos con la obligación de dejar tarjetas de entrada y salidas; eso estaba bien claro. Pronto llegaría.

Quedaba media jarra de vino y me serví un trago. Lo bebí mirando por la ventana hacia el pueblo. Apagué la luz para poder observar mejor la noche. A un kilómetro de distancia, en el valle, pude ver las luces de la Waverly Inn: aquella luz chillona, como la ruidosa música que a menudo me alejaba del lugar. Extrañamente, a Lamb no le molestaba el tocadiscos automático, aunque le gustara también la buena música.

Otras luces punteaban aquí y allá: pequeñas granjas, otros estudios. La casa de Hans Wagner se encontraba a unos trescientos metros de la mía, colina abajo. Grande, con tragaluz, pero con un estilo estrictamente académico. No llegaba a pintar con la misma nitidez de una fotografía en color, pero veía las cosas como las ven las cámaras y las pintaba sin filtrarlas por la catálisis de la mente. Un buen artesano. Y vendía su mercancía. Podía permitirse el lujo del tragaluz.

Bebí lo que quedaba del vaso de vino y sentí un nudo en medio del estómago. No sé por qué. A menudo, Lamb llegaba más tarde que ahora, mucho más tarde. No tenía ninguna razón real para preocuparme.

Puse el vaso en el alféizar de la ventana y abrí la puerta. Pero antes de salir, encendí las luces de nuevo. Una lámpara para Lamb. Así, si ella miraba hacia la colina podría verlas y no pensaría que yo no estaba esperándola.

Deja de comportarte como un tonto, me dije; todavía no es tarde. Es temprano, apenas pasan de las nueve. Fui colina abajo hacia el pueblo, y el nudo del estómago se agudizó más y me maldije porque no había razón para ello. La línea de las colinas que servía de telón de fondo al pueblo ascendía al descender yo, haciendo resaltar las estrellas. Uno puede hacer unos agujeros en el lienzo y poner una luz detrás del marco. Me reí al imaginármelo… ¿por qué no? Pero nunca se había hecho y no hacía falta que me preocupase. Lo estuve pensando un rato y llegué a una conclusión: nadie se atrevió a realizar algo parecido porque era inmaduro e infantil.

Al pasar ante la casa de Hans Wagner, disminuí el paso pensando si Lamb estaría allí. Hans vivía solo y Lamb no lo visitaría, por supuesto, a menos que el grupo la acompañara. Me detuve y no escuché ningún ruido: el grupo no estaba allí. Continué.

El camino se dividía; elegí la ruta más corta, la que ella probablemente elegiría si regresaba directamente a casa. Pasaba por la casa de Carter Brent, pero el lugar estaba oscuro. En la de Silvia, las luces estaban encendidas y se escuchaba música de guitarra. Llamé a la puerta y, mientras esperaba, me di cuenta de que era un disco: Segovia tocando a Bach, la Chacona de la Partitura en Re Menor, una de mis favoritas. Tan hermosa, como Lamb.

Silvia llegó a la puerta y respondió a mi pregunta. No, ella no había visto a Lamb. Y no, tampoco estuvo en la posada. Había pasado en casa toda la tarde; pero, ¿por qué no entraba a tomar un trago? Me sentí tentado -más por Segovia que por la bebida-, pero le di las gracias y seguí mi camino.

Quizá debí dar la vuelta y regresar a casa, porque sin ninguna razón estaba cayendo en uno de mis rumores negros. Me sentía ilógicamente molesto por no saber dónde estaba; si la encontraba, probablemente la reñiría, y odio las riñas. No es que las tuviéramos a menudo. Ambos nos mostrábamos bastante tolerantes acerca de las cosas sin importancia. Y el hecho de que Lamb no hubiera regresado aún a casa, era una cosa sin importancia.

Pero a cierta distancia de la posada se escuchaba su ruidosa matraca y eso no aminoraba mi disgusto. Por la ventana pude ver que Lamb no estaba allí, tampoco en el bar. Pero, desde luego, faltaba mirar en los baños y, además, alguien podría dar razón de ella. Había dos parejas en el bar. Yo las conocía: Charlie e Eve Chandler, y Dick Bristow con una chica de Los Ángeles, que me habían presentado alguna vez, pero no recordaba su nombre. Y un tipo solo, que parecía imitar a un cazatalentos cinematográficos de Hollywood. Tal vez fuera eso realmente.

Entré y, gracias a Dios, el tocadiscos cesó su ruido tan pronto como hube traspasado la puerta. Fui al bar, mirando hacia la línea de los baños; Lamb no estaba en ninguno.

-Hola -saludé-. ¿Ha estado Lamb por aquí? -pregunté a Harry, el cantinero.

-No. No la he visto, Wayne. Y llevo aquí desde las seis. ¿Quieres un trago?

En realidad no me apetecía, pero no quise que pensara que solo había ido a buscar a Lamb, así que le acepté uno.

-¿Qué tal va la pintura? -me preguntó Charlie.

No se refería a ninguna pintura en particular, y aunque lo supiera daría lo mismo. Charlie trabajaba en la librería local y, sorprendentemente, puede señalar las diferencias entre Tomas Wolfe y una revista cómica, pero no sabría diferenciara entre El Greco y Walt Disney. No lo tomen a mal; a mí me gusta Disney.

Así que le contesté con la vaguedad acostumbrada para las preguntas ambiguas, y tomé un trago de la bebida que Harry me sirvió. Pagué mientas me imaginaba cuánto tiempo tendría que permanecer para que no fuera muy obvio que solo había ido buscando a Lamb.

Por alguna razón decayó la conversación. Si alguien hablaba con otra persona antes de llegar yo, no lo hacía ahora. Miré a Eve y observé que trazaba húmedos círculos en la barra, con la base de una copa de martini; la aceituna se agitaba incansable en el fondo y supe de pronto cuál era el color exacto que trataba de obtener un par de horas antes de decidir no continuar con la pintura. Era el color de una aceituna sumergida en ginebra y vermouth. Miré el color y traté de memorizarlo para intentarlo al día siguiente. Quizá esta misma noche, cuando regresara a casa. La idea disipó mi mal humor.

Pero ¿dónde estaba Lamb? Si no estuviera ya en casa a mi regreso, ¿podría pintar? ¿O me preocuparía por ella sin razón? ¿Sentiría nuevamente el nudo en la boca del estómago?

Vi mi vaso vacío. Bebía demasiado aprisa. Ahora tendría que tomar otro o sería más obvio aún el objeto de mi visita. Y no quería que la gente pensara que estaba celoso de Lamb y sintieran lástima de ella. Lamb y yo confiábamos implícitamente el uno en el otro. Yo tenía curiosidad por saber dónde estaba y deseaba que regresara a casa; eso era todo. No tenía sospechas del lugar donde estaba. Pero los demás no lo entenderían.

-Harry, sírveme un martini -no me afectaría una copa más. Y deseaba estudiar de cerca el color, íntimamente y a la mano. Sería el motivo pictórico central, y todo giraría a su alrededor.

Harry me dio el martini. Sabía bien. Miré la aceituna pero no era el color exacto que deseaba. Su tono resultaba más oscuro, aunque me daba una idea. Y todavía deseaba trabajar esa misma noche, si podía encontrar a Lamb. Si ella me acompañaba, allí podría trabajar; pondría las manchas de color, y mañana las sombras. Pero a menos que ya estuviera en casa, o en camino, la cosa no parecía muy probable.

Conocíamos a docenas de personas, no podría buscarla en todos los sitios imaginables. Pero la posibilidad más cierta era el Club de Mike, a un kilómetro de distancia, al otro lado del pueblo. Difícilmente iría ella, a menos que alguien la llevara en coche, pero también podía ocurrir eso. Llamaría por teléfono para informarme.

Terminé mi martini y me volví para dirigirme al teléfono. El tipo que parecía buscador de estrellas de Hollywood regresaba hacia la barra, procedente de la sinfonola que ya emitía los ruidos mecánicos preliminares. Una polka, particularmente ruidosa, empezó a dejarse oír. Tuve ganas de golpear al tipo en la nariz. El teléfono estaba justo al lado de la sinfonola y no podría oír o hablar si llamaba al Club de Mike.

Como los discos duran tres minutos, traté de esperar, pero un minuto fue más que suficiente. Deseaba hacer la llamada y largarme de allí, por lo que me dirigí hacia la caseta y pasé la mano por la parte posterior del tocadiscos automático y desconecté el aparato. No fue nada violento, pero el silencio repentino resultó tan brutal que pude oír, como si las hubiera gritado, las últimas palabras que Eve Chandler decía a Charlie. Su voz aguda se escuchó claramente:

-…puede estar en la casa de Hans -y cortó el resto del comentario. Si es que intentaba hacerlo.

Sus ojos encontraron los míos, y los suyos parecían atemorizados.

No hice caso del chico de Hollywood; si deseaba protestar por la moneda que había echado en la sinfonola, estaba en su derecho, pero yo no estaba dispuesto a iniciar las explicaciones. Entré en la cabina telefónica y cerré la puerta. Si conectaban la sinfonola nuevamente, antes de que terminara mi llamada, eso sí sería asunto mío, pero permaneció en silencio.

Marqué el número de Mike y, cuando alguien contestó, pregunté:

-¿Está Lamb ahí?

-¿Quién dice?

-Soy Wayne Gray -dije con paciencia-. ¿Está Lamb Gray?

-¡Oh! -era la voz de Mike, no lo había reconocido-. No, señor Gray, su esposa no ha estado aquí.

Le di las gracias y colgué. Cuando salí de la cabina, los Chandler no estaban. Oí un coche que arrancaba fuera.

Me despedí de Harry con un ademán y salí. Las luces traseras del coche de los Chandler se dirigían hacia la colina. En la misma dirección que si se encaminaran al estudio de Hans Wagner, quizá para advertir a Lamb que yo había oído algo que no debía, y que podría ir hacia allá.

Pero parecía demasiado ridículo para tomarlo en cuenta. Cualquier cosa que hiciera sospechar a Eve Chandler que Lamb estaba con Hans, era errónea. Lamb no haría nada así. Probablemente Eve la había visto tomando un trago con Hans en algún sitio, alguna vez, y tuvo esa impresión equivocada. Totalmente errónea. Aunque no fuera solo porque Lamb tenía mejor gusto. Hans es guapo y agradable con las damas, lo cual no reza conmigo, pero es estúpido y no puede pintar. Lamb no caería en los brazos de un tipo inflado como Hans Wagner.

Decidí ir a casa. A menos que deseara dar a la gente la impresión de que estaba peinando el pueblo en busca de mi mujer, no podría continuar preguntando por ella. Y aunque no me importa lo que la gente piense acerca de mi personalmente, o como pintor, no desearía que pensaran que tengo ideas raras acerca de Lamb.

Seguí la ruta del coche de los Chandler, bajo la luz de la luna. Llegué de nuevo a la casa de Hans pero no estaba allí el coche; si los Chandler se detuvieron, seguro que se habían marchado de inmediato. Pero, por supuesto, eso es lo que yo mismo hubiera hecho, dadas las circunstancias. No les habría gustado que yo viera que estaban aparcados en su jardín; hubiera estado mal visto.

Las luces estaban encendidas, pero pasé de largo, hacia mi casa. Quizá Lamb ya estuviera en ella; así lo esperaba. De cualquier modo, no iba a detenerme con Hans. Lo hubieran hecho o no los Chandler.

No vi a Lamb a lo largo del camino, entre la casa de Hans y la mía. Pero pudo haberlo recorrido antes de llegar yo, aun… bueno, aun suponiendo que ella hubiese estado allí. Si acaso los Chandler se detuvieron a advertirle.

Tres cuartos de kilómetro desde la posada a la casa de Hans. Solo un cuarto de kilómetro de la de Hans a la mía. Y Lamb pudo ir corriendo; yo caminaba. Dejé atrás la casa de Hans, su hermoso estudio con aquel tragaluz que yo le envidiaba. No el sitio ni los muebles de lujo, solo aquel maravilloso tragaluz. ¡Oh!, sí, se puede tener una luz maravillosa en el exterior, pero se levanta viento y polvo en los momentos más inoportunos. Y cuando se pinta lo que está dentro de la cabeza y no lo que se mira, no hay ninguna ventaja en pintar en el exterior. Yo no necesito ver una colina cuando la pinto. Ya las he visto antes.

La luz continuaba encendida en mi casa. Pero así la dejé y no probaba que Lamb hubiera ya regresado. Me dirigí hacia ella, sintiéndome un poco falto de aliento por la ascensión de la colina, y en ese momento me percaté de que estaba caminando muy rápido. Me detuve unos instantes para observar de nuevo el paisaje, y allí estaba nuevamente la composición, con la luna gibosa un poco más alta y más brillante. Había aclarado el negro de las colinas cercanas pero las más lejanas se veían aun más oscuras. Yo podía hacer eso. Gris sobre negro y negro sobre gris. Y, para que no resultara monocromático, las luces amarillas. Como las de la casa de Hans. Luces amarillas como los cabellos de Hans. Alto, bien parecido, de tipo nórdico-teutón. Planos interesantes en su rostro. Sí, podía comprender por qué las mujeres lo preferían. Las mujeres, pero no Lamb.

Recobré el aliento y continué ascendiendo. Grité el nombre de Lamb al llegar cerca de la puerta, pero no respondió. Entré, y ella no estaba allí.

El lugar estaba muy vacío. Me serví un vaso de vino y fui a ver la pintura que había comenzado. No estaba bien; no significaba nada. Tendría que raspar la tela y empezar de nuevo. Bueno, ya lo había hecho antes. Es el único modo de obtener algo: ser implacable cuando algo está mal. Pero no podría empezar esa misma noche.

El reloj marcaba las once menos cuarto, aún no era tarde. Pero no deseaba pensar, por lo que decidí leer un rato. Quizá algo de poesía. Fui a la estantería. Vi un libro de T.S. Eliot: La medianoche sacude las memorias, como un loco sacude un geranio muerto. Pero no era medianoche y yo no estaba de humor para Eliot. Ni siquiera para Prufrock: Vayamos entonces, tú y yo, donde la noche se extiende hacia el cielo, como un paciente anestesiado sobre la mesa… Él podía hacer cosas con las palabras que a mí me hubiera gustado hacer con los pinceles; pero no son los mismos medios, la pintura y la poesía son diferentes, tan diferentes como comer y dormir. Pero ambos campos pueden ser, y son, muy amplios. No me apetecía leer.

Y ya era bastante con pensar. Abrí el baúl y saqué mi automática calibre cuarenta y cinco. El cargador estaba lleno, metí una bala en la recámara y puse el seguro. La guardé en mi bolsillo y salí. Cerré la puerta y caminé colina abajo, hacia el estudio de Hans.

Me pregunté si los Chandler se habrían detenido para advertirles. En ese caso, Lamb se hubiera ido a casa o, posiblemente, se fuera con los Chandler a la de ellos. Pudo haber pensado que eso sería más seguro que regresar apuradamente. Así, aunque no hubiera estado allí abajo, su comportamiento no probaría nada. Y si lo estaba, demostraría que los Chandler no se detuvieron.

Caminé tratando de sentir la negrura de las montañas, el amarillo de las luces. Pero no significaban nada. Insensible como un paciente anestesiado sobre la mesa. La lucha inútil de la tierra árida por algo que un hombre puede tocar, pero nunca tener: como sacudir un geranio muerto, como un loco. Lamb. Sus cabellos negros y sus ojos más oscuros aún en la blancura de su rostro. Y la blancura hermosa y esbelta de su cuerpo. La suavidad de su voz y el tacto de sus manos corriendo por mis cabellos. Y por los cabellos de Hans, amarillos como la burlona luna.

Llamé a la puerta. Ni fuerte, ni suave, solo un toque.

¿Parecía asustado? No lo sé. Los planos de su rostro eran agradables, pero no sé qué había en ellos. Puedo ver las líneas de su rostro, pero no leerlas. Ni tampoco su voz.

-Hola, Wayne. Pasa -me invitó Hans.

Entré. Lamb no estaba en el salón, ni en el estudio. Había otros cuartos, por supuesto; una alcoba, una cocina, un baño. Deseaba mirar en todos ellos de inmediato, pero eso hubiera resultado demasiado grosero. No me marcharía hasta mirar en todas partes.

-Estoy un poco preocupado por Lamb; ella no suele estar fuera hasta esta hora. ¿La has visto? -pregunté.

Hans negó con su rubia cabeza.

-Pensé que podía haberse detenido aquí al pasar de regreso a casa -le dije casualmente. Le sonreí-. Quizá es únicamente que me sentía solo e inquieto. ¿Qué tal si vienes conmigo a tomar un trago? Solo tengo vino, pero en cantidad suficiente.

Por supuesto, él tendría que decir:

– ¿Por qué no lo tomamos aquí? -y lo dijo. Me preguntó qué deseaba y le respondí que un martini, porque así se vería obligado a ir a la cocina para prepararlo y eso me daría la oportunidad de echar una ojeada.

-Está bien, Wayne, yo tomaré uno también -señaló Hans-. Perdóname un momento. Se marchó a la cocina. Yo eché una rápida ojeada en el baño y después me dirigí a la habitación y busqué bien, hasta debajo de la cama. Lamb no se encontraba allí. Entonces, fui a la cocina.

-Se me olvidó decirte que hicieras el mío suave. Quisiera pintar un poco cuando regrese a casa.

-Está bien -acató Hans.

Lamb tampoco estaba en la cocina. Ni salió después de que yo hubiese llamado y entrado. Recuerdo la puerta de la cocina de Hans. Es muy ruidosa, y no la vi. Y es la única puerta, aparte de la de entrada.

Fui un tonto.

A menos, claro, que Lamb hubiese estado allí y se hubiera marchado con los Chandler cuando se detuvieron para avisarles, si es que lo hicieron.

Regresé al gran estudio con el tragaluz y caminé a su alrededor durante un minuto, mirando los cuadros colgados de las paredes. Después, me senté a esperar. Las pinturas me daban deseos de vomitar. Hans regresó.

Me dio la bebida y se lo agradecí. Bebí mientras él esperaba con aire de superioridad. No se lo critico. Él hacía dinero y yo no. Pero yo pensaba peor de él de lo que pudiera pensar él de mí.

-¿Qué tal va tu trabajo, Wayne?

-Bien -le aseguré. Bebí. Me había tomado la palabra y preparó la bebida floja, casi puro vermouth. Sabía horrible. Pero la aceituna se veía más oscura, más cerca del color que tenía en mente.

-¿Estuvieron aquí los Chandler? -indagué.

-¿Los Chandler? No, no los he visto desde hace un par de días -terminó su copa-. ¿Quieres otra? -preguntó.

Quise decir que no, pero no lo hice. Mis ojos se detuvieron en la puerta de un retrete del tamaño suficiente para permitir que dentro permaneciera un hombre. O una mujer.

-Gracias, Hans. Si me haces el favor.

Le entregué mi vaso. Él fue a la cocina y yo me encaminé en silencio hacia el servicio. Estaba cerrado, y la llave no estaba metida en la cerradura.

Hans salió de la cocina con un martini en cada mano. Vio mi mano en el picaporte de la puerta.

Durante un instante se quedó muy quieto y después sus manos empezaron a temblar; los martinis dejaron caer gotas al piso.

-Hans, ¿tienes cerrado el lavabo? -le pregunté con calma.

-¿Está cerrado? No, no normalmente -y al darse cuenta de que no era la respuesta adecuada, preguntó-: ¿Qué te pasa, Wayne?

-Nada -le mentí-. Nada absolutamente -saqué la cuarenta y cinco del bolsillo. Estaba lo suficientemente alelado como para no pensar en arrojarse sobre mí-. ¿Qué tal si me das la llave? -le sonreí.

Más martini se derramó sobre el piso. Esos tipos rubios, altos y grandes no tienen valor; estaba paralizado de espanto. Trataba de que su voz sonara normal.

-No sé dónde está. ¿Hay algo malo?

-Nada -eludí-. Pero quédate donde estás. No te muevas, Hans.

No lo hizo. Los vasos temblaron, pero las aceitunas se mantuvieron en su sitio. Lo miré de reojo, mientras ponía el cañón de la pistola en el agujero de la cerradura. La desvié del centro para no herir a nadie que estuviera oculto.

Tiré del gatillo. El sonido del disparo, aun en el gran estudio, resultó ensordecedor, pero no aparté los ojos de Hans.

Di un paso hacia atrás al abrirse la puerta. Entonces apunté la cuarenta y cinco al corazón de Hans. Así esperé hasta que se abriera totalmente.

Una aceituna golpeó el piso con un sonido que ordinariamente no sería audible. Miré a Hans y después al interior del servicio.

Lamb estaba allí, desnuda.

Disparé a Hans y mi brazo no tembló, por lo que un disparo fue suficiente. Cayó con la mano moviéndose hacia el corazón, pero sin tener tiempo de llegar a él. Su cabeza golpeó los mosaicos con un sonido hueco: el sonido de la muerte.

Guardé de nuevo la pistola en mi bolsillo.

El caballete de Hans estaba cerca, su navaja depositada en el borde. Tomé la navaja y corté a Lamb, mi desnuda Lamb, para desprenderla del marco. La enrollé y la sostuve estrechamente; nadie más la vería así. Partimos juntos y, dándonos la mano, remontamos la colina rumbo a casa. La miré a la luz de la luna. Yo reí y ella rio, pero su risa era como címbalos de plata, y la mía, como pétalos de geranio muertos sacudidos por un loco.

Su mano soltó la mía y danzó.

Por encima de su hombro, su risa de cascabel repicó al decir:

-¿Te acuerdas, querido? ¿Te acuerdas de que me mataste cuando te dije que Hans y yo…? ¿No recuerdas haberme matado esta tarde? ¿No te acuerdas, querido? ¿No te acuerdas?

FIN


“The Little Lamb”,
Manhunt, 1953


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