La perseguida triunfante
[Cuento - Texto completo.]
María de ZayasEn Hungría, por muerte del rey Ladislao, entró a gozar la corona un hijo suyo, llamado asimismo Ladislao como el padre (que entonces venía el reino de padres a hijos, no como ahora, por votos de los potentados). Era Ladislao príncipe generoso, gallardo, de afable condición y bien entendido, y de todas maneras amable. Y así, desde que entró a reinar, fue muy querido de sus vasallos, que, amándole príncipe, no lo olvidaron rey. Sólo en el caso que voy contando fue notado de fácil. (Mas hay lances, aunque mentirosos, con tantas apariencias de verdad, y más si los apoyan celos, que tienen más disculpa que castigo.) Siendo forzoso el tomar estado para dar herederos a su reino, pidió por esposa, al rey de Inglaterra, a la bellísima infanta Beatriz, su hija, que era de las más perfectísimas damas, en hermosura, entendimiento, virtud y santidad, que en todos aquellos reinos se hallaba en aquella sazón. Pues siéndole concedida esposa, y hechos los conciertos y puesto en orden lo necesario, mandó el rey que fuese por la reina al infante Federico, su hermano, mozo galán y discreto. No cansemos con esto a los oyentes, pues se dice todo con decir que con ser Ladislao tan perfecto, había opiniones de que con Federico había sido más pródiga la naturaleza, aunque lo desdoraba con ser tan inclinado a los engaños y travesuras con que los mozos oscurecen la virtud, y que pasan por achaques de la mocedad. Era Federico un año menos que el rey, y tan amado de él, que muchas veces estuvo determinado (si no fuera por la importunación de sus vasallos) a no casarse, porque quedara, después de sus días, Federico rey.
Puesto en ejecución el viaje, y conseguido con próspero suceso, fue recibido Federico en Inglaterra con el contento y aplauso que era justo un hermano de Ladislao. Aplazadas muy solemnes fiestas para cuando, en virtud de los poderes del rey su hermano, había de dar la mano a la hermosa infanta, la cual, hasta este día, que fue al segundo que llegó Federico, no se había dejado ver, por su grande honestidad. Llegó el ya señalado en que se habían de efectuar los desposorios, que cuando a los ojos de Federico se mostró la bella infanta Beatriz, tan adornada de belleza como de ricas galas, al punto que puso en ella los ojos, quedó sin vida; poco digo: sin potencias; no es nada: sin sentidos. Levantémoslo más: quedó sin alma; porque todo lo rindió y humilló a la vista de tal hermosura. Fue de suerte que, a no serle a la infanta dificultoso de creer que en un hermano de su esposo pudiera tener lugar tal locura, en su turbación conociera el achaque de que había enfermado con su vista. Diole la mano, en fin, Federico, en nombre de su hermano, quedando celebrado el matrimonio, y en su corazón una mortal basca de ver ya imposible su amor. Y no fue parte para que desistiera de él ver que ya no tenía remedio, ni el considerarla mujer de Ladislao, ni conocer de su honestidad el poco remedio que podía tener su desatinado amor. Y con este desdichado tormento asistió en compañía de los reyes de Inglaterra y de la reina Beatriz, su cuñada, a las fiestas, con tanta tristeza, que daba qué sospechar a cuantos le veían tan melancólico, y más a la reina, que, cuantas veces le miraba, le hallaba divertido en contemplar su hermosura. Y como era bien entendida, no dejó de imaginar la enfermedad de Federico, y sus melancólicos accidentes de qué procedían, y se determinó a no preguntarle la causa, por no oír alguna atrevida respuesta.
No era Federico tan fuera de discurso que no consideraba cuán mal cumplía con la obligación de quien era y las que debía a Ladislao, y entre sí se reprendía y decía: «¿Qué locuras son éstas, mal aconsejado príncipe? ¿Es posible que te dejes llevar de tan mal nacidos y infames deseos? No digo yo, cuando no fueras hermano, y tan amado, de Ladislao, sino un vasallo. ¿Es justo que tú imagines en su ofensa, amándole y deseando su esposa? ¡Delito tan abominable y feo, que aun entre bárbaros era para causar escándalos y sediciones, cuanto y más entre príncipes cristianos! ¿En qué me tendrá el mundo? ¿Qué dirá Beatriz, si los unos y los otros llegasen a saber mi locura? ¡No, no; no ha de ser así, mal nacidos deseos! Y os he de vencer, que no tengo de quedar vencido de vosotros.»
Con esto le parecía cobrar fuerzas y valor para resistir la violencia de su apetito; mas apenas volvía a mirar la perficionada belleza de la reina, cuando se le volvía a enredar la voluntad entre las doradas hebras de sus cabellos, y tornaba de nuevo a lastimarse, diciendo: «¡Desdichado fue el día en que yo partí de Hungría y entré en Inglaterra! Y más desdichado en el que vi, Beatriz, tu acabada belleza. ¡Oh Ladislao, ya no hermano, sino enemigo! ¿Es posible que he venido, por tu ocasión, a darme a mí la muerte y llevarte a ti mi propia vida? ¿Cómo consentiré que goces el bien que sólo me puede hacer dichoso? ¡Ay, que no sé qué consejo tome, ni qué bando siga, si el de mis abrasados deseos, o el de la razón! Porque si a ellos he de seguir, me aconsejan que te quite la vida, para tenerla; y si a ella, me dice que muera yo, y que vivas tú.» Con esto, estaba tan de veras penado, que parecía a los que han visto visiones de la otra vida. Ya se determinaba descubrir su pasión a la reina, y ya se reducía a morir callando, si bien no le pesara de que ella, entendiéndole por los contingentes del rostro, le saliera al camino preguntándole la causa de su tristeza. Mas, como he dicho, la sabia y honesta señora, no ignorando el intento con que Federico la miraba, excusaba darle motivo para atreverse. De esta suerte pasaron, Federico muriendo, y la reina disimulando, sin darse por entendida, juzgando que el día que Federico se atreviera a perderle el decoro a ella y a su esposo, no cumplía menos que con matarle, lo que debía a su honestidad y grandeza, los días que estuvieron en Inglaterra, y después lo que duró la jornada hasta Hungría, no consintiendo la reina que jamás la dejasen sus damas un punto sola, y así lo tenía ordenado a todas.
Llegados a Hungría, y celebradas las bodas de Ladislao y Beatriz con tanta alegría y satisfacción de los dos, pues a la reina le pareció corta la fama en contar los méritos de su esposo, y al rey que no era Beatriz mujer, sino deidad, o espíritu angélico, tal era la virtud, santidad y hermosura de la bella reina, amándose con tanta terneza, que no había más que pedir ni desear.
No por ver Federico a su hermano ya en posesión de la que [[le]] había robado el alma cesaron sus libidinosos apetitos y civiles y desordenados deseos; antes, viéndose de todo punto privado del bien, creció con más fuerzas el deseo de alcanzarle; antes, ardiendo en rabiosos celos de ver la terneza con que se amaban, todas las veces que como a hermano, y tan querido, no se le negaba el ver los más recatados amores que el uno con el otro pasaban; los veía juntos, con mortales bascas; no le faltaba más de declararse por palabras, que con las señales del rostro bien claro lo decía. Mas como, en el pensamiento del rey no podía entrar tal malicia, no entendía sino que aquellos desasosegados accidentes le procedían de alguna enfermedad que padecía, y confirmábalo con haberle dicho Federico algunas veces que le había preguntado qué tenía, que había muchos días antes que fuera a Inglaterra, que padecía una mortal melancolía, que cuando le apretaba, le hacía, olvidado de su prudencia, hacer semejantes extremos. Y si bien había tratado, compadecido del mal de su hermano, que famosos médicos le curasen, había sido sin fruto, porque males del alma pocas veces o ninguna se sanan con hacer remedios al cuerpo.
No lo sentía así la hermosa reina, que como más acertado médico, había entendido de qué accidentes nacía la enfermedad de Federico, y hallando sin remedio la cura, pedía a Dios le abriese los ojos del entendimiento para que, conocido su error, saliese de él. Muchas veces, rendido a su amorosa pasión, se echaba Federico en la cama, y se sujetaba a que obrase en él la medicina, hallándose tan flaco y rendido, que quisiera que las erradas curas acabaran con su vida. Y otras, con furia desesperada, se levantaba, y, como loco, decía que le mataban. En fin, con vida tan poco sosegada y ánimo tan inquieto, se vino a poner flaco y descolorido, negándose a cuantos gustos y entretenimientos su hermano y los grandes del reino le procuraban, hasta a la compañía de los caballeros mozos que le seguían y ayudaban en sus pasadas travesuras; porque tratarle de gustos ni entretenimientos era darle mil dilatadas muertes.
Un año podría haber que estos dos amantes y esposos gozaban las glorias de su amorosa compañía y bien pagado amor, y Federico las penas infernales de vérselas tener, cuando otro príncipe comarcano, deseoso de engrandecer y aumentar su reino y dilatar su señorío con el de Ladislao, y para conseguirlo, le empezó a hacer guerra por los confines de su reino, de suerte que fue fuerza acudir a la defensa de él, porque le destruía todo cuanto podía alcanzar. Pues viendo Ladislao que Federico, por su larga, prolija y no entendida enfermedad, no estaba para asistir a la guerra, dispuso él ir en persona a defender su tierra, de que no le pesó a Federico, fortaleciéndose con algunas esperanzas de remedio, faltando el rey su hermano del lado de su esposa, que estaba ya tal este desventurado amante que, si hallara ocasión para aprovecharse de la fuerza, no lo dejara, ni por la ofensa de Dios, ni de su hermano. ¡Ah, riguroso desacierto de un hombre mal aconsejado con su mismo apetito, que ni miras la justicia divina, ni la ofensa divina y humana!
Dispuso Ladislao su partida bien contra la voluntad de la reina, y más cuando supo que a ella y a Federico le quedaba la gobernación del reino, con orden de que el uno sin el otro dispusiesen ninguna cosa, temiendo que en el ausencia del rey no la pusiesen sus atrevimientos en algún cuidado. Mas hubo de obedecer en todo, por no inquietar con nuevos cuidados el corazón de su esposo, ni hacerse sabedora de los de Federico. Juntó el ejército y partió el rey, con gran sentimiento de la hermosa reina; tanto, que en más de un mes no se dejó ver de nadie, ni se despachó negocio ninguno, por no salir en público en la mitad del mar de sus lágrimas, hasta que viendo era ya fuerza acudir al cargo que le quedaba ordenado, salió a comunicar con su traidor cuñado el despacho de las cosas tocantes al reino; mas con tanta honestidad, que apenas se podía hallar en ella causa para tenerla por menos que deidad. Otras veces entraba Federico a consultarle los papeles, con que, si antes estaba perdido, ahora se remató con tanto extremo, que casi se declaraba con palabras equívocas y decía su pasión con señas bien claras, de modo que las damas que asistían siempre a la reina por orden suya, ya conocían de qué causa procedía el mal de Federico y lo platicaban unas con otras, a excusas de la reina.
Determinado estaba Federico de descubrir a la reina su amor, y andaba buscando modo para hacerlo, si bien unas veces temía y otras se animaba, y muchas, paseándose por las salas, decía: «¿Es posible que sea mi atrevimiento tan cobarde que tema decir mi pena a la causa de ella? ¿Qué es esto que me acobarda? ¿Qué importa que Beatriz sea honesta? ¿Qué me tiene el que sea virtuosa? ¿Por qué me acobardo en que sea mujer de mi hermano, si tras todo esto es mujer, y puede ser que, por ignorar que ella es la causa de mi mal, no le haya dado el remedio, pues sabemos que las mujeres, en viéndose amadas, aman, y en amando, todo cuanto hay aventuran? ¿Tan poco merezco yo, que no conseguiré que me ame Beatriz? Mas, ¡ay de mí!, ¿cómo me ha de amar, si está adorando en su esposo, y jamás le veo enjutos los ojos en su ausencia? Pues a una mujer que ama otro dueño, ¿no es locura intimarle nuevo amor? Claro está que si a tal me atrevo, airada me ha de dar la muerte; mas ¿qué más muerte que la que padezco? Más rigurosa, por ser dilatada; que ya que se muera, comodidad es morir presto. Mas ya puede ser que me engañe, y yo mismo me quite la gloria, que por el purgatorio que padezco me es debida, pues podría ser que la reina no sintiese tan mal de mi atrevimiento, que es mujer, y siéndolo, todo está dicho. Ánimo, cobarde corazón, y determínate a declarar tu pena; que lo cierto es que, si Beatriz no sabe que la amo, ¿cómo me ha de amar? Si ignora que padezco por su causa, ¿cómo me ha de remediar? Pues si es así, como lo es, y el proverbio moral dice que a los animosos ayuda la fortuna, en ello fío, y con esta confianza declararé a Beatriz mi pasión amorosa, y si muriere por atrevido, más honor será que morir de cobarde. Y si muriere por su gusto, a buenas manos muero.»
Con esto, se entró en su aposento, y escribiendo un papel con varios acuerdos que primero tuvo, le puso entre unos memoriales que aquel día había de consultar a la reina, y con ellos fue donde estaba con sus damas, tan turbado, que de verle la reina temblar la voz y los pasos, se asustó, temiendo que Federico se quería declarar con ella. Mas por no darse por entendida, ni temerosa, le recibió con amable y honesto semblante, mandándole sentar, que él lo quisiera excusar, porque en su presencia, mirando la reina los memoriales, no leyera el suyo; mas al fin lo hizo, y después de haber hablado en el ausencia del rey y estado de la guerra y otras cosas de que más gusto podían tener, le dijo Federico (no porque hubiese sucedido, sino por ver qué hallaba en ella):
—Cierto, señora, que hoy me han contado un caso que pasa ante la justicia ordinaria de esta corte, que es bien para admirar, y es que dos hermanos que hay en ella amaban una mujer, y el mayor, o por más rico, o más dichoso, la mereció esposa, con que el menor quedó tan desesperado, que viéndose morir, hallando ocasión, por fuerza gozó a su cuñada. Hase sabido, y está preso por ello, y no se atreven a publicar sentencia contra él, porque el marido, que está inocente del hecho, no lo entienda, y no saben qué medio tomar en el caso.
—¿Pues qué medio puede haber —respondió la reina— más que castigar al culpado? Pues cuando el marido lo sepa, sabrá que queda vengado su agravio.
—¿Pues por amar han de quitar la vida a un triste hombre?
—Sí —dijo la reina—; que amar lo ajeno, y más siendo el dueño su hermano, no es delito capaz de perdón. Y ese hombre no amaba, sino apetecía el deleite, ni ofendiera lo que amaba en el honor, y más por fuerza.
—No falta quien dice —respondió Federico— que si bien ella sintió la fuerza, ya le pesa de no haber callado, y siente que haya de morir quien la ame. Y bien mirado, es cierto que por amar no merece morir.
—Cuando el amor es deshonesto —respondió la reina—, ¿qué privilegio le puede defender del castigo? Y si ese caso pasara por mí, no aguardara yo a que mi esposo ni la justicia vengara mi agravio, que yo por mí misma le vengara. Y así, desde aquí condeno a él y a ella a muerte: a él, por el delito, y a ella, porque no le vengó.
Diciendo esto, puso el rostro severo y con alguna ira dijo:
—Veamos los memoriales que traéis, Federico, y no se hable más en esto; que ofensas del honor y del marido las aborrezco tanto, que estoy ofendida aun en haber oído que haya mujer que lo consienta, ni hermano tan traidor que lo piense, cuanto y más que lo ejecute.
—Los memoriales, señora —dijo Federico—, no son para ahora; con más espacio los podrás ver.
Y con esto, no muy contento, se despidió y se fue a su cuarto, maldiciendo la hora y el día en que había visto a Beatriz, la cual, tomando los memoriales, los fue pasando, y el tercero que abrió, vio que decía así:
«Federico, infante, a Beatriz, reina de Hungría, pide la vida que por sentencia de su desdicha, en el tribunal de la crueldad, está mandado que la pierda, y sólo se la puede dar la misma causa por quien muere, que es la misma a quien pide la vida. Ya, hermosísima Beatriz (que no te quiero llamar reina, por olvidarme de la ofensa que hago al rey, tu esposo), no puede mi sufrimiento tener mi mal oculto, pues basta un año de silencio; ni es tan poco amada la vida que, sin buscar algún remedio, la deje acabar. Ya que haya de morir, muera sabiendo, tú que muero por tu causa, y por este atrevimiento conocerás la calidad de mi dolor, pues no me deja mirar a quien eres y a quien soy, pues anteponiéndose mi pena a tu decoro, mi atrevimiento a tu honestidad y mi amor a todos los inconvenientes, me fuerza a que publique que tu hermosura es causa de mi muerte. Yo te adoro, ya lo dije. Si no merezco tu perdón, dame castigo, que le sufriré gustoso con saber que muero por ti.»
¿Quién podrá ponderar el enojo y turbación de la reina, habiendo leído el atrevido papel? No hay más que decir de que la turbación sacó a hilos las perlas de sus ojos, y con el enojo, hizo el papel menudos pedazos, que no fue pequeño desacierto, para lo que después le sucedió. En sí misma pensaba qué haría, sin saber determinarse a nada; pues si le mandaba matar, no se aseguraba de la ira de su esposo ni de sus vasallos, pues aún no tenía Hungría otro heredero. Y si le daba al rey cuenta del caso, y más habiendo rompido el papel, no aseguraba su inocencia, pues cuando no se pensase de ella más liviandad que haber hallado en ella causa para el atrevimiento de Federico, bastaba para quedar su honor en opinión, pues era dificultoso de creer que contra su mismo hermano podía haber intentado tal traición; demás que podía Federico fácilmente culpalla por disculparse.
Ya le pesaba de no haber guardado el atrevido memorial y ya se satisfacía de haber vengado en él su ira. Y entre todos estos pensamientos, se resolvió a lo mismo que antes, que era a disimular, y que mientras Federico no se atreviese a más, dejarlo así, pidiendo a Dios la amparase y defendiese de él. Y como no podía retirarse de su vista, siendo fuerza, como lo había ordenado el rey, para los despachos y negocios, verle cada día, ordenó al aya que la había criado y había venido de Inglaterra, asistiéndola, que ni de día ni de noche se apartase de ella. Mandó que durmiese en su misma cámara, haciendo poner en las puertas de ella y las demás cuadras, por la parte de dentro, fuertes cerrojos, por que si Federico se quisiese aprovechar de la fuerza, como había propuesto en el caso que le había contado. Y con esto, juzgando estar segura, pasó como antes, aunque con menos gusto; tanto, que bien le mostraba, en la severidad de su rostro, lo mal contenta que estaba con él. Tretas fueron éstas que al punto las conoció el traidor cuñado; mas no fue nada parte para que desistiese de su amorosa porfía, antes muy contento de que ya que no hubiese granjeado más de que la reina supiese que la amaba, le parecía que antes había ganado que perdido, y ya se atrevía, cuando la veía, a decirle sentimientos de amor, ya a vestir de sus colores, y ya a darla músicas en el terrero, con lo cual la santa reina andaba tan desabrida y triste, que en ninguna cosa hallaba alivio y sólo le tuviera en la venida del rey. Mas ésta se delataba; porque los casos de la guerra son buenos de empezar y malos de acabar.
Pues sucedió que, estando una tarde con sus damas en el jardín de palacio, tan melancólica como se ha dicho, las damas, por alegrarla o divertirla, mandaron venir los músicos, a quien Federico tenía prevenidos de unas endechas al propósito de su amor, para si fuesen llamados en alguna ocasión las cantasen, dándoles a entender que eran dirigidas a una dama de palacio a quien amaba. Que como entraron y hallaron la ocasión, cantaron así:
«¡Que gustes que mis ojos,
ídolo de mi pecho,
estén por tus crueldades
copiosas fuentes hechos!
¡Que no te dé cuidado
ver que llorando peno,
sin que al sueño conozca,
cuando tú estás durmiendo!
¡Con qué crueldad me quitas
la vida que poseo,
pues cuando tú la gloria,
tengo yo los tormentos!
No entiendo aquesta enigma
pues en tu pecho el hielo,
sin que en él se deshaga,
se destila por ellos.
Mas ¡ay!, que ya conozco
de aqueste mal el riesgo,
porque el tuyo es de mármol
cuando el mío es de fuego.
¡Que las ardientes llamas
de tu abrazado incendio
a deshacer no basten
la nieve de tu pecho!
Tienes el corazón
de algún diamante hecho,
que aún no basta el ablandarle
la sangre de un cordero.
Caliéntale a las llamas,
que amor está encendiendo,
y verás cuán suaves
son para tu recreo.
Dueño eres de mi vida,
y aunque muera, has de serlo,
pues después de la muerte
te he de aclamar por dueño.
No porque me faltara
quien me rindiera feudo,
que bellezas me aman,
cuando a la tuya quiero.
Antes, aborrecidas
de que a todas me niego,
se alegran que me trates
con rigor tan severo.
Eres Anaxárete,
si en la hermosa Venus;
Dafne, que a Febo ultraja,
porque la sigue Febo.
Sin ventura cultivo,
en tierra estéril siembro,
abrojos da por granos,
perderé mis empleos.
¡Triunfa ya de mi vida,
triunfa, Nerón soberbio,
y si gustas que muera,
yo también lo deseo!
¡Qué avara estás conmigo!
poco favor te debo,
poco cuestan agrados
y siempre estás sin ellos.
Si te miro, es sin gusto;
siempre cruel te veo;
siempre estás desdeñosa,
y yo siempre muriendo.
Págame las finezas
con que te adoro y quiero,
siquiera con mirarme
con semblante halagüeño.
No quiero más favores,
pues que no los merezco,
de que tu boca diga:
«de ti lástima tengo».
¡Salid, lágrimas mías!
¡Salid, que no os detengo,
suspiros, ya os envío
a vuestro amado centro!
No temo por amarte
el castigo del Cielo,
aunque sé que le irrito
con este pensamiento.
Ya me acaban las penas;
mi triste vida veo
cercana ya a la muerte,
y no le hallo remedio.
Ya con tantas desdichas
se acaba el sufrimiento;
el alma está sin gusto,
y sin salud el cuerpo.
Ya me niego a los ojos
de lo que me tuvieron
por asilo en las gracias,
por deidad en lo cuerdo».
Así gasta, llorando,
su bien perdido tiempo;
que amar tanta belleza
gloria es, que no tormento.
Un amante sin dicha,
que adora un mármol bello,
que aunque oye, no escucha,
por no darle remedio.
Y nunca se enternece,
porque es cruel, y su dolor no siente.
Con airado rostro escuchó la reina las referidas endechas, si bien, por no dar que sospechar a los que las cantaron y a las que las oían, habiendo conocido en ellas mismas de la parte que venían, disimuló su enojo, mas no quiso que cantasen más, y ardiéndose en ira, que estuvo en puntos de mandarle matar, por librarse de sus atrevimientos y cansadas quimeras, y pedía a Dios trajese presto al rey, imaginando que su presencia refrenaría su desbocada locura; mas viendo que la venida se dilataba y que en Federico se alargaba la desenvoltura, desenfadándose con libertades de que podía resultar algún mal suceso, se determinó a lo que ahora diré, y fue que llamando, con gran secreto, maestros que fuesen a propósito, juramentados de que no dijesen a nadie la obra que habían de hacer. [[En]] una gran cuadra, que estaba en el jardín, con muchas rejas, que por todas partes caían al hermoso vergel, donde muchas noches de verano el rey y ella cenaban, y dormían en medio de ella, porque era muy grande y hermosa, y tenía capacidad para todo, mandó a los dichos maestros le hiciesen una jaula de varas de hierro doradas, gruesas, fuertes y menudas de tal calidad, que no pudiesen ser rompidas ni arrancadas de su lugar y que desde el suelo al techo estuviesen bien fijadas, de tanto espacio que cupiese dentro una cama pequeña, un bufete y una silla, y quedase algún espacio para pasearse por ella, con su puerta, en que hubiese un fuerte cerrojo con una grande y segura llave, con otra cerradura sin ésta, que cerrándola de golpe, quedase segura y hecha muy a su gusto. Mandó colgar la sala de afuera de ricas colgaduras, y dentro de la jaula poner una cama y lo demás. Y como estuvo aderezado, mandó llamar a su traidor cuñado, y con más agradable semblante que otras veces, le dijo:
—Hermano mío, vamos al jardín, que quiero que vuestra alteza vea una obra que en él tengo hecha, muy de mi gusto, para cuando venga el rey.
Federico, seguro y alegre de ver que la reina le hacía aquel favor (no de los menores que él podía desear), la tomó de la mano, diciendo:
—¿Quién podrá, reina y señora, contradecir a lo que mandas, ni imaginar, que siendo de tu gusto no será muy honoroso?
Y con esto, caminaron al jardín, la reina tan falsa contra Federico, cuanto él lozano y alegre de ir con ella tan cerca que le podía manifestar su sentimiento, como lo hizo, pues a excusas de las damas le iba diciendo amorosas y sentidas razones. La reina sufrió, por tener tan cerca su venganza y llegar a conseguirla, siendo su atrevimiento tan grande, que llegó a besarle la hermosa mano que llevaba asida con la suya. No poco contento de ver que la reina tenía tanto sufrimiento, pareciéndole obraba en ella amor. Que como llegaron a la sala dicha, entrando en ella, se acercaron a la jaula que en ella estaba hecha, admiradas las damas de verla, porque mientras se había hecho, no había consentido la reina que ninguna bajase al jardín. Y estando a la puerta, le dijo la reina a Federico que entrase y la mirase bien, que luego le declararía su designio. Que él, no maliciando el caso, entró; mas apenas puso los pies dentro, cuando la reina, dando de mano a la puerta, la cerró con un gran golpe, y echando el cerrojo y torciendo la llave, dijo a Federico, que al ruido de la puerta había vuelto:
—Ahí estarás, príncipe, hasta que venga el rey, tu hermano, porque de otra suerte, ni tú dejarás de ser traidor, ni yo perseguida, ni el honor de mi esposo puede estar seguro.
Y dando orden de que por la parte que hacía espaldas la jaula, detrás de ella, se pusiesen camas para cuatro pajes que le asistiesen de noche y de día, y a todos sus caballeros, para que entrasen en la sala y le divirtiesen, y que llevasen libros y tablas de ajedrez, naipes, y dados, y dineros, para que se entretuviese con sus criados, y a sus damas, que cuando les diese gusto, bajasen a divertirle, la más contenta mujer del mundo se retiró a su palacio, dando gracias a Dios de tenerle donde pudiese vivir segura de sus traiciones y quimeras.
Con tanto enojo quedó Federico de ver lo que la reina había hecho con él, que rayos parecían salirle por los ojos, y fue bastante este desprecio (que por tal le tenía), que todo el amor se le volvió en aborrecimiento y mortal rabia, y con la cólera que tenía, en tres días no quiso comer bocado, aunque se le llevaba su comida con la grandeza y puntualidad que siempre, ni acostarse, ni hablar palabra a ninguno de cuantos le asistían, ni a las damas que bajaban a divertirle. Mas viendo que la reina no mudaba propósito en sacarle de allí, hubo de comer, por no morir; mas tan limitado, que sólo era bastante a sustentarle. Mas desnudarse, ni hacerle la barba, ni mudar camisa ni vestido, ni acostarse, no se pudo acabar con él. Ni aun la misma reina, que fue a pedírselo, diciéndole, con muy bien entendidas razones, que aquella facción él mismo se la había de agradecer, pues con ella le quitaba de cometer un delito tan feo como el que intentaba contra su hermano, y ella tenía seguro su honor. Mas Federico a cosa ninguna la quiso responder, ni hacer lo que le pedía; con que la reina, ya resuelta en que le había de tener allí hasta que el rey viniese, le dejó, sin querer verle más, aunque bajaba muchas veces al jardín, y, para más seguridad, porque ninguno de sus criados les diese modo con que pudiese salir de allí, mandó a sus criados (los que había traído de Inglaterra) que velasen y tuviesen en custodia a Federico, el cual, a pocos meses que estuvo en esta vida, se puso tan flaco y desemejado, que no parecía él, ni su figura.
Algún escándalo causó en la ciudad, entre los grandes, la prisión de Federico, y acudieron a la reina a saber la causa, a lo cual satisfizo la reina con que importaba al honor y quietud del rey y suya que estuviese así hasta que su hermano viniese, mandando que, pena de la vida, ninguno avisase al rey de este caso, con que ellos, más deseosos, de criados confidentes de Federico, supieron cómo amaba a la reina (que estas cosas, y más en los señores que se fían de criados, jamás están secretas), con que todos los grandes juzgaron que la reina, por la seguridad de su honor, le tenía allí, y todos la daban muchas alabanzas, amándola más por su virtud que antes.
Estaba Federico tan emponzoñado y colérico, como de su natural era soberbio, y tenía ya trazada en su imaginación su venganza, que aunque el rey le escribía, jamás le quiso responder, y si bien el rey había enviado a saber de la reina la causa, ella le había respondido que ya sabía la enfermedad que Federico padecía, y que ahora, más apretado de ella, le obligaba a no escribirle.
Más de un año pasó en esta vida, despachando la reina con gran valor las cosas del reino, sin que hiciese falta en ellas Federico, teniendo tan contentos los vasallos, que no echaban menos ni al rey ni a él. Cuando, fenecida la guerra y asentadas las cosas de ella muy a gusto de Ladislao, que como se vio libre de este embarazo, dio la vuelta a Hungría, que, sabida su venida por la reina, habiendo hecho un rico vestido para Federico, ya que supo que no estaba el rey más de una jornada de la ciudad y que los señores se querían partir a recibirle, se fue a la prisión en que estaba, y abriendo la puerta, le dijo:
—Ya, príncipe, es fenecida tu prisión; tu hermano viene, que esta noche estará aquí. La causa de tenerte como te he tenido, mejor que yo la sabes tú, pues no fue por castigarte, sino por vivir segura y que lo estuviese el honor de tu hermano. Ya no es tiempo que en día de tanta alegría haya enemistades. Suplícote que me perdones, y que perdiendo el enojo que tienes contra mí, te vistas y adereces con estas galas que de mi gusto para ti se han hecho, y salgas con los caballeros que te están aguardando, a recibir al rey.
Bastantes eran estas palabras para amansar otro cualquiera ánimo menos obstinado que el de Federico; mas él, apoderado de todo punto de su ira, sin responder palabra a la reina, ni querer mudar camisa ni vestido, ni cortarse, ni aun peinarse los cabellos, ni hacerse la barba, sino de la manera que estaba, pidiendo un caballo y subiendo en él, se partió con los caballeros que le aguardaban por orden de la reina, dejándola mal segura y bien cuidadosa de alguna traición, pesándole de haberle dado libertad hasta que ella hubiera informado al rey de todo, y más de haber rompido el papel, que pudiera ser el mejor testigo de su abono. Mas viendo que ya estas cosas no tenían remedio, se encomendó a Dios, poniéndose en sus manos y resignando su voluntad en la suya.
Llegó Federico adonde estaba su hermano, no en forma de señor ni príncipe, sino de un salvaje, de un esqueleto vivo, de una visión fantástica; que como, bajando del caballo, le pidió las manos, puesto ante él de rodillas, y el rey le viese de tal manera, admirado, le dijo:
—¿Cómo, hermano mío, en día de tanta alegría como yo traigo, por haberme Dios vuelto victorioso a mi tierra, vos, que la habíades de solemnizar más que todos, os ponéis delante de mí de la suerte que os veo? ¿Qué os ha sucedido, o cómo estáis de esta suerte? Decídmelo, por Dios, no me tengáis más confuso, que aun cuando fuera muerta Beatriz, que es la prenda que en esta vida más estimo, aún no os pudiera obligar a tanto sentimiento.
—Rey y señor: pluviera al Cielo que el verme como me veis fuera la causa ser la reina muerta, que no es pérdida de que os podéis apasionar mucho, pues por lo menos viviera, muriendo ella, vuestro honor. Yo vengo de la manera que la liviandad de vuestra mujer me tiene, cuanto ha que partistes de Hungría. Y porque no son casos que pueden estar secretos, ni lo han estado, sabed que desde que os fuisteis me ha tenido en una jaula de hierro, como león o tigre, o otra bestia fiera, dándome de comer por tasa, no dejándome cortar la barba, ni cabellos, ni mudar vestido, ni camisa, porque enamorada de mí, descubrió su lascivo amor, pidiéndome remedio a él, prometiéndome, con vuestra muerte, hacerme dueño de su hermosura y de vuestro reino. Y porque yo [[rehusé]] cumpliendo con la deuda que a mi rey y hermano soy obligado, me ha hecho pasar la vida que oís, y en mi persona veis, bajando cada día a persuadirme cumpliese con su liviano y lascivo amor, o que allí me había de dejar morir, hasta hoy que, como supo que ya estábades tan cerca, me llevó vestidos y dio libertad, pidiéndome con lágrimas y ruegos que no dijese lo que había pasado. Mas yo, que estimo más vuestro honor y vida que la mía, no quise oírla, ni hacer lo que pedía, sino venir así a daros cuenta de lo que pasa y del peligro en que está vuestra vida si la liviana y traidora reina no muere; porque si bien, por mi parte, y por guardar el decoro que os debo, no ha tenido efecto la ofensa, para un rey y marido basta haberla intentado, y quien ha hecho una, no dejará de hacer otras muchas, pues podrá ser acuda a otro de menos obligaciones que yo, que siguiendo su parecer, os ponga en las manos de la muerte. Ésta es la santa, la virtuosa, la cuerda y honesta Beatriz, que tanto amáis y estimáis. Ya delante de todos vuestros vasallos y caballeros os he dicho lo que me preguntáis y tanto deseáis saber; porque, si se disculpare con vos, contando estas cosas de otra manera, culpándome en ellas para disculparse a sí, como puede ser que lo haga; que las astucias de las mujeres, cuando quieren apoyar su inocencia y encubrir sus traiciones y mentiras, son grandes, creed, señor, que ésta es la verdad, y no la que la reina dijere; que ni yo le levantara este testimonio, si fuera mentira lo que digo, o pudiera, sin hacerme acusador público, advertiros de su viciosa vida de otro modo, o procurara decirla con menos testigos de los que están presentes; y si a vos, señor, o a cualquiera de estos caballeros les parece que lo que digo no es la verdad misma, aquí estoy para sustentarla a cualquiera que en campo quisiere defender la parte de la reina, porque se crea que, cuando yo me dispuse a sacar la cara en cosas tan pesadas, y donde está de por medio el honor de un rey y hermano mío, ya fue dispuesto a ponerme a todo riesgo. Mas si vos, señor, forzado del amor que la tenéis, disimulando vuestra afrenta, la quisiéredes perdonar, vuestra voluntad es ley; mas yo no tengo de estar donde vea con mis ojos una mujer que sin considerar que soy hijo del rey Ladislao (que Dios tiene), me quiso hacer instrumento de la afrenta y agravio de su esposo, siendo mi rey y mi hermano. Y así, desde aquí os pido licencia para irme, sin volver más a la ciudad, a las villas que me dejó el rey, mi padre y vuestro, a reparar del mal estado en que me han puesto sus deshonestas crueldades. Esto es lo que pasa en vuestra ausencia, y con lo que he cumplido con la obligación que a mi grandeza y lealtad debo.
Calló, con esto, Federico, poniéndose la mano en los ojos; que hay traidores que hasta con lágrimas saben apoyar sus traiciones. Y como el rey, atento a lo que le decía, vio demás de lo que su presencia, tan flaca, astrosa y mal parada, le intimaba en apoyo de su agravio, y que con las lágrimas sellaba la verdad de lo que decía, creyó como fácil. Gran falta en un rey, que si ha de guardar justicia, si da un oído a la acusación, ha de dar otro a la defensa de ella. Mas era el acusador su hermano, y la acusada su esposa; el traidor, un hombre, y la comprendida en ella, una mujer, que aunque más inocente esté, ninguno cree su inocencia, y más un marido, que con este nombre se califica de enemigo. Y así, sin responder palabra, si bien con los ojos unas veces arrojando rayos de furor y otras veces vertiendo el humor amoroso, se dejaba sin poderle resistir, porque de verdad amaba a la reina ternísimamente, mandando a su hermano le siguiese, mandó proseguir la jornada a la ciudad.
Gran humor se levantó entre los caballeros, platicando unos con otros sobre el caso, y si bien hubo algunos que defendían la parte de la reina, diciendo ser testimonio, porque su virtud y honestidad la acreditaba, los más eran de parecer contrario, y todos se resumían en que no se atreviera Federico a manifestar públicamente un caso de tanto peso si no fuera verdad. Sin esto, veían que hasta entonces no tenían otro príncipe, y que a falta de su hermano, le tocaba por derecho la investidura del reino, y no quisieron, por volver por la reina (aunque estuviese inocente), enemistarse con él.
Con esto, caminaron todos, y el rey, tan triste, que en todo lo que duró el camino no le oyeron más que penosos suspiros, sacados de su apasionado corazón, batallando en él el honor y el amor, el agravio y la terneza, su hermano y su esposa, que al cabo de la lid, ella, como más flaca o más desdichada, quedó vencida. Antes de entrar en la ciudad, donde llegó casi de noche, mandó que una escuadra de soldados se adelantase y cercasen el palacio, sin que dejasen entrar ni salir persona en él, porque no avisasen a la reina y se escapase, y que de camino llevasen [[orden]] para que las fiestas prevenidas a su entrada cesasen, y si había luminarias encendidas, se quitasen todas; que hecho como lo mandaba, ya cerrada la noche, entró en palacio, despidiendo a la puerta de él todo el acompañamiento y demás gente, y subiendo con sólo su hermano y guardia y algunos monteros de su cámara a los corredores.
A la puerta de la sala estaba la santa y hermosísima reina Beatriz, con sus damas, bizarramente aderezada, que, aunque cercada de temores y pesares, se había compuesto con gran cuidado para recibir al rey. Como le vio, con los brazos abiertos fue a recibirle. ¿Quién podrá, en este paso, ponderar el enojo del rey? Dígalo el entendimiento de los que le escuchan, pues, ciego de ira, retirándose atrás, por no llegar a sus brazos, alzó la mano y le dio un bofetón con tan grande crueldad y fuerza, que, bañada en su inocente sangre, dio con ella a sus pies, y luego, sin más aguardar, ni oírla, llamando a cuatro monteros, que en todo el reino se hallaban hombres más crueles y desalmados, pues por su soberbia y mala vida eran de todos aborrecidos, les mandó tomasen a la reina y la llevasen en los más espesos y fragosos montes que hubiese en el reino, y que en parte donde más áspero y inhabitable sitio hallasen, la sacasen los ojos, con que por mirar deshonesta había causado su deshonor, y que hecho esto, se la dejasen allí viva, para que, o muriese entre las garras de las bestias fieras que allí había, o de hambre y dolor, para que, siendo su muerte dilatada, sintiese más pena por el delito que había cometido contra él y su amado hermano. Y diciéndole que se viniese con él, se entró en su cuarto, mandando retirar al suyo todas las damas, que, llorando amargamente, tenían cercada a la reina, que con lágrimas se despedía de todas, diciendo que pues Dios quería que padeciese así, que no la llorasen, que ella estaba muy conforme con su voluntad. Al entrarse Federico con el rey, le dijo:
—Anda, Beatriz, muere, pues me matas; que pagarme tenías el tenerme enjaulado
como león.
A lo que la santa señora respondió:
—¡Ah traidor, y cómo te tiene tan ciego el demonio, que no juzgas que es mejor morir inocente que no vivir culpada! Y más quiero morir en las garras de los brutos animales, que no vivir en tus deshonestos brazos, ofendiendo a Dios y a mi esposo. Lo que siento es que haya sido tan grande su engaño, que haya dado crédito a tus traiciones, sin averiguar la verdad.
Con esto se entraron todos, como el rey había mandado, y los monteros tomaron a la reina y partieron con ella a ejecutar la orden que llevaban.
¡Qué hay que moralizar aquí en la crueldad de este hombre! Pues lo que tanto había amado, como decían sus tristezas y furores, según publicaba, porque no consintió en sus lascivos apetitos, ofendiendo a Dios y a su marido, lo puso en el estado que oís. Cierto, señores caballeros, que aquí no hay disculpa en apoyo de los hombres, ni razón que os acredite, ni aun vosotros mismos, que tantas halláis contra las mujeres, la hallaréis en vuestro favor. Y vosotras, hermosas damas, ¿qué mayor desengaño queréis, ni buscáis, ni le podéis hallar, si deseáis tener alguno que os estorbe de ser fáciles? Mas temo que os pesa de saberlos, porque pecar de inocencia parece que tiene disculpa; mas de malicia, es quiebra que no se puede soldar, y quisiérades no oír tantos desengaños, porque vosotras os queréis dejar engañar, pues en los tiempos pasados y presentes hallaréis que los hombres son unos.
Los que llevaban a Beatriz caminaron con ella toda la noche, y otro día y noche siguiente, y al medio del tercero llegaron con ella a un monte de espesas matas y arboledas, distante de la corte más de diez leguas, y en una quiebra de las peñas, que parecía en la profundidad que bajaban a los abismos, sin tener piedad de su hermosura y mocedad, ni de sus lágrimas, ni enternecerse de las lastimosas palabras que decía, con que les aseguraba su inocencia, y les pedía que ya que la habían de dejar allí, no ejecutasen del todo la rigurosa orden del rey, privándole la luz, siquiera porque viese su muerte, cuando las fieras la ejecutasen, le sacaron los más bellos ojos que se habían visto en aquel reino. Estaba en poder de hombres. ¡Qué maravilla! Cegar y engañar parece así, en el modo, que es todo uno, pues el que está engañado se dice que está ciego de su engaño. Luego, hasta en sacarle los ojos, cumplieron éstos con el oficio de hombres contra esta mujer, como hacen ahora con todas. Hecha esta crueldad, pareciéndoles que no había de vivir, supuesto que, cuando no la matasen las fieras, moriría del dolor de las heridas u de hambre, pues no tenía vista para buscar el necesario sustento, le quitaron las ricas joyas que llevaba, y no sé cómo no hicieron lo mismo del vestido, pues competía en riqueza con las joyas; debió de ser por no embarazarse con él, o porque Dios lo ordenó así. Y hecho esto, dejándosela allí, se partieron.
Cómo quedaría la hermosa reina, ya se ve: puesta en los filos de la guadaña de la airada muerte; que como la sentía tan cerca, no hacía más de llamar a Dios, y su divina y piadosa Madre, tuviesen misericordia de su alma, que ya del cuerpo no hacía caso, ofreciéndoles aquel martirio. Cuando, a poco más de media hora que así estaba, sintió pasos, y creyendo que sería algún oso o león que la venía a despedazar, llamando con más veras a Dios, se dispuso a morir. Mas ya que más cerca sintió los pasos, oyó una voz de mujer, que le dijo:
—¿Qué tienes, Beatriz? ¿De qué te afliges y lamentas?
—¡Ay, señora! —respondió la afligida dama—, quienquiera que seáis, que como no tengo ojos, no os veo. Pues vos los tenéis, y me veis y conocéis, pues me llamáis de mi propio nombre, ¿por qué me preguntáis de qué me lamento?
—No me ves —respondió la mujer—, pues ahora me verás; que aunque Dios ha permitido darte este martirio, aún no es llegado tu fin, y te faltan otros que padecer; que a los que Su Divina Majestad ama, regala así.
Y diciendo esto, y tocándole con la mano los lastimados ojos, luego quedaron tan sanos como antes de sacárselos los tenía, y aun muy más hermosos; que como Beatriz se vio con ellos, miró por quién le había hecho tan gran bien, y vio junto a sí una mujer muy hermosa, y con ser, a su parecer, muy moza, tan grave y venerable, que obligaba a tenerla respeto. Y parecióle asimismo que la había visto otras veces, mas no que pudiese acordarse en dónde. Púsose de rodillas la hermosa reina, no porque la tuviese por deidad, aunque su grave rostro daba indicios de ello, sino por agradecida al beneficio recibido, y tomándole las manos, se las empezó a besar, bañándoselas en tiernas lágrimas, diciendo:
—¿Quién sois, señora mía, que tanto bien me habéis hecho, que aunque me parece que os he visto, no me acuerdo dónde?
—Soy una amiga tuya —respondió la señora—, y la verdad es que me has visto muchas veces; mas por ahora no conviene que sepas más de mí que lo que ves.
Y tomándola por la mano, la levantó y abrazó, y luego, sacando una pequeña cestica con pan y algunas frutas, y una calabacita con agua, porque en la parte que estaban no la había, que hasta de este bien la privaron sus rigurosos verdugos, buscando el lugar donde, como había de morir de hambre, muriese también de sed, mandó que comiese, que Beatriz lo hizo; que como tenía necesidad de ello, rogando a la señora [que] comiese también, a lo que respondió que no tenía necesidad de comer, que comiese porque habían de partir de allí luego. Y mientras Beatriz comía, se sentó junto a ella, y la hermosa reina no hacía sino mirarla, porfiando con su memoria para traer a ella adónde la había visto, de que la señora se sonreía.
Acabada la comida, que a Beatriz le pareció que estaba más contenta con ella que con los varios y ostentosos manjares del real palacio, siendo dos horas antes de anochecer, la tomó la hermosa señora por la mano, y dando vueltas por las peñas, unas veces bajando y otras subiendo, la sacó de entre aquellas a un agradable y deleitoso prado cercado de espesos álamos, chopos y sauces, de que se formaba una hermosa alameda, en medio de la cual había una clara y cristalina fuente, donde, parando junto a ella, le dijo:
—Aquí, Beatriz, te has de quedar, que no tardará en venir quien te lleve donde descanses por algunos días. Sigue tu virtud con ánimo y paciencia, que es de la que más se agrada Dios. Que haciéndolo así, te amparará en muchos trabajosos lances en que te has de ver, donde has menester que muestres la alta sangre de donde desciendes. Quédate con Dios, a quien ruego y rogaré que te ayude y socorra en ellos. Y confía en Él, que con esto le hallarás en los mayores aprietos.
Y tornándola a abrazar, no aguardó respuesta, ni Beatriz se la pudiera dar: tan ahogada la tenía el sentimiento de verla partir. Sólo le respondió con un diluvio de lágrimas, que empezó a verter de sus lindos ojos. Y volviendo a mirar por donde iba, la vio que a largo paso caminaba, hasta que se encubrió con la espesura de los árboles, dejando con su ausencia tan embelesada a Beatriz, que la pareció quedar sin alma, ni vida, porque la vida y alma se le iban siguiendo las pisadas de aquella señora, reparo de sus desdichas, no pudiendo enjugar los llorosos ojos, que a ríos se descolgaban las perlas de ellos. Sentóse, ya que la hubo perdido de vista, junto a la fuente, y lavándose la cara y las manos, que estaban manchadas del fino rosicler que habían vertido sus ojos, cuando se los sacaron sus crueles y carniceros verdugos.
Estuvo así hasta poco antes de anochecer, trayendo a la memoria los sucesos que habían pasado por ella, y pensando a vueltas de ellos en quién sería tan sabia mujer, que no sólo le había restituido las perdidas luces, mas profetizádole lo que había de pasar por ella, cuando sintiendo venir tropel de caballos y gente, algo temerosa, miró a la parte donde había sentido el ruido y vio salir de entre los árboles hasta diez o doce hombres, en forma de cazadores, con falcones y perros, y entre ellos uno que parecía ser el señor de los demás, en el costoso vestido y majestad de su rostro. Era de mediana edad, galán y de afable cara y amable presencia, que como llegaron a la fuente, se apearon todos de los caballos, llegando a tener el del caballero, para que hiciese lo mismo; que como el caballero llegase donde Beatriz estaba, juzgó, de verla, lo que ella de verle a él, que era persona de porte, según mostraba en su aderezo y hermosura; que no sé qué se tiene la nobleza, que al punto se da a conocer. Y así, le hizo una cortés reverencia, a lo que Beatriz respondió con lo mismo.
Llegó el caballero, y en la cristalina agua mató la sed, y se lavó las manos y el rostro del polvo y sudor que ocasiona el gustoso ejercicio de la caza, y sentándose junto a Beatriz, en lengua alemana, que ella bien entendía, le dijo:
—Hermosísima señora: admirado estoy de ver en una parte tan lejos de poblado y sola una mujer de tanta belleza y rico adorno, donde se pudiera ocasionar algún fracaso contra vuestro honor y vida, si vinieran por esta parte muchos salteadores y bandoleros que hay por estas montañas. Suplícoos para que yo, por ignorar quién sois, no caiga en alguna descortesía, me saquéis de este cuidado, diciéndome quién sois y qué fortuna os ha traído por aquí.
No quiso Beatriz que aquel caballero, ya que la veía tan sin compañía en tal lugar, por encubrir su grandeza, que le perdiese el decoro, teniéndola en menos, y así, en la misma lengua alemana, le dijo:
—Señor caballero: yo soy una mujer de calidad, que por varios accidentes desgraciados salí de mi tierra, y ellos mismos (que cuando la fortuna empieza a perseguir, no se contenta con poco) han ocasionado el apartarme de mi compañía, y suplícoos, por lo que a cortesía debéis, que no queráis saber más de mí, porque no me va en callar menos que la vida. Sólo os pido me digáis quién sois y en qué tierra estoy y si está muy lejos de aquí Hungría.
—Señora, hermosa más que cuantas he visto: yo os beso la mano por la merced que me habéis hecho en lo que me habéis dicho, y para satisfaceros a lo que deseáis saber, os digo que estáis en el imperio de Alemania. Hungría, aunque no está muy lejos, es otro reino distinto de éste. Y yo me llamo el duque Octavio; soy señor de toda esta tierra, y mi estado, por la misericordia de Dios, de los mayores del imperio, por ser potentado de él. Dos leguas de aquí está una villa mía, de donde salí hoy a cazar. Si sois servida (porque sentiré mucho que os quedéis en tan peligrosa parte esta noche, y asimismo porque no es decente ni bien parecido que tanta hermosura esté sola en el campo) de veniros conmigo, yo sé que seréis muy bien recibida y regalada de la duquesa, mi mujer, por darme gusto y porque vos lo merecéis.
Con nuevos agradecimientos respondió Beatriz al duque, aceptando la merced que le ofrecía. Y finalmente el duque la llevó consigo, tan contento como si hubiera hallado un tesoro, no porque la apeteció con amor lascivo, sino, forzado de una secreta estrella, le cobró tanto amor, como si fuera su hermana. Llegados a su palacio, la entregó a su mujer, que era una hermosa señora, aunque ya casi de la edad del duque, contándole cómo la había hallado; que si bien, al principio, la duquesa no se aseguró de que viniese con el duque tan hermosa dama, dentro de poco tiempo se aseguró de la inocencia con que el duque la había traído, viendo la honestidad y virtud de Rosismunda, que así dijo que se llamaba, porque otro día, quitándose los ricos vestidos que llevaba, los guardó, vistiéndose de otros que le dio la duquesa, más honestos, con lo cual la duquesa y el duque la amaban ternísimamente, alabando y bendiciendo el día en que la habían hallado.
Dejemos aquí a Beatriz, siendo el gobierno de la casa del duque y el ídolo de él y de la duquesa, que importa volver a Hungría, donde dejamos al traidor Federico y al engañado rey Ladislao, el cual, con la precipitación de la ira que le causó la relación que su hermano, contra la reina, le había dado, y la mandó llevar, sin haber más averiguación de la verdad ni oírla. Entrando en su cámara, se acostó, y pasando algún espacio de tiempo, ya algo más sosegado, le dio un pensamiento: si sería verdad lo que su hermano le había dicho, acordándose con la honestidad y amor que la reina le había salido a recibir, no pudiendo partir de los ojos su hermosura, pareciéndole que si la reina le hubiera hecho ofensa, que no se atreviera a ponerse delante de él, supuesto que se podía temer de Federico, pues no había querido hacer lo que le había pedido en razón de mudar de traje. Y con este pensamiento mandó llamar las damas más queridas de la reina, de las cuales se informó qué habían entendido en aquel caso; las cuales le dijeron que jamás habían visto en la reina asomo de tal pensamiento; antes tenían orden suya para no dejarla sola cuando estuviese allí el infante. Y que de la prisión no sabían más de que después de haberla hecho con gran secreto, le había llevado a ella por engaño, donde, si el infante no estuviera tan enojado de verse así, no le había faltado su regalo, como si estuviera en su libertad; que ellas no sabían otra cosa, ni jamás la reina había comunicado con ellas su intención. Y esto lo decían con tantas lágrimas, que obligaron a que el rey las ayudase, y más se aumentó cuando vinieron los que la habían llevado y le contaron todo lo sucedido, que fue tanta la pena que le causó, que llegó casi a los fines de la vida, sin que fuese parte el traidor hermano a consolarle, aunque más consuelos le procuraba; tanto, que le pidió licencia para ir a buscar a la reina, no siendo la intención del traidor hallarla para su hermano, sino de gozarla y luego quitarle la vida.
Al fin, aunque el rey le negó la licencia, se la tomó él, llevando consigo uno de los que la habían llevado, para que le enseñase la parte donde había quedado. Mas cuando llegaron, ya la reina estaba muchas leguas de allí, como se ha dicho. Cansados de buscarla y no hallando rastro de ella, ni a un hilo de los vestidos, que si la hubieran muerto las fieras, estuvieran esparcidos por el campo, desesperado de ver cuán mal se le lograban sus deseos, se sentó en una de aquellas peñas, mientras el montero todavía la buscaba, y ardiéndose en ira de no hallarla para cumplir sus deshonestos apetitos, tomando en esto y en matarla venganza del desprecio que había hecho de él, pensando cuán desacordado había sido de no irse con los que la había llevado, vio bajar por una senda que entre las peñas se mostraba, aunque mal usada y áspera, un hombre vestido a modo de escolástico, de horrible rostro, y que parecía de hasta cuarenta años. Traía un libro en la mano, dando con él muestra de que profesaba ciencia, que como llegó a él, le dijo:
—Norabuena esté el noble Federico, príncipe de Hungría.
—En la misma vengáis, maestro —respondió Federico, admirado de que aquel hombre le conociese, no conociéndole él.
Y prosiguiendo el doctor (que así le llamaremos), dijo:
—¿Qué estás pensando, príncipe? ¿En quién soy, o cómo te conozco? Pues más sé yo de ti que tú de mí, pues sólo por saber con el cuidado en que estás y remediártele, vengo de muy extrañas y remotas tierras, no habiendo [[un]] cuarto de hora que estaba de esa parte de los montes Rifeos, donde tengo mi morada y habitación, por ser la más conveniente para ejercitar mis artes. Soy, para que no estés suspenso, un hombre que ha estudiado todas las ciencias, y sé lo pasado y por venir, he andado cuantas provincias y tierras hay del uno al otro polo, porque soy mágico, que es la facultad y ciencia de que más me precio, pues con ella alcanzo y sé cuanto pasa en el mundo; y soite tan aficionado, que sin que tú me hayas visto, te he visto a ti muchas veces, sin mas interés de tenerte por amigo, y que tú me tengas a mí por tal, como lo verás en el modo con que ayudo en el cumplimiento de tus deseos. Mas ha de ser con una condición: que este secreto que pasa entre los dos me has de dar palabra, como quien eres, de jamás decirle a nadie, ni aun al confesor, aunque te veas en peligro de muerte, porque sólo en eso estriba la fuerza de mi ciencia. Y como esto hagas, no sólo te diré cosas que te admires, mas te pondré en tu poder lo que deseas para que cumplas tu voluntad. Mira si te determinas a esto; y hagamos la pleitesía, para que yo esté seguro. Y si no, me iré por donde he venido.
¡Qué le pidieran en esta ocasión a Federico, y más prometiéndole el doctor lo que le prometía! Pues con lo que le respondió fue con los brazos, y luego con prometerle guardar tan inviolable secreto, que aun en la hora de la muerte no lo descubriría, ni aun al confesor. Hecho, pues, el pleito homenaje, se sentaron juntos, y el doctor le dijo:
—En primer lugar, te digo que, por ahora, no hallarás lo que buscas, ni es bien que lo halles, porque el día que tu hermano llegue a ver a Beatriz, que viva es y con ojos, aunque se los sacaron (el cómo los tiene, no he podido alcanzar, porque ha sido por una secreta ciencia, reservada al Cielo), y está en parte donde es muy estimada y querida; pero te advierto [que] el día que Ladislao llegue a verla, ten por segura tu muerte, porque apenas le dirá la verdad del caso, cuando el rey la ha de creer, y bien ves en esto tu peligro. Y así, lo que hemos de procurar es que salga de donde está, y después de haberla violado el honor y la castidad conyugal, de que ella tanto se precia, la quites la vida, pues de esto conseguirás dos cosas de mucha utilidad: la una, que no se descubra tu traición, pues muriendo ella, no se sabrá, y quitarás de contra ti uno de los mayores enemigos que tienes; porque te advierto que lo es, y muy grande. Y la otra, que si ella muere, tu hermano no se casará jamás, porque la ama (aun con lo que le has dicho) tan tiernamente, que no le ha de agradar mujer ninguna, como no sea Beatriz, y tú has de ser rey de Hungría. Supuesto esto, y que yo vengo a asistirte y ayudarte, desecha tristezas y el amor que la tienes, y vuélvele en venganzas, que es lo que te importa; que cuando sea tiempo, yo te avisaré. Mas mira que te vuelvo a requerir el secreto, porque si otra persona en el mundo sabe estas cosas, ni yo te podré ayudar, ni tú conseguirás lo que deseas.
Embelesado estaba Federico escuchando al doctor, viéndole cómo le decía sus más íntimos pensamientos, y mucho más de que la reina fuese viva y tuviese vista; mas no quiso apurar en esto la dificultad; antes, tornándole a abrazar y prometiéndole de nuevo el secreto y muchas mercedes, y jurando que el día que cogiese a la reina en su poder no se contentaría con darle una muerte, sino dos mil, si pudiese ser, venido el montero, dieron la vuelta a la ciudad, y llegados a ella, hallaron al rey muy malo, y tanto que temían el peligro de su vida, que como las damas de la reina le informaron tan diferente de lo que Federico le había dicho de su virtud, indeciso de la verdad o mentira, como el amor, por su parte, hacía lo que le tocaba, se inclinaba más a creer que la reina había padecido inocente que culpada, y se afeaba a sí mismo la ira con que la había enviado a dar la muerte, sin hacer primero averiguación del agravio por que la había condenado.
Pues como Federico vio al rey en este estado, temiendo que si se averiguaba lo contrario de lo que él había dicho, corría su vida y opinión peligro, fue con propósito, a su doctor, de advertírselo; mas no tenía necesidad de ello, que él estaba bien advertido, y para acreditarse más de su sabiduría, antes que Federico le hablase sobre ello, le dijo:
—Cuando no fuera de más importancia mi venida a servirte, ¡oh príncipe valeroso!, que de salvar tu vida, como en esta ocasión lo haré, la doy por bien empleada. Tu hermano está muy sospechoso de que la reina esté culpada, y si se desengaña, ha de correr riesgo tu vida. Toma este anillo, y póntele en el dedo del corazón, y entra a hablarle, y vuélvele a indignar contra la reina, que en virtud de él te creerá cuanto le dijeres; porque hallo, por mi sabiduría, que el rey no ha de morir de este mal, y asimismo que él, de su voluntad, te ha de [[hacer]] heredar en el reino, y es mejor que no alcanzarle violento; porque con esto no ganarás la voluntad de los vasallos, y dándotele el rey, sí.
Tomó Federico el anillo, en que había estampados algunos caracteres y cifras, admirado de cómo el doctor le adivinaba la imaginación, teniéndose por hombre más dichoso del mundo en tenerle por amigo; y poniéndosele en el dedo, entró donde el rey estaba, que como le vio, obrando en él la fuerza del encanto, le dijo que fuese bien venido, alegrándose mucho con él, y preguntándole si había hallado lo que iba a buscar. Federico le dijo que no, porque no había hallado más de los vestidos, indicio de que alguna fiera había comido otra fiera. Y viendo que el rey había suspirado, le dijo:
—¿Y cómo, señor?, ¿en eso estimas tu honor y el mío, que haces sentimiento porque haya muerto quien a ti y a mí nos quita la vida? A ti, ofendiéndote en el honor, y a mí, por no querer ser el verdugo de él, en tenerme como me tuvo tanto tiempo. Consuélate, por Dios, y ten por seguro que, si no estuviera culpada, el Cielo la hubiera defendido, que es amparo de inocentes; mas, pues ha permitido que pague su culpa, no ha sido sin ocasión. No pueda más el amor que a aquella mujer engañosa tenías que tu honor. Tratemos de tu salud, que es lo que importa, que no acaso ha sido lo sucedido.
Éstas y otras cosas que Federico dijo a su hermano (dándole crédito en virtud del encantado anillo) fueron parte para que en algo se aquietase; mas no para alegrarse, que en eso no tuvo remedio, porque en mucho tiempo no le vieron reír.
Sanó ya Ladislao de su enfermedad, en cuya cura se mostró el gran saber del doctor de Federico, que así le llamaban; le pidieron los vasallos que se casase, a lo cual, dándoles bastantes causas para no hacerlo, les dijo, por última resolución, que, si pedirle cosa tan fuera de su gusto como sujetarse segunda vez a un yugo tan peligroso y con tantos azares, como el del matrimonio, lo hacían por tener herederos, que allí estaba Federico, su hermano, a quien desde aquel punto juraba y nombraba por príncipe heredero, y les rogaba que ellos hiciesen lo mismo. Y con esto que el rey hizo, fue Federico jurado por príncipe de Hungría; que aunque no era muy afecto al reino, por conocerle soberbio y travieso, y más desde que había sucedido el suceso infeliz de la reina, viendo que era voluntad del rey y que por muerte suya le venía derechamente el reino, hubieron de obedecer.
Todas estas cosas llegaron, en lenguas de la parlera fama, al reino de Inglaterra, con las cuales los reyes padres de Beatriz, recibieron tanta pena cual era justo: unas veces, no creyendo que, en la virtud que de su hija habían conocido, que fuese verdad, y otras juzgándola mujer, de quien por nuestra desdicha se cree más presto lo malo que lo bueno. Y para asegurarse más del caso, enviaron embajadores al rey Ladislao, que llegados a Hungría y informados del caso, se volvieron tristes y mal satisfechos, asegurando a sus reyes cuán justamente Ladislao había castigado su culpa, con que se excusaron las guerras que sobre esto se pudiera causar.
Poco menos que un año había pasado que Beatriz estaba en casa del duque con nombre de Rosismunda, tan amada de todos, que, si como los hijos que tenía el duque no tuvieran estado, la casara el duque con uno de ellos: tan aficionados estaban él y la duquesa de su virtud y honestidad. Y el mal doctor, en la corte de Hungría, tan amado de su rey y príncipe, que no hacían más de lo que él ordenaba, tan sujetos los tenía a su voluntad. Cuando un día le dijo a Federico que ya era tiempo que se empezase la guerra contra Beatriz, que había mucho que gozaba de la amada paz. Y que para esto era fuerza partir juntos de la corte; que pidiese licencia al rey, dándole a entender que iban a ver unos torneos que en la corte de Polonia se hacían.
Súpolo tan bien negociar el príncipe que, aunque contra su voluntad, alcanzó licencia por un mes. Y diciendo que quería ir encubierto, partió de la corte con el doctor y dos criados, que era el modo con que podía ir a menos costa y más seguro, que con las artes del doctor fue muy breve el camino, en el cual avisó el doctor a Federico que cuando quisiese no ser conocido, estaba solo en su voluntad, porque el anillo que le había dado tenía esa virtud, como la de ser creído, de mudarle el rostro cuando fuese su gusto, y desconocerle, que parecería otro.
Con este advertimiento llegaron una noche a la villa, donde el duque (en cuya casa estaba Beatriz) estaba, y entrando en el palacio Federico, seguro con su anillo de [[no]] ser conocido, y el doctor en sus artes de no ser visto, lo que hizo el doctor fue llegar sin que le viesen y poner a la inocente Beatriz en su manga una carta cerrada y sellada, con el sobrescrito a otro gran potentado de Alemania, por quien el duque se había retirado de la corte a sus estados, que sobre cosas tocantes a la imperial corona habían tenido palabras delante del Emperador, ocasionando de esto haber salido los dos a campaña y quedar de esta facción muy enemistados: tanto, que se procuraba el uno al otro la muerte. Y otra abierta, dando muestras de haber sido leída, con la sobrecubierta a Rosismunda. Y hecha esta prevención diabólica, acompañado de Federico, que en virtud de su anillo no podía ser conocido, sino de quien era su voluntad, se fueron otro día al palacio, a tiempo que el duque y la duquesa, y con ellos Beatriz, que nunca los dejaba, estaban oyendo cantar los músicos que asistían al duque, y entrados dentro de la misma sala, Federico se quedó junto a la puerta, y el doctor, pasando adelante, llegó al duque y le dijo:
—Poderoso señor: la descortesía de entrarme sin licencia, bien sé que me la perdonarás cuando sepas a lo que vengo. No te quiero decir quién soy, pues mis obras en tu servicio darán testimonio de mi persona y la facultad que profeso. Estando poco ha en los montes Rifeos, donde cerca de ellos tengo mi habitación, me puse a mirar las cosas que en el mundo han de suceder desde aquí a mañana, y entre otras cosas hallé que, en este señalado tiempo que digo, has de morir a traición a manos de un enemigo tuyo, a quien ha de dar entrada en tu cámara una persona de tu palacio, de las que más amas. Quién sea, no está otorgado del Cielo que yo lo sepa.Y viendo cuán gran daño se seguiría si tú faltases del mundo, por ser, como eres, un príncipe tan magnánimo, y de tanto valor y prudencia, y que por tus muchas virtudes te soy muy aficionado, he venido a toda diligencia, ayudado y acompañado de mis familiares confidentes, a darte aviso de que mires por ti. Y para que consigas y sepas lo que a mí me ha negado la poderosa mano, mira cuantos al presente se hallan en tu palacio, que en su poder hallarás quien te asegure de la verdad, y el Cielo te guarde, que no me puedo más detener.
Dicho esto, sin aguardar más respuesta, se salió con su compañía y se fueron a emboscar en aquellas arboledas, cerca de la fuente donde el duque halló a Beatriz, que allí los aguardaban los dos criados de Federico.
Alborotóse el duque y la duquesa con tales nuevas, y mandando cerrar las puertas de palacio por su misma persona, no dejó el duque ninguna posada, cofre, arca ni escritorio, ni aun los más secretos rincones de las posadas de los criados, tanto de los oficios mayores como de los inferiores, sin exceptar las mismas personas. Y viendo que por aquella parte no hallaba lo que aquel sabio hombre le había dicho, subió donde estaba la duquesa, bañada en lágrimas, y hizo lo mismo con las criadas, sin que quedase cosa por mirar, de modo que ya no faltaba sino Beatriz y los escritorios de la duquesa, y casi por burla le dijo el duque:
—Y tú, Rosismunda, ¿serás acaso la que guardas el secreto de mi muerte?
—Señor —respondió la inocente dama—, con mi vida quisiera yo alargar la tuya, como quien tantos beneficios ha recibido y recibo de ella. Mas porque no es justo que me reserves a mí entre todos, te suplico hagas conmigo lo que con los demás; que yo creo tan poco en estas fábulas ni encantos, que tengo por sin duda que es algún mentiroso engaño para darte este susto.
—Así me parece —dijo el duque—; mas, como dices, por no hacer agravio a los demás, quiero también mirarte a ti.
Y riéndose, le entró la mano en la manga, donde hallando las cartas y mirando los sobrescritos, vio que el uno de la que estaba abierta era la letra misma de su enemigo, el conde Fabio, y leyéndole, decía: «A la hermosísima Rosismunda.» La cerrada era de la letra de Beatriz, y ésta decía: «Al excelentísimo y poderoso conde Fabio.» Abrió la que no tenía sello, y leyéndola en alto, que de todos fue oída, decía así:
«Los agravios y deshonores recibidos del duque Filiberto, hermosa Rosismunda, están pidiendo venganza; pues, como sabrás del tiempo que asistes en su casa, llegaron a dejarme señalado en el rostro y en el mundo por hombre sin honra. Y aunque he procurado con todas veras satisfacerme, no me ha sido posible; que los cobardes miran mucho por su vida. Y así, es fuerza valerme de la industria, si para quitársela, en desagravio de mi afrenta, me la das, y lugar para hacerlo, como quien en su casa lo puede todo. Con lo que te pagaré este beneficio será con hacerte dueño mío, que por las nuevas que tengo de tu hermosura lo deseo, y señora de mi estado. La respuesta y resolución de esto darás a quien te diere ésta, que es leal confidente mío. —El conde Fabio.»
Estaba la letra tan parecida, y la firma tan bien contrahecha, que no había en qué poner duda que la carta era del conde. Abrió el duque la cerrada, que decía así:
«Tiénenme tan lastimada, conde excelentísimo, los agravios que del duque has recibido desde el día que lo supe, que cualquiera encarecimiento que diga será corto. Y aunque los beneficios del duque recibidos me pudieran tener obligada, más debo al sentimiento de tu agravio, como lo verás en la ocasión que me has puesto: que dar lugar a que las personas como tú se desagravien, no lo tengo por traición. Y supuesto que es así, y que de tu confidente sé cuán cerca estás de esta villa, entra en ella, y ven mañana, ya pasada de medianoche, a la puerta trasera de este palacio, que es adonde caen las ventanas de mi posada, trayendo por seña, en el sombrero, una banda blanca, para que no padezca engaño, por donde te arrojaré la llave, con que podrás tú y los que te acompañaren entrar. Y déte el Cielo valor para lo demás, que en razón de la merced que me prometes, no la acepto hasta que me veas, que podrá ser que entonces te parezca la fama que de mi hermosura tienes, más mentirosa que verdadera. El Cielo te guarde. —Rosismunda.»
Tan asombrado quedó el duque de ver las cartas y conocer la letra y firmas, como Beatriz de que se hubiesen hallado en su poder. Era de modo que ni el duque hablara para culparla, ni ella para defenderse, sino con las hermosas lágrimas que hilo a hilo caían de sus lindos ojos. Y no hay duda de que si no se acordara de las razones que la hermosa señora le dijo cuando se apartó de ella en la fuente de lo que le faltaba por padecer, se quitara la vida, para salir de una vez de tantas penas. Y aun del duque se cree que le pasó más de hallar las cartas en su poder que de la traición que veía armada contra su vida, y que diera la mitad de su estado porque no fuera hallada en ella. Mas la duquesa, como mujer, y que veía la vida de su marido en balanzas, y la maldad de una mujer que tanto amaban y a quien tantos beneficios habían hecho, como mujer sin juicio, daba voces que la matasen, diciéndole mil afrentas, a lo que la inocente señora no respondía más que con su amargo llanto, no pudiendo imaginar por dónde le habían venido a su poder aquellas cartas, que no había visto, ni pensado, si bien se persuadía eran puestas por algún envidioso de su privanza, que contrahaciendo su letra y firma, ordenó tal traición. Y viendo que para ella no había más disculpa que la que Dios, como quien sabía la verdad, podía ordenar, callaba y lloraba; de que el duque, compadecido, la mandó retirar a su cámara, con orden que no saliese de ella, bien contra la voluntad de la duquesa, que no quería sino que muriese.
Ida Beatriz, lo primero que el duque hizo fue poner buena guardia en su palacio, y luego, sin dejar casa ni posada en toda la villa que no se mirase, mandó buscar el tal confidente del conde Fabio; mas no fue hallado, aunque para más satisfacción le trujeron cuantos forasteros en ella había. Y asimismo informado de todos cuantos en su palacio estaban si habían visto a Rosismunda hablar con algún forastero, y diciendo todos que no, creyendo que era más la traición contra Rosismunda que no contra él, por descomponerla, y lastimado de ello, y movido a piedad de ver su hermosura, honestidad y virtud, y la paciencia con que llevaba aquel trabajo, y lo que más es, guiado por Dios, que no quería que Beatriz muriese, habiéndole dicho que la duquesa, viéndole remiso en darla muerte, estaba determinada a darla veneno, sin que la duquesa lo supiese, ni él querer verla, porque no le diese más lástima de la que tenía, la mandó sacar una noche, al cabo de dos días que estaba presa, y que dos criados suyos la llevasen y la pusiesen junto a la fuente donde la había hallado, sin hacerla más daño que dejarla allí. Y así fue hecho; que como la fuente no estaba más de dos leguas de la ciudad, y partiesen con ella al primer cuarto de la noche, cuando llegaron a ella aún no había amanecido. Y dejándola allí, como llevaban la orden de su dueño, se volvieron.
¿Quién podrá decir el tierno sentimiento de la afligida reina, cuando se vio allí, de noche, sola y sin amparo, y habiendo perdido el sosiego con que en casa del duque estaba, y más por una causa tan afrentosa? Y más que no se hallaba con prenda de valor para poder remediarse; que, como se ha dicho, en casa del duque andaba vestida muy honestamente. No hacía sino llorar, y a cada rumor que oía, ya le parecían, o bestias fieras que la venían a sepultar en su vientre, o salteadores que la violasen su honra. Y esto temía más que el morir; que estaba tal, que casi tenía aborrecida la vida.
En esta congoja estaba, cuando empezó el Aurora a tirar las cortinas de la noche, desterrando los nublados de ella para que Febo saliese, cuando mirando Beatriz por sí, con los entreclaros crepúsculos del alba, se vio con los ricos vestidos que había sacado de Hungría, cuando la llevaron por mandado del rey, su esposo, a sacar los ojos. Y pareciéndole todas sus cosas prodigios, estando cierta de que aquellos vestidos habían quedado en casa del duque, y ella con la pena con que salió de ella no [se] había acordado de ellos.
Considerando, pues, estas cosas, juzgó que quien la ponía en tales ocasiones no la desampararía; aguardó, algo más consolada, en qué pararían sus fortunas, llamando a Dios que la socorriese, y ofreciéndole aquellos trabajos, cuando siendo ya más de día, vio salir de entre los árboles, no un león, ni un oso, ni aun salteadores, porque éstos no le dieran tanto asombro como ver salir a Federico, que si se os acuerda, con su falso doctor y criados se fueron a la floresta, cuando dejaron urdida la traición. No hay duda sino que quisiera más Beatriz verse despedazada de cualquiera de los dichos, antes que verle, y queriéndose poner en huida, se levantó. Mas Federico, abrazándose con ella, le dijo:
—Ahora, ingrata y desconocida Beatriz, no te librarán de mis manos tus encantos, ni hechizos, ni la jaula de hierro en que me tuviste tanto tiempo; que yo te gozaré en venganza de tus desvíos, y luego te daré la muerte, para excusar la que tú tratas de darme.
—Antes, traidor a Dios, a tu hermano y a mí, verás la mía —respondió Beatriz—, que yo tal consienta. Mátame, traidor enemigo; mátame ahora, si lo has de hacer después.
Y diciendo esto, trabajaba por defenderse, y Federico por rendirla, pareciéndole al traidor que luchaba con un gigante, y a Beatriz, que sus fuerzas en aquel punto no eran de flaca mujer, sino de robusto y fuerte varón. Y andando, como digo, en esta lucha, dijo Federico, viendo su resistencia:
—¡Qué te cansas, desconocida de mi merecimiento y valor, en quererte librar de mi poder, que aun el Cielo no es poderoso para librarte!
Apenas acabó el blasfemo Federico de decir esto, cuando de entre los árboles salió la hermosa señora que en las pasadas angustias la había socorrido, que a paso tirado venía caminando hacia ellos; que como llegó, sin hablar palabra, asió de la mano a Beatriz, y tirando de ella, la sacó de entre los brazos del lascivo príncipe, y se la llevó, quedando Federico abrazado, en lugar de la hermosa presa que se le iba, con un fiero y espantoso león, que con sus uñas y dientes le hería y maltrataba; que, viéndose así, empezó a dar tristes y lastimosas voces, a las cuales acudieron el doctor y criados, que, viéndole en tal estado, sacando las espadas, de las cuales el león, temeroso, le soltó, entrándose por lo más espeso de la alameda, porque no era tiempo ni que la vida de Federico ni los trabajos de Beatriz tuviesen fin.
Quedó Federico tendido en el suelo, mal herido; tanto, que los criados y el doctor les fue forzoso llevarle al primer lugar, donde se estuvo curando muchos días de sus heridas, no pudiendo alcanzar, ni Federico con su entendimiento, ni el doctor con sus artes, cómo había sido aquella transformación, ni adónde se había ido Beatriz; que eso estaba por entonces reservado a quien la llevaba; la cual, con la hermosa señora que la llevó, se halló libre de la fuerza que esperaba recibir. Daba muchas gracias a su verdadera amiga y defensora de su vida y honor, y ella la animaba y regalaba con amorosas caricias, caminando todo aquel día, hasta poco antes de anochecer, a lo que Beatriz le parecía, fuera de camino, porque unas veces le parecía que iban hacia adelante y otras que daban vuelta y volvían a caminar lo ya andado, que llegaron a unas cabañas de pastores, donde la dejó su guía, diciéndole:
—Quédate aquí, Beatriz, que aquí hallarás lo que por ahora has menester.
Y sin aguardar ni dar lugar a que la respondiese, ni le diese agradecimiento del bien que le hacía, la vio ir por el campo con ligerísima velocidad, dejándola tan desconsolada en su ausencia como la vez primera; porque cuanta alegría recibía su corazón mientras la tenía junto a sí, sentía de pena cuando se apartaba.
En fin, viendo que ya se había encubierto, se llegó a las cabañas, donde halló cantidad de pastores y pastoras que tenían, sobre unas pellejas de las reses muertas, tendidos unos blancos, aunque toscos manteles, y todos sentados alrededor querían cenar una olla, que estaba sacando una de las pastoras, de tasajos cecinados; que como vieron aquella mujer que en lengua alemana les dio las buenas noches, tan hermosa y ricamente aderezada, como simples rústicos, se quedaron mirándola embelesados, hasta que ella, viendo la suspensión, prosiguió diciendo:
—Amigos, por la pasión de Dios os pido que si sois cristianos (como me parece que lo sois), me admitáis y amparéis en vuestra compañía, siquiera por ser mujer, que me he escapado de un gran peligro y vengo huyendo de un cruel enemigo que anda procurando quitarme la vida.
Ellos, habiendo entendido bien la lengua (porque era la misma que hablaban, pues de allí a la corte de Alemania apenas había media legua), le respondieron que entrase, que de buena voluntad harían lo que les pedía. Con este beneplácito de la pobre gente, entró la perseguida reina, y haciéndola sentar a la pobre mesa, cenó, comió y almorzó con ellos, porque desde que salió de casa del duque no había comido bocado, haciéndola todos tanto agasajo y buena acogida, que aquella noche, no pudiendo dormir, pensando en sus fortunas, se resolvió a enviar a vender a la ciudad aquellos ricos vestidos, y trocándolos a los pastoriles, quedarse allí con aquella buena gente.
Mas no le sucedió así, como ella pensaba. Y fue el caso que, cerca de aquellas majadas de pastores, había un soto donde se criaba gran cantidad de caza, y donde el Emperador iba muchas veces a cazar y a divertirse de la pensión que trae consigo la carga del gobierno, y había seis o ocho días que estaba en él con la Emperatriz y toda su gente, y un niño que tenían de seis años, príncipe heredero de todo aquel imperio, que no tenían otro. Y otro día, volviéndose todos a la ciudad, era fuerza pasar por delante de las cabañas; que como los pastores y pastoras sintieron que venía, salieron todos a verle pasar, y Beatriz con ellos; que como la carroza en que el Emperador y Emperatriz, y su hijo, llegaron cerca, y entre la gente rústica viesen aquella dama tan hermosa y bien aderezada, con vestido de tanta riqueza, extrañando la novedad y el traje, que bien conocieron ser húngaro, mandando para la carroza, enviaron con un criado a llamarla, que, sabido por Beatriz, se llegó y con una cortés reverencia (como ella bien sabía se habían de tratar tan reales personas) los saludó, a la cual el Emperador correspondió con otra no menos cortés reverencia, contemplando en su rostro la majestad que en sí encerraba, y con alegre y afable semblante, le preguntó que de dónde era y qué hacía entre aquella gente.
—Poderoso señor —respondió Beatriz—: yo soy de tierras muy extrañas de ésta, aunque he asistido algún tiempo en Hungría; sacáronme de mi patria y casa por un engaño, y después de haberme traído a unos montes, que allá detrás quedan, queriéndome matar en ellos, el Cielo, que sabe para qué me guarda, me libró de las crueles manos de mis enemigos, y hurtándome de ellos, llegué anoche a estas cabañas, donde esta piadosa gente me amparó. Esto es lo que puedo decir a vuestra majestad; lo demás es más para sentido que para contado.
Mirándola estaban el Emperador y Emperatriz mientras ella hablaba, maravillados de su gracia y belleza, cuando sucedió una maravilla bien grande, y fue que el niño, que junto a su padre estaba, acercándose al estribo de la carroza, como Beatriz estaba tan junto que tenía las manos puestas en él, le echó los brazos al cuello, y juntando su rostro con el suyo, la empezó a besar con tan grande amor como si toda su vida se hubiera criado en su compañía; que visto esto por Beatriz, le sacó de la carroza, apretándole entre sus brazos, le pagó en amoroso cariño lo que el príncipe había hecho con ella.
Admirados todos de lo que el niño hacía con aquella dama, juzgando a prerrogativa de la hermosura agradarse todos de quien la posee, dejando a más de cuatro el niño envidiosos de los favores que gozaba, y queriendo restituírsele a sus padres, no fue posible, porque daba gritos, llorando por volverse con ella, sin bastar los halagos de su madre, ni reñirle el Emperador, que era tan grande el sentimiento que el príncipe hacía, y tan tiernas y lastimosas las lágrimas que lloraba, que los padres, como no tenían otro, compadecidos de él, rogaron a Beatriz entrase en el coche, diciéndole que, supuesto que no tenía parte segura donde ampararse de los que la perseguían, que dónde mejor que en su palacio, donde el príncipe su hijo le serviría de guardia, pues los que le guardaban a él, la velarían a ella.
No le pareció a Beatriz acaso este suceso, sino encaminado por Dios y su guardadora. Y así, besando la mano al Emperador y Emperatriz, y despidiéndose de los pastores, prometiéndoles satisfacerles el bien que de ellos había recibido en albergarla aquella noche, se fue con el Emperador, tan contentos él y la Emperatriz de llevarla, que si hubieran ganado un reino, no fueran más contentos; a tanto obligaba el sereno, honesto y hermoso rostro de Beatriz que cuantos la miraban se le aficionaban.
Las alegrías que el niño hacía admiraban a todos, que no hacía sino apartar su cara de la de Beatriz y mirarla, y luego, riéndose, volver a juntarse con ella, quedando desde este día a su cargo la crianza del príncipe, porque no había que intentar apartarle de ella; con ella comía y dormía, y en tratando de dividirle de su compañía, lloraba y hacía tales ansias, que temían su muerte. Queríanla tanto por esto los Emperadores, que no es posible ponderarlo, y ella amaba al príncipe más que si fuera su hijo. En fin, la dejaremos en esta paz y quietud tan amada, respetada y servida, como si estuviera en el reino de Hungría, y vamos a Federico y su doctor, que ya sano de sus heridas y tan enojado contra la reina, por parecerle que por mágicas artes le había puesto en tal peligro, que si la cogiera en su poder (como cuando la tuvo a la fuente) no aguardara a gozarla, como entonces intentó, sino que la diera muerte, bien pesaroso de no haberlo hecho entonces. Preguntó un día a su doctor qué le parecía de tales sucesos.
—¿Qué quieres, príncipe, que me parezca? —respondió el doctor—, sino que tú y yo tenemos fuerte enemigo, porque no puedo, por más que lo procuro, alcanzar qué deidad defiende esta mujer, que no valen nada mis artes y astucias contra ella. Sólo alcanzo que, si dentro de un año no muere, nos hemos de ver tú y yo en la mayor afrenta que hombres en el mundo se han visto, y no puedo entender sino que es grandísima hechicera y maga; porque, aunque he procurado saber, después que estamos aquí, dónde o quién la ha escondido, no lo he podido alcanzar hasta hoy, que me ha dicho un familiar mío que está en el palacio del Emperador de Alemania, muy querida y estimada de todos; porque un niño de seis años, hijo del Emperador, que la quiere más que a su madre, a cuya causa los padres la aman ternísimamente, y lo que se ha de temer es no descubra al Emperador quién es y lo que le ha pasado contigo; no hay duda que dará cuenta al Rey, tu hermano, el cual desengañado y sabida la verdad, tú morirás y yo no quedaré libre, por haberte ayudado. Dirás cómo sabiendo tanto no acabo con ella. Y a eso te respondo que contra esa mujer ni tu acero puede cortar, ni mis artes tienen fuerza por una sombra que la ampara, que no puedo alcanzar quién se la hace, ni mis familiares tampoco; porque hay cosas que hasta a los demonios las oculta Dios por secretos juicios suyos, y es el amparo tan grande que tiene en ella, que, aunque ahora quisiera llegar a ella (como llegué cuando en casa del duque le puse en las mangas las cartas con que la saqué de allí y la puse en tu poder), no fuera posible. Y esto es desde el día que a la fuente te la sacaron de las manos y en su lugar dejaron el león, que te ha tenido en el estado que te has visto. Pues dejarla que viva es peligroso para nosotros, que tarde o temprano se ha de venir a descubrir, y correremos el mismo riesgo. Lo más acertado es procurar que muera por ajenas manos, y el cómo ha de ser que yo te pondré dentro del palacio del Emperador, y en la misma cámara donde duerme con el niño príncipe, cuando ya el sueño los tenga a todos rendidos (que entrar yo es imposible, por esta sombra que digo que la defiende), y pondrásle debajo de la almohada una hierba que yo te daré, que provoca a sueño, que mientras no la despertaren, dormirá seis días; como esté así, mátale el niño, y luego ponle la daga en la mano, para que, viéndola así, juzguen que ella le ha muerto, que con esto acabaremos con ella; pues claro es que la han de mandar degollar, en venganza de la muerte del príncipe, con que quedaremos libres. Y si esto no se hace, no hay qué aguardar. Mira si te parece a propósito y si te determinas a ello; si no, sigue tu parecer y gusto, que yo me quiero volver a mi morada, porque estoy dudoso si me guardarás el secreto prometido, de que me seguirá mucha pérdida, cuando no sea en mi vida, en mi saber, que en él está la fuerza de mis artes. Y quiero, si lo hicieres, estar lejos del peligro, porque el día que (aunque sea confesándote) lo descubrieres, ese día moriremos tú y yo, y no es la vida tan poco amable que se desee perder, que será, sobre haberte bien servido, llevar mal galardón.
—¿Qué es irte a tu morada? —respondió Federico, abrazando al doctor—. Mientras yo viva, no consentiré tal. Y para que con más seguridad estés, dame la mano y palabra de que de día ni de noche te has de apartar de mí, que yo te la doy de lo mismo. Y en cuanto al secreto (te vuelvo a prometer, como hijo de rey y príncipe que soy, y rey que espero ser) de guardártele de modo que, aunque me confiese, no confesaré lo que entre los dos pasa, ha pasado y pasará; antes no me confesaré, porque pierdas el temor.
—No confesarte —dijo el doctor— fuera causar mucho escándalo; que al fin eres cristiano y lo has de hacer, aunque no sea sino por cumplir con el mundo. Calla lo que importa y di lo demás, que más de dos hay que lo hacen.
—Así, así será —dijo Federico—, y vamos luego a matar ese niño, para que muera esta enemiga, ya que no puede mi acero ejecutar en ella la rabia de mi pecho.
Con esto, dando orden a los criados los aguardasen allí, sin que por accidente ninguno se apartase de aquel lugar hasta que ellos volviesen, se salieron paseando por el campo, donde aquella misma noche puso el doctor a Federico dentro del palacio del Emperador, y aguardando a que todos se sosegasen, ya que fue tiempo, le llevó a la puerta de la cámara donde Beatriz con el niño dormían, descuidada de esta maldad, y dándole la hierba que había dicho, le dijo:
—Entra, príncipe, que aquí te aguardo, y advierte que en lo que vas a hacer no te va menos que la vida. No te ciegue ni engañe la hermosura, ni el amor de esta tirana, que si te cogiera a ti como tú la tienes a ella, yo te aseguro que no te reservara.
—Déjame el cargo —respondió Federico, maravillado del gran saber del doctor—, que me espanta cómo, sabiendo tanto, no alcanzas que, cuando no fuera por lo que me va a mí, sólo por tu gusto, aun a mi hermano no perdonara la vida. Si no, dime que se la quite, y verás en obedecerte lo que te estimo.
—Así lo creo —dijo el doctor—, y eso será para después; que deseo tanto verte rey, que pienso que no hemos de aguardar a que el curso de los años se la quite. Y no te espantes que tema a un hombre enamorado en presencia de una mujer hermosa, que es un hechizo la hermosura que a todos mueve a piedad. Y porque sé tanto, sé que por amor se perdonan muchos agravios.
Con esto, Federico entró y el doctor se quedó aguardando fuera; que como llegó junto a la cama, vio dos ángeles; humanémoslo más: vio a Venus y a Cupido dormidos, porque en la cuadra había luz grande. Era la crueldad de este hombre mucha, pues no le ablandó tan hermosa vista; mas no hay que espantar, que estaba ya el rigor apoderado de él. Púsole la hierba debajo de la almohada, y quiso hacer experiencia del saber del doctor, su amigo, y sacando la daga, fue a herir a Beatriz en medio del blanco pecho, diciendo:
—Ahora, alevosa reina, con una muerte me pagarás tantas como por ti he pasado.
Mas no fue posible poder mandar el brazo. Con que, satisfecho de la verdad que su doctor le trataba, la volvió contra el inocente príncipe, y dándole tres o cuatro puñaladas, le dejó dormido en el eterno sueño, y luego, poniendo a Beatriz la daga bañada en la inocente sangre en la mano, se volvió a salir, dónde halló al doctor, y juntos se fueron al campo, junto a las cabañas de los pastores donde Beatriz estaba cuando la halló el Emperador, porque allí le dijo el doctor se había de ejecutar la justicia de Beatriz, para verla por sus ojos y quedar seguro de ella.
Llegó la mañana, bien triste y desdichada para el Emperador y todo el imperio de Alemania, que como las criadas que asistían a Beatriz y al príncipe vieron ser hora, entraron a la cámara y vieron el cruel y lastimoso espectáculo, dando terribles gritos, fueron donde estaban el Emperador y Emperatriz diciendo:
—¡Venid, señores, y veréis la tragedia de vuestro palacio y imperio, que la traidora de Florinda —que así había dicho que se llamaba— os ha muerto a vuestro amado hijo!
Los ansiosos padres, con tales nuevas traspasados, fueron a ver lo que aquellas mujeres les decían, que como se ofreció a sus ojos la lástima y dolor, empezaron, como gente sin juicio, a dar voces, mesando la Emperatriz sus cabellos y el Emperador sus barbas, a cuyas voces despertó Beatriz, despavorida, que hasta entonces le había durado el diabólico sueño; que no hay duda que si antes hubiera despertado, con la misma daga que tenía en la mano, se hubiera quitado la vida. Que como se vio así bañada en sangre, y al niño muerto, y que ella, con la daga que en la mano tenía, daba muestras de ser el agresora de tal delito, no hizo más de alzar al cielo los ojos bañados de tierno y lastimoso humor, y decir:
—¡Ya, Señor, veo que de esta vez es llegado el fin de mi desdichada y perseguida vida! Y pues conozco que ésta es tu voluntad, también es la mía. Yo muero contenta de que no la debo, y de que aquí tendrán fin mis persecuciones, y con una muerte excuso tantas como cada día padezco, y así, mi descargo sea mi silencio, porque deseo morir sin contradecir a lo que dispones.
A este tiempo, ya el Emperador, ciego de ira, había mandado llamar al gobernador, que venido, le mandó que tomasen a aquella mujer, así desnuda como estaba, y la llevasen a la misma parte donde la había hallado; allí le cortasen la cabeza, y que ella y la mano se pusiesen en el mismo camino, con letras que dijesen su delito. Y dando orden que se enterrase el príncipe, él y la Emperatriz se retiraron a llorar la muerte del amado hijo.
Sacaron a la hermosa reina, así desnuda, como estaba, del palacio, y por llegar más presto (como hasta la parte dicha había media legua) la entraron en un coche, y también porque no la matasen los ciudadanos, que, dando voces, andaban como locos, lamentando la muerte de su príncipe.
Antes de ejecutar la justicia, que como la vana ostentación del mundo hasta en los cuerpos sin alma se guarda, no pudo ser el entierro del niño tan presto, que primero no llegaron con la hermosa señora al lugar del suplicio; que como estuvieron en él, sacándola del coche, atadas las manos, la pusieron en mitad de aquel campo, en medio de un armado escuadrón, para que todos los que la seguían la viesen, mientras se levantaba un alto cadalso, donde se había de ejecutar la justicia, que muchos oficiales armaban a gran priesa.
Estaba la inocente y mansa corderilla cercada de carniceros lobos, con los llorosos ojos mirando con la priesa que se disponía su muerte. Llamaba muy de veras a Dios, ofreciéndole aquél y los demás martirios que había padecido. Y el traidor Federico y su compañero, entre la gente, mirando lo que tanto deseaban, cuando, bajando Beatriz los ojos del cielo, donde los tenía puestos, y extendiendo la vista por el campo, vio venir, rompiendo por el tumulto de la gente a largo paso, a su defensora y amiga, aquella hermosa señora que la había dado su favor en tantos peligros como se había visto, que como llegó, le dijo:
—En estas ocasiones, Beatriz, se conocen las verdaderas amigas.
Y desatándole las manos, tomándola por una de ellas, por entre toda la gente, paso a paso, la sacó de entre todos, hallándose Beatriz a este tiempo con los mismos vestidos que salió de su casa y se le habían quedado en el palacio del Emperador, y la llevó muy distante de allí, poniéndola entre unas peñas muy encubiertas, a la boca de una cueva, que junto a ella había una cristalina y pequeña fuentecilla, y del otro lado una verde y fructuosa palma cargada de los racimos de su sabroso fruto. Y cómo llegó allí, le dijo la hermosa señora:
—Entra, Beatriz, dentro de esa cueva, que ésta ha de ser tu morada hasta que sea tiempo. En ella hallarás lo que has menester, que quiere Dios que por ahora no comuniques con más gentes que con las voladoras aves y simples conejuelos y sueltos gamos, donde te hallarás mejor que con los hombres. Vive en paz, ama la virtud y encomiéndate a Dios, y acuérdate de mí, que soy la que te he sacado del aprieto en que te has visto.
—¡Ay, señora —dijo Beatriz, arrodillándose a sus pies—, no os vais sin decirme quién sois, para que sepa a quién tengo de agradecer tantas mercedes, que olvidarme de vos es imposible!
—Aún no es tiempo que lo sepas.
Y diciendo esto, se fue con notable ligereza, dejando a Beatriz absorta, siguiendo con los ojos sus pasos, y con el sentimiento, que todas las veces que se apartaba de ella, quedaba; que como la perdió de vista, se levantó y entró en la cueva, la cual no tenía de hueco más de algunos veinte pasos; toda era labrada en la misma peña. A un lado de ella estaba una cruz grande, labrada de dos maderos con mucho primor y curiosidad, y del clavo de los pies que tenía en los brazos, y los dichos sus tres clavos, estaba colgado un rosario y unas disciplinas, y al pie un pequeño lío, en que estaba un hábito de jerga, con su cuerda, y una toca de lino crudo, y sobre el lío unas Horas de Nuestra Señora, otras de oraciones en romance, un libro grande de vidas de santos, y enfrente de esto, unas pajas, donde podía caber su cuerpo, que a lo que la santa reina juzgó, parecía haber sido morada de algún penitente que había trocado esta vida, llena de penalidades, a la eterna. Que viendo esto, desnudándose el vestido, haciendo del un lío, le puso a un lado de la cueva, y vistiéndose el grosero saco, ciñéndose la cuerda y abriendo el dorado cabello con la cruda toca, se sintió tan gozosa como si estuviera en el palacio de su padre o esposo, no echando menos, con el alimento que en la verde palma y clara fuentecilla halló, los regalados manjares de la casa del duque ni [[del]] palacio del Emperador.
Dejémosla aquí, comunicando a todas horas con Dios, a quien daba muchas gracias, junto con su Santa Madre, de haberla sacado de entre los tráfagos y engaños del mundo, pidiéndoles que, antes que se muriese, supiese quién era aquella hermosa y piadosa señora que la había librado tantas veces de la muerte y traídola a tan sosegada vida, unos ratos orando y otros leyendo. Y volvamos al lugar del suplicio, y a la corte del emperador, que no hay poco que decir de ellos.
Acabóse de levantar el cadalso, que, porque fuese más bien vista su muerte, se mandó hacer. Y queriendo, para ejecutar la justicia, llevar a él a Florinda, que así la llamaban todos, como a un tiempo fue el ir por ella y el llevársela su defensora, y vieron que de delante de los mismos ojos faltaba, quedaron los engañados ministros tan asombrados como cuando el caminante que en noche muy oscura caminando, de repente, se le ofrece a la vista un repentino relámpago, que, dejándole deslumbrado, no sabe lo que le ha sucedido. Así quedaron los que al tiempo de asir de Florinda, se hallaron sin ella, mirando a unas partes y a otras, por ver por dónde se habían ido, no quedando menos admirados que los demás Federico y el doctor, no pudiendo imaginar dónde se hubiese ido. Unos decían: «Aquí estaba ahora.» Otros: «Mirándola, sin partir los ojos de ella, se me ha desaparecido de ellos.» Éstos le llamaban «milagro», y aquéllos «encantamiento». Sólo el doctor, que era el que más espantado estaba de que de su saber se le encubriese, dijo a Federico:
—¿Qué nos cansamos? Que mientras esta sombra se la hiciere a esta mujer, no hemos de tener poder contra ella.
Pues estando de esta suerte, sin saber qué hacerse, ni qué disculpa darían al Emperador, vieron venir al más correr de un caballo un caballero de palacio, dando voces que, si no estaba ejecutada la justicia, se suspendiese y diesen vuelta con Florinda a palacio, que así lo mandaba el Emperador, que como llegó le dijo al gobernador lo mismo. Y cómo, al tiempo de llevar a sepultar al príncipe con general sentimiento de todos, había resucitado levantándose sano y bueno, diciendo a voces:
—No maten a Florinda, que no me mató Florinda; antes por Florinda tengo vida. Tráiganme a Florinda. Vayan presto, no la maten, que está inocente; que no me mató sino un traidor, por hacerla mal a ella.
Nuevas admiraciones causaron estas nuevas, y viendo que no parecía, ni por vueltas que dieron por el campo no la hallaban, volvieron a dar cuenta al Emperador de todo; que fue tanto su sentimiento de que no pareciese, como si la hubieran muerto, y más viendo que el niño lloraba por ella y decía que sin Florinda no quería vivir. Ida la gente, quedaron solos Federico y el doctor, a quien dijo el príncipe:
—¿Qué me dices de tales sucesos, doctor amigo?
—Qué quieres que te diga, sino que tengo agotado el entendimiento, deshecha y deslucida la sabiduría, por ver lo que pasa, y que a mí, que no se me encubre cuanto pasa en el mundo, y aun lo que en las profundas cavernas del infierno hay, lo miro y juzgo como si estuviera en cada parte, no puedo alcanzar este secreto, ni en qué virtud se libra esta mujer de tantos peligros como la ocasionamos tú y yo, que sé, aunque más lo procuro, si en virtud de Dios u de algún demonio se hace esto. Mirándola estaba cuando se desapareció, y no vi más de que la encubrieron sin saber quién, ni por ahora alcanzo dónde está. Sólo sé que la hemos de volver a ver; mas entonces será con gran riesgo de los dos. Y ahora es menester que de nuevo tornemos tú y yo a prometernos no apartarnos el uno del otro en ningún tiempo ni ocasión, porque, unidas nuestras fuerzas, no le basten las suyas contra nosotros; y que demos la vuelta a Hungría por aliviar la pena que tu hermano y todo el reino tiene por ti, y allí obraré con más fuerza y sosiego de mis encantos, para ver si pudiésemos obrar contra ella, antes que ella contra nosotros. Y en caso que no se pueda hacer, será lo más acertado quitar a tu hermano la vida con alguna confacción que le demos, que siendo tú rey, poco podrá contra ti.
Parecióle bien a Federico el consejo del doctor, y dándole de nuevo palabra de no apartarse de sí en ningún tiempo, ni de noche ni de día, se fueron donde habían dejado los criados, y de allí a Hungría, donde hallaron al rey bien penado por no saber nuevas de su amado hermano, y todo el reino muy triste, no sabiendo de su príncipe. Y por su venida hicieron grandes fiestas, que como el rey no se quería casar, tenían todos puestos en él los ojos, que, aunque le conocían mal inclinado, era, en fin, hijo de su rey y hermano del que tenían.
Ocho años estuvo Beatriz en la cueva, sin que el mal doctor pudiese, en todos ellos, descubrir dónde estaba. Y ella, tan contenta en aquella morada, gozando tan quieta y pacífica vida, que ya no se le acordaba de reino, ni esposo, sin que persona humana en todo este tiempo viesen sus ojos. Toda su compañía eran simples conejuelos y medrosos gamos con tiernas cervatillas, que estaban tan hallados con ella, que se le venían a las manos, como si fueran mansos cachorrillos, gozando de la alegre música de las aves, con quien se deleitaba y entretenía. Sólo sentía mucha pena de no haber visto en todos estos años su amada amiga y defensora, aquella hermosa señora a quien tanto debía, que casi amara el verse en peligro por tornarla a ver. Cuando una mañana, al empezar a reír el alba, estando durmiendo, se oyó llamar de la misma suerte que cuando estaba sin ojos entre las peñas, diciéndole:
—Dios te salve, Beatriz amiga.
A cuya voz, abriendo los soñolientos ojos, vio junto a sí a su querida y amada defensora, y levantándose despavorida y alegre, se arrodilló delante de ella, diciendo con lágrimas de alegría:
—¡Ay, señora mía, y qué largo tiempo ha que no os veo! ¿Cómo os habéis olvidado de mí, sabiendo, como quien tanto sabe, las ansias que por veros he tenido? Decidme, ¿cómo no me habéis venido a ver? Que, a saber yo dónde os pudiera hallar, no me hubiera detenido en buscaros.
—Yo —respondió la señora— nunca me olvido de quien verdaderamente me ama, que aunque tú no me has visto, yo te he visto a ti; mas como hasta ahora no te has visto con necesidad de mi favor, no he venido a que me veas. Y porque ya es tiempo que los deseos que tienes de saber quién soy se cumplan, antes de decirte a lo que vengo, quiero que me conozcas y sepas que soy la Madre de Dios.
En diciendo esto, como ya era la voluntad de Dios y suya que la conocieran, al punto, en el diáfano manto azul, que aunque de este color, más era sol que manto, en los coturnos de la plateada luna, en la corona de estrellas, en el clarísimo resplandor de su divino y sagrado rostro, en los angélicos espíritus que la cercaban, conoció Beatriz aquella soberana Reina de los Ángeles, Madre de Dios y Señora nuestra. Que, puestos los ojos en ella, así como estaba de hinojos, se quedó inmóvil y elevada, gran rato absorta en tan gloriosa vista.
Goce Beatriz este favor tan deseado, mientras que yo pondero este misterioso suceso, y digo que es gran prueba de nuestra razón la que sucedió a esta hermosa y perseguida reina, que para defenderse de la lasciva crueldad de un hombre, no le bastase su santidad, su honestidad, con todas las demás virtudes que se cuentan de que era dotada, ni con su divino y claro entendimiento disimular y celar el amor de que tantas veces y en tan varias ocasiones se había dado por desentendida, ni el excusarse de que hallase en ella más cariño ni agrado cuando le escribió el papel, ni tenerle el tiempo que estuvo en la jaula de hierro. Nada baste contra la soberbia e ira de este hombre, sino que sea menester todo el favor y amparo de la Madre de Dios.
¡Ah, hermosas damas, si consideráis esto, y qué desengaño para vuestros engaños! El poder de la Madre de Dios es menester para librar a Beatriz de un hombre, resistiéndole, apartándose, disimulando, prendiendo, y, tras todo esto no se pueda librar de él, si la Madre de Dios no la libra. ¿Qué esperáis vosotras, que los amáis, que los buscáis, que los creéis, que os queréis engañar? Porque lo cierto es que si fuéramos por un camino y viéramos que cuantos han caminado por él han caído en un hoyo que tiene en medio, y viendo caer a los demás, nosotros fuésemos a dar en él de ojos, sin escarmentar de ver caer a otros, ¿qué disculpa podemos dar, sino que por nuestro gusto vamos a despeñarnos en él? ¿Veis la parienta burlada, la amiga perdida, la señora deshonrada, la plebeya abatida, la mujer muerta a manos del marido, la hija por el padre, la hermana por el hermano, la dama por el galán, y finalmente veis que el día de hoy el mayor honor y la mayor hazaña de que se precian los hombres es de burlaros y luego publicarlo y decir mal de vosotras, sin reservar ninguna, sino que en común hacen de todas una ensalada, ¿y no tomaréis ejemplo las unas en las otras? ¿Para qué os quejáis de los hombres, pues, conociéndolos, os dejáis engañar de ellos, fiándoos de cuatro palabras cariñosas? ¿No veis que son píldoras doradas? ¿No consideráis que a las otras que burlaron dijeron lo mismo, que es un lenguaje estudiado con que os están vendiendo un arancel que todos observan, y que, apenas os pierden la vista, cuando, aunque sea una fregatriz, le dicen otro tanto?
Y lo que más habíades de sentir es cuando, juntos en corrillos, dicen que os hallan tan a la mano, que vosotras mismas les rogáis, y que hallan mujeres a cuarto de castañas, o a pastel de a cuatro. ¿No os afrentáis de esto? ¿No os caéis muertas de sentimiento? Pues de mí digo que, con no ser comprendida en estas leyes, porque ni engaño ni me pongo en ocasión que me engañen, ni he menester los desengaños, me afrento de manera que quisiera ser poderosa de todas maneras para apartaros de tal vicio y para defenderos de tales desdichas, ¡y que nada os obligue a vosotras para libraros de ella! Pues mirad cómo esta reina que, pues merecía tener el favor de la Madre de Dios, buena era; pues si siendo buena tuvo necesidad de que la Madre de Dios la defendiese de un hombre, vosotras, en guerra de tantos y sin su favor, ¿cómo os pensáis defender?
Volved, volved por vosotras mismas, ya que no estimáis la vida, que a cada paso la ponéis en riesgo; estimad el honor, que no sé qué mujer duerme sosegada en su cama, sabiendo que en los corrillos están diciendo mal de ella los mismos que debían encubrir su falta, habiendo sido instrumentos de que cayese en ella; que en las pasadas edades más estimación se hacía de las mujeres, porque ellas la tenían de sí mismas, y entonces, como les costaban más, las aplaudían más y los poetas las alababan en sus versos, y no las ultrajaban como ahora, que no se tiene por buen toreador el que no hinca su rejón.
Ahora volvamos a Beatriz, que la dejamos elevada y absorta en aquella divina vista, que en lo demás yo pienso que me canso en balde, porque ni las mujeres dejarán de dar ocasión para ser deshonradas, ni los hombres se excusarán de tomarla, porque a las mujeres les huele mal el honor, y a los hombres el decir de ellas bien, que así anda todo de pie quebrado; es la gracia que tienen todos y todas: los tejados de vidrio, y sin temer las pedradas que darán en el suyo, están tirando piedras a los demás. Y de lo que más me admiro es del ánimo de las mujeres de esta edad, que sin tener el favor y amparo de la Madre de Dios, se atreven a fiarse del corazón de los hombres, bosques de espesura, que así los llamó el rey don Alonso el Sabio, en lo verdadero, y el dios Momo en lo fabuloso, donde no hay sino leones de crueldades, lobos de engaños, osos de malicias y serpientes de iras, que siempre las están despedazando el honor y las vidas, hartando su hambre y sed rabiosa en sus delicadas carnes, que bien delicada es la vida y bien débil el honor. Y con ver salir a las otras despedazadas, se entran ellas sin ningún miedo en ellas.
Pues, como digo, estaba Beatriz arrodillada, y tan fuera de sí, mirando aquella Divina Señora, de quien tan regalada se hallaba, que se estuviera allí hasta el fin del mundo, si la Santísima Virgen no le dijera:
—Vuelve en ti, amiga Beatriz, que es ya tiempo que salgas de aquí y vayas a volver por tu honor, que, aunque padeces sin culpa, y eso tu paciencia es bastante para darte el premio de tus trabajos, quiere mi Hijo que sus esposas tengan buena fama, y por eso muchas a quien el mundo se le ha quitado, aun después de la última jornada de él, permite que con averiguaciones bastantes, como las que se hacen en su canonización, se la vuelva el mismo que se la ha quitado. Mas de ti quiere que tú la restaures y quites a tu mismo enemigo el peligro que tiene de condenarse, y a tu esposo y padres, junto con los dos reinos de Inglaterra y Hungría, en la mala opinión que te tienen. Toma este vestido de varón y póntele, dejando ahí los dos que te han servido en tus penas y quietudes, y estas hierbas.
Diciendo esto, le dio el vestido y una cestilla de unas hierbas tan frescas y olorosas, que bien parecía que las traía aquella que es vergel cerrado y oloroso; y prosiguió diciendo:
—Éstas no se te marchitarán jamás, sino que siempre las hallarás como te las doy. Vete a Hungría, donde, por voluntad y permisión de mi Hijo, todos perecen de una cruel peste que ha dado; tal, que no vale la diligencia de los médicos humanos para reservar a los tocados de ella de la muerte. Sólo a ti, que por medio de estas hierbas es otorgado el poder; mas ha de ser de este modo; que el herido de este mal que quisiere ser sano se ha de confesar de todos sus pecados, sin reservar ninguno, por feo que sea, delante de ti y otra persona que tú señalares. Y hecho esto, habiendo sacado el zumo de esta hierba, le darás a beber una sola gota, con que al punto quedará sano. Mas, adviértote, y así lo hagas tú a los que curares, que en dejando de confesar algún pecado, o por vergüenza o malicia, al punto que beba el salutífero licor, le será riguroso veneno que le acabará la vida, con gran peligro de su alma.
Levantóse Beatriz, oído esto, y quitándose el saco de jerga, se vistió el vestido, y llevando el arreo que se quitaba a la cueva, le puso en el lugar que le había hallado. Y despidiéndose de aquella morada con tierno sentimiento, tomó su cestilla, y en compañía de su gloriosa defensora, que, tomándola por la mano, la sacó de entre las peñas y la puso en el camino, enseñándola por dónde había de ir, y abrazándola y dándola su bendición, y ella arrodillada, con muchas lágrimas, por apartarse de aquella celestial Señora, le besó los pies con tal sentimiento, que no se quisiera quitar jamás de ellos, pidiéndole que siempre la amparase. Y la Santísima Virgen, ya que se quería partir, le dijo:
—Anda, hija, con la bendición de Dios y mía, y sanarás a todos los que hicieren lo que te he dicho, en el nombre de Jesús, mi amado Hijo.
Y dejándola así, arrodillada, se desapareció, quedando la santa reina tan enternecida de que se hubiese partido de ella, que no acertaba a levantarse, ni quitar la boca del lugar adonde había tenido sus gloriosos pies. Y así estuvo un buen espacio; hasta que, viendo ser justo obedecer lo que le había mandado, se levantó y empezó a caminar; que como fue entrando por el reino de Hungría, era cosa maravillosa de ver la gente que sanaba, así de un sexo como del otro, tanto que a pocos días volaba su fama por todo el reino, llamándola el médico milagroso, hasta que llegó a la misma ciudad donde asistía la corte, la cual halló en más aprieto que las demás que había andado; tanto, porque como allí era más la gente y el mal estaba apoderado de los más, cuanto porque estaba herido de él el príncipe Federico, y tan malo, que no se tenían esperanzas de su vida, por no aprovecharle los remedios que los médicos le hacían. Y como no había otro heredero, el rey y el reino estaban muy apenados.
Empezó Beatriz a hacer sus milagrosas curas, sanando a tantos con ellas, que apenas la dejaban hora para dar algún reposo a su cuerpo, y junto con esto a no hablarse en otra cosa sino en el médico milagroso; unos, creyendo ser algún santo; y otros, teniéndole por algún ángel; de suerte que llegaron las nuevas al rey, que, afirmándole todos los que lo sabían que sanaba a tantos, deseoso de la vida de su amado hermano, envió por él, y venido, le prometió grandes mercedes si le daba salud.
—Vamos adonde está —respondió Beatriz—; que, como el príncipe haga lo que los demás hacen, sanará sin duda.
Oído esto por el rey, la tomó por la mano y entró donde estaba Federico en el lecho, tan malo y debilitado, que parecía que apenas duraría dos días. Tenía a la cabecera a su mágico doctor y amigo, que de día ni de noche se apartaba de él, y si bien había ya hecho las prevenciones que todo cristiano debe hacer para partir de esta vida, habían sido tan falsas, como quien había prometido a su doctor no decir, ni aun al confesor, el secreto que los dos sabían. Pues, viéndole el rey tan fatigado, le dijo:
—Ánimo, amado hermano mío, que aquí tienes el milagroso médico, que te dará, con el favor de Dios, la vida, como la ha dado a cuantos en todo el reino perecían de este mal.
Alentóse Federico, y poniendo en Beatriz los ojos, le dijo:
—Haz tu oficio, doctor, que si me sanas, te prometo de hacerte el mayor señor de Hungría.
—Hemos menester —dijo a esta sazón el mágico— saber en qué virtud curas, si es por ciencia, o por hierbas, o palabras.
—¿Pues tú —respondió Beatriz—, que tanto sabes, ignoras en qué virtud curo? En la de Dios, que puede más que no tu falsa mágica.
Calló el mágico, oído esto, y Beatriz, volviéndose a Federico, le dijo:
—¿Sabes, príncipe, lo que has de hacer para que te aproveche el remedio que te he de dar?
—No —dijo Federico—. Adviérteme de todo, porque no pierda la cura por ignorar lo que se ha de hacer.
—Pues tú has de confesarte de todos tus pecados, sin dejar ninguno, por vergüenza, ni malicia, delante del rey, tu hermano, y de mí. Mas mira, príncipe, lo que haces, que si no te confiesas de todo, y te queda alguno, en lugar de vivir, morirás.
¡Gran misterio de Dios, que estaba hablando con los mismos que la perseguían, sin ser conocida de ninguno, ni el mágico menos! Pues viendo Federico que había nombrado al rey, vuelto a su doctor, le dijo:
—Ya ves, doctor, que no puede ser menos; da lugar para que haga lo que este buen hombre dice que he de hacer.
Rióse el doctor, y volviéndose a Federico, le dijo:
¿Pues cómo, príncipe, ya te olvidas que me tienes prometido, como quien eres, de no apartarme de ti? ¿Será justo que un rey quiebre su palabra? Según esto, ni yo puedo irme, ni tú enviarme. Mire este hombre cómo ha de ser, que menos que hecho pedazos, no cederé del derecho que tengo a tu promesa.
Mudo quedó Federico, sin saber qué responder a lo que el doctor decía, viendo que decía verdad. A lo que Beatriz respondió, inspirada del Cielo:
—Estáte quedo, engañador, no te vayas, que poco importa que estés presente, pues tú siempre lo estás a todo; mas por esta vez no te valdrán tus astucias ni saber, que hay quien sabe más que tú.
Con esto, sentándose el rey, y Beatriz, y el doctor, Federico se confesó de todos sus pecados, excepto de las traiciones tocantes a la reina, estando muy contento el mágico, viendo cómo observaba el príncipe lo que le tenía prometido; que, como acabó y dijo que no tenía más que decir, viendo Beatriz que era diferente, le dijo:
—¿No tienes más que decir?
—No —dijo Federico.
—¿No? —replicó Beatriz—. Pues mira lo que haces, que hasta darte el licor, yo te lo daré, que en esta vasija le tengo. Mas advierte que si dejas alguna cosa, por mínima que sea, en el punto que le bebas, no sólo perderás la vida, mas también el alma.
Tembló oyendo esto Federico, y volviéndose al rey, le dijo:
—Hermano mío, prometedme como rey perdonarme lo que hubiere cometido contra vos, y otorgadme la vida, que menos que con esto no puedo hacer lo que este buen hombre pide.
—Yo, hermano amado —dijo el rey—, yo os perdono, aunque hubiérades tratado de quitarme la vida, y os otorgo la vuestra. Y quiera Dios que, obrando este milagroso remedio, le tengáis por muchos años.
—Pues doctor amigo —dijo Federico, vuelto al mágico—, perdona; que morir y condenarme son dos males terribles, y no es razón que por guardarte a ti la promesa que te hice loco, pierda la vida del alma y cuerpo, cuando estoy cuerdo.
—¿De esa manera cumples lo que prometes? —dijo el mágico—. ¿Qué esperanzas darás a tus súbditos para cuando seas rey? Y yo me quejaré de ti, y te infamaré por todo el mundo de perjuro.
—Más importa el alma y la vida —dijo Federico.
Y sin aguardar a más preguntas ni respuestas, declaró todo lo que tocaba a la reina, diciendo cómo había sido quien la había enamorado y perseguido, y cómo ella, por librarse de él, le había encerrado en la jaula de hierro; cómo habían fingido con el saber del doctor las cartas, estando en casa del duque; cómo la había querido forzar, antes de matarla, en la fuente; cómo le había muerto el niño príncipe en casa del Emperador, y cómo, estando para degollarla, se había desaparecido, lo que había oído al caballero de casa del Emperador, que había venido a que no se ejecutase la justicia, de que el niño había resucitado; cómo la había hallado con ojos, siendo cierto que los monteros se los habían sacado; y cómo, por más que había procurado saber qué se había hecho, no lo habían podido alcanzar, ni el doctor con su saber, ni él con sus diligencias; cómo tenían intención de matar al rey, porque si en algún tiempo pareciese, no los castigase. Finalmente, no dejó cosa que no la descubrió; que, visto por Beatriz, dándole la bujeta del licor, al punto quedó sano.
Que como el rey, que atento estaba a lo que su hermano decía, se enteró de la inocencia de la reina, y lo que había pasado de trabajos y persecuciones, y no supiese dónde hallarla para pedirla perdón y volverla al estado que merecía, llorando tiernamente le dijo:
—¡Ay, Federico!, que no te quiero llamar hermano, que no han sido tus obras de serlo. ¡Y cómo fuiste cuerdo en pedirme la vida, que a no habértela prometido, una muerte fuera pequeño castigo! ¡Que si pudiera darle mil, no lo dejara por ningún peligro que me pudiera venir! No parezcas, mientras yo viviere, ante mis ojos; que no quiero ver con ellos la causa de las lágrimas que están vertiendo los míos. ¡Ay, mi amada Beatriz, y cómo, si considerándote culpada, aún no ha entrado alegría en mi triste corazón, por haber perdido tu amada compañía; cómo desde hoy moriré viviendo, sin que estas lágrimas que vierto se enjuguen de mis penados ojos! ¡Ay, santa mártir!, perdona mi mal juicio en dar crédito contra tu virtud a tal traición. ¿Mas cómo no me había de engañar si mi propio hermano te desacreditaba con tan aparentes maldades?
Decía el rey estas lástimas con tanto sentimiento, que viendo Beatriz que ya era tiempo de darse a conocer, le dijo:
—Sosiégate, Ladislao, y no te desconsueles tanto, que aquí está Beatriz; que yo soy la que tantas deshonras y desdichas ha padecido, y por quien tus ojos están vertiendo esas lágrimas.
Apenas la reina dijo esto, cuando se vio, y la vieron todos, con los reales vestidos que sacó de palacio cuando la llevaron a sacar los ojos y se habían quedado en la cueva, sin faltar ni una joya de las que le quitaron los monteros; tan entera en su hermosura como antes, sin que el sol, ni el aire, aunque estuvo ocho años en la cueva, la hubiese ajado un minuto de su belleza. Viendo todos cuantos en la sala estaban, que eran muchos, por cuanto al llanto que el rey hacía habían entrado todos los caballeros que fuera estaban, creyendo que Federico había muerto, cómo la Madre de Dios, Reina de los Ángeles y Señora nuestra, tenía puesta su divina mano sobre el hombro derecho de la hermosa reina Beatriz, a cuya celestial y divina vista, el doctor que, sentado en una silla, estaba cerca de la cama de Federico, dando un gran estallido, como si un tiro de artillería se disparara, daba grandes voces, diciendo:
—¡Venciste, María, venciste! ¡Ya conozco la sombra que amparaba a Beatriz, que hasta ahora estuve ciego!
Desapareció, dejando la silla llena de espeso humo, siendo la sala un asombro, un caos de confusión, porque a la parte que estaba Beatriz con su divina defensora era un resplandeciente paraíso, y a la que el falso doctor y verdadero demonio, una tiniebla y oscuridad.
Arrodillóse el rey, y Federico, que ya había saltado de la cama, a los pies de Beatriz, y todos cuantos estaban en la sala de la misma suerte, besándole los pies y la tierra en que los tenía. ¡Quién oyera a Ladislao ternezas que le decía, pidiéndola perdón del descrédito que contra su virtud había tenido! ¡Quién viera a Federico suplicándola le perdonase, confesando a voces su traición! ¡Quién mirara a sus damas, que a las voces y tronido del demonio habían salido con tiernas lágrimas, besándole unas las manos y otras las ropas, y todos con tanto contento cuanto habían sido la pena que habían tenido de sus desdichas! No hay que decir sino que parecía un género de locos de contento.
Levantóles Beatriz a su esposo y cuñado juntos, abrazándolos de la misma suerte, y luego a todos los demás, uno por uno. Salió la voz de la venida milagrosa de la reina, sabiéndose cómo era el doctor que había dado la vida a todos, y corrían, como fuera de juicio, a palacio; tanto, que fue necesario que saliese donde de todos fuese vista, porque daban voces que les dejasen ver su reina, que, así como la dejó entre el concurso dicho, la Reina del Cielo había desaparecido.
Bien quisiera Ladislao tornar a gozar entre los hermosos brazos de su esposa las glorias que había perdido en su ausencia; mas ella no lo consintió, diciéndole que ya no había reino, ni esposo en el mundo para ella, que al Esposo celestial y al reino de la gloria sólo aspiraba, que no la tratase de volver a ocasionarse más desdichas de las padecidas. Y como ésta debía ser la voluntad divina, no la replicó más el rey, ni trató de persuadirla lo contrario; porque, inspirado de Dios, se determinó a seguir los pasos y camino de Beatriz, que sin querer hacer noche en palacio, llevando consigo todas sus damas que quisieron ser sus compañeras, se fue a un convento, donde tomaron todas el hábito de religiosas, dándole licencia el rey para ello, donde vivió santamente hasta que fue de mucha edad.
El rey Ladislao envió luego a Inglaterra las nuevas con embajadores fidedignos, enviando por la infanta Isabela para mujer de Federico, que era hermana de Beatriz; que cuando ella vino a Hungría era niña y no menos hermosa que su hermana, que los reyes, sus padres, quisieron traer ellos mismos, por ver de camino a Beatriz; que, venidos, se celebraron las bodas de Federico y la infanta Isabela con grandes fiestas de los dos reinos; que, acabadas, antes que los reyes de Inglaterra se volviesen, el rey Ladislao traspasó y cedió el reino a su hermano. Y en habiéndole dado la investidura y jurádole los vasallos, tomó el hábito del glorioso san Benito, donde siguiendo los pasos de su santa esposa, fue a prevenirse su lugar en el Cielo. Habiendo vivido santamente, murió muchos años antes que Beatriz, la cual, antes de su muerte, escribió ella misma su vida, como aquí se ha dicho con nombre de desengaño; pues en él ven las damas lo que deben temer, pues por la crueldad y porfía de un hombre padeció tantos trabajos la reina Beatriz, que en toda Italia es tenida por santa, donde vi su vida manuscrita, estando allá con mis padres. Y advierto esto, porque si alguno hubiese oído algo de esta reina, será como digo, mas no impresa, ni manoseada de otros ingenios. Y como se ha propuesto que estos desengaños han de ser sobre casos verdaderos, fuerza es que algunos los hayan oído en otras partes, mas no como aquí va referido.
Con tanto gusto escuchaban todos el desengaño que doña Estefanía refirió, que, aunque largo, no causó hastío al gusto, antes quisieran que durara más; que si bien don Diego, por llegarse a ver dueño de la belleza de Lisis, deseada tan largo tiempo, quisiera que los desengaños de aquella noche fueran más cortos, las dos desengañadoras, como era la última, de propósito los previnieron más largos. Y no le hacían poco favor en dilatarle la pena que, por lugar de gusto, le estaba prevenida por fin de la fiesta, que en esta penosa edad no le hay cumplido, porque como nos vamos acercando más al fin, como el que camina, que andando un día una jornada, y otro día otra, viene a llegar al lugar adonde enderezó su viaje, así este triste mundo va caminando, y ya en las desdichas que en él suceden parece que se va acercando a la última jornada.
Pues viendo doña Isabel que la discreta Lisis trocaba asiento con doña Estefanía, por ser la última que había de desengañar, cantó sola este soneto de un divino entendimiento de Aragón, hecho a una dama a quien amaba por fama, sin haberla visto, y ella se excusaba de que la viese, por no desengañarle del engaño que podía padecer en su hermosura, si bien le desengañaba por escrito, diciéndole que era fea, por quitarle el deseo que tenía de verla, que se le había dado Lisis a doña Isabel para que le cantase en esta ocasión, por no darle fin trágico, aunque el héroe que le hizo le merecía, por haberse embarcado en el Leteo.
Amar sin ver, facilidad parece,
que contradice afectos al cuidado;
pero quien del ingenio se ha pagado,
de más amante crédito merece.
El que a la luz que el tiempo desvanece
solicita, lascivo, el dulce agrado,
apetito es su amor que, desdichado,
con el mismo deleite descaece.
Amarilis, si viendo tu hermosura,
rindiera a su beldad tiernos despojos,
sujetara a los años mis sentidos.
Mi amor porción del alma se asegura,
y huyendo la inconstancia de los ojos,
se quiso eternizar en los oídos.
*FIN*