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La pesca

[Poema - Texto completo.]

Gaspar Núñez de Arce

– I –
¡Cuántas veces sentado en tu ribera,
       ¡oh mar! como si oyera
la abrumadora voz de lo infinito,
ha despertado en la conciencia mía
       honda melancolía,
tu atronador, tu interminable grito!

 – II –

Todo enmudece y cae en el misterio:
       el poderoso imperio
que la tierra asoló con sus batallas;
hasta los dioses que de polo á polo
       temidos son; tú sólo
sientes rodar los siglos, y no callas.

 – III –

No callas, y hasta el alto firmamento
       sube tu ronco acento,
y cuando revolviéndote en ti mismo
ruges furioso, en tus entrañas late
       el horror del combate
que empeña el huracán con el abismo.
– IV –
Sólo alcanza poder tan soberano,
       el pensamiento humano
como tú grande, como tú profundo,
que alzando sin cesar su voz de trueno,
       forja en su ardiente seno
las glorias y catástrofes del mundo.
– V –
¡Ay si decir pudieras cuanto sabes!…
       ¿Qué hiciste de las naves
con que surcó tu inmensidad, la aciaga
y trágica ambición? ¿Adónde han ido?
       Como el mortal olvido
tu oscuro fondo hasta el recuerdo traga.
– VI –
Todo perece en ti sin dejar huella:
       el barco que se estrella
contra el peñón, la armada que devoras,
los continentes que iracundo invades,
       las sordas tempestades
que avanzan en tus olas bramadoras.
– VII –
La tierra, en cuyo seno te reclinas,
      mantiene en pie las ruinas
que las ciegas catástrofes dejaron.
Tú, con desdén soberbio, las rechazas:
       por ti pueblos y razas
como sombras efímeras pasaron.
– VIII –
El furor de los tiempos, que venciste,
       sólo tu voz resiste:
tu acento fue, como clamor de guerra,
el que la humanidad oyó primero,
       ¡ay! y será el postrero
que en su agonía escuchará la tierra.
– IX –
Pero más, mucho más que cuando inmolas
       y abismas en tus olas
la insolencia del fuerte á quien humillas,
mi espíritu conturbas y enajenas
       con las tristes escenas
que esparcen el terror en tus orillas.
– X –
No lejos de un peñón agrio y salvaje
       que con recio oleaje
el cantábrico mar bate y socava,
al través de los árboles blanquea
       casi ignorada aldea,
sobre la costa inabordable y brava.
– XI –
Mirando al mar, de frente al Océano,
       que sacudiendo en vano
la roca estéril sin cesar se agita,
el horizonte corta y se alza enhiesta
    sobre la calva cresta
del picacho granítico, una ermita.
– XII –
¡Con qué placer la gente pescadora,
       que al despuntar la aurora
por entre escollos á la mar se lanza,
del sol poniente al último vislumbre,
       ve lucir en la cumbre
aquel faro de amor y de esperanza!
– XIII –
Cuando, salvo de innúmeros azares,
       torna á los patrios lares
el marinero audaz ¡con qué alegría,
con qué ferviente fe, descalzo y roto,
       corre á colgar su voto
en aquel pobre templo de María!
– XIV –
¡María! que del piélago y del alma
       las tempestades calma;
que recoge en sus brazos y consuela
al náufrago del mar y de la vida.
       Bálsamo á toda herida,
puerto á toda aflicción. Maris stella!
– XV –
Desde el peñón desnudo y solitario
       que el blanco santuario
con su apacible majestad abruma,
contempla por do quiera la mirada
       la costa acantilada
donde se estrella con fragor la espuma.
– XVI –
Y al dilatarse por el mar, divisa
       en la línea indecisa
do se juntan las nubes y las olas,
raudo vapor, que con la crin al viento,
       acelera el momento
de arribar á las costas españolas.
– XVII –
Luego, á medida que la luz desmaya,
       con rumbo hacia la playa
cuyos contornos borra la neblina,
se ven llegar las pescadoras naves,
       como tímidas aves
que al nido vuelven, cuando el sol declina.
– XVIII –
El faro, al descender la noche oscura,
       en la empinada altura
de negro promontorio centellea,
y su destello intermitente oscila,
       cual la roja pupila
de un Titán, que en las sombras parpadea.
– XIX –
Están, desde la cúspide del monte,
       el mar y el horizonte
a la absorta mirada siempre abiertos,
y al otro lado, en la vertiente opuesta
       de la escarpada cuesta,
reclinado el lugar entre sus huertos.
– XX –
Silvestres hayas y robustos pinos
       de los cerros vecinos
orlan y ciñen la brumosa frente,
por cuyas quiebras rueda y se desata,
       como líquida plata,
el sonoro raudal de alguna fuente.
– XXI –
Y allí, donde de pronto se despliega
       la pintoresca vega,
siguiendo los contornos desiguales
de la verde montaña, resguardado
       por el peñón tajado
de recios y furiosos vendavales;
– XXII –
bajo el amparo de la Iglesia santa,
       sobre la cual levanta
sencilla cruz sus brazos redentores,
sin que la sed de la ambición le aflija,
       humilde se cobija
aquel pueblo de honrados pescadores.
– XXIII –
Por entre los repliegues de una loma,
       rústico albergue asoma
al margen de un arroyo cristalino,
cuyo limpio caudal, abriendo calle
       por el fondo del valle,
mueve después las piedras de un molino.
– XXIV –
Fresca arboleda en sus orillas crece,
       y cuando el viento mece
con leve impulso sus tupidas frondas,
parece, reflejándose en el río,
       que el ramaje sombrío
en el espacio tiembla y en las ondas.
– XXV –
junto al arroyo que lamiendo pasa
       las tapias de la casa,
un joven pescador de piel curtida
por el viento del mar, áspero y rudo,
       iba nudo por nudo
recorriendo su red, al sol tendida,
– XXVI –
para coger los puntos de la malla,
       que en su postrer batalla
rompió, saltando el pez, vencido y preso
en la jornada del pasado día,
       cuando la red crujía
de la copiosa pesca bajo el peso.
– XXVII –
Agraciada mujer, viva y morena,
       en la ingrata faena
le acompañaba, y con secreto gozo,
a menudo, ligera como el rayo,
       mirándole al soslayo
orgullosa pensaba: -¡Es un buen mozo!
– XXVIII –
y él, al fijarse, de impaciencia lleno,
       en el redondo seno
que el ceñido jubón reprime y tapa,
suspendiendo de pronto su trabajo,
       decía por lo bajo
con aire vencedor: -¡ Es que eres guapa!
– XXIX –
Entonces, dibujándose indecisa
       en sus labios la risa,
contemplábase, muda de embeleso,
la dichosa pareja enamorada,
       y era aquella mirada
una promesa, una caricia, un beso.
– XXX –
Los dos nacieron para amarse. Es Rosa,
       como su nombre, hermosa:
arde en sus ojos del placer la llama.
Su fresca boca, que al halago brinda,
       es dulce cual la guinda
que el pájaro voraz pica en la rama.
– XXXI –
No tiene la blancura de la nieve,
       que se deshace en breve:
negros sus ojos son, negro el cabello.
Competir en su rostro parecía
       la noche con el día;
pero ¿acaso el crepúsculo no es bello?
– XXXII –
Cayó en las redes de su amor cautivo
       Miguel, el más activo
y arriesgado patrón de aquella playa,
que ágil en el timón, fuerte en el remo,
       en el peligro extremo
ni tiembla, ni se aturde, ni desmaya.
– XXXIII –
Adiestrado en el ímprobo ejercicio
       de su penoso oficio,
por la abierta camisa muestra el pecho
de fuerte y musculosa contextura,
       no a la molicie impura,
sino a las fieras tempestades hecho.
– XXXIV –
Bajo su tosca y natural corteza
       oculta la nobleza
de un corazón resuelto, pero sano.
Tan sólo Rosa conquistó la palma
       de someter un alma,
que no logró domar el Océano.
– XXXV –
Santificó su paz y su ventura
       la bendición del cura.
Tres meses hace que al sagrado lazo
la ya vencida voluntad rindieron,
       tres meses, que se dieron
el primer beso y el primer abrazo.
– XXXVI –
Nunca vio la cantábrica montaña,
       honor y prez de España,
dos almas en sus gustos más unidas,
ni con tan casto ardor el himeneo
       en un mismo deseo fundió
dos corazones y dos vidas.
– XXXVII –
En su hogar deslizábanse veloces
       las horas y los goces.
Ignoraba los usos cortesanos
su amor tan inocente como vivo:
       pero el beso furtivo,
la franca lisa, el apretón de manos,
– XXXVIII –
el íntimo y verboso cuchicheo,
       semejante al gorjeo
de alegres aves, el falaz desvío
de que mimada joven alardea,
       sólo el tiempo que emplea
en decir su amador: -Dulce bien mío!
– XXXIX –
la voz, el gesto, la expresión, el modo de
       contemplarse, todo
trastornaba sus almas, pues ¿qué idioma
por inculto que sea y por grosero,
       para el amor sincero
no es tierno como arrullo de paloma?
– XL –
Juntos en deleitable compañía
       trabajan a porfía
repasando la red, y tan molesta
como pesada operación sazona
       la burla retozona,
la aguda chanza o la atrevida fiesta.
– XLI –
Reconcentrados en su amor profundo
       ¿qué les importa el mundo?
Los sueños de ambición dan al olvido.
A su cariño sin temor se entregan
       y juegan como juegan
los pájaros incautos en su nido.
– XLII –
No lejos, en el término de un prado
       donde manso ganado
con la hierba otoñal su gula aplaca,
la madre de Miguel, limpia y risueña,
       tranquilamente ordeña
las llenas ubres de fecunda vaca.
– XLIII –
Con frecuencia, a hurtadillas, clava en ellos
       tan jóvenes, tan bellos
y tan rendidos a su mutuo encanto,
los dulces ojos, que la edad apaga,
       y por sus labios vaga
leve sonrisa, tierna como el llanto.
– XLIV –
¡Con qué inefable paz la pobre vieja,
       a quien tan sólo deja
vanas memorias la cansada vida,
con qué intenso y profundo regocijo
       siente y ve en aquel hijo
reverdecer su juventud perdida!
– XLV –
Él la hace recordar tiempos mejores,
       con sus castos amores,
sus ansias, sus placeres y congojas.
Es como tronco roto, que aún resiste,
       y el mes de mayo viste
de nuevas ramas y de nuevas hojas.
– XLVI –
Fijose en ella embebecido el mozo,
       y desbordando el gozo
que en sus plácidos ojos centellea,
dijo, llamando la atención de Rosa:
       -Mírala qué hacendosa
y entretenida está. ¡Bendita, sea!-
– XLVII –
-¿Qué puede apetecer? ¡Nos ve felices!
       Rosa exclamó: -Bien dices-,
respondiola Miguel: -¡Quieran los cielos
para colmar la dicha de esa anciana,
       concederle mañana
inocentes y hermosos netezuelos!-
– XLVIII –
La joven, con el seno palpitante,
       mostrando en su semblante
el vívido color de la amapola,
al cuello se colgó de su marido,
       y murmuró a su oído
una tímida frase ¡una tan sola!
– XLVIX –
Mas de poder tan penetrante y hondo,
       que removió hasta el fondo
el alma de Miguel, como la ardiente
lumbre del sol que las campiñas dora,
       hace, germinadora,
estallar en el surco la simiente.
– L –
-¡Madre! ¡madre! -gritó falto de aliento;
       y pronta al llamamiento
con creciente ansiedad la anciana vino.
-¿Qué es esto? -preguntó sobresaltada.
       -¿Qué es esto? ¡Pues es nada!-
contéstole Miguel fuera de tino.
– LI –
-¡Qué avanza mi ventura a toda vela!
       ¡Qué vas a ser abuela!
¡Qué mis sueños de amor alcanzo y toco!-
Y hablaba cada vez menos tranquilo,
       levantándola en vilo
locuaz y descompuesto como un loco.
– LII –
Por fin la anciana desasirse pudo
       del apretado nudo,
y no vuelta del pasmo todavía,
haciendo a Rosa malicioso guiño,
       con maternal cariño,
-¡Ah bobo! -prorrumpió- ¡si lo sabía!
– LIII –
Y no cabiendo el júbilo en su pecho,
       en íntimo, en estrecho,
en entrañable abrazo confundidos,
mezclaron sus sencillos corazones,
       anhelos, ilusiones,
lágrimas, esperanzas y latidos.
– LIV –
Como de la fortuna en el marco,
       se anticipa el deseo
con sus alas de rosa al bien distante,
Miguel dijo soñando: -Si no muda
       el tiempo, y Dios me ayuda,
la pesca del atún será abundante.
– LV –
Se la consagro al niño, y con su importe,
       a Castro… ¡no! a la corte
iré enseguida, y si en las tiendas hallo
cosa de gusto, volcaré el bolsillo,
       y le traeré un hatillo
de príncipe… ¡y un sable!… ¡y un caballo!-
– LVI –
Y añadió enternecido, sonriendo:
       -¡Si casi le estoy viendo
con su carita colorada y fresca,
y sus gracias alegres y sencillas,
       sentarse en mis rodillas
rara escuchar los lances de la pesca!
– LVII –
¡Verás cómo retoza por la playa
       cuando a buscarme vaya!
Y cuando se acostumbre, al lado mío,
al olor del carbón y de la brea,
       ¡verás cómo gatea
por los palos y jarcias de un navío!
– LVIII –
Será -siguió diciendo satisfecho-,
       un mozo de provecho
más resistente y firme que una entena.
Iremos juntos, y se hará a mis mañas.
       -¡Hijo de mis entrañas!-
Rosa le interrumpió con susto y pena.
– LIX –
¡Él, expuesto al peligro de los mares!…
       ¿No bastan los pesares
que me afligen por ti? ¡Vaya un empeño!
No lograrás vencerme, te lo digo,
       harto sufro contigo
sin que nueva inquietud me robe el sueño.-
– LX –
-¡Bravo! -exclamó Miguel: ¡ Famosa ideal
       Pues ¿qué quieres que sea?-
Y mirándole Rosa con ternura,
-¡Cura! -le respondió- ¡Cómo! -repuso
       el pescador confuso,
-¡y un mozo tan cabal ha de ser cura!-
– LXI –
-¡Sí, sí! Para que ruegue noche y día
       a la Virgen María-,
respondió con tiernísimo arrebato,
-por cuantos mueren en la mar traidora,
       por la infeliz que llora
su mísera viudez… y por ti ¡ingrato!
– LXII –
-Pues no me harás cejar. -Ni a mí tampoco,
       -Vayamos poco a poco-
dijo, cortando la incipiente riña
la madre de Miguel. -Pues yo no paso
       por que apuréis el caso
sin contar con el huésped. ¿Y si es niña?-
– LXIII –
Quedose el pescador mudo y perplejo:
       arrugó el entrecejo
contrariado tal vez; pero de pronto,
á compás de ruidosa carcajada
       prorrumpió: -¡Nada, nada,
madre tiene razón! ¡Es que soy tonto!…
– LXIV –
-Si es niña, ya sabéis, no la recibo,
       aun cuando sea el vivo
retrato de mi adusta morenita-.
Y con franca efusión abrazó a Rosa,
       que entre esquiva y gozosa
dijo, evitando sus cariños: ¡Quita!
– LXV –
¿Quién ve tanta ventura indiferente?
       ¡Santa y perenne fuente
del amor paternal, que en nuestro anhelo
en misteriosas ondas repartida,
       para endulzar la vida
y templar nuestra sed, bajas del cielo!
– LXVI –
¡Sentimiento purísimo del alma,
       que turbas nuestra calma,
y con ritmo jamás interrumpido
despiertas los estímulos que duermen,
       haces vibrar el germen,
subir la savia y palpitar el nido!
– LXVII –
A tu voz la inmortal naturaleza
       suspende la fiereza
del oso huraño y del león hirsuto,
y tu fuego vivaz que do quier arde,
       ímpetu da al cobarde,
vigor al débil y razón al bruto.
– LXVIII –
Todo, sujeto a inexorable norma,
       se muda, se trasforma,
y en este inmenso impenetrable abismo
que la infinita variedad encierra,
       tan sólo tú, en la tierra,
en el cielo y el mar, eres el mismo.
– LXIX –
Pero ¡oh suerte importuna! En el momento
       de su mayor contento,
asomando al través de los maizales
que encubren la vereda del molino,
       un marinero vino
a turbar sus ensueños paternales.
– LXX –
Era Roberto, amigo y camarada
       de Miguel. Alma honrada
que a su pesar apasionado culto
consagra a Rosa; amor inofensivo.
       pero punzante y vivo,
en lo más hondo de su pecho oculto.
– LXXI –
-¿Ya vienes a buscarme? Es muy temprano.-
       Con tono afable y llano
dijo al verle Miguel. -Bien se conoce
que tienes -contestó- la paz en casa,
       y que el reló se atrasa
para quien vive a gusto. ¡Son las doce!
– LXXII –
¿A qué esperamos, pues? El tiempo es bueno,
       el cielo está sereno
y el mar tranquilo y manso. Con que puedes
calcular el aguante de tu malla,
       pues hoy, o todo falla,
van con la pesca a reventar las redes.
– LXXIII –
¡No es lícito a los pobres el regalo!…
       El año ha sido malo…-
-Cierto -Miguel repuso-, y necesito
no perder la ocasión, porque mi esposa…-
       Iba a hablar; pero Rosa
dijo, abrazando al imprudente: -¡Chito!-
– LXXIV –
-Si mi franqueza tu disgusto labra,
       no diré una palabra,
contestole Miguel. Mientras Roberto
rendido al golpe de su ardiente pena,
       contemplaba la escena,
lívido y silencioso como un muerto.
– LXXV –
Quien en lo oscuro de su pecho esconda
       la herida viva y honda
que sangra sin cesar, de un desdichado
amor, y tenga para más tortura,
       el sueño de ventura
que nunca logrará, siempre a su lado;
– LXXVI –
quien de los celos pertinaces sienta
       la mordedura hambrienta,
y finja, indiferente o satisfecho,
ver su imposible bien en otros brazos,
       mientras quiere a pedazos
el corazón saltársele del pecho;
– LXXVII –
quien amando en silencio hasta el delirio
       no tenga en su martirio
ni aun el triste consuelo de la queja,
podrá tan sólo comprender el fiero
       pesar del marinero,
ante el placer de la gentil pareja.
– LXXVIII –
Miguel de pronto profirió: -¡Al avío!
       con desenvuelto brío
la fuerte red plegando. Diligente,
y según su costumbre cariñosa,
       iba a ayudarle Rosa
cuando él le dijo amedrentado: -¡ Tente!
– LXXIX –
¡Por Dios! ¿Qué vas a hacer? Pues bueno fuera
       que un esfuerzo cualquiera…
¡No me des qué sentir! Y a más, te aviso,
que hoy la felicidad me presta aliento.
       ¡Hasta capaz me siento
de cargar con la barca, si es preciso!-
– LXXX –
Entre risas, y plácemes y fiestas
       Miguel echose a cuestas
la recogida red, diciendo: -¡Vaya!
Nada hacemos aquí. -Y él y Roberto,
       en íntimo concierto
tomaron el sendero de la playa.
– LXXXI –
Marchaba el ágil mozo con presteza,
       volviendo la cabeza
a cada instante hacia su linar cercano,
desde donde en señal de despedida,
       la joven conmovida
le mandaba sus besos con la mano.
– LXXXII –
Y hasta que casi al fin de la jornada,
       su prenda idolatrada
se internó en las revueltas del camino,
no apartó, con dulcísima porfía,
       del rumbo que él seguía,
ni el corazón ni el rostro peregrino,
– LXXXIII –
viendo, no sin nublársela el semblante,
       cada vez más distante
al dueño de su vida y de su casa;
que la ausencia en amor, aun la más breve.
       cual nubecilla leve,
oscurece los cielos mientras pasa.
– LXXXIV –
-¡Ah! ¿cómo no quererle si es tan bueno!…-
       dijo, oprimiendo el seno
maternal, con tan blando y dulce nudo,
que, de la dicha de su hogar ufana,
       la enternecida anciana
contener una lágrima no pudo.
– LXXXV –
En tanto, los alegres marineros
       perdiéronse ligeros
tras un peñón que hacia la senda avanza,
y al fin de cuya estrecha cortadura
       la indómita llanura
del vasto mar a descubrir se alcanza.
– LXXXVI –
Desde allí se divisan de repente,
       su grandeza imponente,
su augusta calma o su furor sublime,
y con su regia majestad a solas,
       óyese de sus olas
la voz tonante que amenaza o gime.
– LXXXVII –
En coloquio jovial entretenidos
       van, de la mano asidos,
hacia donde a merced de la marea
que su ancha curva en las arenas raya,
       cual reina de la playa
la barca de Miguel se balancea.
– LXXXVIII –
¡Qué es verla, al separarse de la orilla,
       con atrevida quilla
surcar graciosa el líquido elemento,
y mar afuera, inquieta y juguetona,
       tender la blanca lona
a las caricias pérfidas del viento!
– LXXXIX –
¡Qué es ver cómo al peligro se aventura,
       cuando la sombra oscura
se precipita sobre el mar de Atlante!
Y cuando viento duro el golfo riza,
       ¡qué es ver cuál se desliza
por la espalda ondulosa del gigante!
– XC –
Nunca el riesgo imprevisto la acobarda,
       y hiende tan gallarda
la inmensidad del piélago bravío,
que no deja tras sí, rápida y suave,
       ni aun la huella que un ave,
rozando con el ala, abre en el río.
– XCI –
El noble pecho de Miguel se ensancha
       ante la airosa lancha
que su fortuna y su ambición encierra,
y le presta solícito el cuidado
       con que el bravo soldado
mima y atiende a su corcel de guerra.
– XCII –
Un mancebo, que estaba de atalaya,
       gritó a los de la playa:
-¡El patrón!- Y animosa la cuadrilla
a la dura jornada se dispuso.
       Sólo absorto y confuso
un pescador permaneció en la orilla,
– XCIII –
Sentado en un montón de húmeda arena,
       extraño a la faena
ocultaba su rostro entre las manos,
mostrando sólo en su actitud doliente
       la ancha y curtida frente
orlada a trechos de cabellos canos.
– XCIV –
Cual no maduro fruto, que la helada
       malogra, su hija amada
cayó marchita al soplo de la muerte,
y se le sale, sin sentir, del pecho
       el corazón deshecho,
en las acerbas lágrimas que vierte.
– XCV –
Quien ha sufrido la mortal congoja
       que, sin piedad, deshoja
como agostada flor nuestra ventura
en ese instante de terrible prueba,
       en que voraz se lleva
parte de nuestro ser, la sepultura:
– XCVI –
cuando con lenta gradación se apaga
       la luz dudosa y vaga
que colora la faz del moribundo,
¡ay! y a medida que en sus ojos crece
       la sombra, nos parece
que va cayendo en lobreguez el mundo;
– XCVII –
cuando vencidos en estéril lucha,
       nuestra impotencia escucha
el tremendo estertor de la agonía,
y con angustia alborotada y loca
       posamos nuestra boca
sobre otra boca descompuesta y fría,
– XCVIII –
casi cerrada en su letal reposo
       al ritmo fatigoso
que el pecho cadavérico le presta,
y que ya de la muerte bajo el peso,
       ni al anhelante beso,
ni al tierno abrazo. ni a la voz contesta;
– XCIX –
cuando aun tibios los míseros despojos,
       vemos con turbios ojos
toda nuestra ilusión desvanecida,
y en medio del pesar que nos destroza,
       sentimos cuál se goza
traidor recuerdo en enconar la herida;
– C –
cuando envuelto en su fúnebre mortaja,
       negra y medrosa caja
el bien amado para siempre encierra,
y siente el corazón despavorido
       el ruido, el sordo ruido
que hace al cubrir el féretro la tierra:
– CI –
¡ay! quien tenga grabada en su memoria
       esa trágica historia,
sin cesar repetida y siempre nueva,
verá, evocando su dolor pasado,
       el dardo envenenado
que el triste padre en sus entrañas lleva.
– CII –
Al verle presa de aflicción tan viva,
       con frase compasiva
le interrogó Miguel franco y abierto.
Alzó el viejo la faz desencajada,
       y con voz desmayada,
-¿No sabes? -sollozó- ¡mi Juana ha muerto!-
– CIII –
El sentimiento concentrado es mudo,
       mientras un choque rudo
no sacude el marasmo que le embota,
porque entonces el ansia comprimida,
       como por ancha herida
la hirviente sangre, atropellada brota.
– CIV –
Y cuando el corazón rompe su valla,
       en el dolor que estalla
se mezclan y amalgaman con espanto,
como fundidos por el mismo fuego,
       la imprecación y el ruego,
y el gemido, y la cólera, y el llanto.
– CV –
Tal la voz de Miguel, blanda y serena,
       exasperó la pena
que al tosco anciano le apretaba el cuello,
y exaltándose al cabo poco a poco,
       con la rabia de un loco
maldiciendo y mesándose el cabello,
– CVI –
-¡ay!- de pronto exclamó con ceño adusto:-
       ¡Mentira! Dios no es justo
cuando se goza en aumentar mi cuita.
Tienen en buena paz muchos bribones
       tierras, barcos, millones…
¡yo, una pobre muchacha… y me la quita!
– CVII –
¿Qué mal hacía la infeliz doncella?
       ¿Cómo vivir sin ella?…-
Y se apagó la voz en su garganta.
-Mas sin justicia ni razón me quejo-,
       gimió el honrado viejo:
-¡No nació para el mundo! ¡Era una santa!-
– CVIII –
Miguel, tendiendo al afligido anciano
       la encallecida mano,
-vuelve a casa- le dijo- y llora y reza
junto a la amada prenda que perdiste.
       -¡No!- contestole el triste
moviendo gravemente la cabeza.
– CIX –
-Aunque me falta el sol de la alegría,
       conservo todavía,
gracias a Dios, mi voluntad de hierro.
¿Por qué te he de mentir, si eres mi amigo?
       Saldré a la mar contigo.
¡Necesito el jornal para su entierro!
– CX –
Quiero comprarle, si tenemos suerte,
       las galas de la muerte:
una cruz, un sudario y una palma.
Guardó breve silencio el desdichado
       y luego desolado
clamó con bronco acento. -¡Hija del alma!-
– CXI –
Su misma voz, que reprimir no pudo,
       como puñal agudo
clavósele en el pecho, y tan activa
creció en su corazón la angustia fiera,
       cual la insaciable hoguera,
que cuanto más devora, más se aviva.
– CXII –
Enternecido ante infortunio tanto,
       y conteniendo el llanto
Miguel le respondió: -Tu pobre Juana
tendrá lo que tu anhelo solicita:
       la humilde cruz bendita,
la palma virgen y el sayal de lana.
– CXIII –
Pero vuelve a tu hogar, porque no quiero
       que un bravo compañero
a su propio tormento contribuya.
No serás, si te niegas, buen amigo,
       y atiende a lo que digo:
hoy pesco para ti. ¡Mi parte es tuya!-
– CXIV –
Cayó, cual dulce bálsamo, la oferta
       sobre la herida abierta
del triste anciano, y mitigó su duelo
llanto reparador, tranquilo y suave.
       Siempre para quien sabe
sentir, la gratitud es un consuelo.
– CXV –
– ¡Que Dios te colme de mercedes, hijo!-
       con blando acento dijo,
las lágrimas secando en su mejilla.
Miguel para ocultar su sentimiento,
       ligero como el viento
a la barca saltó desde la orilla.
– CXVI –
Toda su gente al tráfago dispuesta,
       con ansia manifiesta
esperaba no más la voz de mando.
Diola el patrón; y con vigor supremo,
       el resistente remo
en las arenas de la playa hincando,
– CXVII –
puso a flote la lancha embarrancada,
       que lenta y sosegada
siguió después por la canal angosta,
única vía, franca y descubierta,
       entre la barra incierta
y las tajadas peñas de la costa.
– CXVIII –
La roca, a modo de ciclópeo muro,
       inabordable, oscuro,
desde la playa misma se adelanta,
hasta la punta del siniestro Cabo
       do el mar potente y bravo
con sorda intermitencia se quebranta.
– CXIX –
Varias cruces sencillas de madera,
       en pavorosa hilera
resaltan del peñón de trecho en trecho,
señalando en el áspero arrecife,
       el sitio en que un esquife
quedó, a los golpes de la mar, deshecho.
– CXX –
Recuerda cada cruz alguna escena
       de horror y espanto llena.
Más de un pobre marino halló su fosa,
entre el medroso y formidable estruendo
       de la borrasca, oyendo
penetrantes ayes de su esposa.
– CXXI –
Donde la punta del peñón termina,
       por mísera y mezquina
pudiérase decir que el mar desdeña,
aunque a veces su presa lo disputa,
       una abrigada gruta
labrada por las olas en la peña.
– CXXII –
Gratas para las lanchas pescadoras
       las apacibles horas
trascurren sin sentir. Con los reflejos
de la luz que en las aguas reverbera,
       el mar, como si fuera
de inflamado metal, brilla a lo lejos,
– CXXIII –
Miguel desde la popa de su barca,
       con la mirada abarca
el golfo en que indolente se aventura.
Está a sus pies sumiso y reposado
       como león cansado,
y la atmósfera azul, diáfana y pura.
– CXXIV –
Lánguida brisa, replegando el ala,
       mansamente resbala
sin conmover el piélago sereno,
semejante al aliento tibio y leve,
       que apenas alza y mueve
de una virgen dormida el casto seno.
– CXXV –
El barco, al apartarse de la playa,
       rápidamente raya
las claras ondas con su blanca estela,
y al avanzar con suave balanceo,
       parece que el deseo
va impaciente sirviéndole de vela.
– CXXVI –
Del tiempo, más que del trabajo, avara,
       la gente se prepara,
el remo suelta, y su esperanza funda
en la corriente azul del Océano,
       como el dolor humano,
amarga, sí, pero también fecunda.
– CXXVII –
Tres veces por el ámbito marino
       con provechoso tino
tiende la fuerte red, y las tres veces
al recogerla, abrillantó su trama,
       la refulgente escama
que en vívido montón lucen los peces.
– CXXVIII –
-¡Te lo anuncié, Miguel! Ya ves si acierto.-
       Dice alegre Roberto,
mientras que sujetando por la agalla
con diligente mano desenreda,
       al pez, que preso queda
en los hilos nudosos de la malla.
– CXXIX –
Y con aire triunfal alzando a pulso
       un sollo, que convulso
entre sus férreos dedos se torcía,
regocijado exclama: -¡Brava presa!
       No se pone en la mesa
del rey, cosa mejor. ¡Este es gran día!-
– CXXX –
El sol empieza a declinar. La gente
       a medida que siente
su ganancia crecer, redobla el celo,
y sin cejar un punto en su tarea,
       quién en la red se emplea,
quién, sentado en la borda, echa un anzuelo,
– CXXXI –
quién al enorme pez, que agonizante,
       colea, en un instante
con implacable actividad remata;
y de la pesca el acre olor parece
       que alienta y fortalece
al marinero en su existencia ingrata.
– CXXXII –
A poco, tenue y vaporoso velo
       fue enturbiando del cielo
la limpia claridad. Oscura nube
desde el confín remoto se avecina,
       sorbiendo la neblina
que de las ondas impalpable sube.
– CXXXIII –
A medida que llega va aumentando:
       el mar plácido y blando
por momentos se encrespa y alborota.
Estremécese el viento, antes dormido,
       y hacia el agreste nido
tiende el medroso vuelo la gaviota.
– CXXXIV –
De improviso una racha fugitiva
       del oleaje aviva
el ímpetu naciente. Las espesas
nubes marchan en giro apresurado,
       y al fin rompe el nublado
en gota, tan escasas como gruesas.
– CXXXV –
¡Hum! -exclama frunciendo el entrecejo
       un pescador ya viejo.
-¡El tiempo muda, la borrasca avanza!-
Y otro añade después: -Se aguó la fiesta!
       ¡Ah, cobardes! -contesta
Miguel en tono de amistosa chanza:
– CXXXVI –
-¿Os asusta una nube de verano?-
      -¡Sí! -responde el anciano.
¡La galerna está encima! -No discuto-
le interrumpe el patrón. -Mas Juana ha muerto,
       y yo no vuelvo al puerto
si no llevo a su padre para el luto.-
– CXXXVII –
Y la pesca siguió con mayor brío,
       sin que del mar bravío
la sorda turbación los contuviera.
Pues ¿quién fuerza al lebrel cuando en la pista
       la ansiada res avista,
a pararse en mitad de su carrera?
– CXXXVIII –
Mas de golpe la lluvia se desata
       cual rauda catarata;
el huracán sus ráfagas sacude
como un corcel la crin; al llamamiento
       del alterado viento,
la ola, bramando de furor, acude.
– CXXXIX –
Y se empeña otra vez con recio embate,
       el eterno combate
que presencian los siglos confundidos,
en que después de trágicos horrores,
       los fieros gladiadores
ceden cansados, pero no vencidos.
– CXL –
Quédase muda de estupor la gente.
       Negra, inmensa, rugiente
rueda la tempestad: con ciego empuje
cual fogoso bridón que se desboca,
       la ola adelanta, choca
contra la barca, se revuelve y ruge.
– CXLI –
¡Hola! -grita Miguel- ¡Cortad la cuerda,
       aunque la red se pierda!
Aun habrá tiempo de llegar al faro.
¡Ánimo, chicos! y forzad los remos,
       que pronto arribaremos.
¡La santa Virgen nos dará su amparo!
– CXLII –
El endeble timón Miguel aferra
       y a la cercana tierra
dirige el rumbo como buen marino,
mientras la gente, ante el peligro absorta,
       con ágil remo corta
la indócil ola, abriéndose camino.
– CXLIII –
Estimulado por la voz del trueno,
       el mar su turbio sello
con resonante convulsión agita;
cual irritada fiera el lomo enarca
       y hacia la frágil barca
sus gigantescas olas precipita.
– CXLIV –
A merced de la mar arrolladora,
       la lancha pescadora
los golpes sufre, pero no desmaya.
Y los vecinos del lugar, en tanto,
       vuelan llenos de espanto,
en confuso tropel hacia la playa.
– CXLV –
Mozos, ancianos, niños y mujeres,
       imploran por los seres
que amenaza el furor del mar sombrío,
y ardientes quejas, alteradas voces
       revueltas y veloces,
pueblan el aire en ronco griterío.
– CXLVI –
Luego el tropel desordenado y vario
       invade el santuario
que la escarpada cúspide corona,
donde al pie del altar, una y cien veces
       con dolorosas preces,
pide auxilio a su célica Patrona.
– CXLVII –
Joven esposa sus cabellos mesa,
       otra, en silencio besa
desesperada a un párvulo inocente,
un débil niño en su pueril despecho,
       golpeándose el pecho,
en el polvo del templo hunde su frente
– CXLVIII –
otro ofrece a la Virgen con devoto
       fervor, sencillo voto;
y del concurso general, movido
por el temor, la angustia y el deseo,
       el alto clamoreo,
¡ay! más que una oración, es un gemido.
– CXLIX –
En el lugar más arduo de la costa,
       hacia la boca angosta
del canal, siempre al marinero aciaga,
bulle otra multitud, dando a los vientos,
       sus ayes y lamentos,
que el recio son del temporal apaga.
– CL –
Pintándose en su faz el extravío,
       por medio del gentío,
la madre de Miguel, como una sombra,
se mueve, sin cesar. Corre, pregunta,
       reza, las manos junta,
y al hijo amado, inconsolable nombra.
– CLI –
Rosa trémula y muda la acompaña;
       copioso llanto baña
sus claros ojos que oscurece el duelo.
Tiene el lívido rostro de una muerta,
      y la razón cubierta
de tormentosas nubes como el cielo.
– CLII –
Todos enternecidos la abren paso.
       ¿Conocerán acaso
la noticia fatal? La incertidumbre
de Rosa, surge a tan horrible idea,
       y con terror pasea
su vista por la absorta muchedumbre.
– CLIII –
Aquel silencio lúgubre la mata.
       Frenética, insensata
a una amiga se acerca: -¿Dónde, dónde
está Miguel? ¡Ten lástima! -solloza.
       La sorprendida moza
mírala estupefacta, y no responde.
– CLIV –
-¡Ha muerto! -añade acongojada- ¡Ha muerto!-
       Pero un marino experto
en los trances del mar, compadecido
de la atroz inquietud que la enajena,
       para templar su pena
dícele con amor: -¡Cobra el sentido!
– CLV –
¿A qué viene apurarse de esa suerte?
       ¿Qué sacas con ponerte
en el último extremo? Cuando tarda
la barca en presentarse, conjeturo
       que ya en lugar seguro,
tan sólo el fin del temporal aguarda.
– CLVI –
¡Ea! Enjuga tus lágrimas: no llores,
       porque riesgos mayores
ha vencido Miguel, que es tan resuelto.-
-Mas ¿le viste volver? -pregunta Rosa
       turbada y anhelosa,
y le contesta el pescador: -No ha vuelto.-
– CLVII –
Entonces trepa a la escarpada cima,
       al borde se aproxima
del saliente peñón, como una idiota,
y expuesta a peligroso paroxismo,
       avanza hacia el abismo
la descompuesta faz, que el viento azota.
– CLVIII –
En medio del pesar que la anonada,
       la atónita mirada
hunde en la inmensidad, y es su porfía
tan profunda y tenaz, que si pudiera,
       la mar rebelde y fiera
con sus ávidos ojos sorbería.
– CLIX –
¡Ay! ¡si lograse traspasar la bruma!…
       ¡Si entre la blanca espuma
viese al mortal por quien suspira y ruega!…
Cuando divisa un barco en lontananza,
       renace su esperanza
y clama, llena de ansiedad: -¡Ya llega!-
– CLX –
¡Estéril impaciencia! ¡Vano empeño!
       ¿En dónde está su dueño
que no acude a su voz? ¿Por qué no viene?
Su amante madre la acaricia y calma.
       ¡Compadeced al alma
que da consuelos ¡ay! ¡y no los tiene!
– CLXI –
Allá en la playa un grupo generoso,
       sin tregua ni reposo
anuda cuerdas y apareja un bote,
sometido al mandato soberano
       de respetado anciano,
mezcla de marinero y sacerdote.
– CLXII –
Viril arrojo en sus pupilas arde
       sin ostentoso alarde,
y aunque a los años la cerviz inclina,
presta vigor a su cabeza cana
       la fortaleza humana,
templada al fuego de la fe divina.
– CLXIII –
Al cabo por la estrecha cortadura,
       luchando a la ventura
con el viento y las olas, impelida
por la borrasca hacia el difícil paso,
       en donde puede acaso
quedar a salvo o perecer hundida,
– CLXIV –
entre el fragor que por momentos crece,
       intrépida aparece
la barca de Miguel; pero ¡en qué estado!
Cual gladiador que tras inútil prueba
       huye vencido, lleva
cien heridas de muerte en su costado.
– CLXV –
Resistiendo la cólera salvaje
       del soberbio oleaje,
la gente fuerzas del peligro cobra;
y aunque la lancha, como leve pluma,
       entre montes de espuma
parece a cada instante que zozobra,
– CLXVI –
cien veces con impávido heroísmo,
       resurte del abismo
obediente a la mano que la guía.
Ninguna voz en su interior se escucha,
       que el riesgo de la lucha
tiene una majestad muda y sombría.
– CLXVII –
¡Oh! ¡van a perecer! -¿Queréis seguirme?
       Con voz entera y firme
pregunta el cura. -¡Á vuestro amor apelo!
Arrancaremos a la mar su presa
       y si en tan santa empresa
morimos, ¿qué es morir? ¡Ganar el cielo!-
– CLXVIII –
El religioso impulso que le mueve
       su aliento dobla, leve
cual fornido mancebo, al bote salta.
El peligro conoce y no le esquiva:
       pues ¿a quién, si arde viva
la fe en su pecho, el ánimo le falta?
– CLXIX –
Todos se aprestan a seguir su suerte,
       que aquel combate a muerte
de generosa emulación los llena.
¡Oh humanidad, tan pronta al sacrificio,
       podrá mancharte el vicio
y ofuscarte el error; pero eres buena!
– CLXX –
El bote listo ya, con seis remeros
       hábiles y ligeros,
abrirse paso hacia el canal ensaya.
¡Vana ilusión! ¡La mar embravecida,
       con fuerte sacudida
pedazos hecho le arrojó a la playa.
– CLXXI –
-¡Señor! Tus altos juicios no escudriño
       llorando como un niño,
gimió en su angustia el viejo venerable.
-Pero no hay tiempo que perder. ¡Subamos
       hijos! Tal vez podamos
desde el mismo peñón echar un cable.-
– CLXXII –
Respondiendo a su voz, según costumbre,
       a la empinada cumbre
el grupo asciende, y con empeño lanza
el recio cabo a la corriente ciega;
       mas ¡ay! que nunca llega
al náufrago batel. ¡No hay esperanza!
– CLXXIII –
¡No hay esperanza! El cura consternado
       increpa al mar airado.
Sin freno alguno que su empuje venza,
la tempestad incontrastable brama.
       Y el noble anciano exclama:
-¡Hijos míos! ¡Yo acabo, y Dios comienza!-
– CLXXIV –
¡No hay esperanza! Y la barquilla aun flota
       desgobernada y rota.
Aun los pobres remeros, más audaces
cuanto más la borrasca se acrecienta,
       lidian con la tormenta
desesperados, sí, pero tenaces.
– CLXXV –
¿Dónde tender la salvadora amarra?
       ¿Cómo cruzar la barra
que el paso cierra del canal estrecho,
si ya tiene la barca pescadora,
       quebrantada la prora,
el casco hendido y el timón deshecho?
– CLXXVI –
El avariento mar la presa ansía.
       ¡Ya es suya! Todavía,
resistiendo en los frágiles despojos
del roto barco, en su ansiedad suprema,
       la gente rema, rema,
rema, y nublan las lágrimas sus ojos.
– CLXXVII –
¿Qué busca? ¿Adónde va? ¿Por qué se afana?
       Su resistencia es vana.
¡Ay! la esperanza al corazón se aferra
en los casos adversos e infelices,
       aun más que las raíces
a las duras entrañas de la tierra.
– CLXXVIII –
-¡Juan, lárgame una estacha!- grita el bravo
       Miguel-, y por un cabo
átala pronto y bien, que si consigo
con el otro nadar hasta la orilla,
       podrá nuestra barquilla
en la gruta del faro hallar abrigo-.
– CLXXIX –
Dobló la frente oscurecida y grave.
       ¿En qué pensaba? ¿Cabe
dudarlo un punto? En el edén perdido,
en su infeliz mujer, en el risueño
       ángel, que vio en un sueño,
huérfano ¡ay triste! aun antes de nacido.
– CLXXX –
-¡Eh!- contéstale Juan: -¡Ahí va la estacha!-
      Miguel el hombro agacha
para esquivar el golpe; mas Roberto,
asiéndola en el aire de improviso,
       prorrumpe: -No es preciso:
yo llegaré a la costa, vivo o muerto-.
– CLXXXI –
La pasión que alimenta su ternura,
       y en él, como la pura
lámpara de un altar, arde escondida,
le inspiró, en su postrera llamarada,
       ofrecer a su amada
no sólo el corazón, sino la vida.
– CLXXXII –
De su mojado traje se desnuda,
       y a su cintura anuda
la retorcida cuerda. Intenta en vano
resistirse Miguel en son de queja,
       y se obstina, y forceja,
y arráncarsela quiere de la mano.
– CLXXXIII –
-¡Quita!- Roberto exclama: -¡Si en un credo
       ganar la costa puedo!
¡Es inútil que chilles: no te escucho!
Esto sería asesinar a Rosa.-
      Y con voz temblorosa
dice, saltando al mar: -¡Quiérela mucho!
– CLXXXIV –
Hacia el negro peñón el rumbo guía,
       y sin temor confía
a sus robustos brazos su defensa.
Mas de repente, en turbio remolino,
       a trastornarle vino
ola veloz, arrolladora, inmensa.
– CLXXXV –
Sobre su frente con estruendo estalla,
      y en desigual batalla
le revuelca, le arrastra y le sofoca.
Desaparece el desdichado, juega
       la onda con él, y ciega
le estrella al fin contra la enorme roca.
– CLXXXVI –
Ante aquel espectáculo de muerte,
       desencajada, inerte,
de pie sobre la mole de granito
que sacude la mar tempestuosa,
       lanzó de pronto Rosa
un grito aterrador. ¡Qué horrible grito!
– CLXXXVII –
El ¡ay! desgarrador, como una espada,
      de quien no espera nada;
¡ay! que del corazón en lo más hondo,
las heces amarguísimas remueve
       del cáliz en que bebe
la humanidad, para el dolor sin fondo.
– CLXXXVIII –
Cual mies que cede al ímpetu del viento,
      convulsa, sin aliento,
levantando sus manos, ya inactivas,
la humilde multitud se postra en tierra,
       y con fervor que aterra
eleva a Dios sus preces aflictivas.
– CLXXXIX –
¡Oh momento solemne! Austero y triste
      la majestad reviste
de su augusta misión el sacro anciano,
y humedeciendo el llanto sus mejillas,
       se dobla de rodillas
ante la inmensidad del Océano.
– CXC –
Su mano extiende trémula y cansada,
       levanta la mirada
a la celeste bóveda, testigo
mudo de tanto horror, y con acento
       parecido a un lamento:
¡Hijos! -grita- ¡Os absuelvo y os bendigo!-
– CXCI –
¿Qué vio después la multitud? Ver pudo
       el cielo siempre mudo,
desierto el mar, la barca destruida,
y una hermosa mujer, rígida y yerta,
      lo mismo que una muerta,
en el estéril peñascal tendida.
– CXCII –
Un año ha trascurrido. La alta cumbre
       con su postrera lumbre
baña fúlgido sol desde el ocaso,
y en hora tal de paz y de misterio,
       al santo cementerio
una débil mujer dirige el paso.
– CXCIII –
¡Cuán sola está, cuán pobre, cuán cambiada!
      Rosa fragante, ajada
en mitad de su alegre primavera,
bajo el vivaz recuerdo que la excita,
       aquella flor marchita
ni sombra es ya de lo que entonces fuera!
– CXCIV –
Abraza y besa con febril cariño,
       a un escuálido niño
nacido entre miserias y trabajos.
El hatillo de príncipe, que un día
       soñó la fantasía
del infeliz Miguel, era de andrajos.
– CXCV –
Recrudeciendo el duelo que la enerva,
       entre la fresca hierba
dos fosas busca, se prosterna y ora.
Y cobrando calor de un seno amante,
       el desvalido infante
sus manecitas mueve, y también llora.
– CXCVI –
¡Ay! ¿Podrá ser que el leño de la selva
       a engalanarse vuelva?
¿Renovará sus cánticos el ave
que dejó la borrasca, herida y muda?
       ¿La infortunada viuda
olvidará algún día? ¡Dios lo sabe!
– CXCVII –
Todo lo gasta y borra el tiempo ingrato:
       el ardiente arrebato
del amor, la ilusión que se deshoja,
la fe que espira, el gozo y el tormento:
       que el hondo pensamiento,
como el mar, sus cadáveres arroja.
– CXCVIII –
Mas cuando alguno en nuestra mente queda,
       cuando tenaz se enreda
al débil corazón, y en él dilata
su raíz, como hiedra trepadora,
       entonces nos devora,
porque el triste recuerdo, o muere o mata.


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