La pierna
[Cuento - Texto completo.]
William FaulknerI
La embarcación —una yola con una vela remendada y ajada de tanto faenar a la intemperie— enfiló la entrada encajonada dos niveles más allá y por debajo de nosotros mientras esperaba yo con los remos en alto, mirando por encima del hombro, y George se sujetaba con fuerza al pilote, largándole sin descanso versos de Milton a Everbe Corinthia. Cuando dio el último bordo la yola me volví a mirar a George. Pero ya iba bien entrado en su recital del segundo discurso de Comus, su rostro avieso y bien levantado, brillante la tarde en su tez rubicunda.
—Déjalo ya, George —dije. Pero nos mantenía inmóviles, sujeto como estaba al pilote, con la gorra reluciente en la mano, barbotando aquellas necedades espléndidas en sus cadencias como si la esclusa, el Támesis, el tiempo y todo lo demás le pertenecieran a él por entero, mientras Sabrina (o Hebe, o Chloe, o el nombre por el cual estuviera interpelando a Corinthia en ese momento), con su fina piel de lechera y su cabello como aguamiel vertida a la luz del sol, esperaba por encima de nosotros con uno de los vestidos de la interminable sucesión de vestidos bellamente estampados que lucía, la mano presta en la palanca y un ojo atento a George, el otro a la yola, diciendo «Sí, milord» cuando era oportuno, cuando George hacía una pausa para recuperar el resuello.
Orzó la yola y se alejó del muelle; el timonel dio una voz para que se enterasen en la esclusa.
—Ya basta, George —dije. Pero él seguía sujeto al pilote con todo su espléndido e incongruente abandono. Everbe Corinthia se encontraba por encima de nosotros, la mano presta en la palanca, ladeando un tanto la cabeza y empezando a dar muestras de cierta preocupación, y mirándolas alternativamente a ella y a la yola y vuelta a empezar pensé en el mucho tiempo que habíamos pasado así los dos desde aquel día, tres años antes, en que, acobardada, pero con la cabeza bien alta, ella nos abrió la esclusa por vez primera, mientras George retenía inmóvil el esquife al tiempo que la apostrofaba recitando metáforas tomadas de Keats y Spenser.
La tripulación de la yola nos volvió a dar voces, retenida la yola y con las velas aplanadas contra el mástil, aproada.
—¡Suelta de una vez, idiota! —dije, y clavé los remos—. ¡La esclusa, Corinthia!
George me miró. Corinthia estaba mirando a la yola con los dos ojos.
—¿Qué pasa, Davy? —dijo George—. ¿También tú has de empujar a los cerdos de Circe al mar? En tal caso, ¡ábrenos, super-gadarena!
Y de un empujón nos alejó del pilote. Yo no había tenido la intención de apartarnos. Aun cuando la hubiera tenido, podría haber contrarrestado el brusco movimiento si Everbe Corinthia no hubiese abierto la esclusa. Pero en efecto la abrió, y se volvió a mirarnos y se sentó en tierra, a pesar del vestido limpio que llevaba. El esquife salió despedido debajo de mí; tuve una fugaz imagen de George, que seguía sujeto con un brazo alrededor del pilote, las rodillas casi pegadas al mentón y la gorra en la mano en alto, y también vi un instante una sombra alargada y veloz que se llevaba la sombra de un bichero al pasar sobre la esclusa. Luego bastante ajetreo tuve, atento sobre todo a la mejor manera de guiar el esquife. Pasé disparado entre las compuertas, llevándome conmigo esa imagen de George, la gorra reluciente aún galantemente en alto, como el gallardete de proa en un barco de guerra, al tiempo que desaparecía bajo la superficie. Me quedé flotando entonces, casi del todo quieto, en el agua encalmada, mientras los ojos redondos de dos hombres me miraban en silencio desde la yola.
—Ha perdido al compañero, señor —dijo uno de ellos en tono civilizado.
Sin que me diera cuenta, me habían arrastrado hasta la amura por medio de un bichero, y de pie en el esquife pude ver a George. Estaba de pie en el camino de sirga, y allí estaba también Simon, el padre de Everbe Corinthia, junto con otro hombre; él era el del bichero, cuya sombra había visto yo en la esclusa. Pero solo vi a George, con su aviesa fealdad y su cabeza redonda y muy oscura a la luz del sol. Uno de los tripulantes de la yola seguía hablando.
—Aguante, señor. Échale una mano, Samuel. Eso es. Ahora ya puede. Dale una vuelta, a ver si el compañero…
—¡Idiota, idiota, eres idiota de remate! —dije. George se plantó a mi lado, escurriéndose la ropa empapada, mientras nos miraban Simon y el otro, Simon con un rostro gris y ceniciento como el hierro y un bigote gris y ceniciento como el hierro, que le daba el aire de un toro envejecido que otease con malhumor y estulticia el campo por encima de un seto en invierno, y el otro, más joven, con un rostro colorado y capaz, vestido con un traje de ciudad, duro y curtido como un tablón. Corinthia seguía sentada en el suelo, llorando sin poder contenerse, aunque en silencio—. Eres idiota de remate. Eres un idiota sin remedio.
—Estos caballeretes de Oxford… —dijo Simon con una voz áspera, asqueado—. Estos caballeretes de Oxford… Hay que ver.
—Bueno, bueno —dijo George—. Yo diría que no he causado estragos muy graves en su esclusa —se puso en pie y vio a Corinthia—. ¡Cómo, Circe! —dijo—. ¿Son las lágrimas culminación del destino que en ti se ha cumplido?
Se dirigió hacia ella dejando un reguero de agua sobre la tierra apisonada y la tomó del brazo. Se dejó sujetar y el brazo se movió, aunque ella siguió sentada en el suelo, mirándole con ojos arrasados en lágrimas, sin poder contenerse. Tenía la boca entreabierta y permanecía sentada en una actitud de paciente desesperación, derramando lágrimas puras como el cristal. Simon la miró con el bichero en el puño enorme, nudoso; lo había tomado de manos del otro, que estaba en ese momento afanado en el mecanismo de la esclusa, y comprendí que tenía que ser el hermano que trabajaba en Londres, del cual nos había hablado Corinthia una vez. La yola se encontraba en ese momento en la esclusa, los dos rostros nos observaban por encima del pretil como dos cabezas cortadas y en fila, en silencio.
—Vamos, vamos —dijo George—. Te vas a manchar el vestido si sigues ahí sentada.
—Arriba, muchacha —dijo Simon con esa voz áspera y tan suya, en la que en cambio no había asomo de mala voluntad, como si la aspereza fuese tan solo el medio a través del cual se expresaba. Corinthia se puso obedientemente en pie sin dejar de llorar y se dirigió al aseado palomarcito de la casa en la que vivían. El sol se inclinaba sesgado sobre la casa y sobre la ridícula estampa de George, que me estaba mirando.
—Bueno, Davy —dijo—. Si no te conociera bien, diría que… por la cara que se te ha puesto, estás muerto de envidia.
—No me digas… —dije—. Serás idiota. Estás más loco que una cabra.
Simon se había ido a la esclusa. Las dos cabezas calladas asomaron despacio, como si algo las empujase poco a poco y las alejase del suelo, y Simon por fin se agachó con el bichero sobre la esclusa. Se incorporó con el inerte anonimato de lo que había sido la gorra galante de George en el extremo de la herramienta, y se lo alargó. George la tomó con la misma seriedad.
—Gracias —dijo.
Metió la mano en el bolsillo y dio a Simon una moneda.
—Por el uso y desgaste del bichero —dijo—. Y acaso como bálsamo para curar su justificada decepción, ¿eh, Simon? —Simon resopló y se volvió a la esclusa. El hermano no nos quitaba ojo de encima—. Le estoy muy agradecido —dijo George—. Espero no tener que devolverle el favor en especie —el hermano dijo algo, breve y serio, con una voz lenta y agradable de oír. George me volvió a mirar—. En fin, Davy.
—Venga, vámonos.
—Bien dicho. ¿Dónde está el esquife? —dijo, y me quedé mirándolo de nuevo fijamente, y él durante un momento me miró del mismo modo. Entonces dio un grito, una sonora carcajada, mientras las dos cabezas nos miraban desde la yola, más allá de la granítica y despectiva espalda de Simon. Poco me faltó para oír a Simon pensar: «Estos caballeretes de Oxford… Hay que ver»—. Davy, ¿es que has perdido el esquife?
—Está amarrado un poco más abajo, señor —dijo la voz bien educada desde la yola—. Los caballeros se han bajado en marcha como si fuera un taxi, sin mirar atrás.
Caía la tarde de junio sesgada sobre mi hombro y daba de lleno en el rostro de George. No quiso aceptar mi chaqueta.
—Seguro que remando entro en calor —dijo. La gorra antes reluciente descansaba entre sus pies.
—¿Por qué no tiras eso al agua? —le dije. Remaba de firme, mirándome. El sol le daba de lleno en los ojos, prestando a las manchas amarillas de los iris el aire de fugaces chispas, refulgentes como la mica—. Esa gorra —dije—. ¿Para qué la vas a conservar?
—Ah, ya. ¿Y despojarme del símbolo de mi alma? —retiró un remo del tolete, alcanzó la gorra, la recuperó y la colgó en la proa, donde quedó encajada con una especie de arrogancia galante y disoluta—. El símbolo de mi alma, de las profundidades rescatado por…
—Querrás decir rescatado de un lugar en el que no debía estar, gracias a un empleado público que no quiso ver el lugar de su pública ocupación así ensuciado.
—Al menos reconoces la simbología —dijo—. Y que fue el imperio quien la salvó. Así que algo le ha de importar al imperio. Demasiado vale para que uno se deshaga de ella. Aquello que salva uno de la muerte o del desastre le será por siempre muy querido, Davy; eso no me irás a decir que no lo sabes. Además, no te lo permitiré. ¿Cómo es eso que decís los americanos?
—Pamplinas, eso es lo que decimos. ¿Y por qué no servirnos del río un rato? Lo tenemos ya pagado.
Me miró.
—Ah. Eso es… Bueno, qué diantre, eso es americano, ¿verdad? Es una forma de ver las cosas.
Pero al final se dejó llevar por la corriente. Se acercaba una barcaza remolcada desde el camino de sirga. Nos quitamos del medio y la vimos pasar, carente de todo signo de vida, con solemne implacabilidad, como un descomunal y estéril catafalco, los caballos de anchas ancas seguidos por un muchacho con la chaqueta remendada y con un palo pelado para azuzarlos, avanzando con estolidez por el camino. Nos dejamos ir hacia atrás. Sobre la obra muerta de la barcaza, un rostro inmóvil con una pipa apagada entre los dientes nos contempló con ojos desprovistos de todo pensamiento.
—De haber podido elegir —dijo George—, me hubiera gustado más que me rescatara del agua ese individuo. ¿No te lo imaginas empuñando el bichero sin ninguna prisa y pescándote sin haberse quitado la pipa de los labios?
—Entonces tendrías que haber elegido mejor tu sitio. Pero a mí me parece que no estás en situación de quejarte.
—Pero Simon dio muestras de estar molesto. No de sorpresa, ni de preocupación: solo de estar molesto. No me hace ninguna gracia que me devuelva a la vida un hombre que maneja con tanto fastidio el bichero.
—Haberlo dicho en su momento. Simon no tenía la obligación de rescatarte. Podría haber cerrado las compuertas hasta acumular una buena cantidad de agua y haberte alejado de sus predios como quien tira de la cisterna sin haber tenido que tocarte, ahorrándose las molestias y la ingratitud. Aparte de las lágrimas de Corinthia.
—Las lágrimas, es cierto. Corinthia cuando menos me tendrá de ahora en adelante una ternura especial.
—Sí, pero si al menos no hubieras salido, o si al menos no te hubiera dado por caerte en esa sucia esclusa solo por completar un simple gesto. Pienso…
—Tú no pienses, mi buen David. Cuando tuve la posibilidad de agarrarme al esquife y dejarme transportar sano y salvo y con mansedumbre, al tiempo que tuve la posibilidad de denunciar a los estúpidos diosecillos, a cambio de un precio tan exiguo como es una pasajera inmersión en esta… —soltó un remo y sumergió la mano en el agua, sacudiéndola luego y alzándola con burlesca grandilocuencia—. ¡Oh, Támesis! —dijo—. ¡Oh, poderosa cloaca de todo un imperio!
—Endereza el rumbo —le dije—. He vivido en América lo suficiente para conocer un poco cómo es el orgullo de los ingleses.
—Y por tanto consideras que un chapuzón en esta cloaca repugnante que ha regado estas tierras desde mucho antes de que quien las hizo tuviera necesidad ninguna de inventarse a Dios… una roca en torno a la cual el hombre y todo su quejumbroso clamor se revuelven hasta enfangarse en la inmundicia…
Veintiún años teníamos entonces; así hablábamos cuando vagabundeábamos por esas tierras apacibles en las que se adormecen en la verde petrificación las antiguas y espléndidas hazañas de la sangre, los espíritus de los valerosos que se perdieron, aletargados en cada árbol y en cada piedra. Y es que aquello era en 1914, y en los parques las bandas de música tocaban «Valse Septembre», y las chicas y los jóvenes paseaban en las barcas por los ríos, a la luz de la luna, y cantaban «Mister Moon» y «There’s a Bit of Heaven», y nos sentábamos ante uno de los ventanales de Christ Church, con el susurro de las cortinas al caer la tarde, y hablábamos de la valentía y del honor y de Napier y del amor y de Ben Jonson y de la muerte. Al año siguiente, en 1915, las bandas tocaban «God Save the King», y el resto de los jóvenes y otros que no lo eran tanto cantaban «Mademoiselle d’Armentières» metidos hasta las rodillas en el fango, y George había muerto.
Se marchó en octubre, suboficial en el regimiento del que sus familiares eran coroneles por herencia. Diez meses después lo vi sentado con un ordenanza tras una chimenea en ruinas, en las afueras de Givenchy. Llevaba los auriculares de un teléfono pegados a las orejas y comía algo que agitó al saludarme cuando nosotros pasamos a la carrera y nos refugiamos en el sótano que estábamos buscando.
II
Le dije que esperase hasta que terminaran de administrarme el éter; eran demasiados los que se movían de un lado a otro, tanto que me dio miedo que alguno lo rozase y lo encontrase.
—Y entonces tendrás que volver —dije.
—Tendré cuidado —dijo George.
—Te lo digo porque vas a tener que hacerme un favor —le dije—. Tendrás que hacerlo.
—De acuerdo. ¿De qué se trata?
—Espera hasta que se marchen, luego te lo cuento. Tendrás que hacerlo tú, porque yo no puedo. Prométeme que lo harás.
—De acuerdo. Te lo prometo.
Así esperamos hasta que terminaron y siguieron más abajo, pasando a ocuparse de mi pierna. George se me acercó entonces.
—¿De qué se trata? —dijo.
—De mi pierna —le dije—. Quiero que te asegures de que está bien muerta. A lo mejor me la amputan a toda prisa y se olvidan.
—De acuerdo. Yo me ocupo de eso.
—No lo podría tolerar, date cuenta. Eso no me gustaría nada. A lo mejor la entierran y no descansa en paz. Y así la habríamos perdido y no podríamos localizarla para poner remedio.
—De acuerdo. Yo estoy al tanto —me miró—. Solo que no tengo que volver.
—¿No? ¿Cómo es que no tienes que volver?
—Yo ya estoy fuera de todo esto. Tú todavía no. Tú sí tendrás que volver.
—¿De veras? —dije—. Pues entonces sí que será difícil de encontrar. Por eso quiero que te encargues tú… Y eso que no tienes que volver. Has tenido suerte, ¿eh?
—Sí. He tenido suerte. Siempre tengo suerte. Denunciar a los estúpidos diosecillos, a cambio de un precio tan exiguo como es una pasajera inmersión en esta…
—Y hubo lágrimas —dije—. Se sentó en tierra a derramar sus puras lágrimas.
—Las lágrimas, es cierto —dijo—. El derramarse de las lágrimas de todos los hombres bajo el cielo. El horror y el desprecio y el odio y el miedo y la indignación, y el mundo que se revuelve hasta enfangarse en la inmundicia ante nuestros propios ojos.
—No, qué va. Se sentó en tierra, en el verde de aquella tarde, y lloró por el símbolo de tu alma.
—No por el símbolo, sino porque el imperio lo salvó, lo atesoró. Si derramó lágrimas, fue porque es sabia.
—Pero hubo lágrimas… ¿Seguro que te ocuparás de esto? ¿No te vas a marchar?
—Las lágrimas —dijo George—, es cierto.
En el hospital se estaba mejor. Estaba en una sala alargada y con movimiento constante, y no tuve por qué temer a todas horas que lo encontrasen y se lo llevasen, aunque de vez en cuando sí aparecía una monja o un ordenanza que se entrometían en nuestra conversación con sus manos ubicuas y sus voces animadas y asépticas:
—Ya, ya. Tranquilo, que no se va a marchar. Sí, descuide, que volverá. Ahora descanse y procure no moverse.
Allí tuve que permanecer tendido en cama, rodeando, encapsulando la sensación de oquedad que se me quedó por debajo del muslo, allí donde las terminaciones nerviosas y musculares daban tirones y sacudidas, hasta que por fin volvió.
—¿No la puedes encontrar? —dije—. ¿Seguro que has buscado bien?
—Sí. He buscado por todas partes. Volví hasta allá y busqué a fondo. Pero seguro que no hay problema. Ellos le habrán dado muerte.
—No, no lo han hecho. Ya te dije que se les iba a olvidar.
—¿Cómo sabes que se les olvidó?
—Eso lo sé bien. Lo noto. Se burla de mí. No está muerta.
—Pero si solo se burla de ti…
—Ya lo sé. Pero no me basta con eso. ¿No te das cuenta de que eso no basta?
—De acuerdo, como quieras. Volveré a buscarla.
—Tienes que ir. Tienes que encontrarla. Esto no me gusta nada.
Y volvió a buscarla. Volvió y se sentó en la cama y me miró con ojos luminosos y alerta.
—No tienes por qué sentirte mal —dije—. Algún día la encontrarás. No pasa nada, no es más que una pierna. Ni siquiera tiene otra pierna con la que echar a andar —él seguía sin decir nada, limitándose a mirarme—. ¿Dónde vives ahora?
—Allá arriba —dijo.
Lo estuve mirando un rato.
—Ah —dije—. ¿En Oxford?
—Sí.
—Ah —dije—. ¿Y por qué no te has marchado a casa?
—No lo sé.
Seguía mirándome.
—¿Se está bien allí? Seguro que sí, en esta época del año… ¿Sigue habiendo barcas en el río? ¿Siguen cantando en las barcas, como hacían en aquel verano los hombres y las chicas?
Me miraba con los ojos muy abiertos, alerta, tal vez demasiado serio.
—Anoche me abandonaste —dijo.
—¿De veras?
—Subiste a bordo del esquife y te marchaste. Por eso he vuelto.
—¿Eso hice? ¿Y adónde iba?
—No lo sé. Remabas con prisa, contracorriente. Si querías estar solo, no tenías más que habérmelo dicho. No hacía falta que te dieras a la fuga.
—No lo volveré a hacer —nos miramos el uno al otro. Hablábamos con voces quedas—. Ahora es preciso que la encuentres.
—Sí. ¿No me sabes decir qué está haciendo?
—Es que no lo sé. Eso es lo malo.
—¿Tienes la sensación de que esté haciendo algo que tú preferirías que no hiciera?
—No lo sé. Tú encuéntrala. Encuéntrala pronto. Encuéntrala y asegúrate de que se queda bien muerta.
Pero no la pudo encontrar. Hablamos de ello con voces quedas, entre silencios, mirándonos el uno al otro.
—¿No me sabes dar ninguna indicación de su paradero? —dijo. Yo estaba incorporado, practicando para acostumbrarme a la de madera y cuero. La oquedad seguía estando ahí, pero habíamos firmado una especie de hosco armisticio—. A lo mejor es eso lo que estaba esperando —dijo—. Tal vez ahora…
—Puede ser. Eso espero. Pero es que no tendrían que haberse olvidado de… ¿Me he vuelto a fugar más veces después de aquella noche?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? —me miraba con sus ojos luminosos, atentos, difuminados—. George —le dije—. ¡Espera, George!
Pero ya se había marchado.
No lo volví a ver hasta pasado mucho tiempo. Yo estaba en la Escuela Militar de Observadores —no hacen falta dos piernas para manejar una ametralladora y un interruptor de radio, ni para orientar los mapas desde el taburete de pianista del artillero a bordo de un R. E. 8 en vuelo de reconocimiento, o de un avión de combate todavía experimental—, y ya casi había terminado el curso de adiestramiento. Tenía bastante ocupado todo mi tiempo en aquellos días, como es natural entre mis ocupaciones y esa certidumbre que tienen los jóvenes, y que tan arbitrariamente distingue entre lo veraz y las ilusiones, estableciendo con toda convicción la línea que separa la verdad del delirio, ante la que los sabios siempre fruncen el ceño. Y también tenía ocupadas las noches, con las terminaciones nerviosas y musculares rozadas e irritadas por una causa inmediata: la pierna de madera y cuero. Pero la oquedad seguía estando ahí, y a veces, de noche, aislada por la invisibilidad, se iba colmando de la inmensidad de las tinieblas y del silencio muy a mi pesar. Después, en vilo, al borde mismo del sueño, me daba por creer que por fin la había encontrado él, que por fin se había encargado de que estuviera bien muerta, y creía que algún día regresaría a contármelo. Entonces tuve el sueño.
De súbito supe que estaba a punto de dar con ella. Palpaba a oscuras las paredes oscuras del pasillo y del recodo invisible, y supe que tenía que estar justo a la vuelta. Me llegaba un olor a podrido, un olor animal. Era un olor que antes nunca había percibido, pero que reconocí en el acto, llegado de pronto por el pasillo desde las viejas, fétidas cavernas en las que tiene comienzo la experiencia. Me invadió el temor y la repugnancia y la determinación, como cuando uno percibe de pronto una serpiente en un sendero en el jardín. Y de pronto estuve despierto, envarado, tenso, sudoroso; la oscuridad fluía en un suspiro alargado y presuroso. Permanecí tendido con el olor aún difuso en la nariz, contemplando las tinieblas, sin atreverme a cerrar los ojos. Me tumbé boca arriba, abrazado al agujero abierto de la oquedad como si fuese una rosquilla, a la vez que se iba extinguiendo el olor. Por fin se esfumó del todo, y me encontré con que George me estaba mirando.
—¿Qué sucede, Davy? —dijo—. ¿No sabes decir qué es?
—No es nada —tenía en los labios el sabor del sudor—. No es nada. No volverá a suceder. Te juro que nunca más.
Me estaba mirando.
—Dijiste que tenías que volver a la ciudad. Y luego te vi en el río. Me viste y te escondiste, Davy. Te pusiste a cubierto cerca de la orilla, entre las sombras. Y contigo estaba una muchacha.
Me miraba con los ojos brillantes, serio.
—¿Había luna? —pregunté.
—Sí. Había luna.
—Ay, Dios; ay, Dios —dije—. No lo volveré a hacer, George, pero tienes que encontrarla, ¡tienes que encontrarla como sea!
—Sí, Davy —dijo. Su rostro empezó a desdibujarse.
—¡Te juro que no! ¡No volverá a suceder! —dije—. ¡George! ¡George!
Se encendió una cerilla; apareció un rostro en la oscuridad, justo encima de mí.
—Despierte —me dijo. Me quedé tendido mirándolo, sudoroso. Se apagó la cerilla por sí sola, el rostro retornó a las tinieblas, de donde llegó una voz incorpórea—: ¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias. Solo era un sueño. Lamento haberle despertado.
Durante unas cuantas noches no me atreví a dejarme llevar de nuevo al sueño. Pero era joven, mi cuerpo volvía a estar fuerte, pasaba el día entero al aire libre; una noche el sueño me tomó por sorpresa, y a la mañana siguiente descubrí que lo había eludido, fuera lo que fuese. Encontré así algo de paz. Fueron pasando los días; aprendí el manejo de las armas y la radio y los mapas, y sobre todo aprendí a no observar lo que no se debe observar.
El muslo se me había reconciliado casi del todo con la pierna ortopédica, y libre ya de las actividades de la pierna amputada pude dedicar todo mi tiempo a buscar a George. Pero no lo encontré; en algún punto de los laberínticos pasillos en que habita la madre de los sueños los había perdido a los dos.
Por eso no reparé en él al principio, cuando me lo encontré al lado, en el pasillo, a la vuelta del recodo en el que me tenía que esperar la pierna. El hedor a azufre me envolvía por completo; me invadía el espanto, el temor, y algo inexpresable: el deleite. Creo que sentí lo que sienten las mujeres en el parto. Y de pronto allí estaba George y me miraba fijamente. Siempre se había sentado junto a la almohada, para poder hablar, pero esta vez se hallaba al pie de la cama y no se había sentado, y me miraba muy atento, y supe que era el momento de la despedida.
—¡No te vayas, George! —dije—. ¡No lo volveré a hacer, no lo haré nunca más! ¡George! —pero su mirada firme, grave, se fue esfumando poco a poco, implacable, entristecida, pero sin reproches—. ¡Pues márchate entonces! —dije. Noté los dientes secos en el labio, como el papel de lija—. ¡Márchate!
Y así acabó la cosa. No volvió nunca más, como tampoco volvió el sueño. Supe que ya no volvería, tal como sabe el enfermo que despierta con el cuerpo exhausto y en paz que la enfermedad ya no ha de volver. Supe que había desaparecido; lo supe cuando me di cuenta de que pensaba en ello solo con compasión. Pobre diablo, me puse a pensar. Pobre diablo.
Pero se llevó consigo a George. A veces, cuando la oscuridad y el aislamiento me robaban todo mi yo, me ponía a pensar que tal vez al darle muerte había acabado con su vida: mueren los muertos para acabar con los muertos. Lo busqué alguna vez por los pasillos del sueño, pero sin éxito; pasé una semana con su familia en Devon, en una casa destartalada, donde tras cada viga y cada piedra me eludían su rostro feo y avieso y su cabeza redonda y rubicunda y su creencia de que Marlowe era mejor poeta lírico que Shakespeare y Thomas Campion mejor que los dos, y que el aliento no era una bagatela que se da al hombre para que disfrute. Pero ya nunca más lo volví a ver.
III
El capellán militar llegó desde Poperinghe, en Bélgica, en el sidecar de una motocicleta en el que viajó en plena noche. Se sentó junto a la mesa hablando de Jotham Rust, hermano de Everbe Corinthia e hijo de Simon, al que había visto yo tres veces en toda la vida. El día anterior vi a Jotham por tercera y última vez, procesado ante un consejo de guerra por haber desertado: el espantapájaros de aquella estampa en otra época tan robusta, con su rostro colorado y capaz, que sacó a George de la esclusa con ayuda de un bichero, una tarde desde la cual habían pasado tres años, afrontaba una acusación que comportaba la pena capital, sin ofrecer por su parte atenuantes ni explicaciones, sin esperar clemencia y sin pedirla.
—No desea clemencia —dijo el capellán. El capellán era un buen hombre, honrado, que tenía un modesto empleo parroquial en algún lugar de las Midlands, y que había acudido con la afable y honrada estupidez de sus convicciones al último lugar de la tierra en que podía quedar sitio para tales minucias—. No desea seguir viviendo —en el rostro se le notaban las cavilaciones y el abatimiento, el desconcierto y la incredulidad—. Llega un momento en la vida de todos los hombres en que el mundo les vuelve su lado más siniestro y hasta la sombra del hombre es su enemigo mortal. Debe entonces recurrir a Dios o bien perecer. Pese a todo, no acierto a entender… —tenían sus ojos el sordo desconcierto de los bueyes; por encima del alzacuello, el mentón afeitado era la viva imagen del abatimiento, aunque aún no se diera por vencido—. ¿Y dice usted que no sabe por qué motivo pudo querer atacarle?
—Yo a ese hombre lo he visto solamente dos veces —dije—. Una vez fue anteanoche. La otra… hace dos o tres años, cuando pasé por la esclusa de su padre a bordo de un esquife, cuando era estudiante en Oxford. Él estaba presente cuando su hermana nos abrió las compuertas. Y si no me hubiera dicho usted el nombre de su hermana, ni siquiera me hubiese acordado de él.
Pareció meditar.
—El padre también ha muerto.
—¿Cómo? ¿Ha muerto el viejo Simon?
—Sí. Murió poco después de… del otro fallecimiento. Dice Rust que dejó a su padre tras el entierro de la hermana, que lo dejó hablando con el sacristán del cementerio de Abingdon, y que una semana después se le notificó, estando ya en Londres, que su padre había muerto. Dice que el sacristán le dijo que su padre le había dado indicaciones sobre su propio entierro. El sacristán dijo que todos los días iba Simon a visitarle para hablar de la cuestión, para tomar todas las disposiciones pertinentes, y que el sacristán bromeaba con él, porque el viejo parecía sanísimo, creyendo que tan solo estaba momentáneamente alterado por la pérdida, tan reciente. Y pasó una semana y murió.
—El viejo Simon, muerto —dije—. Primero Corinthia, luego Simon, ahora Jotham —la llama de la vela ardía sin oscilaciones sobre la mesa.
—¿Cómo se llamaba la muchacha? —dijo—. ¿Everbe Corinthia?
Estaba sentado en la única silla, la perplejidad y el pasmo dibujados en la forma misma de su sombra, en la pared, a su espalda. La luz le daba en una de las mejillas, brillaba apagada la insignia de capitán en el hombro. Me levanté del catre, el arnés de la pierna ortopédica restalló con una violencia explosiva, y me incliné por encima de su hombro para tomar un cigarrillo de la funda de mi magneto, tratando de encender una cerilla con mi única mano. Alzó la vista.
—Permítame —dijo. Tomó la caja de cerillas y prendió una—. Tiene suerte de haberse librado solo con eso —y señaló mi brazo en cabestrillo.
—Sí, señor. De no haber sido por la pierna ortopédica, me hubiera clavado el cuchillo en las costillas, y no en el brazo.
—¿La pierna ortopédica?
—La suelo dejar apoyada en una silla junto a la cama, para poder alcanzarla con toda facilidad. Tropezó con ella y me despertó. De lo contrario, me habría degollado como a un cerdo.
—Ah —dijo. Dejó caer la cerilla y se sumió de nuevo en su terco y meditabundo desconcierto—. Y, sin embargo, no es la suya la cara de un asesino alevoso. Se le nota en la cara que es sincero, llano, que tiene… ¿cómo decirlo? Un claro concepto de la responsabilidad social, de la integridad, que… Y usted dice que usted… Le pido disculpas, no pongo en duda su palabra, pero es que… La muchacha está indudablemente muerta; fue él quien se la encontró, él estuvo con ella hasta que murió, él se ocupó de su entierro. Oyó al hombre reír una vez en la oscuridad.
—Pero no se le puede pegar una puñalada a un desconocido solo porque uno le ha oído reír en la oscuridad, señor. El pobre diablo ha enloquecido por culpa de sus propios infortunios.
—Es posible —dijo el capellán—. Él me dijo que existía otra prueba, algo por lo visto incontrovertible, pero se negó a decirme de qué se trata.
—Pues que la aporte. Si yo me encontrase ahora en su lugar…
Volvió a meditar, cabizbajo, con las manos unidas sobre la mesa.
—Existe una especie de justicia en el transcurso natural de los acontecimientos… Mi querido señor, ¿acusa usted a la Providencia de haber cometido una broma horrible y sin sentido? No, no; de ninguna manera. A quien haya pecado, el pecado se le volverá en contra y lo ha de perseguir. De lo contrario… Dios cuando menos es un caballero. Perdóneme usted, creo que no estoy… Sin duda entenderá usted que todo esto me afecta de manera especial, y más en esta época de infortunio en la que ya tantas cosas debemos reprocharnos. Somos responsables de esto —se tocó la pequeña cruz de metal que llevaba sobre la guerrera, y luego trazó con el brazo un gesto circular con el que dio forma, en el cuarto en silencio, a la aquietada y siniestra oscuridad en la que las espléndidas y cadenciosas palabras que formulan los hombres con tanta labia eran los colmillos del vampiro, con los que el vampiro se alimentaba—. La voz de Dios que despierta a Sus siervos para que salgan de la desidia en que se han precipitado…
—¿Cómo es esto, padre? —dije—. ¿Es que toda esta maldita historia va a hacer de usted un hereje?
Volvió a meditar con pesadumbre en el rostro a la luz del candil.
—¿Va a ser ésa la cara de alguien que derrama la sangre de otro con toda intención, la cara de un asesino alevoso, que mata con nocturnidad? No, no; eso no me lo puede decir así.
Tampoco lo intenté. No le dije nada de mi creencia en que solo la necesidad, la necesidad de obrar de forma expeditiva y en silencio, había obligado a Jotham a servirse de un cuchillo, de un instrumento; no le dije que lo que en el fondo quería era tenerme sujeto por el cuello con ambas manos.
Había llegado a su tierra de permiso, a aquel aseado palomarcito de la casa en la que vivían junto a la esclusa, y nada más llegar notó algo tenso en el ambiente, algo que no encajaba. Eso fue el verano pasado, más o menos cuando terminaba yo mi curso en la Escuela Militar de Observadores.
Simon parecía no haber reparado en lo que sucedía bajo la superficie de las cosas, pero en cambio Jotham no tuvo que pasar mucho tiempo en casa hasta darse cuenta de que todas las tardes, cuando caía el sol, Corinthia abandonaba la casa por espacio de una hora más o menos, y algo que detectó en su manera de estar, o tal vez en el ambiente de la propia casa, lo llevó a interrogarla. Ella le contestó con evasivas, se puso de pronto colorada hasta la raíz del cabello, presa de la ira de una manera completamente impropia de ella, y acto seguido se mostró pasiva y dócil. Él comprendió entonces que esa pasividad respondía al sigilo y la docilidad al disimulo; una de aquellas tardes la sorprendió al escabullirse y salir. La obligó a volver a la casa, en donde ella se refugió en su cuarto y cerró con llave, y por una de las ventanas creyó él ver a un hombre que desaparecía por el fondo de un prado. Emprendió la persecución, pero no encontró a nadie. Pasó una hora después de atardecer tendido en una arboleda cercana, vigilando la casa, y regresó después. Corinthia aún tenía cerrada la puerta de su cuarto, y los ronquidos apacibles del viejo Simon se oían por toda la casa.
Más tarde algo le despertó. Se incorporó en la cama, se levantó de un brinco, voló hacia la ventana. Había luna, y a la luz de la luna vio que algo blanco aleteaba por el camino de sirga. Allá que fue veloz y sorprendió a Corinthia, que de pronto se convirtió en un animal rabioso, en la linde de la misma arboleda en la que estuvo él agazapado, vigilando. Más allá del camino de sirga vio una barca en la orilla. Estaba vacía. Sujetó a Corinthia por el brazo. Ella se revolvió furiosa contra él; aquello no pudo ser muy edificante. Ella se desmoronó entonces, justo cuando entre la espesura de la arboleda resonó la risa de un hombre, una carcajada burlona que se propagó en un eco sobre el río que bañaba la luna antes de extinguirse. Corinthia estaba acuclillada en el suelo, mirándolo con una cara como una máscara a la luz de la luna. Él se precipitó hacia la arboleda y batió a fondo la espesura, pero no encontró nada. Cuando regresó, la barca ya no estaba en la orilla. Fue corriendo al río, a mirar en un sentido y otro. Allí estaba cuando volvió a resonar la risa desde las sombras que envolvían la orilla opuesta.
Regresó a donde estaba Corinthia. Estaba acuclillada tal como la dejó, con el cabello suelto sobre la cara, escrutando el río. Habló con ella, pero ella no respondió. La obligó a ponerse en pie. Ella cedió dócilmente y volvió a la casita. Intentó de nuevo hablar con ella, pero ella se movía como un peso muerto a su lado, el cabello suelto y enmarañado sobre el rostro impávido. La acompañó entonces a su cuarto y él mismo cerró con llave y se llevó la llave a la cama. Simon no había despertado. A la mañana siguiente, la muchacha ya no estaba allí. La puerta seguía cerrada.
Se lo dijo entonces a Simon y a lo largo de todo el día la buscaron con la ayuda de los vecinos. Ninguno tenía la menor intención de dar parte a la policía, pero con la caída de la tarde, aquel mismo día, apareció un detective con su libreta en la mano y hubo que dragar la esclusa, aunque sin hallar nada. A la mañana siguiente, nada más amanecer, Jotham la encontró tendida en el camino de sirga, delante de la puerta. Estaba inconsciente, pero sin muestras de haber sufrido agresiones o heridas. La metieron en la casa y le aplicaron sus remedios espartanos, caseros, y al cabo de un tiempo revivió entre alaridos. Se pasó el día entero chillando, hasta que se puso el sol. Chillaba boca arriba en la cama, con los ojos muy abiertos y perfectamente inanimados, y así hasta que se quedó sin voz y sus alaridos fueron solo el espectro de un alarido, del que ningún sonido salía. Murió cuando se puso el sol.
Él llevaba en ese momento ciento doce días ausente del batallón, de permiso. Sabe Dios cómo lo hizo; tenía que haber subsistido como un animal, escondido, comiendo cualquier cosa cuando pudiera, al acecho en las sombras, todos contra él, al tiempo que buscaba por todos los acuartelamientos de la Fuerza Expedicionaria Británica a un hombre cuya risa había oído una vez, a sabiendas de que lo único que podía contar con encontrar había de ser su propia muerte, y encima para pifiarla cuando a punto estaba de salir con bien por culpa de una pierna ortopédica apoyada en una silla, en la oscuridad.
Desconozco cuánto tiempo había pasado. La vela volvía a estar prendida, pero el hombre que me despertó estaba inclinado sobre el catre, interponiéndose entre la luz y yo. Pero a pesar de la luz la cosa se pareció demasiado a lo ocurrido dos noches antes; desperté esta vez incorporado, con la automática en la mano.
—Alto ahí —dije—. Ni se le ocurra —retrocedió y reconocí al capellán. Estaba junto a la mesa, con la luz en la mejilla, en un lado del pecho. Bajé la pistola—. ¿Qué sucede, padre? ¿Me requieren de nuevo?
—Él no requiere ya nada —dijo el capellán—. Ya no hay quien le pueda hacer daño —permaneció en pie, una figura oronda que debiera haber estado paseando con aire benigno, con su sombrero de teja, por verdes senderos, en los campos, en verano. Introdujo entonces la mano en la guerrera y extrajo un objeto plano que dejó sobre la mesa—. He encontrado esto entre los efectos personales de Jotham Rust, que me entregó para proceder a su destrucción hace una hora —dijo. Me miró, y se dio la vuelta y fue a la puerta y allí se volvió a mirarme.
—¿Ya le…? Pensé que sería al alba.
—Sí —dijo—. He de darme prisa en volver —no es que me mirase, pero tampoco es que no me mirase. La llama ardía sin oscilaciones en la vela—. Que Dios se apiade de su alma —dijo, y se fue.
Me senté entre las mantas y lo oí salir tropezando en la oscuridad, y luego oí el petardeo con que arrancó la motocicleta, que enseguida se apagó. Bajé la pierna al suelo y me puse en pie, sujetándome a la silla sobre la que descansaba la pierna ortopédica. Hacía frío; fue como si sintiera los dedos del pie ausente curvarse para alejarse del suelo, así que apoyé la cadera en la silla y alcancé el objeto plano que esperaba sobre la mesa y regresé a la cama y me eché la manta sobre los hombros. El reloj de pulsera indicaba las tres en punto.
Era una fotografía, uno de esos objetos baratos que suelen hacer los fotógrafos itinerantes en las ferias. Estaba fechada en Abingdon, en junio del verano pasado. En esa época estaba yo ingresado en el hospital hablando con George, y me quedé muy quieto entre las manos, observando la fotografía, porque fue mi propia cara la que me miraba desde el papel. Tenía un deje que no era mío: algo malicioso, insultante, indómito, y debajo vi escrito, con una caligrafía desmañada y redonda, como la de un niño, «A Everbe Corinthia», a lo cual seguía una frase que no es posible reproducir por escrito, si bien era mi propia cara, y así seguí sentado, con la fotografía en la mano, mientras la llama crecía en el pábilo y en la pared mi sombra abrigada sostenía inmóvil la fotografía. En una lenta y gradual merma de las lágrimas heladas pareció que la vela se apagase, como si se enterrase en su propia pesadumbre. Pero antes de que eso sucediera comenzó a palidecer y a esfumarse, hasta que solo quedó la cáscara callada de la llama sin fuerza, como una pluma sobre la cera, dejando en la pared la cáscara inmóvil de mi sombra. Vi la grisura en la ventana y eso fue todo. También amanecería en Poperinghe, pero algún tiempo tenía que haber pasado, y el capellán seguramente regresó a tiempo.
Yo le dije que la encontrase y le diese muerte. Fue frío el amanecer; en esas ocasiones, el muñón de la pierna parecía que fuese de hielo. Yo se lo dije. Se lo dije.
*FIN*