La pipa de cerezo
[Cuento - Texto completo.]
Félix Pita RodríguezStanislaw Pawlesky dio por redondeada su vida, en perfección sin mácula, el día 19 de abril, cuando al salir de Jacob’s Store llevaba en su mano derecha un paquete de quince centímetros por cinco, conteniendo una admirable pipa de cerezo.
Stanislaw nació en Cracovia, último vástago de una larga dinastía de sastres, el 19 de abril de 18… Al adquirir la pipa en Jacob’s Store acababa de desembarcar en los cuarenta años. Veintiséis llevaba ejerciendo su hereditaria profesión en Londres. Catorce aspirando a disponer sin compromisos de una libra esterlina para comprar la pipa de cerezo. Al salir de Jacob’s Store acababa de cumplir cinco minutos de felicidad.
Durante catorce años, salvo una vez que estuvo en cama con pulmonía, todas las mañanas, al pasar frente a Jacob’s… se detuvo unos minutos a detallar la formidable colección de pipas expuestas en el escaparate. Llevaba consigo algo que podía llamarse inventario de las existencias. Conocía a las antiguas y las amaba como cosa suya, como de su familia; su memoria no fallaba en el saber en qué ángulo del escaparate estaban expuestas. Antes de detenerse ya sabía lo que iba a ver, pero se detenía siempre con el anhelo fresco y un sabor de sorpresas cada día. Cuando había novedades, su placer desbordaba ya las márgenes, como una espuma de cerveza. De boj, de cerezo, de cerezo silvestre, de espuma de ámbar, de melocotón, de terracota; todas las sabía, las distinguía sin titubear, brillaban con sus nombres propios en un como planisferio pequeño, constelaciones tan inasequibles a las manos de su economía, como inasequibles a sus manos las constelaciones de la astronomía. Pero sobre todas, aquella de cerezo, ejemplar magnífico alrededor del cual bailaban sus ansias, y al que protegía como un aviso de tabú, el redondel de cartulina donde resaltaba en rojo la cifra fatídica: una libra esterlina.
Porque hay que confesar que al desgraciado de Stanislaw jamás su profesión le permitió tener vacante una cantidad tan desmesurada. Su temor constante durante aquellos catorce años fue el de llegar una mañana y que su pipa no estuviese. El infeliz temía, con razón, que el tal suceder le produjese un golpe nervioso que lo sacara de su eje para siempre. Pero una voz interior se lo aseguraba y el lo había jurado, que antes de cumplir los cuarenta años la pipa sería suya. Y efectivamente, Stanislaw nació a las once de la mañana de un 19 de abril y este 19 de abril, a las once menos veinticinco de la mañana, la pipa fue suya. Por justamente veinticinco minutos venció al destino. Y por primera vez en la vida pudo decir que era completamente feliz.
Un sol rejuvenecido paseaba su larga cola por el mundo. Primavera. Primavera sobre la tierra y alegría concisa, concreta, indivisible, en todos los corredores del alma de Stanislaw. Su paquetito de quince por cinco, planeando al extremo de una cinta, tenía un prestigio máximo de billete de entrada al paraíso. Stanislaw decidió que aquel era día de fiesta nacional. Abdicó de su oficio y se fue, calle adelante, saltarineando, una canción jovial atravesándole verticalmente, y pensando a borbotones que, después de todo, la vida era un algo concreto y la felicidad también.
La alegría pura es un motor descomedido. Sus impulsos inconexos, su dionisíaca independencia, son los solos gladiadores capaces de vencer al gigante negro y adormilado del hábito. El contento fue cabalgadura que llevó a Stanislaw por encima de sus cuarenta años de abstemio, a encallar en una cervecería. Curioso fenómeno este, que hace que el hombre que experimenta una gran alegría, experimente al mismo tiempo una necesidad desaforada de ingerir mixturas líquidas con base alcohólica. En la cervecería hizo varias amistades, charló abundantemente sobre todos los temas, él, animalillo silencioso por naturaleza, casi misantrópico, y relató con léxico lírico su inusitada riqueza, la historia con desenlace feliz de la compra de su pipa.
Madame Pawlewsky y sus cuatro prolongaciones pawlewskianas, vieron aparecer a la hora de la cena a un Stanislaw de caramelo, relumbrante por el regocijo, portador de una docena de pasteles de almendra, y un poco borracho.
Durante la cena, Stanislaw desarrolló una locuacidad jovial; recordó su infancia en Cracovia y hasta hizo, por primera vez en su vida, oscuras alusiones a un futuro en que él sería propietario de una gran sastrería y podrían ir al teatro cada vez que quisieran. “Después de todo”, dijo como colofón glorioso, “la vida es de los hombres de voluntad, y todo está al alcance de aquel que se siente capaz de conseguir lo que sea”. Y acarició su paquetito de quince por cinco, aún sin abrir.
Despues del café se sentó, casi horizontalmente, en un viejo butacón de cuero, abrió al azar un ejemplar atrasado del Telegraph, y encendió con ceremonial de Gran Mago a la hora de los sacrificios, su pipa de cerezo.
Humo. Humo. Alegría. Serenidad. Todo aquello era demasiado rotundo, demasiado pesado para ser sostenido por los débiles hombros de Stanislaw. Lo envolvieron las ensoñaciones de un futuro magno, le disolvieron la actualidad los sueños, y, aplastado por océanos, cordilleras, continentes de felicidad, Stanislaw se fue quedando amablemente dormido.
Con la mañana siguiente, el vértigo se serenó. Las ruedas dislocadas se ajustaron. El galope atropellado se hizo trotecito rítmico. Stanislaw despertó nuevamente. El adormilado y negro gigante del hábito derrumbó a los gladiadores. Y Stanislaw, con la pipa de cerezo ya casi olvidada en el bolsillo, salió para su taller, callado, quieto, sin cosquilleos ni canciones y sin observar ni importarle nada que hubiese llegado o no la primavera. Solo le acuciaba, casi indistinto, difuminado por las circunstancias, un viejo anhelo que no tomaba forma quién sabe por qué.
Al llegar frente a Jacob’s Store, un automatismo edificado por catorce años le impidió recordar que su estrella animadora reposaba, ya sin brillo, con la tristeza mate de las cosas conseguidas, en el fondo de su bolsillo. El Stanislaw de ayer se hizo laguna en el texto, y el Stanislaw de hoy no pudo, no supo, no quiso ver otra cosa que la falta de su pipa en el escaparate. Su anhelo de catorce años no estaba allí, faltaba, había desaparecido. Esto era todo. Frente a aquel hecho terrible, su triunfo del día anterior era letra muy reciente y muerta. ¿Cómo recordarlo? Para ello hubiese sido necesaria la fuerza de un dios, y Stanislaw no era más que un hombre, pequeño, débil y sastre, nacido cuarenta años antes en un barrio al sur de Cracovia.
Frente al escaparate de Jacob’s le recogió la ambulancia del Hospital de Urgencia; fiebre maligna, provocada por un choque nervioso, diagnosticó el médico.
¡Tonterías!
Vivió catorce días —uno por cada año de anhelar—, pidiendo continuamente, en su delirio, le devolvieran su pipa de cerezo. Cuando la enfermera le tendía la que había encontrado en sus bolsillos, la rechazaba con gesto de disgusto, y lloraba con tal angustia que hasta el médico, animal sin lágrimas, sollozaba apenado.
En los momentos de la agonía, una extraña sonrisa ocupó el lugar de su mueca angustiosa de solicitud y fue quedando sereno, sereno, como si le acariciase un tierno soñar. Por último, un suspiro y calló en los escaparates de las pipas del cielo.
*FIN*