La plegaria del buzo
[Minicuento - Texto completo.]
Giovanni Papini1
El mismo día en que cumplí dieciocho años mi padre me llamó dulcemente y me dijo con la debida gravedad:
-El Señor, Dios, quiere que todo hombre haga, en la tierra, un trabajo. Él no quiere a los que miran, sentados al borde de los campos, la obra de los sembradores y de los labradores. Es preciso, pues, que elijas sin demora un arte que dé a tu vida un sentido y una finalidad. Cualquiera que sea tu elección, te prometo no ponerte obstáculos. Así, pues, decide y habla.
Y yo, que reverenciaba profundamente al Señor, Dios, y obedecía siempre a mi padre, respondí:
-Mi elección está hecha: seré buzo.
Mi padre palideció un poco, pero contestó en seguida:
-¡Hágase tu voluntad!
2
Así, desde aquel día, fui buzo. Durante muchos y largos años he vivido, solo y en silencio, bajo las grandes aguas. He habitado en todos los mares, he explorado todos los océanos, he bajado a todos los abismos. He encontrado esqueletos de barcos, cuellos de viejas anclas despuntadas, arcones llenos de monedas de oro cuyas efigies estaban corroídas por el agua; grandes; grandes monstruos luminosos, con enormes ojos blancos, me han iluminado con su resplandor irreal; largos cuerpos verdosos, semejantes a los de las sirenas, me han acariciado; he penetrado en las bocas oscuras de los volcanes sumergidos; he pisado el suelo de las Atlántidas desaparecidas; he topado con los hinchados cadáveres de los náufragos; me he debatido entre los tentáculos de pulpos colosales; he sacado a la luz montones de maravillosas perlas, de extrañas conchas, de árboles fosforescentes, los puñales que arrojaron en la noche los tremebundos homicidas, los anillos de los Dogos y la áurea copa del rey de Tule…
Llegó, pues, el día en que conocí todas las profundidades marinas, todos los valles de los océanos y todos los golfos más tenebrosos y los tesoros más ocultos. Llegó un día en que estuve impregnado por todos los perfumes salobres y supe todos los ritmos de las olas y todas las sinfonías de las tempestades, y entonces pensé que el Señor, Dios, podía estar ya satisfecho de mi obra y decidí volver a vivir en mi ciudad, entre los seres terrestres que había dejado desde hacía larguísimos años.
3
Pero, apenas llegué a la ciudad en donde había nacido y en donde quería morir, tuve como una sensación de terrible disgusto y de tormentoso estupor. Ya no reconocía ni amaba todo aquello que me había visto niño. Acostumbrado a las grandes soledades submarinas, iluminadas por reflejos milagrosos y por luces intensas que parecen venir de las profundidades, no podía habituarme a la angosta colmena fangosa que se llama ciudad. El cielo se me antojaba como una especie de extraña prisión, surcada por estrechos y sucios corredores, en los que pequeños animales corrían mirándose cruel o lascivamente. Ruidosas carcajadas móviles se arrastraban por los corredores, llevando dentro a bestezuelas aprisionadas y acurrucadas; el aire pesaba por el humo y el polvo, y pesaba a alientos infectos y a olores sofocantes. Los hombres me daban la idea de condenados a muerte, enloquecidos en la inútil espera de la gracia. Sus caras me resultaban odiosas, como las de los reptiles blanquecinos que deponen sus huevos cerca de las tumbas; sus ojos me parecían vacíos, como si el alma los hubiera abandonado; sus palabras sonaban en mis oídos como cantinelas de mendigos eternamente hambrientos o como gritos descompuestos de águilas a las que están cortando las alas. En sus casas tenebrosas y angostas vi yacijas en que se arrojaban por la noche como si fueran a morir, y mesas cubiertas de restos de cadáveres y de hojas arrancadas brutalmente a la frescura de la tierra. Habían fabricado grandes habitaciones, en donde algunos simulaban amar y morir, moviéndose con vestidos de muchos colores y bordados bajo la luz falsa de lámparas redondas, y grandes salas, en donde algunos de ellos, vestidos grotescamente de negro, simulaban salvar a la patria y al mundo chillando con gran seriedad. Y otras salas, en cuyas paredes estaban colgados pedacitos de tela cubiertos de colores y de líneas, con la intención de hacer soñar un mundo mejor que aquel en que viven.
Pero yo no comprendía, acostumbrado a los deslumbrantes silencios de las profundidades, muchos de sus gestos y muchas de sus palabras. Toda aquella vida, en medio de la cual, sin embargo, había nacido y crecido, me parecía sin significado: vacía, pavorosa, torpe, soez, pútrida, como la de un cubil subterráneo habitado por bestias ciegas, débiles e inmundas. Me parecía haber caído en un pozo habitado por cadáveres ambulantes y hediondos, y por la noche no tenía fuerzas para levantar los ojos, temiendo que de aquel cielo, demasiado ciudadano, hasta las estrellas hubieran huido.
Y yo pensé entre mí: “¿Quién puede haberme reducido a este estado? ¿Quién puede haberme cambiado el alma de tan terrible modo que ahora descubre lo ridículo, lo oscuro y lo feo dondequiera que mire? La ciudad es como yo la dejé de jovencito. Es más, dicen que desde aquel tiempo ha hecho muchos e insignes progresos de todo tipo. ¿Por qué, pues, se presenta ante mí, que vuelvo de los mares, tan extraña y nauseabunda, a mí que, sin embargo, la amé siendo niño con toda el alma y la encontré más bella, más majestuosa y más hospitalaria que ninguna?”
Pero no supe contestar a tales preguntas. Un hombre, que me asistía en aquel terrible estado, me aconsejó que leyera los libros de los médicos del alma y del cuerpo para encontrar el origen y el remedio de aquella que él llamaba, con sincera tristeza, mi alienación.
Y yo leí centenares y millares de libros, día y noche, siempre despierto y siempre ansioso en busca de salud. Pero en ningún libro encontré lo que buscaba. Entonces, encerrado en mi casa paterna, pensé y sufrí durante centenares y millares de horas, siempre despierto y siempre atento a la tremenda ansiedad de la salud. Pero todavía no he encontrado lo que buscaba.
Ahora me dirijo a ti, hombre que estás ante mí con tu malvada sonrisa de verdugo ocioso y con tus ojos que nunca han mirado el cielo; me dirijo a ti, hombre de las precoces e insaciables perversidades y de los secretos bien custodiados, y te ruego, en nombre de la tierra de la que naciste, de la tierra de que te nutres, de la tierra por la que te arrastras, te ruego que me digas por qué no comprendo y no amo la vida de los hombres.
Y, si me contestas, te daré una perla que recogí un día en el valle más fantástico del mar y que ningún ojo, fuera de los míos, ha visto.
FIN