La primera batalla
[Cuento - Texto completo.]
Hernando TéllezEl gato llegó pequeñito, friolento, a la casa. Venía hambreado y quejumbroso. Evidentemente había sido abandonado por la madre antes de tiempo. Cabía en una mano y miraba con ojos tristes y brillantes el mundo. Pablo oyó las quejas del animal y corrió al jardín. Allí estaba. El niño dio un rodeo para caer por detrás. Pero su maniobra era inútil. El gato se hubiera dejado atrapar de todos modos. Desfallecía de inanición, y desde luego, su deseo era probar algo y calentarse. Pablo lo agarró por el vientre, le pasó la suave mano con exquisita ternura por el lomo donde se sentía, bajo la piel, la dureza del hueso. Estaba dichoso. Tenía, por fin, entre sus manos, esa cosa blanda y tibia, aterciopelada y ronroneante que tanto deseaba poseer. Desde el jardín llamó a papá, a mamá, a gritos, comunicándoles el hallazgo. Luego fue a la cocina. Un alegre fuego doraba las planchas metálicas de la estufa y dejaba escapar su caliente vaho.
Pablo pidió a la cocinera un poco de leche en un plato, unas migajas de pan y colocó al animal con gran cuidado en el suelo, bien cerca del calor. Temía que el gato se escapara al sentirse libre de la presión de sus manos. Pero la frágil bestezuela no guardaba ánimos ni fuerzas para escapar. Se desentumeció, estremecida, ante el fuego, y empezó a comer ruidosamente, con perfecta maestría. La diminuta lengua daba dos compases irreprochables al caer durante una porción de segundo sobre el líquido y retirar del plato unas gotas de leche y unas briznas de pan. Pablo miraba y oía extasiado. Le resultaba un espectáculo divino, que le producía intenso goce, este de ver y de oír comer al gato. Porque jamás había tenido un gato y por consiguiente, jamás había visto a derechas, tranquila y sosegadamente, comerá los gatos. Verdad que de prisa, cuando iba por la calle colgado del brazo de papá o mamá, pudo algunas veces mirar un instante en el sucio interior de alguna carbonería, esos gatos grandes, de vida alegre y airada, de vientre redondo, fieros y vanidosos, que devoraban majestuosamente en un inmenso plato, y miraban despreciativos y magníficos a los transeúntes. Pero esa visión pasajera, lo dejó siempre insatisfecho. El pedía siempre a papá y a mamá un gato. Pero papá y mamá se negaban a acceder a ese ruego.
—Los gatos —decía mamá—, son ingratos. No quieren la casa ni quieren a los amos. Viven en los tejados, en continua pelea. No son fieles ni buenos, como los perros.
Papá estaba de acuerdo. Pablo insistía, pero sin éxito. No tenía aún razones para oponer a las de sus padres. Solo sabía que hubiera sido dichoso, hondamente dichoso, poseyendo un gato, pudiendo acariciarlo, darle un nombre, dormirlo entre su cama, jugar con él, verlo saltar, caminar, sentirlo cómo se deslizaba entre sus piernas, tirarle pedazos de pan… Ahora precisamente, en este instante, mientras crepitaba el fuego de la estufa y sonaba, rítmico, el golpe de la lengua del gato contra la glotis y contra el líquido disperso en el plato, Pablo se sentía el niño más feliz de la tierra. Papá y mamá no podrían decir que había traído el gato, no podrían echar el animal a la calle, no podrían dejarlo morir de hambre. Este gato había caído del cielo, sí, del cielo, pensaba Pablo. Y un animal que cae desde tan alto, como regalo de Dios, no puede ser abandonado. Ha de ser aceptado, respetado, consentido y amado. ¿Pero si sus padres, a pesar de todo, resolvían lo contrario? Mejor aclarar, desde ahora, la difícil situación.
Con el animal entre las manos, Pablo va, pues, a donde sus padres y encara valerosamente el problema. Renacen, con más ímpetu que nunca, las antiguas razones. Mamá dice que el gato puede ser regalado a una vecina. Papá habla, siempre desconfiado, sobre la mala, la pérfida condición de los gatos. Pablo siente una tremenda angustia que le sofoca las palabras. Aprieta contra el pecho a la débil bestia y la acaricia, la acaricia con desesperada ternura. Hay un momento en que ya no puede oponer nada a las palabras de papá y mamá. Comprende que está a punto de ser derrotado, que es muy pequeño, que nada, absolutamente nada podría hacer ni decir para convencer a sus padres. Piensa que es una injusticia, una horrible injusticia, arrebatarle el gato, arrojarlo a la calle para que muera de hambre cuando él podría cuidarlo, enseñarlo a ser juicioso, a hacerse querer de todos. Del fondo de su angustia, Pablo no puede sacar una palabra, pero siente que algo en su interior va subiendo hasta la garganta, hasta los ojos. Quiere disimular; pero no puede. Intenta decir algo y no puede. Estalla en sollozos. Las lágrimas ruedan de las mejillas sobre el lomo calientito del gato. Mamá y papá callan. Están vencidos.
—Bueno, si es para tanto —dice papá—, quédate con el gato.
Mamá vuelve los ojos a donde se halla papá y le agradece, sin palabras, con una mirada, esa declaración de derrota.
* * *
Los días van pasando en el aro invisible del tiempo. Hay días soleados y días grises, días de generosa luz y días oscuros. Noches de frío tenaz, cerradas, de absoluta tiniebla y noches de altos resplandores de plata en el cielo. En el tránsito de esos días y de esas noches, Pablo y el gato han unido estrechamente sus destinos. El tiempo, la sucesión del tiempo es, en verdad, lo mejor para estas vidas que empiezan, para estas amistades que se inician, para estos amores en agraz. Si el tiempo se detuviera, ni el amor, ni la amistad, ni la vida podrían avanzar, progresar, convertirse en algo estable, duradero y bello. Gracias a que el tiempo se desliza callada, imperceptiblemente, el niño y el animal han podido realizar notables progresos en sus relaciones. Desde aquel lejano día, cuando apareció en la casa la bestezuela friolenta y Pablo lloró con desgarradora amargura por ella y por él, ante un destino que parecía y no fue irrevocable, el tiempo ha pasado y repasado su eterna corriente. Pablo ha crecido un poco, y el animal también. El gato lleva una vida feliz. Papá y mamá han terminado por quererlo. En rigor, este gato es una excelente prueba de lo que pueden el amor y la comodidad en el orden de la buena crianza. El animal parecía destinado por la Providencia de los gatos al vagabundaje absoluto, a la miseria sistemática, a la gitanería más completa y arbitraria, al hurto y al asalto. Las manos de un niño, y las lágrimas, cambiaron la ruta de ese destino miserable y libérrimo. El gato se transformó en un auténtico gato de casa, mejor, en un gato con casa, con hogar fijo, al cual se puede regresar y al cual es grato regresar después de todas las peripecias sangrientas, de todas las excursiones tempestuosas por el mundo del amor, de las fechorías y del hambre. Este gato no ha sido ese desolador ejemplo de infidelidad, ingratitud y desprecio que papá y mamá aseguraban a Pablo que sería, dada su condición de gato. El muchacho, es verdad, sufre con t las ausencias del animal, pero las disimula ante sus padres. Y los días en que aquél está más modoso, tranquilo y sosegado que nunca, el niño se envanece y se pasea por toda la casa, seguido de la suave felpa ambulante que le frota las piernas.
—Mamá, fíjate cómo es de juicioso.
Mamá mira al gato, que sigue fiel a Pablo, o lo ve tendido, enroscado a los pies del niño, roncando sonora y pausadamente, mientras sobre la piel del vientre que se j hincha a intervalos regulares cae una dorada franja de sol, en la que viajan millones de átomos rubios. Cuando Pablo trabaja en sus cuadernos de escolar, el gato empieza su excursión circular, llena de deliciosos estremecimientos, entre los tobillos del niño. Esto distrae a Pablo de sus abstracciones de colegial, y por momentos, no resiste al deseo de levantar el animal para acariciarlo. Pero el gato insiste hasta el momento en que cansado o satisfecho, se tiende nuevamente entre las lanas del tapete y empieza a soñar…
Esta amistad progresa, se hace más honda y firme con la complicidad milagrosa del tiempo. Mientras Pablo va al colegio, el gato se adormece, largas horas, en la cama del niño. Allí lo descubre mamá, hecho un grueso ovillo de piel, el hociquillo pegado contra la cola, imitando ladinamente con su postura a los auténticos gatos de porcelana que duermen para siempre en esa deliciosa actitud. Mamá lo observa en silencio y se queda, por momentos, pensando vagamente en la extraña ley sentimental que preside el amor de los niños para los animales. ¿Son crueles los niños con los animales? ¿Son por el contrario, bondadosos y comprensivos? No sabría decirlo. Pablo adora a este animal, pero a veces lo maltrata inconscientemente, lo persigue, lo intranquiliza, lo enardece. Un día se empeñó en recortarle los bigotes. El animal se defendía con ferocidad, batallaba, acorralado, y la ira del muchacho crecía avasalladora. Por fortuna papá llegó a tiempo y libertó al animal del suplicio. Otro día el gato languideció melancólicamente. Estaba enfermo. Inapetente y triste deambulaba quejándose como un chiquillo, por todos los corredores. En el jardín se echaba por ahí, como una bestia abandonada de Dios y de los hombres. La angustia, el afán de Pablo, fueron extremos. Creía que el gato iba a morir y lloraba con evidente anticipación e imaginaba ya lo que sería su pequeña vida sin ese compañero. “Estaré solo, mamá. No tendré con quién jugar”. “No hijo. Los gatos mueren difícilmente”. Y el gato sanó. Otra vez tornó a ser elástico, gracioso, ágil, soñador y vagabundo. Y otra vez Pablo fue dichoso.
En la alcoba están solos Pablo y el gato, aquella luminosa tarde de sábado. El sol se extiende sobre la cama del niño y allí reposa de su largo viaje de las alturas a la tierra. Calienta al animal adormecido, hace resplandecer alegremente el tono vivo de la madera, ilumina el cristal de un vaso en que queda un residuo de agua y detiene el regalo de su limpia luz en la cabeza de Pablo, despeinada y oscura. Hay un hondo silencio en la atmósfera, en la casa, en el jardín, en la calle, casi podría decirse que en toda la extensión de la tierra. Este sol, esta paz, este silencio, esta cándida escena doméstica de un niño que vigila amorosamente el sueño de un gato, parecen el preludio de un verano tranquilo, de una dicha sin par en un mundo sin crueldad y sin penas. No hay casi viento, apenas una leve brisa se lleva tras de sí las hojas secas y agita sutilmente los pliegues de las cortinas.
Pablo sueña con los ojos abiertos, echa a volar la imaginación por cosmos insondables y maravillosos, mientras pasa sus manos sobre el cuerpo del animal que se despereza. En un instante renace el antiguo juego de las caricias suaves y duras, de los golpes, los esguinces, los saltos, la persecución mutua y el mutuo buscarse. Es, en verdad, un prodigio de gracia peligrosa el que mantiene el inestable equilibrio de las relaciones entre el diestro felino y el muchacho. El gato salta a las rodillas de Pablo y éste lo aprisiona allí, con suavidad inicial que va transformándose poco a poco en una intolerable opresión hasta cuando el gato, chillando de rabia logra salir de ese cepo asfixiante. Se aleja mohíno, airado, y entonces Pablo lo llama cariñosamente, lo invita a reanudar el juego, y el animal vuelve otra vez. Las manos del niño acarician con mimosa ternura la cabeza, el cuello, el lomo, la cola del gato, estremecido de placer. Pablo se echa en la cama, con el animal encima. Una de sus manos atrae la cabeza de animal hacia sus mejillas y en ellas siente, dichoso, la tácita caricia de la piel, lisa y caliente. “Es como la lana”, piensa Pablo mientras va estrechando más y más al animal contra su rostro. El calor y la suavidad de la bestia incitan al niño a presionar con más fuerza el cuello del gato. Este se inquieta y trata de libertarse. Pero Pablo insiste, tenaz y entusiasmado. El animal se enfurece. Pablo lo coge con ambas manos y trata de dominarlo, pero la posición en que se encuentra no es la más propicia para ello. Ya está rota la amistad entre los dos. Ya son enemigos. Ya son adversarios. El hombrecillo que duerme agazapado en el alma, en el cuerpo de Pablo, empieza a hacer sus primeras armas contra la pobre bestia que se debate furiosamente. Quiere dominarla, esclavizarla, someterla a su placer, torturarla sin objeto. La feral batalla se halla en pleno desarrollo, frente a este cielo impasible, a esta paz intachable de la naturaleza. En un minuto de descuido, sobre la mejilla de Pablo cae exactamente la garra del felino. Pablo siente la carne desgarrada y la sangre que brota. El odio, la enemistad, la ira, invaden su pura alma de niño. Y con las dos pequeñas manos en las cuales se ha concentrado súbitamente una extraña fuerza, va apretando, apretando, apretando el cuello del animal, que tiembla, se estremece, maúlla y, de pronto, calla, se aquieta, se inmoviliza entre esas manos. El gato ha caído, por fin sobre el cuello, como un saco vacío. Del húmedo hocico se escapa, casi imperceptible, un delgado hilo rojo. Pablo tiene los ojos desmesuradamente abiertos, tiembla de miedo y empieza a llorar, a llorar como lloran los niños.
*FIN*