La primera herida
[Cuento - Texto completo.]
F. Scott FitzgeraldI
—¡Me acuerdo de cómo venías a buscarme desesperada cuando Josephine tenía unos tres años! —exclamó la señora Bray—. George estaba de mal humor porque aún no había decidido a qué dedicarse, y solía darle unos azotes a la pequeña Josephine.
—Sí, me acuerdo —dijo la madre de Josephine.
—Y aquí esta Josephine.
En efecto, allí estaba Josephine. Miró a la señora Bray y sonrió, y la mirada de la señora Bray se hizo imperceptiblemente más dura. Josephine siguió sonriendo.
—¿Cuántos años tienes, Josephine?
—Acabo de cumplir dieciséis.
—Ah. Hubiera dicho que eras mayor.
A la primera ocasión, Josephine preguntó a la señora Perry:
—¿Puedo ir al cine con Lillian esta tarde?
—No, hija; tienes que estudiar.
La señora Perry se volvió hacia la señora Bray dando por concluido el asunto, pero Josephine murmuró para que se oyera:
—Idiota de mierda.
La señora Bray se apresuró a decir algunas palabras para salvar la situación, pero, por supuesto, la señora Perry tenía que regañarle a su hija.
—¿Qué le has llamado a mamá, Josephine?
—No sé por qué no puedo ir al cine con Lillian.
Su madre se alegró de que el asunto tomara estos derroteros.
—Porque tienes que estudiar. Sales todos los días, y tu padre quiere que eso se acabe.
—¡Qué tontería! —dijo Josephine, y añadió con vehemencia—: ¡Es totalmente demencial! Me parece que papá debe de estar loco. Dentro de poco se tirará del pelo y se creerá que es Napoleón o algo por el estilo.
—No —la interrumpió la señora Bray, mientras la señora Perry se ruborizaba—. Quizá tenga razón. Puede que George esté loco. Estoy segura de que mi marido está loco. Es por la guerra.
Pero la verdad es que aquello le hacía poca gracia. Creía que Josephine se merecía una buena paliza.
Estaban hablando de Anthony Harker, que tenía la misma edad que la hermana mayor de Josephine.
—Es divino —las interrumpió Josephine, pero sin mala educación, pues, a pesar de lo que acababa de pasar, Josephine no era maleducada; incluso era raro que hablara demasiado, aunque perdía la paciencia y a veces decía palabrotas cuando la gente no era razonable—. Es absolutamente…
—Tiene mucho éxito. Yo, personalmente, no le veo nada especial. Me parece más bien superficial.
—No, no, mamá —dijo Josephine—. Nada de eso. Todos dicen que tiene mucha personalidad: que es mucho más de lo que se puede decir de la mayoría de esos engreídos. Cualquier chica se alegraría si le echara el guante. Yo me casaría con él ahora mismo.
Era la primera vez que se le ocurría semejante cosa. De hecho había inventado aquella frase para expresar sus sentimientos por Travis de Coppet. Cuando sirvieron el té, pidió disculpas y se fue a su cuarto.
Era una casa nueva, pero los Perry distaban mucho de ser unos advenedizos. Pertenecían a la alta sociedad de Chicago, y casi eran muy ricos y nada incultos para como estaban las cosas en 1914. Pero Josephine era, sin saberlo, una pionera de la generación que estaba destinada a salirse de madre.
En su cuarto se arregló para ir a casa de Lillian: pensaba en Travis de Coppet, que la noche anterior la había acompañado en coche a casa después del baile de los Davidson. Encima del esmoquin Travis se había puesto una ondeante capa azul heredada de un anticuado tío suyo. Era alto y delgado, y excelente bailarín, y las féminas de su edad solían describir sus ojos como “negrísimos”: a un adulto le parecían dos ojos morados en un sentido puramente traumático, color que, con toda justicia, probablemente era renovado cada noche; la zona que los rodeaba era tan púrpura, oscura o encarnada, que era lo primero que llamaba la atención en su cara, y, a excepción de sus dientes blanquísimos, lo último. Era, como Josephine, algo nunca visto, algo nuevo. Había muchas cosas nuevas en Chicago en aquel tiempo, pero, para no menguar el interés de esta historia, hay que subrayar que Josephine era lo más nuevo de todo.
Cuando terminó de arreglarse, bajó las escaleras, abrió con mucho cuidado la puerta trasera y salió a la calle. Era octubre y una fuerte brisa la empujaba bajo los árboles sin hojas: dejaba atrás casas de frías esquinas y bocacalles residenciales que eran como cuevas de las que salía el viento. Del mes de octubre al mes de abril Chicago es una ciudad para no salir de casa, donde cruzar una puerta es como entrar en otro mundo, pues el frío del lago es poco amigable, al contrario que el auténtico frío del norte: solo sirve para realzar las cosas que suceden dentro de casa. No hay música en la calle, ni enamorados, e incluso en épocas de prosperidad la riqueza que viaja en limusina es menos motivo de fascinación que de resentimiento para los que miran desde la acera. Pero en las casas reina una tranquilidad profunda y tibia, o un fragor de canciones, como si los habitantes de la casa estuvieran inventando nuevos bailes o algo parecido. A esto, en parte, se refiere la gente cuando dice que le encanta Chicago.
Josephine iba a buscar a su amiga Lillian Hammel, pero sus planes no incluían ir al cine. En comparación con sus planes, sus madres hubieran preferido la más censurable, la más espeluznante de las películas. Se trataba nada menos que de dar un largo paseo en coche con Travis de Coppet y Howard Page, en el curso del cual se besarían no una vez, sino muchas. Lo llevaban planeando los cuatro desde el sábado anterior, cuando desagradables circunstancias se habían confabulado para impedirlo.
Travis y Howard ya estaban allí, aún de pie, con los abrigos puestos todavía, como símbolos de acción, empujando sin respiro a la chicas hacia el futuro. Travis llevaba un abrigo con el cuello de piel y un bastón con el puño de oro; le besó la mano a Josephine como en broma, pero en serio, y ella lo saludó: “Hola, Travis”, con el calor de un político que saludara a un posible votante. Pero, durante unos segundos, las dos chicas se apartaron para intercambiar novedades.
—Lo he visto —murmuró Lillian—, ahora mismo.
—¿De verdad?
Los ojos de las dos despedían chispas, se derretían.
—¿No es divino? —dijo Josephine.
Se referían al señor Anthony Harker, que tenía veintidós años y desconocía su existencia, aunque en casa de la familia Perry a veces identificaba a Josephine como la hermana pequeña de Constance.
—Tiene la nariz más bonita del mundo —exclamó Lillian, echándose a reír de repente—. Es…
Con el dedo dibujó la nariz en el aire, y a las dos les dio un ataque de risa. Pero la cara de Josephine recuperó inmediatamente la calma cuando los ojos negros de Travis, relucientes como si acabaran de fabricarlos la noche anterior, aparecieron en el recibidor.
—¡Vamos! —dijo, tenso.
Los cuatro jóvenes salieron, atravesaron quince metros de viento implacable y se metieron en el coche de Page. Eran cuatro personas muy seguras de sí mismas y sabían exactamente lo que querían. Las dos chicas habían desobedecido expresamente a sus padres, pero no tenían mayor sentimiento de culpabilidad que un soldado que huye de un campo de prisioneros enemigo. En el asiento de atrás, Josephine y Travis se miraban; ella esperaba mientras él se consumía misteriosamente.
—Mira —dijo él, enseñándole la mano: temblaba—. Hasta las cinco de la mañana. Con coristas del Follies.
—¡Travis! —exclamó como una autómata, pero por primera vez palabras como aquéllas no conseguían conmoverla. Le cogió la mano a Travis, preguntándose qué le pasaba.
Estaba muy oscuro, y él se inclinó sobre ella súbitamente, y súbitamente ella apartó la cara. Enfadado, Travis asintió varias veces con la cabeza, cínicamente, y se apartó a su rincón en el coche. Entonces se dedicó a mimar y proteger su oscuro secreto: el secreto que había hecho que Josephine suspirara por él. Y ella pudo ver cómo aquel secreto aparecía en sus ojos, y los colmaba, desde los pómulos a las cejas, pero no podía concentrar la atención en Travis. El romántico misterio del mundo había tomado posesión de otro hombre.
Travis esperó diez minutos a que se rindiera; luego volvió a intentarlo, y, ante aquella nueva aproximación, por primera vez Josephine lo encontró vulgar. Ya era suficiente. No era difícil explotar la imaginación y los deseos de Josephine, pero, sobrepasado cierto punto, la protegía su propio carácter impulsivo. Y, de repente, encontró algo real que reprocharle a Travis, y su voz sonó modulada por una tímida tristeza.
—Me he enterado de lo que hiciste anoche. Me he enterado con pelos y señales.
—¿Y qué pasa?
—Le dijiste a Ed Bement que pensabas pasártelo en grande porque me ibas a llevar a casa en tu coche.
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó, con aire de culpabilidad, pero quitándole importancia al asunto.
—Me lo ha dicho Ed Bement, y me contó que estuvo a punto de pegarte cuando se lo dijiste. Apenas si pudo contenerse.
Travis volvió a refugiarse en su rincón. Aceptó que aquél fuera el motivo de su frialdad, y lo era en cierta medida. Según la teoría del doctor Jung que afirma que innumerables voces masculinas discuten en el inconsciente de una mujer, e incluso hablan por su boca, es posible que el ausente Ed Bement estuviera hablando a través de Josephine en aquel momento.
—He decidido no volver a besar a un chico; es que no me va a quedar nada para entregarle al hombre a quien quiera de verdad.
—¡Tonterías! —respondió Travis.
—Es verdad. Han contado muchas cosas de mí en Chicago. Está claro que un hombre no respeta a una chica a la que puede besar cuando le dé la gana, y yo quiero que me respete el hombre con quien me casaré algún día.
Ed Bement se hubiera sentido abrumado si hubiera sido consciente del dominio que ejercía sobre Josephine aquella tarde.
Cuando, desde la esquina donde sus amigos la habían dejado discretamente, se dirigía a su casa, Josephine sentía esa agradable ligereza que viene cuando se acaba un trabajo. Iba a ser una buena chica, ahora y siempre, saldría menos con chicos, como querían sus padres, intentaría ser lo que en el colegio de la señorita Benbower denominaban una alumna modelo del colegio Benbower. Y, al curso siguiente, en Breerly, sería la alumna modelo de Breerly. Pero habían aparecido las primeras estrellas sobre el lago, y Chicago giraba a su alrededor a ciento cincuenta kilómetros por hora, y Josephine sabía que solo deseaba desear semejantes deseos por el bien de su alma. En realidad no anhelaba el éxito. Su abuelo sí lo había anhelado, y sus padres tenían conciencia de haberlo conseguido, pero Josephine se limitaba a aceptar el mundo arrogante en el que había nacido. Una cosa así resultaba fácil en Chicago, que, a diferencia de Nueva York, era una ciudad-Estado, donde las familias antiguas formaban parte de una casta —la inteligencia la representaban los profesores de universidad—, y no admitían intromisiones, aunque hasta los Perry estaban obligados a ser cuidadosos con media docena de familas más ricas y más importantes, incluso, que ellos. A Josephine le encantaba bailar, pero el campo de batalla donde las mujeres alcanzan la gloria, la pista de baile, era algo de lo que una podía escabullirse con un hombre.
Cuando Josephine llegó a la cancela de su casa, vio cómo su hermana tiritaba en las escaleras mientras se despedía de un joven; entonces la puerta principal se cerró y el hombre bajó al jardín. Josephine lo conocía.
Iba ensimismado, pero la reconoció al pasar.
—Ah, hola —dijo.
Josephine se volvió por completo, para que pudiera verle la cara a la luz de la farola; sacó la cara por encima del cuello de piel del abrigo y le sonrió.
—Hola —dijo pudorosamente.
Se cruzaron. Josephine escondió la cabeza como una tortuga.
“Bueno, por lo menos ya sabe qué cara tengo”, se dijo, excitada, y entró en la casa.
II
Pocos días después Constance Perry hablaba muy en serio con su madre:
—Josephine es tan presumida que estoy empezando a pensar que está un poco loca.
—Es muy presumida —admitió la señora Perry—. He hablado con papá, y hemos decidido que a primeros de año vaya a un colegio del Este. Pero no le digas una palabra hasta que no estemos más seguros.
—Gracias a Dios, mamá, ¡ya era hora! Josephine y ese horrible Travis de Coppet van por ahí con esa capa como si tuvieran un millar de años. Los vi entrar la semana pasada en el Hotel Blackstone y me llevé un verdadero susto. Parecían dos locos: Travis, con esos andares, como si estuviera escondiéndose, y Josephine, con la boca torcida, como si tuviera el baile de San Vito. La verdad es que…
—¿Qué ibas a decirme de Anthony Harker? —la interrumpió la señora Perry.
—Que Josephine está loca por él, aunque Anthony podría ser su abuelo.
—No exageres.
—Mamá, Anthony tiene veintidós años y Josephine tiene dieciséis. Cada vez que Jo y Lillian se lo encuentran, les entra la risa tonta y se quedan mirándolo.
—Ven aquí, Josephine —dijo la señora Perry.
Josephine entró en la habitación sin prisa, y apoyó la espalda en el filo de la puerta abierta, balanceándose, muy tranquila.
—¿Qué, mamá?
—Hija, no te gustaría que se rieran de ti, ¿verdad?
Josephine miró enfadada a su hermana.
—¿Quién se ríe de mí? Me figuro que tú. Tú eres la única que se ríe de mí.
—Eres tan presumida que ni siquiera te das cuenta. Cuando entrasteis Travis de Coppet y tú en el Blackstone la otra tarde, me llevé un verdadero susto. Todos los que estaban en nuestra mesa y los de casi todas las mesas se echaron a reír: los que no se habían quedado pasmados.
—Me figuro que la mayoría se quedó pasmada —aventuró Josephine, complacida.
—Vas a tener una bonita reputación cuando te vistas de largo.
—¡Cierra la boca! —dijo Josephine.
Hubo un instante de silencio. Luego la señora Perry murmuró solemnemente:
—Tendré que contarle esto a tu padre en cuanto llegue a casa.
—Muy bien, cuéntaselo —Josephine se echó a llorar—. ¿Por qué nadie me deja en paz? Ojalá estuviera muerta.
Su madre la abrazó, musitando:
—Josephine, ya está.. Josephine…
Pero Josephine seguía llorando, con sollozos hondos y entrecortados que parecían salir de lo más profundo de su corazón.
—Solo son un montón… de… de chicas feas y envidiosas a quienes les da rabia que me miren… a mí… y se inventan toda clase de historias que son absolutamente mentira, y solo porque yo puedo conseguir a quien me dé la gana. Me figuro que a Constance le da rabia que anoche, al llegar a casa, me sentara cinco minutos con Anthony Harker mientras la esperaba.
—Sí, estaba terriblemente celosa. Me pasé la noche sentada en la cama, llorando. Sobre todo porque Anthony vino a hablarme de Marice Whaley. ¡Vamos! En esos cinco minutos perdió de tal manera la cabeza por ti que no pudo parar de reír hasta que llegó a casa de los Warren.
Josephine respiró hondo y dejó de llorar.
—Por si lo quieres saber: he decidido olvidar a Anthony.
—¡Ja, ja! —estalló Constance—. Oye esto, mamá. Josephine va a olvidar a Anthony. Como si Anthony la hubiera mirado alguna vez o se hubiera dado cuenta de que existe. Entre todas las presumidas es…
Pero la señora Perry no aguantó más. Rodeó con su brazo a Josephine y se la llevó hacia su cuarto.
—Lo único que tu hermana quería decirte es que no le gusta que se rían de ti —explicó.
—Muy bien, pero voy a olvidar a Anthony —dijo Josephine melancólicamente.
Iba a olvidarlo, renunciando a mil besos que nunca le había dado, a cien largos y conmovedores bailes entre sus brazos, a cien noches que no recuperaría jamás. No mencionó la carta que le había escrito la noche anterior… y que no había mandado ni mandaría nunca.
—A tu edad no deberías pensar en esas cosas —dijo la señora Perry—. Solo eres una niña.
Josephine se levantó y se miró al espejo.
—Le prometí a Lillian que iría a su casa. Ya llego tarde.
En su dormitorio la señora Perry pensaba: “Faltan dos meses para febrero”. Era una mujer guapa que quería que la quisieran todos los que la rodeaban. No tenía autoridad. Envolvió sus pensamientos como si fueran un paquete bien hecho y listo para Correos, con Josephine en su interior, y dirigido con confianza al colegio Breerly.
Una hora más tarde, en el salón de té del Hotel Blackstone, Anthony Harker y otro joven charlaban sin prisas en una mesa. Anthony era un tipo alegre, perezoso, bastante rico, satisfecho de su éxito. Después de una breve estancia en una universidad del Este, había completado su educación a la sombra menos exigente de una famosa universidad de Virginia; había aprendido, por lo menos, ciertos modales y amaneramientos que las chicas de Chicago consideraban encantadores.
—Ahí está ese tal Travis de Coppet —señaló su compañero—. ¿Quién se cree que es?
Anthony miró sin ningún interés a los jóvenes que había en el otro extremo del salón, reconociendo a la hija pequeña de los Perry y a otras chicas con quienes, según le parecía, últimamente se encontraba por la calle con frecuencia. Aunque era evidente que estaban a sus anchas, parecían tontos y maleducados; dejó de mirarlos e intentó localizar al grupo con que se había citado para ir a la fiesta, pero seguía sentado a su mesa cuando el salón —tenía algo de crepuscular, a pesar de las lámparas encendidas y de la absoluta oscuridad que reinaba en la calle— se despertó a los sones de una música despreocupada y excitante. Una multitud cada vez más numerosa desfiló ante él. Los trajes de calle de los hombres, como si acabaran de abandonar extraordinarios negocios, y los sombreros de las mujeres, sombreros que parecían a punto de salir volando, le daban a la escena un singular aire de precariedad. Dedujo que aquella reunión, algo más que improvisada y algo menos que clandestina, pronto se disolvería en grupos más ordenados, y se afanó en disfrutar los últimos minutos de aquel tumulto, mientras, cada vez con mayor atención, buscaba entre la multitud la cara de alguien conocido.
Entonces una cara emergió por encima de un brazo masculino a menos de dos metros de distancia, y por un instante Anthony fue el objeto de la mirada más triste y trágica que jamás le habían dirigido. Era y no era una sonrisa: un par de ojos grises y grandes, ribeteados por triángulos de un tono brillante, y una boca que se torcía en un gesto de conmiseración universal, conmiseración que parecía incluir a los dos, a él y a ella, pero no era la expresión de una víctima, sino la del verdadero demonio de la dulce melancolía; y, por primera vez, Anthony vio de verdad a Josephine.
Su primer impulso fue ver con quién estaba bailando. Era un joven a quien conocía, así que, con esta seguridad, se levantó, se arregló rápidamente la chaqueta y salió a la pista de baile.
—¿Me cedes la pareja, por favor?
Josephine se pegó a él cuando dieron los primeros pasos, lo miró a los ojos un instante y enseguida bajó la vista y miró a otra parte. No dijo nada. Anthony, que sabía que Josephine no debía de tener más de dieciséis años, confiaba en que el grupo con el que se había citado no llegara mientras estaban bailando.
Acabó la pieza, y ella volvió a mirarlo a los ojos, y Anthony tuvo la impresión de que se había equivocado, de que Josephine era mayor de lo que había pensado. Y, cuando ya la dejaba en su mesa, dijo:
—¿Bailaremos otra vez más tarde?
—Sí, claro.
Se unieron sus miradas: cada chispa era un clavo —quizá de los raíles del ferrocarril, fundamento del patrimonio de sus familias, del que sus vidas dependían—. Antohny se sentía desconcertado cuando volvió a su mesa.
Una hora más tarde, se fueron juntos del Blackstone, en el coche que había ido a recoger a Josephine.
Había sucedido de la manera más sencilla: Josephine había dicho, cuando terminaron su segundo baile, que tenía que irse, y le había pedido que la acompañara, y Anthony había atravesado con ella la pista vacía sintiéndose absolutamente inseguro. Le hacía un favor a la hermana mayor acompañando a Josephine a casa, aunque tenía esa inconfundible sensación de quien espera algo.
Pero, ya en la calle, cuando el choque cortante del frío le hizo pensar mejor las cosas, procuró precisar su responsabilidad en el asunto. Era difícil, con la juventud oscura y marfileña de Josephine apretándose contra él. En el coche intentó dominar la situación con una mirada varonil, pero los ojos de Josephine, con un brillo de fiebre, derritieron su fingida austeridad en un segundo fulminante.
Le acarició la mano, como por descuido, y de repente se encontró dentro del radio de su perfume, besándola, sin respiración.
—Y se acabó —susurró Josephine un momento después. Sorprendido, Anthony se preguntó si había olvidado algo, algo que quizá le había dicho a Josephine.
—Qué palabras tan crueles —dijo—, ahora que empezaba a parecerme interesante…
—Solo quería decir que cada minuto que paso contigo puede ser el último —dijo ella con tristeza—. Mi familia me va a mandar a un colegio del Este. Creen que no me he enterado todavía.
—Es una pena.
—Y hoy, todos de acuerdo, querían convencerme de que tú ni siquiera te habías dando cuenta de que… existo.
Tras una larga pausa, Anthony añadió con escaso convencimiento:
—Espero que no te dejaras convencer.
Josephine soltó una risilla.
—Me reí y me vine al baile.
Su mano se abrió camino dentro de la mano de Anthony, como en una madriguera; cuando él se la apretó, los ojos de Josephine, que ahora brillaban, sin sombras, se elevaron, buscaron los suyos. Y un instante después él se decía: “Lo que estoy haciendo es una canallada”.
—Eres tan dulce —dijo ella.
—Y tú eres una criatura adorable.
—Lo que más detesto son los celos —estalló Josephine—, y tengo que aguantarlos. Y mi propia hermana es la peor de todas.
—No me digas —protestó Anthony.
—No he podido evitar enamorarme de ti, aunque lo intenté. Me iba de casa cuando sabía que tú venías.
La fuerza de sus mentiras procedía de su sinceridad y de la simple y absoluta confianza en que la persona a quien quería debía quererla a su vez. Josephine nunca se avergonzaba ni se quejaba de nada. Ahora estaba a solas con un hombre, un mundo en el que se había movido con seguridad desde que tenía ocho años. No planeaba nada; se dejaba llevar, y la vida irresistible que había en ella hacía el resto. Solo cuando se nos ha ido la juventud, y la experiencia nos ha dotado de una especie de coraje de pacotilla, solemos darnos cuenta de lo simples que son las cosas.
“Es imposible que estuvieras enamorada de mí”, quiso decir Anthony, pero no pudo. Luchaba con el deseo de volver a besarla, con ternura incluso, y empezó a decirle que no estaba siendo sensata, pero antes de emprender realmente aquel hermoso proyecto, se la encontró de nuevo entre los brazos, murmurando algo que tuvo que aceptar, pues venía envuelto en un beso. Y un momento después estaba solo, en el coche, alejándose de casa de Josephine.
¿En qué habían quedado? Todo lo que habían dicho le zumbaba en los oídos como en un ataque de fiebre: mañana, a las cuatro, en la esquina.
“¡Dios santo!”, pensó, preocupado. “Todas esas tonterías sobre que me iba a olvidar. Está loca, y se meterá en un lío si se junta con alguno que vaya buscando líos. ¡Anda que voy a ir a la cita mañana!”
Pero ni en la cena ni en el baile al que fue aquella noche pudo Anthony quitarse de la cabeza lo que había pasado; se quedó mirando con pena a los que bailaban, como si echara de menos a alguien que debería estar allí.
III
Dos semanas más tarde, mientras esperaba a Marice Whaley en un lamentable e indefinible cuarto de estar, Anthony encontró en su bolsillo unas cartas de las que casi se había olvidado. Se guardó tres, pero una —tras comprobar que nadie venía— la abrió deprisa y la leyó de espaldas a la puerta. Era la tercera de una serie —porque una carta había seguido a cada uno de sus encuentros con Josephine— y era exactamente igual que las otras: la carta de una niña. Fuera cual fuera su capacidad para expresar sentimientos maduros, en cuanto cogía pluma y papel la ineptitud era manifiesta. Abundaban frases como “lo que siento por ti” y “lo que sientes por mí”, y párrafos que empezaban: “Sí, ya sé que soy una sentimental”, o, más torpes, “Siempre he sido apasionada, y no puedo evitarlo”, y había, inevitablemente, muchas citas de letras de canciones de moda, como si aquellos versos expresaran el estado de ánimo de la escritora mucho mejor que los esfuerzos verbales de su propia cosecha.
La carta inquietó a Anthony. Cuando llegó a la posdata, que descaradamente fijaba una cita para las cinco de aquella tarde, oyó que Marice bajaba las escaleras, y se guardó la carta en el bolsillo.
Marice canturreaba por la sala de estar. Anthony fumaba.
—Te vi el martes por la tarde —dijo Marice de pronto—. Parecía que te lo estabas pasando muy bien.
—El martes —repitió Anthony, como si intentara acordarse—. Ah, sí. Me encontré por casualidad con unos chicos y fuimos a una fiesta. Me lo pasé bien.
—Cuando te vi, estabas casi… casi solo.
—¿Qué quieres decir con eso?
Marice empezó otra vez a canturrear. Y dijo:
—Vamonos. Vamonos al cine.
Por el camino Anthony le explicó los motivos por los que estaba con la hermana pequeña de Connie, y la necesidad de dar explicaciones lo puso de malhumor. Cuando terminó, Marice dijo secamente:
—Si te gustan las niñas de pecho, ¿por qué has elegido a ese diablillo? Tiene ya tan mala fama que la señora McRae no quería invitarla este año a sus clases de baile. La ha invitado solo por su hermana Constance.
—¿Por qué es tan terrible? —preguntó Anthony, molesto.
—Prefiero no hablar de eso.
En el cine no pudo dejar de pensar en la cita de las cinco. Aunque los comentarios de Marice solo sirvieron para que sintiera una peligrosa lástima por Josephine, estaba decidido a que aquella cita fuera la última. Era embarazoso que lo hubieran visto con ella, aunque había hecho lo posible por evitarlo. El asunto podía convertirse en un pequeño desastre más bien peligroso, que no beneficiaría a ninguno de los dos. La indignación de Marice no le importaba. Marice llevaba todo el otoño esperando que le propusiera matrimonio, pero Anthony no quería casarse. No quería compromisos de ninguna clase.
Ya era de noche cuando se quedó libre, a las cinco y media. Se dirigió en coche al Edificio Filantrofilógico, en el laberinto de nuevas construcciones del parque Grant. La desolación del lugar y de la hora lo deprimió: hacía el asunto más penoso. Cuando se apeó del coche, pasó junto a un joven que esperaba en un descapotable —un joven que le parecía conocido— y encontró a Josephine en la penumbra del portal.
Lo saludó con un sonido indefinible y corrió decidida a sus brazos, levantando la cara.
—Solo puedo quedarme un segundo —dijo, como si él le hubiera suplicado que se vieran—. Se supone que tengo que ir a una boda con mi hermana, pero quería verte.
Cuando Anthony habló, su voz se congeló en una nube blanca, visible en la oscuridad. Dijo cosas que ya le había dicho, pero esta vez con firmeza, definitivas. Era más fácil, porque apenas podía verle la cara y porque, cuando apenas había llegado a la mitad, Josephine lo puso de malhumor: se había echado a llorar.
—Había oído que eras un veleta —murmuró Josephine—, pero no me esperaba esto. Da lo mismo: soy lo suficientemente orgullosa para no volver a molestarte —titubeó—. Pero me gustaría que quedáramos otra vez para ver si las cosas pueden ser diferentes.
—No.
—Seguro que alguna envidiosa te ha estado hablando de mí.
—No —y entonces, desesperado, le apuntó directamente al corazón—: Y no soy un veleta. Nunca te he querido y nunca te he dicho que te quería.
Imaginándose la cara de desamparo que iba a poner, Anthony se volvió y dio un paso hacia ninguna parte; cuando, nervioso, fue a mirarla de nuevo, el portal acababa de cerrarse: Josephine se había ido.
—Josephine! —gritó con una pena inútil, pero nadie respondió. Esperó, con el ánimo por los suelos, hasta que oyó el motor de un coche que se alejaba.
Cuando llegó a casa, Josephine le dio las gracias a Ed Bement, a quien había utilizado, poniéndole la miel en los labios; entró por la puerta trasera y subió a su cuarto. La ventana estaba abierta: mientras se arreglaba deprisa para la boda, se acercó a la ventana para coger frío y morirse.
Al verse la cara en el espejo del cuarto de baño, rompió a llorar, deshecha, y se sentó en el borde de la bañera. Dejaba escapar un sonido ahogado, como si luchara contra la tos, mientras se limpiaba las uñas. Podría llorar más tarde, en la cama, toda la noche, cuando todos durmieran; ahora aún era por la tarde.
Las dos hermanas y su madre no se separaron durante la boda de Mary Jackson y Jackson Dillon. Fue una boda triste y sentimental: el fin de la maravillosa y encantadora juventud de una chica querida y admirada por todos. Quizá un observador no percibiera en sus detalles el signo del fin de una época, pero, con la perspectiva que da una década, el polvo ridículo del ayer ha cubierto algunas cosas que ocurrieron entonces, manchadas incluso por el espliego del día anterior. La novia se levantó el velo, con aquella sonrisa dulce y solemne que la hacía tan… tan adorable, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, frente a docenas de manos amigas que se extendían hacia ella como si fuera a abrazar a todos por última vez. Luego se volvió hacia su marido, tan serio e inmaculado como ella, y lo miró como si dijera: “Ya está hecho. Todo lo que soy es tuyo para siempre”.
En su asiento, Constance, que había ido al colegio Mary Jackson, lloraba de corazón, como si su alma recogiera el eco de otras almas. Pero, a su lado, la cara de Josephine merecía un estudio más complejo, si se la observaba con atención. Una o dos veces, sin que su mirada perdiera intensidad, se le escapó una sola lágrima, y, como sorprendida al notarla, endureció ligeramente el gesto, con los labios desafiantemente inmóviles, como una niña a la que han advertido que no haga el menor ruido. Solo se movió una vez, al oír que, detrás de ella, una voz decía: “Es la pequeña de los Perry. ¿Verdad que es preciosa?”. Entonces se volvió a contemplar una vidriera para que sus desconocidos admiradores no se perdieran la visión de su perfil.
La familia de Josephine fue luego a la celebración, así que ella cenó sola, o, más exactamente, aunque era lo mismo, con su hermano pequeño y la niñera.
Se sentía absolutamente vacía. Aquella misma noche Anthony Harker, “tan profundamente simpático, tan dulcemente simpático, tan profunda y dulcemente amable”, estaría enamoriscando a alguna chica nueva, besando su cara fea y envidiosa; pronto desaparecería para siempre, junto a todos los hombres de su generación, en un matrimonio sin amor, y el mundo se reduciría a gente como Travis de Coppet o Ed Bement, gente tan fácil que apenas merecía el esfuerzo de una sonrisa.
Cuando subió a su dormitorio, se vio en el espejo del cuarto de baño y volvió a emocionarse. ¿Y si se muriera aquella noche mientras dormía?
—Qué pena —murmuró.
Abrió la ventana y, cogiendo el único recuerdo de Anthony que tenía, un gran pañuelo de lino con sus iniciales bordadas, se metió en la cama, muy triste. Aún estaban frías las sábanas, cuando llamaron a la puerta.
—Es una carta urgente —dijo la criada.
Encendió la luz, abrió la carta, le dio la vuelta para ver la firma, le dio la vuelta otra vez: su pecho subía y bajaba rápidamente bajo el camisón.
“Mi pequeña y querida Josephine: Es inútil, no puedo evitarlo, no puedo mentir. Estoy desesperadamente, terriblemente enamorado de ti. Cuando te fuiste esta tarde, me di cuenta de pronto: comprendí que no podía renunciar a ti. Fui a casa, y no podía comer ni estarme quieto, solo podía dar vueltas acordándome de tu cara preciosa y tus lágrimas preciosas, allí, en aquel portal. Y ahora me he sentado a escribirte esta carta…”
Tenía cuatro páginas. En algún sitio sentenciaba que la diferencia de edades era irrelevante, y las últimas palabras eran:
“Sé lo triste que debes de sentirte, y daría diez años de mi vida por estar contigo y darte las buenas noches besando tus dulces labios.”
Cuando acabó de leer la carta, Josephine no se movió durante unos minutos; el dolor desapareció de repente y, por un instante, tuvo tal sensación de plenitud que pensó que la alegría había ocupado el lugar de la pena. Un gesto risueño le fruncía el entrecejo.
“¡Cielos!”, se dijo. Y volvió a leer la carta.
Su primer impulso fue llamar a Lillian, pero se lo pensó mejor. Inesperadamente, recordó la imagen de la novia en la boda: la novia sin tacha, inmaculada, adorable, santificada por una dulce luz. Una adolescencia modelo de rectitud, muchísimos amigos, y más tarde la aparición del perfecto enamorado, del Ideal. Haciendo un esfuerzo, logró que su imaginación desbocada regresara al presente. Estaba segura de que Mary Jackson jamás habría guardado una carta así. Se levantó de la cama, rompió la carta en mil pedazos y, con algunos problemas causados por una cantidad inesperada de humo, la quemó sobre el cristal de la mesa. Ninguna chica bien educada contestaría una carta semejante; lo apropiado era ignorarla sin más.
Limpió el cristal de la mesa con el pañuelo de hombre que tenía en la mano, lo tiró distraídamente a la cesta de la ropa sucia y se metió en la cama. De pronto tenía mucho sueño.
IV
De lo que sucedió después, nadie, ni siquiera Constance, culpó a Josephine. Si un hombre de veintidós años se degradaba hasta el extremo de perseguir como un loco a una chica de dieciséis años, en contra de la voluntad de los padres y de ella misma, solo cabía una respuesta: era un individuo que no merecía ser recibido en ninguna casa decente. Cuando Travis de Coppet se permitió en una fiesta un comentario polémico sobre el asunto, Ed Bement le pegó en los lavabos una tremenda paliza o, como suele decirse, lo hizo papilla, y la reputación de Josephine recuperó un nivel normal, en el que se estabilizó. Las historias sobre cómo Anthony había ido una y otra vez a la casa, para que cada vez le negaran la entrada, sobre cómo había amenazado al señor Perry y había intentado sobornar a una criada para que diera unas cartas a Josephine, sobre cómo había acosado a Josephine a la salida del colegio: todas aquellas historias parecían indicar que Anthony había perdido la cabeza. Su propia familia insistía en que se fuera al Este.
Para Josephine fue una época difícil. Se dio cuenta de lo cerca que había estado del desastre, y, con respeto incondicional y obediencia absoluta, trató de resarcir a sus padres por los problemas que, sin querer, había causado. En un principio decidió no ir a los bailes de Navidad, pero la convenció de lo contrario su madre: esperaba que su hija se distrajera con los chicos y chicas que volvían de vacaciones a casa. La señora Perry la llevaría al Este a primeros de enero, al colegio Breerly, y, comprando ropa y uniformes, madre e hija pasaron muchas horas juntas, y la señora Perry estaba encantada con la madurez y el nuevo sentido de la responsabilidad que demostraba Josephine.
Y, a decir verdad, la nueva actitud de Josephine era sincera, y solo una vez Josephine hizo algo que no hubiera podido contar en público. El día siguiente a la fiesta de Año Nuevo se puso su nuevo traje de viaje y su nuevo abrigo de pieles, salió de su casa por la acostumbrada puerta trasera y se subió al coche de Ed Bement. En el centro de la ciudad dejó a Ed esperándola en una esquina y entró en la heladería que había frente a la antigua Estación de la Unión, en la calle de LaSalle. Un individuo con un rictus de infelicidad y una mirada de perplejidad y desesperación la estaba esperando.
—Gracias por haber venido —dijo con tristeza.
Ella no respondió. Parecía seria, correcta.
—Solo quiero que me digas una cosa —dijo Anthony—: ¿Por qué cambiaste de pronto? ¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Hice yo algo? ¿Fue lo que te dije en el portal aquella noche?
Seguía mirándolo, intentando pensar, pero en lo único en que pensaba era en lo poco atractivo, en lo horrible que ahora le parecía Anthony, aunque procuró que él no se diera cuenta. No hubiera servido de nada decir la verdad: que no había podido evitar lo que había hecho, que la belleza excepcional tiene la necesidad, casi la obligación, de ponerse a prueba, que la amplia copa de sus emociones había rebosado de pronto y había sido un accidente que lo hubiera destruido a él en vez de a ella. La mirada de la piedad quizá siguiera a Anthony Harker en su viaje hacia el Oeste, pero es mucho más probable que la mirada del destino siguiera a Josephine cuando cruzó la calle, bajo la nieve, camino del coche de Ed Bement.
Mientras se alejaba en el coche, guardó silencio un instante, aliviada y horrorizada. Anthony Harker tenía veintidós años, y éxito, y era guapo y codiciado, y cómo la había querido: tanto que había tenido que irse de la ciudad. Estaba tan impresionada como si aquello les hubiera pasado a otra mujer y otro hombre.
Tomando su silencio por abatimiento, Ed Bement dijo:
—Bueno, todo esto ha servido para algo: por lo menos hizo que olvidaran el otro chisme que contaban sobre ti.
Josephine se volvió inmediatamente.
—¿Qué chisme?
—Es una tontería —titubeó—, pero en agosto empezaron a decir que Travis y tú os habíais casado.
—¡Por Dios! ¡Es espantoso! —exclamó Josephine—. Eso… —se contuvo cuando estaba a punto de decir la verdad: que, aunque Travis y ella se habían lanzado a la aventura de recorrer treinta kilómetros en coche hasta New Ulm, habían sido incapaces de encontrar un clérigo que quisiera casarlos. Aquello le parecía a siglos de distancia, infantil, olvidado—. ¡Es espantoso! —repitió—. Ese es el típico chisme que lanzan las chicas envidiosas.
—Lo sé —corroboró Ed—. Me encantaría que alguien se atreviera a repetírmelo. Pero, bueno, nadie se lo creyó.
Era un invento de las chicas feas y envidiosas. Ed Bement, que sentía la proximidad de su cuerpo, el fulgor de la cara de Josephine resplandeciendo como fuego en la penumbra, sabía que nadie tan hermoso podía hacer algo verdaderamente malo.
*FIN*