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La princesa de Montpensier

[Cuento - Texto completo.]

Madame de La Fayette

Mientras la guerra civil desgarraba Francia durante el reinado de Carlos IX, el amor no dejaba de encontrar su espacio entre tantos desórdenes y de producir otros muchos en su dominio. La hija única del marqués de Mézières, heredera muy importante, tanto por sus abundantes bienes como por la ilustre casa de Anjou de la que descendía, estaba prometida al duque de Maine, hermano menor del duque de Guisa, que luego fue apodado el Balafré. La extrema juventud de esta gran heredera retrasaba su matrimonio; y mientras tanto el duque de Guisa, que la veía con frecuencia y admiraba en ella los comienzos de una gran belleza, se enamoró de ella y ella le correspondió. Ocultaron su amor con sumo cuidado. El duque de Guisa, que no tenía aún tanta ambición como tendría después, deseaba ardientemente casarse con ella, pero el temor al cardenal de Lorena, que le hacía las veces de padre, le impedía hacerlo público. Las cosas estaban en este estado, cuando la casa de Borbón, que sólo podía contemplar con envidia la elevación de la de Guisa, percatándose de la ventaja que ésta obtendría con aquel matrimonio, resolvió quitársela y aprovecharla en su favor, haciendo que esta heredera se casara con el joven príncipe de Montpensier. Trabajaron en la realización de este proyecto con tan buen resultado que los padres de la señorita de Mézières, contraviniendo las promesas hechas al cardenal de Lorena, decidieron darla en matrimonio a este joven príncipe. Toda la casa de Guisa se sintió altamente sorprendida por este proceder, pero el duque se quedó consternado de dolor, y el interés de su amor le hizo percibir este incumplimiento de la palabra dada como una afrenta insoportable. Su resentimiento explotó de inmediato, pese a las reprimendas del cardenal de Lorena y del duque de Aumale, sus tíos, que no querían obstinarse en algo que creían no poder impedir, y se irritó con tanta violencia, incluso en presencia del joven príncipe de Montpensier, que entre ellos nació un odio que sólo terminó con el fin de sus vidas.

La señorita de Mézières, presionada por sus padres para que se casara con el príncipe, viendo además que no podría casarse con el duque de Guisa, y conociendo por su virtud que era peligroso tener por cuñado a un hombre que habría deseado por esposo, se decidió por fin a compartir el sentimiento de los suyos y conjuró al señor de Guisa a que no pusiera obstáculos a su matrimonio. Se casó pues con el príncipe de Montpensier quien, poco tiempo después, la condujo a Champigny, residencia habitual de los príncipes de su casa, para alejarla de París donde, aparentemente, iba a recaer todo el fragor de la guerra. Esta gran ciudad estaba amenazada de sitio por el ejército de los hugonotes cuyo jefe, el príncipe de Condé, acababa de declararle la guerra al rey por segunda vez.

El príncipe de Montpensier, en su más tierna juventud, había hecho una amistad muy particular con el conde de Chabanes, un hombre de mucha más edad que él y de un mérito extraordinario. Este conde había sido tan sensible a la estima y confianza de este joven príncipe que, en contra de los compromisos que tenía con el príncipe de Condé, que le hacían esperar puestos considerables en el partido de los hugonotes, se declaró partidario de los católicos, al no poder decidirse a ser opuesto en algo a un hombre que le era tan querido. Al no tener este cambio de partido ningún otro fundamento, se dudó de que fuera auténtico y la reina madre, Catalina de Médicis, concibió tantas sospechas al respecto que, cuando la guerra fue declarada por los hugonotes, tuvo intención de mandar detenerlo, pero el príncipe de Montpensier lo impidió y condujo a Chabanes a Champigny cuando se trasladó allá con su esposa.

El conde, de espíritu muy dulce y agradable, se ganó pronto la estima de la princesa de Montpensier quien en poco tiempo, no tuvo menos confianza y amistad hacia él de la que tenía el príncipe, su esposo. Chabanes, por su parte, contemplaba con admiración toda la belleza, el talento y la virtud que había en esta joven princesa y, sirviéndose de la amistad que ella le demostraba para inspirarle sentimientos de una virtud extraordinaria y digna de la grandeza de su cuna, en poco tiempo la convirtió en una de las personas más perfectas del mundo. Cuando el príncipe regresó a la corte, donde la continuación de la guerra lo solicitaba, el conde permaneció con la princesa y continuó teniendo por ella un respeto y una amistad proporcionados a su calidad y mérito. La confianza se incrementó por una parte y por la otra, y hasta tal punto por parte de la princesa de Montpensier, que le habló de la inclinación que había sentido por el señor de Guisa, aunque le habló a la vez de que esa inclinación estaba casi apagada y que no le quedaba de ella sino lo necesario para prohibir la entrada en su corazón a cualquier otra inclinación y que, como la virtud se unía a ese resto de impresión, sólo era capaz de sentir desprecio por los que se atrevieran a sentir amor por ella. El conde, que conocía la sinceridad de esta bella princesa y que, además le veía unas disposiciones tan opuestas a la debilidad de la galantería, no dudó de la verdad de sus palabras, pero, no obstante, no pudo defenderse de tantos encantos como veía a diario cerca de él. Se enamoró apasionadamente de la princesa y, por mucha vergüenza que sintiera por dejarse dominar, no tuvo más remedio que ceder y amarla con la pasión más intensa y sincera que haya existido jamás. Pero si no fue dueño de su corazón, lo fue de sus actos. El cambio de su alma no aportó ninguno a su conducta y nadie sospechó de su amor. Durante un año entero se cuidó de ocultárselo a la princesa y pensó que tendría siempre el mismo deseo. Pero el amor hizo en él lo que hace con todos los demás, le infundió ganas de hablar, y tras los combates que suelen producirse en semejantes circunstancias, se atrevió a decirle que la amaba, después de haberse preparado convenientemente a soportar las tormentas con las que la fortaleza de ánimo de esta princesa lo amenazaba. Pero halló en ella una tranquilidad y una frialdad mil veces peores que todo el rigor que había podido temer. No se molestó en irritarse contra él. En pocas palabras, le expuso la diferencia de sus cualidades y de su edad, el conocimiento particular que él había tenido de su virtud y de la inclinación que había sentido por el duque de Guisa y sobre todo lo que él debía a la amistad y confianza del príncipe su esposo. El conde pensó morir a sus pies de vergüenza y dolor. Ella trató de consolarlo asegurándole que no recordaría jamás lo que acababa de decirle, que no se persuadiría jamás de una cosa que le era tan poco ventajosa y que no lo miraría nunca sino como a su mejor amigo. Estas promesas consolaron al conde, como pueden imaginar. Él sintió el desprecio de las palabras de la princesa en toda su extensión y, al día siguiente, al verla con un rostro tan franco como de costumbre, su aflicción aumentó el doble. El procedimiento de la princesa no la disminuyó. Ella actuó con él con la misma bondad de costumbre. Volvió a hablarle, cuando la ocasión propició el discurso, de la inclinación que había sentido por el duque de Guisa y, como la opinión pública empezaba por entonces a reconocer las grandes cualidades presentes en aquel príncipe, le confesó que se sentía feliz y satisfecha de ver que aquél merecía los sentimientos que había tenido por él. Todas esas muestras de confianza, que antes habían sido tan gratas para el conde, ahora se le hacían insoportables. No se atrevía a demostrárselo a la princesa, aunque se atreviera a veces a recordarle lo que había tenido la osadía de decirle.

Después de dos años de ausencia, cuando se firmó la paz el príncipe de Montpensier regresó a reunirse con su esposa, cubierto con la gloria que había adquirido en el sitio de París y en la batalla de Saint-Denis. Se sorprendió al ver la belleza de aquella princesa en tan gran perfección y, por el sentimiento de celos que le era propio, tuvo algún pesar por ella, previendo bien que no sería el único que la encontrara bella. Sintió gran alegría al volver a ver al conde de Chabanes, hacia el que su amistad no había disminuido. Le preguntó confidencialmente noticias acerca del espíritu y del carácter de su esposa que, por el poco tiempo que había permanecido junto a ella, era para él prácticamente una desconocida. El conde, con una sinceridad tan exacta como si no hubiera estado enamorado, le dijo al príncipe todo lo que conocía de esta princesa capaz de hacérsela amar, y le advirtió también a la señora de Montpensier todo lo que debía hacer para acabar de ganarse el corazón y la estima de su marido. En fin, la pasión del conde lo llevaba tan naturalmente a no pensar sino en lo que podía aumentar la felicidad y la gloria de la princesa, que olvidaba sin esfuerzo el interés que tienen los enamorados en impedir que las personas que aman estén en perfecta armonía con sus maridos.

La paz fue vista y no vista. La guerra se reinició de inmediato por el proyecto del rey de detener en Noyers al príncipe de Condé y al almirante de Châtillon; como el plan fue descubierto, se iniciaron de nuevo los preparativos de guerra, y el príncipe de Montpensier se vio obligado a separarse de su esposa y dirigirse allá donde su deber lo llamaba. Chabanes lo acompañó a la corte, después de haberse justificado por entero ante la reina. No fue sino con un dolor inmenso como se separó de la princesa quien, por su parte, se quedó muy triste por los peligros a los que la guerra iba a exponer a su marido.

Los jefes de los hugonotes se habían retirado a la Rochelle. Como Poitou y Saintonge estaban bajo el poder de su partido, la guerra se encendió allí fuertemente y el rey agrupó allí todas sus tropas. El duque de Anjou, su hermano, que sería después Enrique III, adquirió allí mucha gloria por las numerosas bellas gestas, y entre todas por la batalla de Jarnac, en la que el príncipe de Condé resultó muerto. Fue en esa guerra donde el duque de Guisa empezó a ocupar puestos importantes y a demostrar que superaba en mucho las grandes esperanzas que se habían depositado en él. El príncipe de Montpensier, que lo odiaba, como enemigo particular y como enemigo de su casa, no veía sino con pesar la gloria de este duque así como la amistad que le demostraba el duque de Anjou.

Después de que los dos ejércitos se hubieran fatigado en numerosos pequeños combates, de común acuerdo, se licenció a las tropas por algún tiempo. El duque de Anjou permaneció en Loches para poner orden en todas las plazas que hubieran podido ser atacadas. El duque de Guisa se quedó con él, y el príncipe de Montpensier, acompañado del conde Chabanes, regresó a Champigny, que no estaba muy lejos de allí.

El duque de Anjou iba con frecuencia a visitar las plazas que hacía fortificar. Un día que regresaba a Loches por un camino poco conocido para los miembros de su séquito, el duque de Guisa, que presumía de conocerlo, se puso al frente del grupo para servir de guía pero, después de haber marchado algún tiempo, se extravió y se encontró a orillas de un pequeño río que ni siquiera reconoció. El duque de Anjou se mofó de él por haberlos conducido tan mal y, tras detenerse en aquel paraje, tan dispuestos a la alegría como acostumbraban a estarlo los jóvenes príncipes, vieron un pequeño barco detenido en medio del río y como éste no era muy ancho, vieron fácilmente en aquel barco a tres o cuatro mujeres, y una entre ellas que les pareció muy bella, que estaba magníficamente ataviada, y que miraba atentamente a dos hombres que pescaban cerca de ella. Esta aventura causó una nueva alegría a los jóvenes príncipes y a todos los de su séquito. Les pareció algo propio de una novela. Unos le decían al duque de Guisa que los había extraviado a propósito para que vieran a aquella bella persona; otros, que después de lo que había hecho el azar, era necesario que se enamorara de ella, pero el duque de Anjou sostenía que el galán debía ser él.

Con el deseo de llevar la aventura hasta el límite, hicieron que algunos hombres a caballo se introdujeran en el río todo cuanto pudieran y le gritaran a la dama que el señor de Anjou deseaba pasar a la otra orilla y le rogaba que lo recogiera en la orilla. La dama, que era la princesa de Montpensier, al oír decir que el duque de Anjou estaba llí, y no dudando de que así fuera por la cantidad de personas que veía en la margen del río, hizo avanzar su barco para ir al lado en el que él se encontraba. Su buen aspecto hizo que lo distinguiera pronto de los demás, pero distinguió mucho antes al duque de Guisa. Al verlo se impresionó y ruborizó un poco, lo que la hizo parecer a los ojos de los príncipes de una belleza que les pareció sobrenatural.

El duque de Guisa la reconoció de inmediato, pese al cambio ventajoso que se había operado en ella durante los tres años que no la había visto. Le dijo quién era al duque de Anjou, que se sintió en un primer momento avergonzado por la libertad que se había tomado, pero que al ver a la señora de Montpensier tan bella y agradarle mucho aquella aventura, decidió llevarla hasta el final, y después de mil excusas y mil cumplidos, se inventó un asunto importante que, según él, debía atender al otro lado del río, y aceptó el ofrecimiento que ella le hizo de pasarlo en su barco. Entró solo con el duque de Guisa, dándole orden a todos los que les acompañaban de ir a cruzar el río por otro lugar y de unirse a ellos en Champigny, que según la señora de Montpensier sólo estaba a dos leguas de allí. Tan pronto como estuvieron dentro del barco, el duque de Anjou le preguntó a qué debían tan agradable encuentro y qué hacía en medio del río. Ella le respondió que había salido de Champigny con el príncipe, su marido, con intención de acompañarlo a cazar, pero que se había sentido cansada, y había llegado a la orilla del río donde la curiosidad de ver coger un salmón que había entrado en una red, le había hecho subir al barco.

El señor de Guisa no intervenía en la conversación pero, sintiendo despertarse en su corazón todo lo que esta princesa había hecho nacer en otros tiempos, pensaba para sus adentros qué difícilmente saldría de esta aventura sin caer de nuevo en sus redes. Llegaron pronto a la orilla donde encontraron los caballos y los escuderos de la señora de Montpensier, que la esperaban. El duque de Anjou y el duque de Guisa le ayudaron a montar a caballo lo que hizo con gracia admirable. Durante todo el trayecto, les habló agradablemente de diversas cosas. No quedaron menos sorprendidos por los encantos de su espíritu que lo habían estado por su belleza, y no pudieron impedir hacerle saber que estaban extraordinariamente sorprendidos por ellos. La dama contestó a sus elogios con toda la modestia imaginable, pero un poco más fríamente a los del duque de Guisa, queriendo conservar una arrogancia que le impedía fundar ninguna esperanza en la inclinación que había sentido por él.

Al llegar al primer patio de Champigny, encontraron al príncipe de Montpensier que no había hecho sino volver de la caza. Su sorpresa fue grande cuando vio a dos hombres caminando al lado de su esposa, pero fue extrema cuando, al acercarse más, comprobó que eran el duque de Anjou y el duque de Guisa. El odio que sentía por este último, uniéndose a sus celos naturales, le hizo considerar algo muy desagradable el hecho de ver a aquellos príncipes con su esposa, sin saber cómo se habían encontrado ni qué venían a hacer a su casa, y no pudo ocultar el disgusto que tenía. Lo achacó hábilmente al temor de no poder recibir a tan gran príncipe de acuerdo con su categoría, y como él hubiera deseado.

El conde de Chabanes tenía más pesadumbre aún de la que tenía el señor de Montpensier al ver al señor de Guisa junto a la señora de Montpensier. Lo que el azar había hecho para reunir a aquellas dos personas le parecía de tan mal augurio que pronosticaba fácilmente que aquel comienzo de novela no se quedaría sin continuación. La señora de Montpensier hizo por la noche los honores de su casa con el mismo encanto con que lo hacía todo. Por lo que agradó totalmente a sus invitados. El duque de Anjou, que era muy galante y muy apuesto, no pudo ver una fortuna tan digna de él sin desearla ardientemente. Fue atacado por el mismo mal que el señor de Guisa y, pretextando asuntos extraordinarios, permaneció dos días en Champigny, sin estar obligado a permanecer allí por ningún otro motivo que no fueran los encantos de la señora de Montpensier y sin que el príncipe su marido hiciera el menor esfuerzo por retenerlo allí.

El duque de Guisa no se marchó sin hacerle comprender a la señora de Montpensier que era para ella lo que había sido en otros tiempos y, como su pasión no había sido conocida por nadie, le dijo muchas veces delante de todo el mundo, sin ser comprendido nada más que por ella, que su corazón no había cambiado. Él y el duque de Anjou se marcharon de Champigny con mucho disgusto. Caminaron mucho rato en un profundo silencio. Pero, finalmente, el duque de Anjou, imaginándose de repente que lo que originaba su ensoñación, también  podía causar la del duque de Guisa, le preguntó de improviso si estaba pensando en la belleza de la princesa de Montpensier. Esta pregunta tan brusca, unida a lo que el duque de Guisa había observado ya respecto a los sentimientos del duque de Anjou, le hizo prever que sería infaliblemente su rival y que era muy importante no descubrir su amor a este príncipe. Para impedirle cualquier tipo de sospecha, le contestó riendo que él mismo parecía tan ocupado en la ensoñación de la que lo acusaba, que no había estimado oportuno interrumpirlo; que la belleza de la princesa de Montpensier no era una novedad para él; que estaba acostumbrado a soportar el resplandor de esa belleza desde los tiempos en los que estaba destinada a ser su cuñada, pero que veía claramente que todo el mundo no estaba tan poco deslumbrado. El conde de Anjou le confesó que no había visto aún nada que le pareciera comparable a esta joven princesa y que percibía claramente que su contemplación podría resultarle peligrosa, si estuviera expuesto a verla con asiduidad. Quiso hacerle decir al duque de Guisa que él sentía lo mismo, pero el duque, para el que su amor empezaba a convertirse en un asunto muy serio, no quiso confesar nada al respecto. Estas personas regresaron a Loches, relatando alegremente la aventura que les había hecho descubrir a la princesa de Montpensier.

No fue un tema tan divertido en Champigny. El príncipe de Montpensier estaba descontento de todo lo que había sucedido, sin que pudiera decir exactamente por qué. Le parecía mal que su esposa hubiera sido encontrada en aquel barco. Le parecía que había recibido demasiado frívolamente a los príncipes, y lo que más le desagradaba era haberse percatado de que el duque de Guisa la había mirado insistentemente. A partir de ese momento sintió unos celos furiosos que le hicieron recordar el acaloro que éste había demostrado con motivo de su matrimonio, y pensó que desde entonces estaba enamorado. El disgusto que todas esas sospechas le causaron fueron motivo de malas horas para la princesa de Montpensier.

El conde de Chabanes, según su costumbre, tuvo cuidado de impedir que los esposos se enfadaran por completo, con el fin de persuadir con ello a la princesa de que la pasión que sentía por ella era sincera y desinteresada. No pudo reprimir preguntarle qué efecto le había causado ver al duque de Guisa. Ella le dijo que se había sentido molesta por la vergüenza del recuerdo de la inclinación que le había demostrado en otros tiempos; que lo había encontrado mucho más apuesto que antes, y que incluso le había parecido que él quería persuadirla de que la amaba aún, pero le aseguró al mismo tiempo que nada podía hacer tambalear la decisión que había adoptado de no comprometerse jamás. El conde de Chabanes se sintió muy contento al conocer esa decisión, pero nada podía tranquilizarlo respecto al duque de Guisa. Le manifestó a la princesa que temía mucho que las primeras impresiones volvieran pronto, y le hizo comprender el dolor mortal que sentiría, por su interés común, si la viera un día cambiar de sentimientos. La princesa de Montpensier, siguiendo con la actitud que solía tener para con él, no respondía casi nada a lo que él le decía respecto a su pasión y no consideraba en él nada más que su condición de mejor amigo del mundo, sin querer hacerle el honor de tomar en consideración la de enamorado.

Los ejércitos volvieron a la acción, todos los príncipes se reintegraron, y al príncipe de Montpensier le pareció oportuno que su esposa regresara a París, para que no estuviera tan cerca de los lugares en los que se combatía. Los hugonotes sitiaron la ciudad de Poitiers. El duque de Guisa acudió a defenderla y allí realizó gestas que por sí solas bastarían para ilustrar otra vida distinta de la suya. Luego se produjo la batalla de Montcontour. El duque de Anjou, después de haber tomado Saint-Jean d’Angély, cayó enfermo y abandonó el ejército bien por la intensidad de su mal, bien por el deseo de volver a disfrutar del reposo y de las comodidades de París, donde la presencia de la princesa de Montpensier no era la menor razón que lo atrajera. El ejército quedó al mando del príncipe de Montpensier y, poco tiempo después, cuando se hizo la paz, toda la corte se concentró en París.

La belleza de la princesa eclipsó a todas las que habían sido admiradas hasta entonces. Atrajo las miradas de todo el mundo por los encantos de su espíritu y de su persona. El duque de Anjou no cambió en París los sentimientos que había concebido por ella en Champigny. Tuvo un esmero extremo en hacérselos conocer por todo tipo de detalles; pero poniendo cuidado, no obstante, en que esos testimonios no fueran demasiado llamativos, por miedo a producir los celos del príncipe, su esposo. El duque de Guisa acabó por enamorarse perdidamente de ella y queriendo, por muchas razones, que su pasión permaneciera oculta, se decidió a declarársela de inmediato con el fin de evitar  esos comienzos que siempre hacen surgir el chisme y el escándalo. Se encontraba un día en los aposentos de la reina a una hora en la que no había mucha gente; la reina se había retirado para hablar de algunos asuntos con el cardenal de Lorena, cuando llegó la princesa de Montpensier. Decidió aprovechar el momento para hablarle, y acercándose a ella le dijo:

—Voy a sorprenderos, señora, y a contrariaros al deciros que he conservado siempre la pasión que conocísteis antaño, pero que se ha incrementado mucho al volver a veros; y que ni vuestra severidad, ni el odio por el señor príncipe de Montpensier, ni la competencia del primer príncipe del reino, lograrán quitarle un ápice de intensidad. Habría sido más respetuoso que os la hiciera conocer por mis hechos más que por mis palabras, pero mis hechos, señora, se la habrían hecho conocer a otros al mismo tiempo que a vos y yo deseo que vos sola conozcáis que soy lo suficientemente osado como para adoraros.

La princesa se quedó en un primer momento tan sorprendida y tan turbada por aquellas palabras que no pensó en interrumpirle, pero luego, cuando volvió en sí y empezaba a contestarle, entró el príncipe de Montpensier. La turbación y el nerviosismo estaban dibujados en el rostro de la princesa y la llegada de su marido acabó de azorarla, de tal manera que ella le dio a entender lo que el duque de Guisa acababa de decirle.

La reina salió de su gabinete y el duque se retiró para evitar los celos del príncipe. Por la noche, la princesa de Montpensier encontró en el ánimo de su marido todo el disgusto imaginable. Se exaltó con ella con una horrible violencia, y le prohibió que volviera a hablar con el duque de Guisa. Ella se retiró a su aposento muy triste y preocupada por todo cuanto le había sucedido a lo largo de la jornada. Al día siguiente, volvió a ver al duque de Guisa en el palacio de la reina, pero él no la abordó y se contentó con marcharse poco después de ella como para demostrarle que no tenía nada que hacer allí cuando ella no estaba. No pasaba ni un solo día sin que recibiese mil muestras ocultas del amor del duque, sin que él intentara hablarle nada más que cuando no podía ver visto por nadie. Como estaba bien persuadida de aquella pasión, y pese a todas las decisiones que había proyectado cuando estaba en Champigny, empezó a sentir en el fondo de su corazón algo de lo que había sentido tiempo atrás.

El duque de Anjou, por su parte, que no ahorraba nada para demostrarle su amor en todos los lugares donde podía verla, y que la seguía constantemente en el palacio de la reina, su madre, y de la Infanta, su hermana, era tratado con un extraño rigor capaz de curar cualquier pasión que no fuera la suya.

Se descubrió por aquel entonces que la Infanta, que luego sería reina de Navarra, sentía alguna inclinación por el duque de Guisa, y lo que lo hizo descubrir más fue el enfriamiento del duque de Anjou hacia el duque de Guisa. La princesa de Montpensier conoció esta noticia, que no le resultó indiferente y que le hizo darse cuenta de que el duque de Guisa le interesaba más de lo que ella creía. Dado que el señor de Montpensier, su suegro, se casó por esas fechas con la señorita de Guisa, hermana del duque de ese nombre, la princesa se veía obligada a verlo con frecuencia en los lugares en los que las ceremonias de las nupcias  convocaban al uno y a la otra. La princesa de Montpensier no podía soportar más que un hombre que toda Francia creía enamorado de la Infanta, se atreviera a decirle que lo estaba de ella, y se sintió ofendida y casi afligida de haberse equivocado ella misma. Un día que el duque de Guisa la encontró en casa de su hermana, un poco alejada de los demás, y quiso hablarle de su pasión, ella lo interrumpió bruscamente y le dijo con un tono que evidenciaba su cólera:

—No creo que sea necesario, partiendo de una debilidad de la que fui capaz a los trece años, tener el atrevimiento de mostrarse enamorado de una persona como yo, sobre todo cuando se está enamorado de otra a los ojos de toda la corte.

El duque de Guisa, que era muy inteligente y estaba muy enamorado, no tuvo necesidad de consultar a nadie para comprender todo lo que significaban las palabras de la princesa. Le contestó con mucho respeto:

—Confieso, señora, que he cometido el error de no despreciar el honor de ser cuñado de mi rey antes que dejaros sospechar un momento que yo podría desear un corazón que no fuera el vuestro, pero si queréis concederme la gracia de escucharme, estoy seguro de poder justificarme ante vos.

La princesa de Montpensier no contestó, pero tampoco se alejó, y el duque de Guisa, viendo que ella le concedía la audiencia que deseaba, le comunicó que sin haberse atraído las buenas gracias de la Infanta por ningún medio, ella lo había honrado con ellas; que, al no sentir ningún amor por ella, había respondido muy mal al honor que le hacía, hasta que ella le dio alguna esperanza de casarse con él; que, en realidad, la grandeza a la que ese matrimonio podía elevarlo, le había obligado a tener más atenciones con ella y que era eso lo que había dado lugar a la sospecha que habían tenido el rey y el duque de Anjou; que la oposición del uno y el otro no lo disuadían de su proyecto, pero que si ese proyecto le desagradaba a ella, lo abandonaba desde aquel mismo instante, para no volver a pensar en él el resto de su vida. El sacrificio que el duque de Guisa le ofrecía le hizo olvidar todo el rigor y toda la cólera con los que había empezado a hablarle. Cambió de discurso y se puso a hablar con él de la debilidad que había tenido la Infanta de amarlo la primera, y de la considerable ventaja que obtendría si se casaba con ella. Finalmente, sin decirle nada lisonjero al duque de Guisa, le hizo ver de nuevo mil cosas agradables que él había encontrado antes en la señorita de Mézières. Aunque no hubieran hablado desde hacía mucho tiempo, se encontraron a gusto el uno junto al otro, y sus corazones volvieron fácilmente a un camino que no les era desconocido. Terminaron esta agradable conversación, que le dejó al duque de Guisa una alegría evidente. La princesa no la tuvo menor al saber que él la amaba de verdad.

Pero cuando se encontró a solas en su gabinete, ¡cuántas reflexiones no hizo acerca de la vergüenza de haber cedido tan fácilmente a las excusas del duque de Guisa; sobre el problema en el que iba a meterse al iniciar algo que antes había mirado con tanto horror, y sobre las horribles desgracias en las que los celos de su marido podían hacerle caer! Estos pensamientos le hicieron adoptar nuevas decisiones, que se disiparon al día siguiente en cuanto vio al duque. Él no dejaba de darle cuenta detallada de todo lo que pasaba entre la Infanta y él. La nueva alianza de sus familias le ofrecía ocasión de hablar frecuentemente con ella. Pero a él no le costaba poco esfuerzo curarla de los celos que le producía la belleza de la Infanta, contra los cuales no había juramento alguno que pudiera tranquilizarla. Estos celos le servían a la princesa para defender el resto de su corazón  de las atenciones del duque de Guisa, que se había ganado ya la mayor parte.

El matrimonio del rey con la hija del emperador Maximiliano llenó la corte de fiestas y regocijos. El rey organizó un ballet en el que bailaban la Infanta y todas las princesas. La princesa de Montpensier era la única que podía disputarle el premio a la belleza. El duque de Anjou danzaba una entrada de Moros en la que participaba el duque de Guisa, con cuatro más. Los trajes eran todos iguales, como suelen ser normalmente los trajes de todos los que participan en una misma entrada. La primera vez que ésta se danzó, el duque de Guisa, que no se había puesto aún su máscara, antes de ponerse a bailar le dijo unas palabras a la princesa de Montpensier al pasar. Ésta se percató de que el príncipe, su marido, se había dado cuenta, lo que la puso muy inquieta. Poco después, viendo al duque de Anjou con su máscara y sus ropas de Moro que se acercaba a hablarle, confundida por su inquietud, creyó que era de nuevo el duque de Guisa y, acercándose a él le dijo:

—No tengáis ojos esta noche sino para la Infanta; no me pondré celosa, os lo ordeno, me están observando, no os acerquéis más a mí.

Y se retiró tan pronto como acabó de pronunciar estas palabras. El duque de Anjou se quedó tan perplejo como si le hubiera caído un rayo. En aquel instante comprendió que tenía un rival que era amado. Por la alusión a la Infanta comprendió que aquel rival era el duque de Guisa y no pudo dudar de que la Infanta, su hermana, no fuera el sacrificio que había hecho a la princesa de Montpensier favorable a los deseos de su rival. Los celos, el despecho y la rabia, unidos al odio que ya sentía por él, originaron en su alma todo lo que puede imaginarse de más violento, y habría dado en aquel mismo instante una muestra sangrienta de su desesperación, si el disimulo que le era natural no hubiera venido en su ayuda y no lo hubiera obligado, por poderosas razones en el estado en que se hallaban las cosas, a no emprender nada contra el duque de Guisa. No pudo, con todo, negarse el placer de decirle que conocía el secreto de su amor; y de abordarlo al salir del salón en el que habían bailado.

—Me parece excesivo —le dijo— que oséis levantar los ojos hasta mi hermana y además me arrebatéis a mi amante. La consideración hacia el rey me impide estallar, pero recordad que la pérdida de vuestra vida será tal vez la cosa más pequeña con la que algún día castigaré vuestra temeridad.

El orgullo del duque de Guisa no estaba acostumbrado a tales amenazas. No pudo, sin embargo, responder a ellas porque el rey, que salía en aquel momento, los llamó a los dos; pero grabaron en su corazón un deseo de venganza que a lo largo de toda su vida intentó satisfacer. Desde aquella misma noche, el duque de Anjou le hizo todo tipo de malas jugadas ante el rey. Lo persuadió de que la Infanta no aceptaría casarse con el rey de Navarra con el que pretendían unirla, mientras permitieran que el duque de Guisa se le acercara, y que sentía vergüenza de tener que soportar que uno de sus súbditos, para satisfacer su vanidad, supusiera un obstáculo para algo que podía dar la paz a Francia. El rey sentía ya bastante acritud contra el duque de Guisa. Estas palabras la incrementaron tanto que, al día siguiente, al verlo presentarse para entrar al baile en el palacio de la reina, adornado con gran cantidad de piedras preciosas, pero más adornado aún con su buen semblante, el rey se puso ante la puerta y le preguntó bruscamente dónde iba. El duque, sin sorprenderse, le dijo que venía a rendirle sus más humildes servicios, a lo que el rey contestó que no tenía necesidad de los que él le rendía, y se dio la vuelta sin mirarlo.

El duque de Guisa no dejó de entrar en la sala con el corazón ultrajado y predispuesto contra el rey y contra el duque de Anjou. Pero el dolor aumentó su arrogancia natural, y por una especie de despecho, se acercó a la Infanta más de lo que tenía por costumbre; además de que lo que le había dicho el duque de Anjou respecto a la princesa de Montpensier le impedía poner sus ojos en ella. El duque de Anjou espiaba atentamente al uno y a la otra. Los ojos de la princesa, en contra de su voluntad, dejaban ver algo de tristeza cuando el duque de Guisa hablaba con la Infanta. El duque de Anjou, que había comprendido por lo que ella le había dicho cuando lo tomó por el señor de Guisa, que estaba celosa, esperó enemistarlos y, poniéndose junto a ella, le dijo:

—Por vuestro interés, señora, más que por el mío propio, voy a deciros que el duque de Guisa no merece que lo hayáis preferido a mí. No me interrumpáis, os lo ruego, para decirme lo contrario de una verdad que no conozco sino demasiado bien. Os engaña, señora, y os sacrifica a mi hermana, como antes la había sacrificado a ella por vos. Es un  hombre que sólo es capaz de ambición pero, puesto que él ha tenido la suerte de agradaros, no diré más. No me opondré a una fortuna que yo merecía, sin duda, más que él. Me haría indigno si me obstinara en conquistar un corazón que otro posee. Es demasiado no haber podido atraer nada más que vuestra indiferencia. No quiero que a ésta le siga el odio importunándoos por más tiempo con la pasión más fiel que haya existido jamás.

El duque de Anjou  que, efectivamente, estaba conmovido de amor y dolor, apenas pudo acabar estas palabras y, aunque hubiera comenzado su discurso con espíritu de despecho y venganza, se enterneció al considerar la belleza de la princesa y lo que perdía al perder la esperanza de ser amado por ella, de tal suerte que, sin esperar su respuesta, salió del baile fingiendo no encontrarse bien, y se marchó a su casa a rumiar su dolor. La princesa de Montpensier permaneció afligida y confusa, como puede imaginarse. Ver su reputación y el secreto de su vida en manos de un príncipe que ella había maltratado, y conocer por él, sin posibilidad de duda, que era engañada por su enamorado, eran cosas poco aptas para dejarle la libertad de espíritu que exigía un lugar destinado a la fiesta. Tuvo no obstante que permanecer en aquel lugar e ir después a cenar a casa de la duquesa de Montpensier, su suegra, que se la llevó consigo. El duque de Guisa, que se moría de impaciencia por contarle lo que le había dicho el día anterior el duque de Anjou, la siguió a casa de su hermana. Pero ¡cuál no fue su sorpresa cuando, al querer hablar con la bella princesa, comprobó que ésta no le hablaba sino para hacerle horribles reproches! Y el despecho le hacía formular aquellos reproches de manera tan confusa, que no podía comprender nada, salvo que lo acusaba de infidelidad y traición. Abrumado de desesperación por encontrar tal aumento de dolor donde había esperado consolarse de todos sus pesares, y amando a la princesa con una pasión que no podía dejarlo vivir por más tiempo en la incertidumbre de ser amado, se decidió de repente:

—Quedaréis satisfecha, señora —le dijo—. Voy a hacer por vos lo que todo el poder real no habría podido obtener de mí. Me costará mi fortuna, pero eso es poco para satisfaceros.

Sin permanecer por más tiempo en casa de la duquesa, su hermana, fue en aquel mismo instante a buscar a los cardenales, sus tíos, y con el pretexto del mal trato que había recibido del rey, les hizo ver cuán importante era para él hacer ver que no tenía ninguna intención de casarse con la Infanta, y les obligó a acordar su boda con la princesa de Portien, de la que ya se había hablado. La noticia de aquel matrimonio fue inmediatamente conocida por todo París. Todo el mundo quedó sorprendido y la princesa conmovida de alegría y de dolor. Se sintió alegre al comprobar el ascendiente que tenía sobre el duque de Guisa, pero a la vez se sintió molesta por haberle hecho abandonar algo tan ventajoso como el matrimonio con la Infanta.

El duque de Guisa, que quería que al menos el amor lo recompensara de lo que  perdía por el lado de la fortuna, presionó a la princesa para que le diera una audiencia particular para aclarar los injustos reproches que ella le había formulado. Consiguió que fuera a casa de la duquesa de Montpensier, su hermana, a una hora en la que ésta no estuviera, para poder hablar en privado. El duque de Guisa tuvo la alegría de poder arrojarse a sus pies, de hablarle libremente de su pasión y de decirle cuánto había sufrido por sus sospechas. La princesa no podía sacarse de la mente lo que el duque de Anjou le había dicho, aunque la actitud del duque de Guisa debiera tranquilizarla totalmente. Le dijo los motivos que tenía para creer que había sido traicionada, puesto que el duque de Anjou sabía lo que sólo podía haber conocido por él. El duque de Guisa no sabía cómo defenderse y estaba tan  ansioso como la princesa por adivinar qué habría podido descubrir su relación. Finalmente, a lo largo de la conversación, cuando ella le hacía ver que se había equivocado al precipitar su matrimonio con la princesa de Portien y abandonar el proyecto de casarse con la Infanta, que le era tan ventajoso, le dijo que podía darse cuenta de que ella no habría sentido celos puesto que, el día del ballet, ella misma le había exigido que no tuviera ojos sino para la Infanta. El duque de Guisa le dijo que probablemente había tenido intención de hacerle esa recomendación pero que, sin duda alguna, no se la había hecho. La princesa sostuvo lo contrario. Finalmente, a fuerza de discutir y analizar, llegaron a la conclusión de que ella debía haberse equivocado, por la semejanza de los trajes, y que ella misma le hubiera dicho al duque de Anjou aquello de lo que acusaba al duque de Guisa. El duque, que se había justificado casi por completo en su espíritu por su matrimonio, lo fue totalmente tras esta conversación. La bella princesa no pudo negarle su corazón a un hombre que ya lo había poseido con anterioridad y que acababa de abandonarlo todo por ella. Aceptó pues recibir sus homenajes y le permitió creer que no era insensible a su pasión. La llegada de la duquesa de Montpensier, su suegra, puso fin a la conversación e impidió al duque de Guisa manifestar su inmensa alegría.

Poco después, la corte se trasladó a Blois, adonde la princesa de Montpensier la siguió; allí se acordó el matrimonio de la Infanta con el rey de Navarra. El duque de Guisa, que no conocía más grandeza ni más fortuna que la de ser amado por la princesa, vio con alegría la conclusión de aquel matrimonio, que en otros tiempos le habría colmado de dolor. No pudo ocultar su amor sin que el príncipe de Montpensier se percatara de algo, quien, al no poder dominar sus celos, ordenó a la princesa, su esposa, que se marchara a Champigny. Esta orden le resultó muy dura; pero no tenía más remedio que obedecer. Encontró la forma de despedirse en privado del duque, pero tuvo dificultades para facilitarle medios seguros para escribirle. Después de mucho buscar, pensó en el conde de Chabanes, que consideraba su amigo, sin reparar en que éste estaba enamorado de ella. El duque de Guisa, que sabía hasta qué punto el conde era amigo del príncipe de Montpensier, se espantó de que la dama lo eligiera como confidente, pero ella respondió de tal forma de su fidelidad, que lo tranquilizó. Se separó de ella con todo el dolor que puede causar la ausencia de una persona que se ama apasionadamente.

El conde de Chabanes, que había estado enfermo en París durante la estancia de la princesa de Montpensier en Blois, al saber que ella se trasladaba a Champigny, fue a su encuentro por el camino. Ella le hizo mil manifestaciones de afecto y amistad y testimonió una extraordinaria impaciencia por hablar con él en privado, de lo que él se mostró encantado. Pero ¡cuál no sería su sorpresa y pesar, cuando comprobó que aquella impaciencia se refería sólo al deseo de contarle que era amada apasionadamente por el duque de Guisa y que ella lo amaba de igual forma! Su sorpresa y dolor no le permitieron responder. La princesa, que estaba henchida de su pasión y hallaba un gran alivio en hablarle de ella, no prestó atención a su silencio y se puso a contarle hasta las menores circunstancias de su aventura. Le dijo que el duque de Guisa y ella habían acordado recibir a través de él las cartas que se escribieran. Aquello supuso el golpe supremo para el conde de Chabanes, al ver que la persona que amaba quería que sirviera a su rival y que le hacía aquella propuesta como si fuera algo que le resultara grato.  Sólo demostró la sorpresa que le causaba el gran cambio que ella había experimentado. En un primer momento, esperó que aquel cambio, que le arrebataba todas sus esperanzas, le arrebatara también toda su pasión, pero encontró a la princesa tan encantadora, su belleza natural se había incrementado tanto con la gracia que le había dado el aire de la corte, que sintió que la amaba más que nunca. Todas las confidencias que ella le hacía respecto a la ternura y delicadeza de sus sentimientos hacia el duque de Guisa, le hacían conocer el valor del corazón de aquella princesa y le infundían deseos de poseerlo. Como su pasión era la más extraordinaria del mundo, produjo el efecto más extraordinario del mundo, pues le hizo aceptar llevarle a la persona que amaba las cartas de su rival.

La ausencia del duque de Guisa le producía a la princesa un sufrimiento mortal; y, al no esperar alivio sino en sus cartas, atormentaba incesantemente al conde de Chabanes para saber si había recibido alguna, y se enfadaba con él si no llegaban tan pronto como ella deseaba. Por fin recibió algunas a través de un gentilhombre del duque de Guisa y se las llevó al instante para no retrasar su alegría si un minuto. La que ella tuvo al recibirlas fue inmensa. No se molestó en ocultársela y le obligó a tragar a grandes sorbos todo el veneno imaginable al leerle aquellas cartas, así como la respuesta tierna y galante que ella les daba. Llevó dicha respuesta al gentilhombre con la misma fidelidad con la que le había entregado la carta a la princesa, pero con más dolor. Se consoló un poco, no obstante, pensando que la princesa valoraría lo que él hacía por ella y le mostraría gratitud. Como la encontraba cada día más ruda para con él, por la añoranza que tenía del que estaba lejos, se tomó la libertad de suplicarle que pensara un poco en todo lo que le hacía sufrir. La princesa, que sólo tenía en mente al duque de Guisa y sólo encontraba a éste digno de adorarla, consideró tan negativo que otro que no fuera él se atreviera a pensar en ella, que  maltrató en esta ocasión al conde de Chabanes mucho más que la primera vez que éste le habló de su amor.

Aunque su pasión, lo mismo que su paciencia, fuera extrema y a toda prueba, el conde dejó a la princesa y se marchó a casa de uno de los amigos de los alrededores de Champigny, desde donde le escribió con toda la rabia que podía causar tan extraño proceder, aunque con todo el respeto debido a su condición, y en la carta le decía adiós para siempre. La princesa empezó a arrepentirse de haber cuidado tan poco a un hombre sobre el que tenía tanto ascendiente; y, al no poder aceptar perderlo, no sólo a causa de la amistad que sentía por él, sino también por el interés de su amor, para el que le resultaba totalmente necesario, le mandó decir que quería hablar con él una vez más y que después de esa conversación, lo dejaría en libertad de hacer lo que quisiese. Cuando se está enamorado, se es muy débil. El conde regresó y en menos de una hora, la belleza de la princesa de Montpensier, su inteligencia y algunas palabras amables lo dejaron más sumiso de lo que lo había estado jamás, e incluso le hizo entrega de las cartas del duque de Guisa que acababa de recibir.

Durante aquel tiempo, el deseo que fue surgiendo en la corte de hacer acudir a ella a los jefes del partido hugonote con el horrible propósito que se ejecutó el día de San Bartolomé, dio lugar a que el rey, para engañarlos mejor, alejara de su entorno a todos los príncipes de la casa de Borbón y a todos los de la casa de  Guisa. El  príncipe de Montpensier regresó a Champigny para acabar de abrumar a la princesa, su esposa, con su presencia.

El duque de Guisa se marchó al campo, a casa del cardenal de Lorena, su tío. El amor y la ociosidad hicieron surgir en su espíritu un deseo tan intenso de ver a la princesa de Montpensier que, sin pensar lo que arriesgaba para ella y para él, fingió un viaje y, dejando todo su equipaje en un pueblo, tomó con él a un único gentilhombre que ya había realizado numerosos viajes a Champigny y se marcharon en posta. Como no tenía más dirección que la del conde de Chabanes, hizo que el gentilhombre le enviara una nota en la que le rogaba que fuera a reunirse con él en un lugar que le indicaba. El conde de Chabanes, creyendo que era sólo para recibir cartas del duque, fue al lugar señalado, pero se quedó muy sorprendido, y no menos afligido, al ver al duque de Guisa en persona. El duque, ocupado en sus planes, no le prestó más atención a la actitud del conde que la que la princesa le había prestado a su silencio cuando ésta le había contado su amor. El duque se puso a exagerarle su pasión y a hacerle comprender que moriría sin remedio si no le conseguía el permiso de la princesa para visitarla. El conde de Chabanes le dijo fríamente que le comunicaría a la princesa todo cuanto deseaba que le transmitiera y que regresaría a traerle una respuesta. Regresó a Champigny atormentado por sus propios sentimientos, pero con una violencia que, en algunos momentos, lo privaba de cualquier tipo de sensatez. Había momentos en los que tomaba la decisión de despedir al duque de Guisa sin decirle nada a la princesa de Montpensier, pero la fidelidad exacta que le había prometido, modificaba de repente su decisión.

Llegó junto a ella sin saber muy bien qué debía hacer; cuando supo que el príncipe de Montpensier estaba de caza, se dirigió directamente a los aposentos de la princesa quien, al verlo tan turbado, ordenó inmediatamente a sus doncellas que se retiraran para poder conocer la causa de aquella turbación. Dominándose todo cuanto le fue posible, le dijo que el duque de Guisa se encontraba a una legua de Champigny y ansiaba ardientemente verla. Al conocer esta noticia, la princesa lanzó un fuerte grito, y su sorpresa no fue inferior a la del conde. Su amor le hizo sentir en un primer momento la alegría que tendría al ver a un hombre que amaba tan tiernamente; pero, cuando pensó hasta qué punto aquella acción era contraria a su virtud y que no podía ver a su enamorado sino haciéndole entrar de noche en su casa, a espaldas de su marido, se encontró en un gran aprieto. El conde de Chabanes esperaba la respuesta de la dama como algo que iba a decidir su vida o su muerte. Juzgando la incertidumbre de la princesa por su silencio, tomó la palabra para hacerle calibrar los peligros a los que se expondría con aquella entrevista. Y, deseando hacerle ver que no le hablaba así por su interés, le dijo:

—Si después de todo lo que acabo de deciros, señora, vuestra pasión es la que triunfa y deseáis recibir al duque de Guisa, que no lo impida la consideración hacia mí, si no lo impide la de vuestro interés. No quiero privar de tan gran satisfacción a una persona que adoro, ni ser la causa de que ella busque a otras personas menos fieles que yo para procurársela. Sí, señora, si vos lo deseáis, iré esta misma noche a buscar al duque, pues es demasiado peligroso dejarlo por más tiempo en el lugar en que se halla, y lo conduciré a vuestros aposentos.

—Pero, ¿por dónde? ¿cómo? —interrumpió la princesa.

—¡Ah! señora, —exclamó el conde—, ya lo habéis decidido, puesto que ya no deliberáis sino acerca de las formas de llevarlo a cabo. Ese afortunado enamorado vendrá, señora. Lo traeré por el parque; dad orden a alguna de vuestras doncellas, a aquella en la que más confieis, de que baje el pequeño puente levadizo que da a vuestra antecámara desde la terraza, a las doce en punto de la noche, y no os preocupéis por nada más.

Al concluir estas palabras, se levantó, y sin esperar ningún otro consentimiento de la princesa de Montpensier, volvió a montar a caballo y acudió a reunirse con el duque de Guisa que lo esperaba con gran impaciencia. La princesa se quedó tan turbada, que estuvo algún rato sin volver en sí. Cuando lo hizo, su primer impulso fue ordenar que llamaran al conde de Chabanes para prohibirle que trajera al duque, pero le faltó fuerza para hacerlo. Luego pensó que, dado que no lo había llamado, lo único que podía hacer era no dar la orden de bajar el puente levadizo. Pensó que podría mantenerse firme en esta decisión, pero cuando se aproximó el momento fijado, no pudo resistir el deseo de ver a su enamorado que creía tan digno de ella, y le comunicó a una de sus doncellas todo lo que había que hacer para introducir al duque en su apartamento.

Mientras tanto, el duque y el conde de Chabanes se acercaban a Champigny, pero con un estado de ánimo muy diferente. El duque abandonaba su alma a la alegría y a todo lo más agradable que inspira la esperanza, mientras que el conde se entregaba a una desesperación y a una rabia que lo impulsaron mil veces a atravesar con su espada el cuerpo de su rival. Llegaron por fin al parque de Champigny, donde dejaron sus caballos al cuidado del escudero del duque de Guisa y, entrando por uno portillo que había en las murallas, llegaron hasta la terraza. En medio de su desesperación, el conde de Chabanes había tenido la esperanza de que la princesa recuperaría el sentido común y, finalmente, tomaría la decisión de no ver al duque. Pero, cuando vio aquel pequeño puente bajado, ya no pudo seguir dudando y fue entonces cuando estuvo a punto de dar rienda suelta a su odio. Luego pensó que si hacía ruido, lo oiría el príncipe de Montpensier cuyo apartamento daba a la misma terraza, y todo el desorden caería sobre la persona que más amaba, entonces su rabia se calmó y terminó por conducir al duque de Guisa hasta los pies de la princesa. No pudo aceptar ser testigo de la conversación, aunque la princesa dijera que ése era su deseo, y que él mismo lo hubiera deseado. Se retiró a un pequeño pasillo que estaba junto al apartamento del príncipe de Montpensier, llevando en su mente los pensamientos más tristes que hayan podido ocupar jamás el espíritu de un enamorado.

Mientras tanto, y pese al poco ruido que habían hecho al pasar por el puente, el príncipe de Montpensier que, por desgracia, estaba despierto en aquel momento lo oyó y mandó levantarse a uno de sus ayudantes de cámara para que fuera a ver de qué se trataba. El ayudante asomó la cabeza por la ventana y, en medio de la oscuridad de la noche, se dio cuenta de que el puente estaba bajado. Así se lo comunicó a su señor que le ordenó al instante salir al parque a ver qué sucedía. Un momento después, él mismo se levantó, inquieto porque le parecía haber oído a alguien andar, y se dirigió al apartamento de la princesa, su esposa, que daba al puente. En el momento en que se aproximaba al pequeño pasillo en el que se encontraba el conde de Chabanes, la princesa, que sentía vergüenza de encontrarse a solas con el duque de Guisa, le estaba rogando al conde que entrara en su habitación. Éste se excusó en todo momento, y como ella lo presionaba, presa de rabia y furor, le contestó tan alto que fue oído por el príncipe de Montpensier, pero tan confusamente que éste sólo oyó la voz de un hombre, sin distinguir claramente la del conde.

Una aventura semejante habría irritado incluso a una persona más tranquila y menos celosa. Por lo que el espíritu del príncipe se llenó de rabia y furor. Golpeó la puerta con tal ímpetu y gritando tanto para que le abrieran que les dio la más cruel de las sorpresas a la princesa, al duque de Guisa y al conde de Chabanes. Éste último, al oír la voz del príncipe, comprendió que era imposible impedirle creer que había alguien en la habitación de la princesa, su esposa, y como la grandeza de su amor le decía en aquel momento que si encontraba dentro al duque de Guisa la señora de Montpensier tendría el dolor de ver como lo mataba ante sus ojos, y que incluso la vida de la princesa corría peligro,  por una generosidad sin parangón, decidió exponerse para salvar a una dama ingrata y a un rival amado.

Mientras que el príncipe de Montpensier daba mil golpes en la puerta, llegó hasta el duque de Guisa, que no sabía qué hacer, y lo puso en manos de la doncella de la señora de Montpensier que le había hecho entrar por el puente, para que le hiciera salir por el mismo lugar, mientras él se exponía al furor del príncipe. Apenas había salido de la antecámara el duque, cuando el príncipe, que había derribado la puerta, entró en la habitación como un hombre poseído por el furor que buscaba sobre quién hacerlo recaer. Pero, al no encontrar allí nada más que al conde de Chabanes, inmóvil, apoyado en una mesa, con un rostro en el que se reflejaba una gran tristeza, se quedó inmóvil también; y la sorpresa de encontrar solo, de noche, en la habitación de su esposa, al hombre que más quería en el mundo, no le permitió hablar. La princesa se encontraba medio desvanecida en el suelo, y probablemente, la fortuna no haya puesto jamás a tres personas  en estados tan lamentables. Finalmente, el príncipe de Montpensier, que no podía crer lo que estaba viendo, y que quería desentrañar el caos en el que acababa de caer, dirigiéndose al conde, con un tono que permitía comprobar que aún sentía afecto por él, le dijo:

—¿Qué es lo que estoy viendo? ¿Es espejismo o realidad? ¿Es posible que el hombre al yo he querido tanto elija a mi esposa entre todas las demás mujeres para seducirla? Y vos, señora —dijo a la princesa girándose hacia ella— ¿no os bastaba con quitarme vuestro corazón y mi honor? ¿teníais que quitarme también al único hombre que hubiera podido consolarme de esas desgracias? Responded el uno o la otra —les dijo— y aclararme  una aventura que, tal y como aparece ante mí, me resulta increíble.

La princesa no era capaz de responder y el conde de Chabanes abrió varias veces la boca sin poder hablar; finalmente dijo:

—Soy criminal para con vos, e indigno de la amistad que habéis sentido por mí, pero no en la forma en que imagináis. Me siento más desgraciado y desesperado que vos. No podré deciros nada más. Mi muerte os vengará, y si queréis dármela al instante, me daréis lo único que pueda resultarme grato ya.

Aquellas palabras, pronunciadas con un dolor mortal y con una expresión que ponía de manifiesto su inocencia, en lugar de aclararle las cosas al príncipe, lo persuadieron cada vez más de que en aquella aventura había algún misterio que no lograba descifrar, y como su desesperación aumentaba por aquella incertidumbre, le dijo:

—Quitadme la mía vos mismo, o aclaradme vuestras palabras; pues no comprendo nada. Le debéis una aclaración a mi amistad. Se la debéis a mi moderación, pues cualquier otro en mi lugar habría vengado ya con vuestra vida una afrenta tan sensible.

—Las apariencias engañan —interrumpió el conde.

—¡Ah! ¡basta! —replicó el príncipe— ¡me vengaré y después lo aclararé todo a gusto!

Mientras pronunciaba estas palabras, se acercó al conde de Chabanes con el gesto de un hombre dominado por la rabia. Temiendo alguna desgracia —que no podía ocurrir, dado que el marido no llevaba espada—, la princesa se levantó para situarse entre ambos. La debilidad en la que se encontraba le hizo sucumbir al esfuerzo y cuando se acercaba a su marido, cayó desvanecida a sus pies. El príncipe se impresionó con este desvanecimiento más que con la tranquilidad con la que había encontrado al conde cuando se acercaba a él; y, al no poder seguir mirando a aquellas dos personas que le producían tanta tristeza, volvió la cabeza hacia otro lado y se dejó caer sobre la cama de su esposa, consternado por un dolor inmenso.

El conde de Chabanes, imbuido por la idea de que había abusado de una amistad de la que tantas muestras había recibido, y pensando que no podría reparar jamás lo que acababa de hacer, salió bruscamente de la habitación y, pasando por el apartamento del príncipe cuyas puertas encontró abiertas, salió al patio. Hizo que le dieran unos caballos y se marchó guiado sólo por su desesperación. Mientras tanto, el príncipe, que veía que la princesa no se recuperaba de su desvanecimiento, la dejó en manos de sus doncellas y se retiró a su habitación con profundo dolor.

El duque de Guisa, que había podido salir del parque sin problemas, aunque sin saber muy bien lo que hacía por su gran turbación, se alejó unas leguas de Champigny, pero no quiso alejarse más hasta no tener noticias de la princesa. Se detuvo en un bosque y envió a su escudero a saber por el conde de Chabanes en qué había quedado aquella horrible aventura. El escudero no encontró al conde de Chabanes, pero supo por otras personas que la princesa de Montpensier se encontraba muy enferma. La inquietud del duque de Guisa aumentó por lo que le dijo su escudero, y sin poder aliviarla, se vio obligado a regresar a casa de sus tíos para no infundir sospechas con un viaje más largo.

El escudero del duque le había contado la verdad al decirle que la señora de Montpensier estaba muy enferma; pues era cierto que, tan pronto como sus doncellas la metieron en su cama, la fiebre se adueñó violentamente de ella y con desvaríos tan horribles que, desde el segundo día, se temió por su vida. El príncipe fingió encontrarse enfermo para que nadie se extrañara al ver que no entraba en la habitación de su esposa. La orden que recibió de regresar a la corte, donde se convocaba a todos los príncipes católicos para exterminar a los hugonotes, lo sacó del anonadamiento en el que se encontraba.

Se marchó a París sabiendo lo que podía esperar o temer de la enfermedad de la princesa, su esposa. No había hecho sino llegar cuando se empezó a atacar a los hugonotes en la persona de uno de sus jefes, el almirante de Châtillon y, dos días después, realizaron aquella horrible masacre, que tanto eco tuvo en toda Europa. El pobre conde de Chabanes, que había ido a ocultarse al extremo de uno de los arrabales de París para entregarse por completo a su dolor, fue incluido entre los hugonotes. Las personas en casa de las cuales se había refugiado, lo reconocieron y recordando que habían sospechado de que era de aquel partido, lo masacraron aquella misma noche, tan funesta para tanta gente. Por la mañana, cuando el príncipe de Montpensier se dirigía  a dar órdenes fuera de la ciudad, pasó por la calle en la que se encontraba el cuerpo de Chabanes. En un primer momento se quedó sorprendido ante aquel lamentable espectáculo; luego su amistad se despertó y le produjo dolor, pero el recuerdo de la ofensa que creía haber recibido del conde le produjo finalmente alegría, y se sintió feliz de ver que había sido vengado por manos de la fortuna.

El duque de Guisa, ocupado por el deseo de vengar la muerte de su padre y, poco después, repleto de alegría por haberlo vengado, dejó poco a poco alejarse de su alma el deseo de tener noticias de la princesa de Montpensier, y, al encontrar a la marquesa de Noirmoutier, persona de gran talento y belleza, y que le daba más esperanzas que la princesa, se unió a ella y la amó con una pasión desmesurada que le duró hasta su muerte.

Mientras tanto, después de que la enfermedad de la señora de Montpensier alcanzara su punto álgido, poco a poco empezó a remitir. Recuperó la razón y sintiéndose algo más aliviada por la ausencia del príncipe, su esposo, dio algunas esperanzas de vida. La salud volvía, no obstante, con gran esfuerzo por el mal estado de su espíritu; y su espíritu empezó a inquietarse de nuevo cuando recordó que no había tenido ninguna noticia del duque durante toda su enfermedad. Preguntó a sus doncellas si no habían visto a alguien, si no tenían cartas, y al no encontrar nada de lo que habría deseado, se consideró la más desgraciada del mundo al pensar que lo había arriesgado todo por un hombre que la abandonaba. Sufrió un nuevo disgusto cuando tuvo conocimiento de la muerte del conde de Chabanes, que conoció pronto porque su marido tuvo interés en comunicársela. La ingratitud del duque de Guisa le hizo sentir con mayor intensidad la muerte de un hombre cuya fidelidad tan bien conocía. Tantos disgustos la pusieron pronto en un estado tan peligroso como aquel del que había logrado salir. Y, como la señora de Noirmoutier era una persona que se esforzaba tanto por dar a conocer sus galanteos como otras se esfuerzan en ocultarlos, los del señor de Guisa y ella fueron tan públicos que, pese a lo alejada y enferma que se encontraba la princesa de Montpensier, los conoció por tantas vías distintas que no pudo dudar de ellos. Fue un golpe mortal. No pudo resistir el dolor de haber perdido la estima de su marido, el corazón de su enamorado y al amigo más perfecto que haya existido jamás. Murió en pocos días, en la flor de la vida, una de las princesas más bellas del mundo  y que podría haber sido la más dichosa, si la virtud y la prudencia hubieran guiado todos sus actos.

*FIN*


Traducción de Esperanza Cobos Castro


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