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La princesa y el puma

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Por supuesto, aquí han de figurar un rey y una reina. El rey era un viejo terrible, que usaba espuelas y revólveres de seis tiros y hablaba con voz tan tremenda que hasta las serpientes se escondían en sus madrigueras y entre los espinos cuando le oían gritar. Antes de que el hombre llegase a constituir una familia regia todos le llamaban Ben el Hablabajito. Y cuando llegó a poseer cincuenta mil acres de tierra y más ganado del que podía contar, su nombre se transformó en el de O’Donnell, “el rey del ganado”.

La reina, originariamente, había sido una muchacha mejicana, de Laredo. Era una buena esposa, de carácter apacible y color moreno claro, y durante su matrimonio supo suavizar lo bastante el carácter a Ben hasta conseguir que cuando hablase no se rompiesen los platos. Y cuando Ben llegó a ser rey ella solía sentarse en la galería del rancho Espinosa, tejiendo alfombrillas de junco. Pero al fin la riqueza acabó por ser tan irresistible y opresiva, que hubo que traer en carro, desde San Antonio, sillerías tapizadas y una mesa de centro. Entonces ella inclinó su serena cabeza, de cabello oscuro, y se resignó a compartir el destino de las danaides.

Para no incurrir en delito de lesa majestad os he presentado primero al rey y a la reina. Pero no figurarán en este relato, que pudiera denominarse La crónica de la princesa, la ocurrencia feliz y el puma que proclamó su misión a los cuatro vientos.

Josefa O’Donnell, la hija superviviente del matrimonio, era la princesa de que tratamos. Había heredado de su madre una naturaleza fogosa y una belleza morena y semitropical. Y del egregio Ben O’Donnell heredó la intrepidez, el sentido común y las facultades de mando. La combinación era de las que merecían cabalgar millas y millas para conocerla. Josefa era capaz de, yendo a todo galope, meter seis balas en una lata de tomate suspendida del extremo de una cuerda. Y a veces jugaba horas enteras con una gatita blanca que tenía y a la cual vestía de las maneras más absurdas. Sin usar pluma ni lápiz sabía decir de memoria lo que mil quinientas cuarenta y cinco reses de dos años podrían rendir vendiéndolas, en vivo, a ocho dólares y medio por cabeza. Hablando en términos generales, pero sin demasiada exactitud, el rancho Espinosa medía cuarenta millas de longitud por treinta de anchura, en su mayoría tierra arrendada. Josefa había recorrido hasta el último palmo de aquella extensión. Todos los vaqueros de laalinca la conocían de vista y eran fieles vasallos suyos. Ripley Givens, mayoral de uno de los campamentos del Espinosa, la vio un día y se propuso contraer enlace matrimonial con la hija de la realeza. ¿Presunción? No, porque entonces en la comarca del Nueces un hombre era un hombre. Al fin y al cabo, el título de rey ganadero no implica la existencia de sangre real. A menudo solo da a entender que quien lo ostenta lleva la corona que le han concedido sus magníficas aptitudes en el arte de robar ganado.

Un día, Ripley Givens se encaminó al rancho de Los Dos Olmos, buscando unas reses extraviadas. Retardose y ya se había puesto el sol cuando llegó al vado del Caballo Blanco, en el Nueces. Desde allí hasta su campamento mediaban todavía dieciséis millas. Y el rancho Espinosa distaba doce. Givens estaba fatigado y decidió pasar la noche en el lugar en que se encontraba.

Discurría el río por una profunda barrancada orillada por grandes árboles y matorrales. Como a cincuenta paso del cauce se extendía una franja de hierba mezcalera que podía proporcionar pasto para su caballo y lecho para él. Givens ató la montura a un árbol y extendió en el suelo sus mantas, a fin de que se secasen. Apoyado en un tronco, se sentó y encendió un cigarrillo. Y de pronto surgió de la espesa arboleda una especie de estremecedor rugido, algo así como una queja. El caballo empezó a agitarse y lanzó un relincho que era un silbido. Givens, sin dejar de fumar, cogió la pistolera, que tenía en el suelo, y se puso en guardia. Muy cerca, un animal se zambulló en el río, con ruidoso chapoteo. Un conejillo pardo salió del matorral y se detuvo, pasándose la pata por los bigotes y mirando a Givens con expresión burlona. Y el caballo siguió pastando.

Conviene estar al acecho cuando el león mejicano que llaman puma eleva su voz de soprano junto a un curso de agua al ponerse el sol. El significado de su canto puede consistir en que las terneras y las ovejas gordas andan escasas y en que experimenta un carnívoro deseo de tra bar relación con cualquier clase de alimento.

En la hierba se veía una lata, ya vacía, de fruta seguramente, abandonada por otro que vivaqueó antes. Givens, a! verla, gruñó de satisfacción. En el morral colgado de su silla guardaba unos puñados de café corriente. Tenía, pues, café negro y cigarrillos. ¿Qué más podía desear un ranchero?

A los dos minutos había encendido unos troncos. Con la lata en la mano se dirigió al agua. Al llegar a unos quince pasos de la margen distinguió, entre los arbustos, un caballo con silla de mujer que, con las bridas sueltas, pastaba a la izquierda de donde se hallaba el vaquero. En aquel momento se levantaba Josefa O’Donnell, separándose de la orilla, adonde se había inclinado para beber. Y mientras ella se lavaba las manos llenas de arena, Givens advirtió al león mejicano, agazapado entre los matorros y a menos de diez pies de distancia, a la derecha. Los ojos ambarinos del animal tenían una mirada ávida, y su rabo se erguía apuntando al cielo, como el de un perro de muestra. Los cuartos traseros del león se contraían en la típica actitud de los felinos cuando se disponen al salto.

Givens hizo lo que parecía más oportuno. Su revólver de seis tiros estaba sobre la hierba, a varios pasos de distancia. Lanzó, pues, un tremendo aullido y se precipitó entre el león y la princesa.

Lo que sucedió entonces fue un lance breve y algo confuso. Cuando Givens llegó a la línea de ataque, una confusa silueta se elevó en el aire mientras se percibían dos débiles y crepitantes sonidos. Y un centenar de libras de carne de puma cayeron sobre la cabeza del ranchero, haciéndole caer al suelo. Más tarde, Givens recordó haber exclamado:

—¡Vamos, déjense de bromas!

Luego salió de debajo del cuerpo del león, reptando como un gusano. Tenía la boca llena de barro y de hierba y en la cabeza una gran hinchazón, en el mismo sitio donde su cráneo chocó contra la raíz de un olmo. El puma permanecía inmóvil. Givens, indignado, enseñó el puño al león y le gritó:

—¡Voy a enseñarte cómo…!

Pero supo reprimirse. Josefa estaba detrás de él, montando su revólver del 38 con incrustaciones de plata. El tiro no había resultado difícil. La cabeza del león ofrecía mejor blanco que una lata de tomate colgando de una cuerda. En la boca y en los negros ojos de la mujer se dibujaba una sonrisa burlona, enloquecedoramente provocativa. Y él, que había querido desempeñar el papel de liberador y de paladín, sentía vergüenza de su fracaso muy dentro del alma. Se le había presentado la oportunidad ansiada y Momo, en vez de Cupido, había presidido el desarrollo de los sucesos. Los sátiros del bosque, sin duda, estarían desternillándose de risa. Había sido una escena de opereta: la del signor Givens y su león de guardarropía.

—Hola, señor Givens —saludó Josefa, con su lenta voz de contralto, dulce como la sacarina—. Por poco me hace marrar el tiro con su terrible grito. ¿Se ha hecho daño en la cabeza?

—No —respondió Givens, reprimiéndose—. No me duele nada.

Inclinose ignominiosamente y sacó su preciado sombrero Stetson de debajo del cuello de la bestia. Luego se arrodilló y acarició tiernamente la cabeza del león, que tenía abiertas las fauces.

—¡Pobre Bill! —exclamó como si gimiera.

—¿Cómo? —preguntó inmediatamente Josefa.

—No estaba usted obligada a saber nada, señorita —respondió Givens con el aire del que domina magnánimamente su dolor—. Nadie tiene la culpa. Quise salvarle, pero no pude advertirla a tiempo.

—¿Salvar a quién?

—A Bill. He andado todo el día buscándole. Llevaba dos años siendo nuestra mascota en el campamento. El pobre no era capaz de hacer daño ni a una liebre. Los muchachos quedarán desolados cuando sepan lo ocurrido. Pero no tuve tiempo de avisarla de que Bill solo se proponía juguetear con usted.

Los negros ojos de Josefa se clavaron, escrutadores, en el ranchero. Ripley Givens sostuvo, impertérrito, la mirada. Pasábase la mano por los rubios mechones de su cabeza. Había en sus ojos una expresión de pena mezclada con un contenido reproche. Sus tersas facciones eran la viva imagen del dolor. Josefa se ablandó.

—¿Y qué hacía su mascota aquí? —preguntó—. No hay campamento alguno en las proximidades del vado del Caballo Blanco.

—El animal se escapó ayer del campamento —respondió Givens inmediatamente—. No sé cómo los coyotes no le han asustado. Jim Webster, nuestro herrador, llevó un perrillo zorrero al campamento la semana pasada. Y el perro le hizo imposible la vida a Bill. Le perseguía de continuo, mordiéndole por detrás. Todas las noches, a la hora de acostarse, Bill se metía debajo de la manta de uno de los muchachos y allí dormía, para evitar que el perillo le agrediese. Al final se desesperó y le dio por huir, lo que nunca hubiera hecho, pues Bill tenía mucho miedo cuando se veía fuera del campamento.

Josefa miraba el cuerpo del formidable animal. Givens acariciaba aquellas terribles zarpas capaces de matar a una vaca. Lentamente un intenso rojo cubrió el oliváceo rostro de la joven. ¿Era la vergüenza propia del verdadero deportista cuando tira sobre lo que no es una legítima caza? Sus ojos perdieron la expresión burlona y sus labios el anterior rictus irónico.

—Lamento mucho lo ocurrido —dijo casi con humildad—, pero el animal era tan grande y saltó de un modo que…

—El pobre Bill estaba hambriento —repitió Givens, saliendo inmediatamente en defensa del difunto—. Nosotros le hacíamos saltar antes de darle la comida. Después se tendía en el suelo y se revolcaba hasta que le servíamos su ración de carne. Al verla, pensaría que le llevaba usted la comida.

Josefa abrió mucho los ojos.

—He estado a punto de herirle cuando se interpuso, Givens —observó—. Ha arriesgado usted su vida para salvar al pobre animal. Me son muy simpáticos los hombres que aman a los animales.

Brillaba la admiración en sus pupilas. En resumen, ¿acaso no salía un héroe entre las ruinas de lo que podía haber sido ridículo? La expresión de Givens le hubiera valido probablemente un puesto entre el elenco de una compañía dramática.

—Siempre he amado a los animales —dijo él—. Perros, caballos, vacas, pumas, caimanes…

—Los caimanes son odiosos —respondió en el acto Josefa—. Siempre deslizándose en el barro. ¡Qué repugnantes resultan!

—¿He dicho caimanes? —contestó Givens—. He querido decir antílopes.

La conciencia de Josefa se ablandaba con nuevas muestras de contrición. Tendió penitentemente la mano.

Dos líquidas y lucientes perlas le bailaban en los párpados.

—Perdóneme, señor Givens. No soy más que una mujer y me asusté al principio. Lamento mucho haber matado a Bill. Estoy verdaderamente avergonzada. No sabe cuánto deploro este incidente.

Givens tomó la mano que le ofrecían. La retuvo un rato entre las suyas mientras procuraba que la bondad de su naturaleza se sobrepusiese al dolor sufrido. Parecía natural que hubiese perdonado a la muchacha.

—No hablemos más de esto, señorita Josefa. El aspecto de Bill bastaba para asustar a una joven. Ya explicaré a los muchachos lo sucedido.

—¿No me aborrece? —preguntó Josefa, acercándose a él impulsivamente.

Sus ojos brillaban con inmensa dulzura y expresaban un delicioso arrepentimiento.

—Yo aborrecería a cualquiera que matase a mi gatita. Usted se portó como un bravo al exponer su vida para intentar salvar la del animal. Pocos hombres hubieran hecho lo mismo.

La derrota se convertía en victoria y en drama la opereta. ¡Bravo por Ripley Givens!

Empezaba a oscurecer. No se podía dejar que Josefa regresase sola a su rancho. Givens volvió a ensillar a pesar de las miradas de contrariedad del caballo y cabalgó al lado de la joven. Y sobre la suave hierba galoparon la princesa y el hombre amante de los animales. Los olores de la pradera, llena de jugosas emanaciones de tierra y del aroma de delicados capullos en flor, les envolvían por todas partes. Los coyotes aullaban en las laderas de los montes. No había nada que temer. Y sin embargo…

Josefa se acercó más al vaquero. Alargó su pequeña mano y Givens la encontró sobre la suya. Los caballos avanzaban a idéntica velocidad. Las dos manos seguían idas. La propietaria de una de ellas explicó:

—Nunca he tenido miedo de nada, pero ahora pienso lo terrible que hubiera sido toparme con un auténtico león mexicano. ¡Pobre Bill! Me siento más segura al lado de usted.

 

O’Donnell estaba sentado en la galería del rancho.

—Hola, Rip —saludó—. ¿Qué hay?

—Me ha acompañado —dijo Josefa—. Perdí el camino y se me hizo tarde.

—Gracias, Rip —dijo el rey del ganado—. Quédate con nosotros. Mañana te irás a tu campamento.

Pero Givens no aceptó. Tenía que volver al campo para poner en camino a una manada al romper el día. Dio las buenas noches y se fue.

Una hora después, ya apagadas las luces, Josefa, puesto ya su camisón de dormir, se acercó a la puerta y llamó rey, que se hallaba en su dormitorio, al otro lado del enladrillado pasillo.

—Papá —dijo—, ¿te acuerdas de ese puma que llamaban El Diablo de la Oreja Partida? El que mató a González, el pastor de Martin, y unas cincuenta terneras del rancho Salado. Pues le he matado esta tarde, en el vado del Caballo Blanco. Le metí dos balas en la cabeza con mi 38, cuando ya se lanzaba contra mí. Le reconocí por el corte que el viejo González le hizo de un machetazo en la oreja izquierda al defenderse. Ni tú hubieses tirado mejor, papá.

—¡Enhorabuena, hija! —contestó con su voz de trueno Ben Hablabajito desde la oscuridad de su cámara regia.

*FIN*


“The Princess And The Puma”,
Everybody’s Magazine, 1903


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