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La rebelión

[Cuento - Texto completo.]

Augusto Roa Bastos

Nadie sabe en qué momento han comenzado a reunirse, ni cómo han podido atravesar los cordones de tropas. Lo más extraño de todo es por qué descuido, respeto o indiferencia han dejado reunirse a esas mujeres. Justo ahora y allí, en esta amenaza de catástrofe que pesa sobre la ciudad desde la madrugada.

A las cuatro en punto un fuerte destacamento al mando de un oficial de comunicaciones irrumpió en la central de teléfonos. Fue el primer indicio que tuvimos del cuartelazo. Las cosas comenzaban pues como de costumbre, de modo que en el primer momento no nos alarmamos demasiado. La “crisis” —como llaman los diarios cautamente a estos cólicos endémicos del régimen— no era un secreto para nadie. Pero de un tiempo a esta parte eran tan frecuentes que se había dejado de pensar en ella. Un poco antes de medianoche, los corresponsales de las agencias extranjeras habían enviado el despacho de rigor; un mismo texto para todos, que ya venía redactado en papel con membrete del departamento de prensa de la presidencia: “Reina absoluta tranquilidad en todo el país. El gobierno garantiza el orden y la libertad de trabajo a la población. Los movimientos de tropas que se han observado en los últimos días responden a ejercicios de rutina, que los círculos adversos al gobierno tratan de explotar, como siempre, con evidentes móviles subversivos”.

Así que nada nuevo.

Después un avión comenzó a sobrevolar la ciudad a baja altura durante toda la noche. Sospechamos que se trataba de uno de los vuelos de placer, también de rutina, que según la propaganda de la oposición suele dar el General con sus íntimos y las vestales de turno para cambiar de escenario y de ambiente. Se murmura que ocurren cosas muy divertidas allá arriba, deliciosas orgías, cosas que ni siquiera puede uno figurarse. La campaña de desprestigio de los “círculos adversos” no se detiene ni ante la vida privada de los hombres de gobierno.

Como contagiado por ella, Muleque dijo cuando oímos el avión:

—¡Ya están farreando otra vez!

—Y, viejo —le dije—, déjalos que se diviertan un poco. Ellos se sacrifican. Están en su derecho. ¿O es que les tenés envidia?

—¡Mierda! —farfulló revoleando furioso los ojos.

A mí me gustaba picarlo, remover esa indignación que lo poseía por entero cuando yo bromeaba sobre las cosas que a él lo crispaban. Una cólera sorda de impotencia, de coraje, de asco, lo estremecía de arriba abajo y le hacía temblar el muñón de la pierna en una especie de espasmo casi epiléptico.

—El General —seguí insistiendo— combina su hobby de la aviación con el de las mujeres. ¿Sabés lo que dicen que hace allá arriba? ¿Sabés lo último que hace? Se larga en picada sobre el Panteón de los Héroes, mientras…

—¡Me importa un cuerno! —me cortó con rabia. Sus labios gruesos temblaban dejando entrever las encías sanguinolentas, comidas por la piorrea.

—Ese por lo menos no va a morir en la cama —dije aún—. Un día le va a agarrar un infarto en la picada y se va a hacer bosta sobre el Panteón con putas y todo. ¡Sería lindo ver el Douglas presidencial clavado de nariz en la cúpula! ¿No te parece?

El escupitajo de Muleque erró la salivadera; se enchufó el palo y empezó a tamborilear en el Morse mecánicamente, con la mandíbula casi hundida en el pecho.

El avión continuó runruneando sobre las calles. Se alejaba y volvía sobrevolando el centro, la Escuela Militar, el Cuartel de Policía, las cañoneras fondeadas en la bahía, y de seguro los caminos de acceso a la ciudad. Ahora sabíamos que no se trataba de una de las orgías aéreas del General.

El golpe de mano nos tomó de sorpresa. A esa hora muerta del alba, cabeceando de sueño, Muleque y yo nos hallábamos repasando las bolillas de Civil para el examen, ante dos jarros de mate cocido ya frío, en la sala de transmisión. Muleque se llama en realidad José del Rosario Alcaraz, un apellido que tampoco debe ser el suyo porque desde los tres años, suele contar, lo metieron en el Asilo y no llegó a conocer ni siquiera a su madre, que murió un poco antes o un poco después, nunca pudo saberlo, de su entrada al Asilo. A los doce escapó del siniestro caserón mitad orfanato mitad manicomio, y desde entonces se las arregló como pudo. En una “revolución” anterior, siendo conscripto, dejó la pierna a cambio de la cual le dieron la papeleta de baja y las muletas que tiene. Lo apodamos Muleque por eso, por los palos y por su rizado pelo de zambo. Él fue quien me decidió a reanudar mis estudios en la Facultad. “Déjate de hacer el vago”, me dijo. “Esos versitos y cuentitos que escribís no van a ayudar a nadie en este país, donde la literatura vale menos que una cagada de mosca.” “Yo no quiero ayudar a nadie”, le dije con bronca aquella vez. “Yo escribo para mí, y sí me leen o no me leen me importa un bledo. Escribo porque se me da la gana… Sí, ya sé, vas a decirme que es como masturbarse. ¿Y qué? Cada uno con lo que le calma las glándulas. A vos, la Revolución, así con mayúscula, la jeta inflada al pronunciarla. A mí, la papirofagia, o la papiropaja, sí querés…” pero un tiempo después me inscribí en la Facultad. En las discusiones con Muleque yo siempre perdía por puntos o por abandono. En la Telefónica pedimos que nos pasaran al turno de la noche, para estudiar en las horas baldías de la guardia. Así también, desde el año pasado, me hizo entrar en el movimiento clandestino. Al principio, la verdad que el asunto no me interesaba más que por su sabor a cosa prohibida y algo romántica, como el de esas logias que formaban los patriotas en tiempos de la Independencia en el pleito contra los godos, y que ahora solo se forman para el contrabando, la quiniela o los permisos de importación.

No es mucho lo que podemos hacer. Disponemos del código para los cifrados de Relaciones Exteriores y de la Armada, con los que solemos pescar de cuando en cuando alguna que otra información interesante. El Ejército ha organizado su propia red; por allí se nos escapan los peces gordos: todo el asunto de las guerrillas, por ejemplo, y también los líos internos de la aparentemente apacible vida castrense. Hacía algún tiempo que andábamos inactivos, un poco olvidados de nuestro papel, lo que había aumentado el malhumor de Muleque, volviéndolo retraído y taciturno. Ahora ni eso; ahora ya no está y yo no puedo hacerle bromas ni nada, y hasta me resulta difícil escribir esto, no solo por el hombro machucado a culatazos, que me sigue doliendo como si lo tuviera entablillado con carbones encendidos, sino también porque en la celda estamos apilados como lombrices en un tarro, y cuando sacan enganchados a los que les toca el interrogatorio, se remueve toda la pila y el pucho de lápiz se me escapa de las manos, entre quejidos, escupidas y empujones. Debo seguir Jo que comencé en la Remington de la sala de transmisión, y que ni siquiera sé dónde habrá quedado. Los que están más cerca se extrañan de mi emperramiento en seguir garrapateando esto. En la semioscuridad, tengo que adivinarme la letra, sin contar que siento un cansancio, una hinchazón rara en todo el cuerpo, una hinchazón de rabia, de dolor, de tristeza, como si todavía bajara corriendo desde allá arriba donde lo dejé con la cabeza descansando sobre la muleta. Y si alguno ahora me preguntara qué es lo que estoy escribiendo y para qué, no sabría qué decirle. Tal vez me enojaría y volvería a rajarles una palabrota furiosa. Me miran de reojo, se miran entre ellos y ya no se animan a preguntarme ni a decirme nada.

 

Cuando el pelotón entró como una tromba, nos quedamos clavados en las sillas. Uno de los números estuvo a punto de dar un culatazo a Muleque porque lo vio manotear sobre el palo, y creyó de seguro que iba a repelerlos a garrotazos.

—¡Muchachos, a trabajar ahora para la revolución! —nos gritó el oficial después de calmar a los suyos.

Un centenar de soldados con equipo de campaña y profusión de automáticas se fortificó en el edificio. Los técnicos de Transradio y los demás empleados de la Telefónica fuimos traídos a atender los conmutadores de la planta automática. Pese a todo, el enérgico capitancito se nos antojó menos fastidioso, como si su condición de sublevado hiciera tolerable su presencia allí. Ya que podía imponer nuestra colaboración con las bayonetas que trajinaban los pasillos, optamos por simular que era espontánea, filmándonos a cambio los cigarrillos que nos distribuyó de entrada nomás. Del valijín que le acercó un soldado, sacó varios cartones de Lucky y fue arrojándonos los paquetes con gesto deportivo. Al rato pujábamos todos en el manipuleo de los controles como si de nosotros dependiera el triunfo del alzamiento. Lo hacíamos para quedar bien pero, en el fondo, para esconder lo que pudiera lucir en nosotros de bronca o de miedo. La única compensación, como digo, era el aroma no frecuente para nosotros de esos Lucky, que tratábamos de hacer durar hasta el último restiro del pucho. Muleque no; con lo que le gustaba Rimar, no prendió uno solo de los importados. Con gesto de repugnancia, de desprecio, los arrojó casi de sobrepique a los más próximos.

—¿Qué te parece? —le pregunté en voz baja.

—No sé, vamos a ver —dijo como en acecho de algo que estaba sucediendo más allá de lo confusamente percibido por nosotros.

Poco a poco las cosas se nos van aclarando a través de las comunicaciones intervenidas, de los nerviosos partes y comunicados del gobierno y de los insurrectos, que se contradicen mutuamente, pero que a su vez se complementan.

No menos de cinco mil hombres por bando están enfrentados en un radio de pocos kilómetros, desde hace diez horas. Si aún no se ha desencadenado el fuego es porque el azar actúa a veces con la espoleta mojada, y además porque al milico más que a ninguno le jode el olor de la pólvora. Debe ser por eso, digo yo. Pero hasta este momento, nadie sabe lo que está pasando entre bastidores del decorado armado para una representación que tarda en empezar.

Mientras menudearon en la mañana los cabildeos entre parlamentarios del gobierno y de los sublevados, era claro que estaban aguardando a que otras unidades se definieran. Pero después de mediodía eso dejó de tener sentido; para esa hora, la última de las guarniciones se había plegado al cuartelazo. Pero el General es muy astuto; no es la primera vez que se ve entre la espada y la pared. No obstante, la ruptura de las acciones se retarda de un modo inexplicable. La confusión y el desaliento cunden en las fuerzas que están frente a frente, desgastadas por la nerviosidad y el calor de este día verdaderamente infernal.

También nosotros hemos caído en una especie de depresión tironeada a medias por la ansiedad y el sopor. Para neutralizarla de alguna manera es que me he puesto a teclear estos apuntes, simulando que traduzco y copio las tiras del Morse, por lo que en definitiva las dos operaciones vienen a ser más o menos idénticas; solo que traducir los puntos y rayas de esta descalabrada estación de mis nervios y hacerlos coincidir con los de la realidad es algo mucho más difícil.

De pronto entra Muleque taqueando muy excitado, y dice en voz alta, sin cuidarse de los números que nos vigilan:

—Se están reuniendo en la Plaza de Armas.

—¿Quiénes?

—Mujeres.

—¿Qué mujeres?

—Qué sé yo. Mujeres.

Un momento después me parece percibir un débil rumoreo que sube desde las calles traqueteadas por los carros de asalto, el rodar de las baterías y los desplazamientos de tropas. Tal vez la sensible vibración del susurro la hemos estado sintiendo desde hace rato más en la piel que en los oídos, entre todo ese ruido. Pero yo no la he sentido claramente hasta que Muleque ha entrado con la noticia. Me hace una seña y voy tras él, en un descuido.

 

Acabo de subir con Muleque a la azotea con el cuento de que íbamos a arreglar un alambre. Trepé al antepecho haciendo como que me atareaba con una de las bajadas de antenas. Algo me dijo, pero no le presté atención en ese momento. Después me volví hacia la plaza. Al principio no las vi. Muleque me apretó el brazo y agitó las manos en dirección a los reflejos que ondean allá abajo. Entonces comencé a verlas, emergiendo poco a poco de entre la opaca brillazón de polvo y calor. Están allí, formando una compacta muchedumbre. El sol de esta tarde de diciembre no las ha hecho cejar; pero no las acobardan tampoco las ametralladoras que erizan los balcones y las terrazas del Palacio de Gobierno, del viejo Cabildo, las troneras de la Escuela Militar y del Cuartel de Policía. Los sublevados han tendido un cinturón de cantones en torno al triángulo defensivo del gobierno; uno de ellos es el de la Telefónica, desde donde podemos observar la aproximada distribución de las fuerzas. Este triángulo tiene en la Plaza de Armas su campo de tiro forzoso, es el sector ubicado entre dos fuegos, algo así como la tierra de nadie en el enfrentamiento de los dos bandos, para esta batalla cuyo estallido se demora indefinidamente. Allí están ellas. Desde arriba se las ve muy pequeñas recortándose sobre el rojo pedregullo de la plaza que llamea al sol. Los “jeeps”, los camiones armados y los coches de lujo de los mandos pasan y se entrecruzan como exhalaciones sobre el fondo de siluetas oscuras e inmóviles. A lo largo de la calle transversal que baja hacia las barrancas, solo divisamos parte de la aglomeración. Muleque se me adelanta siempre un poco, o tal vez mi capacidad de visión es más lenta que la suya. El me muestra esos nuevos grupos de mujeres que afluyen por las calles. Bajo el sol a plomo sus siluetas se yerguen sin sombra, sombras ellas mismas con los mantos oscuros. Casi todas parecen enlutadas en la salvaje reverberación que las iguala y apelmaza en un denso y a la vez transparente hacinamiento. Parpadeo asombrado; me parece increíble y me vuelvo hacia Muleque.

—Seguro habrán traído comida a los soldados —digo por decir algo.

—¡Como para comida están ellos! —farfulla Muleque.

—Se habrán juntado para algún funeral.

—El funeral lo van a hacer después. ¿No ves que es una manifestación? —su voz le tiembla un poco.

—¿Por dónde habrán podido llegar?

—Están allí —dice Muleque.

—Pero cómo las dejaron pasar… Ah, ya sé… —no quiero darme por vencido—. Han venido desde la Catedral y el Seminario Viejo. Debe ser una procesión por el día de la Virgen.

—Ya pasó el 8 de diciembre.

—Por la octava entonces.

—Ya pasó la octava.

Muleque no se inmuta. Para él, esas mujeres están ahí, simplemente; no le interesa cómo han podido llegar. Es posible, sin embargo, que las tropas las hayan dejado pasar y reunirse en la creencia de que se trata de una procesión religiosa, formada exclusivamente por mujeres. Pero esto mismo resulta disparatado.

Lo primero que se adivina en el gentío es que su actitud, si bien puede confundirse con un aire de fervor religioso, no tiene nada de esa pasividad por delegación en que las procesiones parecen anclar. Este gentío está encallado en un tozudo empecinamiento, en una especie de irrevocable confianza en las propias, limitadas, débiles fuerzas. Un oleaje que al batir la escollera se hubiese petrificado en su propia fragilidad. Si se pudiera oírlo desde aquí, se diría que el rumor sube y se apaga por momentos, en algo distinto a un bisbiseo de plegaria, como sí la multitud deliberara en voz baja, como si el oleaje a pesar de su cristalizada inmovilidad continuara batiendo la escollera invisible. Pero no se puede más que imaginarlo con representaciones que uno saca de frases hechas, de los recuerdos; ahora que, por más que escarbe en mis recuerdos, esto que veo allí abajo no se parece a nada conocido, y es que en el recuerdo y tal vez también en la esperanza, las cosas no se parecen más que a sí mismas. Allí está pasando algo extraño. “Algo extraño como la verdad”, dijo una vez Muleque, cabeceando de sueño; pero ya no me acuerdo a propósito de qué.

Puse el cable en su lugar. Muleque ya no estaba a mi lado; solo entonces sentí que el metal me quemaba las manos. Cuando me volví hacía los soldados, vi en sus caras brillantes de sudor una expresión burlona.

 

Alrededor de las dos de la tarde han empezado a recibirse las primeras noticias de las zonas bajo control rebelde, a medida que se han ido normalizando las líneas cuyos conmutadores atiende Muleque. Apa-rentemente —por lo que él afirma—, en el interior del país se están produciendo manifestaciones similares a la de la Plaza de Armas. En todas las ciudades y poblados donde existen guarniciones militares, silenciosas caravanas de mujeres se han congregado frente a los cuarteles. Es casi absurdo; salvo que se trate de un fenómeno de sugestión colectiva. Quise hablar con Muleque, que en un principio nos iba soplando las novedades del interior, pero al capitán se le fue subiendo la mostaza y empezó a insultarnos a todos.

Aprovechando el creciente desorden en la sala de controles, he tratado de llegar de nuevo a la azotea, pero los soldados, esta vez, no han dejado que me acercara hacia la balaustrada. Así que no alcancé a ver el gentío de la plaza, únicamente los carros del Ejército y las camionetas de radiopatrulla de la policía, zumbando excitados como cascarudos a ras de tierra en amenaza de tormenta.

 

Tres de la tarde. Con el mismo pretexto de una reparación, hemos conseguido nuevamente deslizamos con Muleque a la azotea. Es asombroso. Allá abajo continúan estando ellas, impávidas, obcecadas, en esa tierra de nadie, preñada de muerte, reverberante y sombría a la vez; allí y en todos los otros lugares donde se han reunido a impulsos de esa especie de confabulación que se ha propagado como una onda magnética.

De pronto una camioneta ha empezado a girar alrededor de la muchedumbre, atronando el aire caldeado con sus altoparlantes, pero no se escucha lo que dice. De seguro las intiman a dispersarse. Mientras la camioneta da vueltas, la multitud permanece inmóvil. A nuestras espaldas, los soldados cabecean borrachos de sol y cansancio, recostados en cuclillas contra las paredes roñosas de sombra de un sector de la azotea, desinteresados por completo de lo que sucede en la plaza. Nos hemos mirado con Muleque. Me ha hecho un gesto como el de quien sabe qué es lo que está ocurriendo, y se ha puesto una mano en pantalla detrás de la oreja como si las voces del altoparlante llegaran hasta él.

—Están ordenando que desalojen la plaza —traduce—. Si no se van, las amenazan de que serán ametralladas.

La multitud no se ha movido. Si esas mujeres están ahí, evidentemente es porque no temen ese riesgo.

—Escucha… —Yo no oigo nada, nada más que ese sordo runruneo.— Están llamando a una de las mujeres al micrófono… —la cara de Muleque se transfigura. Los labios le tiemblan siguiendo las palabras de los altavoces, tratando de captarlas, de repetirlas—. Quieren que suba una de ellas a hablar por los parlantes…

La representación está tomando ribetes absurdos. Pero de seguro todo eso responde a una ley que por el momento se me escapa.

Una vez más se me antoja que las siluetas enlutadas han juntado sus cabezas como en consejo, que un bisbiseo confidencial se ha propagado entre la multitud. He visto que una de las mujeres se ha adelantado hacia la camioneta; me ha parecido que subía, pero tal vez solo ha quedado oculta por el vehículo.

—Está hablando… —dice Muleque con una creciente exaltación—. Dice que no se van a ir… que pueden ametrallarlas si quieren… pero que no se van a ir… —Muleque tragó con fuerza—. Está haciendo un llamado a los hombres, a los esposos, a los hijos, a los hermanos…

—¿Un llamado? ¿Para qué? —pregunto sin entender.

—Para que dejen las armas… ¡Escuchá… escuchá!

En ese momento yo también he oído la voz; cada palabra ha resonado amplificada por los ecos como si hablaran y se correspondieran al mismo tiempo muchas voces. Los ecos han golpeado en los vidrios de las ventanas cercanas con un levísimo chirrido.

—¡Dejen las armas… abandonen los cuarteles, los cantones, los retenes, los puestos! ¡Dejen las ar…! Han estrangulado la voz. Hay un silencio sepulcral. Han cortado de seguro los contactos. Estoy atontado. Lo miro a Muleque; él no está mejor que yo. Se ha combado sobre la balaustrada como si le doliera el vientre y estuviera a punto de vomitar, se toma el pecho con las dos manos. Me vuelvo con ansiedad hacia los soldados, pero ellos no parecen haber oído nada. Allá abajo, despepitando mucho los ojos, veo o se me antoja ver una pequeña figura arrojada a empellones, a culatazos, y el gentío empieza a moverse.

En eso aparece el capitán completamente empapado de sudor, los briches, la campera, pegados al hueso bajo el correaje. Tampoco parece preocupado en lo más mínimo por lo que ocurre abajo sino irritado por la indolencia de sus subordinados. Les pega cuatro gritos y los que están encuclillados en la sombra se remueven maquinalmente y vuelven a sus puestos de mala gana. El capitán da la espalda a la plaza. Bajo el sobaco le negrean los prismáticos. Yo casi extiendo la mano y se los arranco con las ganas que tengo de ver mejor el gran remolino que se está produciendo allá abajo…

 

Me cuesta mucho continuar escribiendo. Tengo la sensación de que el trozo de lápiz se me va alejando cada vez más con la mano descoyuntada, y el esfuerzo para cada trazo me iguala todo el cuerpo en un solo dolor, me aplana contra el piso de la celda como si yo fuera el papel en que escribo. Pero ahora debo seguir de cualquier manera, a como dé fin a estos apuntes. Por Muleque y por mí; pero más que por los dos, por eso que ha pasado y que los demás callan como si cada uno quisiera guardar para sí el sabor de esa esperanza en el fondo de su desesperanza. No hablan, pero se les nota en las miradas febriles, en el modo que tienen de mirarme con una actitud de complicidad en un secreto. Son pocos, pero yo los reconozco. Están también los otros, los que me miran con ojos macilentos de reprobación y de miedo, y ya ni siquiera contestan a las preguntas que hago a los más próximos, no tanto para precisar algunos detalles como para confundirlos y avergonzarlos. Es inútil que quieran convencerme de que no hubo combate, que no se disparó un solo tiro, que las tropas volvieron tranquilamente a sus cuarteles y que todo sigue como antes. Muleque no murió porque le hubiera reventado el corazón el impacto de aquellos que veíamos desde la azotea. Yo vi que los soldados del cantón se negaron a hacer fuego y que el capitán disparó sobre Muleque. Y si ahora me miran y callan burlones cuando yo les digo que fue así, es porque quieren denigrar a Muleque y tratan de exasperarme a mí. Cuando alguno entra como borracho, arrastrando los ojos por el suelo, lleno de moretones y con los huesos rotos por los golpes, sé que es otro que ha mentido, que no se ha animado a decir la verdad, y lo desprecio. Los que han dicho la verdad no han vuelto. Yo tampoco volveré; por eso escribo esto, para que se sepa lo que ocurrió.

 

Cuando en distintos sitios rompió a crepitar el fuego, Muleque se volvió a los soldados y les gritó que no tiraran sobre las mujeres. Los que habían hecho chasquear los cerrojos, bajaron poco a poco las armas, como dije. El capitán desenfundó entonces la pistola y disparó contra Muleque, que se derrumbó sobre el antepecho, girando sobre sí mismo hasta quedar enganchado de los brazos, de cara a la plaza. Él no podía ver ya que los soldados de nuestro cantón se negaban a disparar. Blandiendo la pistola como un energúmeno, el capitán les ordenó que lo hicieran. Pero ellos no se movieron y lo miraron fijo, como desafiándolo. Se abalanzó contra los sirvientes de una automática. No pudo llegar. Una ráfaga lo tumbó de bruces, se retorció un instante convulsivamente, y se quedó inmóvil.

Escondido en un hueco de la mampostería, yo miraba todo ese vértigo que parecía fuese a durar una eternidad. Pero al levantar la mirada, vi lo indecible. Las murallas de la Escuela Militar rebullían por lo alto de arracimadas cabezas en el resplandor ígneo de la tarde. Los más apurados se descolgaban desde las troneras. Parecían racimos de hormigas deslizándose contra la blancura de cal de las murallas. Las puertas se abrieron y vomitaron elásticas siluetas. Era una deserción en masa. Los jóvenes cadetes se habían hecho pasibles de ser fusilados por la espalda. Avanzaron hacia la plaza, formando una muralla de pechos humanos. El estrépito se agigantaba allí. Los carros de asalto llegaron raudamente para ametrallar a los desertores, pero los hombres de la tropa, muchachos, adolescentes, niños casi, se desacataron. No escuchaban, no podían oír las órdenes, los gritos espasmódicos, sordos a todo lo que no fuese ese retumbo que los llenaba y les mandaba desde adentro. En un abrir y cerrar de ojos se consumó otra deserción en masa, que dejó boqueando de ciega impotencia a unos grotescos muñecos. Vociferaban, chillaban, se agitaban en las plataformas de los carros vacíos. No se les veía sino los agujeros negros de las bocas en medio del fragor. Trataban de aferrar las automáticas, pero fueron reducidos por una nueva oleada de combatientes, invisibles hasta ese momento. Desde las casas, desde las barrancas, irrumpían grupos cada vez más numerosos de civiles que se apoderaron de los nidos de ametralladoras, de los carros de asalto, de las piezas de artillería, de las automáticas.

—¡Ellos… son ellos, Miguel! —oí murmurar a Muleque.

Los cadetes, los efectivos de los batallones desintegrados se plegaron y aposicionaron con las brigadas civiles, cuyas vanguardias avanzaban inconteniblemente hacia el Palacio de Gobierno.

Me quedé solo con Muleque. Lo desprendí del antepecho. Le puse despacio sus muletas como almohada. Me miró con sus ojos agónicos, pero él debía escuchar todavía el fragor del combate, el ruido de los pasos, de los millares de pasos sobre las piedras, entre ellos los suyos, aun los de ese pie que le comió la revolución, en esta victoriosa marcha con la que había soñado tanto tiempo. Me tenía agarrada una mano. Sus labios amoratados se movieron con esfuerzo.

—Vamos… a los conmutadores… —susurró aún—. Ayúdame, Miguel…

—Sí, Muleque.

—Tenemos… que trasmitir la noticia… lo último fue ya apenas el gorgoteo de un estertor.

Me costó cerrar los párpados en ese rostro que alumbraba la sonrisa de un muerto. Después bajé corriendo.

*FIN*


El baldío, Buenos Aires, 1966


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