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La receta del curioso

[Cuento - Texto completo.]

Abelardo Díaz Alfaro

La Juana me envió una razón para que fuera a ver a don Pedro que estaba muy malo. El mismo cuadro de siempre. La boca negra del bohío que se abría a la muerte.

—Dentri místel, perdone que lo jaya mandao a bus car, pero es que el Peyo está muy malo, como “yendo y viniéndose”. Y en el fondo oscuro del cuarto sin ventilación, vi a don Pedro entre amarillentas sábanas.

—Místel, siéntese. Y acercó un ture junto al camastro donde estaba acostado don Pedro. La mirada vidriosa hundida en el vacío, los pómulos sobresalientes transparentando la tez lunar.

—Míster, ya ni resuella, usté que es el Social, ¿qué me aconseja?

Contemplé con veneración aquel rostro de mujer abnegada, dolorosa, crucificada en la angustia del tabacal. Y musité esas palabras que afloran a nuestros labios, cuando se nos cierran las veredas de la razón:

—Señora, tal vez, Dios es grande y puede hacer mucho…

Y no quise profanar el silencio mortal que se cernía sobre aquel mísero bohío con palabras sin sentido.

—Místel, yo sé usté jizo cuando pudo. Por su mediación lo llevamos al pueblo. El compae Tello y el compae Juancho lo llevaron en la jamaca. El dotol les dijo que el caso estaba “desafuciao”. El “desafucio” es la sentencia de muerte en el campo, es el nulla est redemptio, es la desesperanza.

—Místel, al Peyo lo mató el tabacal; esa jinchazón es la jediondez del tabaco, que pone a los pobes héticos.

Un rayito de sol, una “miajita” de luz se coló por entre las tablas de palma posándose en la faz nazarena de don Pedro.

Y me fui amargado. Ya en la vereda me pareció ver a don Pedro, llevado en brazos de los compadres en una mal labrada caja. Y hundirse no ya en el blanco semillero del tabacal, y sí en otro semillero de cruces negras del pueblo. Semillas en transplante de eternidad.

Tres días más tarde me llamó don Marce Román, el principal de escuela a su oficina. Don Marce me enseñó mucho de eso que no se aprende en libros y de lo cual se teje la urdimbre misteriosa de la vida.

Allí me aguardaba la Juana. Arrebujada en un paño negro.

—Mire, Díaz Alfaro, doña Juana tiene una cosa que consultar con usted.

Y por lo bajo me dijo:

—Este es un buen caso para ti.

—Doña Juana, ¿cómo va don Pedro?

—Pues místel, de mal en pior, la calentura no le deja.

—Pues doña Juana, usted sabe que aquí estamos a su disposición.

—Si ya lo sé, mistel, usté y don Marce se han portao muy bien colmigo. Mire, pero quiero que me ayuden en esto. Fui donde el “curioso” don Tele, y me recetó este “mistro”. Y quiero que ustedes me impresten algo pa comprarlo. Me vale seis riales.

Y me mostró la receta. En letras borrachas en un papel mugriento, pude leer: tolúa, yerba de cabro, salvia, ruda.

Y habló en mí el trabajador social, que debía luchar con la superstición, con la ignorancia, con la curandería que hace víctimas a las almas crédulas… Y prorrumpí:

—Mire, doña Juana, eso es un engaño; esos curanderos son unos explotadores… Y sentí la mirada cargada de re convenciones de don Marce pesar sobre la mía. Y luego me asió fuerte por el brazo y adelantó:

—Doña Juana, el míster y yo le vamos ayudar para comprar esa receta… Son seis reales, aquí tiene la mitad del dinero. Míster le va a dar el resto… ¡Quién sabe si se cure, Dios es grande!

Enmudecí, aprendí en aquel minuto lo que en siglos no se puede. Y me uní a don Marce en la farsa:

—Sí, cómo no, aquí está el resto. Vaya y cómprese esa receta.

Tal vez le haga bien.

Y la vimos descender la escalera de la oficina, y alejarse por el camino de Certenejas, ingrávida, bamboleándose, pero llevando en el alma un retoño de ilusión.

Y entonces don Marce me dijo algo que no se me olvidará jamás:

—Nunca mates la flor de una esperanza, cuando de la vida solo quedan ruinas.

*FIN*


Terrazo, 1947


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