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La redención de Caliope

[Cuento - Texto completo.]

O. Henry

Caliope Catesby estaba otra vez alunado; empezaba a atacarle el tedio. Este bendito promontorio, la tierra, y especialmente esa porción conocida por Quicksand, solo era para él una pestilente congregación de vapores. El filósofo, atacado por la melancolía, suele buscar alivio en el soliloquio; mi señora se solaza con las lágrimas; el fláccido neoyorquino regaña a las mujeres de su casa por las cuentas de la sombrerera. Tal recurso no bastaba para los habitantes de Quicksand. Caliope, en particular, era dado a expresar su aburrimiento de acuerdo con sus luces.

Por la noche ha desplegado las señales del inminente malhumor, pateando a su propio perro en el porche del hotel y negándose a pedir disculpas. Después se mostró quisquilloso y lleno de caprichos en la conversación. Mientras caminaba tomó varias ramitas de algarrobo para mascar las hojas ferozmente; eso era siempre síntoma alarmante. Otra señal de peligro, para quienes conocían las diferentes etapas de sus rabietas, la constituía su creciente cortesía y la tendencia a usar frases formales. Una áspera suavidad sucedía a su tono natural, penetrante y despacioso. Una ominosa cortesía subrayaba sus modales. Más tarde se le torció la sonrisa (la mitad izquierda de la boca se inclinó hacia arriba) y Quicksand se preparó para resistir.

Generalmente, a esa altura Caliope empezaba a beber. Por fin, cerca de la medianoche, lo vieron ir rumbo a su casa; saludando a quienes encontraba con exagerada, pero inofensiva cortesía. La melancolía de Caliope aún no ha llegado al punto peligroso. Se instalaría ante la ventana del cuarto que ocupaba sobre la peluquería de Silvester, para cantar baladas lúgubres y desafinadas hasta el amanecer, acompañando sus ruidos con un apropiado castigo a su guitarra. Más magnánimo que Nerón, daba así su advertencia musical del inminente disturbio municipal que esperaba a Quicksand.

En cualquier otro momento, Caliope Catesby era un hombre tranquilo y amable (tranquilo hasta la indolencia y amable hasta la inutilidad). En su mejor estado se lo tenía por un gandul y un estorbo; en el peor, era el Terror de Quicksand. Su ocupación ostensible era algún trabajo de subordinado en la línea de las propiedades inmobiliarias: oficiaba de cochero para los seducidos visitantes de la Costa Este que deseaban comprar lotes y campos. Originariamente provenía de los estados del Golfo; su metro ochenta de estatura, el ritmo despacioso de su lengua y sus expresiones coloquiales evidenciaban el lugar de su nacimiento.

Sin embargo, ya adaptado al Oeste, este lánguido trozacajones, portabarriles, habitante de rincones sombreados en los algodonales y las colinas del sur, cobró fama como hombre malo entre hombres que llevaban toda una vida en el estudio de la truculencia como arte.

A las nueve de la mañana siguiente, Caliope estaba listo. Inspirado por sus propias melodías bárbaras y por el contenido de su jarro, estaba bien preparado para recoger laureles frescos, arrancados de las tímidas sienes de Quicksand. Rodeado y cruzado por cartucheras, abundantemente provisto de revólveres y copiosamente ebrio, fluyó por la calle principal. Demasiado caballeresco para tomar a la ciudad por sorpresa y capturarla por una entrada silenciosa, se detuvo en la esquina más cercana para emitir su anuncio: ese temible chillido de bronce, tan similar al de los órganos de vapor que le ha ganado el clásico apelativo, ya más popular que su nombre de bautismo. Siguieron a esa vociferación tres disparos de su cuarenta y cinco, a fin de ir calentando las armas y probando la puntería. Un perro amarillo, propiedad personal del coronel Swazev. dueño del hotel, cayó patas arriba en el polvo, con un solo aullido de despedida. Un mexicano que cruzaba la calle desde la verdulería, con una botella de querosén en la mano, se vio estimulado a una súbita y admirable corrida, sosteniendo aún el cuello de la botella hecha añicos. La nueva veleta dorada que adornaba la vivienda del juez Riley, toda limón y azul marino, se estremeció, aleteó un poco y quedó colgando de una aguja, como juguete de todos los vientos.

La artillería estaba a punto. La mano de Caliope. firme. Sobre él operaba el elevado, tranquilo éxtasis de la batalla habitual, si bien levemente amargado por la tristeza de Alejandro en cuanto a que sus conquistas se limitaran al mundillo de Quicksand.

Calle abajo fue Caliope, disparando a derecha e izquierda. Los vidrios caían como granizo; los perros se batían en retirada; volaban los pollos, chillando, y las voces femeninas alzaban afligidos llamados a todos los niños en general. Ese estrépito se veía perforado, a intervalos, por el staccato de los disparos, así como sofocado periódicamente por el chirrido broncíneo que Quicksand conocía tan bien. Las morriñas de Caliope constituían feriado obligatorio en la ciudad: a todo lo largo de la calle principal, en anticipación de su llegada, los empleados cerraban las puertas y bajaban las persianas. Los negocios languidecerían por un tiempo. Caliope tenía derecho de paso y, según avanzaba, observando la muerte de toda oposición y las escasas oportunidades de distracción, su melancolía aumentó perceptiblemente.

Sin embargo, cuatro cuadras más adelante se estaban efectuando vivaces preparativos para responder al amor del señor Catesby con intercambio de cumplidos y réplicas hirientes. La noche anterior, numerosos mensajeros se han apresurado a advertir a Buck Patterson, comisario de la ciudad, sobre la inminente erupción de Caliope. La paciencia de este oficial, con frecuencia sobrecargada por sus contemplaciones para con las malandanzas del perturbador, estaba ya agotada. En Quicksand se concedía cierta indulgencia a la natural efervescencia de la naturaleza humana. Mientras no se acabara inmisericordemente con la vida de los ciudadanos más útiles, mientras no se perdieran innecesariamente demasiadas propiedades, la comunidad se oponía a imponer la ley con demasiado rigor. Pero Caliope, había sobrepasado los límites: sus estallidos eran demasiado violentos y demasiado frecuentes para caber en la clasificación de un desahogo normal y saludable.

Buck Patterson había estado esperando en su pequeña oficina que el chillido preliminar anunciara la melancolía de Caliope. Al llegar la señal, el comisario se levantó y enfundó los revólveres. Dos subcomisarios y tres ciudadanos, que habían probado las cualidades del fuego, se levantaron también, dispuestos a enfrentarse con las pesadas jocosidades del señor Catesby.

—Rodeen a ese hombre —dijo Buck Patterson, trazando los planes del ataque—. Nada de charla: disparen en cuanto lo tengan a la vista. Manténganse a cubierto y derríbenlo. Es un inútil. Creo que esta vez será su turno de quedar patas arriba. Ábranse y vayan, muchachos. Y no se descuiden, porque él es de los que ponen la bala donde ponen el ojo.

Alto, musculoso y de rostro solemne, con su insignia de comisario reluciente en la pechera de la camisa azul, dio las últimas instrucciones para la matanza de Caliope. Dentro de lo posible el plan debía lograr la caída del Terror de Quicksand sin bajas en el grupo atacante.

Inadvertido de los planes para su escarmiento, el colérico Caliope venía a todo vapor por el canal, lanzando salvas de cañón, cuando súbitamente reparó en las rompientes que lo esperaban. El comisario y uno de sus ayudantes asomaron por detrás de unos cajones, media cuadra por delante, y abrieron fuego. Al mismo tiempo, el resto del grupo, dividido, le disparó desde dos calles laterales. en las cuales maniobraban cautelosamente, después de un ataque por sorpresa. bien organizado.

La primera descarga quebró el martillo a uno de los revólveres de Caliope, le abrió un rasguño en la oreja derecha e hizo estallar un cartucho en el cinturón que llevaba cruzado al pecho, quemándole las costillas. Estimulado por ese inesperado tónico a su depresión espiritual, Catesby ejecutó un fortissimo en lo más alto de su registro y devolvió los disparos como un eco. Los defensores de la ley esquivaron las balas, un poquito demasiado tarde, sin poder evitar que uno de los ayudantes recibiera una herida justo sobre el codo y el comisario, una espina en la mejilla, arrancada por un proyectil de tonel tras el cual se ocultaba.

Y entonces Caliope enfrentó las tácticas del enemigo de igual a igual. Una rápida apreciación le hizo escoger la calle de la cual había recibido el fuego más débil y menos certero; la invadió a toda marcha, abandonando el centro desprotegido de la calle principal. Con rara astucia, las fuerzas opositoras de ese lugar (uno de los ayudantes y dos de los valerosos voluntarios) aguardaron, ocultos tras barriles de cerveza, hasta que Caliope pasó en retirada. De inmediato lo atacaron por la retaguardia. Un momento después recibían refuerzos, provenientes del comisario y su otro ayudante. Entonces Catesby comprendió que, a fin de prolongar eficazmente las delicias de la controversia, debía hallar un medio de reducir la gran superioridad del adversario. En eso, su mirada cayó sobre una estructura que parecía ofrecerle esta promesa, siempre que pudiera alcanzarla.

A poca distancia de allí se levantaba la pequeña estación de ferrocarril: una casa de tres por seis, elevada más de un metro sobre el suelo por una plataforma. Tenía ventanas en cada pared, y podía convertirse en una especie de fortaleza para alguien tan afectado por la superioridad numérica.

Caliope se lanzó en audaz carrera hacia allí, mientras el grupo del comisario disparaba a discreción contra él. Alcanzó su refugio sano y salvo, en tanto el jefe de estación abandonaba el edificio por una ventana, como una ardilla voladora, al verse invadido por la puerta.

Patterson y sus auxiliares se detuvieron bajo la protección de varios maderos para efectuar una rápida consulta. En la estación tenían a un aventurero muy tranquilo, excelente tirador, provisto de abundantes municiones. En treinta metros a la redonda del lugar situado solo había terreno descubierto. Sin duda, quien intentara entrar a esa zona desprotegida sería detenido por las balas de Caliope.

El comisario estaba decidido: Había resuelto que Catesby no volvería a atronar Quicksand con su estridente aullido. Y así lo había proclamado. En lo oficial y en lo personal, se sentía imperativamente obligado a aplicar sordina a tan desafinado instrumento y a música tan fea.

Cerca de allí había una carretilla, utilizada para trasladar pesos pequeños. Estaba junto a un cobertizo, lleno de bolsas de lana consignadas por uno de los ranchos ovejeros. En esa carretilla, el comisario y sus hombres amontonaron tres pesados sacos de lana. Buck Patterson, bien agachado, inició la marcha hacia la fortaleza de Caliope, empujando lentamente la carretilla cargada a manera de escudo. Sus ayudantes, desplegándose, se dispusieron a derribar al sitiado, en el caso de que se expusiera al repeler al representante de la justicia, que se arrastraba hacia él. Solo una vez se les presentó la oportunidad: Caliope disparó desde una ventana y algunos vellones brotaron de la fiel defensa del comisario. Los disparos provenientes de sus hombres se estrellaron contra el marco de la ventana, sin pérdidas para ninguno de los dos bandos.

El comisario estaba tan concentrado en el manejo de su baluarte que solo reparó en el tren de la mañana cuando ya estaba a dos o tres metros de la plataforma. El tren se acercaba por el otro lado. Apenas se detendría un minuto en Quicksand. ¡Qué oportunidad para Caliope! Bastaría con que saliera por la otra puerta y subiera al convoy para alejarse.

Buck, abandonando su protección y con el revólver preparado, subió los escalones como un relámpago y abrió la puerta con un solo empellón de sus voluminosos hombros. Los miembros de su grupo oyeron un solo disparo. Después, el silencio.

 

* * *

 

Por fin el herido abrió los ojos. Tras un espacio en blanco tornó a ver, a oír, recobró la sensación y el pensamiento. Al echar una mirada a su alrededor se encontró acostado en un banco de madera. Un hombre alto, de aspecto perplejo, se erguía ante él, con una enorme insignia en la que se leía “Comisario”. Una viejecita de negro, de rostro arrugado y ojos negros, chispeantes, le sostenía un pañuelo mojado contra una de las sienes. Mientras él intentaba fijar estos hechos en su mente y conectarlos con sucesos anteriores, la anciana empezó a hablar.

—¡A ver, hombre fuerte, grande, forzudo! Esa bala ni siquiera lo tocó. Le rozó la cabeza, no más, y medio lo dejó paralizado por un rato. ¡Si sabré yo de estas cosas! Conmoción, la llaman. Abel Wadkins solía matar ardillas así; él decía que era “descortezarlas”. Bueno, señor, a usted lo descortezaron, pero estará bien en seguida. Ya se siente mucho mejor, ¿no? Quédese quieto un rato más y deje que le refresque la cabeza. Ya sé que no me conoce, y no me sorprende. Vine en ese tren desde Alabama, para ver a mi hijo. Hijo grandote el mío, ¿no? ¡Caramba! ¡Quién diría que era un bebé chiquito! ¿Verdad? Este es mi hijo, señor.

La anciana, volviéndose a medias, levantó la vista hacia el hombre que permanecía de pie; su rostro curtido se encendió con orgullo, en una sonrisa magnífica. Alargando una mano encallecida y venosa, tomó la de su hijo. Después, con una sonrisa animosa para el hombre postrado, continuó sumergiendo el pañuelo en el lavatorio de la sala de espera para aplicárselo suavemente a la sien. Tenía la garrulidad benévola de los muchos años.

—Hacía ocho años que no lo veía —continuó—. Elkanah Price, uno de mis sobrinos, que es maquinista en uno de estos ferrocarriles, me consiguió un pase para venir. Puedo quedarme toda una semana. Después me llevará de regreso. ¡Imagínese, que mi muchachito haya llegado a oficial, a comisario de toda una ciudad! Es casi como los militares, ¿no? Yo no sabía que era oficial; nunca me dijo nada en las cartas. Supongo que no quería asustar a esta vieja con los peligros del puesto. ¡Pero caramba, yo nunca fui dada a sustos! ¿Para qué? Cuando estaba bajando de ese tren oí tiros y vi que salía humo de la estación, pero seguí caminando, no más. Y en eso veo la cara de mi hijo mirándome por la ventana. Lo reconocí en seguida, claro. Salió a la puerta y me abrazó que casi me mata. Y allí estaba usted, señor, tirado allí como muerto, y yo dije que viéramos qué se podía hacer para ayudarlo.

—Creo que ahora me puedo sentar —dijo el paciente conmocionado—; ya me siento mucho mejor.

Y se sentó, todavía algo débil, recostándose contra la pared. Era un hombre corpulento, de huesos grandes y bien plantado. Los ojos firmes, penetrantes, parecieron demorarse en el rostro del hombre que permanecía tan silencioso a su lado. Del rostro que estudiaba pasaron a la insignia de comisario que el otro tenía en el pecho.

—Sí, sí, se va a poner bien —aseguró la anciana, palmeándole el brazo—. Siempre que no vuelva a ponerse pesado, señor, o los demás tendrán que atacarlo. Mi hijo me habló de usted, señor, cuando estaba sin sentido en el suelo. No me tome por una vieja entrometida si le hablo de esto. Fíjese que tengo un hijo de su edad. Y no debe tenerle rencor a mi muchacho por haberlo herido. Los comisarios tienen que defender la ley ; es su deber. Y el que mal anda, mal acaba. Mi hijo no tiene la culpa, señor. Siempre fue buen muchacho; se portaba bien cuando niño; era amable, obediente y bien educado. ¿Le puedo dar un consejo, señor, que no lo haga más? Sea bueno, deje el vino, viva en paz y como Dios manda. Deje las malas compañías y trabaje como la gente honrada. Verá que así podrá dormir en paz.

La mano enguantada de la anciana solicitante rozó con suavidad el pecho del hombre al que se dirigía. Muy severo, muy franco lucía el rostro viejo y gastado. Con su vestido negro descolorido, con su sombrero anticuado, próxima ya al final de una larga vida, resumía la experiencia del mundo. Sin embargo, el hombre al cual se dirigía miraba por encima de ella, contemplando al hijo silencioso.

—¿Qué dice el comisario? —preguntó—. ¿Le parece bueno, el consejo? ¿Qué tal si el comisario habla y dice si aprueba?

El hombre alto se agitó, intranquilo. Por un momento manoseó la insignia que llevaba al pecho, pero en seguida abrazó a la anciana para acercarla a él. Ella sonrió, con la sempiterna sonrisa de quien ha sido madre por sesenta años, y le palmeó la manga oscura con los dedos, torcidos dentro de los mitones. El hijo habló.

—Pues bien —dijo, mirando directamente al otro hombre—, si yo estuviera en su lugar, seguiría el consejo. Si yo fuera un tipo bebedor, enloquecido, sin vergüenza ni esperanza, lo seguiría. Si yo estuviera en su lugar y usted en el mío, le diría: “Comisario, estoy dispuesto a jurar, si me da la oportunidad, que no daré más problemas. Dejaré de meterme en líos y de hacerme el matón. Seré buen ciudadano e iré a trabajar. Basta de tonterías. ¡Que Dios me ayude!”. Eso le diría yo si usted fuera comisario y yo estuviera en su lugar.

—Escuche lo que dice mi hijo —insistió la vieja, suavemente—. Escúchelo, señor. Prometa ser bueno y él no le hará daño. Hace cuarenta y un años que su corazón empezó a palpitar en el mío, y desde entonces siempre ha dicho la verdad.

El hombre se puso de pie, probando los miembros, estirando los músculos.

—En ese caso —dijo—. si usted estuviera en mi lugar y dijera eso, y si yo fuera comisario, le diría: “Queda en libertad; vaya y haga lo posible por mantener su promesa”.

—¡Virgen Santa! —exclamó la anciana, súbitamente alborotada—. ¡Pero si me olvidé por completo del baúl! Vi que un hombre lo dejaba en el andén justo cuando mi hijo se asomaba a la ventana y ¡pluf! se me fue de la cabeza. En ese baúl tengo ocho frascos de mermelada casera ¡de membrillos, hecha por mí! Y no quiero que se me vayan a romper.

Se alejó al trote hacia la puerta. Caliope Catesby dijo a Buck Patterson:

—¿Qué remedio me quedaba, Buck? La vi por la ventana. Ella no sabía una palabra de mis costumbres. Nunca tuve coraje para decirle que yo era un inservible abandonado por la comunidad. Y allí estabas tú, donde mi bala te había dejado, como si estuvieras muerto. De pronto se me ocurrió la idea: te saqué la insignia, me la puse y te transferí mi reputación. Le dije que yo era el comisario y tú un azote de Dios. Te devuelvo la insignia, Buck.

Empezó a quitarse el disco metálico de la camisa, con dedos temblorosos, pero Buck Patterson protestó:

—¡Quieto ahí! Deja esa insignia donde está, Caliope Catesby, y no te atrevas a quitártela antes de que tu madre se vaya. Mientras ella esté a la vista, serás el comisario de Quicksand. Yo me daré una vueltita por ahí para poner a todos en el secreto, y te aseguro que nadie le dirá una palabra. Y escucha, cabeza hueca, chiflado, caso de chaleco: ¡seguirás el consejo que ella me dio! Yo también lo voy a tener un poco en cuenta.

—Buck —exclamó Caliope, de todo corazón—, si no lo sigo, que me…

—Silencio —ordenó Buck—. Allí vuelve.

*FIN*


“The Reformation of Calliope”,
New York World Sunday Magazine, 1904


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