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La rosa

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Tiempo hacía que el infante don Dionís de Portugal estaba comprometido a tomar la roja cruz y emprender el viaje de Palestina al frente de sus tropas, como los demás caballeros, barones y príncipes cruzados de Francia, Alemania, Hungría e Inglaterra; pero no acababa de resolverse. No es que fuese don Dionís ningún cobarde follón, ni ningún mal creyente, ni que no le hubiese punzado, en su primera juventud, el ansia de gloria; es que el albedrío se le había enredado en una cabellera oscura, y sin albedrío no se va a Palestina, ni a ninguna parte.

Los pertrechos y municiones de guerra los tenía prontos; los corceles piafaban ya en las cuadras del alcázar, y todas las mañanas don Dionís advertía a los capitanes que se hallasen preparados a salir antes de la puesta del sol. La orden definitiva de ponerse en marcha era la que no llegaba nunca. Los hombres de armas murmuraban en sus corrillos; los veteranos fruncían el ceño y mascullaban dichos crudos y frases injuriosas, y las mujeres del pueblo, al ver pasar al infante, rebozado en su amplio manto, apresurándose para llegar a la cita, se reían diciéndose bajito:

-Embrujado nos le ha la bellaca.

Por fin se determinó el rey en persona a intervenir en el asunto. Llamando a su hermano, reprendió y afeó su conducta, y le dio a escoger entre partir al frente de la tropa aquella misma tarde o ser recluido en la torre más alta del alcázar. Don Dionís aplazó la respuesta hasta que el sol transpusiese; pero, agobiado de tristeza, hizo sus preparativos y en larga entrevista se despidió de la que así le tenía cautivo voluntario. Después, cabalgando su potro negro, metióse por las fragosidades de la sierra, hasta dar con la ermita donde moraba un anacoreta de avanzadísima edad, a quien los serranos tenían en concepto de santo.

Hay horas, hay crisis morales -y el infante atravesaba una de ellas- en que se experimenta la necesidad de escuchar una voz que venga de otras regiones, las más distantes posible de la tormentosa en que nos agitamos. Dijérase que la propia conciencia encama, adquiere visible forma y habla por boca ajena con energía y gravedad. El infante, en aquel momento, hacía galopar a su potro hacia la cueva del solitario, a través de matorrales y riscos, ansiando respirar aire puro, ser bendecido, recibir estímulo para la santa empresa de la cruzada y dejar en fiel depósito algo que le importaba más que la vida…

A la puerta de su celda excavada en la roca, el ermitaño, sentado en una piedra, se dedicaba a alisar corcho. Su barba blanca relucía como plata a los destellos del Poniente. El estruendo del galope del caballo le movió a levantar la cabeza. Apeóse el infante, ató el potro, sudoroso, cubierto de espuma, a un tronco de árbol, y después se arrojó a los pies del solitario. No sabía por dónde empezar la narración de sus cuitas; al fin rompió a hablar, en dolorida y quebrantada voz. El solitario le escuchaba pacientemente, soltando a ratos alguna palabrilla de consuelo.

-Hijo mío -exclamó al fin, con llaneza cariñosa-: verdaderamente, no sé remediarte. No soy un sabio astrólogo de los que se pasan la noche consultando los astros y el día ahondando los misterios de la cábala y la alquimia; no soy un teólogo profundo; no he aprendido más ciencia que la de vivir en estas soledades rezando y trabajando con mis manos, y los serranos que vienen a consultarme no adolecen de pasiones profundas y quintaesenciadas como las tuyas, ni fluctúan entre el honor y el amor. Son gentes sencillas, y sus disgustos suelen reducirse a que les falta del rebaño la cabra pelirroja. Poco alivio puedo dar a tu enfermedad, y sólo te digo dos cosas: que siendo tú el primer caballero del reino, tu deber es ir, sin titubear, a donde los caballeros vayan, y… que ninguna pasión vale lo que cuesta.

Don Dionís se enjugó con un lienzo la sudorosa frente, arrancó de lo hondo de las entrañas un suspiro, y tomando del arzón del caballo un envoltorio de rico paño de seda blanco bordado de aljófar, lo deslió y sacó dos cofrecillos arábigos de esmalte, de trabajo primoroso.

-Antes de cumplir mi deber partiendo, quiero confiarte este depósito, santo varón -declaró al poner las arquillas en manos del eremita-. ¡Guárdamelo hasta mi vuelta! Empéñame tu palabra de que lo conservarás cuidadosamente en un sitio convenido y conocido de mí, a fin de que si murieses antes de mi regreso, pueda yo recuperarlo. No quiero fiarme de los cortesanos: me serían desleales. En ti está cifrada mi última esperanza…

-No guardo yo esos cofres sin saber lo que contienen. Pudieran encerrar algún maleficio, alguna brujería satánica -contestó receloso el solitario.

Don Dionís abrió el primer cofrecillo, que apareció atestado de monedas de oro, sartas de perlas, joyeles de diamantes: un tesoro.

-Será custodiado, y lo encontrarás a tu vuelta intacto, ¡oh príncipe! -declaró el ermitaño, apresurándose a ocultar el cofrecillo entre los rudos pliegues de su sayal-. ¿Ves aquella encina? Al pie de ella, donde cae al punto de mediodía la sombra de la rama mayor, enterraré tus riquezas, y como nadie puede sospechar que yo poseo nada, libre estoy de temer a bandidos… Veamos el contenido del segundo cofre.

Resistíase el príncipe a abrirlo; al cabo, pálido, tembloroso, con emoción misteriosa y profunda, hizo jugar una llavecita de oro, y en el fondo de la caja apareció una rosa bermeja, fresca y fragantísima.

-Ella misma -dijo el enamorado, cuyos ojos se humedecieron y cuyo corazón saltó en el pecho con ímpetu mortal-, ella misma, con la divina sangre de sus venas, ha teñido esa rosa, que fue blanca, y me la ha dado en señal de inextinguible cariño. Quisiera llevármela conmigo, pero ¿si la perdiese en el desorden del combate? ¿Si caigo prisionero y me la quitan y la profanan? Guárdamela tú. No hay ahí, santo varón, más brujería ni más hechizo que el del amor grande y terrible, y te prometo que ni conjuro ni artes mágicas tienen tal fuerza. Si te acometen los malhechores, entrega lo que llamas tesoro, las monedas, las pedrerías…. ¡pero que yo halle a mi vuelta esa rosa, empapada en la vida suya!

Tres años habían corrido. El eremita alisaba corcho a la puerta de su cueva, mordiendo a ratos un mendrugo de seco pan, cuando escuchó otra vez el tendido galope de un potro, y un caballero de rostro tostado por el sol, de frente atravesada por ancha cicatriz, se detuvo y echó pie a tierra.

-Bienvenido, infante. La paz sea contigo -exclamó el solitario-. Veo escritas en tu cara tus hazañas contra los perros infieles. Me figuro que vienes por tu depósito. Ahora mismo lo desenterraré . Ha crecido sobre él la maleza, y ni imaginar habrán podido los salteadores que ahí se oculta un tesoro…

-¡Ah! La rosa, la rosa es lo que anhelo recobrar -contestó don Dionís-. Cava presto, santo varón, y devuélveme la alegría. He padecido mucho: el calor del desierto ha requemado mi cerebro, el árido polvo ha abrasado y semicegado mis pupilas, la sed ha secado mis fauces, el hambre ha debilitado mi cabeza, el acero ha rasgado mis carnes, la fiebre ha consumido mi cuerpo…; pero así que vea la rosa, todo lo olvidaré, y sólo sentiré gozo de bienaventuranza.

-¿No estás gozoso por el deber cumplido? -interrogó el anacoreta.

-No -repuso el infante-. Soy tan miserable, que eso no me importa; ni aun lo recuerdo. ¡La rosa! Dame tu azadón; ¡cavemos!

De la tierra removida, lo primero que salió fue el cofre lleno de oro y joyas. Al alzar la tapa brillaron resplandecientes los diamantes, y el oriente de las perlas mostró sus suaves cambiantes de aurora. Impaciente el infante, rechazó la arquilla, lanzándola contra el tronco del árbol. A dos azadonazos más, el segundo cofre apareció, y don Dionís, alzándolo piadosamente, lo abrió con transporte.

En el fondo vio algo arrugado y negruzco, que, al darle el aire, se deshizo en ceniza. Y espantados los ojos, amarga con infinita amargura la boca, don Dionís separó las manos y dejó caer el cofre al suelo.



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