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La señora Hermet

[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

Los locos me atraen. Esas personas viven en un país misterioso de sueños extraños, en la nube impenetrable de la demencia en la que todo lo que han visto sobre la tierra, todo lo que han amado, todo lo que han hecho vuelve a empezar para ellos en una existencia imaginada fuera de todas las leyes que gobiernan y rigen el pensamiento humano.

Para ellos ya no existe lo imposible, lo inverosímil desaparece, lo fantástico se hace constante y lo sobrenatural habitual. Esa vieja barrera, la lógica; esa vieja muralla, la razón; esa vieja rampa de las ideas, el sentido común; se rompen, se derrumban, se vienen abajo ante su imaginación dejada en libertad, escapada en el país ilimitado de la fantasía, que va dando saltos fabulosos sin que nada la detenga. Para ellos todo ocurre y todo puede ocurrir. No hacen esfuerzos por vencer los acontecimientos, para domar las resistencias o derribar los obstáculos. ¡Basta un capricho de su voluntad ilusoria para que sean príncipes, emperadores o dioses, para que posean todas las riquezas del mundo, todas las cosas sabrosas de la vida, para que gocen de todos los placeres, para que sean siempre fuertes, siempre bellos, siempre jóvenes, siempre amados! Ellos son los únicos que pueden ser felices sobre la tierra, pues para ellos la Realidad ya no existe. Me gusta inclinarme sobre su espíritu vagabundo como se inclina uno sobre un abismo en cuyo fondo borbotea un torrente desconocido, que viene no de sabe de dónde y va no se sabe adónde.

Pero de nada sirve asomarse a esas grietas, pues jamás podrá saber uno de dónde viene ese agua y adónde va. Después de todo, no es sino un agua parecida a la que corre a la luz del día, y contemplarla no nos enseñará gran cosa. Tampoco sirve de mucho inclinarse sobre el espíritu de los locos, pues sus ideas más extrañas no son, en definitiva, sino ideas ya conocidas, sólo que resultan extrañas porque no están encadenadas por la razón. Su fuente caprichosa nos llena de sorpresa porque no la vemos brotar. Ha bastado que una pequeña piedra haya caído en su curso para que estos borboteos se produzcan. Sin embargo, los locos me siguen atrayendo, y vuelvo hacia ellos constantemente, atraído, bien a mi pesar, por el misterio banal de la demencia.

Un día, cuando visitaba uno de sus asilos, el médico que me acompañaba me dijo: «Venga, voy a enseñarle un caso interesante». Y mandó que abrieran una celda donde una mujer de unos cuarenta años, aún hermosa, sentada en un gran sillón, miraba obstinadamente su rostro en un pequeño espejo de mano. Tan pronto nos vio se levantó, corrió al fondo de la habitación a buscar un velo que estaba echado sobre una silla, envolvió su cara con mucho cuidado, y luego regresó, respondiendo con una inclinación a nuestros saludos.

-¡Y bien! -dijo el doctor- ¿cómo se encuentra esta mañana?

Ella lanzó un profundo suspiro: «¡Oh! mal, muy mal, señor, pues las señales aumentan cada día». Él contestó con tono convencido: «No, no, le aseguro que se equivoca». Ella se acercó y murmuró:

-No. Estoy segura. Esta mañana he contado diez agujeros más, tres en la mejilla derecha, cuatro en la mejilla izquierda y tres en la frente. ¡Es horrible, horrible! ¡No dejaré que nadie me vea, ni siquiera mi hijo, no, ni siquiera él! Estoy perdida, estoy desfigurada para siempre.

Se dejó caer en el sillón y se puso a sollozar. El médico cogió una silla, se sentó en ella y, con una voz suave y consoladora, le dijo:

-Vamos a ver, enséñeme eso, le aseguro que no es nada. Con una pequeña cauterización haré que todo desaparezca.

Ella contestó «No» con la cabeza, sin decir una palabra. Él quiso tocarle el velo, pero ella lo agarró con las dos manos con tanta fuerza que introdujo en él los dedos. Él se puso de nuevo a exhortarla y a tranquilizarla:

-Vamos a ver, usted sabe bien que yo le quito siempre esos feos agujeros, y que una vez que los he tratado ya no se ven absolutamente nada. Si no me los enseña, no podré curarla.

Ella murmuró: «A usted, de acuerdo, pero no conozco a ese señor que lo acompaña».

-También es médico, y la curará aún mejor que yo.

Entonces permitió que le descubriera el rostro, pero su miedo, su emoción, su vergüenza de que la vieran le hacían enrojecer hasta el cuello que se introducía en su vestido. Bajaba los ojos, giraba la cara, a la derecha, a la izquierda, para evitar nuestras miradas, y balbucía: «¡Oh! ¡Sufro tremendamente de que me vean así! Es horrible ¿verdad? ¿Es horrible?». Yo la contemplaba muy sorprendido, pues no tenía nada en la cara, ni una señal, ni una mancha, ni un signo, ni una cicatriz. Se giró hacia mí, siempre con los ojos bajos, y me dijo:

-Contraje esta horrible enfermedad mientras cuidada a mi hijo, señor. Lo salvé pero yo quedé desfigurada. Le entregué mi belleza a mi pobre hijo. En fin, cumplí con mi deber y mi conciencia está tranquila. Si sufro, sólo Dios lo sabe.

El doctor había sacado de su bolsillo un delgado pincel de acuarelista. «Permítame, -le dijo- yo voy a arreglarle todo eso». Ella tendió la mejilla derecha y él comenzó a darle pequeños toques, como si estuviera colocando encima pequeños puntos de color. Hizo lo mismo sobre la mejilla izquierda, luego sobre el mentón y más tarde sobre la frente; luego exclamó: «¡Mire, ya no hay nada, absolutamente nada!». Ella cogió el espejo, se contempló un buen rato con una profunda atención, una atención aguda, con un esfuerzo violento de todo su espíritu para descubrir algo, luego suspiró: «No. Ya no se nota demasiado. Se lo agradezco infinitamente».

El médico se levantó. La saludó, me hizo salir y luego me siguió; y, tan pronto como estuvo cerrada la puerta, dijo:

-He aquí la atroz historia de esta desgraciada: Se llama señora Hermet. Fue muy bella, muy coqueta, muy amada y muy feliz en la vida. Era una de esas mujeres que no tienen en el mundo más que su belleza y su deseo de agradar para sostenerlas, gobernarlas o consolarlas en la vida. El cuidado constante de su frescura, los cuidados de su cara, de sus manos, de sus dientes, de todas las parcelas de su cuerpo que podía enseñar ocupaban todas sus horas y toda su atención. Se quedó viuda, con un hijo. El niño fue criado como lo son todos los hijos de las mujeres de mundo muy admiradas. Sin embargo, ella lo amaba.

“Él creció y ella envejeció. ¿Vio llegar la crisis fatal? No lo sé. ¿Miró, como otras tantas, cada mañana durante horas y horas la piel, antes tan fina, tan transparente, tan luminosa, que ahora se estropea un poco junto a los ojos, se arruga con mil rayas aún imperceptibles, pero que se harán más profundas día a día, mes a mes? ¿Padeció la tortura, la abominable tortura del espejo, del pequeño espejo de puño de plata que uno no puede decidirse a dejar sobre la mesa, que se lanza con rabia y que se vuelve a coger al instante, para volver a ver, desde cerca, desde muy cerca, el odioso y tranquilo deterioro de la vejez que se aproxima? ¿Se encerró diez veces, veinte veces por día, abandonando sin motivo el salón en el que charlaban sus amigas, para subir a su dormitorio y allí, bajo la protección de los cerrojos y las cerraduras, mirar una vez más el trabajo de destrucción de la carne madura que se marchita, para constatar con desesperación el ligero progreso del mal que nadie parece ver aún, pero que ella conoce bien? Ella sabe dónde se producen los ataques más graves, las más profundas mordeduras de la edad. Y el espejo, el pequeño espejo redondo en su marco de plata labrada, le dice cosas abominables, pues habla, parece reírse, se burla y anuncia todo lo que va a venir, todas las miserias de su cuerpo, y el atroz suplicio de su pensamiento hasta el día de su muerte, que será de de su liberación.

“¿Lloró asustada, de rodillas, con la frente en el suelo y rogando, rogando, rogando a Aquel que mata así a los seres y que no les concede la juventud sino para hacerles más dura la vejez, y no les presta la belleza sino para quitársela enseguida; le rogó, le suplicó que hiciera por ella lo que no había hecho por nadie, que le dejara hasta su último día el encanto, la frescura y la gracia? Y luego, comprendiendo que imploraba en vano al inflexible Desconocido que empuja los años, uno tras otro, ¿se revolcó, retorciéndose los brazos, sobre las alfombras de su habitación? ¿Golpeó su frente contra los muebles reteniendo en su garganta los horribles gritos de desesperación? Sin lugar a dudas padeció todas esas torturas. Pues esto fue lo que ocurrió:

“Un día (ella tenía entonces treinta y cinco años) su hijo, que tenía quince, cayó enfermo. Se metió en cama sin que se pudiera determinar aún de dónde procedía su dolencia y de qué naturaleza era. Un cura, su preceptor, permanecía junto a él y no se separaba nunca, mientras que la señora Hermet acudía a preguntar cómo seguía, por la mañana y por la noche. Por la mañana venía aún en bata, sonriente, perfumada ya y, desde la puerta, preguntaba: «¿Qué, Georges?, ¿te encuentras mejor?». El chico, enrojecido, con el rostro hinchado y roído por la fiebre, respondía: «Sí, mamita, un poco mejor». Ella permanecía unos instantes en la habitación, miraba desdeñosamente los frascos de medicamentos haciendo puaf, luego, de pronto, exclamaba: «¡Ah! he olvidado una cosa urgente», y se escapaba corriendo dejando tras de sí el delicado olor de su aseo. Por la noche, aparecía con traje escotado, más apresurada aún pues siempre iba con retraso; y tenía justo el tiempo para preguntar: «Y bien, ¿qué ha dicho el médico?». El cura contestaba: «Aún no está seguro, señora».

“Pero, una noche el cura contestó: «Señora, su hijo ha contraído la viruela». Ella lanzó un gran grito de miedo y se marchó corriendo. Cuando la doncella entró en su dormitorio a la mañana siguiente, notó en la habitación un intenso olor a azúcar quemada, y encontró a su señora con los ojos completamente abiertos, el rostro empalidecido por el insomnio y temblando de angustia sobre su cama. Tan pronto como las contraventanas estuvieron abiertas, la señora Hermet preguntó: «¿Cómo sigue Georges?» – «¡Oh!, hoy no está muy bien, señora».

“Ella no se levantó hasta mediodía, comió dos huevos y una taza de té, como si estuviera enferma, luego salió y se informó en la farmacia acerca de los métodos más eficaces para preservarse del contagio de la viruela. No regresó hasta la hora de la cena, cargada de frascos, y se encerró de inmediato en su dormitorio, donde se embadurnó de desinfectantes. El preceptor la esperaba en el comedor. Tan pronto como lo vio, exclamó con una voz llena de emoción: «¿Y bien?». – «¡Oh!, no está mejor. El doctor está muy inquieto». Ella se echó a llorar y no pudo comer, hasta tal punto se sentía atormentada.

“Al día siguiente, desde el amanecer, mandó preguntar cómo seguía; la respuesta no fue buena, y ella pasó todo el día en su dormitorio, donde ardían dos pequeños braseros que exhalaban olores muy fuertes. Su doncella dijo, además, que se le había oído gemir durante toda la velada. Así transcurrió una semana sin que ella hiciera otra cosa que salir una hora o dos para tomar el aire, hacia media tarde. Ahora solicitaba noticias cada hora y sollozaba cuando éstas eran peores.

“El undécimo día por la mañana, el preceptor, que se había hecho anunciar, entró en su habitación y sin aceptar el asiento que ella le ofrecía, con el rostro grave y pálido, le dijo: «Señora, su hijo se encuentra muy mal y desea verla». Ella se puso de rodillas exclamando: «¡Ah! ¡Dios mío! ¡Ah! ¡Dios mío! ¡No me atreveré jamás a ir! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡socórreme!». El sacerdote continuó: «¡El médico tiene pocas esperanzas, señora, y Georges la espera!». Luego se marchó. Dos horas más tarde, como el joven, que se sentía morir, llamaba de nuevo a su madre, el preceptor volvió a entrar en su dormitorio y la encontró aún de rodillas, llorando y repitiendo: «No quiero… no quiero… Tengo demasiado miedo… no quiero…». Intentó convencerla, darle ánimos, llevársela. Sólo consiguió que le diera un ataque de nervios que le duró mucho rato y que le hizo gritar.

“Cuando el médico regresó por la tarde, fue informado de esta cobardía, y declaró que él la llevaría, por las buenas o por las malas. Pero después de haber empleado todos los argumentos, cuando la levantaba por la cintura para llevarla junto a su hijo, ella agarró la puerta, se aferró a ella con tanta fuerza que no hubo forma de arrancarla de allí. Luego, cuando la soltaron, se arrojó a los pies del médico, pidiendo perdón y excusándose por ser tan miserable. Y gritaba: «¡Oh! no se va a morir, dígame que no se va a morir, se lo ruego; dígale que lo quiero, que lo adoro…».

“El joven estaba agonizando. Viéndose en sus últimos momentos suplicó que convencieran a su madre para que fuera a decirle adiós. Con esa especie de presentimiento que a veces tienen los moribundos, lo había comprendido todo, lo había adivinado todo, y decía: «Si no se atreve a entrar, dígale sólo que venga por el balcón hasta mi ventana para que yo la vea, al menos, para que pueda decirle adiós con la mirada, ya que no puedo abrazarla».

“El médico y el cura volvieron de nuevo a la habitación de esta mujer: «No arriesga nada -afirmaban- puesto que habrá un cristal entre usted y él». Aceptó, se cubrió la cabeza, cogió un frasco de sales, dio tres pasos en el balcón y, de pronto, ocultando su cara entre las manos, gimió: «No… no… no me atreveré nunca a verlo… jamás… siento demasiada vergüenza… tengo demasiado miedo… no, no puedo». Quisieron arrastrarla, pero se sujetaba con toda su fuerza a los barrotes y lanzaba tales gritos, que los transeúntes, en la calle, levantaban la cabeza.

“Y el moribundo esperaba, con los ojos vueltos hacia esa ventana, esperaba para morir a ver por última vez el rostro dulce y amado, el rostro sagrado de su madre. Esperó mucho rato, y llegó la noche. Entonces se volvió hacia la pared y no pronunció una sola palabra. Cuando amaneció, estaba muerto. Al día siguiente, ella estaba loca.”

FIN


Traducción de Esperanza Cobos Castro




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