Casa digital del escritor Luis López Nieves


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La señora Medwin

[Cuento - Texto completo.]

Henry James

I

 

—Bueno, ¡somos tal para cual! —exclamó el visitante de la pobre dama, al final de la explicación de ésta, de modo francamente desconcertante. La pobre dama era la señorita Cutter, que vivía en South Audley Street, donde tenía una «mitad de arriba» tan escueta que, con aplomo, tenía que hacerla pasar por práctica; y el visitante era su hermanastro, al que hacía tres años que no veía. La señorita Cutter destacaba por una madurez en la que cada uno de los síntomas podría considerarse admirablemente controlado si cierta tendencia a la corpulencia no acabara de proclamarse independiente. Sin duda, su presente insistía demasiado en su pasado, pero con la excusa, lo bastante válida, de que, por supuesto, había sido más bonita en otros tiempos. Era evidente que no estaba satisfecha con esos «otros tiempos»: quería ser más bonita otra vez. No pasaba por alto nada que pudiera producir esa ilusión y, puesto que era hermosa y obesa, vestía casi por completo de negro. Cuando añadía un poco de color, en cualquier caso, no era a sus ropajes. Su exiguo alojamiento tenía la peculiaridad de que todo lo que contenía parecía dar claro testimonio de su posición en la sociedad, como si procediera de la prodigalidad de amigos admiradores. Lo cierto era que estaba adornado casi exclusivamente con objetos que nadie compra para sí, tal como habían comentado en más de una ocasión las espectadoras de su mismo sexo, y habría sido lujoso si el lujo consistiera principalmente en fotografías firmadas, cestos de flores orlados con tarjetas de compatriotas de paso y una pulcra colección de volúmenes rojos, volúmenes azules, volúmenes alfabéticos, guías de todo tipo, para la lucidez londinense destinadas a direcciones y compromisos. En definitiva, estar en la diminuta sala de la señorita Cutter, incluso cuando la señorita Cutter estaba sola —si por casualidad alguien así la encontraba—, era como situarse en el centro del mundo. Parecía una agencia, llena de detalles.

Aquello era lo que el caballero alto, delgado y desenvuelto, allí repantigado, podría haber leído en el sugerente decorado por el que sus ojos se movían sin prisa y sin descanso mientras ella le hablaba.

—¡Oh, vamos, Mamie! —decía de vez en cuando; y las palabras estaban, sin duda, en relación con la impresión así recibida. La relativa juventud de él llevaba la huella de cierto derroche, de la misma manera que ella, su imagen en positivo —demasiado positivo—, llevaba la de la economía. En realidad, en él solo una cosa compensaba todo lo que había perdido, aunque estaba claro que esa cosa algunas veces podría serle útil. Consistía en una indiferencia perfecta, una indiferencia que en aquel momento se dirigía al pretexto —el pretexto de incapacidad, de pura indigencia— con que su hermana lo había acogido. Sin embargo, ese rasgo tenía ahora un mayor alcance, abarcaba holgadamente todas las consecuencias de la rareza, confesaba de antemano la nota falsa que, en semejante lugar, daba él hasta un punto terrible. A él le importaba tan poco que, en algunos momentos, contemplaba su descaro igual que contemplaba su pobreza, su inteligencia, su historia. Lo llevaba todo escrito encima: en su prematura calvicie, en su rostro tenso y surcado, en la distancia que su largo bigote castaño imponía a la valentía; por encima de todo, en su mirada amistosa y, como todos sabían, demasiado sociable para la mera conversación. ¿Qué clase de relación podría establecerse con él en la cual fuera natural mirarlo a los ojos? Llevaba una escasa y tosca capa de Inverness y unos pantalones negros que carecían de cuerpo, brillantes por el uso, que, probablemente, en otros tiempos fueron de vestir. Hablaba con la irremediable lentitud de los americanos —un ritmo demasiado lento para detenerlo— y repetía que se sentía vinculado con la señorita Cutter en una armonía digna de maravilla. La señorita Cutter había estado diciéndole no solo que no podía darle diez libras sino que su inesperada llegada, si insistía en dejarse ver demasiado, podría producir graves interferencias con disposiciones necesarias para el mantenimiento de ella; a lo que él había empezado contestando que, por supuesto, sabía que hacía tiempo que se había gastado todo el dinero, pero que acudía a ella precisamente porque, sin ese auxilio, había llegado a dominar el arte de la vida. Me iría tan contento con un billete de cinco, querida hermana, si me dijeras cómo lo haces. Es inútil que me digas, como siempre, que «la gente es muy amable contigo». ¿Por qué demonios es amable contigo?

—Bueno, uno de los motivos es que hasta la fecha no he estado atada por ningún lastre —dijo Mamie Cutter—; soy lo que soy, ni más ni menos. Es difícil explicártelo ya que, además, no tengo motivos para hacerlo. Soy inteligente, divertida y encantadora —estaba incómoda e incluso asustada, pero conservaba el aplomo y contestaba con la gracia que la caracterizaba—. Me parece que no deberías hacerme más preguntas de las que te hago yo a ti.

—Oh, querida —dijo aquel extraño joven—, yo no tengo misterios. ¿Y por qué, si para eso viniste y le has dedicado tanto tiempo, no lo has conseguido? ¿Por qué no te has casado?

—¿Y por qué no te has casado tú? —replicó ella—. ¿Crees que si yo lo hubiera hecho a ti te iría mejor? ¿Que mi marido te habría aguantado ni un solo momento? ¿Puedo pedirte que tengas la bondad de marcharte ahora mismo? —añadió tras echar un vistazo al reloj—. Estoy esperando a una amiga que tengo que ver a solas por un asunto muy importante…

—¿Y que me vean contigo puede poner en entredicho tu respetabilidad o minar tu calma? —se acomodó imperturbable en su asiento y cruzó de nuevo las largas piernas negras de otro lado dejando ver, por encima de unos zapatos bajos, la absurda franja de un calcetín multicolor—. Entiendo bien tu punto de vista pero, en resumidas cuentas, ¿y si te equivocas? Si no puedes hacer nada por mí, ¿no podrías, al menos, hacer algo conmigo? Si vas a mirar, yo también soy listo, divertido y encantador. He sido tan tonto que no me aprecias. Pero te aseguro que a la gente como yo sí le gusto. Por lo general, no saben lo tonto que he sido; solo ven la superficie —se estiró otra vez mientras ella lo miraba de arriba abajo—, y ¿creerás que les gusta bastante? Yo también soy lo que soy; ni más ni menos. Ésa es la verdad de nuestra familia. ¡Menuda gente! —se expresaba con serenidad. Su voz era suave y apagada, sus ojos agradables, los tonos puros tendían a la solemnidad y conseguían en algunos momentos ese efecto extraño que, con determinadas asociaciones, es tan conocido y celebrado en sociedad—. Los ingleses, más que todos los demás, tienen debilidad por mí. Me llevo muy bien con ellos. Siempre he estado con ellos en el extranjero. Me consideran —explicó el joven— diabólicamente americano.

—¡A ti! —semejante tontería arrancó de Mamie un suspiro de compasión.

Su interlocutor pareció entenderlo.

—¿Sientes nostalgia, Mamie? —preguntó él sin que viniera al caso.

El modo de formular la pregunta hizo que, por algún motivo, a pesar de sus inquietudes, Mamie se echara a reír. Volvió a experimentar cierta indulgencia, algunos recuerdos.

—¡La verdad es que eres gracioso, Scott!

—Bueno —señaló Scott—, eso era precisamente lo que alegaba. Pero ¿tanta nostalgia sientes? —preguntó generosamente, más por ganas de un agradable ejercicio intelectual que por interés práctico.

—¡Me muero de nostalgia! —dijo Mamie Cutter.

—¡Vaya, yo también! —coincidió su interlocutor amablemente.

—Somos las únicas personas decentes —declaró la señorita Cutter—. Y lo sé bien. Tú no, no puedes; y yo no puedo explicártelo. Ven —añadió después de que regresara su impaciencia y aumentara su decisión— a las siete en punto.

La señorita Cutter había abandonado su asiento poco antes y ahora, para que Scott se moviera, se inclinó un poco sobre él; éste, todavía inmóvil, alzó la vista hacia ella. Durante los momentos de silencio, algo íntimo pareció pasar entre ellos, una sensación compartida de fatiga y fracaso y, en definitiva, de comprensión. Incluso con cierto regusto cómico y cínico. En cualquier caso, terminó por decidirse y se levantó despacio, sin dejar de tomar nota de la habitación. Parecía estar contando las fotos, pero miraba hacia las flores con indiferencia.

—¿Quién viene?

—La señora Medwin.

—¿Americana?

—¡No, claro que no!

—Entonces, ¿qué estás haciendo por ella?

—Trabajo para todos —contestó rápidamente.

—¿Para todos los que pagan? Eso imagino. Pero ¿no pagamos solo nosotros?

La forma en que su rara presencia se introdujo en el enfático plural tenía una gracia que a Mamie no le pasó por alto.

—¿Crees que tú pagas?

Ante lo cual, con toda su calma, Scott regresó a su idea encantadora.

—Oh, ponme a prueba y ya verás si no es posible conseguirlo. Cuélame. —Cuando ella le dio bruscamente la espalda, Scott miró el reloj un momento—. Si vengo a las siete, ¿podré quedarme a cenar?

Eso hizo que ella se diera la vuelta de nuevo.

—Imposible. Ceno fuera.

—¿Con quién?

Mamie tuvo que pensar un poco.

—Con lord Considine.

—¡Atiza! —exclamó Scott.

Ella lo miró con expresión sombría.

—¿Y con esa clase de tono consigues tener tanto éxito? Me parece que podrías entender —prosiguió— que si vas a vivir a mis expensas, no debes arruinarme. Tengo que parecer que soy remotamente una dama.

—¿Sí? Pero yo ¿por qué tengo que parecerlo?

El irritado silencio de Mamie estaba lleno de respuestas, pero él, con su inimitable estilo, no le prestó atención.

—No entiendes cuál es mi fuerza real; creo que ni siquiera entiendes cuál es la tuya. Eres lista, Mamie, pero no tanto como yo creía. De todos modos —prosiguió—, lo conseguirás gracias a la señora Medwin.

—¿Conseguiré qué?

—Pues vaya, el cheque que te permitirá ayudarme.

Al oír esto, ella lo miró a los ojos un momento.

—Si vuelves a las siete en punto, pero ni un minuto antes ni un minuto después, te daré dos billetes de cinco libras.

Él lo pensó un poco.

—¿Y a quién esperas un minuto después?

Esta frase la llevó a la ventana con un gemido casi de angustia y no contestó nada hasta después de mirar hacia la calle.

—Si me haces daño, ya lo sabes, Scott, te arrepentirás.

—No te haría daño por nada del mundo. Lo que quiero hacer, en realidad, es ayudarte, y te prometo que no te dejaré, con lo que quiero decir que no me iré de Londres, hasta hacer algo que sea de veras agradable para ti. Me gustas, Mamie, porque me gusta el valor. Me gustas mucho más de lo que yo te gusto a ti. Me gustas mucho, muchísimo —con estas palabras llegó hasta la puerta y la abrió, pero siguió con la mano en el tirador—. ¿Y qué quiere de ti la señora Medwin? —manifestó así.

Ella se había dado media vuelta para verlo desaparecer y, con el alivio de esa perspectiva, satisfizo su curiosidad.

—Lo imposible.

Él esperó otro minuto.

—¿Y vas a hacerlo?

—Voy a hacerlo —dijo Mamie Cutter.

—Bien, pues debe de ser un buen botín. ¡Pongamos tres de cinco! —dijo riendo—. A las siete en punto —y, por fin, la dejó sola.

 

II

 

La señorita Cutter aguardó hasta que oyó que se cerraba la puerta de la casa; tras lo cual, de modo mecánico y ciego, se movió por la habitación, poniendo en su lugar diversos objetos que él no había tocado. Era como si bastaran el acento y la voz de Scott para alterar las formas. Pero no se le permitió que meditara sobre ello mucho rato porque anunciaron enseguida a la señora Medwin. Esta dama, como su anfitriona, tampoco estaba en la primera juventud; su aspecto —los restos dispersos de su belleza manipulados con buen gusto— recordaba una comida ligera en la que las sobras de la cena de la víspera se muestran con una desenvoltura que compensa la falta de presencia. El efecto era tal vez demasiado inmediato para llamarlo interesante, pero era sincera, amable y parecía sorprendida: no era una sorpresa agotadora, sino solo en el grado justo; y su rostro blanco —demasiado blanco— con los ojos fijos, el cabello alborotado y el sombrero Luis XVI podría haber evocado la cabeza de una princesa clavada en una pica durante alguna revolución. De inmediato abordó el asunto que la había llevado allí, con el aire, sin embargo, de obtener de los presagios visibles menos confianza de lo esperado. La complicación residía en el hecho de que, si correspondía a Mamie la tarea de presentar los presagios, esta dama tendía a pintarlos de manera destinada a agigantar su papel. Tal vez en esta ocasión los alterara demasiado, porque su amiga cedió a un momentáneo arrebato de desesperación.

—¿Quiere decir con eso que es sencillamente imposible?

—Oh, no —dijo Mamie con un énfasis de experta.

—¿Pero horriblemente difícil?

—Tan difícil como quiera.

—Entonces, ¿qué puedo hacer que no haya hecho todavía?

—Solo puede esperar un poco más.

—Pero si eso es exactamente lo que he hecho… No he hecho otra cosa. ¡Siempre estoy esperando un poco más!

A pesar de este patetismo, a la señorita Cutter no se le fue el asunto de las manos.

—La cosa es que, tal como le he dicho, lo primero es que la vean.

—¿Y qué pasa si no me miran?

—Mirarán.

—¿Mirarán? —preguntó ansiosa la señora Medwin.

—Mirarán —prosiguió su anfitriona—, si han oído pero no han visto.

—Pero ¿y si miran hacia el otro lado? —siguió objetando la señora Medwin—. No puede ir hasta ellos para obligarlos a que vuelvan la cabeza.

—Eso es justo lo que sí puedo hacer —dijo Mamie Cutter.

Pero su encantadora visitante, sin prestar atención por el momento a aquella matización, había encontrado un modo de decirlo:

—Es lo de siempre. No puedes meterte en el agua si no sabes nadar y no aprendes a nadar si no te metes en el agua. No me dirigirán la palabra hasta que me vean y no me verán hasta que me dirijan la palabra.

La señorita Cutter escuchó esa lúcida reflexión con una brevísima pausa.

—Dice que no puedo obligarlos a que vuelvan la cabeza, pero yo lo he hecho.

Lo dijo con voz tranquila, pero su acompañante dio un respingo.

—¿Dicen «sí»?

La señorita Cutter resumió la situación.

—Todos menos uno: ella dice «no».

La señora Medwin pensó un poco y luego saltó.

—¿Lady Wantridge?

La señorita Cutter, como si fuera más delicada, se limitó a asentir.

—La veré esta tarde o mañana, al final del día. Pero ha escrito.

La visita preguntó de nuevo.

—¿Puedo ver la carta?

—No —dijo con decisión—, pero ya lo arreglaré con ella.

—Entonces, ¿cómo?

—Bien —y la señorita Cutter, como si alzara la vista en busca de inspiración, miró el techo unos instantes—, ya se me ocurrirá algo.

La señora Medwin la miró: era impresionante.

—¿Y ellos vendrán? ¿Los otros? —esa pregunta puso de manifiesto que sí lo harían, al menos en lo que respectaba a lady Edward, lady Bellhouse y la señora Pouncer, que se había comprometido a organizar la convocatoria, el día catorce, a tomar el té: preparados, por así decirlo, para lo peor. Por supuesto, existía siempre la posibilidad de que lady Wantridge ocupara el campo con tantas fuerzas que los paralizara, aunque, al mismo tiempo, ese peligro no parecía encajar con la idea de que «ya lo arreglaría con ella». Quizá era un poco contradictorio, pero resultaba evidente que, si lady Wantridge era quien más podía hacer por una persona en la situación de la señora Medwin, también era quien más podía hacer en contra. Sería, por lo tanto, lo que nuestra amiga llamaba familiarmente una «faena pesada». El efecto de esas consideraciones era, en cualquier caso, que Mamie terminó por acceder a la idea, generosamente sugerida por su cliente, de que le daría un «adelanto» para que pudiera proseguir. La señorita Cutter confesó que, en algunas ocasiones, parecía como si una apenas pudiera salir adelante; pero el anticipo, a pesar de esta delicadeza, se hizo de modo todavía más delicado: la señora Medwin dispuso sobre una de las diminutas mesas un billete, varios soberanos, varias piezas sueltas de plata y dos peniques, todo el contenido de su monedero. Eso pareció aclarar el aire para intimidades más profundas, el fruto de las cuales fue que Mamie, al fin y al cabo, sola entre la multitud, y siempre más cerca de prestar ayuda que de recibirla, al final sacó a la luz que lo que en aquel momento parecía ensombrecer su capacidad para hacerlo era el modo en que Scott había estado comportándose.

—He sido víctima de un asalto —pero tuvo que explicarlo—: por parte de mi hermanastro, Scott Homer. Un pobre diablo.

—¿Qué clase de pobre diablo?

—De todas. En algunas ocasiones lo pierdo de vista, desaparece en el extranjero, pero siempre vuelve, peor que nunca.

—¿Es violento?

—No.

—¿Quejumbroso?

—No.

—¿Solo es desagradable?

—No, es bastante agradable. Listísimo, ha viajado mucho y es de trato fácil.

—Entonces, ¿dónde está el problema?

Mamie pensó un poco y vaciló: parecía contemplar un extenso pasado.

—No lo sé.

—¿Alguna historia antigua? —como su amiga no contestaba, la señora Medwin añadió rápidamente—: ¿Algo raro con el juego?

—No lo sé ¡y no quiero saberlo!

—Ah, bien. Estoy segura de que yo tampoco quiero saberlo —contestó la señora Medwin con cierto ingenio. Y esa nota aguda se sostuvo tal vez en la observación que hizo mientras se preparaba para irse—: ¿Le importa que le diga algo?

Mamie apartó rápidamente los ojos del dinero colocado en el pequeño pedestal.

—Puede decir lo que quiera.

—Solo quiero decir que cualquier cosa molesta que tenga que mantener en un discreto segundo plano hace más maravilloso que haya llegado a donde está usted. Me refiero, ya lo sabe, a su posición.

—Ya la entiendo —contestó la señorita Cutter con una sonrisa algo fría—, se refiere a mi poder.

—Tremendamente notable, tratándose de una americana.

—Ah, nos aprecian ustedes tanto…

—Pero si no los apreciamos, querida —dijo la señora Medwin con sinceridad.

La sonrisa de su acompañante se iluminó.

—Entonces, ¿por qué vienen a mí?

—Oh, usted sí nos gusta —contestó la señora Medwin.

—Pues eso mismo: no existen los «americanos», siempre hay un «tú», un «usted».

—¿Yo? —la señora Medwin parecía encantadora pero un poco desconcertada.

—¡Yo! —Mamie Cutter se echó a reír—. Pero si le gusto, querida amiga, puede juzgar que usted también me gusta a mí —le dio un beso de despedida—. La veré de nuevo después de verla a ella.

—¿A lady Wantridge? Eso espero, de verdad. Mañana a última hora apareceré por aquí, si no me encuentra usted primero. ¿Le ha llegado ya? —preguntó la visita, ahora ya en la puerta.

—No, pero llegará. Hay tiempo.

—Oh, ¡un poco menos cada día!

La señorita Cutter se había acercado a la mesa y miró de nuevo el oro, la plata y el billete, sin pasar por alto los peniques ni un instante.

—¿Y el resto, al día siguiente?

—Esa misma noche, si usted quiere.

—Entonces, cuente conmigo.

—Oh, si no lo hiciera… —pero la puerta se cerró sobre aquella oscura idea. Con ansiedad, y solo después de cerrarla, la señorita Cutter cogió el dinero.

Salió diez minutos más tarde y, dado que las exigencias de su tiempo eran muchas, estuvo fuera tanto rato que a las seis y media no había regresado. A esa hora, por su parte, Scott Homer llamó a la puerta de la señorita Cutter y la doncella, que la abrió con la débil pretensión de sostenerla con firmeza, se aventuró a anunciarle, como una lección bien aprendida, que no se le esperaba hasta las siete. Sin embargo, ninguna lección podía imponerse sobre su arte innato. Scott argumentó cansancio, lo triste que era su Londres —el Londres de la criada— y la necesidad de acurrucarse en algún sitio. Si tenía la amabilidad de dejarlo tranquilo media horita, ese viejo sofá del piso de arriba serviría; en efecto, tomó posesión de él de manera tan rápida y eficaz que cuando, cinco minutos más tarde, echó una ojeada al salón, nerviosa por haber quebrantado la promesa, la incrédula joven lo encontró tumbado cuan largo era y apaciblemente dormido.

 

III

 

Antes de que regresara la señorita Cutter, la situación evolucionó también en otras direcciones y, cuando ese acontecimiento se produjo, pocos minutos después de las siete, las circunstancias fueron, al pie de la escalera, entre ama y doncella, tema de algunas exclamaciones interrogativas y asustados reconocimientos. lady Wantridge había llegado poco después que el intruso y puesto que, según dijo, deseaba esperar, subió directamente a pesar de que le habían dicho que estaba echado.

—¿Y ha entendido con claridad que él estaba allí?

—Oh, sí, señora; me ha parecido oportuno mencionarlo.

—¿Y cómo lo has llamado?

—Bien, señora, me ha parecido injusto con usted llamarlo otra cosa que «un caballero».

Mamie lo comprendió todo, aunque no descartaba que se le escaparan de momento algunos detalles.

—Pero… ¿y si ha tenido tiempo de averiguar que no lo es? —preguntó rápidamente.

—Oh, señora, ha tenido un cuarto de hora.

—Entonces, ¿no sigue con él?

—No, señora; ha vuelto a bajar al final. Ha llamado, la he visto aquí, y ha dicho que no quería esperar más.

La señorita Cutter meditó con aire sombrío.

—Pero había esperado ya…

—Casi un cuarto de hora.

—¡Dios mío! —empezó a subir. Sin embargo, antes de llegar arriba había reflexionado que casi un cuarto de hora era mucho si lady Wantridge solo se había escandalizado, pero era poco si solo le había gustado. Pero ¿cómo podría haberle gustado? La misma esencia de su crisis en aquel momento era que no había manera de que le gustara nada. Mamie solo tuvo que abrir la puerta del salón para darse cuenta de que eso, al menos, no era cierto en el caso de Scott Homer, que estaba horriblemente alegre.

La señorita Cutter expresó a su hermano sin ambages la sensación de que su inoportuno regreso se debía a un egoísmo innato y brutal. Éste había tenido lugar, violando su acuerdo, justo en el momento en que resultaba más cruel para ella que él estuviera allí, y, si ahora ella podía lavarse las manos en lo que a él respectaba, él era el único culpable. La señorita Cutter había entrado, exaltada por el rencor y, por un momento, se había mostrado locuaz; pero aunque podría parecer que su forma de recibirla no iba a hacer más que agravar las cosas, en realidad le sirvió de justificante a Scott e hizo que su relación diera un paso adelante. Scott tenía la habilidad de confundir a quienes querían pelear con él reduciéndolos a la humillación de una curiosidad irritada.

—¿Qué habrá pensado de ti? —preguntó Mamie.

—Mi querida muchacha, no es mujer que piense mucho de nada… Me refiero a nada que le impida hacer lo que a ella le gusta, lo que le pasa por la cabeza. Por supuesto —siguió explicando—, si es algo que no quiere hacer, no hará más de lo que hizo Moisés.

Mamie se preguntó si era así como hablaba a sus visitas, pero se sintió obligada a reconocer su agudeza. Era una descripción exacta de lady Wantridge, y tomó nota de ella para el futuro en un rincón de su heterogéneo cerebro. Sin embargo, se abstuvo de admitirlo en aquel momento y se limitó a dirigirle otra pregunta.

—¿Te has entendido bien con ella?

—Todavía tienes que aprender, querida hermana, y no puedo evitar decírtelo otra vez: me llevo bien con todo el mundo. Me parece que no consigo metértelo en la cabeza. Mira si no cómo me llevo contigo.

Ella casi reconoció su error.

—Por supuesto, lo que quiero saber es si…

—¿Si ha coqueteado conmigo? ¿De manera tímida y, sin embargo (o por ello mismo), avergonzada? Desde luego, le habría gustado muchísimo quedarse.

—Entonces, ¿por qué no se ha quedado?

—Porque debido a algunos otros asuntos, y me he dado cuenta de que era cierto, no tenía tiempo. Veinte minutos, y se ha quedado menos, era todo lo que ha venido a concederte. Así que no temas que la haya asustado, volverá.

Mamie lo pensó un poco.

—Pero ¿no la has acompañado hasta la puerta?

—No ha querido y yo sé cuándo debo obedecer a lo que me dicen e incluso a lo que no me dicen. Quería averiguar cosas de mí; vamos, que quería hablar con tu chica: una perla de fidelidad, por cierto.

—Pero ¿para qué demonios ha subido? —Mamie suplicó de nuevo, mostrando así su necesidad de ayuda.

—Porque siempre sube —después, puesto que ante aquella rápida generalización, para no mencionar la presencia de su pariente, la señorita Cutter no hiciera otra cosa que mostrarse relativamente inexpresiva, añadió—: Quiero decir que sabe cuándo tiene que subir y cuándo tiene que bajar. Tiene instinto; ella no sabía a quién podrías tener aquí. En cualquier caso, es una especie de cumplido para ti. ¡Bueno, Mamie —prosiguió Scott—, no tienes idea de la curiosidad que despertamos, tanto tú como yo! No te creerías lo que he visto. Cuanto más gordo es el pez, más interesado está en la caza.

Mamie seguía escuchando, pero a cierta distancia.

—¿En la caza de qué?

—Pues bueno, de cualquier cosa que los ayude a vivir. ¿Así que llevas aquí todo este tiempo sin averiguar sobre ellos lo que yo he tenido que deducir de cualquier modo? Están muertos, ¿no lo ves? Y nosotros estamos vivos.

—¿Tú? ¡Oh! —Mamie casi se echó a reír al oírlo.

—Bueno, en cualquier caso son gente gastada y vieja; han agotado ya sus recursos. Claro que buscan. Y seré justo con ellos y te diré que no tienen miedo, ¡ni siquiera de mí! —prosiguió mientras su hermana mostraba similar ironía—. En cualquier caso, lady Wantridge no lo ha tenido; eso es lo que quería decir cuando he dicho que coqueteaba conmigo. Hace lo que quiere. En fin, ya lo sabes.

En aquel momento casi le estaba explicando cómo era una de sus mejores amigas y cuando, después de eso, regresó al punto principal de su lección —la incapacidad de Mamie, dada su inferioridad femenina, para comprender que, precisamente, el hecho de que fueran como eran, él y ella, era la carta que tenían que jugar—, y le recordó esa idea, la dejó en un estado de dependencia total. El impulso de la señorita Cutter de presionarlo en relación con lady Wantridge menguó; como si intuyera que, al margen de lo que hubiera sucedido, algo saldría de todo aquello. En cierto modo Mamie iba a quedar decepcionada, pero la impresión la ayudó a reservarse hasta la mañana siguiente, cuando, tal como Scott había previsto, la nueva conocida de éste reapareció, explicando a la señorita Cutter que la víspera había intentado ganar tiempo y que incluso en aquel momento quería ganarlo y no esperar más. No tardó en dar a entender que se había preguntado en qué estaría pensando esa amiga. Debía mostrar dónde estaba antes de que las cosas fueran demasiado lejos. Si había venido con su respuesta sin más demora, deseaba dejarla clara. ¿La señora Medwin? ¡Nunca!

—No, querida, yo no. Ahí me paro.

Mamie sabía que iba a ser una «faena pesada», pero ahora, al principio, sintió que le caía el alma a los pies. No es que hubiera albergado esperanzas de tomar al asalto la posición sino que, como siempre tras un descanso, las defensas de su visitante se alzaban imponentes. Se plantaba siempre con ellas, voluminosas, en mitad del paso; era como una persona instalada en una butaca en algún lugar ilícito de un teatro. No quería moverse y no había manera de rodearla. En realidad, Mamie no había previsto rodearla; se vio obligada a reconocer que, llevada por la ingenuidad y la estupidez, había soñado con conseguir que se rindiera. Su sueño había sido fruto de la necesidad; pero, consciente de que no estaba preparada para ejercer presión, se sintió, casi por primera vez en la vida, superficial y ordinaria. Iban a pagarle, pero ¿con qué iba a pagar ella? Se había comprometido a encontrar una respuesta a esa pregunta, pero la respuesta, de acuerdo con su promesa, no había «llegado». Y mientras tanto lady Wantridge había replegado sus tropas y no había ángulo que no la mostrara, mediante algunos procesos demasiado oscuros para seguirles la pista, como la dura depositaria de la ley social. No era más joven, más fresca o más fuerte que ninguno de ellos; solo era, con una especie de demacrada finura, un gusto por la vida más intenso y todo tipo de cosas detrás y delante, más abismal y más inmoral, más segura y más impertinente. Sus objeciones fueron dos. Una era que lo rechazaba de plano: la otra era que dudaba de que la propia Mamie hubiera valorado adecuadamente el trabajo. No era posible hacerlo. Pero, suponiendo que lo fuera, ¿acaso Mamie era la persona más indicada? Ante esto, la señorita Cutter, con una dulce sonrisa, contestó que entendía que tal vez no pareciera a la altura de la empresa.

—Solo soy una de las personas a las que se les ha ocurrido que usted sí lo es.

—Y entonces, ¿quiénes son las otras?

—Bueno, para empezar, lady Edward, lady Bellhouse y la señora Pouncer.

—¿Quiere decir que ellas irán a conocerla?

—Las he visto y lo han prometido.

—Han prometido ir, por supuesto —dijo lady Wantridge—, si voy yo.

Su anfitriona vaciló.

—Bueno, naturalmente, usted puede impedir que vayan. Pero sería muy amable por su parte que no lo hiciera. Le ruego que no lo haga —suplicó Mamie.

Su amiga miró por la sala de forma muy parecida a como la había mirado Scott.

—¿Y de verdad entienden para qué es?

—Perfectamente. Para que ella pueda ir de visita.

—¿Y de qué le servirá a ella?

La señorita Cutter titubeó, pero al final lo dijo.

—Por supuesto, lo que se espera es que usted se lo pida.

—¿Le pida que vaya de visita?

—La invite a cenar. Que la invite, si tuviera esa infinita bondad, un domingo o algo similar, o incluso a una de las fiestas más mezcladas de Catchmore.

Después de este esfuerzo, la señorita Cutter abrigó menos esperanzas en que su compañera mostrara un extraño buen talante. Y no fue la cordialidad de la ironía, sino pura diversión.

—¿Introducir a la señora Medwin en mi familia?

—Algún día, cuando invite usted a otros cuarenta.

—Ah, pero lo que no veo es qué le importa a usted. Usted es tan bienvenida entre nosotros que difícilmente puede mejorar su posición, ni siquiera proporcionándonos la relación más encantadora.

—Bueno, ya sé lo encantadora que es usted —contestó Mamie Cutter— pero una tiene, al fin y al cabo, más de un lado y más de una simpatía. Me gusta la señora Medwin, ¿sabe?

Ni siquiera al oír esto lady Wantridge se escandalizó; dio muestras de una tranquilidad y de una indiferencia que, por desgracia, eran su manera habitual de mostrarse totalmente insoportable. Señaló que ella sí podía escuchar cosas como aquélla porque era lo bastante inteligente para que no le importaran; pero Mamie debería andarse con cuidado y no ir por ahí diciéndolas sin tapujos. Sin embargo, cuando, al cabo de un minuto, ella se mostró tajante sobre la cuestión de los hechos que eran de dominio público, la señorita Cutter no tardó en disponerse a hacer alguna concesión. Por supuesto, no los discutió: allí estaban; lamentablemente, estaban ya escritos y nada podía hacerse excepto… La verdad es que, al llegar a este punto, a Mamie le resultó un poco difícil.

—Bueno, ¿qué? ¿Simular que se ha olvidado todo?

—¿Y por qué no, cuando lo ha hecho usted en tantos otros casos?

—No ha habido casos tan malos como éste. En todo caso, se les hace frente según vienen. Algunos se pueden sobrellevar; otros, no. Es inútil, mejor dejarlo correr. No tienen arreglo; no se puede hacer. Así pues, con la señora Medwin no se puede hacer otra cosa que disuadirla —y lady Wantridge se puso en pie.

—Bueno, ya lo sabe, yo consigo algunas cosas —Mamie tembló con una sonrisa tan tensa que estaba próxima a la exaltación.

—¿Ayuda usted a la gente? Oh, sí, ya sé que hace maravillas. Pero será mejor que se limite a sus americanos —enfatizó lady Wantridge alegremente.

La señorita Cutter, mirándola, se puso en pie.

—No es justa con sus compatriotas, lady Wantridge. Algunos son francamente encantadores. Además —dijo Mamie—, trabajar para los míos me parece muchas veces, en lo que a intereses se refiere (la inspiración y el entusiasmo, ¿sabe?), cosa demasiado fácil.

Su interlocutora lo sopesó con franqueza.

—Sí, hay que tenerlo en cuenta para comprender su posición. De todas maneras, siempre he pensado que usted mantiene para ellos una agencia de empleo. Vienen a verla y usted los coloca —lady Wantridge prosiguió con la misma falta de convencionalismo—. Pero confieso que persiste el gran misterio…

—¿De cómo me situé a mí misma, para empezar? Sí —concedió valientemente Mamie—, cuando empecé no tuve ninguna agencia. Me abrí paso sola. Ni siquiera acudí a usted, ¿verdad? No reparó en mi existencia hasta que, como dice la señora Short Strokes, «estaba arriba, muy arriba». La señora Medwin —agregó— no puede superarla.

Como su amiga adoptó una expresión vaga, añadió:

—No puede superar mi situación social.

—Bueno, no es muy halagador para usted que digan que nadie puede parecérsele —contestó lady Wantridge jovialmente—. En realidad, la señora Short Strokes es obra suya.

—¡A pesar de su nombre! —Mamie sonrió.

—Oh, ustedes tienen cada nombre… A pesar de todo.

—Ah, tengo algo de artista —tras lo cual volvió a pensar en la gravedad del asunto y miró con ojos expectantes a su amiga. Era consciente de lo poco que le importaba traicionar por fin lo extremo de su necesidad, y de esa necesidad extrema procedía su llamada—. ¿Ha dado usted ya su última palabra? Significa mucho para mí.

Lady Wantridge abordó la cuestión directamente.

—¿Quiere decir que depende de ello?

—¡Por completo!

—¿Es lo único que tiene?

—Lo único. Ahora.

—Pero ¿y la señora Short y todos los demás? Están «forrados», ¿no? ¿No pagan?

—Ah —suspiró Mamie—, si no fuera por ellos…

Lady Wantridge comprendió.

—¿Ha obtenido usted mucho?

—No podría haber seguido adelante.

—Entonces, ¿qué hace con todo?

—Oh, gran parte vuelve a ellos. Los hay de todo tipo, y todo es ayuda. Algunos no tienen nada.

—Oh, si se dedica a dar de comer al hambriento… —dijo lady Wantridge, echándose a reír—. Desde luego, el suyo es un negocio lucrativo —y con una transición inmediata—: ¿La señora Medwin es verdaderamente rica?

—Sí, él se lo dejó todo.

—¿De manera que si digo que sí…?

—Eso me dejaría en muy buena posición.

—Entiendo… ¡y eso la hace a una mucho más responsable! Pero preferiría darle a usted el dinero directamente.

—¡Oh! —murmuró Mamie con frialdad.

—¿Significa eso que no puedo imaginar sus precios? ¡Bueno, me atrevo a decir que no! Pero preferiría darle diez libras.

—¡Oh! —repitió Mamie en un tono que nada indicaba sobre sus precios. La pregunta era más amplia en todos los sentidos—. ¿Nunca perdona? —preguntó en tono de reproche. Sin embargo, en el momento en que decía esto se abrió la puerta y se presentó Scott Homer.

 

IV

 

Scott Homer tenía, a los ojos de su hermana, idéntico aspecto al del día anterior, y también empleó, a su parecer, el mismo saludo imparcial.

—¿Qué tal Mamie? ¿Qué tal, lady Wantridge?

—¿Qué tal está usted hoy? —contestó lady Wantridge con una ecuanimidad que sorprendió a su anfitriona. Parecía que la tranquilidad de Scott fuera contagiosa; parecía incluso que lady Wantridge lo hubiera visto en ocasiones anteriores. ¿Acaso lo habría visto antes, antes incluso de la víspera? Mientras la señorita Cutter se hacía esa pregunta, su visita, en cualquier caso, contestó a la que ella había formulado poco antes—. ¿Que si perdono? —repitió ese personaje en un tono que parecía pasar por alto completamente la interrupción—. ¡Claro que sí! ¡A la cantidad de gente que habré yo perdonado! —lady Wantridge soltó una carcajada, tal vez un poco nerviosa, y miró a Scott. Su forma de mirarlo era precisamente lo que había ya impresionado a su hermana—. ¡Y a la que puedo perdonar!

—¿Puede usted perdonarme a mí? —preguntó Scott Homer.

Lady Wantridge siguió la conversación sin vacilar.

—Pero ¿qué?

Mamie intervino; se volvió directamente a su hermano.

—No la pongas a prueba. Déjalo —había tenido una inspiración; era lo más extraordinario del mundo—. No lo ponga usted a prueba —dijo, volviéndose a su compañera. Tenía una expresión grave, triste, extraña—. Déjelo.

Sí, era una inspiración nítida, que no podría haber explicado, pero que le había llegado, sugerida por algo que había advertido en el rostro de lady Wantridge, en función del reconocimiento expresado. Había sucedido de repente, al ver a las dos figuras que tenía delante, una frente a otra, casi como si una sacudida hubiera agitado una luz. Esa luz se hizo con la ayuda de la sensación de que el silencio de su amiga sobre el incidente del día anterior revelaba cierta clase de conciencia. Pareció sorprendida.

—¿Conoce a mi hermano?

—¿Lo conozco a usted? —preguntó lady Wantridge a Scott.

—No, lady Wantridge —confesó Scott amablemente—, ni pizca.

—Bueno, pues entonces, si tiene que marcharse… —y Mamie le tendió la mano—. La acompañaré al piso de abajo. ¡Tú no! —espetó a su hermano, que inmediatamente adoptó una actitud discreta. Su manera de hacerlo —y ya lo había hecho antes, con lady Wantridge, en relación con su anterior encuentro— le pareció en el momento un tributo instintivo, aunque ciego, a la idea que ella tenía; y puesto que esta repentina idea hacía que lo admirara tanto, así como el ingenio que ambos compartían, le perdonó con gusto su rareza. Él tenía razón. ¡Podía ser todo lo raro que quisiera! ¡Cuánto más raro, mejor! Al pie de las escaleras, después de bajar con la invitada, lo que había garantizado a la señora Medwin que sucedería sucedió—. ¿Lo vio aquí ayer?

—Sí, ¿verdad que es gracioso?

—Sí —dijo tristemente—. Es muy gracioso. Pero ¿lo había visto usted antes?

—Ah, claro que no.

—¡Oh! —y el tono de Mamie podía haber querido decir muchas cosas.

Sin embargo, lady Wantridge, después de todo, lo pasó por alto sin esfuerzo.

—Solo sabía que era uno de sus extraños americanos. Por eso cuando me dijeron ayer, aquí, que estaba arriba esperando que usted volviera, eso no me impidió subir. Pensé que lo sería. Y, desde luego —dijo lady Wantridge con una carcajada—, lo es.

—Sí, es muy americano —prosiguió Mami en el mismo tono.

—Como dice usted, ¡los apreciamos mucho! Adiós —dijo lady Wantridge.

Pero Mamie no había terminado ni por asomo. Cada vez estaba más convencida —o, al menos, eso esperaba— de que tenía un aspecto extraño. Y, la verdad era que, sin lugar a dudas, era extraña.

—Lady Wantridge —exclamó casi con una convulsión—. No sé si usted me entenderá, pero tengo la sensación de que debo actuar con usted de manera… No sabría cómo decirlo… responsable. Es mi hermano.

—Claro, ¿por qué no? —lady Wantridge la miró fijamente—. ¡Es su vivo retrato!

—¡Gracias! —dijo Mamie, más extraña que nunca.

—Oh, tiene buena planta. Es guapo, querida amiga. De una manera rara, ¡pero no cabe duda de que lo es! —lady Wantridge parecía tener ganas de tratar el asunto en broma.

Pero Mamie, más sombría, no quería verlo así. Renegó de su hermano con valentía.

—Me parece horrible.

—Lo es, y de una manera deliciosa. ¿Y de dónde sacan ustedes esa forma de decir las cosas? No es que sea nada especial y lo que dicen no es nada especial, pero resulta muy gracioso.

—De todos modos —insistió Mamie—, no se entusiasme. No puede hacerse, así de sencillo.

—¿No puede hacerse y es así de sencillo? —preguntó lady Wantridge.

—No puede hacerse en absoluto.

—Pero ¿qué es lo que no puede hacerse?

—Pues eso, lo que usted podría pensar, teniendo en cuenta lo agradable que es él. Lo que él dijo que haría usted por él.

Lady Wantridge pensó un poco.

—¿Perdonarlo?

—Le preguntó si usted no podía. Pero usted no puede. Es horrible para mí, tratándose de un parentesco tan cercano, pero mi lealtad, mi lealtad a usted, me obliga a decírselo: mi hermano es una persona imposible.

Lo que acababa de decir era tan asombroso que lady Wantridge tuvo que contestar de un modo u otro.

—¿Qué le pasa?

—No lo sé.

—Entonces, ¿qué le pasa a usted? —preguntó lady Wantridge.

—La cuestión es que no quiero saberlo —explicó Mamie, no sin dignidad.

—En ese caso, yo tampoco quiero.

—Precisamente. Es mejor que no quiera saberlo. Se trata de algo —prosiguió Mamie con cierta incoherencia— que, de un modo u otro, en un momento u otro, parece que hizo; algo que ha supuesto un cambio, una diferencia en su vida.

—¿Algo? —repitió de nuevo lady Wantridge—. ¿Y qué clase de cosa?

Mamie alzó la vista hacia la luneta de la puerta, a través de la cual el cielo de Londres parecía doblemente débil.

—No tengo la menor idea.

—¿Y qué clase de diferencia?

Mamie seguía mirando el tragaluz.

—La que usted ve.

Lady Wantridge, bastante amablemente, pareció preguntarse lo que veía.

—¡Pero si yo no veo nada! Y, al menos —añadió—, parece una diferencia muy divertida. ¡Y tiene unos ojos tan bonitos!

—¡Oh, unos ojos preciosos! —concedió Mamie, pero estaba demasiado triste, en aquel momento, por las circunstancias del personaje, para decir nada más.

Aquello obligó a su acompañante, al cabo de un instante, a proseguir.

—¿Quiere decir que no puede volver a su país?

Mamie sopesó su responsabilidad.

—Solo es una deducción mía… que no puede. Qué pena…

—Entonces, ¿hay algo demasiado terrible…?

Mamie pensó de nuevo.

—No sé qué cosa, para un hombre, puede considerarse demasiado terrible.

—Bueno, puesto que tampoco sabe qué lo sería para una mujer, ¡adiós! —dijo su visita con una carcajada.

Eso puso fin al encuentro; el cual, sin embargo, al terminar con semejante revuelo, durante los días siguientes daría a la señorita Cutter la sensación de que la llevaba el viento. Para empezar, hasta qué punto se había visto arrastrada —o, quizá mejor dicho, empujada— hacia Scott quedó de manifiesto en el breve diálogo que, tras la marcha de su amiga, tuvo con él. Scott dijo de inmediato:

—¡Ya verás cómo me invita a su casa!

—¿Tan pronto?

—Oh, he visto a muchos como ella en distintos lugares, Cannes, Pau, Shanghai, darse incluso más prisa. Siempre sé cuándo lo harán. ¡No puedes pretender que no me quieran! —dijo con tono casi lastimero, como si deseara que pudiera.

—En ese caso, no entiendo por qué eso no te ha ayudado más.

—Vaya, Mamie —razonó él con paciencia—. ¿Qué más podría hacer por mí? Como te digo —explicó—, ésa ha sido mi vida.

—Entonces, ¿por qué vienes a mí en busca de dinero?

—Oh, ¡ellos no me lo dan! —contestó Scott.

—¿Así que eso solo significa que, al fin y al cabo, yo, en el mejor de los casos, debo mantenerte en determinado nivel?

Scott fijó en ella los hermosos ojos que lady Wantridge admiraba.

—¿Quieres decirme que en este momento no estoy manteniéndote yo a ti?

Ella le devolvió la mirada.

—Espera a que ella te lo pida y entonces —añadió Mamie—, declínalo.

Scott, sin excesiva torpeza por su parte, preguntó:

—¿Como si actuara en tu nombre?

La siguiente orden de Mamie fue respuesta suficiente.

—Pero antes, sí, visítala.

Scott tomó nota mentalmente.

—Visito… pero declino. Bien.

—Lo demás —dijo ella—, lo dejo en tus manos.

Y lo dejó, efectivamente, con tal confianza que durante un par de días no solo fue consciente de que no necesitaba dar a la señora Medwin otra vuelta de tuerca sino que eludió, llena de entereza, la reaparición de aquella dama. Hasta el tercer día de espera no la fue a ver y la encontró, como esperaba, tensa.

—¿Lady Wantridge querrá…?

—Sí, aunque dice que no quiere.

—¿Dice que no quiere? ¡Oh, oh! —gimió la señora Medwin.

—De todos modos, vamos a ver qué pasa. ¡La tengo en mis manos!

—¿Cómo?

—A través de Scott, al que ella quiere.

—¡Su hermano malo! —la señora Medwin la miró fijamente—. ¿Qué quiere de él?

—Quiere que los divierta en Catchmore. Haría cualquier cosa por ello. Y él los divertiría, pero no lo hará —declaró Mamie—. No irá a menos que ella venga. Ella tiene que conocerla a usted primero: usted es mi condición.

—¡Oh… oh… oh! —el tono de la señora Medwin era una mezcla de maravilla, esperanza y temor—. Pero ¿él quiere ir?

—Él quiere lo que yo quiera. Ella le marca a usted los límites: yo se los marco a él.

—Pero a ella… ¿no le importa que él sea malo?

La pregunta era tan torpe que Mamie se echó a reír.

—No; no le afecta. Además, quizá no lo sea. No es como en su caso, señora Medwin. La gente parece no darse cuenta. De todos modos, Scott lo ha preparado todo yendo a verla. Él es lo que ella tendrá que tener.

—¿Tendrá que tener?

—Los domingos en el campo. Como una atracción. En realidad, como la atracción principal.

—¿Eso es lo que le ha pedido?

—Sí, y ha declinado la invitación.

—¿Por mí? —la señora Medwin jadeó.

—Por mí —dijo Mamie desde la puerta—. Pero no lo dejaré mucho tiempo —el cabriolé de Mamie había esperado—. Ella vendrá.

En efecto, lady Wantridge fue. Se vieron en South Audley Street, el día catorce, a la hora del té, las damas que Mamie le había mencionado junto con otras tres o cuatro más, y fue un auténtico golpe maestro de la señorita Cutter que, si bien la señora Medwin estaba modestamente presente, la ausencia de Scott Homer fuera notable. Esa ocasión, sin embargo, fue una medalla que requeriría una rara fundición, de la misma manera, ya que en ello estamos, que el tenue claroscuro, el discreto relieve de la transacción pecuniaria que la señora Medwin, en su eufórica gratitud, apenas pudo aguardar a la disgregación de la reunión para completar con munificencia. Un nuevo acuerdo, de hecho, se derivó de éste en ese mismo momento: su concepción había florecido rápidamente en la cabeza de Mamie.

—Ahora él no irá a menos que vaya con usted —y a continuación, dado que la imaginación que ponía al servicio de su cliente siempre iba más deprisa que la de la cliente misma, añadió—: ¡Con él a Catchmore! Cuando él vaya a divertirlos, usted también los divertirá —declaró tranquilamente.

La señora Medwin volvió a dar una respuesta en fragmentos irregulares, pero fue lo bastante inteligible, cuando algo dijo, para interpretarla como muestra de aceptación de que esta nueva oportunidad supondría una tarifa independiente.

—Pongamos —había sugerido Mamie— lo mismo.

—Muy bien, lo mismo.

La conciencia de que sería lo mismo tal vez tuviera algo que ver con el espíritu atento con que Scott terminó por presentarse. Al final, fue una reunión organizada a toda prisa para el Gran Duque, en breve visita a Inglaterra y al cual le gustaban los grupos pequeños, íntimos y divertidos. Aquél fue uno de los más reducidos y al final se consideró que cumplía las otras dos condiciones en grado adecuado, ni mucho ni poco, tras un breve remolino de telegramas de ida y vuelta, y una repetida espera de cabriolés en diversas puertas para incluir a la señora Medwin. Desde Catchmore mismo, robando un momento a la maravillosa tarde del domingo, esa dama tuvo la armoniosa idea de enviar otro cheque. Estaba en pleno éxtasis, pero sus garabatos permitían deducir, sin embargo, que era Scott el que más los divertía. Sin duda, era la atracción principal.

*FIN*


“Mrs Medwin”,
Punch , 1901


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