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La señora Temperly

[Cuento - Texto completo.]

Henry James

I

 

—¡Pero bueno, primo Raymond! ¿En qué está usted pensando? ¡Pero si solo tiene dieciséis años!

—Ella me dijo que tenía diecisiete —contestó el joven como si eso supusiera gran diferencia.

—Bueno, recién cumplidos —contestó la señora Temperly en tono de quien hace una concesión generosa y razonable.

—Bien, es muy buena edad para mí. Soy muy joven.

—Es usted lo bastante mayor para ser juicioso —señaló la señora con una voz suave y grata que siempre quitaba hierro a los reproches, lo que permitía que uno se los tragara como una ciruela cocida y sin hueso—. ¡Pero si ella ni siquiera ha terminado su educación!

—A eso me refiero —dijo su interlocutor—. Si se casara conmigo sería una buena forma de terminarla.

—¿Y ha terminado usted la suya, querido? —preguntó la señora Temperly—. ¡Cómo hablan del matrimonio los jóvenes! —exclamó, mirando al funcionario ambulante que, con una larga vara, encendía las farolas de gas del otro lado de la Quinta Avenida. La pareja estaba de pie, frente al hueco de una ventana, en una de las grandes salas públicas de un inmenso hotel, y el día de octubre iba oscureciendo.

—Bueno, ¿quiere que lo dejemos en manos de las personas mayores? —preguntó Raymond—. Eso es lo que pienso: que ella me sería de gran ayuda —prosiguió—. Quiero volver a París para seguir estudiando. He vuelto a casa demasiado pronto. Todavía no sé ni la mitad de lo que tengo que saber; aquí saben más de lo que yo creía. Sería muy sencillo y viviríamos juntos.

—Bueno, querido Raymond, ya hablaremos cuando vaya usted por fin a París —dijo la señora Temperly, alejándose de la ventana.

—Me gustaría que confiara usted un poco más en mí, prima Maria —dijo Raymond con un suspiro, dándose cuenta de que ésta no prestaba gran atención a lo que le había dicho. En cierto modo, lo irritaba; no pensaba más que en su inminente partida, en sus asuntos, en sus últimos deberes y notas. No se daba importancia pero tampoco era humilde; era demasiado conciliadora para lo primero y demasiado positiva para lo segundo. Pero se movía sin hacer ruido y daba la sensación de ser «capaz de todo»; conocía con claridad de antemano todos los pasos que debía seguir su empresa y Raymond notaba que su imaginación (por convencional que fuera, poseía esa facultad en abundancia) se alojaba ya en uno de esos lujosos premiers, en la mejor zona de los Champs Elysées, que nunca había visto pero de los que, por instinto, parecía saberlo todo. Si lo irritaba, tal vez la envidia tuviera algo que ver: ella se embarcaba al día siguiente rumbo a la ciudad que a él tanto le gustaba, mientras él tenía que quedarse en Nueva York, donde el hecho de que estuviera solo medianamente satisfecho no alteraba el hecho de que tenía allí su estudio, que éste era malo (aunque tal vez a la altura del uso que él pudiera llegar a darle) y que nadie tenía prisas por quitárselo.

Le resultaba fácil hablar a la ligera a la señora Temperly de su regreso, pero no podía volver, a menos que el anciano caballero le diera lo necesario. Ya le había dado muchas cosas anteriormente, y en aquellos momentos (el ajuar de la boda de Marian, que se celebraría en el plazo de tres meses, había costado muchísimo dinero), Raymond no tenía valor para pedir más. Tendría que vender primero algunos cuadros y, para venderlos, antes tenía que pintarlos. Era para él una desgracia que fuera mayor su capacidad para ver lo que quería hacer que su capacidad de hacerlo. Pero debía intentar darse esa satisfacción: hacer un esfuerzo que, ahora que la idea de seguir a Dora al otro lado del océano se había convertido en un incentivo, le parecía más posible. Sin embargo, a pesar de sus aspiraciones e incluso intenciones secretas, no era muy estimulante advertir que no había causado la menor impresión en su prima Maria. Esta certeza estaba tan lejos de agradarle que casi reunió valor para dejar de emplear el cariñoso título con que hasta el momento se había dirigido a ella. Al fin y al cabo, solo se debía a que el marido de ésta había sido pariente lejano de la madre de él. No le interesaba Dora como prima, sino como algo mucho más íntimo. Ignoro si se le ocurrió pensar que la señora Temperly jamás daría a su desagrado el privilegio de abandonar aquel término afectuoso. Podría cerrarle para siempre la puerta de su casa, pero sería siempre su pariente y su «querido primo». Era muy fiel a estos pequeños adornos de las relaciones humanas —el apóstrofo cariñoso e incluso la mano acariciadora— y los usaba de modo cálido y afectuoso, con una bonhomie maternal y campechana. Era con ellos tan generosa como cuidadosa en la selección de sus amigos.

La señora Temperly seguía ahí, con la mano en el bolsito, como si buscara en él algo a tientas; su rostro feúcho, agradable y menudo se le ofrecía con una sonrisa reflexiva, y él se preguntó vagamente si estaría buscando una moneda para comprar su deseo de casarse con su hija. Tal idea estaría en consonancia con la disimulada ligereza con que estaba tratando el ánimo del joven. Si la ligereza se disfrazaba con un aire de tierna solicitud en cualquier asunto relacionado con los sentimientos de su hija, este hecho contribuía a hacer más deliberada su negativa a tomarse en serio su petición de mano. Le pareció igualmente impertinente (aunque sabía que no era ésa su intención) cuando alzó la vista para mirarlo —sus diminutas proporciones siempre la obligaban a echar atrás la cabeza y poner en danza alguna pieza de la cofia— y le preguntó si se había fijado en si le había dado dos llaves atadas con una cinta azul a Susan Winkle, cuando esa fiel pero aturullada criada se había encontrado con ellos en el vestíbulo. Solo pensaba el equipaje y el que él deseara casarse con Dora era el menor incidente de su partida.

—Tengo la sensación de que me lo pregunta solo para cambiar de tema —dijo él—. Creo que jamás en su vida ha olvidado dónde ha dejado unas llaves.

—Pocas veces, pero me pone usted nerviosa —contestó con su sonrisa sincera y paciente.

—Vamos, prima Maria… —fue la ambigua respuesta del joven mientras la señora Temperly miraba con expresión benévola a unas personas carentes de interés que entraban como perdidas en el salón grande y caluroso, decorado con frescos y terciopelo, donde era fácil darse cuenta de que uno se encontraba en un hotel, como lo era, si uno se encontraba en él, ver que se trataba de uno de los mejores. La señora Temperly, desde la muerte de su marido, había pasado gran parte de su vida en hoteles, donde le gustaba creer que preservaba el tono de su vida doméstica libre de toda contaminación y favorecía que sus hijas se desarrollaran en un medio refinado; pero los elegía tan bien como elegía a sus amigos. De un modo u otro, su mera presencia los mejoraba, y hacía entrar y salir a sus hijas de manera extraordinariamente discreta; jamás se las veía corriendo y chillando en los vestíbulos, como hacían otros cientos de niños. Su asiduidad a los hoteles, en los que pagaba facturas enormes, formaba parte de una forma de vida cara pero práctica y también de una teoría según la cual, de un momento a otro y en cuanto resolviera ciertos asuntos complicados que habían recaído sobre ella a la muerte de su marido, se marcharía a Europa a pasar varios años. Si estos asuntos se habían alargado de modo interminable, era por su dificultad inherente y eso no proyectaba la menor sombra sobre su capacidad para darles solución y administrar la considerable fortuna que le había dejado el señor Temperly. Aprovechaba, con actitud arrogante y sin prejuicios, todas las comodidades que le ofrecía la civilización de su época, y habría vivido sin vacilar en un faro si eso hubiera encajado en su proyecto general. En interés de este proyecto se disponía ahora a aprovechar Europa, que todavía no había visitado y cuyas lenguas extranjeras desconocía por completo. Esta vez, sin duda, se embarcaba.

No prestó atención al hecho de que su joven pariente ponía en tela de juicio la posibilidad de que ella llegara a estar nerviosa y tampoco pareció sospechar que él estaba convencido de que nunca podría ponerse más nerviosa que una buena y productiva vaca de Alderney. Se limitó a dirigirse hacia una de las numerosas puertas de la sala, como si quisiera recordarle las muchas cosas que todavía tenía que hacer antes de la noche. Salieron juntos al largo y ancho pasillo del hotel —un panorama de alfombras suaves, puertas numeradas, mujeres deambulantes y perpetua iluminación de gas— y se encaminaron hacia la escalera por la que ella debía subir de nuevo para regresar a sus tareas domésticas. La señora Temperly repasó, una a una, todas las pendientes con serenidad y con el fin de ilustrarlo; pero él estaba seguro de que todo estaría listo a las nueve, la hora que ella había decidido de antemano. En ese momento el pesado equipaje saldría en dirección al barco; ella tenía que estar a bordo, con las niñas y las cosas más pequeñas, a las once de la mañana siguiente. Llevaban treinta maletas, pero eran menos que cuando vinieron de California, cinco años antes. Ahora no volvería a hacerlo. Era cierto que entonces tenía al señor Temperly para ayudarla: éste había muerto, como recordaba Raymond, seis meses después de que se instalaran en Nueva York. Pero, por otra parte, ahora ella era más experta. Reconocía con sinceridad que, entre sus cualidades personales se encontraba la de ser todavía capaz de mejorar. Nunca había manifestado que estuviera ya en posesión de todos los conocimientos necesarios para su carrera; no solo comunicaba a sus amigos que estaba siempre aprendiendo sino que les rogaba que le enseñaran, con un gesto que era en sí mismo un ejemplo.

Cuando Raymond le dijo que daba por hecho que le permitiría ir al vapor para despedirlas, ella no solo accedió amablemente sino que añadió que, si lo deseaba, podía volver a pasar por el hotel aquella noche si no tenía nada mejor que hacer. Tenía que ser entre las nueve y las diez; esperaba a otros amigos, a los que deseaba ver en el último momento y, sin embargo, no se tomarían la molestia de ir al barco.

En ese momento las vería a todas —se refería a todas ellas: Dora, Effie, Tishy e incluso a mademoiselle Bourde—. Hablaba exactamente como si él nunca le hubiera dicho nada de Dora y como si Tishy, que tenía diez años de edad, y mademoiselle Bourde, la institutriz francesa y cuarentona, tuvieran para él el mismo interés. Veía el enorme esfuerzo que tendría que hacer para salvar aquel obstáculo y el aguijón de aquella conciencia era que Dora estaba en manos de su madre. No formaba parte del carácter de la señora Temperly el deseo de imponerse sobre los demás; con todo, tenía a sus hijas muy sujetas y siempre las tendría. No era solo cuestión de cariño; pero solo ella sabía de qué era cuestión. Raymond se alegró del privilegio de ver otra vez a Dora aquella noche y no solo al día siguiente; sin embargo, su madre lo había ofendido tanto que su ofensa lo empujó a un gesto que casi olía a violencia, hecho del que casi me avergüenza dar noticia, pues la cortesía de la señora Temperly privaba de toda justificación a estos abusos de confianza. Tal vez excuse un poco a Raymond Bestwick que estuviera enamorado o que, al menos, creyera estarlo. Antes de que ella se marchara, a los pies de la escalera, le dijo:

—Y, por supuesto, si las cosas van allí como usted quiere, Dora se casará con algún príncipe extranjero.

La señora Temperly no dio muestras de sentirse molesta, pero lo miró por primera vez como si dudara, como si no tuviera claro qué decir. A él, por su parte, le pareció que había algo extraño en esa duda; como si, de repente, por una inspiración, estuviera a punto de cambiar de opinión y de contestarle que, teniendo en cuenta las peculiaridades de Dora (sabía que su madre la consideraba peculiar, igual que él, pero por ese mismo motivo deseaba casarse con ella), el matrimonio de la muchacha con un príncipe era tan improbable que, al fin y al cabo, descartada esa unión, no sería peor él que cualquier otro hombre normal y corriente. Pero no fueron ésas las palabras que salieron de los labios de la señora Temperly y su vacilación se desvaneció en una sonrisa franca.

—¿Sabe lo que decía el señor Temperly? Decía que Dora iba para solterona, que nunca escogería.

—Espero, porque habría sido un disparate, que no dijera que no tendría ninguna oportunidad.

—Oh, ¡una oportunidad! ¿A qué se refiere con esa bonita palabra? —exclamó la prima Maria, riendo, mientras subía las escaleras.

 

II

 

Cuando Raymond volvió, después de la cena, la señora Temperly estaba otra vez en uno de los salones comunes; explicó que las salas de sus habitaciones estaban llenas con las cosas del barco: no había sitio para sentarse. Raymond se alegró sobremanera; le ofrecía la oportunidad de alejarse un poco paseando con Dora, sobre todo porque cuando llevaba allí diez minutos empezaron a entrar más personas. Las atendieron las demás, Effie y Tishy, autorizada a acostarse un poco más tarde, y mademoiselle Bourde, que rogaba a cada uno de los visitantes que le indicara un remedio verdaderamente eficaz contra el mar: algún encantamiento, algún filtro, poción o hechizo.

—No se preocupe, ma’m’selle, tengo un remedio —decía la prima Maria con alegre decisión, cada vez, pero la institutriz francesa empezaba siempre de nuevo.

Dado que el joven estaba a punto de separarse por un período de tiempo indefinido de la muchacha a la que estaba dispuesto a jurar adoración, no cabe duda de que debería estar igualmente dispuesto a jurarle que era la más bella de su especie. Pero, en realidad, advertía con la misma nitidez que amaba a Dora Temperly desde hacía tanto tiempo por cualidades que nada tenían que ver con la rectitud de su nariz o lo rosado de su tez. Su figura era recta, así como su carácter, pero no su nariz, y los filisteos y otras personas vulgares habrían afirmado sin sonrojarse que era poco agraciada. Dada su imaginación artística, Raymond tenía analogías para ella tomadas de la leyenda y de la literatura; se daba cuenta de que a mucha gente le parecía callada, tímida y angulosa, mientras que en su interpretación de sus peculiaridades para él semejaba una figura de la predela de una pintura italiana primitiva o una doncella medieval que vaga por un castillo solitario lejos de su enamorado, que ha partido a las cruzadas. Para él, Dora solo tenía un defecto: la admiración que profesaba a su madre era demasiado indiscriminada. Es fácil que un joven ardiente se sienta algo ofendido cuando averigua que una señorita jamás lo querrá tanto como a su progenitora; y Raymond Bestwick tenía, además, otro motivo de tristeza: Dora disponía, si así lo deseaba, de buenos argumentos para discriminar. Porque ella no tenía nada en común con las demás; no estaba hecha de la misma pasta que la señora Temperly, Effie y Tishy.

Era original, generosa y nada calculadora; además rebosaba sensibilidad y buen gusto para las cosas que a él le importaban. Dora no sabía nada de símbolos o valoraciones convencionales, pero entendía todo lo que se le pudiera decir desde un punto de vista artístico. Estaba hecha para vivir en un estudio y no en un rígido salón, entre tapicerías horriblemente nuevas; y, además, tenía una voz y unos ojos encantadores. Era una pena que fuera tan amable; es decir, le gustaba que lo fuera con él, pero no con su madre. Consideraba que, poco más o menos, había dado su palabra a la dama de que no cortejaría a Dora; pero desde la visita que le había hecho tres o cuatro horas antes se había animado mucho más. Le parecía, después de pensarlo todo atentamente, que se abría una puerta para regresar a París. No era probable que en entre tanto Dora se casara con un príncipe; porque, en primer lugar, la frívola raza de los príncipes seguro que no la apreciaría, y, en segundo lugar, porque en ese asunto ella no seguiría la voluntad de su madre: su amabilidad no iría tan lejos. Podría quedarse soltera por decreto materno, pero no se casaría con un marido que le disgustara. En este razonamiento, Raymond se sentía obligado a cerrar bien los ojos al peligro de que algún príncipe en concreto pudiera no disgustarle, así como a la atracción derivada de lo que su madre podía anunciarle que era su deber. Raymond se daba perfecta cuenta de que estaba en manos de su prima Maria —y, probablemente, también en manos de su gusto— establecer una hermosa cuota matrimonial por cada una de sus hijas. Estaba también seguro de que eso no tenía nada que ver con la naturaleza de su interés por la mayor, tanto porque estaba muy claro que la señora Temperly haría muy poco en favor de él como porque a él no le importaba lo poco que hiciera.

Effie y Tishy estaban sentadas en el círculo, en el borde de unas butacas bastante altas, mientras mademoiselle Bourde examinaba en ellas con satisfacción los resultados de su propia superioridad. Tishy era una niña, pero Effie tenía quince años; las dos estaban muy bonitas, ataviadas con frescos trajes de viaje y con un aire pintoresco derivado del hecho de que Tishy iba provista, para sus aventuras en el extranjero, de un flamante bolsito del que nadie podía separarla, y de que Effie, para no perder «el punto», tenía un dedo metido en un grueso volumen rojo de la guía Murray. Raymond sabía que, por norma, su madre no les habría permitido aparecer en el salón con esos complementos, pero alguna concesión había que hacer a la emoción de la partida. Las dos eran bonitas, con rasgos delicados y ojos azules, y cuando crecieran se convertirían en damitas mundanas y convencionales, al contrario que Dora. Cada vez que hablaban, buscaban el beneplácito de mademoiselle Bourde. Y cuando se dirigían alternativamente a esa cumplida mujer y a su madre, utilizaban con pulcritud una u otra de las dos lenguas que dominaban.

Raymond solo tenía una vaga idea de quiénes eran las personas que habían ido a despedir a la prima Maria y no deseaba tampoco que fuera más nítida, aunque ella lo presentó con firmeza a todo el grupo. Por mucho que en el fondo de su alma pudiera no tenerlo en gran consideración, la prima Maria jamás quedaría mal omitiendo la menor formalidad. Afortunadamente, sin embargo, él no estaba obligado a apreciar todas sus formalidades y preveía el día en que abandonaría ésta en concreto. No estaba tan preparada para ir a París y todavía tenía que llegar el momento en que detestara aquellos tiempos en que había creído correcto «presentar a todo el mundo». A Raymond le resultaba ya muy molesto e intentaba que Dora comprendiera que deseaba llevársela a dar un paseo por los pasillos. Había un caballero con un rizo en la frente que le resultaba especialmente antipático; hacía bromas infantiles que todos reían a coro, como si hubieran ensayado: bromas à la portée de Effie y Tishy y, principalmente, a costa de ellas. Las dos se sumaban a las risas, como si siguieran sin dificultad la conversación, cosa muy posible, y soltaban después un pequeño suspiro con aire de circunstancias. Dora estaba grave, casi triste; cuando se mostraba diferente, como en aquel momento, más consciente era él de lo mucho que le gustaba. Por lo general, él no soportaba los grandes corros de personas que juntaban las sillas en las salas comunes de algún hotel; siempre había alguien que se empeñaba en ser gracioso.

Por fin consiguió llevarse a Dora; se esforzó en dar a aquel movimiento un aire intrascendente. Al fin y al cabo, nada tenía de especial que pasearan un poco por el pasillo; una docena de personas estaba haciendo lo mismo. La joven parecía no sospechar en lo más mínimo que tuviera algo especial que decirle, y respondió a su petición por mera amabilidad. Pero no le interesaba a su acompañante que siguiera en la ignorancia; sin embargo, su convicción de que, a pesar de los cuidados de mademoiselle Bourde, Dora no era una falsa ingenua, hacía que se repitiera que seguía queriendo hacerla suya. Dieron varias vueltas por el vestíbulo, durante las que a Dora Temperly pudo parecerle que su primo Raymond no tenía nada especial que decirle. Éste señaló varias veces que, sin duda, aparecería en París por primavera; pero en cuanto ella contestó una vez que se alegraba mucho, el tema pareció agotado. No obstante, al joven le importaba poco; no era el momento de declararse; solo quería estar con ella. De repente, cuando estaban en el extremo del pasillo más alejado de la sala de donde habían salido, le dijo:

—Tu madre es muy rara. ¿Por qué tiene esa idea de París?

—¿A qué idea te refieres? —Raymond se había detenido y la muchacha estaba parada delante de él.

—Bueno, tiene un gran concepto de la ciudad sin haberla visto y, en realidad, sin saber nada de ella. Da la impresión de haber hecho planes de llevar allí una gran vida.

—Cree que es el mejor lugar —replicó Dora con la tenue sonrisa que encantaba a nuestro joven.

—¿El mejor lugar para qué?

—Bueno, pues para aprender francés —la muchacha seguía sonriendo.

—¿Para que lo aprenda ella? No lo aprenderá, es incapaz.

—No, nosotras. Y otras cosas.

—Ya sabéis francés. Y ya sabéis otras cosas —dijo Raymond.

—Quiere que las sepamos mejor, mejor que las demás jóvenes.

—No sé a qué cosas te refieres —exclamó el joven bastante impaciente.

—Bueno, ya veremos —contestó Dora, riendo.

Raymond no dijo nada durante un minuto; luego, prosiguió:

—Espero que no te ofendas si te digo que me parece curioso que tu madre tenga esas aspiraciones, esos planes napoleónicos, dado que se trata de una señora tranquila de California que no ha visto nunca ninguna de las cosas que tiene en la cabeza.

—Por eso mismo quiere verlas, supongo. Y no sé por qué iba a impedírselo ser de California. En cualquier caso, quiere que tengamos lo mejor. ¿Y el mejor gusto no está en París?

—Sí, y el peor —se sentía abatido cuando ella defendía a la señora Temperly y, para cambiar de tema, preguntó—: ¿Y no estás triste, esta noche, por dejar tu país durante un tiempo indefinido?

No lo animó mucho que la muchacha contestara:

—Oh, ¡iría a cualquier sitio con mi madre!

—¿Y con ella? —preguntó Raymond sarcásticamente cuando apareció mademoiselle Bourde, procedente del salón. Se fue acercando; se reunieron al cabo de un instante con ella y ésta informó a Dora de que la señora Temperly deseaba que volviera y tocara parte de aquella composición de Saint-Saens, la última que había estado estudiando, para el señor y la señora Parminter; querían juzgar si su hija podría defenderse con ella.

—Me parece que no —dijo Dora con una sonrisa; pero se disponía a ponerse en marcha obedientemente cuando su acompañante la retuvo un momento.

—¿Vas a decirme adiós?

—¿No vuelves al salón?

—Creo que no, no me gusta.

—¿Y a mamá? ¿No le dirás nada? —preguntó la muchacha.

—Oh, ya nos hemos despedido, esta tarde hemos tenido una conversación especial.

—¿Y no vendrás mañana al barco?

Raymond vaciló un momento.

—¿Irán el señor y la señora Parminter?

—¡Oh, seguro que irán! —declaró mademoiselle Bourde, vigilando a la joven pareja con tacto y serenidad, pero desde muy cerca, como si pudiera ser su obligación interponerse.

—Bueno, en ese caso, no iré.

—En ese caso, adiós —dijo la muchacha amablemente, tendiéndole la mano.

—Adiós, Dora —le cogió la mano mientras ella le sonreía, pero él no dijo nada más, molestísimo por el modo en que mademoiselle Bourde los vigilaba. Se limitó a mirar a Dora; a él le parecía bonita.

—¡Querida niña… la pobre madame Parminter! —murmuró la institutriz.

—Iré muy pronto —dijo Raymond mientras su acompañante se daba la vuelta.

—Será estupendo —dijo Dora, y se alejó de ellos deprisa, sin mirar atrás.

Mademoiselle Bourde se entretuvo un poco: Raymond no sabía el motivo, a menos que fuera para hacerle notar, con su refinado aplomo francés, el cual adoptaba formas extremadamente benévolas, que le seguía la pista muy de cerca. Algunas veces se preguntaba si copiaba a la señora Temperly o si la señora Temperly intentaba copiarla a ella.

—Tendrá mucho tiempo. Pasaremos un largo período en París —dijo con una sonrisa, frotándose las manos despacio.

—Quizá se sientan decepcionadas —sugirió Raymond.

—¿Qué puede decepcionarnos? Como no sea usted… —dijo la institutriz con voz dulce.

Raymond se fue sin ceremonia: probablemente, la imitadora era la prima Maria.

 

III

 

«Nosotros solos» decía la nota que ella le había enviado; y él llegó, con su impaciencia natural, unos momentos antes de la hora. Recordaba la puntualidad habitual de su prima Maria, pero cuando entró en el espléndido salón del barrio del Parc Monceau —allí la había encontrado instalada— vio que disfrutaría de él un rato a solas. Le gustaba, porque así podría echar un vistazo: había cosas admirables que contemplar. Ni siquiera en aquellos momentos Raymond Bestwick estaba seguro de haber aprendido a pintar, pero no dudaba de su juicio sobre la obra de los demás, y de una sola ojeada supo que la señora Temperly había tenido criterio suficiente para elegir, para el adorno de sus paredes, media docena de piezas de arte contemporáneo francés de inmenso valor. La selección de los objetos había sido igualmente acertada, y Raymond recordó una cosa que Dora le había dicho cinco años antes: que su madre deseaba que tuvieran lo mejor. Sin duda, ahora lo tenían; si bien cinco años era un retraso muy grande para su viaje a París (puesto que su primer plan era ir muy pronto), era un plazo muy corto para que su prima Maria hubiera llegado a lo mejor de lo mejor.

Para su sorpresa, la primera persona en entrar fue Effie, convertida en una joven tan bonita que le habría costado reconocerla. Era rubia, era graciosa, era encantadora y, cuando entró en la habitación, sonrojada y sonriendo, colocándose las cintas de una delicada toilette de jeune fille parisina, avanzó como si flotara en algún líquido. Parecía esperar verlo sorprendido y, como para justificarse por llegar la primera, dijo:

—Mamá me ha dicho que viniera, sabe que está usted aquí y me ha dicho que no tenía por qué esperar.

En los minutos siguientes, antes de que llegara nadie más, repitió varias veces que actuaba siguiendo las indicaciones de mamá. Raymond se dio cuenta de que no solo era el traje, sino que tenía otros atributos de una jeune fille. Como digo, charlaron, si bien con cierta dificultad porque Effie no le hizo ninguna pregunta y, en esas circunstancias, le resultaba un poco incómodo ir dándole información. Además era tan bonita, tan exquisita, que estas cualidades lo desconcertaban. Le parecía como si Effie, en lugar de convertir en realidad la profecía, la hubiera falseado. Él había predicho que así sería; la única diferencia estribaba en que había ido mucho más lejos. Effie no preguntó sobre su llegada, la familia de Estados Unidos ni sus planes; y cruzaron vagas observaciones sobre los cuadros, casi como si se vieran por primera vez.

Cuando entró la prima Maria, Effie estaba delante de la chimenea, abrochándose una pulsera, y él se encontraba a cierta distancia, contemplando en silencio un retrato de la dueña de la casa pintado por Bastien-Lepage. Uno de sus temores era que la prima Maria aludiera con ironía a la distancia entre la amenaza (porque había sido casi una amenaza) de seguirlas lo antes posible París y lo que había sucedido en realidad; pero se dio cuenta al instante cuán superficiales habían sido sus cálculos. Además, ¿cuándo había sido irónica la prima Maria? Lo trató como si lo hubiera visto la semana pasada (lo que no excluía la amabilidad) y solo lamentó haberse perdido su visita del día anterior, motivo por el cual le había escrito inmediatamente para que fuera a cenar. Parecía que viniera de la esquina y no de Nueva York, a través del gélido océano. Aquello formaba parte de su actitud acogedora, su optimismo amistoso y maternal, que se manifestaba, incluso en otros tiempos, en la costumbre de no admitir ni aludir siquiera a las cosas desagradables; de manera que aquel día, en mitad de tantas cosas que no eran desagradables, la costumbre se vería inmensamente confirmada.

Raymond se daba perfecta cuenta de que no era un placer, ni siquiera para ella, que, en los años pasados, las cosas hubieran ido tan mal en Nueva York a su familia y a él. Las dificultades económicas de su padre —de las que el tonto marido de Marian había sido causante y que habían terminado en la ruina y humillación generales—, para no hablar del «ataque» sufrido por el anciano y, en consecuencia, la necesidad de que él renunciara a sus ideas de marcharse otra vez del país, e incluso a parte de su trabajo, puesto que el anciano exigía gran parte de su atención: todo aquello constituía un episodio que no podía dejar de parecer sórdido y deprimente a la luz del éxito de la señora Temperly. El olor a éxito flotaba en el aire cálido, algo denso, que parecían destilar las telas raras y antiguas, los brocados y tapicerías, los tonos profundos y matizados de los cuadros, el tenue resplandor de las vitrinas, la porcelana antigua y los jarrones con rosas de invierno bajo los suaves círculos de luz de las lámparas. Raymond se sentía en presencia de un efecto cuyas causas ignoraba, de un misterio que requería una clave. Seguía sin respuesta el éxito de la prima Maria, a la que veía ahí de pie alzando la vista, hablando con suaves cadencias persuasivas, con modales idénticos a los que había traído diez años antes de California, con un joven alto, calvo e inclinado, sin duda extranjero que acababa de entrar y cuyo nombre Raymond no había oído bien cuando lo anunciaba el maître d’hôtel. ¿Era uno de «nosotros»? ¿Estaba allí por Effie, tal vez incluso por Dora? Lo inexplicado debía predominar hasta que llegara Dora; Raymond se encontró con que contaba con ella, aunque en sus cartas (era cierto que durante el último par de años habían llegado muy espaciadas) le había contado muy poco de su vida. Dora nunca hablaba de la gente; solo le contaba cosas sobre los libros que leía, la música que oía o estudiaba (en algunas ocasiones dedicaba una página entera al último concierto del Conservatoire), los cuadros nuevos y el estilo de los distintos artistas.

Cuando Dora entró en la habitación —a los tres o cuatro minutos de la llegada del joven extranjero con el que su madre conversaba en el tono que Raymond había oído por última vez en el hotel de la Quinta Avenida (se veía obligado a admitir que su prima no se daba aires; era evidente que no se le había subido el éxito a la cabeza)— iba acompañada de mademoiselle Bourde. Raymond interpretó la presencia de esta señora —no sabía que siguiera en la casa— como señal de que, efectivamente, era una cena en famille, de manera que el joven era un amigo íntimo o llevaba camino de serlo. Dora estrechó la mano en primer lugar a su primo, pero éste observó su forma de saludar al otro visitante y advirtió que indicaba una gran cordialidad por parte de éste. Si Dora tenía las mejillas encantadoramente sonrojadas cuando le dio la mano, era rastro del color que las había cubierto cuando se acercaba a Raymond. Ya se verá que nuestro joven seguía siendo sensible a la fascinación, tal como él lo consideraba, por aquella doncella callada que despedía un tenue resplandor.

Se daba cuenta de que Effie era la única que había cambiado (todavía debía juzgar a Tishy) y, si bien Dora parecía mayor, mucho mayor de lo que autorizaba el número de años transcurridos, en ella había tan pocas diferencias como en su madre. No quería eso decir que fuera como su madre, sino exactamente como ella misma. El encuentro con Raymond fue alegre, pero muy tranquilo; sus frases fueron torpes y anodinas, pero, sobre todo, fue un contacto de miradas: deliberadas, tímidas, indirectas, pero todas iluminaron cada momento con antiguas familiaridades. Su madre no parecía prestar atención y, para hacerle justicia, tampoco mademoiselle Bourde, que, tras saludar expresivamente a Raymond, empezó a examinar a Effie con pequeños gestos y sonrisas de admiración. La repasó de pies a cabeza, le enderezó una cinta; sin duda, era una institutriz aduladora. La prima Maria explicó al primo Raymond que esperaban a otra persona, a una dama muy querida.

—Pero vive cerca y, cuando la gente vive cerca, siempre llega tarde, ¿no se había dado cuenta?

—Tu hotel está lejos, ya lo sé y, sin embargo, has sido el primero en llegar —dijo Dora sonriendo a Raymond.

—Oh, aunque estuviera a la vuelta de la esquina, habría llegado el primero, para verte —contestó el joven con voz alta y clara para que sus palabras sirvieran de notificación a la prima Maria de que sus sentimientos no habían cambiado.

—Eres más francés que los franceses —replicó Dora.

—Lo dices como si no te gustaran; espero que así sea —dijo Raymond, también con la intención de que la anfitriona captara la indirecta.

—Cada vez nos gustan más, a medida que los conocemos —intervino la dama en cuestión; pero con aire amable e impersonal, como si quisiera que Raymond no se llamara a engaño.

—Mais j’espère bien! —exclamó mademoiselle Bourde, alzando la cabeza y abriendo mucho los ojos—. ¡Con tantos amigos como tenemos y, si así puede decirse, inspiramos! Je m’en rapporte à Effie —continuó la institutriz.

—Nos han tratado con una amabilidad inmensa; hemos establecido relaciones que nos resultan muy gratas, primo Raymond. Tenemos entrée en muchas casas encantadoras —señaló la señora Temperly.

—Pero la nuestra es la más encantadora de todas, debo decir —exclamó mademoiselle Bourde—. ¿Verdad, Effie?

—Oh, sí, creo que sí; especialmente cuando estamos esperando a la marquise —respondió Effie. Después añadió—: Pero ya llega, oigo el coche en el patio.

La marquesa también era «uno de nosotros»; formaba parte de aquella casa encantadora.

—¡Es adorable! —dijo la señora Temperly al caballero extranjero, con un movimiento de benevolencia irreprimible.

A lo que Raymond oyó contestar al caballero que ¡Ah, era la mujer más distinguida de Francia!

—¿Conoces a madame de Brives? —preguntó Effie a Raymond, mientras esperaban a que ésta entrara.

Entró en ese momento y la joven se dio la vuelta rápidamente sin obtener respuesta.

«¿Y cómo podría conocerla?», estaba a punto de contestarle. Se sentía totalmente fuera del círculo de la prima Maria. El caballero extranjero se atusó el bigote y lo miró de reojo. La marquesa era una mujer muy bella, rubia y delgada, de mediana edad, que lucía una sonrisa, una tez, un collar de brillantes, de gran esplendor y modales encantadores. Saludó a sus amigos con afecto y familiaridad acompañados de muchos besos fraternales, maternales y filiales; sin embargo, junto con esa expresión de sentimientos sencillos y hogareños, había algo que asombraba y desconcertaba. Sin duda, podría ser, como había dicho el joven, la mujer más distinguida de Francia. Dora no había corrido a saludarla con tanto empressement como Effie y eso le ofreció la oportunidad a Raymond de preguntarle quién era. La muchacha le contestó que era la madre de su mejor amiga: a lo cual él le replicó que eso no era una descripción; que lo que quería él era saber por qué ocupaba un lugar tan destacado.

—Bueno, ¿no lo ves? Es bella y es buena.

—Veo que es bella, pero ¿cómo puedo ver que es buena?

—Buena con mamá, quiero decir. Y con Effie y con Tishy.

—¿Contigo no?

—Oh, yo no la conozco tan bien. Pero me gusta mucho verla.

—Sin duda, tiene que ser un placer —dijo Raymond.

Disfrutó de ese placer durante la cena, que se sirvió a continuación, aunque el disfrute fue menor porque no se encontraba al lado de Dora. Se sentaron a una mesa pequeña y redonda, y tenía a la derecha a su prima Maria, la cual había entrado en el comedor de su brazo. A su izquierda estaba madame de Brives y ésta tenía al caballero extranjero por vecino. Después iban Effie y mademoiselle Bourde, y Dora estaba al otro lado de su madre. A Raymond le pareció significativo, símbolo del hecho de que la prima Maria quería seguir separándolos. Siguió en la ignorancia respecto a la identidad del otro caballero y recordó cómo había profetizado en el hotel de Nueva York que su anfitriona dejaría de presentar a la gente. Era una cena amistosa, familiar, como había dicho ella que sería, solo con la presencia de una marquesa y un secretario de embajada —Raymond terminó por adivinar que el desconocido era secretario de embajada—. En lugar de ser un obstáculo para el tono familiar, madame de Brives contribuía directamente a él. Justificaba con creces el afecto que se le tenía en la casa; era muy sociable y cordial; y, al mismo tiempo, ingeniosa (no había nada insípido en madame de Brives), y suscitó en Raymond la reflexión —común en años anteriores— de que una francesa agradable es un triunfo de la civilización. Con todo, dedicó a la marquesa solo la mitad de la atención; el resto la destinó a Dora, la cual, por su parte, aunque al igual que Effie y mademoiselle Bourde no dejaba de examinar con interés a la espléndida dama francesa, con frecuencia miraba a los ojos de nuestro joven con una expresión muda y vaga que, para él, contenía, no obstante, indicios muy valiosos. Era como si supiera lo que estaba pensando (cuando lo cierto era que apenas lo sabía él mismo) y pudiera aclararlo todo a una hora conveniente.

Con Raymond de por medio, madame de Brives hablaba con la prima Maria en un inglés excelente, pero eso no le impedía ser cortés, incluso alentadora, con el joven, al que tenía un poco asustado y la consideraba una mujer deliciosa. Le hizo más preguntas personales que ningún otro de los presentes. Su conversación con la señora Temperly era de carácter íntimo y doméstico, llena de alusiones sociales y personales que Raymond era incapaz de seguir. Parecía tratar sobre todo de los asuntos privados de la antigua noblesse francesa, en cuyos círculos —a juzgar por el tono de la marquesa— la prima Maria había sido admitida por aclamación. De vez en cuando, madame de Brives pasaba al francés y en esta lengua apostrofó a su anfitriona.

—¡Oh, ma toute-bonne, usted que tiene el talento de la sensatez! —y apeló a Raymond para saber si su prima Maria no poseía acaso el talento de la sensatez, esa sabiduría milenaria. La señora Temperly no se defendió del cumplido; lo dejó pasar con su sonrisa maternal y tolerante; tampoco Raymond intentó defenderla porque era consciente de la justicia de la descripción de su vecina. La sensatez de la prima Maria era incontestable, magnífica. Elegía una visión afectuosa, indulgente de la mayoría de las personas que nombraba y, sin embargo, su tono estaba lejos de ser vago o insulso. Madame de Brives dijo en más de una ocasión que tenían que ir a verla pronto, que le hacían mucho bien—. ¡Su juicio es tan fresco, tan fresco! —repitió con una especie de júbilo, y contó que Eléonore (personaje desconocido para Raymond) había dicho de ella que era una mujer de Plutarco. La señora Temperly habló mucho de la salud de sus amigos; parecía llevar el registro de gripes y neuralgias de un círculo numeroso y delicado. La marquesa, que le dijo al oído, en el momento en que su anfitriona hacía alguna pregunta a mademoiselle Bourde, que aquélla era absolutamente maravillosa, no encontró en él gran aquiescencia; pero se daba cuenta de que, para los mundanos parisinos, sus tranquilas muestras de bondad de palabra y obra, algo raras y rústicas en su forma, podrían resultar saludables y reconstituyentes. Lo abarcaba todo y, no obstante, era muy buena, y así lo resumió madame de Brives antes de que se levantaran de la mesa diciéndole—: Oh, querida, su éxito, más que cualquier otro que haya tenido lugar, ha sido un succès de bonté.

A Raymond le divirtió mucho la idea del succès de bonté de la prima Maria: le pareció deliciosamente parisino.

Antes de que terminara la cena, ésta le preguntó cómo le había ido «en su profesión» desde la última vez que se vieron, y él fue demasiado orgulloso, o eso creyó, para decirle otra cosa que la pura verdad: que no le había ido muy bien. Si iba a pedir otra vez la mano de Dora, se mostraría tal como era: un hombre honorable pero no especialmente triunfante, sin señuelos ni sobornos.

—No soy un pintor muy bueno —dijo—. Puedo juzgarme perfectamente. Y he tenido una serie de impedimentos familiares. He tenido muchos problemas y preocupaciones graves.

—Ah, sentimos mucho oír la noticia de su querido padre.

El tono de las palabras era amable y sincero; pero Raymond pensó que, en esa circunstancia, su bonté podría haber ido un poco más lejos. En cualquier caso, ésa fue la única alusión que hizo ella a sus problemas y preocupaciones. Lo cierto era que la señora Temperly siempre pasaba por encima de esas cosas a la ligera; era optimista tanto en los asuntos ajenos como en los propios, lo que sin duda tenía mucho que ver (Raymond se entregaba a esas reflexiones) con su forma de progresar en una sociedad cansada de su propio pesimismo.

Después de la cena, cuando fueron al salón, el joven advirtió con satisfacción que aquella sala, grande de por sí, comunicaba con otras dos o tres a las que sería fácil pasar sin llamar la atención, ya que las puertas habían sido sustituidas por tapices antiguos recogidos que no impedían el paso. El lugar, lleno de cuadros y curiosidades, ofrecía múltiples pretextos para vagar de un lado a otro. No perdió el tiempo y preguntó a Dora si su madre enviaría a mademoiselle Bourde a buscarlos si saliera con él a otra de las salas, igual que había hecho —¿se acordaba?— la última noche en Nueva York, en el hotel. Dora no admitió que lo recordara (era demasiado fiel a su madre para ello, y Raymond previó que esa lealtad sería de nuevo una fuente de irritación, igual que en otros tiempos), pero él advirtió, sin embargo, que no lo había olvidado. Dora no puso reparo alguno y unos momentos más tarde, cuando se encontraban en un salón contiguo (se había detenido para contemplar un busto de Effie, maravillosamente real, esbelto y juvenil, obra de uno de los escultores que son orgullo del arte contemporáneo francés), él le preguntó, después de echar un vistazo a su alrededor:

—¿Cómo lo ha hecho tan deprisa?

—¿Hecho qué, Raymond?

—¡Vaya! Pues todo. Cómo ha coleccionado estas cosas maravillosas; se ha hecho amiga íntima de madame de Brives y de todos los demás; ha organizado su vida, la vida de todos vosotros, con tanta brillantez.

—Nunca he visto a mi madre con prisas —contestó Dora.

—Quizá, ahora que he llegado, las tenga —sugirió Raymond riendo.

La joven vaciló un momento.

—Sí, se apresuró a invitarte en cuanto supo que estabas aquí.

—Ha sido amabilísima y me estoy comportando como un grosero. Pero soy capaz de serlo todavía más, te lo advierto. Si cree que quiero cortejarte, le gustará tan poco como antes.

—No, Raymond, no —exclamó la joven amablemente, pero con expresión de dolor repentino.

—¿No qué, Dora? ¿Que no te corteje?

—No empieces a hablar de estas cosas, no hace falta, podemos seguir siendo amigos.

—Haré exactamente lo que me dices y por nada del mundo quisiera molestarte. Pero, si no te importa, contéstame a una pregunta. Es muy especial, muy personal —se detuvo y ella lo miró sin decir nada. De manera que prosiguió—: ¿Tu madre cree que deberías casarte… con alguien de por aquí? —le dio oportunidad de contestar, pero ella siguió en silencio y él prosiguió—: ¿Te importaría decírmelo? ¿O tal vez sea idea tuya?

—¿Te refieres a algún francés?

Raymond sonrió.

—Algún protégé de madame de Brives.

La muchacha se limitó a mover la cabeza con un gesto de negación que a él le pareció el más dulce, orgulloso y sugerente del mundo.

—Bueno, bueno, está bien —comentó él con alegría y contempló un poco más el busto, que le parecía extraordinariamente hábil—. ¿Y ninguno de estos grandes hombres ha hecho ningún retrato tuyo?

—Oh, no; solo a mamá y a Effie. Pero van a hacer a Tishy, dentro de un mes o dos. La próxima vez que vengas tienes que verla. Se acuerda mucho de ti.

—Y yo la recuerdo aquella última noche, con su bolsito. ¿Sigue siendo bonita?

Dora vaciló un momento.

—Es un encanto, pero no es tan bonita como Effie.

—¿Y ninguno ha querido retratarte? ¿Ningún pintor?

—Oh, no es cosa mía. Solo quiero que me dejen en paz.

—Para mí sí sería cosa tuya, si quisieras posar para mí. Pero me temo que tu madre no lo permitiría.

—No, creo que no —dijo Dora sonriendo.

Ella sonreía, pero su compañero tenía una expresión grave. Sin embargo, para cambiar de tema, preguntó de repente:

—¿Quién es esta madame de Brives?

—Si vivieras en París lo sabrías. Es muy conocida.

—¿Conocida por qué?

—Por todo.

—¿Y es buena? ¿Es sincera? —preguntó Raymond. Después, al ver algo en el rostro de la muchacha, añadió—: Ya te dije que volvería a ser brutal. ¿Se ha comprometido a casar bien a Effie?

—No sé a qué se ha comprometido —dijo Dora con impaciencia.

—¿Y después se ocupará de Tishy, cuando haya liquidado a Effie?

—¡Pobrecita Tishy! —prosiguió la muchacha, francamente inescrutable.

—¿Y no puede hacer nada por ti? —preguntó el joven.

Su respuesta lo sorprendió, al cabo de un momento.

—Se ha ofrecido amablemente a aplicarse, pero es inútil.

—Bueno, eso es bueno. ¿Y por quién viene ese joven, el secretario de la embajada?

—Oh, viene por todas nosotras —dijo Dora, riéndose.

—Supongo que su madre preferiría una preferencia —sugirió Raymond.

A lo cual ella contestó, sin que viniera a cuento, que sería mejor que volvieran; pero, como Raymond no parecía hacer caso de la recomendación, dijo que el secretario no era nadie en especial. En aquel momento, Effie, con aspecto feliz y rosado, pasó por la portière con la noticia de que su hermana debía ir a despedirse de la marquesa. Se la llevaba a casa de la duquesa, ¿no lo recordaba Dora? Para el bal blanc, la sauterie de jeunes filles.

—Estaba seguro de que nos llamarían —dijo Raymond mientras seguía a Effie; y comentó que tal vez madame de Brives encontrara algo conveniente en casa de la duquesa.

—No sé, mamá será muy exigente —contestó la joven; y lo dijo con sencillez y comprensión, sin la menor muestra de desviarse de aquella lealtad que Raymond deploraba.

 

IV

 

—Debe venir usted a vernos el día diecisiete; esperamos a unos pocos invitados y un poco de buena música —le dijo la prima Maria antes de que saliera de la casa; y Raymond se preguntó si, dado que todavía faltaban diez días hasta el diecisiete, no sería eso una sugerencia de que se abstuviera de visitarlas hasta entonces. En cualquier caso, decidió no interpretarlo de esa manera y apareció varias veces entre tanto, a media tarde, cuando estaba seguro de que las señoras se encontraban en casa.

Estaban siempre allí, y la bienvenida de la prima Maria era en todas las ocasiones maternal, aunque cuando Raymond se marchaba no hacía la menor alusión a futuros encuentros, a que volviera otra vez; pero había siempre otros visitantes, reunidos para tomar el té en torno al gran fuego de troncos, en el salón acogedor y brillante donde lo lujoso no era enemigo de lo informal y la hospitalidad de la señora Temperly evocaba en nuestro joven algunos recuerdos de su juventud: visitas a Nueva Inglaterra, a viejas fincas flanqueadas de olmos, donde la encantadora, charlatana y democrática esposa del granjero ofrecía a los presentes con insistencia viandas rústicas hechas con sus propias manos. La prima Maria disfrutaba de los servicios de un chef distinguido y con su té se servían deliciosos petits fours; pero Raymond tenía la sensación de que para completar la impresión tendrían que sacar también pan de jengibre casero.

La presencia de madame de Brives impregnaba la atmósfera. Siempre estaba allí o estaba a punto de llegar o de marcharse; su nombre, su voz, su ejemplo y estímulo flotaban en el aire. Iban y venían otras damas —algunas veces acompañadas de caballeros de aspecto fatigado, bigotes engominados y dotes para la conversación— que, algunas veces, recibían el mismo título que madame de Brives; aunque ella seguía siendo la marquesa par excellence, la encarnación del brillo y la fama. La conversación giraba en torno a asuntos sencillos pero civilizados, no era aburrida y, teniendo en cuenta que, en gran medida, versaba sobre personalidades famosas, cabe decir que no era malintencionada. Y menos todavía escandalosa, pues las chicas estaban siempre presentes, ya que a la prima Maria no le había parecido en absoluto necesario, para ponerse al día con las tradiciones francesas, relegar a sus hijas a un segundo lugar. Ocupaban parte considerable del primer plano y tenían siempre la actitud más adecuada, modosa y bonita.

En cuanto a su comportamiento, la prima Maria sostenía la teoría de que hacía en París lo mismo que siempre; y, aunque eso no acababa de ser del todo exacto, Raymond no dejaba de advertir la sensatez y el buen gusto con que había establecido sus pautas y la tranquila bonhomie de la autoridad con que conseguía que se respetara el tono del hogar americano. El escándalo quedaba fuera, no solo por la presencia de Effie y Tishy sino porque, incluso en el caso de que hubiera recibido sola, nunca habría recibido a invitados maledicentes. En realidad, para Raymond, que había tendido a creer que, en términos generales, conocía bastante bien la capital francesa, aquello era un París extraño y nuevo por completo, desprovisto de la sal que lo sazonaba para muchos paladares, y, sin embargo, nada insípido ni poco nutritivo. Se maravillaba de la actitud de su prima Maria, que, en una ciudad como aquélla, no parecía conocer ni reconocer nada malo: tanto más cuanto que representaba un estado de ánimo sincero. Algunas veces se preguntaba qué haría y qué pensaría si algún día, como consecuencia de las investigaciones de la marquesa en el grand monde, se encontrara en posesión de un yerno formado de acuerdo con alguno de los tipos que Raymond conocía. No obstante, no era verosímil que madame de Brives le gastara esa broma. En algunas ocasiones Raymond casi lo deseaba, para ver cómo manejaría al caballero la prima Maria.

Dora casi siempre estaba ocupada con las visitas y Raymond apenas tenía conversación directa con ella. Estaba allí y él se alegraba, y ella sabía que él se alegraba (cosa que él sabía), pero en eso consistía casi toda su comunión. Dora era dulce, exquisitamente dulce —ése era el término que le aplicaba él mentalmente en aquellos momentos— y eso le bastaba, junto con el convencimiento de que no era tonta. Servía el té (porque mademoiselle Bourde no siempre estaba libre), ofrecía los petits fours, tocaba la campanilla cuando los invitados salían; y, en relación con estas tareas, en una ocasión se le ocurrió —aunque después se sintió muy avergonzado— que era la Cenicienta de la casa, la sirvienta, la que no tendría carrera alguna, ya que era inútil que la marquesa se ocupara de su caso. Como digo, le avergonzó esa idea y, sin embargo, le volvía una y otra vez a la cabeza; incluso le sorprendía que no se le hubiera ocurrido antes. Sus hermanas no eran feas ni orgullosas (en realidad, Tishy era delicada y tímida hasta un punto conmovedor, tenía pequeños detalles preciosos y, aún así, sus rasgos eran poco atractivos, de mujer mayor, como si, menuda como era —muy menuda—, temiera dejar de crecer para siempre); pero su madre, como la madre del cuento de hadas, era una femme forte. Madame de Brives no podía hacer nada por Dora; pero no porque fuera demasiado fea, sino porque ella nunca se prestaría y, en definitiva, el resultado era el mismo. Su madre aceptaba esa postura recalcitrante, pero su actitud, era, a lo sumo, de resignación. Respetaría las preferencias de su hija, nunca le apretaría las clavijas; pero eso no aumentaría precisamente su amor materno. En este sentido interpretaba Raymond algunas señales que, al mismo tiempo, notaba que eran muy endebles, mientras la conversación en el salon de la señora Temperly (ésa era la tendencia preponderante) derivaba hacia cuestiones relacionadas con muebles y objetos raros, dónde habría que colocar el retrato de Tishy cuando se terminara y los precios de los antiguos gobelinos. Porque de ninguna manera ces dames estaban por encima de las discusiones sobre precios.

El día diecisiete fue muy evidente que se habían encendido más lámparas que de costumbre. Su luz fluía por todas las ventanas del encantador hotelito y se mezclaba con el brillo de los faroles de los coches, que avanzaban despacio uno tras otro, de dos en dos, en una hilera larga y densa, en el hermoso patio sonoro, donde el alto paso de los valiosos caballos producía un sonido seco sobre el empedrado mientras éstos subían hacia el pórtico rojizo. La noche era lluviosa y, si bien no caía una tormenta, sí se sucedían pequeños chaparrones con intervalos estrellados que sumaban su brillo al de las limpias y hermosas superficies parisinas. Había algunos sergents de ville que daban un aire importante y oficial. Esos aspectos nocturnos de París en los beaux quartiers siempre habían tenido para Raymond un eco especialmente festivo y, mientras pasaba del coche de alquiler al amplio dosel permanente y metálico, pintado a rayas como un toldo, que protegía los primeros escalones, le pareció más extraño que nunca que aquella prosperidad bien establecida fuera la de la prima Maria.

Si la idea de que lo hacía muy bien lo acompañó desde la entrada, ésta se transformó en admiración cuando llevaba ya media hora. Maria estaba al lado de la puerta, con sus dos hijas mayores, repartiendo las sonrisas más familiares y alentadoras, junto con apretones de manos que eran por sí mismos todo un sistema de hospitalidad. Si la fiesta era solemne, no lo era la prima Maria; no caía en lo majestuoso ni pretendía establecer distintos grados de bienvenida. Raymond tuvo la sensación de que si no besaba a todo el mundo era porque le habría tomado demasiado tiempo. Effie parecía preciosa y un poquito asustada, exactamente como debía estar; y Raymond advirtió que, entre los invitados que iban llegando, los que no eran íntimos (algo que no podía deducir de los modales de la señora Temperly, pero sí de la actitud de los visitantes) la identificaban como hija más deprisa de lo que reconocían a Dora, que se mantenía a cierta distancia, desinteresada, como si no quisiera poner a prueba su criterio, mientras la corriente le pasaba por delante y su hermana pequeña conservaba su pusto en la orilla con un gesto discreto y tiernísimo.

—¿Podré hablar contigo un poco, más tarde? —preguntó a Dora a toda prisa, ya que detrás de él la gente apremiaba. Ella contestó con gesto evasivo que habría poco tiempo para hablar, todos tendrían que escuchar, aquello era muy serio; al instante Raymond había recibido un programa de las manos de un individuo monumental y, sin embargo, elegante, situado un poco más allá, y que llevaba una cadena de plata alrededor del cuello.

El lugar estaba preparado para la música y Raymond no tardó en comprobar lo bien dispuesto que estaba, cuando todo el mundo se sentó cómodamente, a sus anchas, sin necesidad de empujar ni de mirar por encima de la cabeza de nadie, y los mayores talentos de París ejecutaron selecciones presididas por el mejor gusto. Los cantantes y los músicos eran todos estrellas de primera magnitud. A Raymond le agradaba la música y se preguntaba quién habría tenido tan buen gusto. Decidió que tenía que ser Dora: solo ella podía haber concebido una combinación tan exquisita; y se dijo: «¡Cómo trabajan todas codo con codo! Dora no es de ese mundo, no es lo suyo y, a pesar de todo, también trabaja para el bien común». Y por ese «todas» se refería también a mademoiselle Bourde y a la marquesa. Esta impresión hizo que se sintiera bastante desesperanzado, como si en fin de compte la prima Maria fuera un adversario demasiado fuerte. Grande como era el placer de asistir a una ocasión tan admirablemente organizada, de estar sentado allí en una hermosa sala, en una compañía brillante, serena y atenta, con todas las cuestiones de temperatura, espacio, luz y decoración resueltas para el placer de todos los sentidos, y escuchando a los mejores artistas en su mejor momento, sin embargo, aquella conjunción feliz de la que nuestro joven iba a disfrutar como de un privilegio tenía un efecto deprimente: le hacía pensar que los dioses no estaban de su lado.

«¿Y tan bien le va sin un hombre? Debe de haber muchos detalles que una mujer no pueda resolver sola», se dijo; porque aunque contara a la marquesa y a mademoiselle Bourde, eso no hacía más que multiplicar las enaguas. Entonces se le ocurrió que la prima Maria era, al mismo tiempo, un hombre y una mujer, que el elemento masculino formaba parte de su naturaleza. Estaba seguro de que compraba caballos sin que la engañaran, y pocos hombres sabrían hacer eso. Poseía la típica cualidad americana: tenía, en grado sumo, «facultades». Las voces del cuarteto de cantantes parecían repetir «facultades, facultades» en el rápido movimiento de una composición que interpretaban magníficamente mientras aceleraban el tempo, hasta que la pieza se convirtió en un alegre canto de alabanza, una glorificación del talento práctico de la prima Maria.

En el intermedio, en mitad del concierto, los invitados cambiaron de lugar y circularon de un lado para otro, de manera que mientras paseaba, se encontró con la marquesa; ésta, con sus modales tan comprensivos y efusivos, parecía estar a punto de estrechar a su anfitriona entre los brazos.

—Décidément, ma bonne, il n’y a que vous! C’est une perfection… —oyó que decía. A lo cual, agradecida pero ecuánime, la prima Maria contestó, de acuerdo con su costumbre sencilla y sociable:

—Pues sí, parece todo un éxito, a ver si sigue así hasta el final.

Raymond continuó su paseo y se encontró en un mundo que era, en gran medida, nuevo para él, y se explicó su ignorancia con la reflexión de que, probablemente, eran individuos famosos: muchos de ellos llevaban condecoraciones y estrellas y poseían unos modales sosegados que solo se explicaban por su renombre. Estaba lleno de americanos sin ninguna insignia pero con cierta elegante negatividad, y no hacían mucho ruido por un motivo que, para entonces, ya le era muy familiar a Raymond, tantas veces había oído que sus compatriotas eran sumamente «adaptables». Intentó acaparar a Dora, pero se dio cuenta de que su madre había dispuesto las cosas con sumo cuidado para mantenerla ocupada con otras personas; así interpretó el hecho —al fin y al cabo muy natural— de que estuviera pendiente de media docena de jovencitas, a las que proporcionaba programas, asientos, helados, alguna observación entre murmullos y protección y apoyo general. Cuando el concierto terminó, les suministró un nuevo esparcimiento en forma de varios jóvenes con espaldas flexibles y agujas de pecho brillantes a los que las presentó con poca fluidez, lo que le dio todavía más trabajo pues, tras ese paso tan importante, tuvo que quedarse a vigilar los grupos. A Raymond le resultaba raro ver cómo su madre la había transformado en una carabina precoz. A él no le presentó ninguna joven y no sabía si considerarlo un frío abandono o una muestra de consideración. Si hubiera querido, habría podido tomarlo como un dulce indicio de que sabía que no podía interesarse por otra muchacha que no fuera ella.

Después de todo, se alegraba porque lo dejaba libre, libre para encargarse de su madre, cosa que, en aquel momento, había decidido con osadía hacer. La idea era ambiciosa, ya que era evidente que los embajadores y otras personas importantes que se congregaban alrededor de la prima Maria para rendirle homenaje requerían su atención. Sin embargo, durante la cena (él no quería cenar y, aparentemente, ella tampoco), para decirlo en los términos que empleaba para sí, Raymond la pescó justo en el mejor sitio: la entrada del invernadero. Estaba flanqueada a ambos lados por un distinguido extranjero, pero en aquel momento a él no le importaban los extranjeros. Además, los invernaderos estaban pensados solo para parejas; era muestra de su gran sociabilidad que hubiera estado paseando entre palmeras y orquídeas doblemente escoltada. Sus amigos tal vez quisieran dejarla, pero nunca desearían que pareciera que el uno cedía el puesto al otro; y Raymond tuvo la sensación de que los dos sentían alivio (aunque eso le daba lo mismo) cuando le pidió a su prima que tuviera la bondad de dedicarle unos pocos minutos de conversación. La hizo regresar con él al invernadero: era la única cosa que había conseguido que hiciera o que, probablemente, conseguiría jamás. Ella empezó a hablar de la gran Gregorini, de lo encantadora que había sido al repetir una de las canciones pese a haberse determinado de antemano que no habría bises. En aquel momento a Raymond no le interesaba la gran Gregorini. Preguntó a la prima Maria con vehemencia si recordaba que en Nueva York —aquella noche en el hotel, hacía cinco años— le había dicho que cuando los siguiera a París tendría plena libertad para hablarle de Dora. Ella le había prometido que lo escucharía y ahora él debía ponerla al corriente. Era imposible verla a solas pero, por muy inconveniente que fuera, debía insistir en que le diera la oportunidad que le correspondía.

—¿La oportunidad con Dora, primo Raymond? —preguntó suave y amablemente, como si no supiera bien quién era Dora.

—Sin duda, no habrá usted olvidado lo que nos dijimos la víspera de su partida. Estaba yo enamorado de ella y sigo estándolo. Se lo dije en aquel momento y usted me frenó, pero me autorizó a volvérselo a pedir en el futuro. Ahora lo hago, es la única manera que tengo, y me parece que tiene que escucharme. Han pasado cinco años y la quiero más que nunca. En estos años me he portado como un santo. No he intentado ejercer sobre ella ninguna influencia sin que usted lo supiera.

—Me alegro mucho, pero ella me lo habría dicho —dijo la prima Maria, mirando por el invernadero como si quisiera comprobar que no faltaba ninguna planta.

—No lo dudo, no sé qué le hace usted, pero confío en que actualmente su oposición haya desaparecido, ante la prueba que le hemos dado de nuestra fidelidad mutua.

—¿Fidelidad? —repitió la prima Maria sonriendo.

—Claro, a menos que pretenda dar a entender que Dora ha roto conmigo. Y tengo motivos para pensar que no es así.

—Creo que prefiere seguir tal como está.

—¿Tal como está?

—Me refiero a no elegir —prosiguió la prima Maria, con una sonrisa.

Raymond vaciló un momento.

—¿Me está usted diciendo que ha intentado que tomara alguna decisión?

Ante esto, la buena señora se echó a reír.

—Querido Raymond, parece usted creer que conozco muy poco a mi hija.

—Si no ha intentado que tomara una decisión, quizá haya intentado impedirle que tome otra. ¿No le ha dicho que no he triunfado, que soy pobre?

Ella lo interrumpió poniéndole la mano sobre el brazo con sincero interés.

—¿De veras es pobre, querido Raymond? ¡Cuánto lo sentiría!

—Da lo mismo; puedo mantener a una mujer —dijo el joven.

—No tendría mayor importancia, ya que me alegra decir que Dora posee bienes propios —prosiguió la prima Maria con su sinceridad imperturbable—. Su padre pensó que era la mejor manera de disponerlo. Se me había olvidado casi por completo mi oposición, como usted la llama; tanto tiempo hace de eso. Vaya, si era una niña. ¿No fue eso lo que dije? Bien, querido Raymond, ahora es mayor y puede decirle lo que quiera. Pero creo de veras que ella quiere quedarse… —y alzó la vista para mirarlo con expresión de alegría.

—¿Quiere quedarse?

—Con Effie y con Tishy.

—Ah, prima Maria —exclamó el joven—, ¡qué modesta es usted!

—Bueno, todos lo somos. ¿Ha terminado? Tengo que ir ahora mismo para ver si hay suficiente champán. Por supuesto, puede decirle lo que quiera. Pero imagino que dentro de veinte años seguirá siendo exactamente la misma persona.

—Señor, pero ¿qué le hace? —gimió Raymond mientras acompañaba a su anfitriona de regreso a las atestadas salas.

Sabía muy bien lo que le habría contestado si hubiera sido francesa; le habría dicho con aire triunfal, abrumador: «Que voulez-vous? Elle adore sa mère!». Sin embargo, solo era una californiana poco acostumbrada a emplear epigramas en su conversación y se limitó a contestar:

—Lamento que tenga ideas que lo hagan desgraciado. Me temo que es usted el único de los presentes que esta noche no lo ha pasado bien.

Durante el resto de la velada, Raymond repitió para sí, una y otra vez, con tono sombrío: «Elle adore sa mère! Elle adore sa mère!». Estuvo hasta muy tarde y, cuando solo quedaban ya veinte personas y había observado que la marquesa, tras pasar la mano por el brazo de la señora Temperly, se la llevaba aparte para alguna confabulación importante (sin duda, alguna nueva luz sobre lo que cabía esperar para Effie), Raymond convenció a Dora de que dejara marchar en paz a los demás invitados (al parecer, su madre le había pedido que los atendiera hasta el último momento) y fuera con él a algún rincón tranquilo. Encontraron un sofá vacío junto a una lámpara que seguía encendida y la joven se sentó allí con él. Sin duda, ella sabía lo que él iba a decirle o, al menos, creía que lo sabía; porque al cabo de un poco, después de que él le contara que había hablado con su madre y que ésta le había dado permiso para hablar con ella, Raymond le dijo algunas cosas que difícilmente podría haber esperado.

—¿Es cierto que deseas quedarte con Effie y Tishy? Eso dice tu madre cuando insinúa que me dejarás.

—¿Cómo puedo dejarte? —preguntó la joven—. ¿Por qué no podemos seguir siendo amigos, tal como te pedí el día en que cenaste aquí?

—¿Qué entiendes por amigos?

—Bueno, pues no hacer que todo sea imposible.

—En otros tiempos no te parecía todo imposible —contestó Raymond amargamente—. Entonces yo creía que te gustaba y aún sigo creyéndolo.

—Me gustas más que nadie. Me gustas tanto que eres mi principal felicidad.

—Entonces, ¿por qué hay cosas imposibles?

—¡Oh, algún día te lo diré! —dijo Dora, con un rápido suspiro—. Quizá después de que Tishy se case. Y, mientras tanto, ¿no vas a quedarte en París? ¿No está aquí tu trabajo? No habrás venido solo por mí. Puedes venir a casa con frecuencia… a eso me refiero cuando hablo de ser amigos.

Su acompañante se quedó mirándola con tristeza, como si intentara completar las carencias de la lógica de Dora.

—¿Después de que Tishy se case? No sé qué tiene que ver con eso. Tishy es poco más que una cría; quizá tarde diez años en casarse.

—Eso es muy cierto.

—¿Y liquidas ese espacio de tiempo con un simple «mientras tanto»? Querida Dora, dices cosas muy raras —prosiguió Raymond en voz baja y apasionada—. ¿Y puedo venir a la casa a menudo? ¿A qué frecuencia te refieres, en el plazo de esos diez años? ¿Cinco veces? ¿Incluso veinte? —vio que a la joven se le llenaban los ojos de lágrimas, pero prosiguió—: Poco a poco la voy conociendo y me fijo mucho más cuando tengo algún motivo para hacerlo, y me parece que entiendo el modo en que razona tu madre.

—No te metas con mi madre —exclamó la joven con tono implorante.

—No diré nada injusto. Es decir, si soy injusto, corrígeme. Mi idea es la siguiente y lo que has dicho sobre el matrimonio de Tishy lo confirma. Para empezar, tiene planes magníficos para vosotras tres; desearía que cada una de vosotras fuera princesa o duquesa: y me refiero a las buenas. Pero ha tenido que dejarte a ti por inútil.

—Nadie ha pedido mi mano —dijo Dora con inesperada sinceridad.

—No me lo creo. Han pedido tu mano docenas de individuos y tú has negado con la cabeza, con uno de estos gestos divinos (divinos para mí, al menos), como los de la otra noche.

—Mi madre jamás me ha dirigido una palabra desagradable en toda su vida —declaró la muchacha, en respuesta.

—No he dicho que lo hubiera hecho y no sé por qué tomas la precaución de advertírmelo. Pero al margen de lo que digas o calles —prosiguió Raymond—, veo con claridad que la prima Maria ha encontrado medios para impedir que te cases, como no sea con un duque, antes de que tus hermanas hayan establecido alianzas extraordinarias.

—¿Ha encontrado medios? —repitió Dora, como si se preguntara realmente en qué estaría pensando Raymond.

—Por supuesto, me refiero únicamente a la influencia que ejerce a través del afecto que le tienes. Sabe mejor que nadie cómo lo hace.

—Es una gran cosa tener una madre a la que todo el mundo aprecia tanto —dijo Dora con una sonrisa.

—Es una mujer notable. No pienses ni por un momento que no la aprecio. No quieres pelearte con ella y yo diría que tienes razón.

—Vaya, Raymond, ¡claro que tengo razón!

—Lo que demuestra que no estás locamente enamorada de mí. A mí me parece que por ti yo sí habría peleado…

—¡Raymond, Raymond! —interrumpió ella, otra vez con lágrimas en los ojos.

Éste la miró sin moverse y dijo finalmente:

—Bien, pues ¿cuándo se casan?

—No conozco el futuro, no sé lo que puede suceder.

—¿Quieres decir que Tishy es tan pequeña, y que ya no crece más, y por eso será difícil? Sí, es pequeña —sentía amargura en el corazón, pero se rio de sus propias palabras—. En cambio, Effie debería poder irse con facilidad —prosiguió, ya que Dora no decía nada—. Me sorprende que, con la marquesa y todo lo demás, no se haya ido todavía. Esto de ahora, la fiesta de esta noche, debería ser de gran ayuda.

Dora lo escuchaba con una mirada fascinada; era como si él hablara por ella y le produjera gran alivio que lo expresara todo de manera clara y coherente. Sus ojos habían conseguido secarse y ahora una sonrisa irónica y algo lánguida movía sus labios.

—Mamá sabe lo que quiere, sabe lo que quiere aceptar. Y solo aceptará eso.

—Exactamente, algo tremendo. Y está dispuesta a esperar, ¿verdad? Bueno, Effie es muy joven y es encantadora. Pero no será encantadora si tiene como feo apéndice a un pobre artista americano fracasado (que ni siquiera es bueno), con un padre que se arruinó por culpa del yerno. Eso no allanará el camino, por supuesto; y, si va a entrar un príncipe en la familia, la familia tiene que estar bien preparada para recibirlo.

Dora se puso en pie deprisa y se alejó de allí, como si no pudiera soportar por más tiempo la lucidez de Raymond, pero éste se mantuvo a su lado.

—¿Y puede sacrificarte así, sin ningún escrúpulo, sin una punzada?

—Si quisiera casarme, podría haberme escapado —contestó la joven.

—¿Al matrimonio lo llamas escaparte? Contigo lo ha conseguido, pero ¿forma parte de lo que la marquesa llama su succès de bonté?

—Nada de lo que digas (y lo que dices es mucho peor que la realidad) impedirá que sea encantadora.

—Sí, ¡eres muy leal y te mataría por esa lealtad! —dijo él, obligándola a detenerse en el umbral de la habitación contigua—. En fin ¿crees que costará unos diez años, teniendo en cuenta el tamaño de Tishy? O, más bien, su falta de tamaño, ¿no? —una vez más, fue el único en reírse—. Tu madre sigue deliberando en secreto, en la medida en que puede hacerlo ahora, con madame de Brives, y quizá en esta ocasión estén de verdad decidiendo algo.

—Eso he creído otras veces y no ha pasado nada. Mamá quiere algo muy bueno, no solo todos los privilegios y grandeur, sino también todas las virtudes y todas las garantías. ¡No las dejará desprotegidas!

—Sí, ahí es donde interviene su bondad y eso es lo que impresiona a la marquesa —Raymond cogió la mano de Dora; tenía la sensación de que debía retirarse porque lo desesperaba que la ironía de Dora pareciera agotarse y que, en cambio, su paciencia no tuviera límites—. ¿Y lo único que propones es que espere? —dijo, mientras le sostenía la mano.

—Me parece que si yo puedo, tú también puedes —y la joven añadió—: Ahora que estás aquí, todo es mucho mejor.

Lo dijo con tanta dulzura que, tras lanzar una ojeada a su alrededor, Raymond se llevó su mano a los labios. Se marchó sin despedirse de la prima Maria, que seguía sin estar a la vista; al parecer, su conferencia con la marquesa no había concluido. Mientras salía, reflexionó que eso parecía presagiar algún resultado. Sin embargo, antes de volver a su casa, tuvo un nuevo presentimiento lúgubre. El tiempo había cambiado, las estrellas lucían y estuvo una hora recorriendo las calles vacías. La perversa negativa de Tishy a crecer y las escrupulosas exigencias de la prima Maria prometían someterlo a una terrible prueba. Y, durante esos años intolerables, ¿a qué otras interferencias, a qué entrometida, efectiva presión no se vería sujeto? Podría añadirse que Tishy es, decididamente, enana y que la dura prueba aún no ha terminado.

*FIN*


“Mrs Temperly”,
Harper’s Weekly, 1887


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