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La señorita Berthe y su amante

[Cuento - Texto completo.]

Georges Simenon

I

«Señor Comisario:

»Me doy cuenta, créame, de la audacia que hay que tener para turbar su retiro, y me doy tanta más cuenta cuanto que he oído hablar de su encantadora casa a orillas del Loire.

»Pero ¿no me perdonará cuando le haya dicho que para mí se trata de una cuestión de vida o muerte? Estoy sola, en pleno París. El gentío se agita a mi alrededor. Voy y vengo como las demás jóvenes y, sin embargo, de un segundo al otro ocurrirá el drama; ¿una bala proveniente de Dios sabe dónde, tal vez una puñalada en la espalda? La gente me verá caer; se llevará mi cuerpo a alguna farmacia antes de trasladarlo al depósito. Esto solo comportará algunas líneas en los periódicos, si es que se dignan hablar de ello.

»Sin embargo, señor comisario, quiero vivir, ¿entiende? ¡Soy joven! ¡Soy vigorosa! ¡Me gusta catar todas las alegrías de la existencia!

»Sin duda se extrañará al recibir esta carta en su ermita, de la cual es tan difícil obtener la dirección. Sepa, pues, que soy la sobrina de un hombre que ha sido durante mucho tiempo colaborador suyo en la Policía Judicial y que murió a su lado, poco tiempo antes de que usted cogiese el retiro.

»Se lo suplico, señor comisario, responda a mi llamada: ¡Sacrifíqueme algunos días o algunas horas! Es una joven la que se lo pide con toda su alma, que se arrodilla ante usted porque no quiere morir.

»El martes y el miércoles estaré a las diez de la mañana en la terraza del Café de Madrid. Llevaré un sombrerito rojo. Por otra parte, si viene, yo lo reconoceré, porque tengo una fotografía de usted con mi tío.

»¡S.O.S.!… ¡S.O.S.!… ¡S.O.S.!…».

* * *

Maigret estaba furioso. En primer lugar porque su primer movimiento, cuando se había dejado enternecer, era siempre un movimiento de cólera. A continuación, sin razón, había preferido no hablar de aquella carta a su mujer y se sentía un poco avergonzado por haber inventado un pretexto para ir a París. En tercer lugar, su precipitación en acudir a aquella cita era la prueba de que no se sentía tan feliz en su jardín como quería hacer creer y que, como un principiante, se embalaba ante el primer misterio que surgía.

En fin, como acontece muy a menudo en la vida, tenía una ridícula y pequeña razón material con respecto a su cólera. Cuando había abandonado Meung-sur-Loire, a las siete de la mañana, una niebla verdaderamente helada pesaba sobre el valle y Maigret se había endosado un grueso abrigo de invierno.

Ahora bien, ahora que estaba sentado en la terraza del Café de Madrid, un picante sol de mayo bañaba los Grandes Bulevares en los que no evolucionaban más que siluetas primaverales.

—En primer lugar —se decía—, esta carta huele demasiado a literatura para ser sincera. En cuanto al colaborador muerto a mi lado poco antes de mi retiro, solo puede ser el brigadier Lucas y nunca me había hablado de una sobrina…

La terraza estaba desierta. Estaba completamente solo ante un velador y, no sabiendo qué beber, porque ya había tomado su café en la estación de Orléans, había pedido cerveza.

—Felizmente no vendrá y podré coger el tren de las once.

En el momento preciso en que el reloj de la encrucijada Montmartre marcaba las diez, un sombrerito rojo se deslizó entre la gente y un instante después una persona joven un poco regordeta se sentaba al lado de Maigret, que notaba en seguida su jadeante respiración.

—Excúseme… —resoplaba llevándose la mano a la parte izquierda del pecho en donde el corazón debía latir desacompasadamente—. Sigo teniendo tanto miedo…

Y añadía, mostrándole un rostro que se esforzaba en sonreír:

—Pero, desde el momento en que usted está aquí, ¡se ha acabado!… Le prometo ser valiente…

Todo aquello solo había durado algunos segundos, y Maigret todavía estaba asombrado por tener a su lado aquella viva estampa de mujer cuyas manos tanteaban nerviosamente un bolso de cocodrilo. Como el camarero lps miraba, él preguntó:

—¿Qué toma?

—Algo fuerte, si me permite…

—¿Coñac?

—Como quiera… Estaba segura de que vendría… Lo que me asustaba era pensar que tal vez no llegase a tiempo…

—¿Es sobrina de Lucas?

—Sí… Ya pensé que lo adivinaría… Su sobrina segunda, más exactamente… Si no le di mi nombre y mi dirección, es porque temía que en correos…

En el mismo momento, miraba fijamente algo, a alguien más bien, un joven que acababa de sentarse en la terraza, algunas mesas más lejos. Maigret se percató de que la angustia aparecía en los ojos de la joven y farfulló:

—¿Es él?

—¿Quién?

—El tipo que está allá…

Pero se rehacía en seguida. Sonrió.

—¡Claro que no!… Se equivoca… Únicamente que, desde que aparece la silueta de un hombre, sobre todo con impermeable beige, me sobresalto a pesar mío…

Notó que en lugar de apurar la copa de un trago, se mojaba lentamente los labios. El aire irónico y un poco despectivo del camarero no le pasó por alto y comprendió que tenía la facha de un señor de cierta edad amante de la lozana juventud.

—Me llamo Berthe… —decía la joven, a la que parecía no gustarle el silencio—. Tengo veintiocho años… Ahora que acepta ocuparse de mí, estoy dispuesta a contárselo todo…

Su sombrerito rojo la hacía tan chispeante como la primavera, pero se percibía en ella la seguridad de una buena mujercita que sabe lo que quiere.

—Porque acepta, ¿verdad, señor comisario?

—Todavía no sé nada de su historia…

—¡La conocerá! ¡Lo sabrá todo! No me dejará ya mucho tiempo en la angustia…

¿Era la presencia del joven con impermeable lo que le impedía estar a gusto? Su cabeza giraba en todas direcciones. Su mirada seguía a los transeúntes entre el gentío, volvía a Maigret, a la copa de coñac, al joven, y siempre se esforzaba nerviosamente en sonreír.

—¿Le molestaría venir a mi casa? No está muy lejos de aquí… Calle Caulaincourt, en Montmartre… En taxi, llegaremos en seguida…

Y Maigret, siempre desagradable, porque la situación le parecía ridícula, golpeó el velador con una moneda; se percató, al abandonar la terraza, de que el joven de beige llamaba a su vez al camarero.

* * *

Era el 67 bis, no lejos de la plaza Constantin Pecqueur, entre una panadería y el tenderete de un carbonero. Una casa de Montmartre, como la mayoría de las casas de Montmartre, con la portería cerca de la puerta de entrada, una alfombra rojiza y usada en la escalera, paredes de falso mármol amarillento y dos puertas con aldaba de cobre por piso.

—Me siento confundida por hacerle subir tan arriba… Es arriba del todo, en el sexto, y no hay ascensor…

Una vez en la alfombrilla, sacó una llave de su bolso y casi en seguida se produjo el encanto. La primavera de los Grandes Bulevares palidecía y carecía de sabor al lado de la primavera que se descubría en aquel piso inclinado por encima de los techos de París. Abajo, la calle Caulaincourt, por donde desfilaban autobuses y camiones, era como un río oscuro y se compadecía a los que gravitaban tan lejos del aire y del sol.

Una puerta-ventana estaba abierta sobre un largo balcón de hierro. Rodeando completamente este balcón, los geranios parecían sangrar bajo la luz y un canario saltaba en su jaula, en donde todavía había colgado un poco de alsine de la mañana.

—Póngase cómodo, señor comisario… ¿Me permite que me pase un poco el peine?… Me he vestido de cualquier manera, preguntándome si vendría…

Todas las puertas estaban abiertas, se veía el piso entero. Se componía de tres habitaciones muy bien amuebladas y de una meticulosa limpieza, con muchas telas claras que todavía las hacían más agradables. La señorita Berthe, que se había quitado la chaqueta de su traje sastre, aparecía con una blusa amarilla con florecitas cuya tela estaba tensa a causa del pecho.

—Deme su abrigo… Siéntese, se lo ruego… No sé dónde estoy… ¡Estoy tan contenta de verle! Tengo la impresión de que la pesadilla ha terminado…

Y, en efecto, la alegría estallaba en su rostro. Sus húmedos ojos brillaban. Sus labios carnosos y rosados se entreabrían en una sonrisa.

—En seguida comprenderá… No sé por dónde empezar, pero no importa, ¿verdad? Porque está acostumbrado… Le ha bastado ver esta habitación, con la máquina de coser y todos estos trozos de telas, para adivinar que soy modista… Incluso le voy a confesar algo más: sobre todo hago vestidos que mis clientes, que son personas de muy buena posición, me piden que copie de modelos que traen ellas y que provienen de las grandes casas. ¿No me traicionará?

Desbordaba tanta vida que no daba tiempo a pensar, ni de seguir todos los cambios de su fisonomía. Y Maigret, una vez más, estaba un poco avergonzado por encontrarse allí, en aquella atmósfera de feminidad y juventud, como un hombre casado que hace calaveradas.

—Ahora, es preciso que haga una confesión más grave… Me da vergüenza, pero es necesario… A mi tío Lucas nunca se lo hubiera podido decir… He aquí, comisario: no soy una joven lista… Tengo, o mejor tenía, un amigo… Y es precisamente a causa de él que…

La vergüenza de Maigret se tornó confusión. ¿Había sido lo bastante ingenuo para creer por un instante en un caso serio, mientras que se trataba de una muchacha romántica a la que un enamorado había amenazado en la esperanza de hacerla volver a él?

Ella seguía, con desparpajo:

—Lo conocí el verano pasado en Saint-Malo, en donde yo pasaba mis vacaciones… Es un joven de buena familia, el hijo de un industrial que ha tenido que declararse en quiebra… Durante toda su infancia ha sido mimado como un niño rico; luego, de repente, a los veintitrés años, ha tenido que trabajar…

—¿Qué es lo que hace? —preguntó Maigret sin convicción.

—En Saint-Malo, vendía automóviles por cuenta de un gran garaje… O mejor, intentaba venderlos, porque no le iba demasiado bien… Y Albert —se llama Albert— tiene horror a importunar a la gente. Poco después de mi regreso a París, él llegó a su vez y se puso a buscar una plaza…

—¡Perdón! ¿Se alojaba aquí?

Y la mirada de Maigret se dirigía a la puerta abierta del dormitorio, en donde se veía un armario de luna y un suelo cuidadosamente encerado.

—No… No quise… Estaba en una pequeña habitación en un hotel de la calle Lepic… Venía a menudo, pero solamente durante el día…

—¿Era su amante?

Enrojeció e hizo un signo afirmativo. Se levantó, preguntando a Maigret si quería un vaso de vino.

—Solo tengo blanco… Bordeaux dulce… No sé ni dónde lo he puesto… tampoco sé cómo vivo… ¡Escuche! Le pido permiso para abreviar, porque siento que me voy a salir de mis casillas… ¡Me equivoqué con respecto a Albert, ahí está! Comprendí con bastante rapidez que no buscaba seriamente trabajo y que se pasaba la mayor parte del tiempo en bares poco recomendables… Varias veces lo he visto estrechar la mano a personas más que sospechosas… ¿Comprende lo que quiero decir?…

Iba y venía. Su voz se cortaba. Se percibía que no tardaría en llorar.

—Hace ocho días hubo un asunto… Lo ha leído en los periódicos, pero seguramente no le prestó atención… Cuatro jóvenes, por la noche, desvalijaron la tienda de un vendedor de aparatos de radio del bulevar Beaumarchais… No se interesaban por el material, demasiado molesto, sino por el dinero que, Dios sabe cómo, sabían que encontrarían en la caja… Se llevaron sesenta mil francos… En el momento de huir fueron vistos por la policía… Uno de los jóvenes hizo un disparo que mató a un agente…

Maigret, de repente, había recobrado su aplomo y se hubiera dicho que su silueta se había hecho más pesada, su mirada más firme. Maquinalmente encendía su pipa, que hasta entonces no se había atrevido a sacar del bolsillo.

—¿A continuación…? —dijo con una voz que la señorita Berthe no le conocía todavía.

—Detuvieron a dos de los ladrones… Dos individuos bien conocidos por la policía, el uno bajo el apodo de Granizado, el otro bajo el de Marsellés… Dos jóvenes, casi dos principiantes, que tienen su cuartel general al lado de la plaza Blanche, que Albert frecuentaba…

—¿Quién disparó? —preguntó Maigret fijándose en el canario a través del humo de su pipa.

—No se sabe… O mejor se encontró el revólver en la acera y es el revólver de Albert… Era muy fácil de reconocer puesto que se trataba de un arma que le había quitado a su padre y que llevaba su nombre… El padre se dio a conocer, cuando lo leyó en los periódicos… Lo interrogaron en el Quai des Orfèvres¹…

—¿Y Albert?

—Se le busca. Usted sabe mejor que yo cómo ocurren estas cosas. Supongo que han distribuido por todas partes su descripción. Y es a causa de esto…

Se enjugó los ojos y se plantó por un instante en el balcón. Volvió la espalda a Maigret, que vio sus hombros sacudidos como por un sollozo.

Cuando se giró estaba pálida, los rasgos tensos.

—Hubiera podido ir a decir la verdad a la policía, pero tuve miedo… En usted, señor Maigret, tengo confianza, porque sé que no me traicionará… ¡Tenga!…

Abrió una sopera de falso Rouen que estaba sobre el buffet y sacó de ella una carta que tendió a Maigret. Leyó, en una letra desigual con tinta violeta:

Mi pequeña Berthe:

Como verás por esta carta, estoy en Calais, en donde tengo que pasar la frontera lo antes posible. Pero he decidido no marcharme sin ti. Por lo tanto, te espero. Solo tienes que poner en «L’Intran» un anuncio que diga: «Albert, tal día, tal hora» y yo estaré en la estación de Calais. Prefiero advertirte en seguida que, si enseñases esta carta a las «moscas», sabría vengarme. Lo que he hecho, lo he hecho por ti. Por lo tanto, ya sabes cuál es tu deber.

Te hago responsable de todo lo que pudiese ocurrirme. Te advierto también que, antes de marchar solo, te impediría ser de otro.

Comprende si puedes.

TU ALBERT

—¿Por qué no ha ido a Calais? —preguntó Maigret con aire ingenuo.

—Porque no quiero ser la mujer ni la amante de un asesino. Creía amar a Albert. Lo tomaba por un muchacho honrado que no había tenido suerte. Lo he ayudado tanto como he podido.

Su labio inferior temblaba. La crisis de lágrimas estaba próxima.

—Ahora sé que no me quería, que solo quería mi dinero… Porque no ignora que tengo unos ahorros, más de quince mil francos en la Caja de Ahorros…

Las lágrimas brotaron:

—¡Nunca me ha querido, ya lo ve usted! ¡Y sufro! ¡Tengo miedo! No quiero ir allí… La idea que tiene… que tiene…

Maigret se levantó torpemente y palmeó la espalda de la señorita Berthe, que había puesto los codos sobre la mesa y que lloraba, con el rostro entre las manos. Por otra parte, casi en seguida se indignó.

—Alguien de la policía ha venido a interrogarme… Por chiripa no me han encerrado como cómplice… No he hablado de la carta, porque entonces estoy segura de que me hubiese visto inquietada… Pero ¡tengo miedo!… ¡Estoy segura de que volverá desde allí y me hará alguna mala pasada!… Una vez, porque un gato rozaba sus piernas, lo cogió tan brutalmente que el pobre animal quedó cojo… Hubiera hecho cualquier cosa por él… Si lo hubiese visto, hubiese creído, como yo, que era…

—¿Verdaderamente no conocía al joven que se encontraba con nosotros en la terraza del Madrid? —interrumpió Maigret.

—¡Lo juro!

—Es curioso…

—¿Por qué?

Se había plantado delante del balcón, desde donde se veía la plaza Constantin Pecqueur. Y allá, justo en la esquina de la calle Caulaincourt, podía ver el famoso impermeable beige que recorría la calle.

—No lo sé… Una idea…

—¿Qué idea?… ¡Dígamela!… ¡Tranquilíceme!… Prométame, señor comisario, que va a protegerme… Necesito saber dónde está Albert… ¡Si por lo menos estuviese segura de que ha franqueado la frontera!…

—¿Qué haría? —gruñó.

—Respiraría más libremente… Si no, sé que me matará, como…

Y alrededor de Maigret estaba como una quintaesencia de aquel pequeño mundo de Montmartre que trabaja valientemente, contentándose con pequeñas alegrías. Sobre una mesa de cocina se veía una chuleta que iba a servir para el almuerzo y un sobre que contenía apio en salsa picante comprado en la mantequería, así como una natilla en un plato de loza azul.

Cerca de la máquina de coser, un vestido empezado, un traje de noche de organdí sembrado de capullos primaverales. En una copa de porcelana, agujas, botones, un lápiz, tiza de sastre y algunos sellos.

Una pequeña vida, en suma, soleada por aquel balcón colgado por encima de la ciudad.

La señorita Berthe refunfuñaba, mostraba sin coquetería una nariz enrojecida, unas mejillas brillantes.

—Ya sé que soy tonta, que digo las cosas demasiado simplemente, como me vienen… Lo que no es óbice para que, si usted no me ayuda, estoy segura, ¿entiende?, tenga que ir uno de estos días a reconocerme al depósito… ¡Es mi primer amante, señor comisario!… Hasta aquí, seguía siendo espabilada, créalo o no… Quería casarme, tener hijos… ¡Sobre todo tener hijos! Y ahora…

—Me ocuparé de esto, mi pequeña —dijo Maigret con voz torpe porque siempre había tenido horror a las efusiones.

Ahora bien, todavía no había acabado cuando ella le cogía la mano y se la besaba.

—¡Gracias, comisario! Pero dígame una cosa más… No soy un monstruo, ¿verdad? Lo amaba, es cierto… Pero al que amaba era al honrado muchacho que veía en él… No lo traiciono por traicionarlo… La prueba está en que no he querido decir nada a la policía… Usted, es diferente… Lo he llamado para protegerme, porque tengo miedo, porque soy demasiado joven para morir.

De nuevo se había apartado de ella y, de pie en el balcón, le volvía la espalda mientras su cabeza se aureolaba de humo de pipa.

—¿Qué va a hacer? —proseguía ella—. Naturalmente, yo pagaré los gastos. No soy rica, pero ya le he dicho que tengo un poco de dinero…

—¿No es un hotel, la casa que está justo enfrente?

—El hotel Concarneau, sí…

—¡Pues bien! Probablemente me voy a instalar ahí… Un buen consejo: salga lo menos posible…

—No saldré en absoluto si usted quiere, salvo para comprar…

—¿No puede hacer las compras por medio de la portera?

—Se lo preguntaré…

—Vendré a verla por la noche… Lástima que no conociese a ese joven…

—¿A qué joven?

—Al que le ha seguido hasta el Café de Madrid y que está de guardia en la esquina de la acera.

—A menos… —empezó ella abriendo desmesuradamente los ojos.

—¿A menos?

—… A menos que sea un cómplice de Albert… Suponga que en lugar de venir él mismo, ha encargado a uno de sus amigos…

—¡Hasta ahora! —gruñó Maigret dirigiéndose hacia la puerta.

No estaba contento. No sabía por qué. En el descansillo, se quitó un trozo de hilo blanco pegado a su manga. Y, bajando los seis pisos, se preguntaba qué iba a hacer.

Al verlo, el joven del impermeable se metió a toda prisa en una taberna que estaba en la esquina de la plaza y Maigret entró tras él, pidió un gran medio, se aseguró de que la cabina telefónica estaba en la misma sala y entró en ella, evitando cerrar la puerta.

—¡Hola!… ¿La P.J.? Póngame al inspector Lacroix, por favor… Sí, Jérôme Lacroix. De parte de su tío Maigret… ¡Hola! ¿Eres tú, hijo? ¿Qué tal? ¿Cómo dices? ¡Tanto peor! Tus asuntos esperarán un poquito… Sube a un taxi y ven a saludarme a la calle Caulaincourt… Espera.

Salió a medias de la cabina y preguntó al dueño:

—¿Cómo se llama su establecimiento?

—El Zanzi-Bar.

Cogió de nuevo el aparato:

—En el Zanzi-Bar… Sí… Te espero… ¡Claro que no! Tu tía se conserva como el Puente Nuevo… Yo también. Hasta ahora…

Volviendo al mostrador, le pareció que una llamita irónica bailaba en los ojos grises del joven que llevaba un traje claro, zapatos de dos tonos y un cinturón de piel de serpiente.

—¿Un póquer? —le proponía al dueño.

—No tengo tiempo…

—¿Y usted, señor? ¿Un póquer? ¿Va la ronda?

Maigret dudó y, a fin de cuentas, cogió el cubilete con un gesto tan amenazador como si ya le hubiese puesto las esposas a su interlocutor.

II

—¡Tres reyes de una tirada! —anunció el joven granuja.

Y, tras una pequeña ojeada al comisario que recogía los dados, añadió:

—¡Le toca a usted, señor Maigret!

Este dejó caer dos nueves y un diez. Preguntó, recogiéndolos:

—¿Me conoces?

—Se conocen sus hazañas, ¿verdad? —replicó el otro suavemente—. ¡Tres sotas! ¿Las deja? ¿Qué bebe? ¡No le han debido ofrecer gran cosa ahí arriba! Aparte de vino azucarado como un jarabe de grosella.

En aquel caso, no podía hacer otra cosa: mantener su sangre fría y sobre todo no mostrar su estado de mal humor. Maigret siguió fumando su pipa a pequeñas chupadas, cogió una segunda cerilla, porque su oponente, con aire angelical, había sacado tres damas.

—¿Verdaderamente no se acuerda de mí? ¡No valía la pena haberme interrogado cierta noche desde las nueve de la noche hasta las cinco de la mañana!

Cada vez estaba más alegre. Hablaba bien y lo sabía. Sobre todo tenía una sonrisa tan cándida, cuando quería, que era difícil enfadarse con él.

—Un asunto de coca… ¿No cae todavía? Ya hace algunos años… Yo era ordenanza en el Célis, calle Pigalle, y usted quería como fuera tirarme de la lengua… ¡Tres reyes en dos tiradas! Eso está mejor. ¡Bien! Dos nueves… Páseme una cerilla.

Y, tras haber pedido un aperitivo con el mismo aire despreocupado y alegre a la vez, atacó:

—Entonces, ¿qué me dice de la hermana?

La taberna estaba casi vacía. Solo un borracho se obstinaba en jugar a la máquina tragaperras y el dueño aprovechaba para llenar cuartillos con los fondos de las botellas.

—Ha debido ver el truco desde el primer momento, ¿no?

Ahora ya hacía más de cuatro años que Maigret no había oído este acento canallesco y casi tenía ganas de sonreír, como un exilado que encuentra a alguien de su país.

—Por el respeto que le debo, sea dicho entre nosotros, ¿espero que no se haya dejado embaucar?

Era preciso dejarle venir. Para ganar tiempo, Maigret siempre podía beber un trago de cerveza o vaciar su pipa y llenar una nueva.

—Estaba seguro de que echaría mano de un truco un día u otro. Estas crisis se anuncian con bastante antelación… Pero no me figuraba que molestaría a un gran personaje como usted… ¡Cuidado, señor Maigret! ¡Toma una dama en vez de una sota! ¡Cuatro sotas! ¿Las deja?

Meneó los dados.

—¡Cuatro reyes! ¿No está en vena o qué? Con respecto a la hermanita, no es culpa suya si es un poco lunática, como se suele decir… Ya de niña recibía cuidados en relación al sonambulismo.

Y, mirando hacia la puerta, exclamó:

—¡Mire! Ahí está su colega… Tal vez sea mejor que los deje solos.

Se apartó ante Jérôme Lacroix que acababa de bajar de un taxi y entraba. Los dos hombres se miraron: el joven pillastre siempre con su desarmadora sonrisa, el policía del Quai des Orfèvres frunciendo el ceño.

—Buenos días, tío… ¿Qué ha venido a hacer aquí ese?

—¿Quién es ese?

—Luisito… Debiste conocerlo cuando era ordenanza en las boîtes de Montmartre… Un tipo que se cree gracioso y al que trincaré un día de estos…

Jérôme Lacroix, al que Maigret había hecho entrar en la P.J., era un muchacho alto y huesudo, de cabellos espesos, de manos y pies enormes y se le notaba triste, obstinado, presto a dejarse cortar a pequeñas tiras antes que faltar lo más mínimo a su deber.

—¡Ven a sentarte a este rincón, hijo! —dijo Maigret, escogiendo un velador desde el cual podía distinguir el 67 bis—. ¿Conoces a su hermana?

—¿De quién? ¿De Luisito? Precisamente he ido a su casa estos días.

Maigret no pestañeó, pero la noticia no le hizo gracia.

—¿Se trata de la señorita Berthe?

—Sí. Una modista que vive enfrente… ¿La tía está bien?

—Ya me lo has preguntado por teléfono…

—Es verdad… Te pido perdón…

—¿Qué es esa señorita Berthe?

Y Maigret constató con cierta satisfacción que su sobrino pasaba apuros para responder.

—Es una modista.

—Eso ya lo has dicho.

—Es la amante de un tal Albert Marcinelle, al que buscamos por haberse cargado a un agente en el bulevar Beaumarchais…

—¿Eso es todo?

—A fe que es todo lo que he podido sacar. Lleva bien su casa. Las informaciones de su portera son excelentes. Con excepción de ese Albert, nunca recibe a ningún hombre en su casa, ni a su hermano, al que puso en la calle de una vez por todas… Pero… De hecho… ¿No será por eso por lo que estás en París?

—¡Sí!

Sorprendido, Jérôme se puso a reflexionar mirando su vaso. No comprendía en qué podía interesar aquel asunto a su tío, que muchas veces se había negado a molestarse por asuntos más serios.

—Ya sabes… En mi opinión… Le echaremos el guante un día u otro y se acabará… Una pequeña crápula que no merece la pena molestarse por ella… Hemos distribuido por todas partes su descripción y me extrañaría mucho si…

—Deberías poner un anuncio en «L’Intran».

Jérôme, decididamente, cada vez entendía menos.

—¿Un anuncio para encontrarlo?

—Toma nota del texto: «Albert miércoles 3 y 17». Te las arreglarás para que haya un policía a esa hora en la estación de Calais… Si nuestro Albert está…

—¿Eso es todo?

—Eso es todo.

—¿Crees que estará?

—Apostaría diez contra uno a que no.

—¿Entonces?

—¡Entonces nada! Abraza a tu mujer y a tu hijo de mi parte… De hecho, si hay algo nuevo, tendrás la amabilidad de telefonearme al hotel Concarneau… Tres casas más allá…

—Hasta la vista, tío…

Y Maigret pagó las consumiciones, con aire ya menos torpe que por la mañana, porque le parecía que aquello empezaba a marchar.

En suma, para traducir poco más o menos su impresión, era demasiado simple por un lado, por el lado de la policía, y demasiado complicado por el otro, es decir, por el lado de la señorita Berthe. Había, no lejos de allí, un pequeño restaurante de choferes con dos mesas en la terraza y, como una de ellas estaba libre, se instaló y descubrió en el menú fricando con acedera, que era uno de sus platos preferidos.

El aire olía tanto a primavera, con bocanadas tan cálidas y perfumadas que hacía subir la sangre a la cabeza y daba ganas de echarse una siesta en las hierbas con un periódico sobre la cabeza.

A las dos, Maigret estaba en el hotel Concarneau y obtenía, no sin apuros, una habitación en el sexto, en la parte delantera, justo enfrente al balcón de la señorita Berthe.

Cuando fue a la ventana estuvo a punto de enrojecer, porque la joven estaba probando un vestido a una cliente y se veía, en la azulada oscuridad, medio desnuda.

Se preguntó varias veces si no lo hacía exprofeso e incluso si no lo había visto en su habitación. Pero ¿no bastaba la temperatura para explicar por qué la joven dejaba la ventana abierta de par en par?

Maigret no quitaba los ojos de allí, por así decirlo, y en sus actitudes no había nada que no fuese completamente natural.

Después de haber probado a una primera cliente, cogió un vestido azul, pacientemente, retirando una a una las agujas de sus labios, y arrodillándose durante largo tiempo delante de un maniquí de tela negra. Luego se sirvió un vaso de agua, cosió a máquina, levantó la cabeza al oír llamar a la puerta y recibió a una segunda cliente que le traía una tela. Desde el observatorio de Maigret, casi se hubieran podido adivinar las palabras por el movimiento de los labios y comprendió que discutían una cuestión de precio y que era la cliente la que acababa por ceder.

Solo hacia las cuatro, pensó Maigret en avisar a su mujer que no volvería esta noche, ni tal vez los días siguientes; llamó a la camarera, le entregó un telegrama y aprovechó para hacerse subir una botella de cerveza, porque el fricando había sido acompañado por un queso de Brie que le daba sed.

—O esa joven es muy fuerte —llegaba a murmurar mordiendo el mango de su pipa—, o entonces…

¿O entonces qué? ¿Qué había ido a hacer a aquel horno? ¿Por qué no se había marchado en el tren de las once, como había sido su intención durante un momento?

—Admitamos que dice la verdad, como todo parece suponerlo.

¡Sí! Si era así, ¿qué iba a hacer? ¿Jugar al ángel de la guarda, como los detectives privados norteamericanos que siguen a las nodrizas y a los niños para protegerlos de los gángsters?

Aquello podía durar mucho tiempo. Albert no parecía tener prisa en ir a París para matar a su amante y Maigret pensó de repente que no lo conocía ni de vista.

¿Y si no fuese cierto? ¿Qué necesidad tenía de llamarlo a él? ¿Por qué llevarlo hasta aquel rincón de pequeño burgués de París si él estaba tan tranquilo en el campo?

Dejó su grueso abrigo en la habitación. Bajó y se detuvo en la portería del 67 bis.

—¿Está en casa la señorita Berthe?

—Seguramente… No la he visto ni hacer la compra, porque tiene mucho trabajo… Ya que sube, ¿tendría la bondad de entregarle esta carta?

Reconoció la letra de Albert y vio que el matasellos era de Boulogne.

—¡Por lo tanto! —gruñó mientras subía la escalera contestándose así a una objeción que se había hecho.

Llamó. Se le hizo esperar un instante en el descansillo y, cuando se le abrió la puerta, tuvo que pasar a la cocina, porque todavía había una cliente en el probador. La cocina era limpia, como el resto de la casa. En un rincón una botella de Bordeaux blanco destapado y un plato sucio. Oía:

—Un… poco más metido en el talle… Sí… Así… Siempre rejuvenece… ¿Para cuándo podrá tenérmelo?

—Para el lunes próximo…

—Con la mejor voluntad del mundo… En esta estación, todas las clientes tienen prisa…

Luego, la señorita Berthe lo liberó con una sonrisa triste.

—¡Ya ve! —dijo—. Hago lo imposible por poner buena cara. Es preciso que la vida continúe a pesar de todo. Pero ¡si supiese cuánto miedo tengo! O más bien cuánto tenía, puesto que desde que usted está aquí…

—Tengo una carta para usted…

—¿De él?

Se la tendió. La leyó, con los ojos secos, labios temblorosos. Luego le pasó el papel.

Querida:

Empiezo a impacientarme. Te prevengo que no esperaré mucho más. No me atrevo a permanecer en Calais, en donde acabaría por hacerme notar. Voy y vengo. Hoy he comido en Boulogne y todavía no sé dónde dormiré. Pero sé que, si no llegas, haré lo que he dicho, a riesgo de ser detenido.

A ti te toca decidir.

ALBERT

—¡Ya ve! —dijo desesperadamente.

—¿Qué dice su hermano de todo esto?

No se sobresaltó, no denotó sorpresa, sino únicamente una tristeza en aumento.

—¿Le ha hablado?

—Hemos tomado el aperitivo juntos.

—Hubiera sido mejor confesárselo todo esta mañana… No es que sea malo… Pero desde muy joven ha estado solo… Se da aires de apache y es incapaz de hacer daño a una mosca… Lo que no es óbice para que le haya prohibido venir aquí, a causa de su clase.

—… Lo que tampoco es óbice para que usted me haya mentido esta mañana…

—Tenía miedo de que pensase cosas…

—¿Qué cosas, por ejemplo?

—No lo sé… ¡Que era una joven de su misma clase!… Tal vez se hubiera negado a ayudarme…

Señaló la carta:

—Usted la ha leído… Está fechada ayer… Nada prueba que desde entonces no haya cogido el tren.

Empezaba a hacer más fresco y el sol se había puesto por detrás de las casas. La señorita Berthe fue a cerrar la puerta-ventana y volvió hacia Maigret.

—¿Le preparo una taza de té?… ¿No?… Como se habrá dado cuenta, trabajo… Siempre he trabajado sola, para lograr una situación… Cuando encontré a Albert, creí que era la felicidad…

Contenía los sollozos, ponía maquinalmente en orden las telas que arrastraba.

—¿No tiene una amiga? —preguntó observando encima de la chimenea la fotografía de una joven rubia.

Ella siguió su mirada.

—Tenía a Madeleine… Pero se ha casado…

—¿No la ve?

—Vive en provincias… Su marido es un señor importante… Albert, para mí, era…

—¿No podría darme una fotografía suya?

No vaciló ni un instante.

—¡Es cierto que no lo reconocería si lo viese! —remarcó—. Espere… Tengo una foto que nos sacamos en Saint-Malo… En la playa…

Y la sacó de la sopera que decididamente le servía de caja fuerte. Era una fotografía pequeña, como las que se sacan en las playas. Albert, con pantalón blanco, los brazos desnudos, una gorra de tela en la cabeza, se parecía a todos los jóvenes que se encuentran a orillas del mar. En cuanto a la señorita Berthe, se pegaba a él, como ansiosa de dejar brotar su felicidad.

—Está oscuro, ¿verdad? En cuanto se va el sol, el apartamento es muy oscuro. Voy a encender…

En el momento en que acababa de dar al conmutador, llamaron a la puerta. Era la portera con una cesta de provisiones.

—Aquí está, señorita Berthe…

—Póngalo todo en la cocina, señora Morin…

—Las lechugas están frescas… Pero lo que es el gruyere, me he visto obligada…

—¡Hasta ahora!…

Y, cuando estuvieron solos de nuevo, ella se sentó, enhebró una aguja, se puso un dedal.

—¿Qué le ha dicho a la policía? ¿Espero que no le habrá hablado de la carta?

Él tardó en contestar, exprofeso, y ella alzó los ojos, continuó más de prisa:

—Excúseme si no sé demasiado bien cómo van estas cosas… Cuando le escribí… ¿Supongo, verdad, que, puesto que lo he llamado, es un poco como un abogado?…

—¿Qué quiere decir?

—Que existe el secreto profesional… Se lo digo todo… Le enseño las cartas… ¡Oh! ¡No me importaría que lo detuviesen! ¡Para mí sería el único medio de estar tranquila!… Pero no quisiera que fuese por mi causa… Así, si ahora se hiciesen búsquedas en Calais y en Boulogne…

No la ayudaba. No sabía cómo decirlo. Cosía el bajo de un vestido con una aplicación exagerada.

—¿Qué prefiere? —preguntó lentamente Maigret.

—¿Cómo?

—¿Que le detengan o que pase la frontera?

Lo miró con sus ojos tranquilos, confiados.

—¿Qué es lo que piensa?

—¿Qué le ocurrirá si lo detienen? ¿Qué peligro corre en este momento?

—Si se prueba… En fin, si ha disparado, evidentemente se arriesga a la guillotina…

Ella volvió la cabeza, se mordió los labios.

—Entonces… preferiría que pasase la frontera… Aunque, un día u otro, volverá para buscarme… Y, si me niego a seguirlo, él…

Maigret tenía en la mano la foto de los dos enamorados, y observaba sobre todo el rostro del joven, un rostro bastante vulgar, de cabellos rizados.

—Evidentemente por su parte, usted no le ha escrito…

—¿Cómo podría hacerlo si no conozco su dirección?… ¿Y para decirle qué?…

Era difícil imaginarse que se vivía en el marco de un drama, siendo la atmósfera tan apacible. Por momentos, Maigret hubiera podido creerse en su casa, frente a la señora Maigret, ocupada en remendar calcetines o cosiendo, porque era la misma calma, la misma luz tamizada, los mismos objetos cada uno en su sitio y la misma limpieza.

La única diferencia era que la señorita Berthe era más joven, más bonita, arreglada con una coquetería de buen gusto.

—¿No llegó nunca a dormir aquí? —preguntó por decir algo.

Y ella respondió con sabrosa ingenuidad:

—No por la noche…

—¿A causa de la portera?

—Y de los vecinos. Al lado vive una pareja anciana muy a caballo sobre las conveniencias. Había, en el cuarto, una joven que recibía mucho y ellos escribieron al propietario para que la pusiese en la calle…

De nuevo se acordaba de que era ama de casa:

—¿De verdad no quiere tomar nada? ¿Qué bebe generalmente?

—No necesito nada, se lo aseguro… Empiezo a creer que se ha alarmado en vano…

Ahora se paseaba, como tenía por costumbre cuando llevaba a cabo algún interrogatorio en su despacho del Quai des Orfèvres, cuando todavía era el comisario Maigret. Lo tocaba todo, maquinalmente, tanteaba los menores objetos, jugaba con las agujas que estaban en la copa de porcelana, ponía la sopera justo en medio del buffet.

—… En mi opinión, cuando vea que no hay nada que esperar, intentará cruzar la frontera belga y todo habrá terminado…

—¿Cree que lo logrará?

—Eso depende. Es evidente que todos los aduaneros y policías tienen su descripción. Pero, si puede pasar por un sendero de contrabandistas…

—¿Es fácil, por ese lado?

—Creo, por el contrario, que es muy difícil, porque es el sector en donde se hace, a gran escala, el contrabando de tabaco… ¡Vamos! Confiese que todavía lo ama…

—¡No!…

—Por lo menos que lloraría al saber que ha sido detenido…

—¿No es natural?… Ya hacía diez meses que…

—¡Un matrimonio antiguo, evidentemente! —suspiró no sin una pizca de emoción—. Ahora, voy a dejarla…

—¿Ya?

—¡No tema nada! ¡No estoy muy lejos! Justo enfrente, en el sexto piso del hotel Concarneau… Confieso que he visto a sus clientes de esta mañana en combinación e incluso a una que no llevaba…

—Ignoraba…

La mano de la señorita Berthe, cuando la estrechó, era dulce y tibia.

—Tengo confianza… —suspiró con un poco de tristeza—. Es la primera noche que voy a acostarme tranquila.

En la estrecha escalera, Maigret parecía un gigante torpe. En la acera, en donde todavía había luz, casi chocó con el joven Luisito, que se llevó irónicamente la mano a su sombrero gris claro farfullando:

—Perdón, señor comisario…

Entonces, bruscamente, Maigret tuvo un acceso de mal humor. Se sentía enredado como en una melaza. Quería salir, costase lo que costase, salir sobre todo de la ridícula situación en la que se había metido.

—Tú, ven aquí…

—¿Quiere la revancha al póker? A sus órdenes…

—¿Qué dirías de una vueltecita por el Quai des Orfèvres?

—No estaría mal…

—Pues bien, mal o no, quisiera que me siguieses, y que respondas a ciertas preguntas que te hará el inspector Lacroix…

Luisito no estaba entusiasmado.

—¿Tomamos el metro? —preguntó.

—Tomaremos un taxi.

Maigret no había visto nunca un asunto tan ridículo como aquel, y pensaba que, si su mujer le hubiese visto algunos momentos antes en casa de la señorita Berthe, muy difícilmente se hubiera creído que estaba allí por un deber profesional.

¡Él mismo no estaba muy convencido!

—Sube… ¡Al Quai des Orfèvres, chofer!… A la jefatura, sí…

Jérôme le tiraría de la lengua a aquel Luisito demasiado irrespetuoso y ya se vería lo que sacaba. En cuanto a la señorita Berthe, era difícil pensar que realmente corría peligro, dado que Albert seguía vagando entre Calais y Boulogne.

—Ya conoces el camino… A la derecha ahora… El último despacho al final del pasillo…

Un despacho que Maigret había ocupado en sus comienzos cuando todavía no había electricidad en la casa.

—Espérame un instante…

Jérôme estaba allí, haciendo un informe.

—¿Quieres «cocinar» al granuja que te he traído? Sabe más de lo que aparenta…

—Bien, tío…

El granujilla chuleaba, como siempre, y ni siquiera se había quitado el sombrero. Se permitió el lujo de encender un cigarrillo que Maigret le quitó de los labios.

—Dime, pequeño… ¿Quieres decirme dónde estabas la noche del robo en el bulevar Beaumarchais?

—¿Qué noche era?

—La noche del lunes al martes…

—¿De qué mes?

Se hacía el tonto. Maigret casi echó de menos el tiempo en el que se hubiera podido permitir, para enseñarle a ser serio, hacerle andar de puntillas.

—¿Dónde estaba?… Espere… Debían hacer una de Marlene Dietrich en el cine de la calle Rochechouart…

—¿Después?

—¿Después?… ¡Espere! Hacían una de dibujos animados y un corto sobre las plantas que brotan en el fondo del mar…

Jérôme tenía la suficiente paciencia como para llevar el interrogatorio durante horas. Era Maigret el que ya tenía bastante.

—¿Estabas enterado?

—¿De qué?

—¡Del truco!

—¿Qué truco?

Por un poco, no recibió el puño del excomisario en plena cara. Maigret se contuvo a tiempo.

—¿Tienes coartada?

—¡Una buena! Estaba acostado…

—¿Estabas en el cine o acostado?

—Primero en el cine… Luego me acosté…

Maigret tenía preparadas otras preguntas, pero carecía de título para actuar y su sobrino no parecía estar muy tranquilo.

—¿No serás el cuarto granuja al que no se ha encontrado?

El otro escupió solemnemente y profirió:

—¡Lo juro!

En el mismo momento, sonaba el timbre del teléfono. Jérôme descolgaba, parpadeaba:

—¿Cómo dice?… ¿Está seguro?…

Colgó, se levantó, no supo qué hacer con Luisito, al que dejó en su despacho, y arrastró a Maigret al pasillo.

—Me avisan de la policía de Socorro que acaban de golpear a una mujer en el sexto piso…

—67 bis, calle Caulaincourt… —acabó su tío.

—Sí… La portera declara que ha visto salir a un hombre que perdía mucha sangre… La escalera está llena de sangre… ¿Qué hacemos?

Porque Jérôme, respetuoso con los reglamentos, estaba muy molesto con respecto a Luisito, que estaba allí no muy legalmente.

III

Jérôme Lacroix no podía impedir, a cada instante, volverse hacia Maigret, con el aire vacilante, y murmurar:

—¿Qué piensas, tío?

Y el antiguo comisario responderle con una sombría sonrisa que hacía sus palabras más enigmáticas:

—Ya sabes, hijo, que no pienso nunca…

Ocupaba tan poco sitio como era posible. Durante largo rato permaneció sentado en un rincón de la habitación, cerca del maniquí de la modista, fumando su pipa con aire ausente.

No por ello su presencia turbaba menos a los demás. El comisario del barrio, temblando por parecer torpe ante la presencia del famoso Maigret, buscaba sin cesar su aprobación.

—Esto es lo que haría en mi lugar, ¿verdad?

Todos los rellanos estaban llenos de gente y un agente uniformado a duras penas podía impedirles la entrada al piso. Otro, abajo, en el umbral de la casa, repetía en vano:

—¡Cuando yo le digo que no hay nada que ver!

Muchos de los habitantes de la calle Caulaincourt, aquella noche, pasaron por alto la cena para permanecer de guardia en la calle o en su ventana. Es cierto que el tiempo era ideal y que a veces, por detrás de las cortinas del apartamento del sexto, se podían ver pasar sombras. Abajo había una ambulancia. Permaneció cerca de una hora estacionada y se produjo la general sorpresa cuando se marchó vacía.

—¿Qué piensa usted, señor Maigret?

Se planteaba un problema. La señorita Berthe, que había recobrado el conocimiento, se negaba a dejarse transportar al hospital. Estaba débil, porque había perdido mucha sangre por una herida en el cuero cabelludo. Pero ponía toda su energía en su mirada, en la crispación de sus manos húmedas.

—Esto es de la incumbencia del doctor —había respondido Maigret, que no quería tomar ninguna responsabilidad.

Y el inspector Lacroix le preguntaba al médico:

—¿Cree que se la puede dejar aquí?

—Creo que, cuando le haya dado algunos puntos de sutura, no tendrá más que dormir hasta mañana por la mañana…

Todo aquello, como siempre, ocurría en un gran desorden. Únicamente la mirada de la herida seguía obstinadamente pegada a Maigret y parecía dirigirle una ardiente súplica.

—¿Has oído lo que ha dicho la portera, tío? Por mi parte, reconstruyo el hecho así: la señorita Berthe ha bajado, sin duda para comprar…

—¡No! —dijo dulcemente Maigret.

—¿Tú crees? Entonces, ¿para qué ha bajado?

—Para echar una carta al buzón…

Jérôme dejó para más tarde el cuidado de saber cómo Maigret podía establecer aquel detalle con tanta seguridad.

—Poco importa…

—Importa mucho. Pero continúa…

—Apenas había abandonado la casa, cuando la portera vio entrar a un hombre en el inmueble. El pasillo estaba oscuro. La portera pensó que se trataba de un amigo de uno de los inquilinos. La señorita Berthe volvió casi en seguida…

—Hay un buzón a cien metros, en la plaza Constantin Pecqueur —precisó Maigret, que ponía los puntos sobre las íes para satisfacción personal.

—¡Sea!… Ella, pues, volvió… Se encontró al desconocido en su casa… La atacó y ella se defendió… El hombre, gravemente herido, a juzgar por el rastro de sangre, bajó la escalera y la portera vio cómo huía con las manos en el vientre…

Jérôme miró a su alrededor con cierto disgusto y añadió más tímidamente:

—Lo más extraño es que no se encuentra el arma…

—¡Las armas! —precisó Maigret—. Un arma contundente, con la cual ha sido golpeada la señorita Berthe, y otra arma, un cuchillo probablemente, que ha herido al desconocido…

—¿Ha sido él sin duda quien se las ha llevado?… —se arriesgó Jérôme.

Y Maigret volvió la cabeza para reír más a gusto.

Ya se habían dado órdenes de buscar por el barrio a un hombre herido. El médico acababa de vendar la cabeza de la joven que, a pesar del dolor, se esforzaba en no apartar los ojos de Maigret.

—¿Crees, tío, que esto podría ser cosa de su amante?

—¿Que ha hecho qué?

—Que ha venido hasta aquí y la ha atacado…

¿Por qué respondió Maigret con una seguridad por lo menos inesperada?

—¡Seguramente no!

—¿Qué harías en mi lugar?

—Como no estoy en tu lugar, me es difícil responderte.

El comisario de policía, a su vez, venía a conseguir unas palabras de ánimo o una aprobación:

—Esto es lo que he decidido: el médico enviará inmediatamente una enfermera que se quedará en la cabecera de la herida. Por otra parte, apostaré un agente abajo. Mañana ya se verá si es posible proceder con provecho a un interrogatorio…

La joven había oído. Seguía mirando a Maigret y tuvo la impresión de que este le hacía un guiño. Entonces, tranquilizada, se abandonó al sopor que la invadía.

* * *

Los dos hombres, el tío y el sobrino, pasaban por delante de los curiosos todavía emboscados en los portales de las casas vecinas, y Maigret llenaba una nueva pipa.

—¿Y si fuésemos a comer un bocado? —propuso—. O mucho me equivoco, o todavía no hemos cenado. Hay una cervecería en la calle, y confieso que una col blanca aderezada… Podrás aprovechar para telefonear a tu mujer…

Durante toda la cena, Jérôme no cesó de espiar a su tío con el aspecto de un escolar que teme ser cogido en falta. Y, poco a poco, aquello lo ponía de mal humor, incluso sentía rencor a la vista de Maigret que estaba demasiado quieto, demasiado seguro de sí mismo.

—¡Se diría que esta historia te divierte! —remarcó sirviéndose salchicha.

—¡Es divertida, en efecto!

—Tal vez sea divertida para el que no está encargado de encontrar la solución.

Maigret comía con apetito: ancho, macizo, tenía una manera de coger su medio con tanta delicadeza que hubiera podido servir de reclamo para una marca de cerveza.

Secándose los labios, se dio el maligno placer de dejar caer:

—Yo la he encontrado…

—¿El qué?

—La solución…

—¿Sabes quién ha atacado a la señorita Berthe?

—¡No!

—¿Entonces?

—Eso carece de importancia… Quiero decir que no la tiene para mí, ni para ella…

La cabeza de Jérôme se alargó todavía más y, a no ser por el respeto que profesaba a Maigret, se hubiera puesto completamente rojo.

—¡Gracias! —gruñó, sin embargo, con la nariz metida en el plato.

—¿Por qué?

—Porque, en lugar de ayudarme, te burlas de mí. Si verdaderamente has descubierto algo…

Pero en vano intentó excitar a su tío. Este había vuelto a tomar su cargante impasibilidad. Pidió una segunda ración de col blanca, con un par de salchichas de Francfort y un tercer medio.

—En fin, ¿crees que he hecho todo lo que debía hacer?

—Has hecho lo que creías deber hacer, ¿verdad?

—Hay una enfermera en la habitación.

—Sí…

—Y un agente en la puerta…

—¡Pardiez!

—¿Qué quieres decir?

—Nada…

Maigret pagó la cena y rehusó la invitación de su sobrino, que quería llevarlo a tomar café a su casa. Y una media hora más tarde, estaba en su ventana del hotel Concarneau.

Al otro lado de la calle, veía la cortina débilmente iluminada de la habitación de la señorita Berthe y adivinaba la silueta de la enfermera que leía, hundida en un sillón.

Abajo, en la acera, un agente paseaba arriba y abajo y miraba su reloj cada cuarto de hora.

—¡Que se las apañe! —gruñó cerrando su ventana.

Y en el momento de quitarse los zapatos, sentado en el borde de la cama, añadió pensando en su sobrino:

—¡Que saque a relucir su plan!

* * *

El sol entraba a raudales en la habitación cuando se aproximó a la cama de la señorita Berthe, a las nueve de la mañana, mientras la enfermera ordenaba la estancia.

—Vengo a despedirme —anunció adoptando un aire falsamente inocente—. Ahora que ese extraordinario Albert ha fallado en su tentativa, supongo que ya no tiene nada que temer…

Entonces, leyó la inquietud y casi la perturbación en los ojos de la herida. Esta intentó incorporarse para ver dónde estaba la enfermera; luego balbuceó:

—No se vaya aún… ¡Se lo suplico!

—¿Insiste verdaderamente en que me quede aquí?

—Sí…

—¿Y no teme, por ejemplo, que yo le dé algunos consejos a mi pobre sobrino, que no sabe a qué santo confiarse?

Había en él, aquella mañana, algo de obstinado y paternal a la vez. Sin embargo, veía que la señorita Berthe vacilaba entre la sonrisa y las lágrimas. Ella lo observaba. La víspera por la noche tenía fiebre y hubiera podido equivocarse.

La presencia de la enfermera complicaba aún más la situación, porque la joven no podía hablar como hubiese querido.

—A propósito —preguntó Maigret—, ¿no ha recibido carta esta mañana?

Dijo que no con la cabeza y él declaró con seguridad:

—Recibirá una mañana… ¡Claro que sí!… Una carta procedente de Calais o Boulogne… E incluso le voy a dar un detalle: habrá, en el sello, pequeños agujeritos hechos con una aguja…

Sonreía. De pie al sol, jugaba como lo había hecho la víspera, con la copa de porcelana que contenía las agujas, los botones y los sellos.

No había necesidad de insistir más y la señorita Berthe, que había comprendido, se había puesto roja.

Una vez más, buscó con los ojos a la enfermera, porque era de ella de quien tenía miedo, pero la mirada de Maigret le hizo comprender que estaba en la cocina, en donde se oía silbar el hornillo de gas.

—¿Conoce a los inquilinos de al lado? —preguntó de repente pasando de un asunto a otro—. Me habló de una pareja de ancianos, ¿verdad? ¿Tienen criada?

—No… La mujer arregla la casa…

—¿Sus recados también?

—Sí… Todas las mañanas, hacia las nueve o las diez… Sé que va al mercado de la calle Lepic, porque me la he encontrado varias veces…

—¿Y el marido?

—Sale al mismo tiempo que ella y se pasa la mañana escudriñando en las tiendas de libros viejos del bulevar Rochechouart…

—¡Por lo que el apartamento está vacío! —concluyó Maigret con una voz inútilmente fuerte.

Y, una vez más, la herida dudó entre la sonrisa y las lágrimas. Seguía preguntándose si Maigret estaba con ella o contra ella. No se atrevía a hablar.

—Figúrese —proseguía él con bondad, pero siempre con voz fuerte—, que han puesto un agente de guardia en la acera. Ahora bien, ¿sabe la consigna que le han dado?

Incluso no parecía que estaba hablándole a la señorita Berthe. Estaba vuelto a una dirección opuesta.

—Impedirle salir a usted, si por casualidad se le ocurría semejante fantasía, y el impedir entrar a sus enemigos. ¡Digo entrar, dese cuenta! La policía teme, en efecto, que vendrán a rematarla en su lecho…

Fue a abrir la ventana de par en par, sacudió la pipa contra su talón y llenó otra.

Hubo un silencio bastante largo. Se hubiera dicho que la joven, igual que el comisario, esperaba algo. Maigret, nervioso, recorría el balcón, se inclinaba para mirar a la calle y se encogía de hombros como alguien al que se le acaba la paciencia.

Llegó a gruñir entre dientes:

—¡Pequeño cretino!

De repente, se inmovilizó, mirando a la calle. La señorita Berthe parecía a punto de levantarse a pesar de su debilidad. La enfermera los observaba al uno y al otro, preguntándose qué quería decir todo aquello, y no estaba lejos de pensar que estaban un poco locos.

—Sin embargo, el metro está en la esquina de la calle… —suspiró Maigret—. ¡Y una parada de autobús a cincuenta metros!… Hay, además, un taxi que pasa merodeando… ¿Entonces?…

Esta vez, la señorita Berthe no pudo impedir preguntar:

—¿Se ha marchado?

Y él, gruñón:

—En todo caso, se toma su tiempo… ¡Ni que estuviese pegado a una pelota!… ¡Por fin!…

—¿El autobús?

—El metro…

Y Maigret entró en la habitación, fue a la cocina a buscar una botella de vino blanco, suspiró mientras se servía:

—¡Si por lo menos fuese seco!

La señorita Berthe lloraba sin poder contenerse. Lloraba, como se dice, a lágrima viva, mientras la enfermera intentaba consolarla:

—Cálmese, señorita… Esto le hará mal… Le aseguro que su herida no es grave… No hay que estar triste…

—¡Imbécil! —gruñó Maigret.

Porque aquella tonta enfermera no había comprendido que eran lágrimas de alegría las que vertía así, perdidamente, la señorita Berthe, mientras un rayo de sol jugueteaba entre las sábanas.

IV

Cuando llegó el doctor, Maigret cogió su sombrero y se marchó sin decir nada. Pero no había abandonado el barrio. Indolente, como alguien que no tiene nada que hacer, había entrado en el Zanzi-Bar desde donde, un poco más tarde, había visto pasar a su sobrino que acababa de hacer sufrir un interrogatorio a la señorita Berthe.

De repente, había entrado Luisito y había intentado retroceder al ver al comisario; pero ya este le lanzaba:

—Vengo a tomarme la revancha al póquer… Denos los dados, patrón… Un anís para el señor… Es un anís, ¿verdad, Luisito?… Tú empiezas… Tres damas de una tirada… Me temo que no sea bastante… ¿Qué estaba diciendo? ¡Tres reyes!… Para ti la cerilla…

Y, sin transición, prosiguió, inclinándose hacia su oponente, que intentaba aparentar tranquilidad:

—¿El dinero está en la sopera?

Luisito hizo seña de que no.

—¿Era Albert el que lo tenía en el bolsillo?

Nuevo signo, todavía más enérgico, y por fin Luisito confesó:

—Poniéndose a salvo, pasó por los muelles y arrojó los billetes al Sena…

—¿Estás seguro?

—¡Lo juro!

—Entonces, ¿por qué vino alguien ayer?

—Porque no me creía…

Maigret sonrió. Era verdaderamente un minuto único, no solamente a causa de la primavera, del sol, de la atmósfera centelleante de la calle Caulaincourt y de la cerveza fresca, sino porque, por una palabra, acababa de quedarse tranquilo.

Era tal su alivio que tenía calor, de repente, al pensar en el miedo retrospectivo. Ahora podía llegar. Estaba en el buen camino.

—¿Quién disparó?

—El Marsellés… A él le había pasado su revólver Albert…

Y Maigret se rió al ver a su sobrino que, lúgubre, salía del 67 bis y esperaba el autobús a algunos metros del Zanzi-Bar.

—¿Qué va a hacer? —preguntó Luisito, inquieto, siempre con el cubilete de los dados en la mano.

—¿Yo? Voy a saludar a tu hermana y a coger el tren…

El autobús llegó, se llevó a Jérôme Lacroix, Maigret atravesó la calle y, en el sexto piso, encontró a la enfermera que recogía sus cosas.

—Ya no me necesita —anunció—. El doctor vendrá una vez al día y la portera subirá de tanto en tanto…

Los ojos de Maigret brillaban de alegría. Iba y venía, como en su casa, esperando la marcha de la enfermera. Raramente una investigación le había proporcionado tanta alegría; sin embargo, era una investigación sin pies ni cabeza de la cual, además, nunca podría hablar.

Se acordaba de su reacción al recibir la carta de la señorita Berthe, en Meung-sur-Loire.

—Es extraño —había notado—, se diría a la vez que es sincera y que no lo es…

Y la señorita del sombrero rojo con la que se había encontrado en el Café Madrid le había dado la misma impresión. Verdaderamente tenía miedo, eso se notaba. Pero también se notaba que mentía cuando hablaba del terror que le inspiraba su amante. No lograba pronunciar el nombre de Albert con el acento que quería. A su pesar, era demasiado dulce, demasiado tierno.

Entonces, ¿por qué aquella persona decidida había tenido la audacia de arrancar al excomisario Maigret de mi retiro campestre? ¿Y por qué le enseñaba a él, y no a la policía, las cartas provenientes de Calais y de Boulogne?

No lo había comprendido en seguida. Y lo había comprendido menos ya que, durante horas, la había visto por la ventana proceder tranquilamente a las pruebas, como alguien que no teme del todo en una venganza. Los sellos, en la copa de porcelana, le habían dado una idea y los había agujereado con la punta de una aguja.

—¿Por qué sonríe, señor comisario?

—¿Y usted?

Estaban solos, ahora. La enfermera se había marchado. La barahúnda de la calle subía hasta ellos, con un olor a asfalto recalentado que señala el verano en París.

Maigret, sin embargo, intentó adoptar un aire grave y echar mano a su gruesa voz para decir:

—¿Sabe usted que si los sesenta mil francos hubiesen estado aquí, o que si Albert hubiese disparado, la habría hecho encerrar?

—Sin embargo, estaba como quien dice a mi servicio…

—¡Precisamente! Eso es lo que he comprendido… He comprendido que me había hecho llamar, no para protegerla contra su Albert, sino para proteger al propio Albert… Y si le hubiese querido un poco menos, le juro que ayer por la noche lo hubiese sacado de su escondrijo…

—No veo que mi amor… —murmuró enrojeciendo.

—Tal vez no lo ve, pero es así. Me he regido por el siguiente razonamiento: he aquí a una personita valiente, pero que me parece buena. Intenta salvar a un muchacho que se ha metido en un buen lío. Intenta salvarlo por amor. Ahora bien, estoy convencido de que si de verdad ese muchacho hubiera matado, ella le tendría horror…

—Me juró por mí que no había disparado, señor comisario. Por otra parte, todo esto era un poco culpa mía. Sabía que frecuentaba a mi hermano y que este tenía amigos poco recomendables. Albert, que no encontraba trabajo en París y que quería casarse conmigo lo antes posible, era fácil de tentar. Los otros, a los que no quiero conocer, lo impulsaron a actuar de vigía. Uno de ellos le pidió su revólver por si ocurría algún imprevisto. Cuando apareció la policía y se dieron a la fuga, dejaron el revólver en el sitio y, al pasar, arrojaron el dinero en manos de Albert…

—Lo sé.

—¿Cómo ha adivinado dónde estaba?

—En primer lugar, me aseguré de que no tenía bodega, ni granero. A continuación, noté que al hablarme alzaba la voz como si quisiese ser oída por otra persona… Antaño, solo existía un apartamento en este piso… Cuando se dividió en dos, se dejó la puerta de comunicación, pero se dobló, en el sentido que hay una puerta a cada lado de la pared y un vacío entre ellas… Albert estaba allí… Únicamente…

—Únicamente que yo estaba segura de que la policía, que ya había venido una vez, registraría de nuevo la casa… Ignoraba si no estaba vigilada… Para saberlo…

—Me llamó a mí, sabiendo que la tendría al corriente de la marcha de la investigación oficial… Yo estaba aquí como pantalla… Impedía que las sospechas recayesen sobre su apartamento y, al mismo tiempo, le informaba… Eso es lo que he comprendido… ¿Sabe usted que es muy fuerte?

—¡Oh, señor comisario!… —murmuró con pudor—. Era preciso salvar a Albert, ¿verdad?… Sus cómplices nunca hubiesen confesado la verdad… Lo hubiesen trincado a él, como se dice… Sobre todo porque estaban convencidos de que nos habíamos guardado el dinero… Lo sabía por mi hermano…

—… ¡Que intentaba protegerla!… Ayer por la noche, usted fue a echar la doble carta que dirigía a esa amiga de Boulogne…

Y señalaba el retrato de la joven.

—… Esta Madeleine encargada de volver a mandar las cartas amenazantes… Durante este tiempo, un cómplice aprovechó para entrar en la casa y buscar el dinero… Usted volvió y la golpeó con una porra… Albert salió de su escondrijo y se precipitó sobre él con un cuchillo en la mano… ¿Es eso?

¡Ya lo sabía de antemano! Y sabía también que era Albert el que se había llevado las dos armas a su rincón.

—¡Apostaría a que siguen ahí! —gruñó.

Abrió la puerta de comunicación y encontró, en efecto, una porra de caucho y un cuchillo todo manchado de sangre.

—¿Dónde tiene que encontrarse con él? —preguntó buscando su sombrero sobre los muebles.

Ella vaciló y balbuceó:

—¿Tengo que decírselo? ¿Puedo estar segura de que…?

Entonces, él se rió francamente.

—¿De que no los haré detener a los dos en la frontera? ¿Es eso lo que quiere insinuar?

—No… Pero…

—Pero, usted ama tanto a su Albert, ¿no es cierto?, que la idea de que otra persona podría…

Estaba cerca de la puerta. Giraba el picaporte.

—En el fondo, está celosa… ¡Perfectamente, señorita Berthe!… Y celosa de mí, además, porque hubiese querido salvarlo usted sola… No le impido, en cuanto me haya dado la vuelta, que se levante a pesar de su herida y que tome el tren para Bruselas… Apostaré incluso que pronto abrirá allí una tienda de «Modelos de París»… Hasta la vista, señorita Berthe…

Y, buscando a pesar de todo una pequeña venganza, le lanzó al salir:

—Ya le enviaré mi factura…

FIN


“Mademoiselle Berthe et son amant”,
Police-Film, 1938
1. Quai des Orfèvres: oficinas de la Policia Judicial.


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