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La soledad

[Cuento - Texto completo.]

Alberto Moravia

Aunque muy distintos uno del otro, Perrone y Mostallino eran inseparables, si bien en realidad no los unía la amistad, sino, como a menudo ocurre, la casualidad y las distracciones comunes.

Perrone llevaba en su cara no la ligereza y alegría juveniles, sino cierta rígida y hastiada melancolía. Era considerado por los más como un hombre íntegro, duro consigo mismo y, con los otros, firme, porque se le oía a menudo, casi exaltado, proclamar la necesidad de una profunda vida moral. Ahora bien, acaece a menudo que se habla de lo que no se tiene.

En realidad, Perrone era, sobre todo, orgulloso; y, excepto su amor propio, no disponía de ninguna otra guía segura para su conducta. El amor propio le proponía sin tregua el ideal de un hombre de inflexible temple, demasiado superior a sus fuerzas; los fallos y las insuficiencias que descubría diariamente en la continua aspiración de adecuarse a aquel ideal lo mantenían la mayoría del tiempo sombrío y agitado.

Perrone era moreno, como bronceado por el sol; Mostallino, en cambio, parecía conservar en su larga cara pálida un perpetuo reflejo lunar. No era triste y preocupado, como su amigo, casi siempre estaba alegre, aunque con una alegría desagradable y poco cordial, fuera de tono, como fuera de lugar. Era algo calvo, llevaba gafas; menos alto que Perrone, era también menos flaco, más aún, decididamente encaminado a una fría e indolente gordura. Mostallino era el único que le repetía a Perrone que no era lo que se creía y lo que daba a entender. No tenía que reprimirse tanto, le repetía burlándose; total, no era más virtuoso que los demás, y no había nada que hacer. Semejante escepticismo fastidiaba a Perrone como un continuo desafío, y al mismo tiempo lo estimulaba para demostrar con hechos a su amigo cuán equivocado estaba en su juicio. Por lo demás, más que juzgarlo, Mostallino parecía estudiar a Perrone como un fenómeno. Mostallino, doctorado en filosofía, cultivaba también estudios de psicología y de otras ciencias afines; analítico y experimental, se interesaba por las personas con una objetividad científica carente de simpatía. Perrone estaba devorado por el amor propio; Mostallino casi no lo tenía. El primero tropezaba continuamente en la vida, como un peine demasiado espeso que solo encuentra nudos; el segundo discurría por encima de ella sin aferrar nada. Mostallino, por frialdad, era incapaz de relaciones directas con las personas y necesitaba ponerse la bata del experimentador para tocarlas y penetrarlas; Perrone, por orgullo, se encontraba en idénticas condiciones: cada afecto le parecía un compromiso, una humillación, una derrota.

Ocurrió que Mostallino se trasladó durante unos meses a unos posesiones suyas. Al regreso, Perrone se enteró en el círculo de los amigos comunes de que había traído consigo una mujer, una muchacha provinciana. Supo también que esta chica, de condición humilde, había sido instalada por Mostallino en un estudio, en el ático de una casa de su propiedad. Por lo demás, Perrone no tardó mucho tiempo en saber de labios de su propio amigo la extraordinaria novedad. Una noche, como al azar, Mostallino le habló de la mujer. Habló de ella con su habitual distanciamiento científico, negligente, irónico. Era una especie de animal, dijo, de feliz animal, toda instintos y sentidos. Además era hermosa, muy hermosa, y esto era en sí un hecho interesante. Perrone lo escuchaba, sin saber muy bien por qué, con creciente irritación, cada vez más sombrío. Le preguntó repentinamente, con voz áspera, como queriendo cortar de una vez todas aquellas gélidas explicaciones, si la amaba. El amigo respondió que no sabía qué era este amor del que tanto se hablaba. Si amor era curiosidad, placer, conveniencia, pues bien, sí, podía incluso ocurrir que la amara. En cualquier caso, era una experiencia insólita. Ante esta palabra de “experiencia” a Perrone le pareció que una mano áspera y despiadada le pasaba sobre una secreta llaga, y de repente su reprimida irritación explotó en un chorro de palabras fervientes y airadas. Dijo que Mostallino tenía que aprovechar la ocasión de esta experiencia que llamaba insólita para derribar de una vez por todas su mortal frialdad. Y que, en cualquier caso, él no quería volver a oírle hablar así de una mujer. Si tenía que hablar así, más valía no hablar de ninguna manera. Por fin se calló Perrone y advirtió que temblaba con todo el cuerpo, con un singular sentimiento, casi más de rabiosos celos que de reprobación.

Este desahogo pareció asombrar enormemente a Mostallino, además de mortificarle, casi como si supiera ya perfectamente las cosas que él, con tanto calor, le iba exponiendo y como si, en cierta manera, las reconociese como justas. Entonces, dulcificando el tono, añadió que le tenía afecto, como sabía, y que por eso había querido ser sincero. Pero ya Mostallino había recuperado su habitual frialdad, burlona y distante, y lo observaba como desde lejos, con singular curiosidad. Luego le contestó a Perrone que el incidente había terminado, que no se hablase más de ello. Y además, para demostrarle que no lo había tomado a mal, lo invitaba a ir al día siguiente con él a casa de su amante. Le había hablado mucho de él y también ella quería conocerlo.

¿De dónde provienen ciertas misteriosas certezas? A la noche siguiente, mientras se vestía para encaminarse a la cita, Perrone se sintió seguro de que no solo se enamoraría de la amiga de Mostallino, sino de que la mujer, cuando se los manifestara, correspondería a sus sentimientos. Este pensamiento llenó a Perrone de un malestar mortal. Se dijo que si cedía a su inclinación por la mujer daría la razón al escepticismo de Mostallino sobre su virtud y su fuerza de carácter, encontrándose así ante su amigo en insoportables condiciones de definitiva inferioridad. De esta manera, con el malestar de la tentación se mezcló, no menos fuerte y profundo, el de la repugnancia a ceder a ella.

Perrone estaba tan turbado por estos conflictos internos que al llegar a la casa donde se encontraba el estudio advirtió que llegaba con más de un cuarto de hora de anticipación. Pensó que, con toda probabilidad, Mostallino no había llegado aún; y que, si subía, encontraría sola a la mujer. Durante un instante Perrone se preguntó si debía subir o no; pero poniendo, según su costumbre, en este modesto dilema toda la angustia de una oscilación entre la fuerza y la debilidad, entre la virtud y el pecado. Por último, le pareció que este llegar de antemano servía demasiado bien a sus involuntarios propósitos de seducción; y decidió esperar en la calle la venida de Mostallino. Entre tanto, para matar el tiempo, empezó a explorar los alrededores de la casa.

La calle era nueva, sin empedrar aún y con hierbas altas a lo largo de los zócalos de mármol de los edificios. Oscura, en ligera subida, desembocaba en una explanada más allá de la cual, en una difusa e indirecta claridad, como si allá abajo estuviera la ciudad, parecía haber un salto en el vacío. Subiendo la calle con pasos lentos, Perrone vagó un rato a oscuras por la explanada y luego se asomó a la hondonada y descubrió, como había pensado, toda una parte de la ciudad. Bajo él, en un valle angosto, se alzaban, apretadas unas contra otras, las manzanas enormes y regulares de un barrio popular. El barrio era tan blanco, en aquella garganta oscura encerrada por todos lados entre altas colinas, que parecía iluminado por la luna, aunque no había luna, sino solo el intenso cielo estrellado de la clara noche estival. Desde allá arriba se veían las vastas terrazas sobre las que alargaban sus sombras grupos desiguales de chimeneas. Aquí y allá se movían en estas terrazas figuras negras, como inquietaá por el bochorno. Entre edificio y edificio la mirada se desplomaba hasta el fondo de las calles desiertas. Pero entre el barrio y el precipicio, precisamente debajo de él, Perrone vio una vasta zona informe y como devastada en la que hormigueaba una iluminación extraordinaria. Era el parque de atracciones, medio escondido, con sus luces brillantes en un pliegue del terreno, semejante, entre las colinas, a una mina de piedras fúlgidas puesta al descubierto por algún terremoto. Se veían claramente los festones de bombillas de colores, la intensa claridad blanca de los pabellones, el negro hormigueo de la muchedumbre. Las cantilenas de los tiovivos y el murmullo de la multitud llegaban a veces, según el viento. Algún disparo perforaba de tanto en tanto este compacto bullicio.

Perrone odiaba cualquier forma de cálculo, y especialmente en las cosas que le parecían más alejadas del propio provecho, como, por ejemplo, el amor. Ahora, en el justo momento en que se asomaba a aquella especie de balcón, no pudo dejar de advertir cierto revoltijo de astutos propósitos en el fondo de su más oscura conciencia. Habría querido ignorarlos, pero no pudo. Estaba claro: le aconsejaban que se sirviese de aquel parque de atracciones tan oportuno y al alcance de la mano para seducir a la amante de Mostallino. Entre tiovivos, montañas rusas y cosas semejantes no iban a faltarle ocasiones para estar a solas con la mujer y cortejarla.

“De manera que es cierto —pensó—; no solo tengo el presentimiento de que la amante de Mostallino me gustará, sino que también empiezo ya a prepararme, a organizarme.” Se dijo, con profunda sinceridad, que esto era horrible. Pero no menos sincera y genuina era la tentación; y esta comprobación lo desesperó. Perrone no se daba cuenta de que era su amor propio el que daba a sus ingenuos cálculos el peso y el furtivo color que odiaba. Con estos pensamientos retrocedió hacia la casa y vio a Mostallino que venía hacia él desde el lado opuesto. El amigo lo saludó festivamente, y cuando estuvo cerca y supo que había llegado con anticipación le reprochó que no hubiera subido. No tenía que hacer cumplidos, a su amante no le gustaban. En el ascensor, Mostallino le recomendó a Perrone que no hablara de cosas difíciles y demasiado intelectuales en presencia de la mujer: era inculta y sencilla y no los comprendería. Llegados al ático, Mostallino sacó del bolsillo una llave y abrió la puerta sin llamar. El corazón de Perrone latía ahora muy fuerte, a pesar de su voluntad; una honda turbación hacía temblar todo su cuerpo.

El estudio constaba, como vio, de una vasta y alta sala con ventanales y dos habitaciones más pequeñas. Mostallino lo había decorado con un lujo discreto y seguro. Amplios cortinajes claros en las ventanas, muebles de madera natural, largos, bajos y como tumbados, una mesa, un sofá, la radio. La mesa estaba puesta y centelleaba de cristales sobre la madera amarillenta y brillante corno el boj. Al fondo del estudio había una chimenea con campana de ladrillos rojos. La mujer estaba de pie, con los hombros apoyados en la campana; e, inmóvil, los miraba adelantarse.

Era de mediana estatura, esbelta y, sin embargo, redonda y maciza, con un aire de peso compacto y mórbido en todo el cuerpo. La cabeza, erguida sobre un cuello lozano, tenía una expresión de soberbia porfiada y huraña en un rostro rozagante. Boca grande, roja, con hermosos labios caprichosos; nariz pequeña y fresca, como la de los gatos; ojos anchos, oscuros y líquidos, cuyas pupilas parecían cerrarse y retener, como dos tenaces y ansiosos remolinos, las miradas que se arriesgaban hasta ellos. Pero la verdadera belleza de esta cabeza eran los cabellos. Una trenza gruesa y retorcida, del color y la consistencia metálica del oro, giraba en torno a su cabeza dejando al descubierto las pequeñas orejas carnosas. Esta trenza áurea daba a la cabeza un aspecto coronado, la hacía parecerse a un precioso cesto. Perrone, al inclinarse, notó que ella tenía unas manos no muy hermosas, algo rojas e hinchadas, impuras. Vestía un lujoso y descarado traje de lamé de plata, tan estrecho y ajustado que hacía pensar que estorbaba sus movimientos. Pero la estrechez del traje, que en otra mujer habría puesto de relieve blanduras desceñidas y pliegues de grasa, en ella revelaba solo el macizo espesor de sus jóvenes miembros, el peso de la carne dura que la juventud apretaba y ceñía mejor que el traje. Verdaderamente era toda ella de un precioso metal torneado y liso, le fue imposible dejar de pensar a Perrone, desde la gruesa trenza enrollada hasta los pies, algo grandes y plebeyos, calzados con zapatos de plata. Toda de oro y plata, y debía de pesar enormemente, aunque al verla parecía esbelta y recogida, casi pequeña.

Mostallino dijo su nombre, Mónica Chiavicatti, y añadió unas frases de elogio sobre Perrone, su mejor amigo; de inmediato empezó a hablar con gélida volubilidad, precisamente sobre aquellos temas que había aconsejado a su amigo que evitara, dada la ignorancia de la mujer. De música, de literatura, de política. Mónica, algo incómoda, pero no intimidada, según le pareció a Perrone, callaba, erguida de espaldas a la chimenea. Y a Perrone le tocaba responder. Estaba claro que Mostallino, con aquella conversación, quería dar a entender a Perrone que a pesar de la presencia de la mujer nada había cambiado entre ellos. Y así hubiera querido también Perrone que fuese. En cambio, por mucho que se esforzaba por poner en su charla la fogosidad habitual, advertía con despecho que sus pensamientos estaban en otra parte. No solo casi no sabía responder a tono a las preguntas del amigo, y de vez en cuando tropezaba y se quedaba absorto, como afectado por una amnesia, sino que ni siquiera conseguía evitar que sus miradas se clavaran con excesiva frecuencia en Mónica, erguida entre ellos, de espaldas a la chimenea. Eran miradas indóciles que iban hacia Mónica, cuando hubiera querido dirigirlas a su amigo; y aunque trataba de hacerlas por lo menos ligeras y casuales, caían, en cambio, sobre aquellos hermosos miembros como manos pesadas que quieren palpar y agarrar. Casi se asombraba Perrone de que, bajo aquellas ojeadas furtivas e indiscretas, Mónica no lanzase de cuando en cuando un grito o se estremeciese y retorciese como quien de golpe se siente manoseada por dedos violentos. Pero Mónica, y esto acrecía su turbación, en vez de encerrarse parecía, al contrario, abrirse y respirar mejor bajo sus miradas, como una flor carnosa bajo el agua que la reanima. Es cierto que de cuando en cuando ella respondía a las miradas de Perrone con miradas furtivamente suplicantes, que parecían significar, no me mire de este modo, modérese, ¿por qué me mira así? Pero estaba claro que también estas mudas imploraciones formaban parte de su provinciana y rústica coquetería. En suma, ya parecía cómplice, ya de acuerdo con él para traicionar a Mostallino a la primera ocasión. Este pensamiento llenaba a Perrone de repugnancia; pero le era imposible no ceder demasiado a menudo a la atracción que ejercía sobre él la vista de Mónica, aunque se prometía con rabiosa firmeza no superar jamás esta primera y muda fase de su involuntaria traición.

En la mesa, quizá excitada por el vino que Mostallino le vertía sin tregua, Mónica empezó a hablar. Tenía una charla dulce, ingenuamente maliciosa, chismosa; y hablaba de Mostallino y de sus relaciones con él con una facilidad y una impudencia que asombraban a Perrone. No se daba aires de esposa ni fingía gestos y conversaciones de esposa; más aún, no sin crudeza, parecía ostentar su calidad de concubina como un hecho natural, enteramente obvio. Dijo con gratitud que le parecía un sueño encontrarse en aquella hermosa casa, entre aquellos hermosos muebles. Y en un momento en que salió la doncella exclamó que ella no estaba nada acostumbrada a que le sirviesen. Al final salió a relucir que había sido obrera en una fábrica de encajes. El dialecto natal se le escapaba, invenciblemente, entre las palabras italianas, evocando un fondo acre y vigoroso de provincianismo. Y en dialecto contó todo un episodio reciente de su vida: cómo su hermano había hecho de todo para impedirle marcharse con Mostallino, cómo la había abofeteado y, por último, desesperado, le había dicho que, desde el momento en que se convertía en la mantenida de un señor, no quería volver a verla. Era, en suma, una mujer de pueblo, Mónica, y no era difícil imaginarla con humildes ropas, peleando con sus compañeras obreras o sembrando sus rústicas coqueterías por las calles de cualquier suburbio plebeyo. Su conversación hacía sonreír irónicamente a su amante, que de vez en cuando le guiñaba el ojo a su compañero, como diciendo: “ya ves qué carácter”. Pero Perrone evitaba mirarlo; de nuevo se sentía irritado por la actitud fría y como experimental de Mostallino.

Acabada la cena, Mostallino, que parecía ahora deseoso sobre todo de que Perrone conociera las cualidades de su amiga, declaró que Mónica no solo era experta en la fabricación de encajes, sino que también sabía danzar. Mónica, entre bromas y veras, explicó que antes de juntarse con él había hecho varias escapaditas; una de ellas la había llevado a pisar durante unos días las tablas del escenario de su pueblo como danzarina exótica, con el prestigioso nombre de Moana de Monterrey.

—Vamos, Mónica —la incitó al final de su gélida alocución—, muéstranos cómo bailas.

Perrone protestó inmediatamente que no quería que Mónica se molestase por él; esperaba que Mónica lo secundase. Pero Mónica pareció desilusionada ante su actitud y, más aún, incluso despechada.

—Si tu amigo no quiere —dijo, enojada a Mostallino—, ¿por qué voy a bailar?… Bailaré para ti cuando estemos solos.

Mostallino respondió que no hiciera caso de las palabras de Perrone; solo eran cumplidos; en realidad se moría de ganas de verla en su número de danza oriental.

—¿De verdad? —preguntó ella con una especie de pueril esperanza, mirando de soslayo a Perrone—. ¿De verdad?

Este se vio obligado a admitir que Mostallino tenía razón.

—Entonces pon ese disco —dijo ella a su amante, con una solicitud plena de alivio.

Mostallino se levantó y fue a preparar el gramófono. Mónica se puso en el centro de la habitación, pero dando la espalda a los dos hombres; y cuando la música, una fácil cantilena de café-concierto, empezó a resonar empezó a menear y retorcer las caderas, dejando inmóviles el pecho y los hombros. Era una danza indecente, y Mónica no la ejecutaba con esa despreciable perfección que arrebata a las plateas de ínfima categoría. Su impericia hacía pensar más bien en los intentos de aficionados realizados en cualquier alegre club de provincia; y en medio de las contorsiones que dislocaban bruscamente, a derecha e izquierda, la carnal curva de sus caderas, ella revelaba una fogosidad ingenua e inexperta. Movía las caderas empeñándose con celo en seguir la cadencia de la música; y mientras tanto, por encima de los hombros, echaba hacia atrás la cabeza coronada de oro, vigilando a los dos hombres con el rabillo del ojo, el rostro enrojecido por el esfuerzo, la boca semiabierta como en un aullido silencioso de lujuria, las aletas de la nariz temblorosas. Mostallino aprobaba con su risa desentonada y marcaba el ritmo con las manos. Por fin acabó la danza y Mónica se arrojó riendo en una butaca. Mostallino, burlescamente, se puso de pie para aplaudirla. Perrone tuvo que admitir que la danza le había gustado.

—Ya lo sabía —dijo ella, con seriedad—, les gusta a todos…

Pero, después de la danza, ella dijo que no podían quedarse encerrados de aquel modo toda la noche. De ir al cine, con aquel calor, inútil hablar. Una idea: ¿por qué no bajaban al parque de atracciones? Así todo ocurría como Perrone había temido y calculado. Trató de oponerse objetando que era sábado y que el parque estaría lleno de gente. Pero ya Mónica, gritando que le gustaban las aglomeraciones y que él no tenía que hacer esa labor de zapa, había salido para ponerse un sombrero.

Uno tras otro se encaminaron en fila por la escalera nueva y sonora. Mostallino los precedía. Tras él iba la mujer y el último Perrone. Este sentía el paso pesado y negligente de su amigo caer sobre los peldaños alternándose con el cantarín de los tacones de Mónica, y se debatía por entero entre la tentación y el disgusto de ceder a ella. Más de una vez la mano le resbaló por la balaustrada buscando el contacto con la de Mónica, y siempre, en el último momento, renunció a tocarla. Salieron a la calle y la subieron hacia la explanada. Mónica, con un sombrerito ridículo sobre la trenza, los brazos y los hombros desnudos, caminaba entre los dos amigos y charlaba alegremente, contando cosas de los gitanos que, en su pueblo, acampaban fuera de la ciudad con sus tiendas. Desde la explanada, por unas escalinatas, empezaron a descender hacia el parque de atracciones. Estaban oscuras las escalinatas y Mostallino iba delante, como de costumbre. Mónica, como si no pudiera soportar un atavío en exceso civilizado, se había quitado el sombrero y lo llevaba en la mano. En la penumbra, bajo el lamé tenso y brillante, los músculos de su espalda jugaban a cada paso, con un aire de grupa vigorosa. La trenza parecía más áurea y pesada que nunca sobre el hermoso cuello de leche. Su fulgor sobrepasaba, a los ojos de Perrone, el fulgor cada vez más cercano y chillón de las luminarias del parque de atracciones.

Cuando estuvieron en el interior del recinto, en medio del revoltijo de las gentes y del estruendo de los tiovivos, Mónica pareció, de pronto, encontrarse a sus anchas por primera vez en la velada.

—¡Qué bonito!… ¡Mira qué bonito!… Vamos a ver —estas y parecidas frases salían de su boca mientras corría de una barraca a otra, con los ojos muy abiertos y encantados, su hermoso rostro excitado y lleno de curiosidad.

Mostallino, las manos en los bolsillos y el sombrero sobre la nuca, la seguía con irónica y suficiente indolencia, como un padre que lleva a su hija a que se divierta. En cuanto a Perrone, solo tenía ojos para Mónica. Mónica disparaba y daba en el blanco, bromeaba en dialecto con los saltimbanquis, tiraba pelotas, derribaba bolos, pescaba en la pesca maravillosa. Incluso quiso probar la fuerza de su brazo en el dinamómetro. Se veía que la música la exaltaba y las luces la fascinaban. Con ímpetu de muchacho se removía en su traje de lamé, lanzándose hacia los grupos más espesos de curiosos, hacia las barracas más iluminadas. El sombrerito, en su mano, ya no era sino un trapo. Los soldados, los desocupados, los pobretones miraban con estupor el oro de su trenza, la plata de su vestido. Por último, llegaron a la montaña rusa.

Mostallino dijo de inmediato que él no subiría: sufría de vértigo. Que subiera Perrone en su lugar. Así, luchando siempre entre el deseo y el asco, Perrone se encontró al lado de la mujer, en la exigua góndola de la montaña rusa. Mónica, ahora, reía nerviosamente, saludando con ademanes desmesurados y elegíacos a Mostallino, que se había quedado en tierra. Mostallino, con las manos en los bolsillos, sonreía y sacudía la cabeza.

—Si tengo miedo —dijo de pronto Mónica a Perrone—, me colgaré a su cuello.

Cuando sonó la señal, las góndolas se pusieron en movimiento con cierta penosa lentitud por los rieles de subida. Una a una, las cabezas de los que quedaban en tierra desaparecieron en medio de una atmósfera fúnebre de despedida definitiva, mientras agitaban las manos y gritaban saludos. Ahora, a medida que la góndola de hierro subía rechinando, le parecía a Perrone, también debido a las estrellas que brillaban solitarias en el vértice negro de la subida, que ascendía hacia no sabía qué cielo de felicidad. Su corazón latía con violencia, pensaba que nada le impediría ya estrechar entre sus brazos a Mónica y besarla allá arriba, bajo aquellas estrellas. Nada, bien entendido, salvo la habitual repugnancia que le pintaba este acto como indigno, débil y traidor. La góndola subió hasta el vértice, pareció vacilar en equilibrio mientras las otras góndolas que la precedían huían hacia abajo, y en seguida se desplomó con violencia. Perrone pensó que era el peso de la carne áurea de Mónica, viviente lingote, lo que lo llevaba hacia abajo, cada vez más abajo, en el aire negro que silbaba, y no la masa muerta de la góndola de hierro. Llegada al fondo, la góndola emprendió con creciente velocidad, casi con agresividad, la subida.

—¡Ahora viene lo peor! —susurró Mónica.

Subieron, subieron, luego vieron a las otras góndolas precipitarse como flechas, entre prolongados gritos de gozo que de pronto sonaron en los oídos de Perrone como lúgubres y perdidos.

Sí, no pudo dejar de pensar, mientras su góndola se precipitaba también hacia abajo y las estrellas se extinguían de golpe, todas aquellas parejas corrían, como él, hacia una perdición que al mismo tiempo temían y deseaban.

—Se besan… —susurró Mónica con una curiosa entonación reflexiva.

Perrone alzó los ojos y vio, en la góndola que los precedía, un hombre y una mujer abrazados. Al mismo tiempo una sacudida lo arrojó contra Mónica, casi incitándolo a imitar el gesto de aquellos dos. Pero resistió; y rechinando, con un peso grave que parecía redoblado, la góndola empezó a subir hacia el cielo.

La tercera y última bajada, la más profunda y pendiente, inspiró a Mónica un gesto inesperado. Se arrojó repentinamente encima de Perrone, diciendo que no se atrevía a mirar. Así, la góndola se desplomó con Perrone muy tieso, con la cabeza de Mónica sobre las rodillas. La mano que dejaba caer a un costado se le fue hacia aquella cabeza, rozándola en leve caricia. La trenza era retorcida y gruesa como una maroma. Los dedos bajaron hasta el cuello, sobre los ricillos que asomaban bajo la trenza, pero los retiró en seguida, como quemados. Miró hacia un lado y vio las caderas de Mónica, sólidas y cómodas, hendidas en la base bajo el tenso lamé, y volvió a tener aquella sensación de grupa musculosa que había experimentado al bajar las escaleras detrás de ella. Bajó entonces la cabeza con un penoso esfuerzo hasta respirar el olor de la trenza, sano y acre, como salvaje, como de mujer muy joven que no usa perfumes. Al mismo tiempo sintió que la góndola se enderezaba, disminuía la marcha, se paraba.

“He resistido”, no pudo dejar de decirse con amarga complacencia. El primer rostro que apareció ante sus ojos fue el de Mostallino.

Después de la montaña rusa, cogiendo a los dos hombres de la mano, Mónica, totalmente desenfrenada, corrió al tiovivo. El pabellón cónico del tiovivo alzaba su punta embanderada en un rincón apartado del parque de atracciones, bajo el flanco terroso y oscuro de la colina. La portezuela de entrada estaba guardada por un joven pálido y de rostro convulso, vestido de negro, pulido y peripuesto como un bailarín. Las navecillas del tiovivo, colgadas de móviles barras de hierro, tenían formas fantásticas de caballos, de pajarracos, de dragones, de animales. El joven vendía los billetes sin pronunciar palabra, con una cara ceñuda y llena de mal humor. Sin decir palabra, con un aire de triste partida que contrastaba curiosamente con los colores chillones y las formas grotescas de las navecillas, las parejas se embarcaban y permanecían colgadas a media altura, dentro de los monstruos de cartón piedra, con actitudes de tonta espera. Perrone y Mónica subieron en la última navecilla libre, un gigantesco gato negro con la cola tiesa; y de inmediato, con una especie de prisa satánica, el joven soltó el taco de los billetes, cerró la portezuela, sacudió una campanilla rajada y se precipitó a mover unas palancas junto al eje del tiovivo. Empezaron las vueltas.

El tiovivo, mientras la música se quejaba con intensidad, empezó a girar cada vez más de prisa, como un miriñaque; y las navecillas, impulsadas hacia fuera por el ímpetu de las vueltas, volaban por el aire oscuro y bochornoso. Desde la primera vuelta Mónica pasó un brazo bajo el brazo de Perrone, dejando colgar la mano lánguida e inerte. Este gesto irritó al joven.

—¿Es que usted no ama a Mostallino? —le gritó de pronto.

La vio hacer un ademán con la mano como diciendo: “así, así”, y reírse mirándolo. Las navecillas volaban ahora casi horizontalmente, en una furia oblicua y arrebatadora.

—¿Por qué —gritó ella— me hace esa pregunta? —y su voz pareció huir hacia atrás, como una bufanda arrastrada por el viento.

—No sé —gritó él.

Mónica se rió de nuevo; y, mirándolo con intención, le cosquilleó maliciosamente con la punta de la uña en la palma de la mano. Luego, cuando la navecilla pasó junto a la colina, se echó hacia adelante poniendo el cuello bajo los labios de él. El gesto era claro; y Perrone había decidido acabar de una vez y besarle cuando sintió de pronto que se ponía rígido, con la habitual repugnancia. Ella esperó un momento el beso y luego, a ciegas, como buscando con su nuca la boca del joven, alzó con violencia el cuello. Perrone tuvo junto a sus dientes la trenza, mórbida y apretada, similar en todo a una maroma; pero resistió también esta vez a la tentación.

—¿Le he hecho daño? —gritó ella, volviéndose a mirarlo.

Pero ya el lamento decrecía, se apagaba, el tiovivo se detenía.

Después del carrusel le tocó el turno al infierno. Esta barraca, que adornaba su fachada con un cartelón donde se veían muchos diablos negros y enjutos armados con horquillas sobre un fondo de rojas llamas devoradoras, ofrecía la ocasión de dar una vuelta a oscuras en medio de varias sorpresas y sustos; y era una de las atracciones más apreciadas del parque. Ahora Perrone, desesperado al no encontrar en el fondo de su repugnancia la pureza de ánimo que habría querido, sino solo el mezquino temor de ponerse, por causa de este amorío, en un estado de permanente inferioridad ante Mostallino, había decidido arrojar por la borda sus turbios escrúpulos y disfrutar a su gusto con Mónica.

“Dentro del infierno, la besaré”, pensó mientras compraba los billetes. Subieron ambos al asiento, que pronto se puso en marcha, chocó con la extremidad de una especie de portezuela que colgaba en la base de la barraca y entró en la oscuridad.

El infierno. Mientras su asiento giraba rechinando y chocando en aquella oscuridad que apestaba a grasa de máquinas y a tufo de lugar cerrado, Perrone no pudo menos que decirse que tras el paraíso mecánico de la montaña rusa aquél era precisamente el infierno andrajoso y mezquino que convenía a pecados como los suyos. El asiento corría con falsa y ciega violencia, golpeando en las curvas; y, a cada paso, estallaban en la ocuridad las burlescas sorpresas de aquella ultratumba de cartón piedra.

Aquí un lamento prolongado; allá, en un relámpago de magnesio, un esqueleto con los brazos alzados; luego, en un nicho iluminado con luz roja, un mascarón que rechinaba los dientes; más a lo lejos, con una carcajada teatral, un fantasma envuelto en su blanca sábana. Todo esto a oscuras, en una atmósfera promiscua llena de golpes y de risas ahogadas.

Mónica ahora no se le echaba encima, ni siquiera le tocaba, parecía esperar. Sí, ciertamente esperaba, pensó Perrone, segura de recoger, en esa oscuridad, los frutos de toda una velada de coqueterías. Este pensamiento de no ser más que un muñeco en manos de la mujer surtió esta vez el mismo efecto que antes los escrúpulos con el amigo. “No es posible que yo haga lo que esta mujer quiere”, pensó Perrone; y se quedó rígido de nuevo. Un espectro más, una carcajada; luego el aire libre, el hombretón con camiseta sin mangas que a la salida frenaba el ímpetu del vehículo.

—No me gusta el infierno —dijo Mónica, levantándose la primera.

Pero no encontraron a Mostallino; y Mónica, rápidamente, dijo que era inútil buscarlo; de todas formas ya se encontrarían; mejor era ir a beber; estaba muerta de sed.

Entraron en una especie de bar, una barraca como las demás. Cortinajes descoloridos recubrían las paredes, el mostrador de madera oscura estaba extrañamente desnudo, sin un vaso, sin una botella. Más que un bar aquello parecía una nueva atracción: nadie se habría asombrado de ver aparecer tras los cortinajes, detrás del mostrador, un payaso vestido de sedas chillonas, con la cara enharinada.

Se sentaron en aquella sombra que de vez en cuando se iluminaba vívidamente con el veloz rodar de las luces del tiovivo. El camarero trajo dos cervezas y Mónica hundió el rostro en su jarra, alzándolo después sin resuello, con ojos risueños y un borde de espuma en la boca.

—¿Quién sabe dónde estará Georgio? —dijo.

—¡Quién sabe! —respondió, como un eco, Perrone.

Ella bebió de nuevo; luego, preguntó:

—¿Por qué me tienta?

—¿Qué dice?

—Usted me tienta todo el tiempo —explicó ella con seriedad—, y la verdad es que no sé cómo me las arreglaré para resistirle… porque usted me gusta.

Con un movimiento involuntario Perrone derribó su propio vaso.

—¡Qué nervioso está! —le reprochó ella, halagada—. Sin embargo, cuando me junté con Mostallino —continuó con aquel tono de charla dulce y chismosa—, me juré a mí misma que se había acabado…, pero es más fuerte que yo…, los hombres me gustan demasiado… Y, además, ¿por qué los hombres no se comportan conmigo como con las otras mujeres?… Quisiera ser respetada… y, en cambio… Usted, por ejemplo…, acaba de conocerme…, y ya me tienta…

Ella parecía feliz de hablar sin recato ni pudores.

—Yo no la he tentado —dijo Perrone de pronto.

—¿Cómo que no me ha tentado? —contestó ella, falsamente indignada—. ¡Vamos!… ¿Y en el tiovivo?

—Yo no la he tentado.

—¿Por qué no quiere reconocer la verdad?

—Yo no la he tentado.

—Ahí está Giorgio —dijo la mujer.

Entró Mostallino, sonriente, reprochándoles que se hubieran alejado. Pero no escuchó las explicaciones de Perrone y, sin sentarse, los invitó a volver a casa. Unos minutos después trepaban los tres en la oscuridad, escalinata arriba, por el flanco de la colina.

A la mitad de la escalinata había un rellano con un banco. Desde una balaustrada se podía disfrutar de la perspectiva del parque de atracciones y del barrio de allá abajo. Mónica dijo que estaba cansada y, sin más, fue a sentarse en el banco. Los dos hombres se sentaron a su lado.

Mónica dijo que la vista que se abarcaba desde allí era bellísima. Tenía ahora un tono de desafío que hacía temblar a Perrone. Mostallino, tras haber estado sentado un momento, se levantó y fue hasta la balaustrada a mirar el panorama. De inmediato Mónica le preguntó a Perrone si no veía un faro encendido sobre la colina, más allá del barrio. Perrone contestó que no lo veía. Efectivamente, por encima de las manzanas de casas se descubrían las líneas oscuras de las colinas, con algunas luces aquí y allá, pero ni rastro del faro.

—¿Cómo es posible que no lo vea? —insistió ella—. Mire hacia allá.

Perrone dijo que no veía nada.

—Allá abajo —dijo ella. E inclinándose apoyó el codo sobre la rodilla de Perrone, tendiendo el otro brazo para indicar el faro. En esta posición, descargaba todo el peso de su cuerpo contra la pierna de Perrone, la cabeza contra el pecho de él—. Allá abajo —repitió, girando su blanco y redondo brazo bajo su nariz, como para que lo oliese; y, maliciosamente, movió el codo sobre el que se apoyaba, de modo que Perrone no pudo contener un débil “¡ay!” de dolor—. Allá abajo.

—Yo no veo nada.

—Pero ¿está ciego?… Allá.

—¡Ay!

—Allá.

—¿Quién tienta ahora? —murmuró Perrone.

Ella lo miró de abajo arriba, burlona, y lentamente se alzó.

—Lástima —dijo bajito—, un bonito faro de tres luces.

Perrone, rígido y dolorido, no dijo nada. Se levantaron y reanudaron la subida.

Cuando llegaron al portal Mostallino descubrió de pronto que había olvidado las llaves de la casa. Durante un rato discutieron lo que harían. El portero no tenía timbre; no podía pensarse en llamar a la doncella dormida allá arriba, en el ático. De pronto Mostallino dijo que iba a telefonear desde un garaje no muy distante. Y se alejó. Otra vez quedaron solos Perrone y la mujer.

—Ya ve —dijo Mónica en cuanto Mostallino desapareció tras la esquina de la casa—, parece que todo se conjura para que nos encontremos solos.

Ella se rió y al mismo tiempo se alejó algo del joven.

—Usted lo hace por Giorgio —dijo luego ligeramente, erguida en el borde de la acera, los ojos clavados en el suelo, el brazo desnudo apoyado en el hierro de una farola—, pero considere que todo esto es inútil… Total, yo no amo a Mostallino… y, si no es usted, tengo miedo de que sea otro…, es más fuerte que yo.

—¿Por qué dice eso?… No hay cosas más fuertes que nosotros…

—Es más fuerte que yo —repitió ella, con convicción.

Y explicó que los hombres le gustaban todos, sin distinción, feos y guapos, jóvenes y maduros. Ella no sabía, nunca había sabido resistirse a la corte de ningún hombre. Se había juntado con Mostallino porque, al verlo tan frío y tan dueño de sí, había esperado que pudiera refrenarla. Pero, en cambio, parecía que la seguridad y la confianza de Mostallino le habían metido el diablo en el cuerpo. Por poner un ejemplo, sin ir más lejos del día antes, el mecánico que había venido a reparar el calentador, un guapo joven moreno… No acabó la frase y lo miró con fingido empacho.

—¿Y bien? —insistió Perrone, turbado e incrédulo.

—No supe decirle que no —acabó ella, bajando los ojos.

De manera que era aún más fácil de lo que se había imaginado, pensó Perrone. ¡Un mecánico! Le acometió una especie de furor, no comprendía muy bien si de celos o de reprobación.

—La felicito —dijo con voz aguda.

—Pero ¿qué debo hacer? —se excusó ella—. Es más fuerte que yo…

—Dígaselo a Giorgio… Él se ocupará de ello…

—Ah, Giorgio… No me hable de Giorgio…

—¿Por qué?

—Se lo he dicho desde el principio a Giorgio —explicó—; otro, en su lugar, sabiéndome hecha así, me habría vigilado… En cambio él dice que quiere curarme dejándome, como se dice, a rienda suelta… Según él, al sentirme libre yo misma me frenaré… Le he dicho y repetido que estos experimentos no resultan conmigo… Pero todo ha sido inútil… Él tiene sus ideas y quiere ver si son exactas… Por ejemplo, ¿qué se cree?, todo lo que ha ocurrido esta noche…: la montaña rusa, el tiovivo, el infierno… Y luego el banco y ahora las llaves… Todo está hecho aposta… Antes de que usted viniera le dije que tenía el presentimiento de que me gustaría… y él, entonces, en vez de alarmarse… ¿sabe qué me contestó?… Que quería matar dos pájaros de un tiro, son sus palabras… y ponernos a ambos a prueba…

“De manera que todo ha sido un juego”, pensó Perrone, despechado. Y Mostallino, como de ordinario, quería aplastarlo bajo su suficiente y burlona superioridad. Perrone no ignoraba esta manía experimental de su amigo; pero había esperado que, ante ciertos afectos, se contendría. La conducta de Mostallino había sido poco amistosa, se dijo también; y él podía ahora considerarse liberado de manera definitiva de cualquier escrúpulo. Con un firme deseo de realizar el acto ya tantas veces postergado, se acercó a Mónica y le ciñó la cintura con un brazo. De inmediato, impetuosamente, lanzando contra el suyo su cuerpo joven y vigoroso, ella se estrechó contra él. Pero Perrone no consiguió tampoco esta vez superar el invencible obstáculo de su propia repugnancia. En el último momento, mientras Mónica tendía los labios, abandonándose, él se hizo atrás. Ella abrió los ojos desilusionados y casi incrédulos y lo miró:

—Pero ¿por qué? —preguntó con tono de sincera congoja.

—Ya ve.

—¿Quizás tiene miedo porque estamos en la calle? —preguntó, con una solicitud que hizo estremecer a Perrone—. ¿Quién va a pasar a estas horas?

Perrone no dijo nada.

—Déme la mano —ordenó la mujer.

Perrone tendió la mano. Ella la alzó y se la pasó sobre una mejilla, bajando los párpados con aire de felina y sumisa bondad. Luego, de pronto, se la mordió con fuerza, mirándolo fijamente con aquellos ojos puerilmente abiertos que una especie de encarnizamiento parecía aclarar y dilatar.

—¡Ay! —dijo Perrone.

En aquel momento se oyeron pasos en la acera. Perrone retiró la mano y Mostallino apareció.

Explicó que había tenido que llamar a la puerta del garaje, que estaba cerrado. Luego había esperado que la doncella se despertase y acudiera al teléfono. ¿Aún no había tirado las llaves? Apenas había dicho estas palabras cuando allá arriba, en el último piso, se abrió una ventana, asomó una figura, y un paquete blanco cayó a los pies de Perrone. Eran las llaves, envueltas en un trozo de papel. Ahora Perrone habría querido despedirse. Pero Mostallino insistió para que subiese también él; beberían una copa de licor y después se marcharían juntos. Mónica le indicaba con la mirada que aceptase y Perrone no supo negarse.

Cuando estuvieron en el estudio, Mónica se fue derecha a una butaca y se dejó caer como un fardo, diciendo: “¡Ay!, qué cansada estoy!” Parecía realmente agotada, pero de una manera maliciosa, como si en vez de haber sido rechazada todo el tiempo por Perrone ella y el joven hubieran dado libre curso a sus deseos. Mostallino, diciendo que iba a preparar unas bebidas, pasó a la habitación contigua y cerró la puerta tras sí.

—Ve —dijo Mónica, indicando la puerta cerrada—, continúa haciendo su experimento.

Pronunció estas palabras sin rencor, pero con una especie de tristeza que a Perrone le sonó como un reproche.

—¿Está enfadada conmigo? —preguntó, acercándose a la mujer.

La vio alzar hacia él un rostro asombrado, iluminado ya por la esperanza.

—Yo, no… ¿Por qué?

—Porque… antes no la he besado.

—¡Figúrese! —dijo ella, con fingido desdén—, ya ni me acordaba.

—Usted me gusta mucho —dijo Perrone.

Y, de pie a su lado, llevó la mano a la mejilla de Mónica y la acarició. En seguida ella bajó los ojos, como antes, dócil y ansiosa. Pero igual que antes, Perrone sintió que un oscuro disgusto dejaba rígido e inmóvil su brazo. E interrumpió la caricia. Durante un rato Mónica se quedó con los ojos cerrados, esperando; luego los abrió y se quedó asombrada al ver a Perrone erguido a su lado, inmóvil.

—Usted me gusta mucho —repitió él—, pero no puedo decidirme… Es más fuerte que yo —e inmediatamente, al advertir que había utilizado la misma frase de Mónica, se mordió los labios.

—Ah, de manera que también para usted hay cosas más fuertes que usted —dijo ella, con despecho.

En ese mismo momento entró Mostallino, trayendo una bandeja con tres vasos.

Mostallino, moviéndose entre la mujer y el amigo, igualmente distraídos y desconcertados, llenó con cuidado los vasos y se los tendió. Luego se dirigió a Mónica, con cierta burlesca solemnidad.

—Y ahora, Mónica —dijo—, oigamos qué tal ha ido el experimento…

—Oh, muy bien —dijo Mónica sin mirarlo, inclinando el rostro hacia abajo; pero Perrone vio que le temblaba el labio inferior.

—¿Cómo, muy bien?… ¿Desde qué punto de vista? —insistió Mostallino, con aire falsamente alarmado.

—Muy bien… Ha resistido… Ya puedes estar contento… No dirás que no tienes un buen amigo.

Se levantó de un salto y salió del estudio.

—Está ofendida, pero ya se le pasará —dijo Mostallino, sin descomponerse.

Y con la habitual calma científica explicó a su amigo lo que éste ya sabía. Que Mónica le había confiado que tenía el presentimiento de que Perrone le gustaría. Y que él, entonces, había querido poner a prueba tanto a su amante como a él. A la amante, para curarla de su deplorable inclinación con una libertad excesiva, a él para comprobar si realmente era el fiel amigo que parecía. El experimento había sido un éxito y no podía dejar de congratularse por su propia perspicacia.

—Todo eso está muy bien —dijo al final Perrone, sin demostrar el mínimo estupor—, pero si yo no hubiera resistido… ¿qué habrías hecho?

—Nada… Me habría marchado… te habría dejado a Mónica.

—Son cosas que se dicen…

—¿Por qué?… ¿No me crees capaz?

—Por supuesto que sí… Pero, no comprendes —expletó de pronto Perrone, con rabia— que esta actitud tuya es antipática en sumo grado… No hablo de mí…, sino de Mónica… Ella necesita amor… y no experimentos psicológicos… La tratas como a un cobaya… Permíteme que te diga que te comportas muy mal.

—¡Esta sí que es buena! —dijo Mostallino, con fingido estupor—. Tendría que sentirse halagada por la fe que deposito en ella.

—Pero eso no es lo que una mujer quiere… La ofendes con este despego… es inhumano —sin embargo, mientras gritaba estas cosas, Perrone se daba cuenta de que su amigo no podía entenderlo—. Te traicionará —concluyó de pronto.

—No lo creo —dijo serenamente Mostallino.

—Pero ¿por qué? —insistió Perrone—, ¿por qué tratarla de ese modo?… ¿Por qué esa frialdad?…, ¿estas sutilezas?…

—Cada uno a su manera —dijo Mostallino, encogiéndose de hombros—. Yo soy así: o me tomas o me dejas.

Pero ahora parecía bastante turbado por las palabras de Perrone y no se atrevía a mirarle a la cara.

—En suma —dijo Perrone—, ¿qué es lo que ganas con semejante actitud?… Has ofendido a Mónica… podías ofenderme a mí…

—Oh, Dios mío, qué exageraciones… Supongamos que ha sido una broma —dijo Mostallino, con súbito mal humor.

—Pero, ¿por qué estas bromas?… Bromeas siempre… y siempre fuera de lugar…

—¿Qué quieres que te diga?… Es más fuerte que yo.

Perrone enmudeció ante esta respuesta. De modo que en Mostallino, en apariencia tan libre, igual que en él, e igual que en Mónica, había algo más fuerte que él. Y este algo estaba por encima de los tres, les impedía que se comunicaran, lo congelaba a él en su orgullo, a Mostallino en su frialdad y a Mónica en sus deseos. De modo que, en vez de comportarse como personas, actuaban como peleles que solo conocen una mueca y la repiten sin cansarse nunca, que no saben moverse más que de un solo modo y que, incluso cuando se tocan, quedan inertes, con sus miembros de madera, uno al lado del otro.

De pronto volvió a entrar Mónica, tranquilizada. Perrone se levantó para irse y Mostallino con él. Los tres se acercaron a la puerta.

—Vamos, abrazaos —dijo Perrone con esfuerzo, al ver a su amigo tender la mano a la mujer.

Mónica aceptó con entusiasmo el consejo, echando los brazos al cuello de su amante; pero, por encima del hombro de Mostallino, dirigió una mirada suplicante a Perrone; y luego, cuando se estrecharon la mano, le metió en la palma un objeto frío: las llaves de la casa.

“Es más fuerte que ella”, pensó Perrone, apretando a pesar suyo las llaves en la mano.

En la calle los dos amigos iniciaron una discusión que, aun teniendo como punto de partida los acontecimientos de la velada, se desarrollaba en un plano enteramente teórico. Perrone sostenía que el individuo, sin un alma que lo aúne y hermane con los otros, se reduce a pocas manías, a pocos arrebatos mecánicos del instinto, en suma, a la vida más elemental y baja. Y puesto que no hay nada más solitario que un hombre sin alma, así ocurría que la soledad circundaba a los hombres y les impedía comunicarse. Prueba de ello era lo ocurrido con ellos tres. Individuos desalmados, quizás habrían querido sentirse hermanados y vecinos; y en cambio, debido a la falta de un alma que los uniera, permanecían encerrados en sus individualidades como los antiguos caballeros en sus corazas de hierro. Y se veían reducidos a realizar siempre los mismos gestos, Mostallino a experimentar y a burlarse, él a moralizar, Mónica a lanzarse hambrienta sobre los hombres.

A esto Mostallino respondía preguntando a su vez qué es lo que entendía por alma. Y aquí Perrone, que hasta entonces había hablado de carrerilla, se liaba. Alma es lo que pertenece a todos y a ninguno. Alma es amor. Alma es idea. Alma es libertad. Alma es Dios.

Mostallino, a medida que Perrone daba una de estas definiciones, le arrojaba a la cara riéndose el nombre de este o aquel santo padre o filósofo al que se remontaba la definición. La discusión acababa en un ciego desahogo de erudición. Perrone sentía que de nuevo le volvía la irritación, pero esta vez más contra sí mismo, tan impotente, que contra Mostallino. Era muy cierto, no pudo dejar de pensar, por lo menos para ellos toda comunión sería imposible mientras vivieran.

Se separaron en la esquina de la calle. Cuando se quedó solo, Perrone miró las dos llaves en la palma de su mano. Le pareció ver a Mónica que lo esperaba allá arriba, en el estudio, dispuesta a acogerlo, con el joven cuerpo lleno de impetuoso e impaciente deseo; y de golpe se sintió tentado a volver sobre sus pasos. Pero al mismo tiempo se vio subiendo aquellas escaleras con la furia libidinosa y furtiva que odiaba; y le pareció de nuevo imposible aceptar los halagos de la mujer. Pasaba en ese momento junto a un prado baldío, entre dos casas en construcción. Cogió las llaves y las tiró en la hierba. Aliviado, se encaminó hacia la parada del autobús.

*FIN*


“La solitudine”,
L’amante infelice, 1943


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