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 Oda 
Pueblo: tú que prorrumpes en gigantes 
himnos de admiración y de entusiasmo 
ante el arte y lo bello; 
tú, de cuya alma toma 
la vestal de la gloria y de la fama 
fuego para encender a su destello 
de su lámpara mística la llama; 
tú, que eres soñador y eres artista, 
lo mismo entre la paz que entre la lucha, 
prepara una guirnalda de tus flores 
más queridas y… escucha. 
Era una cuna, un lecho entretejido 
de gasas y jazmines… 
pequeño, vaporoso, recogido… 
una forma de nido 
como esos que se ven en los jardines. 
Y en ese nido columpiado al aire 
con el vaivén arrullador del viento, 
era una niña hermosa que soñaba 
con yo no sé qué blanco pensamiento; 
una niña inocente que dormía 
entre los chales de su tibia cuna, 
como una de esas hadas misteriosas 
que fingen las tinieblas y la luna 
entre el húmedo cáliz de las rosas; 
virgen de amor en cuya casta frente 
el sol de lo inmortal resplandecía 
majestuoso y ardiente, 
con su rayo de luz grabando en ella 
esa chispa radiosa que, más tarde, 
ante el sepulcro abierto se alza estrella 
y en la vía-láctea de los genios arde. 
Y la noche era negra, era una noche 
que flotaba impalpable como un velo 
prendido en las montañas, 
sin la luz de un zig-zag entre las sombras 
ni la luz de un cocuyo entre las cañas; 
negro y vasto ropaje 
que cobijaba al átomo del mundo 
como al grano de arena el oleaje, 
quedando aquella niña en el vacío 
de las tinieblas, escondida y sola, 
como queda la gota de rocío 
cuando cierra la brisa una corola… 
Mas de pronto la curva de los cielos 
recogió su gigante vestidura, 
y libre de los pálidos fantasmas, 
que rodaban informes en la altura, 
el aire se cubrió de resplandores 
que se acercaron tibios y temblantes, 
circuyendo la frente de la niña 
como un laurel inmenso de diamantes; 
y entonces una voz cuya cadencia 
sonaba arrulladora 
como el canto de amores de la virgen, 
se oyó que repetía 
en su dulce cascada de gorjeos: 
–Duérmete, vida mía, 
gozando con la luz y la poesía 
de la región que pueblan tus deseos… 
Duérmete, flor del arte, 
a la que el beso de las auras mece… 
Duérmete… y cuando venga a despertarte 
la voz de tu destino, 
yo, el ángel de tu cuna, 
regaré de perfumes y de galas 
la áspera cumbre que tu genio adora, 
y a donde tienden las inmensas alas 
tu ambición y tu fe de soñadora. 
Dijo la voz: y la corona ardiente 
ensanchando su cerco luminoso 
de estrellas inmortales, 
se perdió en los lejanos horizontes, 
mezclada con el fuego de la aurora 
que asomaba su luz tras de los montes. 
Después, aquella niña 
despertó de su mágico letargo, 
y emprendiendo el camino 
de la jornada que a la gloria lleva 
entre el dolor y el desaliento amargo, 
el mundo la miró sobre el proscenio 
arrancado un laurel a su destino 
y esculpiendo su busto peregrino 
sobre el augusto pedestal del genio. 
Blanca y tierna paloma 
que hasta el templo del arte alzó las alas 
para robar al arte sus secretos, 
descendiendo después sonriente y bella 
entre el aplauso universal de un mundo 
lleno de amor y admiración por ella. 
Por ella, que eres tú, la que hoy recoges 
el ideal de tus sueños infantiles 
entre el incienso embriagador del triunfo… 
por ti que haces latir entusiasmado 
el corazón del pueblo que hoy arranca 
la cadencia más dulce y más sentida 
del arpa de su gloria, 
para arrojarla con su flor más blanca 
sobre el gigante altar de tu victoria. 
Por ella, que eres tú, la más querida 
esperanza de México, la virgen 
a quien el porvenir desde la cuna 
prometiera su espléndida guirnalda, 
y que hoy viene al rumor de las conquistas 
que tu celeste inspiración abona 
a ceñir en tu frente esa corona 
que hace iguales a Dios y a los artistas. 
 
1870
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