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La subasta

[Cuento - Texto completo.]

Georges Simenon

Maigret apartó el plato y la mesa, se levantó, gruñó, resopló, y levantó maquinalmente la tapadera de la estufa.

—¡A trabajar, hijos! ¡Iremos a acostarnos en seguida!

Los otros, sentados en torno a la gran mesa del albergue, volvieron hacia él sus rostros resignados. Fréderic Michaux, el patrón, cuya fuerte barba había crecido durante tres días, se levantó el primero y se dirigió al mostrador.

—¿Qué quieren ustedes…?

—¡No! ¡Basta! —gritó Maigret—. Primero blanco en abundancia; después calvados¹; después, más vino blanco y…

Habían llegado todos a ese grado de fatiga en que pican los párpados y en que todo el cuerpo duele. Julia, que a fin de cuentas era la mujer de Fréderic, llevó a la cocina un plato en el que solo quedaba un resto de judías pintas. Teresa, la criadita, se limpió los ojos, no porque llorase, sino porque tenía un catarro de cabeza.

—¿A qué hora vuelven a empezar? —preguntó—. ¿Cuándo haya retirado los servicios?

—Son las ocho. Volveremos a empezar, pues, a las ocho y media de la noche.

—Entonces, ¿traigo el tapete y las cartas?

En el albergue hacía calor, incluso demasiado; pero, fuera, el viento arrastraba en la noche ráfagas de lluvia helada.

—Siéntese usted donde estaba, papá Nicolás… Usted, señor Groux, usted no había llegado aún…

Intervino el patrón:

—Fue precisamente al oír fuera los pasos de Groux cuando dije a Thérèse: «Pon las cartas en la mesa»…

—¿Es necesario que simule otra vez mi entrada? —gruñó Groux, un aldeano de un metro ochenta de alto, ancho como un aparador rústico.

Se les hubiera creído actores que ensayaban por vigésima vez una escena, con la cabeza vacía, los gestos blandos, los ojos sin mirada. Al mismo Maigret, que hacía de director, a veces le costaba trabajo convencerse de que todo aquello era real. ¡Incluso el lugar donde se encontraba! ¿A quién se le había ocurrido la idea de pasar tres días en un albergue perdido, distante varios kilómetros de cualquier aldea, en plena marisma vendeana?

Se llamaba Pont-du-Grau, y había, efectivamente, un puente, un largo puente de madera, por encima de una especie de canal cenagoso que el mar llenaba dos veces al día. Pero no se veía la mar. No se veía más que el comienzo de las marismas, cortadas por multitud de canalillos de riego, y, muy lejos, en la línea del horizonte, techos achatados, granjas que allí llamaban cabañas.

¿Por qué estaba aquel albergue en el borde del camino? ¿Para uso de cazadores de patos y avefrías? Había una bomba de gasolina pintada de rojo, mientras que en la fachada figuraba el gran anuncio azul de una marca de chocolate.

Al otro lado del puente había una chabola, una verdadera conejera: la casa del viejo Nicolás, pescador de anguilas. A trescientos metros, una granja bastante amplia, de grandes construcciones de una sola planta: la heredad de Groux.

«…el 15 de enero… a las 13 en punto… en el lugar llamado la Mulatière… venta pública de una cabaña… treinta hectáreas de pantanos… ganados en aparcería… material agrícola… mobiliario, vajilla…

»La venta se hará al contado.»

Todo se había originado allí. Hacía años que la vida en el albergue era igual todas las noches. Llegaba papá Nicolás, siempre medio borracho, y, antes de sentarse ante su chato de vino, echaba un trago en el mostrador. Después era Groux quien llegaba de su cabaña. Thérèse extendía un tapete rojo sobre la mesa y traía las fichas y las cartas. Hacía falta entonces esperar al aduanero para hacer de cuarto; pero, cuando faltaba, lo reemplazaba Julia.

A todo esto, el 14 de enero, víspera de la venta, había en el albergue dos clientes más, aldeanos que venían de lejos para la subasta; uno de ellos, Borchain, de los alrededores de Angoulême; el otro, Canut, de Sain-Jean-d’Angély.

—¡La carta! —dijo Maigret cuando el patrón iba a barajar—. Borchain se fue a acostar antes de las ocho, o sea, inmediatamente después de haber comido. ¿Quién lo llevó a su habitación?

—Fui yo —replicó Fréderic.

—¿Había bebido?

—No demasiado. Seguramente un poco. Me preguntó quién era el tipo aquel de aire tan lúgubre, y le dije que era Groux, cuyos bienes iban a venderse. Entonces me preguntó cómo se las había arreglado Groux para perder dinero con tan buenos regadíos, y yo…

—Se habla por hablar —refunfuñó Groux.

El gigante estaba sombrío. No quería admitir que jamás se había ocupado seriamente de su tierra y de sus animales, y atribuía al cielo su ruina.

—Bueno. En este momento, ¿quién había visto su cartera?

—Todo el mundo. La había sacado del bolsillo mientras comía para enseñar una foto de su mujer. Se vio entonces que estaba llena de billetes… Incluso si no se la hubieran visto, se sabía, puesto que venía con intención de comprar, y como la venta estaba anunciada al contado…

—Lo mismo que usted, Canut; ¿no llevaba usted también más de cien mil francos encima?

—Ciento cincuenta mil… No quería pasar de ahí…

Ya a su llegada allí, Maigret, que dirigía en aquella época la brigada móvil de Nantes, había fruncido las cejas al examinar a Fréderic Michaux de pies a cabeza. Michaux, que tenía alrededor de cuarenta y cinco años, con su traje de boxeador y su nariz aplastada, no parecía precisamente un ventero.

—Dígame, pues… ¿No tiene usted la impresión de que nos hemos visto ya en alguna parte?

—No vale la pena perder el tiempo… Tiene usted razón, comisario… Pero ahora estoy en regla…
Vagabundeaje en el barrio de las Ternes, golpes y heridas, apuestas clandestinas, máquinas tragaperras… En resumen, Fréderic Michaux, ventero del Pont-du-Grau, que estaba en lo más alejado de la Vendée, era más conocido de la policía bajo el nombre de Fred el Boxeador. Sin duda reconocerá usted también a Julia… Hace ya diez años que nos encerró juntos… Pero comprobará usted que se ha convertido en una burguesa…

Era cierto, Julia, cebada, hinchada, mal cuidada, los cabellos grasientos, arrastrando sus pantuflas de la cocina a la taberna y de la taberna a la cocina, no recordaba en nada a la Julia de la plaza de los Ternes, y lo que todavía resultaba más inesperado era que guisaba de maravilla.

—Nos trajimos a Thérèse con nosotros… La hemos sacado del orfelinato…

Dieciocho años, un cuerpo delgado y largo, una nariz puntiaguda, una extraña boca y una mirada descarada.

—¿Tenemos que simular que jugamos? —preguntó el aduanero, que se llamaba Gentil.

—Como la otra vez. Usted, Canut, ¿por qué no ha ido ya a acostarse?

—Miraba la partida… —murmuró el paisano.

—O sea, que está constantemente detrás de mí —puntualizó Thérèse—. Subí a mi habitación…

—¿En qué momento?

—Poco después de la vuelta de M. Groux…

—¡Muy bien! Vayamos allá juntos… Ustedes, continúen… ¿Habían vuelto ustedes a jugar?

—No inmediatamente… Groux no quería… Hablábamos… Yo fui a comprar un paquete de cigarrillos al mostrador…

—Venga, Thérèse…

La habitación donde Borchain había muerto era verdaderamente un punto estratégico. La escalera no distaba de ella apenas dos metros. Thérèse, pues, había podido…

Una habitación estrecha, una cama de hierro, ropa interior y vestidos encima de una silla.

—¿Qué venía usted a hacer?

—A escribir…

—¿A escribir, qué?

—Que al día siguiente era probable que no estuviésemos ni un instante solos…

Thérèse miraba a Maigret a los ojos, lo desafiaba.

—Sabe usted bien de qué le hablo… He comprendido las miradas y las preguntas de usted… La vieja desconfía… Anda siempre encima de nosotros… He pedido a Fred que me lleve, y hemos decidido largarnos en primavera.

—¿Por qué en primavera?

—Yo no sé nada… Fue Fred quien fijó la fecha… Debíamos marchar a Panamá, donde vivió ya hace tiempo, y montaríamos allá una taberna…

—¿Cuánto tiempo permaneció usted en su habitación?

—No mucho… Oí a la vieja que subía… Me preguntó lo que hacía… Le respondí que nada… Me detesta y la detesto… Juraría que sospecha nuestro proyecto…

Thérèse sostenía la mirada de Maigret. Era una de esas muchachas que saben lo que quieren y que lo quieren decididamente.

—¿Piensa usted que Julia preferiría ver a Fred preso que saberle huido con usted?

—¡Es capaz!

—¿Qué venía a hacer a su habitación?

—Quitarse la faja… Ella necesita faja de goma para sujetar lo que le sobra…

Los dientes puntiagudos de Thérèse hacían pensar en los de un animalito, del que tenía la crueldad inconsciente. Al hablar de la que le había precedido en el corazón de Fred, sus labios se fruncieron.

—Por la noche, sobre todo cuando ha comido mucho (se atraca que da asco), su faja le ahoga y sube a quitársela.

—¿Cuánto tiempo permaneció aquí?

—Diez minutos… Cuando volvió a bajar la ayudé a limpiar las legumbres… Los otros seguían jugando a las cartas…

—¿Estaba abierta la puerta entre la cocina y la sala?

—Siempre está abierta…

Maigret la miró una vez más, y descendió pesadamente la escalera que crujía. Se oía al perro, que, en el patio, arrastraba su cadena.

Al abrir la puerta de la bodega se había encontrado, justamente detrás, un montón de carbón del que se había retirado el arma del crimen: un pesado martillo.

Nada de huellas digitales. El asesino había debido de asir el instrumento con un trapo. Fuera de allí, en la casa, incluido el picaporte de la habitación, huellas múltiples, confusas, las de todos los que estaban el 14 por la noche.

En cuanto a la cartera, los policías se habían vuelto locos buscándola en los lugares más inverosímiles: a pesar de estar acostumbrados a aquella clase de búsquedas, la víspera habían tenido que llamar a los poceros para que vaciasen el pozo negro.

El pobre Borchain había venido de su tierra para comprar la granja de Groux. Hasta entonces no había sido más que granjero. Quería ser propietario. Estaba casado y tenía tres hijas. Había comido en una de las mesas. Había charlado con Canut, que también era comprador eventual. Le había enseñado la fotografía de su mujer.

Embotado por una comida demasiado abundante y frecuentemente rociada, se había dirigido a su casa con aquel modo de caminar que tienen los aldeanos cuando llega la hora del sueño.

¿Había escondido la cartera bajo la almohada? En la sala, como todas las noches, cuatro hombres jugando a la belotte y bebiendo vino blanco: Fred Groux, el viejo Nicolás, que cuando echaba el completo de alcohol se volvía color violeta, y el aduanero Gentil, a quien le hubiera valido más hacer su ronda.

Detrás de ellos, Canut, que miraba ora las cartas ora Thérèse, con la esperanza de que aquella noche pasada fuera de su casa se señalase con una aventura.

En la cocina, dos mujeres: Julia y la pequeña del orfelinato, alrededor de un cubo de legumbres. En un momento dado, uno de estos personajes había entrado en el pasillo con un pretexto u otro, había abierto primero la puerta de la bodega para coger allí el martillo del carbón, y después la puerta de Borchain.

No se había oído nada. La ausencia no había podido ser larga, puesto que no había parecido anormal.

¡Y sin embargo había bastado para que el asesino pusiera la cartera en lugar seguro! Porque, puesto que había prendido fuego al colchón, no tardaría en dar la alarma. Se telefonearía a la policía. Todos serían cacheados.

—¡Cuando pienso que usted ni siquiera tiene cerveza bebible! —se quejaba Maigret regresando a la taberna.

¡Un vaso de cerveza fresca, espumosa, sacada de un barril! Sin embargo, no había en la casa más que innobles cañas de una cerveza llamada familiar.

—¿Y la partida?

Fred miró la hora en el reloj del anuncio rodeado de porcelana azul celeste. Estaba acostumbrado a la policía. Cansado, como los otros, pero bastante menos febril.

—A las diez menos veinte… Quizá aún no… Se seguía hablando… ¿Fuiste tú, Nicolás, quien volvió a pedir vino?

—Es posible… Le grité a Thérèse: «Ven a servir vino…» Luego me levanté y bajé yo mismo a la bodega.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

—Bueno, ¿qué se le va a hacer? Después de todo, que se entere. Cuando todo esto haya terminado, la vida no volverá a ser como era antes… Yo había oído a Thérèse subir a su habitación… Sospechaba que me había escrito una nota… Debía de encontrarse en la cerradura de la puerta de la bodega… ¿Oyes, Julia? Ya no puedo más, vieja… Me has hecho demasiadas escenas como pago de nuestros momentos de placer…

Canut enrojeció. Nicolás sonrió socarronamente bajo su bigote rojizo. M. Gentil miró a otra parte, porque también él había hecho proposiciones a Thérèse.

—¿Estaba la nota?

—Sí… La leí abajo, mientras el vino llenaba la botella. Thérèse decía, simplemente, que al día siguiente difícilmente tendríamos un instante solos…

Cosa extraña, se advertía que la pasión de Fred era sincera, e incluso que poseía cualidades emotivas bastante inesperadas.

Thérèse, en la cocina, se levantó de repente y se acercó a la mesa de los jugadores.

—¿Se ha terminado? —gritó con labios temblorosos—. Prefiero que nos arresten a todos y nos lleven a la cárcel… Ya se verá que… Pero dar vueltas de esta manera alrededor de la olla, como si fuéramos…

Estalló en sollozos y fue a pegar los brazos en la pared, con la cabeza en ellos.

—Por tanto, usted permaneció varios minutos en la bodega —continuó Maigret imperturbable.

—Tres o cuatro minutos, sí…

—¿Qué hizo usted de la nota?

—La quemé en la llama de una vela…

—¿Tenía miedo de Julia?

A causa de esta frase, Fred miró a Maigret con rencor.

—¿Es que usted no comprende? Usted, que nos ha detenido hace ya diez años… ¿Usted no comprende que, cuando se han vivido juntos ciertas cosas…? ¡En fin! ¡Como usted quiera…! ¡No hagas caso, mi pobre Julia…!

Una voz tranquila llegó de la cocina:

—No hago caso…

¿Y el móvil, el famoso móvil del que hablan los cursos de criminología? Móviles, los tenían todos. Groux más que cualquiera de los otros; Groux, que estaba arruinado, cuya propiedad sería vendida al día siguiente, a quien pondrían a la puerta de su casa, incluso sin muebles y sin ganado, y a quien no le quedaba otro recurso que alquilarse como mozo de granja.

Conocía los lugares, la entrada de la bodega, el montón de carbón, el martillo…

¿Y Nicolás? Un viejo borracho, ¡sea! Vivía miserablemente. Pero tenía una hija en Niort, colocada como sirvienta, cuyo sueldo íntegro dedicaba a pagar la pensión de su hijo. ¿Acaso no hubiera también podido…?

Sin contar con que Fred lo había dicho hacía un momento, era él quien venía todas las semanas a partir leña y a romper el carbón.

Ahora bien, hacia las diez, Nicolás había ido al retrete, dando traspiés como un borracho. Gentil había observado:

—¡Con tal de que no se equivoque de puerta!

Existen casualidades de estas. ¿Por qué Gentil había dicho aquello mientras jugaba maquinalmente con la baraja?

¿Y no podía Gentil haber tenido la idea del crimen cuando, instantes más tarde, había imitado al viejo Nicolás?

Era un aduanero, sea; pero todo el mundo sabía que no era serio, que hacía visitas al café, y que con él todo tenía arreglo.

—Diga, pues, comisario —empezó Fred.

—Perdón… Estamos a las diez y cinco… ¿En dónde estábamos la otra noche?

Entonces, Thérèse, que suspiraba, fue a sentarse detrás de su patrón, cuya espalda rozaba con el hombro.

—¿Estaba usted ahí?

—Sí… Había terminado con las legumbres… Cogí la chaqueta que estoy calcetando, pero no trabajé…

Julia continuaba en la cocina, sin que se la viese.

—¿Quiere usted decir algo, Fred?

—Una idea que me ha pasado por la cabeza… Me parece que existe un detalle que prueba que no fue nadie de la casa quien ha matado al paisano… Porque… Suponga… ¡No!, no es esto lo que quiero decir… Si yo matase a alguien en mi casa, ¿cree usted acaso que se me hubiera ocurrido prender fuego…? ¿Para qué? ¿Para llamar la atención…?

Maigret acababa de llenar una nueva pipa y la encendía lentamente.

—Deme usted al menos un pequeño de calvados, Thérèse… En cuanto a usted, Fred, ¿por qué no prender el fuego?

—Pues, porque… Estaba desconcertado.

—Sin ese conato de incendio, nadie se hubiera preocupado por el sujeto… Los otros se hubieran vuelto a sus casas, y…

Maigret sonreía, con los labios extrañamente alargados alrededor del tubo de su pipa.

—¡Lástima que pruebe usted exactamente todo lo contrario de lo que quiere probar, Fred…! Ese conato de incendio es el único indicio serio, y me ha preocupado desde mi llegada… Supongamos que usted mata al viejo aldeano, como usted dice… Todo el mundo sabe que está en esta casa… Usted no puede, pues, pensar en hacer desaparecer el cadáver… A la mañana siguiente sería necesario abrir la puerta de la habitación y dar la alarma… ¿A qué hora había ordenado que le llamasen?

—A las seis… Quería visitar la granja y las tierras antes de la venta…

—Si, pues, el cadáver se descubría a las seis, no habría en la casa nadie más que usted, Julia y Thérèse, porque ya no hablo de M. Canut, de quien nadie habría sospechado… Entonces nadie hubiera pensado que el crimen pudiera haberse cometido durante la partida de cartas.

Fred seguía con atención el razonamiento del comisario, y le pareció a Maigret que había palidecido. Incluso desgarró maquinalmente una carta, cuyos pedazos dejó caer en el suelo.

—¡Fíjese en lo que hace! ¡Si ahora se le ocurre jugar, buscará en vano el as de picas…! Decía, pues… ¡Ah, sí!… ¿Cómo hacer descubrir el crimen antes de la partida de Groux, de Nicolás y de M. Gentil, de modo que las sospechas pudieran recaer sobre ellos?… No había pretexto para entrar en la habitación… ¡Sí!… ¡Uno solo!… El incendio…

Esta vez Fred se levantó de un salto, con los puños cerrados, la mirada dura, y gritó:

—¡Trueno de Dios!

Todo el mundo callaba. Acababan de recibir algo así como un shock.

Hasta entonces, era tanto el cansancio que habían terminado por no creer en el criminal. Nadie creía cierto que estuviese allí en la casa, que se le hablase, que se comiese con él en la misma mesa, que tal vez se jugase a las cartas con él, que con él se bebiese.

Fred recorría a grandes pasos la sala de la venta, mientras Maigret, como recogido en sí mismo, hacía la vista gorda. ¿Iba por fin a triunfar? Hacía tres días que los tenía en jaque, minuto a minuto; les hacía repetir diez veces los mismos gestos, las mismas palabras, con la esperanza, es cierto, de que un detalle olvidado apareciese de pronto; sobre todo, para destrozarles los nervios, para empujar al asesino a descubrirse.

Se oía su voz apacible, las sílabas entrecortadas por las chupadas que daba a su pipa.

—Toda la cuestión consiste en saber quién tenía a mano un escondrijo bastante seguro para que sea imposible encontrar la cartera…

Cada uno de ellos había sido cacheado. Uno tras otro, la famosa noche, los habían dejado desnudos como gusanos. El carbón de la entrada de la bodega había sido removido. Habían hecho sondas en las paredes, en las barricas. Todo lo cual no impidió que la abultada cartera conteniendo más de cien billetes de cien francos…

—Me marea moviéndose de esa manera, Fred…

—Pero, caray, ¿usted no comprende, pues, que…?

—¿Que qué?

—¡Que yo no lo he matado! ¡Que no soy lo bastante loco como para eso! ¡Que tengo unos antecedentes penales bastante cargados como para…!

—¿No era precisamente en primavera cuando quería usted marcharse con Thérèse a América del Sur y comprar una taberna?

Fred se volvió hacia la puerta de la cocina y, con los dientes apretados preguntó:

—¿Y qué?

—¿Con qué dinero?

Su mirada se hundió en los ojos de Maigret.

—¿Es ahí a donde usted quería llegar? ¡Pues se equivoca de camino, comisario! El dinero lo tendré el 15 de mayo. Se me ocurrió una idea de burgués cuando me ganaba lindamente la vida organizando combates de boxeo. Hice un seguro de cien mil francos, que debo cobrar a los cincuenta años. Esos cincuenta años los cumpliré el 15 de mayo… Sí, Thérèse, cuento con más reservas de las que habitualmente confieso…

—¿Estaba Julia al corriente de ese seguro?

—Eso no concierne a las mujeres.

—¿De modo que, usted, Julia, ignoraba que Fred iba a cobrar cien mil francos?

—Lo sabía.

—¿Cómo? —gritó Fred sobresaltado.

—Sabía también que quería largarse con ese cascajo…

—¿Y los hubiera usted dejado marchar?

Julia permaneció inmóvil, con la mirada fija en su amante; había en ella una extraña quietud.

—¡No me ha respondido! —insistió Maigret.

Ella lo miró. Sus labios se movieron. ¿Iba quizá a decir algo importante? Sin embargo, se limitó a encogerse de hombros.

—¿Puede acaso saberse lo que hará un hombre?

Fred no escuchaba. Se hubiera dicho que de repente le preocupaba otra cosa. Reflexionaba, con las cejas fruncidas, y Maigret tuvo la impresión de que los pensamientos de ambos seguían el mismo camino.

—Diga, pues, Fred…

—¿Qué?

Era como si lo hubieran arrancado de un sueño.

—A propósito de esa póliza de seguros… de esa póliza que Julia conocía sin saberlo usted… A mí también me gustaría echarle un vistazo…

¡Qué caprichoso camino seguía la verdad para esclarecerse! Maigret creía haberlo pensado todo. Thérèse, en su habitación, le había hablado de marcha, de dinero, por tanto… Fred confesaba la existencia del seguro…

Sin embargo… ¡Era de tal modo sencillo, de tal manera estúpido, que daban ganas de soltar la risa: habían registrado diez veces la casa, y, sin embargo, no habían encontrado ni póliza de seguros, ni papeles de identidad, ni cartilla militar!

—A su disposición, comisario —suspiró tranquilamente—. Al mismo tiempo, va usted a conocer la cifra de mis economías…

Se dirigió hacia la cocina.

—Puede usted entrar… Cuando se vive en un agujero como este… Sin contar con que, además, conservo algunos papeles que a mis camaradas de antaño no les disgustaría birlarme…

Thérèse, sorprendida, los seguía. Se oían los pesados pasos de Groux, y Canut, a su vez, se levantó.

—No crea que soy demasiado listo… Es una suerte que en mi juventud haya sido calderero…

A la derecha del fogón había un enorme cubo de basura de metal galvanizado. Fred volcó el contenido en medio de la pieza e hizo saltar un doble fondo. Fue el primero en mirar. Sus cejas se fruncieron. Levantó la cabeza con lentitud, abrió la boca…

Allí, entre los otros papeles, había una abultada cartera gastada por el uso, atada con una cinta de goma roja cortada de un neumático.

—¿Qué es esto, Julia? —preguntó dulcemente Maigret.

Entonces tuvo la impresión de ver cómo, a través de los rasgos pastosos de la amante, revivía algo de la Julia de otro tiempo. Ella los miró a todos. Su labio superior se alzó con una mueca desdeñosa. Hubiera podido creerse que detrás temblaba un sollozo. Pero no estalló. Con voz mate, dejó caer:

—¿Y qué? Yo lo hice…

Lo más extraordinario fue que Thérèse se echó a llorar, bruscamente, como un perro aulla a la muerte, mientras la que había matado añadía:

—Supongo que me llevarán ustedes en seguida, puesto que tienen auto… ¿Puedo llevar mis cosas conmigo?

Maigret le permitió liar el petate. Estaba triste: era la reacción, después de una prolongada tensión nerviosa.

¿Desde cuándo había Julia descubierto el escondrijo de Fred? Al ver la póliza de seguros, de la que él no le había hablado nunca, ¿no había comprendido que, el día en que recibiese el dinero, se marcharía con Thérèse?

Se había presentado una ocasión: más dinero todavía que el que Fred iba a cobrar. ¡Y era ella quien se lo traería, pasadas algunas semanas, cuando se hubiera olvidado el asunto!

—Verás, Fred… Yo estaba al corriente de todo… Querías marcharte con ella, ¿no es así…? Creías que yo no servía para nada… Abre tu escondrijo… ¡Fui yo, la vieja, como tú me llamas, quien…!

Maigret, por lo que pudiera suceder, la vigilaba mientras iba y venía por la habitación, donde no había más que una enorme cama de caoba con la fotografía de Fred vestido de boxeador, colgada encima.

—Tengo que ponerme la faja —dijo —. ¡Con tal de que no mire!… No resulta bonito…

Fue en el coche donde se hundió, mientras Maigret miraba fijamente las gotas de lluvia en los cristales. ¿Qué harían ahora los otros en la venta? ¿Y a quién se adjudicaría la granja de Groux cuando, por tercera vez, la vela de la subasta se hubiera apagado²?

FIN


“Vente à la bougie”,
Sept Jours, 1941
1. Calvados: aguardiente de sidra originario de Francia.
2. En la campiña francesa, al efectuar una subasta, es costumbre encender una vela, y, mientras permanece encendida, los presentes pueden seguir pujando. El objeto en venta se adjudica al que haya ofrecido la última cantidad antes de apagarse la vela.


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