Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La suerte de Simon

[Cuento - Texto completo.]

Alice Munro

Rose se siente sola cuando llega a un sitio nuevo; echa de menos las invitaciones. Sale y recorre las calles mirando por las ventanas iluminadas las fiestas que hay en todas partes el sábado por la noche, las cenas en familia del domingo. No le sirve de nada decirse que no duraría mucho ahí dentro, charlando y emborrachándose, o apurando la salsa de la carne a cucharadas, antes de querer echarse otra vez a la calle. Cree que aceptaría cualquier muestra de hospitalidad. Podría ir a fiestas en salones con las paredes llenas de carteles, iluminados por lámparas con pantallas de Coca-Cola, todo decadente y torcido; o en cálidos consultorios profesionales con anaqueles de libros, calcografías, y tal vez una o dos calaveras de adorno; incluso en las salas de esparcimiento de algunas casas que atisba por las ventanas de los sótanos: hileras de jarras de cerveza, cuernos de caza, vasos de cuerno, escopetas. Podría ir y sentarse en sofás de lúrex bajo colgaduras de terciopelo negro donde se despliegan montañas, galeones, osos polares tejidos en lana cardada. Le encantaría estar sirviéndose un espléndido budín diplomático de un cuenco de cristal tallado en un comedor opulento, de espaldas a un panzudo aparador resplandeciente y un óleo borroso de caballos paciendo, vacas paciendo, ovejas paciendo, en unos pastos púrpuras pintados con poca traza. O se las arreglaría también con un simple budín de pan en la mesa de la cocina de una casita estucada junto a la parada del autobús, peras y melocotones de yeso decorando las paredes, la hiedra derramándose de pequeños tiestos de latón. Rose es actriz; puede encajar en cualquier sitio.

Aunque de vez en cuando sí la invitan. Hace un par de años estuvo en una fiesta en un piso de un bloque alto en Kingston. Las ventanas daban al lago Ontario y a la isla de Wolfe. Rose no vivía en Kingston. Vivía en el interior; había estado dando clases de arte dramático en una escuela superior de provincias. A alguna gente eso le sorprendía. No sabían qué poco dinero podía ganar una actriz; creían que ser conocida automáticamente significaba ser rica.

Había ido en coche hasta Kingston solo para esa fiesta, cosa que le daba un poco de apuro. No conocía a la anfitriona. Al anfitrión lo había conocido el año anterior, cuando era profesor en la misma escuela y vivía con otra chica.

La anfitriona, que se llamaba Shelley, acompañó a Rose al dormitorio a dejar el abrigo. Shelley era una chica delgada, de aspecto solemne, rubia auténtica, con las cejas prácticamente blancas, el pelo largo y abundante y liso como si estuviera cortado de un bloque de madera. Parecía que se tomara en serio su estilo de niña desamparada. Su voz grave y lastimera hizo que a Rose su propia voz le sonara, al saludarla un momento antes, demasiado vivaz incluso para sí misma.

En un cesto al pie de la cama una gata parda daba de mamar a cuatro crías diminutas, ciegas.

—Se llama Tasha —dijo la anfitriona—. Podemos mirar las crías pero no tocarlas, porque si no, dejará de alimentarlas.

Se agachó junto al cesto, arrullando y hablando a la madre gata con una intensa devoción que a Rose se le antojó afectada. Llevaba sobre los hombros un chal negro, ribeteado de abalorios. Algunos abalorios estaban torcidos, otros faltaban. Era un chal de época genuino, no una imitación. El vestido lacio, un poco amarillento y con ojalillos bordados, también era de época, aunque puede que en un principio fuese una combinación. Esa clase de ropa había que buscarla.

Al otro lado de la cama torneada había un espejo grande, que colgaba sospechosamente alto, e inclinado. Rose intentó mirarse de reojo cuando la chica se agachó junto al cesto. Es muy duro mirarse en un espejo cuando hay otra mujer en la misma habitación, sobre todo si es más joven. Rose llevaba un vestido floreado de algodón, un vestido largo con corpiño y mangas abombadas, que le quedaba demasiado alto de cintura y ceñido del busto para resultar cómodo. Le daba un aire juvenil o teatral que desentonaba; quizá le faltaba ser más esbelta para que ese modelo la favoreciera. Tenía el pelo caoba, teñido en casa. Líneas de expresión le surcaban las ojeras en ambos sentidos, atrapando pequeños diamantes de piel violácea.

A esas alturas Rose sabía que cuando la gente le parecía afectada —como aquella chica, y sus habitaciones decoradas con falsa modestia, su estilo de vivir irritante (ese espejo, la colcha de retales, los dibujos japoneses eróticos encima de la cama, la música africana procedente del salón)—, a menudo era porque no había recibido y temía que no iba a recibir la atención que buscaba, no se había sumergido en la fiesta, se sentía condenada a rondar en los márgenes de las cosas, juzgando.

Se sintió mejor en el salón, donde había algunos conocidos, y algunas caras tan mayores como la suya. Bebió rápido al principio, y no tardó en usar los gatitos recién nacidos como un trampolín para su propia historia. Empezó a contar que a su gato le había pasado algo espantoso ese mismo día.

—Y lo peor —dijo— es que nunca me gustó mucho mi gato. No fue idea mía tener gato. Fue suya. Me siguió a casa un día e insistió en que lo acogiera. Fue como si un grandullón inútil y despectivo se empeñase en convencerme de que era mi obligación mantenerlo. Bueno, desde el principio se prendó de la secadora de la ropa. Le gustaba meterse cuando aún estaba caliente, en cuanto yo la vaciaba. Normalmente solo pongo una lavadora, pero hoy he puesto dos, y cuando he metido la mano para sacar la segunda, me ha parecido notar algo. Pensé: “¿Qué prenda tengo que lleve pelo?”.

La gente ahogó un gemido o se rio, horrorizada pero comprensiva. Rose los miró seductoramente. Se sentía mucho mejor. El salón, con sus vistas al lago, su minucioso decorado (una máquina de discos, espejos de barbería, pasquines de principios de siglo —“Fume, por el bien de su garganta”—, lámparas con pantallas antiguas de seda, cuencos y jarras artesanales, máscaras y esculturas primitivas), ya no parecía tan hostil. Tomó otro trago de su ginebra y supo que ahora, durante un tiempo limitado, se sentiría ligera y bienvenida como un colibrí, convencida de que en el salón muchas personas eran ingeniosas y muchas personas eran amables, y algunas eran ambas cosas.

—“Oh, no”, pensé. Pero sí. Sí. Muerte en la secadora.

—Una advertencia a todos los que buscan el placer —dijo un hombrecillo de cara angulosa a su lado, un hombre al que conocía de vista desde hacía años. Daba clases en el departamento de Lengua y Literatura de la universidad, donde ahora el anfitrión era profesor y la anfitriona estudiaba una carrera.

—Es terrible —dijo la anfitriona, con su expresión de desamparo frío, fijo. Los que se habían reído se quedaron un poco cohibidos, como temiendo parecer despiadados—. Lo de tu gato. Es terrible. ¿Cómo has podido venir esta noche?

A decir verdad el incidente no había sido ese mismo día, sino la semana anterior. Rose se preguntó si la chica pretendía dejarla en evidencia. Sinceramente, con arrepentimiento, dijo que no estaba muy encariñada con el gato y por eso se sentía aún peor. Eso era lo que estaba intentando explicar, dijo.

—He sentido que quizá era culpa mía. A lo mejor si le hubiera tenido más cariño, no habría pasado.

—Por supuesto que no —dijo el hombre, a su lado—. Era calor lo que iba buscando en la secadora. Era amor. ¡Ay, Rose!

—Ahora ya no podrás seguir jodiendo al gato —dijo un chico alto en quien Rose no se había fijado hasta entonces. Parecía que había surgido de la nada, justo delante de ella—. Joder al perro, joder al gato, no sé lo que haces, Rose.

Ella intentaba recordar su nombre. Lo había reconocido, era un alumno, o un antiguo alumno.

—David —dijo—. Hola, David.

Estaba tan satisfecha de haber dado con el nombre que tardó en registrar lo que le había dicho.

—Joder al perro, joder al gato —repitió el chico, tambaleándose frente a ella.

—¿Perdona? —dijo Rose, y puso una expresión socarrona, indulgente, encantadora.

A la gente de alrededor le estaba costando tanto como a ella encajar lo que había dicho el chico. La atmósfera de sociabilidad, de simpatía, de buena fe no se corta en seco; persistió a pesar de los indicios de que allí había mucho que no podría absorberse. Casi todo el mundo continuaba sonriendo, como si el chico estuviera explicando una anécdota o interpretando una escena, que cobraría sentido al cabo de un momento. La anfitriona bajó la mirada y se escabulló.

—Perdóname tú a mí —dijo el chico con un tono muy feo—. Que te den, Rose. —Era blanco y de aspecto frágil, estaba borracho perdido. Probablemente se había criado en un hogar acogedor, donde se hablaba de atender la llamada de la naturaleza y se decía “salud” cuando alguien estornudaba.

Un hombre bajo, fornido, con el pelo negro rizado, agarró al chico del brazo, justo debajo del hombro.

—Muévete, vamos —le dijo, casi maternal.

Hablaba con un acento europeo confuso, sobre todo francés, pensó Rose, aunque no se le daba bien identificar los acentos. Tendía a pensar, aun sabiendo que no era cierto, que esos acentos surgen de una masculinidad más rica y compleja que la masculinidad que podía encontrarse en Norteamérica y en lugares como Hanratty, donde ella se había criado. Un acento así prometía masculinidad teñida de sufrimiento, ternura y astucia.

El anfitrión apareció vestido con un conjunto deportivo de terciopelo y agarró al chico del otro brazo, más o menos simbólicamente, a la vez que besaba a Rose en la mejilla, porque no la había visto al entrar.

—Tengo que hablar contigo —le murmuró, queriendo decir que esperaba no tener que hacerlo, porque pisaban terreno pantanoso; la chica con la que había vivido el año anterior, para empezar, y luego la noche que pasó con Rose hacia el final del curso, en la que hubo mucho alcohol y fanfarronería y lamentos sobre la infidelidad, así como un poco de sexo curiosamente insultante pero placentero. Ahora lucía un aspecto impecable, y aunque había perdido peso parecía más desenfadado, con su pelo largo y suelto y el conjunto de terciopelo verde botella. Solo tres años más joven que Rose, pero míralo. Había dejado a una esposa, una familia, una casa, un futuro desalentador, se había provisto de ropa nueva y muebles nuevos y se liaba con una estudiante detrás de otra. Los hombres pueden.

—Madre mía —dijo Rose y se recostó contra la pared—. ¿De qué iba todo eso?

El hombre a su lado, que había sonreído todo el rato mirando el vaso, dijo:

—¡Ay, qué sensibilidad tiene la juventud de nuestros tiempos! ¡Qué elegancia en el lenguaje, qué hondura de sentimientos! Debemos inclinarnos ante ellos.

El hombre de pelo negro rizado volvió, sin decir palabra le dio a Rose una copa recién servida y se llevó el vaso que tenía en la mano.

El anfitrión también volvió.

—Rose, nena. No sé cómo se ha colado aquí. Dejé muy claro que nada de estudiantes, maldita sea. Tiene que haber algún lugar donde podamos estar a salvo.

—Ese chico iba a una de mis clases el año pasado —dijo Rose. Eso era lo único que podía recordar, la verdad. Supuso que los demás pensaban que había algo más.

—¿Quería ser actor? —preguntó el hombre que estaba a su lado—. Seguro que sí. ¿Os acordáis de que en los viejos tiempos todos querían ser abogados e ingenieros y altos ejecutivos? Me dicen que eso está volviendo. Espero que así sea. Espero fervientemente que así sea. Rose, seguro que dejaste que te contara sus problemas. Nunca debes hacer eso. Seguro que fue lo que hiciste.

—Ah, supongo.

—Vienen en busca de un sustituto de la figura paterna o materna. Es banal a más no poder. Te persiguen venerándote y molestándote y luego, ¡zas! ¡Es la hora de rechazar al sustituto de mamá y papá!

Rose bebió, apoyada en la pared, mientras los oía seguir con el tema de lo que esperan los estudiantes hoy en día, cómo te derriban la puerta para hablarte de sus abortos, sus intentos de suicidio, sus crisis creativas, sus problemas de peso. Siempre echando mano de las mismas palabras: “integridad”, “valores”, “rechazo”…

—¡No te estoy rechazando, pedazo de imbécil, te estoy suspendiendo! —dijo el hombrecillo mordaz, rememorando un enfrentamiento triunfal que había tenido con uno de esos estudiantes.

Se rieron de eso, y también del comentario que hizo una mujer joven.

—¡Dios, qué diferencia cuando yo iba a la universidad! —dijo—. ¡Mencionar un aborto en el despacho de un profesor era tan aberrante como cagarte en el suelo, con perdón!

Rose también se reía, aunque por dentro se sentía destrozada. En cierto modo habría sido mejor que hubiese algo más detrás de lo ocurrido, como los otros sospechaban. Si al menos se hubiera acostado con ese chico. Si le hubiera prometido algo y lo hubiera traicionado, humillado. No recordaba nada. Había brotado del suelo para acusarla. Debía de haber hecho algo y no conseguía recordarlo. No podía recordar nada relacionado con sus alumnos, a decir verdad. Era solícita y encantadora, toda calidez y aceptación; escuchaba y daba consejos; luego confundía sus nombres. No podía acordarse de nada de lo que les había dicho.

Una mujer le tocó el brazo.

—Despierta —dijo con un tono pícaro y familiar que a Rose le hizo pensar que debía conocerla. ¿Otra estudiante? Pero no, la mujer se presentó—: Estoy escribiendo un ensayo sobre mujeres suicidas —dijo—. Me refiero a artistas suicidas.

Explicó que había visto a Rose por televisión y que tenía muchas ganas de hablar con ella. Mencionó a Diane Arbus, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Anne Sexton, Christiane Pflug. Estaba bien informada. Ella misma parecía una candidata de primera, pensó Rose: consumida, anémica, obsesionada. Rose dijo que tenía hambre, y la mujer la siguió hasta la cocina.

—Y además un sinfín de actrices —dijo la mujer—. Margaret Sullavan…

—Ahora solo soy profesora.

—Bah, pamplinas. Estoy segura de que eres actriz hasta la médula.

La anfitriona había hecho pan: hogazas glaseadas, trenzadas y decoradas. Rose pensó en los esfuerzos que exigía ese despliegue. El pan, el paté, las plantas colgantes, los gatitos, todo por una domesticidad tan precaria y pasajera. Deseó, a menudo deseaba, poder volcarse así, poder hacer ceremonias, imponerse, hacer pan.

Se fijó en un grupo de profesores más jóvenes de la facultad —los habría tomado por estudiantes, de no ser porque el anfitrión había dicho que tenían prohibida la entrada—, que estaban sentados en las encimeras o de pie delante del fregadero. Hablaban en voz baja, serios. Uno de ellos la miró. Ella sonrió. Nadie le devolvió la sonrisa. Un par más se volvieron a mirarla y continuaron hablando. Estaba segura de que hablaban de ella, de lo que había pasado en el salón. Animó a la mujer a probar el pan con paté. Supuso que así se callaría y Rose podría oír lo que decían los jóvenes.

—Nunca como nada en las fiestas.

La actitud de la mujer hacia ella empezaba a volverse oscura y vagamente acusadora. Rose se había enterado de que era la mujer de alguien del departamento. Quizá había sido una jugada política, invitarla. Y prometerle a Rose, ¿habría sido parte de la jugada?

—¿Siempre tienes tanto apetito? —dijo la mujer—. ¿Nunca te pones enferma?

—Lo tengo cuando hay cosas tan ricas —dijo Rose. Solo estaba intentando dar ejemplo, y apenas podía masticar o tragar en su afán por oír lo que decían de ella—. No, no suelo estar enferma —añadió.

Le sorprendió darse cuenta de que era verdad. Antes solía padecer resfriados y gripes y calambres y jaquecas; esas dolencias definidas ahora habían desaparecido, diluyéndose en un rumor quedo, constante de inquietud, fatiga, aprensión.

—Mierda de jerarquía envidiosa —oyó Rose, o creyó oír, que decían.

Le lanzaban miradas rápidas, de desprecio. O pensó que era así; no se atrevía a mirarlos directamente. “Jerarquía”. Eso iba por Rose. ¿Seguro? ¿Iba por Rose, que había acabado dando clases porque trabajando de actriz no ganaba para mantenerse, que consiguió el puesto de profesora gracias a su experiencia en teatro y televisión pero tuvo que aceptar un recorte del sueldo porque carecía de títulos? Quiso acercarse y explicarlo todo. Quiso que les quedara claro. Los años de trabajo, el agotamiento, los viajes, los auditorios de los institutos, los nervios, el hartazgo, nunca saber de dónde saldría tu próximo sueldo. Quiso suplicarles para que la perdonaran y la quisieran y la aceptaran en su bando. Era en su bando donde quería estar, no en el bando de la gente del salón que la había defendido. Sin embargo, era una elección fruto del miedo, no de principios. Les tenía miedo. Temía su rectitud despiadada, sus caras de desdén frío, sus secretos, sus risas, sus obscenidades.

Pensó en Anna, su propia hija. Anna tenía diecisiete años. Llevaba el pelo largo y claro, y una cadenita de oro al cuello, tan fina que habías de mirar de cerca para asegurarte de que era una cadena, no solo el brillo de su piel tersa y radiante. Anna no era como aquellos jóvenes, aunque era igual de distante. Practicaba ballet y montaba a caballo todos los días, pero no se planteaba competir en concursos de equitación o ser bailarina. ¿Por qué no?

“Porque sería una tontería.”

Había algo en el estilo de Anna, la cadenita de oro, sus silencios, que a Rose le recordaba a su abuela, la madre de Patrick. Aunque claro, pensaba, puede que Anna no sea tan callada, tan quisquillosa, tan reservada, con nadie más que con su madre.

El hombre del pelo negro rizado estaba en la puerta de la cocina, repasándola con una mirada impúdica e irónica.

—¿Sabes quién es? —le preguntó Rose a la mujer de los suicidios—. El hombre que se ha llevado al borracho.

—Es Simon. No creo que el chico esté borracho, creo que va drogado.

—¿Qué hace?

—Bueno, supongo que podría decirse que es estudiante.

—No —dijo Rose—. Ese hombre… ¿Simon?

—Ah, Simon. Está en el departamento de Clásicas. No creo que haya sido siempre profesor.

—Como yo —dijo Rose, y se volvió hacia Simon con la sonrisa que había probado con los jóvenes. Cansada y perdida y atontada como estaba, empezaba a sentir punzadas familiares, promesas impetuosas.

“Si me sonríe, las cosas empezarán a arreglarse.”

Le sonrió, y la mujer de los suicidios habló con brusquedad.

—¿Qué pasa?, ¿vienes a una fiesta solo para conocer hombres?

 

 

Cuando Simon tenía catorce años, iba escondido en un vagón de mercancías con su hermana mayor y otro chico, amigo suyo, viajando de la Francia ocupada a la no ocupada. Se dirigían a Lyon, donde miembros de una organización que intentaba salvar a niños judíos se harían cargo de ellos y los reubicarían en un sitio seguro. A Simon y su hermana ya los habían mandado fuera de Polonia, al principio de la guerra, a casa de parientes franceses. Ahora habían tenido que mandarlos lejos otra vez.

El vagón de mercancías se detuvo. El tren se quedó parado de noche en algún lugar en medio del campo. Alcanzaron a oír voces en francés y alemán. Había jaleo en los vagones de delante. Oyeron las puertas abrirse chirriando, oyeron y sintieron las botas pisoteando los suelos desnudos de esos vagones. Una inspección del tren. Se tumbaron debajo de unos sacos, pero ni siquiera intentaron taparse la cara; creyeron que no había ninguna esperanza. Las voces se acercaban y oyeron las botas en la grava junto a la vía. En ese instante el tren empezó a moverse. Se movía tan despacio que por un momento no lo advirtieron, e incluso entonces pensaron que era solo un cambio de vía de los vagones. Suponían que volvería a detenerse para que se prosiguiera con la inspección, pero el tren siguió adelante. Avanzó cada vez más rápido, hasta alcanzar su velocidad habitual, que tampoco era nada del otro mundo. Estaban en marcha, se libraban de la inspección, se alejaban. Simon nunca supo lo que había ocurrido. El peligro había pasado.

Simon dijo que cuando se dio cuenta de que estaban a salvo, de pronto sintió que lo conseguirían, que ya nada podía sucederles, que la fortuna estaba de su lado. Interpretó lo ocurrido como un augurio de buena suerte.

Rose le preguntó si había vuelto a ver a su amigo y a su hermana.

—No. Nunca. Después de Lyon, nunca más.

—Entonces, fue buena suerte solo para ti.

Simon se rio. Estaban en la cama, en la cama de Rose en una casa vieja, a las afueras de una aldea en un cruce de caminos; habían vuelto en coche directos de la fiesta. Era abril, soplaba un viento frío, y la casa de Rose estaba helada. La caldera no daba más de sí. Simon pegó la mano al papel de la pared detrás de la cama, le hizo sentir cómo pasaba el aire.

—Aquí falta un poco de aislamiento.

—Lo sé. Es terrible. Y tendrías que ver la factura del gasóleo.

Simon le recomendó que se hiciera con una estufa de leña. Le habló de distintos tipos de leña. El arce, dijo, era una madera excelente para quemar. Se explayó comentando diversas clases de aislamiento. Poliuretano, vermiculita, fibra de vidrio. Salió de la cama y empezó a pasearse desnudo, observando las paredes de la casa. Rose le habló desde lejos.

—Ahora me acuerdo. Fue por una beca.

—¿Qué? No te oigo.

Ella se levantó de la cama y se envolvió con una manta.

—Ese chico vino a hablar conmigo por una beca —le dijo desde lo alto de la escalera—. Quería ser dramaturgo. Acabo de acordarme ahora mismo.

—¿Qué chico? —dijo Simon—. Ah.

—Pero lo recomendé. Estoy segura.

La verdad es que recomendaba a todo el mundo. Si no podía ver los méritos de alguien, creía que quizá tuviese méritos que ella era incapaz de ver.

—No debió de conseguirla. Así que pensó que se la jugué.

—Bueno, supongamos que lo hubieras hecho —dijo Simon, asomándose a la entrada del sótano—. Estarías en tu derecho.

—Lo sé. Soy una cobarde con esa pandilla. No soporto que piensen mal de mí. Son tan virtuosos…

—No son virtuosos, ni mucho menos —dijo Simon—. Voy a ponerme los zapatos y echaré un vistazo a la caldera. Probablemente necesites limpiar los filtros. Es solo una pose. No hay por qué temerlos, son tan estúpidos como cualquiera. Quieren su pedazo del pastel. Naturalmente.

—Pero ¿te puede salir tanta maling… —Rose tuvo que interrumpirse y empezar la palabra de nuevo— tanta malignidad, por pura ambición?

—¿Y qué te va a salir, si no? —dijo Simon, subiendo las escaleras. Agarró la manta, se envolvió con ella, le dio un beso en la nariz—. Basta, Rose. ¿Es que no tienes vergüenza? Soy un pobre tipo que ha venido a revisarte la caldera. La caldera del sótano. Perdone por toparme con usted así, señora.

Ella ya conocía a unos cuantos de sus personajes. Ese era el Trabajador Humilde. Algunos otros eran el Viejo Filósofo, que le hacía una gran reverencia, al estilo japonés, cuando salía del cuarto de baño, murmurando memento mori, memento mori; y cuando se terciaba, el Sátiro Loco, restregándose y brincando, relamiéndose contra su ombligo.

En la tienda del cruce compró café de verdad en lugar de soluble, crema de leche de verdad, beicon, brécol congelado, una cuña de queso de la región, carne de cangrejo en lata, los tomates más suculentos que tenían, champiñones, arroz de grano largo. Y también cigarrillos. La embargaba esa felicidad que parece perfectamente natural y ajena a cualquier amenaza. Si le hubiesen preguntado, habría dicho que estaba tan contenta por el buen tiempo, porque a pesar del viento hacía un día espléndido, como por Simon.

—Debes de tener visita —dijo la mujer de la tienda. Hablaba sin rastro de sorpresa, malicia o censura, solo con una especie de envidia cómplice.

—Cuando menos me lo esperaba. —Rose siguió poniendo la compra en el mostrador—. Menuda lata. Por no hablar del gasto. Mira esa tocineta. Y la crema de leche.

—Creo que un poco de eso no me haría daño —dijo la mujer.

 

 

Simon preparó una cena estupenda con lo que tenía a mano, mientras Rose no hacía mucho más que quedarse a su lado mirando, y cambiar las sábanas.

—La vida del campo —dijo ella—. Es distinta, o había olvidado cómo era. Vine aquí con algunas ideas de cómo iba a vivir. Pensaba que daría largos paseos por caminos rurales desiertos. Y la primera vez que salí a pasear oí que un coche se acercaba a toda velocidad derrapando. Me aparté del camino. Entonces oí disparos. Me quedé aterrorizada. Me oculté entre los arbustos y pasó un coche rugiendo, dando bandazos por la carretera… y resulta que iban pegando tiros por la ventanilla. Volví campo a través y le dije a la mujer de la tienda que creía que debíamos llamar a la policía. “Ah, sí —me dijo—, los fines de semana los muchachos se llevan una caja de cerveza en el coche y salen a disparar a las marmotas. —Luego me dijo—: ¿Qué ibas haciendo por esa carretera, si puede saberse?” Vi que pensaba que ir a dar un paseo sola era mucho más sospechoso que matar marmotas. Hubo muchas cosas por el estilo. No creo que me quede, pero tengo el trabajo aquí y el alquiler es barato. No es que no sea simpática, la mujer de la tienda. Adivina la suerte. Con cartas y posos del té.

Simon dijo que lo habían mandado desde Lyon a trabajar a una granja en las montañas de la Provenza. La gente allí vivía y hacía las tareas del campo casi como en la Edad Media. No sabían leer ni escribir, ni hablaban francés. Cuando caían enfermos, esperaban a morir o curarse. Nunca habían visitado a un médico, aunque un veterinario iba una vez al año a examinar a las vacas. Simon se clavó una horqueta en el pie, la herida se le infectó, se puso con fiebre y le costó sudor y lágrimas convencerlos de que avisaran al veterinario, que estaba entonces en la aldea vecina. Al fin lo mandaron llamar, y el veterinario fue y le puso a Simon una inyección con una aguja grande para caballos, y mejoró. En la casa estaban todos desconcertados y se reían al ver tanto afán por salvar una vida humana.

Mientras se recuperaba les enseñó a jugar a las cartas. Enseñó a la madre y a los niños; el padre y el abuelo eran demasiado lentos y desganados, y a la abuela la tenían encerrada en una jaula en el granero, donde le llevaban de comer sobras dos veces al día.

—¿En serio? ¿Es posible?

Estaban en la fase de desplegar cosas el uno para el otro: placeres, historias, bromas, confesiones.

—¡La vida del campo! —dijo Simon—. Pero aquí no se está tan mal. Esta casa podría llegar a ser muy confortable. Deberías tener un huerto.

—Esa fue otra de mis ideas, intenté tener un huerto. Nada prosperó demasiado bien. Estaba deseando tener coles, las coles me parecen preciosas, pero se llenaron de gusanos. Se comían las hojas hasta que parecían encaje, y entonces se ponían todas amarillas y caían al suelo.

—Las coles son muy difíciles de cultivar. Deberías empezar con algo más fácil. —Simon se levantó de la mesa y fue a la ventana—. Enséñame dónde plantaste el huerto.

—Junto a la valla. Ahí es donde lo tenían antes.

—No es buen sitio, está demasiado cerca del nogal. Los nogales empobrecen la tierra.

—Eso no lo sabía.

—Bueno, pues es así. Deberías tenerlo más cerca de la casa. Mañana araré la tierra para que pongas un huerto. Necesitarás mucho abono. Veamos. El estiércol de oveja es el mejor abono. ¿Conoces a alguien por aquí que críe ovejas? Traeremos varios sacos de estiércol y dibujaremos un croquis de lo que plantar, aunque es demasiado pronto, todavía es posible que hiele. Puedes empezar por algunas cosas dentro, con simiente. Tomates.

—Creía que tenías que volver en el autobús de la mañana —dijo Rose. Habían ido con el coche de ella.

—El lunes es un día tranquilo. Telefonearé para cancelar. Les diré a las chicas del despacho que digan que estoy afónico.

—¿Afónico?

—O algo por el estilo.

—Qué bien que estés aquí —dijo Rose con sinceridad—. Si no, estaría pensando en ese chico. Intentaría no pensar, pero me seguiría viniendo a la cabeza. En momentos en que me encontrara indefensa. Me sentiría en un estado de humillación permanente.

—Es algo bastante insignificante para sentir tanta humillación.

—Ya ves. En mi caso no hace falta gran cosa.

—Aprende a no tener la piel tan fina —dijo Simon, como si además de la casa y el huerto se hiciera también cargo de ella, con toda sensatez—. Rábanos. Lechuga de hoja larga. Cebollas. Patatas. ¿Comes patatas?

Antes de que se marchara dibujaron un croquis para el huerto. Simon removió y aró la tierra, aunque hubo que contentarse con estiércol de vaca. Rose tuvo que ir a trabajar el lunes, pero no dejó de pensar en él en todo el día. Lo vio cavando en el huerto. Lo vio desnudo asomándose a la puerta del sótano. Un hombre bajo y recio, peludo, cálido, con una cara arrugada de cómico. Supo lo que diría cuando ella volviera a casa. “Espero que todo esté a su gusto, mi señora”, diría hincando una rodilla en el suelo.

Eso fue lo que hizo, y ella estaba tan encantada que gritó:

—Simon, qué bobo, ¡eres el hombre de mi vida!

Se sentía tan privilegiada, había tanta luz inundando el momento, que no pensó que decir eso pudiera ser imprudente.

 

 

A media semana fue a la tienda, no para comprar nada, sino para que le echaran la suerte. La mujer escrutó el fondo de su taza y dijo:

—¡Caramba! ¡Has conocido al hombre que lo cambiará todo!

—Sí, eso creo.

—Te cambiará la vida. Vaya por Dios. No te quedarás aquí. Veo fama. Veo agua.

—No sé qué podrá significar eso. Creo que quiere aislar mi casa.

—El cambio ya ha comenzado.

—Sí. Lo sé. Sí.

 

 

No conseguía acordarse de cuándo habían quedado que volvería Simon. Pensó que iría el fin de semana. Rose lo esperaba y salió a comprar, aunque en lugar de ir a la tienda del cruce optó por un supermercado a varios kilómetros del pueblo. Esperaba que la mujer de la tienda no la viese entrando en casa cargada con las bolsas. Le apetecía tener verdura fresca y filetes y cerezas negras importadas, y camembert y peras. Había comprado vino, también, y un par de sábanas con un elegante estampado de guirnaldas de flores azules y amarillas. Creía que sus muslos pálidos lucirían bien sobre ese fondo.

El viernes por la noche puso las sábanas nuevas y sirvió las cerezas en un cuenco azul. El vino estaba al fresco, el queso se ablandaba a temperatura ambiente. Alrededor de las nueve llamaron enérgicamente a la puerta, la llamada esperada y bromista. Rose se sorprendió de no haber oído el coche.

—Me sentía sola —dijo la mujer de la tienda—. Así que pensé en pasarme y… Oh, oh. Estás esperando compañía.

—No del todo —dijo Rose. El corazón había empezado a palpitarle de alegría cuando llamaron, y aún seguía latiéndole con fuerza—. No sé cuándo va a llegar. Quizá mañana.

—Con esta condenada lluvia…

La voz de la mujer sonaba campechana y práctica, como si Rose pudiera necesitar distracción o consuelo.

—Espero que no esté conduciendo, entonces —dijo Rose.

—No, señor, más vale que no conduzca en medio del aguacero.

La mujer se pasó los dedos por el pelo corto y gris sacudiéndose la lluvia, y Rose supo que debía ofrecerle algo. ¿Una copa de vino? ¿Y si se ponía melosa y parlanchina, y quería quedarse hasta terminar la botella? Era una mujer con la que Rose había hablado muchas veces, una especie de amiga, alguien que podía decir que le caía bien, y apenas podía expresar aprecio por ella. En ese momento le habría pasado lo mismo con cualquiera que no fuese Simon. Cualquier otra persona parecía superflua y molesta.

Rose vio lo que se avecinaba. Todos los goces ordinarios, los consuelos, las diversiones de la vida, se enrollarían y se guardarían; el placer de la comida, las lilas, la música, la tormenta por la noche, se desvanecería. No serviría nada salvo yacer debajo de Simon, nada valdría salvo dar paso a los espasmos y las convulsiones.

Optó por el té. Pensó que ya que estaba podría aprovechar para que echase otra ojeada a su futuro.

—No está claro —dijo la mujer.

—¿El qué?

—No consigo ver nada con nitidez esta noche. A veces pasa. No, si te soy sincera, no puedo situarlo.

—¿Situarlo?

—En tu futuro. Me rindo.

Rose pensó que se lo decía con mala fe, por celos.

—Bueno, él no es lo único que me interesa.

—Tal vez me iría mejor si me dieras un efecto personal suyo, si dejaras algo a lo que agarrarme. Cualquier cosa en la que pusiera las manos… ¿Tienes algo así?

—Yo misma —dijo Rose. Fue una fanfarronada barata, la adivina se rio por compromiso.

—No, en serio.

—Me parece que no. Tiré las colillas de sus cigarrillos a la basura.

 

 

Después de que la mujer se marchara Rose se quedó despierta, esperando. Enseguida dio la medianoche. La lluvia arreciaba. Cuando volvió a mirar el reloj eran las dos menos veinte. ¿Cómo un tiempo tan vacío podía pasar tan rápido? Apagó las luces, porque no quería que la sorprendieran levantada. Se desvistió, pero no pudo tumbarse en las sábanas limpias. Permaneció sentada en la cocina, a oscuras. De vez en cuando preparaba té. El resplandor de la farola de la esquina entraba por la ventana. Había un alumbrado nuevo con lámparas de vapor de mercurio. Rose alcanzaba a ver esa farola, el contorno de la tienda, los escalones de la iglesia al otro lado de la calle. La iglesia ya no era la parroquia de la secta protestante discreta y respetable que la había erigido, sino que se proclamaba Templo de Nazaret, y también algo llamado Centro de Santidad, fuera eso lo que fuese. Rose hasta entonces no se había dado cuenta de qué deteriorado estaba todo. En esas casas no vivían ningún granjero retirado; de hecho no había granjas de las que retirarse, solo los míseros campos llenos de enebro. La gente trabajaba a cuarenta o cincuenta kilómetros, en fábricas, en el Hospital Psiquiátrico Provincial, o no trabajaban, llevaban una vida misteriosa en los márgenes de la criminalidad, o una vida de locura pacífica a la sombra del Centro de Santidad. Las vidas de la gente eran seguramente más desesperadas que en otros tiempos, ¿y qué podía ser más desesperado que una mujer de la edad de Rose, pasando la noche en vela en una cocina a oscuras esperando a su amante? Y esa situación la había creado ella sola, se lo había buscado todo, parecía que nunca iba a aprender. Se había agarrado a Simon como a un clavo ardiendo, y ya no podría volver atrás.

El error fue comprar el vino, pensó, y las sábanas, el queso, las cerezas. Tantos preparativos llaman al desastre. No se había dado cuenta de eso hasta que abrió la puerta y su corazón alborotado pasó de la alegría al abatimiento, como unas campanas tintineantes convertidas cómicamente (aunque no para Rose) en una sirena herrumbrosa en la niebla.

Hora tras hora en la oscuridad y la lluvia, Rose fue anticipando lo que podía suceder. Podía pasarse el fin de semana esperando, escudándose en excusas y mareándose con dudas, sin salir de casa para nada por si sonaba el teléfono. Al volver al trabajo el lunes, aturdida pero ligeramente reconfortada por el mundo real, reuniría el valor para escribir una nota y mandársela al departamento de Clásicas.

“Estaba pensando que podríamos sembrar el huerto el próximo fin de semana. He comprado una gran variedad de semillas —mentira, pero las compraría si tenía noticias suyas—. Avísame si vas a venir, pero no te preocupes si tienes otros planes.”

Entonces se preocuparía: ¿sonaba demasiado indiferente, al mencionar esos otros planes? ¿No sería demasiado avasalladora, si no agregaba eso? Toda su confianza, su espontaneidad, se habrían evaporado, pero intentaría fingirlas.

“Si está demasiado lluvioso para trabajar en el huerto, siempre podemos ir a pasear en coche. Quizá podríamos disparar a alguna marmota. Con cariño, Rose.”

Y luego vuelta a la espera, para la que el fin de semana habría sido solo un ensayo casual, una introducción improvisada al ritual serio, ordinario, patético. Metiendo la mano en el buzón y sacando el correo sin mirarlo, negándose a marcharse de la escuela hasta las cinco, poniendo un cojín encima del teléfono para no verlo; haciéndose la distraída. Pensando que el que viene nunca llega. Levantada hasta altas horas de la noche, bebiendo, sin decidirse a cortar con esa insensatez porque la espera estaría salpicada de ensoñaciones y promesas, argumentos convincentes para justificarlo. Esas fantasías bastarían, en un momento dado, para que llegara a la conclusión de que debía de haberse puesto enfermo, si no nunca la habría abandonado. Telefonearía al hospital de Kingston, preguntaría por él, le dirían que no estaba ingresado. Después llegaría el día en que fuera a la biblioteca de la facultad, buscara ejemplares atrasados del periódico de Kingston, esculcara las necrológicas para descubrir si por casualidad había muerto de repente. Entonces, rindiéndose de una vez, fría y temblorosa, lo llamaría a la universidad. La chica de su despacho diría que se había ido. A Europa, a California; solo había dado clases allí un semestre. O que estaba de acampada, o de viaje de bodas.

O quizá diría:

—Un segundo, por favor —y se lo pasaría a Rose sin más.

—¿Sí?

—¿Simon?

—Sí.

—Soy Rose.

—¿Rose?

No sería tan drástico. Sería peor.

“Tenía la intención de llamarte”, diría, o “Rose, ¿cómo estás?”, o incluso “¿Cómo va ese huerto?”.

Mejor perderlo ahora. Aun así, al pasar junto al teléfono puso una mano encima, para ver si estaba tibio, quizá, o para alentarlo.

El lunes antes de que amaneciera metió en el maletero del coche el equipaje con lo que creyó necesario y cerró la casa, con el camembert aún chorreando en la encimera de la cocina; condujo hacia el oeste. Pensaba pasar un par de días fuera, hasta que recobrara el sentido común y pudiera hacer frente a las sábanas y a la parcela de tierra arada y el hueco detrás de la cama donde había puesto la mano para notar la corriente. (En tal caso, ¿por qué se llevó las botas y el abrigo de invierno?) Escribió una carta a la escuela —por carta podía mentir de maravilla, pero no por teléfono— en la que decía que la habían llamado desde Toronto por la enfermedad terminal de un allegado. (Quizá no mintiese de maravilla, a fin de cuentas, quizá exageraba.) Apenas había pegado ojo en todo el fin de semana, bebiendo, tal vez no tanto, pero sin parar. “No pienso tolerarlo”, dijo en voz alta, muy seria y categóricamente, mientras cargaba el coche. Y encogida en el asiento delantero, escribiendo la carta que podría haber escrito con más comodidad en casa, pensó en cuántas cartas delirantes había escrito, cuántas excusas peregrinas había encontrado, al tener que marcharse de un sitio, o al temer marcharse de un sitio, por un hombre. Nadie sabía hasta qué punto era una insensata, amigos que la conocían desde hacía veinte años no sabían ni la mitad de las veces que había huido, el dinero que se había gastado y los riesgos que había corrido.

Ahí estaba, pensó un rato después: conduciendo un coche, apagando los limpiaparabrisas cuando la lluvia por fin cedió a las diez de la mañana de un lunes, parando a poner gasolina, parando para hacer una transferencia de dinero, ahora que los bancos estaban abiertos; se sentía capaz y animada, sabía de memoria lo que había que hacer, ¿quién iba a imaginar las vergüenzas, los recuerdos vergonzosos, las predicciones que martilleaban en su cabeza? La mayor vergüenza de todas era la esperanza pura y simple, que anida engañosamente al principio, enmascarada con astucia, aunque no por mucho tiempo. En solo una semana puede estar fuera trinando y gorjeando y entonando cánticos a las puertas del cielo. Y que ni siquiera ahora cedía, diciéndole que Simon podía estar entrando por el camino de su casa en ese preciso momento, que podía estar frente a su puerta juntando las manos como si rezara, en broma, disculpándose. Memento mori.

Aun así, aun si eso fuera verdad, ¿qué acabaría pasando un día, una mañana cualquiera? Una mañana se despertaría y al oír su respiración sabría que estaba despierto a su lado sin tocarla, y que se suponía que ella tampoco debía tocarlo. En una mujer muchas caricias son exigencias (eso es lo que habría aprendido, o vuelto a aprender, de él); la ternura de las mujeres es codiciosa, su sensualidad es deshonesta. Seguiría allí tumbada deseando haber tenido una tara visible, algo que su vergüenza pudiera cubrir y proteger. Así no tendría que avergonzarse de, cargar con, su mera corporeidad física, su corporeidad tendida y desnuda, digiriendo y pudriéndose. Su carne parecería una calamidad; fofa y porosa, gris y manchada. El cuerpo del hombre no se cuestionaría, jamás; sería el hombre quien condenara y perdonara, ¿y cómo podría saber si la volvería a perdonar? “Ven aquí”, le diría, o: “Vete”. Desde Patrick nunca había sido la persona libre, la que tenía el poder; quizá lo había agotado todo, y ahora le tocaba pagar.

O tal vez lo oiría en una fiesta, diciendo: “Y entonces supe que todo me iría bien, supe que era un augurio de buena suerte”. Contando su historia a alguna chica vulgar y mediocre con un vestido estampado de leopardo, o —mucho peor— a una chica fina de pelo largo con un blusón bordado, que se lo llevaría de la mano, tarde o temprano, hasta la puerta de una habitación o un paisaje donde Rose no podría seguirlos.

Sí, pero ¿no era posible que no pasara nada semejante, no era posible que no hubiese nada más que cariño, y estiércol de oveja, y noches profundas de primavera con las ranas cantando? Que no apareciese el primer fin de semana, o no llamase, tal vez no significaba nada más que unos horarios distintos, y no un mal augurio, ni mucho menos. Pensando así, cada tanto Rose aminoraba, incluso buscaba un sitio donde dar la vuelta. Al final no lo hacía, aceleraba, decidía ir un poco más lejos para asegurarse de tener la cabeza despejada. Volvía a recordarse sola en la cocina, las imágenes de pérdida la acechaban de nuevo. Y así una y otra vez, como si el coche estuviera lastrado por una fuerza magnética, que remitía y aumentaba, remitía y aumentaba, sin que la atracción bastara nunca para obligarla a girar, hasta que, con una curiosidad casi impersonal, empezó a verla como una fuerza física real y a preguntarse si se iba debilitando, a medida que conducía, si en algún punto más adelante el coche y ella se liberarían de pronto, y reconocería el instante en que abandonara su campo.

Así que siguió conduciendo. Muskoka; Lakehead; la frontera de Manitoba. A veces dormía en el coche, aparcado un rato en el margen de la carretera. En Manitoba hacía demasiado frío y se registró en un motel. Comía en restaurantes a pie de carretera. Antes de entrar en un restaurante se peinaba y se maquillaba un poco y ponía esa expresión distante, soñadora y miope que adoptan las mujeres cuando creen que un hombre puede estar mirándolas. Sería demasiado decir que realmente esperaba encontrar a Simon allí, pero parecía que tampoco lo descartaba del todo.

La fuerza se debilitó, con la distancia. Era tan simple como eso, aunque la distancia, pensó luego, habría de cubrirse en coche, o en autobús, o en bicicleta; no podías obtener los mismos resultados en avión. En un pueblo de la llanura desde donde se veían las montañas de Cypress, advirtió el cambio. Había conducido toda la noche hasta que salió el sol a su espalda y se sintió serena y lúcida, como suele pasar en esas ocasiones. Entró en una cafetería y pidió café y huevos fritos. Se sentó en la barra mirando las cosas que acostumbra haber detrás de las barras de las cafeterías: las cafeteras, las porciones brillantes, probablemente rancias, de tarta de limón y de frambuesa, los gruesos platos de vidrio en los que sirven el helado o la gelatina. Fueron esos platos los que le revelaron que se había obrado un cambio en su interior. No podría haber dicho que le gustaran sus líneas, o que le parecieran elocuentes, sin distorsionar la cuestión. Solo podría haber dicho que los vio de un modo que sería imposible en una persona en cualquier fase del amor. Sintió su solidez con una gratitud reconfortante que se asentó en su cerebro y sus pies. Entonces se dio cuenta de que había entrado en esa cafetería sin ideas fantasiosas sobre Simon, de que el mundo ya no era un escenario donde ambos iban a encontrarse y volvía a ser el mundo de siempre. Durante esa media hora pródiga de lucidez antes de que el desayuno le diera tanto sueño que tuvo que irse a un motel, donde se quedó dormida sin desvestirse ni cerrar las cortinas, pensó que el amor te despoja del mundo, y tan infaliblemente cuando va bien como cuando va mal. Eso no debería haber sido una sorpresa para Rose, ni lo fue; la sorpresa fue comprender que si ella quería, si exigía tanto que todo estuviera a su alcance, sólido y rotundo como aquellos platos, tal vez no fuesen el desencanto, las pérdidas, la disolución de lo que había estado huyendo, sino del revés de esas cosas: la celebración y el impacto del amor, el deslumbramiento. Aunque eso fuese una certeza, no podía aceptarla. De las dos maneras te arrebatan algo: un resorte del equilibrio íntimo, unas migajas secas de integridad. O así pensaba ella.

Escribió a la escuela diciendo que, mientras acompañaba en Toronto a su amiga moribunda, se había topado con un viejo conocido que le había ofrecido trabajo en la costa oeste, y que se iba para allá de inmediato. Supuso que podían ponerle problemas, pero supuso también, con acierto, que no se molestarían, dado que las condiciones de su empleo, y en especial su salario, no acababan de estar en regla. Escribió a la agencia que le había alquilado la casa; escribió a la mujer de la tienda para desearle suerte y despedirse. En la sinuosa carretera de Hope a Princeton salió del coche y se quedó bajo la lluvia fría de las montañas del litoral. Se sintió relativamente a salvo, y exhausta, y cuerda, aunque sabía que había dejado atrás a alguna gente que no habría convenido en eso.

La suerte estaba de su lado. En Vancouver quedó con un conocido que buscaba actores para una nueva serie de televisión. Iba a rodarse en la costa oeste y giraba en torno a una familia, o pseudofamilia, de excéntricos y tarambanas que usaban una casa vieja en la isla de Salt Spring como hogar o cuartel general. Rose consiguió el papel de la dueña de la casa, la pseudomadre. Tal y como había dicho en la carta, un trabajo en la costa oeste, posiblemente el mejor trabajo que había tenido en la vida. Hubo que usar unas técnicas especiales, técnicas de envejecimiento, para maquillarle la cara; el maquillador bromeaba diciendo que si la serie era un éxito y se mantenía varios años, al final esas técnicas no harían falta.

Una palabra que estaba en boca de todo el mundo en la costa era “frágil”. La gente decía que se sentía frágil, que pasaba por un momento frágil. Pues yo no, replicaba Rose, tengo una intensa sensación de estar hecha de cuero de caballo viejo. El viento y el sol de las llanuras le había bronceado y curtido la piel. Se palmeaba el cuello moreno y arrugado, para enfatizar lo del “cuero de caballo”. Ya empezaba a adoptar algunos de los giros, los gestos, del personaje que iba a interpretar.

 

 

Un año después, más o menos, Rose estaba en la cubierta de uno de los transbordadores de B.C. Ferries con un suéter descolorido y un pañuelo en la cabeza. Tenía que rodear sigilosamente los botes salvavidas para vigilar a una chica guapa que se estaba congelando de frío con unos vaqueros cortados y una camiseta de tirantes escotada. Según el guion, el personaje de Rose temía que la chica fuese a saltar del barco porque estaba embarazada.

Filmando esa escena atrajeron a un número considerable de curiosos. Cuando cortaron y fueron hacia la parte techada de cubierta, a ponerse los abrigos y tomar café, una mujer de la multitud se acercó y tocó a Rose en el brazo.

—No me recordarás —dijo, y en efecto Rose no la recordaba.

Entonces la mujer empezó a hablar de Kingston, de la pareja que había dado la fiesta, incluso de la muerte del gato de Rose. Rose al final cayó en la cuenta de que era la mujer que estaba escribiendo el ensayo sobre el suicidio, aunque la vio muy cambiada. Llevaba un traje pantalón caro, un pañuelo blanco y beis en el pelo; ya no iba con flequillo y greñuda y desaliñada, ni con pinta de rebelde. Presentó a un marido, que le gruñó a Rose como diciendo que no esperara que hiciese aspavientos por ella. Cuando se alejó, la mujer siguió hablando.

—Pobre Simon —dijo—. ¿Sabes que murió?

Entonces quiso saber si rodarían algo más. Rose sabía por qué lo preguntaba. Quería colarse en el fondo de una escena y avisar luego a sus amigos para que la vieran por televisión. Si llamaba a la gente que había ido a aquella fiesta, tendría que decir que sabía que la serie era un bodrio total, pero que la habían convencido de aparecer en una escena, por mera diversión.

—¿Murió?

La mujer se quitó el pañuelo y el viento le alborotó el pelo sobre la cara.

—Cáncer de páncreas —dijo, y volvió el rostro al viento para poder ponerse otra vez el pañuelo más a su gusto. Rose creyó detectar insinuación y picardía en su voz cuando añadió—: No sé si lo conocías mucho.

¿Con eso pretendía que Rose se preguntara si ella lo conocía mucho? Esa picardía podía servir para pedir ayuda o medir victorias; podía inspirar lástima, quizá, pero jamás confianza. Rose estaba pensando en eso en lugar de pensar en lo que le había contado.

—Una pena —dijo, más seria ahora, mientras encogía la barbilla para anudarse el pañuelo—. Una pena. Lo tuvo mucho tiempo.

Alguien estaba llamando a Rose; tenía que volver al rodaje. La chica no se tiraba al mar. No pasaban esas cosas en la serie. Esas cosas siempre amenazaban con pasar pero no pasaban, salvo de vez en cuando a personajes periféricos y poco atractivos. Los espectadores confiaban en quedar protegidos de esos desastres predecibles, así como de los giros dramáticos que lanzan la trama a la incógnita, los vuelcos que exigen nuevos planteamientos y soluciones, y abren las ventanas a escenarios inolvidables poco apropiados.

Que Simon muriera se le antojó a Rose como uno de esos giros. Era absurdo, era injusto, que un suceso de ese calado hubiese quedado fuera del guion, y que Rose incluso a esas alturas pudiese haberse creído la única que realmente estaba indefensa.

*FIN*


“Simon’s Luck”,
Viva, 1978


Más Cuentos de Alice Munro