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La Taberna del Gato Negro

[Cuento - Texto completo.]

Naguib Mahfuz

Estaban todos cantando cuando un desconocido apareció en la puerta.

En la taberna no quedaba ni una silla vacía. El local se reducía a una sala cuadrada situada en la planta baja de un viejo edificio en ruinas, y era necesario tener la luz encendida día y noche para iluminar un ambiente oscuro como una tumba.

La única ventana, protegida con barrotes de hierro, daba a un callejón trasero. Las paredes estaban pintadas de color azul claro, pero la humedad que se filtraba por varios sitios formaba manchas oscuras.

Entre la puerta de la taberna y la calle había un pasillo largo y estrecho flanqueado por garrafas de un vino infernal.

Los clientes de la taberna eran como una gran familia con sus diversos miembros repartidos por las mesas de madera sin manteles. Algunos eran amigos o compañeros de trabajo, pero en aquel lugar todos estaban unidos, noche tras noche, por una afinidad espiritual fomentada por la conversación y el vino.

Estaban pues cantando todos una canción cuando un desconocido apareció en la puerta.

No era raro que alguien hiciera esta pregunta:

-¿Por qué prefieres La Taberna del Gato Negro?

En realidad, el local se llamaba La Estrella, pero era más conocido como «La Taberna del Gato Negro», debido al gran gato negro que siempre había allí, el cual era muy querido por su dueño, un hombre de origen griego, de buena presencia y afable con los clientes.

-Yo prefiero La Taberna del Gato Negro por su cálido ambiente familiar y porque solo con una o dos piastras puedes volar sin necesidad de tener alas.

El gato negro iba de mesa en mesa buscando migas de pan y trocitos de tamiya o de pescado. Se acercaba lentamente a los clientes y se frotaba contra sus piernas con coquetería y suave arrogancia.

Su dueño, apoyando los codos en una mesa, no hacía nada más que mirar al vacío de forma inexpresiva. El viejo camarero, por su parte, daba vueltas con el vino o llenaba las pequeñas copas con las garrafas.

-Es, sin duda, la taberna más acogedora para quien la frecuenta regularmente.

Los clientes se intercambiaban bromas y anécdotas extrañas, sintiéndose aliviados al poder contar a otros sus penas. Quien tenía la voz bella, entonaba una canción, y entonces aquel lugar húmedo y sepulcral rebosaba de felicidad.

-No es malo olvidar durante un rato que tenemos familia numerosa y poco dinero.

-Y olvidar el calor y las moscas.

-Y que hay otro mundo fuera de la taberna.

-O gozar de la compañía del gato negro.

En el transcurso de aquellos encuentros amistosos, su espíritu se llenaba de amor, se liberaban del nerviosismo y del miedo, alejaban los espectros de la enfermedad, la vejez y la muerte, y se forjaban una imagen idealizada de sí mismos, proyectándose siglos en el futuro.

Estaban todos cantando cuando un desconocido apareció en la puerta.

El hombre paseó su mirada por el local y, al no encontrar ninguna mesa vacía, desapareció por el pasillo; todos creyeron que se había marchado. Pero al poco tiempo volvió con una silla de paja –la el griego propietario del local-, la colocó junto a la estrecha puerta y se sentó.

El hombre había mantenido siempre la misma expresión taciturna: cuando entró la primera vez, cuando volvió tras marcharse, y cuando se sentó. No había mirado a nadie. Sus ojos reflejaban una mirada dura y severa a la vez que ausente, como buscando refugio en un misterioso mundo lejano. Su aspecto era sombrío, fuerte y terrible: parecía un luchador, un púgil o un levantador de pesas. Su forma de vestir resaltaba su aspecto sombrío: suéter negro, pantalón gris oscuro y zapatos marrones. Lo único que relucía en aquella mole oscura era una calva cuadrada coronando la gran y sólida cabeza.

Su inesperada llegada provocó una especie de descarga eléctrica en los allí presentes: el canto se interrumpió, los rasgos se contrajeron, la risa se apagó y todos dudaron entre mirarlo directa o disimuladamente. Pero todo eso no duró mucho; tras reponerse del choque producido por la sorpresa y la visión desagradable, se negaron a permitir que un desconocido les estropeara la velada y se hicieron señas para ignorarlo y continuar conversando, jugando y bebiendo; aunque en realidad no conseguían olvidarse del intruso ni ignorarlo por completo: el hombre permaneció pesando en su ánimo como una muela inflamada. En un momento dado, dio una palmada con una fuerza inquietante y el viejo camarero se acercó a él y le sirvió un vaso de aquel vino infernal. Se lo bebió de un trago y pidió otro. Después le mandó que le pusiera cuatro vasos: se los bebió uno tras otro y siguió pidiendo más.

Todos volvieron a sentir miedo; la risa murió en sus labios y permanecieron en silencio, taciturnos.

¿Qué clase de hombre era aquel?

El vino infernal que había bebido bastaba para matar a un elefante; en cambio, él permanecía allí sentado, duro como una roca, sin mostrar la menor alteración o agitación y con la misma dureza en su expresión. ¿Qué clase de hombre era aquel?

El gato negro se acercó a él como indagando, en espera de que el hombre le echara algo de comer. Como vio que no le daba nada, empezó a restregarse contra su pierna, pero el hombre dio una patada en el suelo y el gato salió corriendo, sin duda extrañado por aquella conducta a la que no estaba acostumbrado.

El griego volvió la cabeza en dirección a la sala con una mirada inexpresiva. Se fijó un momento en el forastero y luego volvió a mirar al vacío. Entonces, el desconocido salió de su estado de inercia: movió la cabeza violentamente a derecha e izquierda, hizo rechinar los dientes y empezó a hablar en un tono muy bajo, como dirigiéndose a sí mismo o a un interlocutor imaginario, mientras profería amenazas agitando los puños y su rostro mostraba una expresión de cólera.

El silencio y el miedo reinaban en el lugar; luego se oyó por primera vez su voz, ronca como un rugido, repitiendo con fuerza:

-¡Maldición!… ¡Ay de ti!

Apretó el puño y continuó:

-Que venga la montaña… y lo que hay detrás.

Tras un breve silencio, continuó, en un tono ligeramente más bajo:

-Este es el problema, para decirlo de forma simple y clara.

Los presentes se convencieron de que permanecer allí no tenía sentido. La velada había terminado en fracaso nada más empezar: era mejor marcharse.

Tras intercambiarse miradas significativas, se prepararon para levantarse. Entonces, el forastero reparó por primera vez en su existencia y salió de su ensimismamiento. Los miró de manera inquisitiva, les hizo una seña para que se parasen y les preguntó:

-¿Quiénes son?

Era una pregunta que no merecía la pena contestar -si se hubiera tratado de otra persona-, pero ninguno se atrevió a ignorar o despreciar a aquel hombre.

-Somos clientes de este local desde hace mucho tiempo -dijo uno, alentado por su avanzada edad.

-¿Cuándo llegaron?

-Al comienzo de la noche.

-Entonces ¿estaban aquí antes de que yo llegara?

-Sí.

Les hizo un gesto para que volvieran a sentarse y continuó con tajante firmeza:

-Que nadie se marche.

Ellos no podían dar crédito a sus oídos y, con la lengua paralizada por el estupor, no le pudieron responder como merecía.

-Pero queremos marcharnos -dijo el anciano con una calma que contrastaba con su estado de ánimo real.

El hombre los miró, amenazador, y dijo:

-Quien quiera dejar de vivir, que avance.

Nadie quería dejar de vivir, y se limitaron a mirarse con perplejidad. El anciano preguntó entonces:

-¿Por qué te opones a que nos marchemos?

-No intenten engañarme -dijo el hombre moviendo la cabeza con sarcasmo-. Ustedes lo han oído todo.

-Te aseguro que no hemos oído nada -respondió el anciano, extrañado.

-No intenten engañarme -gritó el hombre, enfadado-. Ustedes conocen la historia.

-Nosotros no hemos oído nada ni sabemos nada.

-¡Embusteros! ¡Impostores!

-Tienes que creernos.

-¿Por qué voy a creer a unos borrachos alborotadores?

-Estás insultando a personas inocentes y robándoles su dignidad.

-El que quiera perder la vida, que dé un paso adelante.

Estaba claro que la situación solo se podía resolver por la fuerza, y ellos no la tenían. Así pues, volvieron a sentarse llenos de cólera y en un estado de humillación que no habían experimentado antes. El anciano preguntó de nuevo:

-¿Hasta cuándo vamos a permanecer aquí?

-Hasta que llegue el momento oportuno.

-¿Y cuándo llegará ese momento?

-Contén la lengua y espera.

El tiempo pasaba en una dolorosa tensión. Todos fueron presa de la ansiedad y la preocupación, y el vino se alejó de su pensamiento. Hasta el gato negro percibió en el ambiente el olor de la hostilidad y saltó al alféizar de la única ventana. Se tumbó allí, poniendo las patas bajo la cabeza, cerrando los ojos y con la larga cola colgando por entre los barrotes.

Todos se hacían la misma pregunta: ¿quién era aquel hombre? ¿Un borracho? ¿Un loco? ¿Cuál era la historia que, según él, habían oído?

Durante todo aquel tiempo, el dueño de la taberna permaneció en absoluto silencio, y el camarero continuaba haciendo su trabajo como si no viera ni oyera nada.

El forastero los miró con sarcasmo y malicia; luego dijo en un tono amenazador:

-Si alguno de ustedes intenta una jugarreta, los castigaré a todos sin piedad.

Ahora que había vuelto a hablar, se animaron a decir algo. El anciano comenzó:

-Yo te juro… todos te juramos…

Pero el hombre le interrumpió:

-¿Por qué están dispuestos a jurar, si yo lo pidiera?

Una leve esperanza se abrió en sus corazones. El anciano dijo con ardor:

-Por lo que tú quieras, por nuestros hijos, por Dios el Sublime.

-Nada tiene valor para los clientes de una sórdida taberna como esta.

-No somos como tú crees; somos padres de familia respetables y fervientes creyentes, lo que no impide… o mejor dicho, por eso tenemos necesidad de distraernos cuando nos sentimos agobiados.

-¡Miserables depravados! -gritó con una voz que resonó en todo el local-. Sueñan con construir castillos sin ningún esfuerzo, solo explotando vilmente la historia.

-Te juramos por Dios el Altísimo que no sabemos nada de toda esa historia. No tenemos ni idea.

-¿Quién de ustedes no tiene una historia, cobardes?

-Pero tú no has dicho nada. Tus labios se movían, pero de ellos no salía ningún sonido.

-No intentes engañarme, charlatán.

-Tienes que creernos y dejarnos en paz.

-¡Pobres de ustedes si intentan moverse o engañarme! Si lo hacen, les partiré la cabeza y luego las utilizaré como barricada para bloquear el pasillo.

El hombre infundía un miedo terrible. Tal vez él también tuviera miedo, lo que podía ser el presagio de algo peor. La desesperación inundó sus corazones con una sensación de frío mortal. El hombre no dejaba de beber, a pesar de lo cual no parecía ebrio ni daba muestras de calmarse o cansarse. Allí estaba, bloqueando la única salida con su fuerza brutal. Parecía de hierro, igual que los barrotes de la ventana.

Los hombres, perdidas todas sus esperanzas, se intercambiaban largas miradas y, cada vez que veían alguna sombra detrás de los barrotes, les asaltaba la idea de llamar la atención; sin embargo, permanecían inmóviles. Hasta el gato negro, inmerso en un plácido sueño, parecía haberlos abandonado por completo.

Uno de los presentes no pudo soportar más la tensión y preguntó con nerviosismo:

-¿Puedo ir al servicio?

-¿Quién te ha dicho que yo soy una niñera? -gritó el forastero, encolerizado.

-¿Es nuestro destino estar así hasta mañana? -preguntó el anciano tras un suspiro.

-Tendrán suerte si llegan vivos a mañana.

Era inútil discutir con él: debía de tratarse de un loco o de un delincuente, o quizá de ambas cosas. Tal vez tuviera antecedentes, o tal vez no. A pesar de su número, estaban prisioneros. Él era fuerte y duro, pero ellos carecían de fortaleza y decisión. A pesar de todo, ¿no era posible encontrar una forma de hacerle frente, de oponer resistencia?

Volvieron a intercambiarse miradas con los ojos llenos de temor, cuchicheando entre ellos para que el forastero no los oyera.

-¡Qué desgracia!

-¡Qué humillación!

-¡Qué vergüenza!

De pronto, una mirada acompañada de algo semejante a una sonrisa. No, era una sonrisa. ¿Una auténtica sonrisa?

-¿Por qué no? La situación es cómica.

-¿Cómica?

-Piensa en ella fríamente, aunque sea un momento, y la encontrarás cómica.

-¿De verdad?

-Me temo que voy a soltar una carcajada.

-Recuerden -dijo el anciano en un tono perceptible-, todavía nos queda bastante tiempo hasta que llegue la hora en que solemos marcharnos.

-Pero no hemos disfrutado de la velada.

-Porque la hemos interrumpido sin motivo.

-¿Sin motivo?

-Quiero decir que no hay nada que nos impida proseguirla.

-¿Con qué ánimo vamos a proseguirla, después de lo que ha ocurrido?

-Olvidemos la puerta un momento y veremos lo que sucede.

Nadie aceptó la sugerencia, pero tampoco la rechazaron. Volvieron a llenar los vasos de aquel vino infernal ante los ojos del forastero pero este no prestó atención. Todos bebieron en exceso: la cabeza les empezó a dar vueltas, recuperaron el estado de placidez, las preocupaciones se disiparon como por arte de magia y las risas resonaron. Empezaron a bailar en sus asientos intercambiándose juegos de palabras y cantando a coro: La fiesta de la amistad pronto llegará.

Y durante todo ese tiempo, ignoraron la puerta y olvidaron por completo la presencia del hombre. El gato negro se despertó y empezó a dar vueltas de mesa en mesa y de pierna en pierna. Todos bebían, cantaban y alborotaban con avidez, como si gozaran de su última noche en la taberna.

Y ocurrió el milagro: el presente retrocedió hasta convertirse en olvido. La mente, desnudándose, se despojó de todo lo acumulado en la memoria. Nadie conocía a su amigo. Debía tratarse de un vino infernal mas…

-Pero ¿dónde estamos?

-Si me dices quiénes somos, te diré dónde nos encontramos.

-¿Era una canción?

-O un llanto, según recuerdo.

-Era una historia. ¿Qué historia?

-Y ese gato negro, sin duda, es algo tangible.

-Sí, es el hilo que nos conducirá a la verdad.

-Nos estamos acercando a la verdad.

-Este gato, en tiempos de nuestros antepasados, era considerado una divinidad.

-Un día, se sentó a la puerta de una celda y luego divulgó el secreto de la historia.

-Y amenazó con desgracias.

-Pero ¿cuál es la historia?

-Inicialmente era una divinidad, luego se fue transformando en un gato.

-Pero ¿cuál es la historia?

-¿Cómo va a hablar un gato?

-¿No nos reveló la historia?

-Sí, pero nosotros hemos perdido el tiempo en llorar y cantar.

-Ahora los hilos se han completado y el camino está preparado para descubrir la verdad.

El viejo camarero alzó la voz regañando y amenazando a uno de los presentes:

-Despiértate, gandul, o te rompo la cabeza.

Un hombre triste, con la cabeza gacha por la resignación, avanzó y empezó a recoger los vasos y los platos, a limpiar las mesas y a barrer el suelo. Hacía su trabajo sin decir ni una palabra ni mirar a nadie, envuelto en una profunda melancolía y con los ojos llenos de lágrimas.

Todos siguieron sus movimientos con compasión y simpatía. Uno le preguntó:

-¿Cuál es la historia?

Pero el hombre, sin prestarle atención, continuó su trabajo en silencio, triste y con los ojos llenos de lágrimas.

-¿Cuándo y dónde he visto a este hombre? -preguntó el anciano.

El hombre se dirigió hacia el pasillo con su ropa oscura: suéter negro, pantalón gris oscuro y zapatos marrones.

-¿Cuándo y dónde he visto a este hombre? -volvió a decir el anciano.

FIN


Jammarat al-qitt al-aswad, 1969


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