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La torre de Fuensaldaña

[Poema - Texto completo.]

José Zorrilla

I

Yo he sentido bramar al ronco viento
Del helado Diciembre en noche obscura,
Remedando de un hombre el triste acento
De roto murallón en la hendedura.
Ardía en el salón envejecido
Purpúrea llama de sonante leña,
Y el ámbito vibraba estremecido
Al reflejar en la empolvada peña.
De la pompa feudal resto desnudo
Sin tapices, sin armas, sin alfombra,
Hoy no cobija su recinto mudo
Más que silencio, soledad y sombra.
Tal vez groseros cuentos populares
Bajo el nombre sin crónica conserva,
Y en las bóvedas, torres y pilares
Brota a pedazos la pajiza hierba.
Los pájaros habitan la techumbre
Y la tapiza la afanosa araña,
Y eso guarda la tosca pesadumbre
Del viejo torreón de Fuensaldaña.
Yo, que era entonces loco, triste y niño,
Pasaba alguna vez bajo sus muros
Por contemplar el desgarrado aliño
De sus huecos recónditos y obscuros.
Allí, en delirios de amistad perdida
Y en infantiles pláticas sabrosas,
Adormecí las cuitas de mi vida
Y las horas de noches pavorosas.
Allí, al calor de la humeante hoguera
De las cóncavas piedras al abrigo,
Oía el viento rebramando fuera,
Y a mi lado la voz de algún amigo.
Allí, sobre nosotros se elevaban
Robustas torres, góticas almenas,
Que la furia del viento rechazaban
Sobre el cimiento colosal serenas.
A veces nuestra alegre carcajada,
Repetida en los aires por el eco,
Moría en sus bramidos sofocada,
De la alta torre en el tendido hueco.
A veces nuestras báquicas canciones,
Como estertor de agonizante pecho,
Acompañaba en compasados sones
Sordo zumbando en callejón estrecho.
Otras, en melancólica armonía,
Remedaba lamentos y suspiros,
Y otras, en repugnante gritería,
El vuelo y voz de brujas y vampiros.
De las rotas almenas erizadas
Al sacudir la destocada frente,
Remedaba el hervir de las cascadas
Y el áspero silbar de la serpiente.
O en revuelto y confuso torbellino
La ruinosa terraza estremeciendo,
De la tendida lona en son marino
Semejaba tal vez el largo estruendo.
Le oíamos a veces a lo lejos
Cruzando el valle con airado paso,
Y crujían los árboles añejos
Como chascara entre la llama un vaso.
Y en continuo rumor sonando a veces,
Le oíamos rozar el firme muro,
Como en hondo tonel hierven las heces
Que una bruja animó con un conjuro.
Le oíamos rodar embravecido
Las desiguales piedras azotando,
Y en los huecos colgar ronco mugido,
Y el seco musgo arrebatar pasando.
Le oíamos entrar y revolverse
Con espantable son en las troneras,
Y estrellarse, y crecer hasta perderse,
Barriendo las tortuosas escaleras.
Las ramas de los árboles vecinos,
En las rejas meciéndose colgadas,
Dibujaban contornos repentinos
De espantosas visiones descarnadas.
Y al brusco y desigual sacudimiento
Desplomados los vidrios de colores,
En el mal alumbrado pavimento
Reverberaban falsos resplandores.
Y asaltando la boca que topaba
Rodando en torno de la mustia hoguera,
Entre la llama pálida soplaba,
Blanca ceniza hasta elevar ligera.
Silbando entonces lánguido y sonoro,
Al cruzar murmurando en las ventanas,
Nos revelaba en armonioso coro
Música de veletas y campanas.
Y mezclaba el susurro de las hojas
Que coronaban los silvestres pinos,
Con el gotear entre las juncias flojas
De los turbios arroyos campesinos.
De los atentos perros el ladrido,
Y el canto agudo del despierto gallo,
Con el inquieto y bélico alarido
Del trémulo relincho del caballo.
Bullían en el ánima exaltada
Locos fantasmas de soñados cuentos,
Y sostenía, apenas fatigada,
El peso de los ojos soñolientos.
Entonces, a la sombra cobijados,
Los pies a par de la expirante lumbre,
Cedían nuestros párpados cansados,
Más que a la voluntad, a la costumbre.
Y a cada chispa del tizón postrero,
A cada empuje del turbión errante,
A cada voz del pájaro agorero
Que velaba en el nido vacilante,
Volvíamos el gesto, recelosos,
En derredor del descompuesto fuego,
Levantando los ojos perezosos,
Que al roto sueño se tornaban luego.
Y en aquella mirada adormecida
Se pintaba la sombra misteriosa,
De volubles contornos revestida,
De cuerpo inmenso, de color medrosa.
Gozábamos al fin insomnio inquieto,
Delirando festines y batallas,
Con tumultos sin época ni objeto,
Con broqueles, con yelmos y con mallas.
Y soñábamos duendes y conjuros
En una tierra mágica y lejana,
Deleitados en cóncavos obscuros
Con cantares de sílfide liviana.
Poco a poco deshechas las visiones,
Soñábamos con sombras infinitas,
Donde se oían apagados sones
De invisibles orquestas exquisitas.
Y más tarde, las sombras vacilando
Entre pardo crepúsculo naciente,
Íbanse luz y sombras alejando
De la febril y temerosa mente.
Músicas, miedos, fábulas y sombras,
Sus contornos al fin desvanecían,
Y en un salón sin lámparas ni alfombras.
Sólo estaban dos locos, y dormían.

II

-Y era grato, al son del viento,
Abrir el párpado al día,
Y contemplar, soñoliento,
Su confuso resplandor
A través de las abiertas,
Hondas y estrechas ventanas,
Y de las hendidas puertas
De los quicios en redor.

Ver la atmósfera tocada
Con turbio cendal de niebla,
Sobre los campos posada,
Interceptando el mirar;
Y oír la ráfaga inquieta
Que al vendaval sustituye,
En la acerada veleta
Sordamente rechinar.

Ver las medrosas visiones
Que en la noche nos turbaron,
En bóvedas y rincones
De opaca lumbre al lucir;
En escombros convertidas
Musgo y tintas con que al tiempo
Las murallas carcomidas
Plugo manchar y vestir.
Ver en las toscas paredes,
En vez de ricos tapices,
Tender su baba y sus redes
Al insecto descortés,
Que entre los nombres tranquilos
Las labra de los viajeros,
Cubriéndolos hilo a hilo
Sin envidia ni interés.

Ver a la afanosa araña
En los blasones del muro
Hilar con paciente maña
Sus hebras para cazar;
Y en la recóndita grieta,
La presa que vuela en torno,
Vigilante, astuta y quieta,
A que se enrede esperar.

Y en el oculto madero
Hallar de rincón ruinoso,
El rastro de un hormiguero
Que en el verano pasó;
Que en el fondo nació acaso,
Mas no contento en el suelo,
Con irreverente paso
Hasta la almena trepó.

¿Quién dijera a los barones
De la torre de Saldaña
De sus techos y salones,
La mengua y la soledad?
¡Tiempo! ¡Tiempo! ¡Cuánto puedes,
Tú, que indiferente escribes
Sobre cráneos y paredes
La cifra de la verdad!

Yo he visitado esos muros,
Hoy trojes de rico hidalgo,
Y en sus salones obscuros
Ancha hoguera levanté.
Corrí llaves y cerrojos
Cual si de ellos dueño fuera,
Y sus tablas y despojos
Para alumbrarme quemé.

No respeté ni sus años,
Ni su nombre y dueño antiguos…..
Y para insultos tamaños,
¿Quién era en Saldaña yo?
Un niño, un triste o un loco,
Que divertido en sus penas,
Curaba entonces muy poco
De cuanto grande vivió.

Y a fe que, libre y contento,
A la lumbre de mi hoguera,
En tanto bramaba el viento,
Tranquilamente dormí;
Y al despertar con el día,
Contempló absorto y ufano
La gruesa mampostería
Que por alcoba elegí.

Luchaba el sol, afanado,
Con la turbia húmeda niebla,
Y el fulgor tornasolado
Cruzaba por el salón.
El aire, en fuerzas cediendo,
Brotó en ráfagas errantes,
Y aun se le oía gimiendo
Con menos airado son.

Miré desde las ventanas
El árido campo seco:
Algunas hierbas livianas
Encontró no más en él.
El aire las sacudía
Y la niebla las mojaba;
Escaso arbusto crecía
Del campo mudo al lindel.

Algunas nocturnas aves
Guarecidas, asomaron,
En los rotos arquitrabes
Su misterioso mohín:
Mirélas indiferente,
Y al rumor de mis pisadas
Hundieron la negra frente
Del nido cóncavo al fin.

Entonces, de la alta cumbre,
El sol, rasgando la niebla,
Derramóse en viva lumbre
De trémulo resplandor;
Y en los pardos murallones
Trazó cuadros luminosos,
Alumbrando los salones.
De cenagoso color.
Y entonces, a los reflejos
De la llama repentina,
De aquellos rincones viejos
En la antigua soledad,
Bulleron miles de insectos
Asomando por las grietas:
Monstruosos por lo imperfectos,
Raros por la variedad.

Y oíanse los cantares
Del tosco templo vecino,
En compases regulares
Desvanecerse y crecer;
Y el órgano y las campanas,
Al roto soplo del viento,
Ya perdidas, ya cercanas,
En él sus ecos mecer.

Pasó la noche sonora,
Pasó la mañana inquieta;
Mis años, hora por hora,
A contar, triste, volví.
Si hallé la vida cansada
Y lamenté su amargura,
Yo vivo con mi tristura,
Mas la torre quedó allí.

Muchos curiosos, acaso,
Por llegar a Fuensaldaña,
Aceleraron el paso,
De aquella noche después;
Mas ¡ay de hombro mezquino!
¡Quién encontrará mañana,
Entro el polvo del camino,
La huella de nuestros pies!



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