La tragedia de un personaje
[Cuento - Texto completo.]
Luigi PirandelloEs una antigua costumbre mía dar audiencia, cada domingo por la mañana, a los personajes de mis futuros cuentos.
Cinco horas, de ocho a una.
Casi siempre ocurre que me encuentro en mala compañía.
No sé por qué suele llegar a mis audiencias la gente más descontenta del mundo, o bien afligida por males extraños o bien enredada en los casos más peculiares, con la cual tratar es verdaderamente penoso.
Escucho a todos con paciencia; los interrogo con mano derecha; tomo nota de los nombres y de las condiciones de cada uno; tengo en cuenta sus sentimientos y sus aspiraciones. Pero también hay que añadir que, para desgracia mía, no se dan fácilmente por satisfechos. Paciencia, mano derecha, sí, pero no me gusta ser engañado. Y quiero penetrar hasta el fondo de sus almas a través de una larga y sutil indagación.
Ahora, ocurre que frente a ciertas preguntas mías, más de uno se turba y se obstina y se resiste, tal vez porque le parece que me gusta desarmar la seriedad con que se ha presentado.
Con paciencia, con mano derecha, intento hacerles ver y entender que mi pregunta no es superflua, porque es fácil querernos de una manera o de otra, pero luego hay que ver si podemos ser como nos gustaría. Donde falta aquel poder, por fuerza esta voluntad debe parecer ridícula y sin importancia.
No quieren darse cuenta de ello.
Y entonces yo, que en el fondo soy alguien de buen corazón, los compadezco. ¿Pero es posible la compasión de ciertas desventuras si no es a condición de que se ría uno de ellas?
Ahora bien, los personajes de mis cuentos van predicando a los cuatro vientos que soy un escritor muy cruel y despiadado. Haría falta un crítico de buena voluntad que hiciera ver cuánta compasión se halla bajo mi risa.
Pero, ¿dónde están hoy los críticos de buena voluntad?
Está bien advertir que algunos personajes, en estas audiencias, se adelantan a los demás y se imponen con tanta petulancia y prepotencia, que a veces me veo obligado a despacharlos al momento.
Luego, muchos se arrepienten de estos arrebatos y se me encomiendan para que les arregle a cada cual su defecto. Pero yo sonrío y con calma les digo que cumplan ahora la condena de su pecado original y esperen a que tenga tiempo y sepa cómo volver a ellos.
Entre los que se quedan rezagados, incluso derrotados, hay quien suspira, quien se ensombrece, quien se cansa y se va a llamar a la puerta de otro escritor.
Varias veces he encontrado en los cuentos de varios colegas ciertos personajes que antes se me habían presentado a mí; como también me ha ocurrido divisar a otros, que no contentos con la manera en que los había tratado, han querido intentar quedar mejor en otro lugar.
No me quejo, porque suelen llegarme dos o tres personajes nuevos por semana. Y a menudo el gentío es tal que tengo que hacerle caso a más de uno simultáneamente. Pero, en cierto punto, el espíritu así dividido y trastornado rechaza aquella crianza doble o triple y grita exasperado que… ¡O hablan de uno en uno, despacio, con calma, o se van los tres al limbo!
Siempre recuerdo con cuánta sumisión esperó su turno un pobre viejito que llegaba de lejos, un tal maestro Ilicio Saporini, que había sido expatriado a América en 1849, con la caída de la República Romana, por haber musicado no sé qué himno patriótico y volvía a Italia después de cuarenta y cinco años, casi ochentón, para morir. Ceremonioso, con su vocecita de mosquito, dejaba pasar a todos delante de él. Y finalmente, un día en que aún estaba convaleciente de una larga enfermedad, lo vi entrar en la habitación, humilde, con una tímida sonrisa en los labios:
—Si puedo… Si no le molesto…
¡Oh, sí, querido viejito! Había elegido el momento más oportuno. Y lo hice morir enseguida en un cuento titulado «Música antigua».
Este último domingo he llegado al estudio, para la audiencia, un poco más tarde de lo acostumbrado.
Una larga novela, que me había sido enviada como regalo y que esperaba a ser leída desde hacía más de un mes, me mantuvo despierto hasta las tres de la madrugada por las muchas consideraciones que me sugirió un personaje, el único realmente vivo entre tantas sombras vanas.
Representaba a un pobre hombre, un tal doctor Fileno, que creía haber encontrado el remedio más eficaz para todo tipo de enfermedades, una receta infalible para consolarse a sí mismo y a todos los hombres por cualquier tipo de calamidad, pública o privada.
Realmente, más que remedio o receta, el del doctor Fileno era un método que consistía en leer de la mañana a la noche libros de historia, y en ver el presente también como historia, es decir, como algo ya muy lejano en el tiempo e impostado en los archivos del pasado.
Con este método se había librado de cada pena y fastidio y había encontrado —sin necesidad de morir— la paz: una paz austera y serena, teñida de aquella tristeza sin añoranza que conservarían los cementerios en la Tierra incluso cuando todos los hombres hubieran muerto.
El doctor Fileno ni soñaba con traer del pasado enseñanzas para el presente. Sabía que sería tiempo perdido y de tontos; porque la historia es composición ideal de elementos recogidos según la naturaleza, las antipatías, las simpatías, las aspiraciones, las opiniones de los historiadores, y que por tanto no es posible hacer útil esta composición ideal para la vida, que se mueve con todos sus elementos aún descompuestos y esparcidos. Y tampoco soñaba con traer del presente normas o previsiones para el futuro; es más, hacía exactamente lo contrario: se ponía idealmente en el futuro para mirar al presente y verlo como pasado.
Por ejemplo, se le había muerto una hija pocos días atrás. Un amigo había ido a verlo para darle el pésame. Pues bien, lo había encontrado ya tan consolado como si aquella hija hubiera muerto cien años antes.
Sin duda había alejado en el tiempo su desgracia, aún caliente, la había rechazado y la había compuesto en el pasado. ¡Había que ver desde qué altura y con qué dignidad hablaba de ello!
En suma, el doctor Fileno había hecho de aquel método suyo como un catalejo al revés. Lo abría, pero no para mirar hacia el futuro, donde sabía que no podría ver nada; persuadía su alma para que se contentara con mirar desde la lente más grande a través de la pequeña, dirigida hacia el presente, de manera que todas las cosas parecían pequeñas y lejanas. Y desde hacía varios años escribía un libro, que seguramente sería un éxito: La filosofía de lo lejano.
Durante la lectura de la novela me había parecido evidente que el autor, ocupado en anudar artificiosamente una de las tramas más habituales, no había sabido asumir la plena conciencia de este personaje, quien, conteniendo en sí mismo —solamente en sí mismo— el germen de una verdadera creación, había conseguido en cierto punto coger la mano del autor y destacarse por un largo rato, con relieve vigoroso, sobre los casos muy comunes, narrados y representados; luego, deformado y empobrecido de repente, se había dejado doblegar y adaptar a las exigencias de un desenlace falso y tonto.
Me había quedado fantaseando, durante un largo rato, en el silencio de la noche, con la imagen de este personaje ante los ojos. ¡Qué lastima! ¡En él había tanta materia para sacar una obra maestra! Si el autor no lo hubiera desconocido y denigrado tan indignamente, si hubiera hecho de él el centro de la narración, también todos aquellos elementos artificiosos que había utilizado quizás se habrían transformado, se habrían convertido en vivos ellos también. Y una gran pena y un gran despecho se habían adueñado de mí por aquella vida míseramente frustrada.
Pues bien, aquella mañana, llegando tarde al estudio, encontré una confusión insólita, porque aquel doctor Fileno se había metido entre los personajes que esperaban, quienes, airados y molestos, se habían abalanzado sobre él e intentaban echarlo.
—¡Eh! —grité—. Señores míos, ¿qué modales son estos? Doctor Fileno, ya he desperdiciado demasiado tiempo con usted. ¿Qué quiere de mí? Usted no me pertenece. Deje que me ocupe en paz de mis personajes y váyase.
Una angustia tan intensa y desesperada se dibujó en el rostro del doctor Fileno, que enseguida todos los demás (mis personajes que aún lo retenían) palidecieron mortificados y retrocedieron.
—¡No me eche, por caridad, no me eche! ¡Concédame solo cinco minutos de audiencia, con el consentimiento de estos señores, y déjese convencer, por caridad!
Perplejo, y sin embargo tomado por la piedad, le pregunté:
—¿Convencer de qué? Estoy muy convencido de que usted, querido señor, merecía haberse encontrado en mejores manos. ¿Pero, qué quiere que haga? Ya he sufrido suficiente por su suerte, ahora basta.
—¿Basta? ¡Ah, no, por Dios! —exclamó el doctor Fileno, todo el cuerpo ardiendo por la indignación—. ¡Usted habla así porque no soy cosa suya! ¡Su indiferencia, su desprecio, serían para mí, créalo, mucho menos crueles que esta conmiseración pasiva, indigna de un artista, perdone que le diga! ¡Nadie puede saber mejor que usted que somos seres vivos, más vivos que los que respiran y llevan vestidos; tal vez menos reales, pero más verdaderos! Se nace a la vida de muchas maneras, querido señor; y usted sabe bien que la naturaleza se sirve del instrumento de la fantasía humana para proseguir con su obra de creación. Y quien nace gracias a esta actividad creadora, que tiene su sede en el espíritu del hombre, es destinado por la naturaleza a una vida muy superior a la de quien nace del vientre mortal de una mujer. A quien nace personaje, a quien tiene la suerte de nacer personaje vivo, le puede traer sin cuidado la muerte. ¡No morirá! Morirá el hombre, el escritor, el instrumento natural de la creación: ¡la criatura no muere nunca! Y para vivir eternamente no necesita dotes extraordinarias o realizar prodigios. ¡Dígame quién era Sancho Panza! ¡Dígame quién era don Abbondio! [uno de los personajes principales de la novela Los novios de Alessandro Manzoni Sin embargo, viven eternamente porque —gérmenes vivos— tuvieron la suerte de encontrar una matriz fecunda, una fantasía que supo criarlos y nutrirlos para la eternidad.
—Sí, querido doctor, todo esto está muy bien —le dije—. Pero aún no veo qué puede querer de mí.
—¿Ah, no? ¿No lo ve? —dijo el doctor Fileno—. ¿Acaso me he equivocado de calle? ¿Acaso he caído en un mundo extraterrestre? ¿Qué clase de escritor es usted, perdone que le diga? ¿Entonces, usted realmente no entiende el horror de mi tragedia? ¡Tener el privilegio inestimable de haber nacido personaje, hoy en día —quiero decir hoy que la vida material está tan plagada de viles dificultades que obstaculizan, deforman, empobrecen cada existencia—; tener el privilegio de haber nacido personaje vivo, destinado, aunque en mi pequeñez, a la inmortalidad, y sí, señor, haber caído en aquellas manos, ser condenado a sufrir injustamente, a ahogarme en aquel mundo artificioso, donde no puedo ni respirar ni dar un paso, porque todo es simulado, falso, cavilado! ¡Palabras y papel! ¡Papel y palabras! Un hombre, si se encuentra atrapado en condiciones de vida a las cuales no puede o no sabe adaptarse, puede escaparse, huir; pero un pobre personaje no: ¡está fijado allí, clavado a un martirio sin fin! ¡Aire! ¡Aire! ¡Vida! Mire… Fileno… me ha llamado Fileno… ¿En serio le parece que pueda llamarme Fileno? ¡Imbécil, imbécil! ¡Ni el nombre ha sabido darme! ¿Yo? ¡Fileno! Y luego, ya, yo, yo, el autor de La filosofía de lo lejano, justamente yo tenía que acabar de aquella manera indigna para resolver todo aquel enredo de casos estúpidos! ¡Yo, en lugar del notario Negroni, tenía que contraer un segundo matrimonio, ¿verdad?, con aquella oca de Graziella! ¡Hágame el favor! ¡Estos son delitos, querido señor, delitos que se tendrían que pagar con lágrimas de sangre! Ahora, en cambio, ¿qué pasará? Nada. Silencio. O tal vez alguna mala crítica en dos o tres revistillas. Tal vez algún crítico exclamará: «¡Aquel pobre doctor Fileno, qué lastima! ¡Sí que era un buen personaje!». Y todo terminará así. ¡Condenado a muerte, yo, el autor de La filosofía de lo lejano, que aquel imbécil no ha encontrado ni la manera de hacer imprimir a mis expensas! Eh, ya, si no, ¡claro! ¿Cómo hubiera podido casarme con aquella oca de Graziella? ¡Ah, no me haga pensar en ello! ¡Venga, venga, manos a la obra, querido señor! ¡Rescáteme usted, querido señor! ¡Hágame vivir, usted que ha entendido bien toda la vida que hay en mí!
Ante esta propuesta, lanzada furiosamente como conclusión del larguísimo desahogo, me quedé un buen rato mirando al doctor Fileno a los ojos.
—¿Tiene escrúpulos? —me preguntó—. ¿Los tiene? ¡Es legítimo, legítimo, sabe! Es un sacrosanto derecho suyo cogerme y darme la vida que aquel imbécil no ha sabido darme. Es un derecho suyo, y mío, ¿entiende?
—Será su derecho, querido doctor —contesté— y será también legítimo, como usted cree. Pero yo no hago esas cosas. Y es inútil que insista. No las hago. Intente ir a otro lugar.
—Y adónde quiere que vaya, si usted…
—¡No sé! Inténtelo. Quizás no tardará mucho en encontrar a alguien perfectamente convencido de la legitimidad de ese derecho. Pero escúcheme un poco, querido doctor Fileno: ¿usted es realmente, sí o no, el autor de La filosofía de lo lejano?
—¿Cómo podía no serlo? —saltó el doctor Fileno, retrocediendo un paso y llevándose las manos al pecho—. ¿Osaría ponerlo en duda? ¡Entiendo, entiendo! ¡Siempre por culpa de aquel asesino mío! ¡Apenas ha dado y resumido, de pasada, una idea de mis teorías, sin adivinar todo el provecho que se podía obtener de mi descubrimiento del catalejo al revés!
Yo extendía las manos para pararlo, sonriendo y diciendo:
—Está bien… está bien… pero, ¿y usted, perdone?
—¿Yo? ¿Cómo que yo?
—Se queja de su autor; ¿pero usted, querido doctor, ha sabido verdaderamente sacar provecho de su teoría? Así es, precisamente esto quería decirle. Déjeme explicarme. ¿Si usted cree realmente, como yo, en la virtud de su filosofía, por qué no la aplica a su propio caso? ¿Usted busca, hoy, entre nosotros, a un escritor que lo consagre a la inmortalidad? Pero mire lo que todos los críticos más destacados dicen de nosotros, pobres escritoruchos contemporáneos. ¡Somos y no somos, querido doctor! Y, junto con nosotros, someta a su famoso catalejo al revés los hechos más notables, las cuestiones más ardientes y las obras más admirables de nuestros días. Querido doctor mío, me temo que usted no verá nada ni a nadie. Por tanto, vamos, consuélese, o más bien, resígnese y deje que me ocupe de mis pobres personajes que, serán malos, serán adustos, pero al menos no tienen su extravagante ambición.
*FIN*