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La tristeza de Cornelius Berg

[Cuento - Texto completo.]

Marguerite Yourcenar

Desde que había regresado a Ámsterdam, Cornelius Berg vivía en una posada. A menudo cambiaba de alojamiento, se mudaba cuando tenía que pagar el alquiler, aunque a veces pintaba pequeños retratos, cuadros de costumbres por encargo y fragmentos de desnudos, por aquí y por allá, para algún aficionado; y buscaba, a lo largo de las calles, la oportunidad de pintar un cartel. Por desgracia, su mano temblaba y tenía que cambiar con frecuencia los cristales de sus anteojos por otros más gruesos; y el vino, al que se había aficionado en Italia, acababa de arrebatarle, junto con el tabaco, la poca seguridad que todavía conservaba su pincelada y de la cual seguía presumiendo. Despechado, se negaba entonces a entregar su obra, echaba a perder todo con demasiados retoques o raspados, hasta que terminaba por abandonar su trabajo.

Pasaba largas horas en el fondo de las tabernas llenas de humo como la conciencia de un borracho, en donde algunos de los antiguos alumnos de Rembrandt, que antaño habían sido condiscípulos suyos, le pagaban la bebida con la esperanza de que les relatara sus viajes. Pero los países polvorientos de sol por donde Cornelius había paseado sus pinceles y sus bolsas de colores se revelaban con menos precisión en su memoria de lo que lo habían hecho en sus proyectos del porvenir; y además, ya no tenía facilidad, como en su juventud, de ingeniar aquellas bromas picantes que hacían reír por lo bajo a las sirvientas. Los que se acordaban del vivaz Cornelius de otros tiempos se extrañaban de hallarlo tan taciturno; solo la embriaguez le soltaba la lengua, pero entonces emitía discursos incomprensibles. Se sentaba con la cara vuelta hacia la pared, el sombrero echado sobre los ojos para no ver a la gente que, según decía, le repugnaba. Cornelius, el viejo pintor de retratos que vivió mucho tiempo en una buhardilla de Roma, había escrutado detenidamente a lo largo de su vida la expresión de los rostros humanos; y ahora se apartaba de ellos con una terrible indiferencia. Incluso llegaba a decir que ya no le gustaba pintar a los animales porque se parecían demasiado a los hombres.

Parecía que le llegara el genio conforme iba perdiendo el poco talento que poseía. Se instalaba frente a su caballete en su desordenado desván, colocaba a su lado una hermosa fruta exótica que costaba muy cara, y a la que era necesario reproducir en el lienzo a toda prisa, antes de que su piel brillante perdiera la frescura; o bien, colocaba un simple caldero o mondaduras. Una luz amarillenta inundaba la habitación; la lluvia lavaba humildemente los cristales; la humedad estaba en todas partes. El elemento húmedo hinchaba, bajo la forma de savia, la esfera granulosa de la naranja, levantaba el artesonado que crujía un poco, y opacaba el cobre del caldero. Pero muy pronto Cornelius dejaba reposar sus pinceles: sus dedos torpes, tan dispuestos antaño a pintar encargos de Venus recostada o de jesuses de barba rubia bendiciendo a niños desnudos y a mujeres envueltas en mantos, renunciaban a reproducir en la tela aquella doble corriente luminosa y húmeda que impregnaba las cosas y empañaba el cielo. Sus manos deformadas adquirían, al tocar los objetos que ya no pintaba, todas las solicitudes de la ternura. Por las calle tristes de Ámsterdam soñaba con campos temblorosos de rocío, más bellos que las orillas crepusculares del Anio, aunque desiertos y demasiado sagrados para el hombre. Aquel anciano, como hinchado por la miseria, parecía sufrir de hidropesía en el corazón. Cornelius Berg, que pintaba con ligereza cuadros lamentables, igualaba a Rembrandt con sus sueños.

No tenía relaciones con la familia que aún le quedaba. Algunos de sus parientes ni siquiera lo habían reconocido; otros, fingían ignorarlo. El único que lo saludaba todavía era el síndico de Haarlem.

Trabajó durante toda la primavera en aquella ciudad clara y limpia, donde lo empleaban para pintar los falsos recubrimientos de madera en las paredes de la iglesia. Por la noche, terminada su tarea, no rehusaba entrar en la casa de aquel hombre viejo dulcemente embrutecido por las rutinas de una existencia sin azares, que no sabía nada de arte, y que vivía solo, entregado por completo a los solícitos cuidados de una sirvienta. Empujaba la frágil barrera de madera pintada: en el jardincito, cerca del canal, el enamorado de los tulipanes lo esperaba entre las flores. Cornelius no se apasionaba por aquellos bulbos inestimables, pero era hábil para distinguir hasta el mínimo detalle de sus formas o de los matices de sus colores; y sabía que el viejo síndico lo invitaba a su casa solo para saber su opinión sobre las variedades que iba logrando. Nadie habría podido designar con palabras la infinita diversidad de blancos, azules, rosas y malvas. Esbeltos, rígidos, los cálices patricios brotaban de la tierra rica y negra: un olor a tierra húmeda flotaba solamente sobre aquellas floraciones sin perfume. El viejo síndico ponía una vasija sobre sus rodillas y, sosteniendo el tallo entre dos dedos como por la cintura, hacía, sin decir nada, admirar aquella delicada maravilla. Intercambiaban pocas palabras. Cornelius Berg daba su opinión con un movimiento de la cabeza.

Aquel día, el síndico estaba feliz de haber logrado una nueva variedad más rara que las otras: la flor, blanca y violácea, casi poseía las estriaciones de un lirio. La observaba con detenimiento, le daba vueltas por todas partes, y poniéndola a sus pies dijo:

—Dios es un gran pintor.

Cornelius Berg no respondió. El apacible anciano prosiguió:

—Dios es el pintor del universo.

Cornelius Berg miraba alternativamente la flor y el canal. Aquel empañado espejo plomizo reflejaba únicamente arriates, muros de ladrillo y la ropa tendida por las lavanderas; pero el viejo vagabundo, cansado, contemplaba imprecisamente en él toda su vida. Recordaba determinados rasgos de algunas fisonomías vislumbradas en sus largos viajes: el Oriente sórdido, el Sur desalineado, las expresiones de avaricia, de estupidez o de ferocidad vistas bajo tantos cielos hermosos; los refugios miserables, las enfermedades vergonzosas, las riñas a navajazos a la puerta de las tabernas, el rostro seco de los prestamistas, y el extraordinario cuerpo de su modelo Frédérique Gerritsdochter, tendido sobre la mesa de anatomía de la Escuela de Medicina de Friburgo. Luego, otro recuerdo le vino a la mente: En Constantinopla, donde había pintado algunos retratos de sultanes para el embajador de las Provincias Unidas, tuvo la oportunidad de admirar otro jardín de tulipanes, orgullo y deleite de un bajá, que contaba con el pintor para inmortalizar, en su breve perfección, su harem floral. En el interior de un patio de mármol, palpitaban los tulipanes, se habría podido decir que susurraban, con sus colores brillantes o suaves. Cantaba un pájaro posado en la pileta de una fuente. Las copas de los cipreses agujereaban el cielo pálidamente azul. Pero el esclavo que por orden de su dueño enseñaba al extranjero aquellas maravillas era tuerto y sobre su ojo perdido recientemente se acumulaban las moscas. Entonces Cornelius Berg, quitándose los anteojos, exclamó:

—Es verdad, Dios es el pintor del universo.

Y luego añadió en voz baja con amargura:

—Pero qué pena, señor síndico, que Dios no se haya limitado a pintar paisajes.

FIN


Cuentos orientales, 1963


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