Este era un inca triste, de soñadora frente, de ojos siempre dormidos y sonrisa de hiel, que recorrió su imperio, buscando inútilmente a una doncella hermosa y enamorada de él.
Por distraer sus penas, el inca dio en guerrero; puso a su tropa en marcha y el broquel requirió; fue sembrando despojos sobre cada sendero y las nieves más altas con su sangre manchó.
Tal, sus flechas cruzaron inviolables regiones, en que apenas los ríos se atrevían a entrar; y tal fue, derramando sus heroicas legiones: de la selva a los andes de los andes al mar.
Fue gastando las flechas que tenía en su aljaba, una vez y otra y otra, de región en región, porque cuando salía victorioso, lograba levantar la cabeza, pero no el corazón.
Y cansado de tanto levantar la cabeza, celebró bailes magnos y banquetes sin fin, pero no logra nada disipar su tristeza, ni la sangre del choque, ni el licor del festín.
Nada entraba en el fondo de su espíritu oculto: ni las cándidas ñustas de dinástico rol, ni los cirios de Quito, consagradas al culto, ni del Cuzco, tampoco, los vestales del sol.
Fue llamado el más viejo sacerdote; adivina este mal que me aqueja y el remedio del mal; dijo al gran sacerdote, con voz trémula y fina, aquel joven monarca, displicente y sensual.
-Ay, señor! – dijo el viejo sacerdote- Tus penas remediarse no pueden; tu pasión es mortal. La mujer que has ideado tiene añil en las venas un trigal en los bucles y en la boca un coral.
-Ay, señor! ciertos días vendrán hombres muy blancos, Ha de oírse en los bosques el marcial caracol: cataratas de sangre colmarán los barrancos, y entrarán otros dioses en el Templo del Sol.
La mujer que has ideado pertenece a tal raza, vanamente la buscas en tu innúmera grey, y servirte no pueden oración ni amenaza, porque tiene otra sangre, otro dios y otro rey
Cuando el rito sagrado le mandó optar esposa, hizo astillas el cetro con vibrante dolor, y aquel joven monarca se enterró en una fosa y pensando en la rubia fue muriendo de amor.
|