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La vecina orilla

[Cuento - Texto completo.]

Mario Benedetti

1.

No sé por qué, pero cuando los viejos fueron a despedirme a Carrasco, y sobre todo cuando iba camino del avión y miré hacia arriba y los vi juntos, y a la vez separados, levantando las manos para saludarme, la vieja arrimando los nudillos a los anteojos porque seguramente había aparecido algún lagrimón, y yo mismo, carajo, refregándome un ojo con la mano que me quedaba libre, bueno, cuando los vi allí, como la pareja inexplicable que siempre fueron, quizá malunidos por mí, me vino de alguna parte un lejanísimo recuerdo, tan lejano que al principio creí que no era mío, pero sí era, porque después, en el avión, o sea ahora, sentado en la fila nueve [donde está la puerta de emergencia y hay más sitio para acomodar estas largas piernas que Dios me ha dado], me pongo a completar el recuerdito, y lo voy apuntalando, con detal es, hasta que casi lo reconstruyo del todo, y decido empezar precisamente con él esta libreta de apuntes, que acaso nadie nunca lea, o quizá sí. Y es de este modo: la familia estaba almorzando, es decir los mayores: mi viejo, mi vieja [que entonces eran menos viejos], el abuelo, el tío, y quizá alguien más, y yo, que tenía cuatro o cinco años, andaba en el triciclo recién estrenado, y me iba al jardín y entraba otra vez haciendo un ruido con la boca que creía igualito a la bocina del ómnibus interdepartamental, y el viejo me hacía señas para que no armara tanto bochinche y yo no le hacía caso. Y de pronto vino y en medio de uno de mis mejores bocinazos me agarró de una oreja y vi hasta la constelación de Orión, aunque en ese entonces desconocía su nombre. Por aquellos tiempos no era vengativo, tampoco ahora lo soy, pero vaya a saber por qué mecanismo emocional, o simplemente deportivo, dejé con toda frialdad el triciclo frente a la puerta, arrimé una silla, me senté junto a mi tío, y le zampé al viejo este inesperado testimonio: «Anoche miré bajo la mesa, y vos y Clarita tenían las piernas juntas». Mamá abrió unos ojos de este tamaño, no me lo olvido; el viejo apretó los labios y me miró con una terrible resignación. Casi como un anticristo que ordenara: «Impedid que los niños se acerquen a mí», o quizá sencillamente: «Botija podrido», vaya uno a saber. Lo cierto es que a partir de ese momento el viejo y la vieja pasaron como tres meses sin hablarse. Y mamá me sugería en voz alta: «Decile a tu padre que te dé dinero para la leche». Y el viejo también tenía su iniciativa: «Decile a tu madre que hoy no vendré a cenar». Por supuesto, Clarita no se apareció más por nuestro hogar dulce hogar, y hoy me atrevo a creer que al viejo le gustaba mucho aquella gurisa [como diez años menor que él y como cinco menor que mamá] delgada, rubia, de ojos verdolaga, con cara de sueño, pero de lindo sueño, no de pesadilla, y que tenía un modo tranquilo de mirar, y manos delgadas y suaves, con unas venitas azulosas, casi imperceptibles pero que todo el mundo percibía, incluso un estúpido de cinco [¿o serían seis?] años como el suscrito. Porque en verdad se necesita ser estúpido para haberle arruinado la vida al pobre viejo con ese comentario jodido. Sobre todo porque yo creo que a Clarita también le gustaba el viejo. Simplemente habrá tenido miedo de la presencia acalambrante de mamá, que desde el pique le tomó cierta inquina. Yo no diría que eran celos de esposa desconfiada. Más bien se trataba de un odio hecho y derecho, cultivado lentamente y palmo a palmo.

Cuando la azafata se acerca a ofrecerme la coca-cola de rigor, estoy en pleno mea culpa. Nadie me quita del marote que con esa maldita intervención, lo siniestré para siempre al viejo. Porque ya entonces se llevaba muy mal con la vieja. Casi diría que no se llevaban. Nunca he visto dos tipos tan distintos y tan deshechos el uno para el otro. El viejo siempre fue un sujeto sensible, cálido, demasiado tímido para mi gusto, todo lo culto que puede ser un casi ingeniero [que no es demasiado, pero siempre un poquito más que un ingeniero]. Siempre ha sido un buen lector, le gustan la pintura y la música, y por suerte no cree, como algunos de sus casi colegas, que la vida es un logaritmo. Mamá en cambio es bastante terca [para plantearlo sin subjetivismo, cosa vedada a un hijo amantísimo, habría que decir que es terca como una mula], reseca en sus sentimientos [solo se conmueve con sus propias penurias, nunca con las ajenas], orgullosa de su enciclopédica ignorancia, refractaria a la lectura y a las artes en general, hábil en tareas manuales, de buen fondo [aunque para encontrarlo haya que hacer tremenda prospección], más propensa al reproche que a la tolerancia, en fin: un hueso duro de roer. Creo que hubo dos cosas que impidieron la verdadera liberación [también llamada segunda independencia] del viejo: a) mi investigación en la submesa, que hizo fracasar desde el inicio una relación que prometía, y b) el incurable catolicismo de mi progenitor, que le nublaba siempre la posibilidad de un divorcio, que después de todo habría sido su salvación y su rescate. Si me atengo a mis vagos recuerdos, Clarita era alegre, linda, tan simpática que hasta me había conquistado a mí. Más de una vez he pensado, ahora que ya tengo mis diecisiete años [por otra parte, dignamente cumplidos en una celda], que me gustaría encontrar, no a Clarita, claro, ya que hoy debe ser, si todavía vive, una vieja de treinta y ocho años, pero sí a una mujercita que fuese hoy como era Clarita cuando arrimaba, bajo la mesa, sus lindas piernas a los pantalones del viejo.

 

2.

Lo que pasó en estos últimos meses debe haber sido una de las pocas cosas que han unido a mis padres. Sintetizando: estuve en cana. Por eso estaban tan emocionados en el aeropuerto, ahora que por fin consiguieron mandarme a Buenos Aires. Comprendo que para ellos es una tranquilidad. Para mí, también. No quiero ver otro calabozo ni en película. De ahora en adelante, las películas se dividen para mí en dos categorías: las que tienen cárceles y las que no. Solo pienso ver las de la segunda categoría. Con solo 34 días, quedé podrido de cárceles. Agoté el tema, como quien dice. Eso sí, para que ustedes [¿quiénes son ustedes?] no se hagan ilusiones pensando que soy un joven revolucionario, o un rebelde con causa, o cualquiera de esas categorías insignes, quiero aclarar que yo no caí por razones políticas sino por boludo. Para mí es doloroso confesarlo, pero ésa es la ingrata verdad: caí por boludo. Nunca me metí en política, lo confieso. En mi clase había algunos que no se metían en política porque les gustaba estudiar, y la política quita tiempo, eso es cierto. Pero a mí no me gusta estudiar. De mí se puede decir cualquier cosa, menos que soy un traga. O sea que en mi clase era el único ejemplar de una especie a punto de extinguirse: la de aquellos que no aman ni el estudio, ni la política. Aclaro que tampoco era un caso perdido: siempre pasé de año, o sea que estudié lo estrictamente necesario. Más bien diría que con atender al profe cuando se mandaba la lata, ya me alcanzaba. Tengo la apreciable virtud de que los datos, las fechas, las fórmulas y los nombres, se me fijan indeleblemente en el mate. Tampoco vayan a pensar que en política soy un indiferente. Eso no. Si estoy contra las matemáticas, ¿cómo no voy a estar contra el fascismo? A mí no me gusta que nadie me empuje, y mucho menos que me empujen con una metralleta. Eso está claro. Lo que no me agrada de la militancia política son las discusiones interminables, las votaciones a la madrugada, y sobre todo la autocrítica, que me trae el recuerdo de mis lejanas y aguadas épocas de confesionario, otra cosa que tampoco me gustaba. Y no porque haya tenido o tenga nada que esconder. Nada importante, quiero decir. Uno siempre tiene algo que esconder. Pero nunca tuve una culpa gorda para el confesionario o la autocrítica. Tal vez por eso no me gustan. Quizá les tenga un poco de envidia a esos tipos que disfrutan relatando sus pecados mortales al cura atónito, o vociferando sus resabios pequeñoburgueses en una asamblea estudiantil. Sin embargo, no caí [repito] por las buenas razones, sino por boludo. Resulta que el jueves 22 se conmemoraba un año de la muerte de Merceditas Pombo, quizá hayan visto el nombre en los diarios [no en los de Monte sino en los de Baires], una piba de primera que se les murió en la máquina. Dicen que le aplicaron el submarino seco, y como ella era asmática ¿no? Bueno, la iniciativa empezó a crecer de a poco [la idea original fue de Eduardo] y al final el programa se redondeó: el jueves teníamos que venir todos con una rosa roja y dejarla en la mesa del [o de la] profe. La operación se hizo en un secreto total. Como yo nunca milité, me dejaron para el final. Pero igual les dije que sí. Cuando no hay reuniones interminables ni votaciones a la madrugada ni autocrítica, siempre los acompaño. Además, eso de traer una rosa roja me gustó. Era una provocación, cómo les diré, poética; una provocación imaginativa. Y traje la rosa, que por supuesto capiangué de un jardín vecino, perteneciente a un te-erre, o sea [para los ignaros] teniente retirado. Todos trajeron su rosa. Y las fueron dejando. No falló ni uno. Entonces nos sacaron a todos de las aulas, y nos pusieron en el patio, contra la pared. No tienen sensibilidad poética, qué se va a hacer. Posteriormente vinieron los botones y también la pregunta de cajón: quién era el autor de la idea. Todos sabíamos que había sido Eduardo pero nadie dijo nada. Era lindo aquel silencio. Empezaron a llamar por grupitos de cinco, y nos interrogaban en la bedelía. Fue precisamente ahí donde caí de boludo. En mi grupo, fui el primero de los cinco. El coso me preguntó si sabía de quién había sido la idea. Y le dije que la idea de mi rosa había sido mía, pero que no sabía de quién había sido la idea de las otras rosas. Me pareció que esa boludez era el colmo de la habilidad. Pero no. Entonces el segundo dijo lo mismo: que la idea de su rosa había sido suya, pero que no sabía de quién había sido la idea de las otras rosas. Los otros tres dijeron lo mismo. Y no sé por qué misterioso conducto, la martingala llegó rápidamente al patio y cuando entró el siguiente quinteto las cinco respuestas fueron las mismas, y así sucesivamente. A medida que el cansancio empezó a desfibrar la actitud inflexible de la primera media hora, algunos muchachos comenzaron a hacerme señas de aprobación, de saludo, y hasta de aplauso. Yo no tengo pasta de héroe, pero debo confesar que empecé a sentirme contento. Había sido fácil. No sé de dónde me vino la idea, pero había dado resultado. Sin embargo, los milicos me marcaron. Porque fui el primero en dar la explicación. Deben haber pensado que yo era un líder o algo así. Me volvieron a llamar. «Así que vos sos el autor intelectual», me dijo uno de bigotito fino, que además tenía un eczema asqueroso bajo el ojo. Empecé a decirle que sencillamente se me había ocurrido traerle una rosa a la profe, porque era muy buena y enseñaba muy bien la materia, que era nada menos que matemáticas. Lo que se llama una mentira piadosa, porque a la tipa ésa jamás le entendí un corno, y además la odiaba, no porque fuera odiosa, sino porque enseñaba matemáticas. Pero el individuo no solo no mostró el menor convencimiento frente a mi lúcido planteo, sino que me encajó una piña en el pómulo derecho, que rápidamente pasó a primer plano. Es seguro que este detalle habría servido también para aumentar el volumen de mi prestigio en el patio, pero no tuve la ocasión de inflar mi vanidad. Dos de los preguntones me agarraron de un brazo y me sacaron violentamente de la bedelía. De ahí a la chanchita, y en ella a jefatura. De entrada les aclaré que era menor y por lo tanto. Golpe en los riñones. Que eso estaba contra la ley. Patada en el tobillo. Ergo: renuncio al tema de la minoría de edad. Me llevaron a una celdita repugnante: el olor a mierda me volteaba. Durante el mes que estuve allí, me sacaron varias veces, solo para golpearme. Por lo general no me hacían preguntas; se limitaban a darme la biaba. Ni picana ni submarino, apenas trompadas y patadas. Lo que se dice un privilegiado. Y tengo plena conciencia de serlo, ya que asistí a sesiones de picana y submarino. Creo que me llevaban para ablandarme. A mí me daba miedo, a quién no. Los torturados no eran menores como yo, pero tampoco eran veteranos. Había uno solo que era un jovato, no sé si tenía canas porque siempre lo llevaban de capucha, pero se le veían las pulpas flojas de la gente con más de treinta y cuatro. Pero cómo aguantaba ese viejo. Los más jóvenes no hablaban, no confesaban nada, ni decían los nombres y datos que los otros querían, pero cuando les aplicaban la máquina gritaban como condenados. El jovato en cambio, no les daba ni ese gusto. No sé ni siquiera si tenía voz gruesa o finita. Cerraba los puños y chau. Y cuando terminaba la sesión, que a veces duraba horas, salía caminando, ni siquiera se desmayaba. Uno de los muchachos perdió el conocimiento y parece que no lo recuperó más. Eso les da mucha bronca. Es lo peor que les puede hacer un detenido: morirse. Enseguida llaman al médico para que lo resucite. Y el doctor hijo de puta [el mismo que dice hasta qué punto se puede torturar sin que el tipo espiche] hace lo posible, pero a veces los finados son tercos, y no hay quien los convenza de que vuelvan a respirar. Entonces los verdugos putean al médico, y él no dice ni mu, porque claro, son capaces de torturarlo también a él. Mientras tanto, al inerte le tiran agua en la cabeza, le dan palmadas para que reaccione, es la única ocasión en que parecen apostar a la vida. Pero algunos los joden: se mueren. Y entonces vienen los mutuos reproches. Un día hubo dos que se agarraron a piñazos. Creí que se iban a aplicar la picana entre ellos, pero naturalmente no exageran. A mí me tenían encapuchado; solo me sacaban la capucha cuando me llevaban de espectador. Algunas veces vomité; una de ellas sobre el pantalón de un tira. No lo hice adrede, pero no estuvo mal. Me la ligué, claro. Fue la noche que me dieron como en bolsa; creí que iba a terminar en la máquina, pero no. Se ve que tenían instrucciones: a los menores solo piñazos y patadas. Alguna vez pude hablar con dos de la celda vecina. Yo estaba solo en la mía, que era minúscula y maloliente, pero la de ellos era más amplia y por consiguiente con más olor a mierda. Allí había como tres: un estudiante, un bancario y un obrero. Cuando se recuperaban un poco, y empezaban a respirar normalmente, enseguida se ponían a discutir: que el foco, que el partido, que las deformaciones pequeñoburguesas, que el desviacionismo, que el revisionismo, y dale que dale. Igual que en las asambleas del Liceo. A veces discutían tan violentamente que los gritos se oían en todo el piso. Yo no entendía un carajo, tampoco ahora entiendo. La cana les aplicaba la máquina a los tres por igual. O sea que para la cana los tres eran lo mismo: pueblo. La cana sí tiene un criterio unitario.

Un mes estuve. Sin visitas. Solo ropa para cambiarme. Sin libros. En algún momento temí que me trajeran un libro de matemáticas, como tortura adicional. Pero ni eso. Entre patada y patada, entre piñazo y piñazo, me aburría como una ostra. Es claro que prefería aburrirme a que me doliera el hígado o los huevos. Una tarde creí que me habían fracturado una pierna, pero en una semana bajó la hinchazón. Al principio me hacían preguntas, después me amasijaban sin preguntarme. Sin embargo, hay una cosa que debo reconocer: así como ya les dije que caí por boludo, creo que también por boludo salí. Porque tuve por lo menos esa coherencia: seguí hasta el fin con mi versión original y el poético origen de mi rosa. No creo que se lo hayan creído. Lo que sí deben haber pensado es que yo era mogólico o fronterizo. O quizá haya surtido algún efecto una conversa que tuvo el viejo con un ce-erre [para los ignaros: coronel retirado] que él conocía desde sus épocas sanduceras. Aunque no es seguro, sobre todo porque ese coronel está ahora preso, así que no debía tener demasiada muñeca. O será subversivo, bah. Después que me enteré que el padre Barrientos había caído porque le encontraron un berretín en la sacristía, nada puede asombrarme. Con razón le gustaba tanto el Cantar de los Cantares. Seguro que ése no cayó por boludo.

Bueno, una mañana me sacaron la capucha, me hicieron dos chistecitos que recibí con razonable desconfianza, me devolvieron un bolígrafo, una cajita de preservativos, la billetera y el cinto, todo lo cual me había sido quitado el primer día. Nadie mencionó en cambio el reloj de oro, regalo de abuelo. Casi caigo en la inocencia de reclamarlo, pero un rápido vistazo me salvó de esa pifia: el tacho estaba, muy brillante, en la muñeca del musculoso que me estaba otorgando la salida.

 

3.

Si voy a ser franco, Buenos Aires me gusta. Y no es que la compare con el calabozo. Después de eso, claro, cualquier cosa está bien. Sin embargo, creo que me gustaría menos si estuviera de turista. Tiene plazas, oh. Tiene árboles, oh. Tiene grandes tiendas, oh. [Este oh lo digo en nombre de mi vieja.] La gente anda tal vez demasiado apurada para mi gusto, pero así y todo me cae simpática. Tiene posters, oh. Tiene subte, oh. Tiene muchachas, oh. Nunca vi mujeres tan bien vestidas. Bueno, tampoco había salido hasta ahora de la tacita de plata. Mire que eran cursis los de antes: ¡tacita de plata! Ahora es una escupidera de lata, pero bah, tampoco hay que andarlo pregonando. Baires tiene colectivos, oh. No tiene playas, ay. Eso sí lo lamento. Sin embargo, me gusta la ciudad. Lo único incómodo son los «intercambios de disparos», pero cuando suena algún tableteo me meto en una galería. Aquí siempre hay alguna galería a mano. Suerte ¿no? Ayer vi pasar a la presidenta. Iba sentada muy derechita, casi como un maniquí. No sé por qué, siempre que pienso en un maniquí, lo asocio con los cuentos que hace mi viejo acerca de los maniquíes de la Casa Spera. Era una sastrería de hombres, allá en Monte, calle Sarandí, al costado de la Catedral. Parece que tenía unos maniquíes antiquísimos, y mi viejo dice que aunque ponían caras de jóvenes, uno se daba cuenta de que eran contemporáneos del presidente Viera o del negro Gradín, de la llegada del Plus Ultra o de la troupe Oxford primera época. Mi viejo decía que, además, ningún traje les quedaba bien, como si al maniquí gordo le hubieran puesto el saco del maniquí flaco, y viceversa. Bueno, la presidenta parecía un maniquí, pero no de la Casa Spera, epa, sino de Christian Dior.

Me paso recorriendo las calles. Todas son nuevas para mí. A veces tomo el subte, me bajo en una estación cualquiera. Pienso, por ejemplo: voy hasta la primera que empiece con V, y entonces me clavo porque llego a Lacroze y no había ninguna que empezara con V. Y allá por Lacroze no hay mucho que ver. Pero entonces aprendo y en la próxima oportunidad pienso: voy hasta la primera que empiece con C, que es una letra más fácil, y tomo otra línea y me bajo en Congreso, y estuve fenómeno porque emerjo de las profundidades y estoy en una zona animadísima, llena de comercios y de gente, como a mí me gusta, y me vengo por Callao mirando las vidrieras y las muchachas, aunque sin apurar el trámite porque para unas y otras se precisa guita y yo estoy pelado, es decir con la escasísima que me dieron mis ancestros en Carrasco, y yo lo comprendo porque el viejo no había cobrado el sueldo [comunico que los ingenieros cobran honorarios, pero los casi ingenieros solo cobran sueldos] y la vieja tuvo que pedirle prestado a tío Felipe para mi pasaje. Y además me llevó unos cuantos días ir localizando los boliches baratos, porque aquí uno se desorienta y se desalienta y de pronto ve un restorancito de morondanga y piensa aquí mismo, pero no es de morondanga, porque ahí lastran de vez en cuando Palito Ortega o Leonardo Favio, y a los parroquianos los fajan y con razón porque no van por el bife de chorizo sino por el autógrafo o el chisme, y entonces de qué se quejan. Así que sigo tranquilito por Callao, entre otras razones porque siguiendo y siguiendo y doblando más allá a la derecha y después a la izquierda, descubrí una pizzería que parece una porquería y [por suerte] es una porquería, o sea que allí no van famosos sino los ignotos de siempre, vendedoras de tienda con uniforme naranja y cuellito marrón, laburantes varios que mientras comen ordenan papeles, y claro, la pizza no es como la de Capri [por lo menos la que se ve en las películas norteamericanas que transcurren en Capri] y quizá por eso la sigo eructando hasta el próximo desayuno. Ni comparación con la de Tasende, allá en Monte, que comíamos con la barra a la salida de clase, después de patiar treinta cuadras para ahorrarnos el trole.

Sin embargo, no llego a la pizzería porque al cruzar Cangallo con luz roja [uno tiene sus principios] escucho mi nombre pronunciado por una cascada voz femenina que resulta ser la señora de Acuña, ex amiga íntima de mi vieja pero que de todos modos sigue siendo amiga no íntima, y que está de paso por «esta ciudad divina», donde ha venido a hacer unas compritas aprovechando el cambio favorable «antes de que se den cuenta» y «estos ladrones lo ajusten de nuevo». Está con el marido y las nenas, una de las cuales es de mi edad y la otra de la suya. Y la de mi edad nació en Libra, igual que yo, y es la excepción estúpida que confirma la regla inteligente. El señor Acuña, por su parte, tiene una cara de fatiga que da ídem, y se toma un buen trabajo para resoplar con cierta calculada intermitencia, a fin de que su esposa legal aquilate su sacrificio. Digo esposa legal porque yo le conozco la amante clandestina, y él conoce que yo conozco: una vez los vi entrando taxicómicamente en la modesta amueblada de la calle Rivera, y la clandestina no estaba mal, el veterano no es zonzo, o sea que la nena no salió a él. De modo que cuando la señora de Acuña dijo que ahora no me soltaban y que tenía que cenar con ellos, así les contaba toda la historia de mis prisiones [no sé por qué la vetusta emplea el plural], dije que sí porque como el señor Acuña conoce que yo conozco, no va a ponerse amarrete con el menú. La nena que no tiene mi edad sino la suya, y que ahora capté se llama Sonia, me sonrió permanentemente, y a mí no me gusta que me sonrían porque me pongo colorado y eso nunca es bueno, así que me pongo a mirar obstinadamente a la que tiene mi edad y es estúpida y se llama Dorita, porque como me da asco y principio de náuseas, me provoca la palidez cadavérica necesaria para compensar la roja vergüenza que me provoca la sonrisa constante de Sonia. De modo que mirando intermitentemente a una y otra de las chicas, mis mejillas, mi nariz y mi frente adquieren un color natural que, sin embargo y como acabo de explicar, es cuidadosamente fabricado. La señora Acuña insiste con las prisiones, y yo le aclaro modestamente que fue una sola y que no pienso convertirla en plural. El señor Acuña, como conoce que yo conozco, festeja el chiste cual si fuera de Hupumorpo, todo para quedar bien conmigo y cuidarse las espaldas sin percatarse de que yo puedo ser chantajista pero no demagogo. Sin embargo cuando Sonia me pregunta con la voz temblorosa si me torturaron, narro mi historia con lujo de detalles, claro que sin darle ninguna importancia, que es la forma más segura de dársela. Dorita entonces me pone la mano sobre el brazo [náusea, palidez, etc.] y a Sonia se le mueven los dedos de la mano derecha, pero lamentablemente está demasiado lejos para tocarme. Con el fin de dominar mis tensiones, me consagro al jamón con melón, la milanesa con papas fritas, y el helado (doble) de dulce de leche, todo acompañado por dos balones de rebosante cerveza. Sintetizando: pagó juiciosamente el señor Acuña, poniéndole así la firma al convenio tácito.

 

4.

Mi pensión tiene chinches y cucarachas, vive Dios, y las paredes sudan. Yo también. Además, hay un solo baño para siete habitaciones, que en realidad se reducen a seis, pues una está ocupada por dos franchutes jóvenes, que no son lo que se dice fanáticos de la ducha. Él tiene una melena que huele a estofado, y ella unas sandalias abiertas que permiten a la opinión pública enterarse de sus uñas de azabache. Sin embargo, franchutes aparte, el problema del baño es bastante grave, porque si a los efectos de la ducha son seis habitaciones, en cambio a los efectos defecatorios volvemos a ser siete: los galos no se bañan, pero en cambio exoneran el vientre con europea regularidad. O sea que mi alojamiento no pertenece a la cadena del Hilton ni a la cadena del Sheraton, sino [apronten la carcajada] ¡a la cadena del Water! Lástima que no se me ocurrió este horrible chiste cuando estuve con el señor Acuña y su sagrada familia. Habría tenido que festejarlo, muy piola él, porque conoce que yo conozco. En la pensión, que se llama, como es lógico, Hirondelle, porque la dueña dice que sus huéspedes somos aves de paso, en la pensión digo, hay mucha vida. Vamos a entendernos: cuando yo digo vida, quiero decir relajo. Por ejemplo: en la pieza 3 reside un punguista. Él exige que lo llamen Pickpocket, porque se formó en la escuela británica, pero es muy largo como apodo, así que todos lo llaman Pick, y hasta Picky, y él se enoja porque dice que es nombre de perro, pero a esta altura ya no tiene arreglo porque el tercer apodo ingresó a lo que mi profe de historia llamaba la tradición oral. En la número 4 vive una parejita joven, de la cual [puesto que yo vivo en la 5] conozco involuntariamente todos sus ruidos amorosos, que en el caso específico de ella son sencillamente estereofónicos y que me obligan a imaginarla sin ropas con más frecuencia de lo que yo quisiera. El marido o lo que sea, se da perfecta cuenta de mi insoportable situación, pero en vez de tenerme piedad me toma el pelo y cuando se cruza conmigo me dice su estribillo capcioso: «Che, hoy te noto más turbado que ayer, ¿qué te sucede?» Yo lo puteo en silencio, por respeto a la dama sonora, pero él se ríe como el pájaro loco.

En la 6 viven los franchutes, cuyo aroma se cuela a veces por las rendijas, pero debo reconocer que nunca hacen ruidos venéreos. Ruidos de otro tipo sí hacen, ya que él a veces toca la guitarra y ambos cantan canciones de protesta, en un español que les sale directamente de las amígdalas. No se meten con nadie. Si olieran mejor, les tendría simpatía.

En la 7 viven dos botijas, dos nenas, bah, que se la pasan escribiendo a máquina. A veces me despierto de madrugada y solo oigo las sirenas de la cana y la maquinita de ellas. ¿Qué escribirán?

Aclaro que la 1 y la 2 no las tomo en cuenta porque son las que se reserva la patrona, cuyo nombre es Rosa. Doña Rosa. Se sabe [en realidad es imposible no saberlo, porque ella lo narra dos o tres veces por semana] que es viuda y que su marido fue peronista de la primera época, cuando Evita. Una tarde se puso confidencial y bajando la voz, me dijo en tono cómplice: «Ahora él sería otra cosa, ¿me comprende?»

 

5.

Tengo que conseguir trabajo, porque la guita se va acabando y no puedo estar pendiente de lo que puedan mandarme los viejos, que por otra parte siempre va a ser poco. Ya fui a dos o tres comercios de Once que pedían personal en los avisos de Clarín, pero no bien se enteran de que aún no tengo residencia, dicen un no conmovedor. Ahorro hasta en los puchos, pero me parece un sacrificio idiota. Además hay veces que me vienen incontenibles ganas de fumar, y no tengo. Menos mal que ayer me encontré con el flaco Diego y le estuve mangando puchos toda la santa noche. También vino rajado de la cana. Es claro que él la pasó bastante peor, porque no cayó de boludo como yo, sino por más prestigiosas razones. Dos veces lo agarraron [la primera, escribiendo con aerosol en los muros del Cementerio del Buceo una consigna contra los milicos, y la segunda con un volante que no era precisamente oficialista]. Las dos veces lo movieron lindo, con picana y todo; se aguantó como un tronco y lo largaron. Pero él se dijo: «La tercera es la vencida», y se tomó el alíscafo de Villadiego.

Yo lo conocía poco, porque me lleva como cuatro años, y además él siempre militaba. «Así que vos también sonaste», me dijo, cuán amable. «Quién iba a decir, con lo que siempre te cuidaste.» Es difícil explicarle a un tipo como él, más quemado que el ave Fénix, por qué yo no militaba. Traté de decírselo, pero no entendía nada. «Excusas, botija, excusas.» Me revienta que un carajito, que apenas me lleva cuatro años, me diga «botija» con ese dejo sobrador. «Ta bien, ta bien. Pero y ahora ¿vas a militar?» Le pregunto cómo quiere que milite en este caos. No sé por qué se me ocurrió decir caos. «Siempre se puede», dice él. Le aclaro que antes que nada tengo que hallar trabajo. «Sí, eso está bien. Yo ya estoy laburando. Si querés te ayudo.» Claro que quiero. Anoto un nombre y una dirección. Tengo que ir mañana. «Ahora vení conmigo.» Caminamos como veinte cuadras. Yo hubiera tomado un colectivo, pero él dice que cuando se lleva una vida sedentaria, es muy útil caminar, eso beneficia la circulación. Mi tío Felipe, que es naturista, dice esas mismas aburrideces. Por fin nos detenemos frente a un edificio de varios pisos. Subimos hasta el 15. Un tipo de pelo largo y con colgajos, nos abre la puerta. Hay como quince, todos jóvenes. Discuten, pero no puedo enterarme sobre qué. La terminología me pasa por encima del jopo, no pesco ni una. En un rincón está una piba que casi nunca participa. Tiene cara de tedio, pero es ella la que me dice: «¿Te aburrís?» Me encojo de hombros; tal vez sea un encogimiento afirmativo, porque ella dice: «Vení», y se mete por un pasillo. La sigo y subimos por una escalera de madera, con alfombra. No es un apartamento común, sino un penthouse. Después de la escalera salimos a una galería, y de allí a un jardín. Sí, hay un jardín, con árboles y todo, y es un piso 15. También hay sillas, mesas, y algo así como un sofá veraniego. «Vení», vuelve a decir y se sienta en el sofá veraniego. Yo me siento también y por primera vez la miro con atención; por las dudas sonrío. Es morocha, de ojos lindos, oscuros. Será de mi edad o un poco más. El escote es profundo. No está mal. «¿Te gusto?», pregunta muy serena. Es probable que se me haya depravado un poco la sonrisa. Hay algo de maternal en su carita y a mí siempre me gustaron las madres. «Bueno, sí, sobre todo como anticipo.» Ella ríe francamente, y sin desabrocharse siquiera la chaqueta, puesto que hay espacio suficiente, mete una mano y saca un pecho limpito. Yo me siento autorizado a ayudarla, pero ella me frena de manera inequívoca. «No pienses mal. De todos modos, hoy es imposible. Regla de tres compuesta, ¿tamos?» Y como yo dejo traslucir cierto desencanto, agrega: «Perdón, perdón. Lo hice solo porque te vi tan aburrido». Y guarda otra vez el pechito.

 

6.

Las señas que me dio Diego corresponden a una Editorial, presumiblemente de izquierda. Esta vez mi condición oficial de turista no impide la contratación. «Ya buscaremos la solución», dice el encargado. «Lo esencial es que empieces a trabajar, porque imagino que tenés que comer, ¿o imagino mal?» Le digo, por supuesto, que imagina bien, y me asigna un sueldo que es bastante bueno, sobre todo considerando las circunstancias algo irregulares de mi permanencia aquí. Le doy las gracias, y él dice que los argentinos, tantas veces exiliados en Uruguay, tenían ahora el deber de prestarnos solidaridad, ya que esta vez éramos nosotros los jodidos. «Cuando yo era chico, mi viejo estuvo como dos años en Montevideo, haciendo y vendiendo empanadas, y la gente lo ayudó mucho.» No saben cómo me alegro de que mi gente oriental haya ayudado a su viejo porteño. Además, me vienen unas ganas locas de comer empanadas. Eso me ocurre con cierta frecuencia: que alguien menciona una comida, o un postre, o un helado, y el estómago se me empieza a retorcer de tantas ganas. En tales casos, soy capaz de pagar cualquier cantidad con tal de tener la comida en cuestión, pero como casi nunca tengo cualquier cantidad, debo quedarme con las ganas, y en realidad no es una catástrofe. De todas maneras, éste es un problema que tenemos los desvalidos y que me permite comprender el odio de clases.

Mi trabajo en la Editorial consiste por ahora en corrección de pruebas. Alguna vez hice en Monte suplencias de corrector. Perdí injustamente ese laburo cuando dejé pasar una errata que el autor consideró inadmisible, humillante y soez: orínico por onírico. No era para tanto, creo. Convengamos en que el intelectual es por definición un susceptible. Espero que los de aquí no sean tan delicados.

Ya comencé con mis nuevas funciones, así que le escribí a la vieja que se queden tranquilos: no moriré de hambre. Aunque, eso sí, no descarto la muerte al cruzar Libertador o si me pesca una bala perdida en cualquiera de los tiroteos que amenizan esta gran urbe. Esto último lo puse para que tengan de qué preocuparse, ya que solo cuando están ansiosos mejoran sus relaciones conyugales.

A cada rato me encuentro con gente de la vecina orilla. Aunque tal vez no sea correcto nombrarlos así. He notado con cierta alarma que los únicos que decimos «la vecina orilla» somos nosotros con respecto a Baires, pero no los porteños en relación con Monte. Los cronistas deportivos de aquí, sobre todo los de radio, cuando se refieren a nosotros dicen «la otra banda». Tampoco escriben «allende el Plata», o sea que jamás podrían hacer deportes en El Diario o La Mañana.

Casi todos los compatriotas que encuentro y/o conozco ya se hallan trabajando, aunque casi ninguno tiene vivienda más o menos estable, y hasta me topé con uno que ni siquiera tiene documento. No cometo la indelicadeza de preguntarle cómo entró. Puede haberlo perdido, claro. Uno de los compatriotas me enseña dónde queda el consulado uruguayo. Por las dudas, cruzo a la vereda de enfrente. En esta zona veo muchas caras conocidas de la patria chica, pero prefiero dirigir mi seductora mirada hacia otro punto cardinal, ya que la mayoría son tiras que en otro tiempo frecuentaban los cafetines del Cordón. El flaco Diego, que se las sabe todas, aconseja no concurrir a los cafés ni a las pizzerías de Corrientes, sobre todo entre el Obelisco y Callao, porque allí anda suelto tanto tiraje oriental que hasta se vigilan entre ellos. Una lástima, porque a mí me gusta Corrientes, sobre todo de noche.

En vista de que voy a tener sueldo, aflojo un poco mi política de ahorro y compro cigarrillos. Mamá siempre dice que si sigo fumando así voy a morir de cáncer al pulmón como mi abuelo, pero él crepó de 81, así que me faltan nada menos que 64, a qué me voy a angustiar desde ahora, tampoco hay que pasarse de previsor. Capaz que me secuestran o me acribillan la semana que viene, cruz diablo, y me voy al purgatorio sin haber tenido siquiera este disfrute. O sea que en media hora fumo más que tres murciélagos juntos. Digo esto por simple hábito coloquial, ya que en realidad nunca vi fumar a un murciélago, mucho menos a tres. En rigor, debería decir «más que tres monos», ya que, aunque no hayan ingresado al diccionario de modismos, hay monos que son empedernidos fumadores, y de eso sí soy testigo porque sé de uno que fumaba en Villa Dolores y otro más en Palermo, y este último además sacudía la ceniza sobre la palma ahuecada de la mona, flor de masoca la simia.

Cuando le digo a doña Rosa que por fin he conseguido laburo, da rienda suelta a su entusiasmo y me besa casta y sudorosamente en ambas mejillas. Como el baño está ocupado por la dama sonora, debo esperar como 38 minutos si quiero lavarme el pegote. Claro que la vieja no lo hace con intención aviesa, pero igual me jode. Es buena, menos mal. Aunque para mi gusto, se pasa de entusiasmo. Personalmente opino que éstas no son épocas para entusiasmar a nadie. Hasta el fútbol da lástima. Tengo la impresión de que ahora nos amamos con los porteños, porque ellos y nosotros estamos a cuál más patadura en el viril deporte. Unidos en la desgracia. Bueno, doña Rosa se entusiasma con Vélez. Es el colmo. Ni siquiera es hincha de un cuadro importante, como Boca o River. Escucha el partido íntegro por la radio, y a la noche vuelve a ver los goles por televisión, que para mayor aberración no son los que metió Vélez sino los que le metieron. Otra masoca. Por eso dejo que me bese casta y sudorosamente las mejillas, a fin de que canalice de algún modo su entusiasmo potencial. Y bueno, cuando por fin sale la dama sonora, entro al baño y me lavo el pegote.

 

7.

Al menos en esta primera semana, el trabajo me gusta bastante. Hasta ahora no he tenido quejas. Es claro que al final de la tarde tengo el balero que es una matraca. Fatiga intelectual. Quién me iba a decir a mí [como estudiante evité siempre el surmenage] que iba a terminar haciendo semejante concesión: fatiga intelectual, nada menos, como un traga cualquiera. Para peor, a la salida me encuentro con Leonor y su hija. Esa familia siempre me cayó bien, pero hoy me dejaron en ruinas. El marido de Leonor está en el penal de Libertad. Ella lo vio antes de venirse, y dice que envejeció diez años en cuatro meses. Lo han reventado. Él fue quien les pidió que se vinieran. Leonor no quería, pero parece que él se angustiaba tanto que al final ella le prometió que sí. Ahora no saben qué hacer. Laura, la hija, me mira esperanzada, como si yo pudiera darles una idea salvadora. Pero, aunque me estrujo el cerebelo no se me ocurre nada. Y Leonor que llora despacito, sin armar escombro. Ni siquiera llora para Laura o para mí. No, llora para ella. Le pregunto a Laura por Enrique, su hermano, que en primaria fue mi compañero de banco. «Hace un año que no sabemos de él. Está borrado. Todos los días compramos los diarios de Montevideo para ver si aparece en alguna nómina, mejor dicho, con el pánico de que aparezca en alguna.» Y yo parado como un imbécil, sin saber qué decirles, ni qué hacer. Les cuento que trabajo en una editorial, les digo que si llego a saber de algún trabajo para Laura, les aviso. Me dejan el teléfono de unos amigos. Después se van, apretadas una contra otra, como protegiéndose. No puedo comer nada. Una vergüenza. A la noche, cuando me acuesto, de repente me viene como una sacudida, un estremecimiento, qué sé yo, y lloro como un cuarto de hora. Y todo, por una desgracia que no es mía. ¿O será?

 

8.

A Celso Dacosta lo había visto solo un par de veces, al á en el Prado, cuando ambos frecuentábamos el club Atahualpa. Pero cuando me ve en Pueyrredón y Viamonte, me grita por entre los colectivos y cruza a las zancadas. Me abraza, me pregunta si estoy viviendo aquí, me vuelve a abrazar. Que ahora no puede, porque va muy apurado, pero que tenemos que vernos. Por lo pronto, quiere saber si tengo libre la noche del sábado. Que hay una reunioncita en casa de unos amigos, «platudos pero izquierdosos, el pueblo bien vestido jamás será vencido». Que no vacile más. Que aquí tengo la dirección. Que llegue después de las diez. Bueno, digo.

Y voy. Es bruto piso, esta vez en Libertador. Llego a las diez y media, pero Celso no está. Me encuentro bastante perdido. Hay como sesenta personas. Y es toda gente conocida. Son caras que he visto en Gente o en Siete días. Me presentan a tres o cuatro, pero en cuanto puedo me quedo solo, con un vaso en la mano, contemplando con gesto admirativo un cuadro de mierda. Afortunadamente se olvidan de mí. Entonces puedo mirar a todos. Vine con la mejor ropa que tengo, pero cualquiera puede advertir que mi pozo es de otro sapo. Ellos están de sport, pero qué sport, mama mía. Las mujeres se ríen para adentro, a fin de que el maquillaje no se les desarme. Sus carcajadas suenan como en una cavernita. Y los hombres les hacen más y más chistes, para joderlas, claro, y al final siempre consiguen que alguna lance la carcajada hacia fuera y en consecuencia desplanche las arrugas.

Cuando por fin llega Celso, me pesca mirando de soslayo a una morocha silenciosa que lo único que hace es tomar jugo de naranja. Que si sé quién es. Que si quiero me la presenta. Y antes de que yo responda, estamos presentados. Y allí nos deja, ella con su jugo y yo con mi whisky. Ella da un resoplidito, como diciendo qué pesado [Celso, claro] y yo, por hacer algo, frunzo el ceño. Le digo que la he visto en Sueñorreal y que me parece que ella tiene condiciones para más, mucho más. «Es una porquería», dice. Cuando habla, aunque solo diga esa banalidad, su atractivo se multiplica por cinco o por diez. Sucede que cuando está callada, su expresión es muy dura, casi agresiva. Cuando habla, en cambio, se ablanda, se vuelve cálida. Se lo digo. «Así que sos buen observador.» No, generalmente no lo soy. Me ha gustado observarla a ella, eso es todo. «¿Por qué?» Bueno, porque es linda [risita de ella, soplido mío], pero además porque tiene una mirada misteriosa [levanta las cejas], no de gran misterio, sino de misterio pequeño, breve. Suelta una carcajada, sin la menor preocupación por el maquillaje. «¿Así que misterio breve? ¿Y por qué breve?» Porque en cualquier momento se disipa, se resuelve. «¿Y se puede saber con quién tiene que ver ese misterio?» Hasta este momento me las arreglé para evitar el tuteo o el usteo, pero aquí no tengo más remedio que decidirme y sigo: «Con vos». El voseo la sorprende [debe tener 26 años, o más], no lo esperaba, pero menos aún esperaba lo que el voseo dice. Toma un poco de jugo para hacer tiempo. Los ojos oscuros le brillan. «¿En qué trabajás?» Se lo digo. «¿Por qué no venís mañana a buscarme después del ensayo?» Me gusta y no. Me gusta su físico, especialmente su cara, también sus manos y sus piernas. Me gusta también ese misterio que le inventé. Pero no me gustan tres cosas: que sea actriz, que sea famosa, y que sea tan vieja. Figúrense, yo con una vieja de 26 años. Pero la tentación es grande. «¿Tenés miedo? No voy a comerte. Es para que conversemos, solo eso. ¿Y sabés por qué? Me gustó eso que me dijiste. Creo que tenés razón: hay un misterio pequeño y breve, un misterito, y tiene que ver conmigo misma. A lo mejor me ayudás a resolverlo.» Ahora soy yo quien trago whisky para ganar tiempo.

 

9.

Digamos que se llama Isabel. Claro, ése no es su nombre. Pero no quiero quemarla. Aunque siempre es posible que mañana o pasado, Antena o Radiolandia informen que la hermosa protagonista de Sueñorreal [tampoco ése es el título] fue vista en compañía de un espigado joven. Así que digamos se llama Isabel. El espigado joven pasa varias horas pensando que irá a buscarla a la salida del ensayo. El problema es la ropa. Pero lo resuelvo fácilmente. En vista de que no puedo competir por lo alto, decido vestirme a lo reo. Y sin complejos. Como si estuviera orgulloso de la tricota tejida por mi vieja.

Llego tan puntual que me da vergüenza, así que doy tres vueltas a la manzana antes de establecerme en la puerta del teatro. En realidad, podría haber dado diecisiete vueltas, porque ella demora una hora, nueve minutos, veinte segundos. Mantengo un cruento enfrentamiento [como diría Radio Carve] con mi dignidad, cuyo insistente consejo es que me vaya y deje plantada a la destacada intérprete. Sin embargo, me quedo. No sé bien por qué, pero me quedo. Podrido de esperar, pero me quedo. Por fin aparece. Sale del ascensor, con todo un clan. Soy el único que está esperando, así que no hay confusión posible. Pero ella pasa, riéndose y manoteando [en este momento me parece vulgar], me mira como quien mira una cornisa, una bisagra o una cucaracha, y sigue riéndose y manoteando con sus pares. Yo soy impar. Montan en tres autos y arrancan con un ruido infernal. O sea que el espigado jovencito no será mencionado en Radiolandia ni en Antena. Entonces me doy cuenta de que estoy sudando. Debe ser que la tricota que me hizo la vieja es demasiado abrigada.

 

10.

Fumo un cigarrillo y me siento mejor. Después de todo, ¿qué tengo que ver con ese mundo? Porque acá, ser actor o ser actriz no es lo mismo que en Monte, donde uno puede encontrar a Candeau en el trole, o a Estela Medina en la panadería. No sé si es mejor o peor, pero no es lo mismo. Allá nadie hace mucha guita en el oficio. Además, no hay cine. Aquí sí, y en el cine corren los millones. Siempre están hablando de que el contrato es por tantos y cuántos palos. Y en la televisión, y hasta en el teatro. Y qué aparato de propaganda, con chismes y todo. ¿Cómo no va a creer esta gente que es lo más importante del mundo y sus alrededores?

A esta hora ya no hay subte y los colectivos escasean. Hay taxis, claro, pero yo estoy seco. De modo que regreso caminando a la Pensión Hirondelle. Deben ser unas ciento veinte cuadras. O quizá sean trescientas quince. Pero me hace bien. Paso primero por la decepción, luego por la bronca, y finalmente asumo una relativa calma. ¿Será que he alcanzado la madurez? ¡Jamás! ¡Renuncio solemnemente a madurar! Como bien dijo Heráclito, la fruta madura es la que está más cerca de podrirse. Bueno, no sé si fue Heráclito, pero siempre hay que mencionar una fuente prestigiosa. A lo mejor no lo dijo nadie y entonces aprovecho y lo firmo yo. Cuando la alternativa es Madurar o Morir, entonces por supuesto prefiero la Muerte. Si anteanoche se lo hubiera dicho a Isabel, tal vez se habría acordado de mí. No hay que tener miedo a las palabras. Las palabras consiguen cosas. Y mujeres.

No todas las ciudades son lindas por la noche, sobre todo si uno las camina en plena decepción. Pero Baires me gusta aun en estas inclementes condiciones. Siempre tiene algún perro vagabundo que decide acompañar a los espigados y abandonados jovencitos, y a veces, como esta noche, son cuatro los perros vagabundos. Se amontonan, se separan, se vuelven a reunir, me acompañan en cada cruce, no sin antes fijarse a diestra y siniestra [debe haber sido un diestro el que inventó que la izquierda era siniestra ¿no?] y esperar que pase rugiendo el larguísimo camión-tanque, para luego flanquearme otra vez en la vereda de enfrente, tan conscientes de su papel de custodios, que ni siquiera husmean los tachos de basura ni se montan los unos a los otros, para decirlo en lenguaje bíblico, todo lo cual es una muestra de que consideran su desfile nocturno, no como un alarde de hedonismo sino como un austero acto de servicio. Y así vamos los cinco, con paso preocupado y sin darnos respiro, viendo cómo aquí el viento arremolina los papeles sucios de la jornada, y cómo allí un tipo de nariz ganchuda propina dos trompadas cautelosas [como si no quisiera romperle el tímpano] a una puta opulenta que ni mosquea y a su vez le da al musculoso una bruta patada en el cóndilo femoral [¿vieron cómo sé de esqueleto?]. Más allá, afortunadamente fuera de mi contorno inmediato, los ululantes carromatos policiales de siempre. Y aunque ese riesgo transcurre lejos, los cuatro perros se detienen y me miran ansiosos, como esperando de mí una definición, un diagnóstico o un alerta. Pero yo sigo caminando indiferente. Entonces los cuatro se consultan y deciden continuar con su marcha solidaria. Diez cuadras más allá, dos botones advierten de lejos nuestras presencias y se detienen a esperarnos. Pero se ve que los cinco imponemos respeto, ya que pasamos frente a ellos sin que se atrevan a molestarnos.

 

11.

En la Editorial corrijo pruebas hasta quedar estúpido. Hace una quincena que estoy dale que dale con una revista de economía. Primero fue un ensayo de setenta páginas, sobre desarrollo económico de Inglaterra en las etapas previas a la revolución industrial. Encontré quince erratas en la cría de ovinos, veinte en los hurtos de tierras comunales, y doce en el patrimonio eclesiástico. El tema no es precisamente una diversión. De noche sueño con residuos feudales y racionalización del proceso productivo. El artículo que me toca hoy trata de la utilización de las leyes económicas. Ahí encuentro nueve erratas en la acción espontánea de las leyes objetivas; dieciocho, en la necesidad natural de la producción social, y apenitas cuatro en la acción concordada de los trabajadores. O sea que esta noche soñaré con las normas tecnicoeconómicas científicamente fundamentadas y el tiempo medio socialmente necesario. ¡Y a mí que me aburrían las matemáticas! Mientras voy corrigiendo, decido no poner atención al tema, por dos razones. Una: que ni aun poniendo atención entiendo de qué se trata. Dos: que si intento empaparme en el asunto, se me escapan las erratas. En una ocasión vuelvo atrás, porque me distraje, y lo bien que hice [no en distraerme sino en volver atrás] porque se me habían pasado nada menos que congunto y eslavones.

A veces me ocurre que leo y leo sin pestañear, y los ojos se me ponen duros de tanto tenerlos abiertos. Ya sé que es idiota, pero de a ratos me parece que si pestañeo, en ese preciso instante se me va a pasar la errata que espera agazapada entre tantas leyes económicas. Entonces lo que hago es señalar con la uña [dicho sea de paso, tengo que limpiármela] la palabreja en que me detengo, miro hacia el costado, pestañeo cómodamente varias veces seguidas y vuelvo a la galera con los ojos ya más humedecidos y menos rígidos. Y solo entonces retiro la uña, luego de limpiarla con una tarjetita.

 

12.

A Dionisio —22 años, vecino de barrio, estudiante de química— lo encuentro en Córdoba y Canning. Hace solo seis meses que no lo veo, pero parece que hubieran pasado por él como diez años. Ha perdido vitalidad, dinamismo, travesura, qué sé yo. No está histérico, sin embargo, como tanto compatriota que encuentro. No, él está calmo. No sé qué es peor. Porque su calma es sobre todo una tristeza bárbara. Al principio no sé qué decirle, qué preguntarle. Siempre fue más lúcido, más inteligente y más seguro que todos nosotros. Cómo voy yo ahora a aconsejarle, a compadecerlo, a ayudarlo. Además, ¿compadecerlo de qué? Le digo si quiere que tomemos una cerveza. Y acepta.

Cuando el mozo deja frente a nosotros los dos balones, Dionisio sonríe por primera vez, pero es una sonrisa gris, sin impulso, apagada. «¡Qué seguro estaba yo! ¿Te acordás?» Claro que me acuerdo. Ya no puedo seguir sin preguntarle. Y le pregunto. Estuvo preso, claro, quién no. Solo cuatro meses. Los agarraron a él y cinco más, incluido Ruben, en una reunión en lo de Vicky. «¿Te acordás de Vicky?» Por supuesto. No es para olvidarla. Casi le digo eso, pero me freno, quizá porque tengo la impresión de que está a punto de llorar y que ahí está el nudo del problema. Vicky era su noviecita. Y todo tenía aspecto de amor eterno. Siempre se los veía juntos: en el parque, en las asambleas estudiantiles, en el ómnibus, en el cine, en la Facultad. «La llevaron con nosotros. Al principio nos trataron correctamente. Era el “bueno”. Como no consiguieron sacarnos nada, nos pasaron al “malo”, que ni siquiera se demoró en la etapa de los piñazos. Directamente a la máquina. No sabés lo que es eso. Sufrís por vos y por los otros. Nunca nos amasijaban simultáneamente. Se la agarraban con uno, y que los demás imaginaran lo peor, bajo la capucha. Tan es así que cuando llega el momento de que te la apliquen a vos, tratás de gritar lo menos posible [aunque es imposible no gritar] para joder menos a los que escuchan y no ven. Así estuvimos quince días.» De pronto veo que se afloja, que se tapa la cara con las dos manos. La voz empieza a llegarme entrecortada, por entre sus dedos húmedos y crispados. «La única vez que me sacaron la capucha fue cuando la violaron frente a mí. Me tenían amarrado, desnudo. Y a ella a tres metros, desnuda, con las muñecas y los tobillos atados a una tabla ancha, en el suelo. Fueron como diez. Y ella sabía que yo estaba allí, impotente. Al principio gritó como loca, luego se desmayó, pero ellos siguieron, siguieron. Yo quería cerrar los ojos, pero los tipos se daban cuenta y me los abrían a la fuerza. Tuvieron que llevarla al Hospital Militar. Casi se les muere. Un mes después nos soltaron a todos, menos a Ruben.» No sé qué hacer. Le pongo una mano en el brazo. La gente del café lo mira gemir y balbucear. El mozo viene a preguntar si «su amigo se siente mal» y tengo que inventar que «le han comunicado una desgracia familiar». Dice «pobre» y se aleja con el cinzano y las aceitunas que le pidieron de otra mesa. Dionisio se va calmando, y yo le pregunto dónde y cómo está ahora Vicky. «Vive pero no existe ¿entendés? Nunca se recuperó. No volvió a hablar. La vi, le hablé. No responde, no reconoce a nadie. El viejo tiene guita y la quiere llevar a Europa, a ver si allí pueden hacer algo. Los médicos recomendaron que yo no la viera más, al menos por ahora: era contraproducente, según ellos. Además, a mí me fueron a buscar dos veces a casa. Al final, tuve que salir, y todavía no sé cómo lo conseguí. Salí por Rivera a Brasil, luego por Uruguayana a Argentina, y me vine hasta aquí haciendo dedo. Demoré veinte días.» No puedo quitarme del mate la imagen de Vicky, tan linda, tan emprendedora, tan deportiva, tan buena estudiante. Dionisio levanta la cabeza, los ojos ya sin lágrimas, y mirándose la punta del zapato, dice despacito: «Y todavía falta lo peor de la historia». Tengo que estirarme para oír: «Está embarazada». ¿Vieron? La puta vida también puede ser cursi.

 

13.

Me refugio en una galería de Santa Fe, porque el tiroteo suena cercano. Y empiezo a mirar vidrieras, para hacer tiempo. Hay una muchedumbre en la galería. Los dueños de las boutiques salen ganando con estos tableteos de ametralladora. Porque la gente se pone a salvo en las galerías y siempre termina comprando algo. Además, los que se resguardan compran por cábala, por agradecimiento a ese azar que los pone cerca de Santa Fe cuando van a empezar los tiros. No es lo mismo que la «balacera» [como dice la TV] te pesque en Santa Fe y Talcahuano, o que te agarre cuando cruzás 9 de Julio, o sea en pleno descampado de asfalto. No tengo un solo mango para comprar nada, así que simplemente miro la vidriera de los casettes, después la de la ropa de los playboys, más allá la de colgajos para hippies, más aquí la de cerámicas, y la de velas de colores, y la de grabadores, y la de cámaras fotográficas. Ya solo me quedan las boutiques femeninas, y me paro frente a una de ellas, sin ver nada, indeciso. De pronto noto que desde adentro alguien saluda con la mano. Tiene que volver a hacer señales, porque en el primer momento pienso que el saludo es para otra de las personas que andan haciendo tiempo o esperando que cesen los tiros. Solo cuando sonríe me doy cuenta de que es, digamos, Isabel. Saludo sin muchas ganas, y ella me hace señas de que la espere. No la había conocido porque tiene otro peinado, otro color de piel [está como más cobriza] y sobre todo otro atuendo: en vez del vestidito deportivo que llevaba cuando la conocí, o el saco largo de cuando me dejó plantado hace veinte días, ahora lleva uno de esos conjuntos con chaqueta ajustada y pantalones amplísimos. Recuerdo que mi vieja los llama «palazzo» pero yo creo que simplemente son pijamas de calle.

Sale por fin, cargada de paquetes, y no me mira como a cucaracha ni cornisa sino como a joven espigado. Además me besa levemente en la mejilla. El perfume funciona. No sé si me entienden [¿quiénes son ustedes?]. Suave, pero tremendo. De pronto me parece que toda la galería tiene ese perfume. Suave. Pero tremendo.

Está alegre hoy. No taciturna y aburrida como la noche de la reunión, ni ruidosa y frívola como la noche que me dejó plantado. Alegre nomás. Y no menciona la cita incumplida. Tampoco la menciono yo. Nombrarla sería humillarme. Hoy estoy de camisa. También puede ser que la otra noche no me haya reconocido porque llevaba la tricota que me tejió la vieja. Pero, en ese caso, tendría que reprocharme que no fuera a buscarla. O quizá no me lo reprocha para no humillarse ella. «¿Qué hacés aquí? ¿Andás de compras?» Aclaro que me metí en la galería a causa de los tiros. «Yo también. Pero me salió caro. Mirá todo lo que compré.» La ayudo con los paquetes. «Vení conmigo. ¿O tenés algo que hacer?» No, no tengo que hacer. «El auto está a media cuadra. Y ya se acabaron las balas. Por hoy, al menos.» Es cierto. La gente se va reintegrando lentamente a la calle. La avenida recupera su enloquecido ritmo de siempre. La gente grita, ríe, se llama. Dos convertibles, tripulados por varios maricones a todo color, se meten veloces entre los colectivos y los taxis para poder llegar al próximo cruce antes de que se encienda el rojo. Nadie diría que este año ya ha habido novecientos muertos por razones políticas.

Antes de que lleguemos a la playa de estacionamiento, empieza a lloviznar. Así y todo, firma dos autógrafos: a una jovencita de voz chillona y a una señora respetable. Tengo la impresión de que disfruta con el asedio. Otra gente no le pide nada, pero la señala. Ahora la llovizna se transforma en lluvia. Yo me siento libre, nadie me tiene en cuenta, aleluya. Ella acomoda los paquetes en el asiento de atrás. «Qué frío, che. Vení, vamos a casa a tomar un trago. Después de tantos tiros y tantas compras, nos hace falta ¿no? Además, tenemos que festejar el encuentro.»

El apartamento no es lo que se dice suntuoso, pero en cambio es muy confortable. Yo me desparramo en un mueble extraño: muy chico para ser cama y muy grande para ser sofá. Me quedaría horas echado ahí. Desde el fondo de aquello, empiezo a examinar el ambiente único. Decido que un apartamento así será el ideal de mi vida cuando ésta se vuelva sedentaria. Por ahora no, porque soy nómada. He notado que los sedentarios siempre son viejos. O maduritos como, digamos, Isabel. Le pregunto si se considera sedentaria. «¿Qué es eso?», inquiere a su vez, con las palabras medio acuosas, porque se está lavando los dientes en el baño. Le aclaro que sedentarios son los que no andan loqueando de domicilio en domicilio, de pradera en pradera, de país en país; éstos, en cambio, se llaman nómadas. Si me oyera la profe de historia, estaría orgullosa de mí. Pero no está orgullosa; está presa. «Entonces soy sedentaria. Odio las praderas. Odio las mudanzas.» Ya me parecía. Eso le sucede por tener cosas que mudar. En cambio, todo mi equipaje soy yo mismo. «Qué lindo eso, parece de Antonio Machado. ¿Sabés que yo empecé haciendo un recital de Antonio Machado?» No, no sé. Evidentemente, ésta se cree que todos estamos al tanto de su biografía. Pero para que vea que sé quién es Antonio Machado, le recito: «Arde en tus ojos un misterio, virgen [pausa] esquiva y compañera [pausa]. No sé si es odio o es amor la lumbre [pausa] inagotable de tu aljaba negra». La cita le hace asomar la cabeza. La cabecita, bah. Digamos Isabel. «Cultísimo, joven, cultísimo. Aprobado por unanimidad.» Ahora está con un blue jean y una polera azul. Se cambió en dos patadas. Como se cambian las actrices, bah. «El whisky ¿lo querés solo o con hielo?» Con hielo, claro. Viene con los dos vasos y se sienta en la alfombra, pose de Buda. «No te quedés en ese camastro. Vení, descendé hasta el pueblo.» Me da lástima dejar el mueble extraño. Además, no me gusta sentarme en el suelo, aunque esta vez medie, entre el suelo y yo, una alfombra tan suave y mullida como ésta; tengo las piernas muy largas y nunca sé dónde ponerlas. Cuando me siento en el suelo, me parece que por todas partes me rodean mis piernas. Pero era más incómodo mirarla desde el camastro, así lo llamó ella, y después de todo no es desagradable sentarme en la alfombra no solo rodeado por mis piernas sino también por Digamos Isabel en un apartamento de un solo ambiente donde no hay nadie más que rompa los forros.

«La otra noche me dijiste que yo tenía un misterio pequeño y breve. Y también que ese misterio tenía que ver conmigo.» Tengo la impresión de que ya se me pasó el rencor. En los últimos minutos, he empezado a tratarla mejor. Pero de a poco, de a poco. Hay pendejos que se mueren por las actrices. Yo no. Me gustan o no me gustan, pero no me muero por el as. Ésta, por ejemplo, me gusta. Tampoco ella está tranquila del todo. Y eso que debe tener bruta cancha para tratar con nosotros, los jóvenes espigados.

«¿Sabés cuál es el misterio pequeño y breve que tiene que ver conmigo?» Entre dos tragos de Escocia, mi cabeza dice no. Si ella supiera que eso lo dije la otra noche, nada más que para salir del paso. Debe pensar que soy astrólogo o quiromántico. «El misterio es que estoy viviendo en falso.» Ah. «Lo que me dijiste me siguió dando vueltas en el moño. Me costó admitirlo ¿sabés?» Ajá. «Fue por eso que la otra vez, a la salida del ensayo, hice como que no te veía.» Proyecto decir ajajá, pero el estornudo me saca del apuro; además, me sueno discretamente las narices. «¿Te resfriaste con la lluvia? Sí, fue por eso que pasé riéndome como una tarada. Porque no estaba segura.» ¿Segura de qué? «Bueno: de que realmente quería hablar con vos de todo esto. Así que lo dejé al azar. A lo mejor no sabés que los actores somos horriblemente supersticiosos, cabuleros. Si lo encuentro, se lo digo. Si no lo encuentro, se acabó.» Y me había encontrado.

Digamos Isabel está ahora como transfigurada. No sé qué le pasa. Está luminosa. O transparente. La gran siete ¿me estaré enamorando? Ya perdió la transparencia, menos mal. Pero tengo que andar con cuidado. «Sí, estoy viviendo en falso. Fijate, yo no era así. Era bastante mejor que esto. Vengo de una familia bien proleta. ¿Verdad que no lo parece? Hasta hace tres años, mi viejo todavía trabajaba en la fábrica, y mi vieja cosía para las damas del barrio. Ahora no, porque yo gano bastante y les compré una casita y los ayudo. Aparte de que el viejo se jubiló. Y también mi hermano los ayuda. Es traductor simultáneo, gana bien. Pero ¿a qué venía todo esto? Ah, sí. Te decía que vengo de familia proleta. Y por eso mi vocación de actriz, que sí la tengo, no era para llegar a porquerías como Sueñorreal.» [No es el título, ya saben.] «Yo siempre quise ser actriz, pero el objetivo esencial era hacer algo útil, ayudar a que la gente entendiera cosas, y no a confundirla, como ahora hago. En el fondo, también ayudo a confundirme.»

Digamos Isabel vacila. Se pone linda cuando vacila. Se interrumpe, y entonces tomo otro trago de Escocia, pero éste es el último. «Sé que algún día tendré que tomar una decisión. Y será grave. Porque: o sigo confundiendo y confundiéndome, o me libero de toda esta mierda. No es fácil. Para vos puede ser fácil, porque estás en cero. Como dijiste hace un rato, sos tu único equipaje. Pero yo he ido fabricándome tentaciones, y cayendo en ellas. Viste, te sentaste un cuarto de hora en ese monstruo, y cuando te pedí que vinieras a la alfombra, te costó abandonarlo. Todo es así. El confort es muelle, cada vez más muelle; ablanda, aquieta, inmoviliza. Y si a pesar de todo te movés, es para ganar más plata, a fin de conseguir más confort. Ese mueblazo me lo compré para leer con comodidad. Pero debo confesarte que nunca lo he usado para leer sino para dormir la siesta. Que es para lo único que sirve, porque ni siquiera es bueno para hacer el amor.»

Sospecho que esto quiere decir algo, pero Digamos Isabel no parece estar insinuando nada. ¿O estará insinuando y no me doy cuenta? ¿Por qué seré tan adolescente, diosmío? Por lo pronto me sirve otro whisky, ya que ha dejado la botella al alcance de la mano, junto a la alfombra. ¿Habrá querido decir que el mueblazo no sirve, pero la alfombra sí? Decido mirar a Digamos Isabel, pero de pronto me doy cuenta de que tampoco yo estoy insinuante. Debe ser que el tema es demasiado grave. Le pregunto qué la hace sentirse tan mal en su trabajo. «Mirá, quizá sea la tremenda distancia entre lo que podría hacer y lo que efectivamente hago.» ¿Y por qué no lo hace, carajo? «Razón número uno: tengo miedo. Pero es un miedo bastante complicado. Incluye, por supuesto, el pánico a que me pongan una bomba o me secuestren o me amenacen o me maten. Mientras haga estas boludeces de ahora, estoy a salvo, porque no se me oculta que indirectamente colaboro con ellos, les sirvo. La cursilería como factor de alienación. Así tituló su ponencia un sociólogo amigo mío, y el muy cínico me la dedicó. Pero hay otro miedo. Por ejemplo: el pánico a perder el nivel de vida, este apartamento, el confort, el auto, el mueblazo, la alfombra, el whisky escocés. Y te juro que no sé cuál de esos dos miedos es el más importante; cuál el que me frena y a la vez me liquida. Porque fijate: yo podría elegir un punto intermedio, algo por lo menos decoroso. No creo que los ovarios me den para hacer teatro o recitales políticos, porque hoy en día eso te puede costar el pellejo. Pero sí podría hacer teatro o cine o recitales con textos decentes, textos buenos. Ya que no me animo a trabajar por la justicia, y mucho menos por la revolución, podría trabajar al menos por la cultura.» ¿Y? «Pero así no se gana plata. Yo conozco esta mugre. Estoy en ella. Conozco cómo se fabrica un éxito. Te aseguro que es un asco.»

Ya hace un rato que la oigo como a través de una niebla, y cada vez le doy menos importancia a lo que está diciendo. Está a pocos centímetros de mi mano, bocarriba en la alfombra, con la mirada fija en algún centímetro del cielo raso. La polera se le ha subido un poco y queda a la vista una franjita de piel cobriza. Hacia allí extiendo mi mano. Siento que la piel se le estremece como la de un caballo cuando espanta las moscas. Pero yo no me espanto. La piel tostada de Digamos Isabel es además suavísima. Ella suspende la frase en un punto y coma. Quizá la tomé de sorpresa. No dice nada. Simplemente me deja hacer. Hay un cierre metálico que se atraca, como siempre. Entonces ella baja sus manos y me ayuda. Actúa fríamente, como si hubiera llegado a un punto inevitable. Lo sorprendente es que su cuerpo es increíblemente joven, como de quince y no de veintiséis. Me quito la ropa despacito, como si yo también tomara las cosas con calma. También puedo ser actor, qué joder. Incluso tengo presencia de ánimo como para tenderme luego junto a ella [la verdad es que tengo un poco de frío] que sigue bocarriba mirando el cielo raso. Con una mano le doy vuelta la cabeza, para verle los ojos. Está llorando. Eso no lo esperaba, y no puedo evitar que me conmueva. Le paso con suavidad los dedos por la mejilla. Ella dice: «Así como estamos hay menos diferencia entre vos y yo. No importa que mis ropas sean modelos exclusivos y en cambio las tuyas sean tan baratas como las que yo usaba cuando iba al colegio de San Nicolás. No importa, quedaron ahí, en ese montón, y ya no nos discriminan. Y cuando me acaricies [¿me vas a acariciar?], no importa que no tengas un mango y yo en cambio posea una jugosa cuenta bancaria. Los cuerpos no tienen bolsillo ¿viste? Tampoco importa que vos vengas huyendo de tu policía, y yo en cambio esté huyendo de mí. Mirá, tus vellos y los míos son casi del mismo color.» Yo los arrimo, para que Digamos Isabel y yo podamos comparar. Efectivamente, son casi del mismo color. Se mezclan y no se nota la diferencia. Todo parece formar parte del mismo vellón.

 

14.

Dionisio se ha propuesto analizar la derrota: la del país y la suya propia. «¿Tengo derecho a sentirme deshecho, simplemente porque a Vicky la convirtieron en un cactus, y a mí en un testigo lleno de odio y de vergüenza? ¿No te parece imperdonable que solo hayamos calculado nuestra victoria y jamás nuestra derrota?» No sé qué decirle. La verdad es que yo, personalmente, no calculé nada: ni victoria ni derrota. ¿Será porque odio las matemáticas? Ni siquiera calculé las patadas y piñazos que me dieron en San José y Yi. «Ésta es la prueba de que estábamos inmaduros. Pensamos que el enemigo era un caballero conservador y resultó ser una bestia asesina. ¿Querés decirme qué puedo hacer ahora con este odio? Te aseguro que no es un odio creador. En todo caso es un odio ciego, porque no sé quiénes son: cuando me sacaban la capucha, ellos se la ponían. Recuerdo las voces, claro, nunca las olvidaré, pero ¿cómo reconstruir un rostro y un nombre a partir de una voz? Porque lo más jodido, desde un punto de vista político, es que en este momento el triunfo me importa menos que la posibilidad de reventarles la cabeza a quienes nos arruinaron a Vicky y a mí. Y eso no está bien. Pero no puedo evitar sentirlo así.»

Al final, yo mismo casi lo siento como él. O me figuro que lo siento. Es difícil meterse en el pellejo de otro. Y a mí me es más difícil porque probablemente nunca he estado enamorado de una muchacha como Dionisio lo estaba de Vicky, y entonces es imposible que yo imagine qué se siente cuando un montón de tipos se van montando por turno sobre la muchacha que es todo para uno. O casi todo, que ya es bastante. Vamos a ver, ¿qué sentiría yo si viera que una docena de esos monos se la dan a Digamos Isabel mientras a mí me tienen amarrado e impotente? Es claro que yo no estoy enamorado de Digamos Isabel, pero de cualquier manera debe ser muy jodido ser testigo de una cosa así. Y debe ser jodido aunque uno ni conozca a la mujer. Digo que yo no debo estar enamorado de Digamos Isabel porque, si bien me gustó mucho la jam-session de la otra tarde, y realmente ella tiene una piel que es una maravilla y un cuerpito que es un monumento, en realidad yo no siento [al menos, todavía] esa locura que otros me han contado que sienten. Cosas como querer estar toda la vida junto a ella, o sentir una opresión en el pecho [al punto que a veces se parece al infarto] o venirle a uno incontenibles ganas de salir a caminar solo y bajo la luna, y si no hay luna bajo los semáforos. No, ése no es mi caso. Me sentí prodigiosamente libre y disfrutante, sin ninguna opresión en el pecho pero sí con un deseo mayúsculo, como nunca antes había experimentado en mi larga vida. Ella también me deseaba, y cómo, y me gustó que no sintiera vergüenza de demostrármelo. Es claro que está el otro problema: todas esas dudas que ella tiene sobre lo que hace y lo que debería hacer. Mi pronóstico es que va a ser difícil que retroceda. El confort atrapa, y mucho. ¡Cómo atrapará, que hasta yo siento un poquito de nostalgia del mueblazo y de la alfombra, sobre todo de la alfombra! Y no es solo eso. Está la gente que la detiene en la calle, la que la mira pasar y la señala, la que le pide autógrafos. Ella dice que no, pero también eso le gusta y la entrampa. Yo no la juzgo. Más bien la comprendo. Probablemente si yo fuera famoso y las muchachas me pararan en la calle y me miraran con la boca abierta, tendría más berretines que ella. A lo mejor la vanidad es proporcional al talento y yo no tengo vanidad sencillamente porque no tengo talento. ¿No tendré? También es posible que ahora no me interese tener talento, y después sí. Ahora me alcanza con ser joven; después, algún día, cuando yo sea un carcamal de 35 años a lo mejor me interesa tener talento. El problema es si uno puede adquirir el talento mediante un extraordinario esfuerzo de voluntad. Depende de muchas cosas, claro. Porque conozco a algunos tipos que no podrían ser talentosos ni aunque se herniaran en el esfuerzo. Después de todo, ¿para qué quiero yo ahora el talento? Tremenda incomodidad. Tremenda responsabilidad. Tremendo laburo. Además, pienso que cuando uno es un bocho [como Dionisio, por ejemplo] no tiene más remedio que amargarse con lo que está pasando. Y yo no quiero amargarme. Me parece que la única forma de mantenerme joven es no amargarme. ¿Podré?

 

15.

La espero a la salida del ensayo y esta vez sí me hace una seña desde lejos y cuando se acerca me besa livianito y me presenta a la compañía, empezando por una mujerona que, por supuesto, es la actriz de carácter. Y luego el director, y el iluminador, y el escenógrafo. Y un ambiguo jovenzuelo que no me saca los ojos de encima. Y a todos les dice: «Éste es Eduardo», con tanta naturalidad, que al rato yo mismo empiezo a creer que me llamo Eduardo. Pero no. Ahora bien, ya que me inventa un nombre, podría haber buscado uno más clandestino, como Asdrúbal o Eusebio o Saúl. «Che, Eduardo», me llama el iluminador, y yo, claro, de puro distraído no respondo y el tipo se ofende y me da la espalda, y entonces caigo en que Eduardo soy yo, y le pregunto si me llamaba, y él entonces elogia mis reflejos.

Vamos en patota a cenar. Yo no como nada, porque «ya había cenado». El problema es que si voy y como, tengo que pagar, como es lógico, y éstos van a comer al Edelweiss, donde te cobran hasta el escarbadientes. De modo que veo pasar frente a mí, detrás de mí, y a mis costados, brochettes, ensaladas, liebres a la cazadora, ñoquis a la bolognesa, y yo haciéndome el saciado, con las glándulas salivares superactivas y en realidad pasando un hambre del carajo. Para completar la desgracia no solo quedo ubicado lejos de Digamos Isabel [después de todo, yo creí que iba a encontrarme con ella y no con toda esta comparsa] sino que resulto premiado: tengo a mis flancos al ambiguo y a la actriz de carácter, y sencillamente no sé qué hablar con ellos. Los únicos temas que se me ocurren tienen que ver con digestiones, menús, condimentos, etc., y no quiero mencionarlos; tengo miedo de quedarme sin saliva, y eso siempre es peligroso.

Allá lejos, en la otra punta de la mesa, Digamos Isabel festeja los chismes en cadena que narra el iluminador. No me gusta cómo sacude esa peluca. Tampoco me gusta cómo le queda el iluminador. De pronto ella me ficha desde lejos, y me hace un guiño y un mohín con los labios. Yo no hago nada. >Quizá el hombre me vuelva resentido. Entonces abre el bolso, saca un papel, anota algo, lo dobla en cuatro, y le pide al mozo que me lo alcance: «Dentro de un rato nos vamos a casa. Vos y yo». Lo vuelvo a doblar en cuatro, y lo meto en el bolsillo. La miro nomás, pero sin mensaje.

Entonces el escenógrafo empieza a hablar de política. Que hay quienes dicen que están torturando. Y que es cierto: torturan. Pero él está de acuerdo. Ya que esos nenes quieren cambiar el país, ya que quieren que el país deje de ser occidental y cristiano, ya que quieren acabar con la propiedad privada olvidando que para los padres de la patria, como Rivadavia o Saavedra, la propiedad privada fue siempre algo sagrado, ya que quieren acabar con la familia, con el culto a la madre, con la Navidad, con nuestras lindas vaquitas, o sea con todo lo bueno que ha heredado esta generación, bueno, entonces que paguen, che, y si el precio es la tortura, entonces que los torturen, che, y aclara que a él no se le va a mover un pelo. La actriz de carácter me susurra: «Claro, si es pelado».

Pienso en Dionisio y en Vicky. Es otra represión, claro. ¿Será otra? Oigo al escenógrafo y no puedo borrar la imagen de Vicky, violada frente a Dionisio, y luego viva y muerta, refugiada para siempre en su automarginación. Y no puedo. Entonces saludo a la actriz de carácter y al ambiguo [«mañana tengo que madrugar»], miro hacia el otro extremo de la mesa donde Digamos Isabel ya no sacude su peluca y quizá por eso puede observar cómo me pongo de pie y hago un discreto adiós y me retiro. Antes de abrir la puertita que da a la calle, miro hacia atrás, y allá quedan todos, humeantes y espesos, masticando.

 

16.

¿Hasta cuándo podré seguir escribiendo esta libreta? Lo de hoy me hace dudar. Vengo de la Editorial por Rivadavia, y hay, a la altura de Billinghurst, un extraño movimiento. No retrocedo, eso siempre despierta sospechas. Cientos de tipos contra la pared, con las manos en alto. Los soldados no los revisan, sin embargo; sencillamente, los vigilan. Llegan cuatro Ford Falcon con energúmenos y metralletas, y los tipos se lanzan a la calle con los coches aún en movimiento. Al parecer, los candidatos son una pareja. Ella es pelirroja, con un tapado claro y un bolso de lana; él es alto, morocho, de bigote, con un portafolios negro. El ataque toma a ambos de sorpresa. Ella cae al suelo, sobre el barro. Él hace un ademán para protegerla, pero dos integrantes del comando lo voltean con cuatro o cinco golpes secos, contundentes. El hombre se recupera, sin embargo, e inicia otro gesto de rebeldía. Pero esta vez el golpe lo desmaya. La mujer, sujeta entre tres, grita desaforadamente: «¡Somos Luis y Norma Sierra! ¡Somos Luis y Norma Sierra! ¡Avisen que nos secuestran!» Un culatazo le revienta la boca y entonces solo subsiste un gemido entrecortado, algo así como la música de aquella letra. Estoy a treinta metros, en una esquina. Mientras dura el episodio, los soldados siguen vigilando a los de la pared. Nadie hace el menor ademán en defensa de la pareja. Yo tampoco. Nunca hasta ahora me había sentido tan poca cosa, tan despreciable cosa. Al muchacho, que sigue desvanecido, lo meten entre dos en el primer Falcon; a ella, sangrante y embarrada, en el tercero. Los cuatro vehículos arrancan y se alejan como bólidos hacia Congreso. Los de la pared son autorizados a bajar los brazos y a seguir caminando. Yo me voy por Billinghurst. Tengo vergüenza de que me vean por Rivadavia. Me hacen falta los perros de la otra noche.

 

17.

No he visto más a Digamos Isabel. La noche del Edelweiss me dejó sin ganas. No sabe dónde llamarme. Yo sí sé su dirección, tengo su teléfono, y además, puedo ir a esperarla a la salida del ensayo. Pero no quiero. ¿Para qué? Comprendo que no todos son como el escenógrafo. Me consta que hay actores y actrices que se la juegan; que suben al escenario y saben que en cualquier momento los pueden bajar, porque allí son un blanco móvil [y a veces inmóvil]. Sí, me consta que muchos de ellos van a las fábricas y escenifican los conflictos de ese lugar determinado, y su trabajo ayuda, hace que la gente vea más claro cuando un actor dice algo que se parece a los pensamientos de todos. Sí, me consta. Hasta Digamos Isabel me lo dijo, con un poco de envidia, claro, porque ella tiene miedo. Sí, me consta, y en todo caso me gustaría hablar con esos tipos. Pero ¿qué tengo yo en común con los que fueron a cenar al Edelweiss? ¿Con ese chisporroteo de ironías que rápidamente se gasta y genera una mufa espantosa? ¿Con ese rencor acumulado, esa envidia entrecortada, ese hábito de maledicencia? Digamos Isabel no está mal, y trabajándola un poco, sacudiéndola un poco, puede que se convierta en flor de piba. Pero yo no estoy para grandes empresas patrióticas. La mejor empresa que tengo a mi alcance es sentirme vivo.

Dionisio está mejor. Recibió carta de su gente en Monte, y por primera vez le dan esperanzas con respecto a Vicky: desde el jueves pasado llora, a veces durante largo rato, y su mirada ha empezado a expresar algo, no se sabe bien qué. Los médicos están ahora más optimistas. Si mejorara lo bastante como para resistir el trance, tratarían de que abortara. Sería lo mejor. El padre de Vicky le escribe que el domingo alguien mencionó a Dionisio, y ella sonrió. Casi imperceptiblemente, pero sonrió. Hay que ver cómo se aferra Dionisio a ese amago de sonrisa.

Nos encontramos en un café frente a Plaza Italia. Dionisio me muestra la carta y yo le doy más ánimo aún: «Vas a ver cómo se arregla todo. La traés aquí y empiezan a vivir». «¿Vos crees?» Claro que lo creo. Hay que creer, no hay más remedio.

Voy a Caballeros. Me estoy lavando las manos, cuando entra un pibe bien pibe [doce o trece años] y me dice todo apurado, con los cachetes bien encendidos: «Dice su amigo que se fue corriendo. Está la cana». «¿Aquí?» «No, en la esquina.» No le digo ni gracias. Con las manos a medio enjuagar, salgo del baño y enfilo hacia la puerta. El mozo advierte mi raje y piensa lógicamente que me quiero ir sin pagar, así que me grita desde lejos. Le dejo un billete [con propina y todo] sobre una baranda y salgo a la calle. Pero el alarido del gallego ha alertado a la policía. «Ése», dice uno. «Aquél», trasmite el otro. No me siento nada orgulloso de tanta notoriedad. Corro como un gamo, como dos gamos, como tres gamos. Hay todo un entrevero policial detrás del suscrito. No sé todavía cómo haré. Pero sé que esta vez no caeré de boludo. Ni de boludo ni de nada. No caeré. Me filtro entre siete u ocho colectivos de los que después toman por Las Heras. Es cierto que por escapar casi caigo bajo unas ruedas. Fue un resbaloncito casi insignificante, pero recupero el equilibrio trepando a un 60. Ni el chofer ni los pasajeros hacen el menor comentario, aunque es evidente que yo no vengo de una boda. Los milicos siguen desparramados e histéricos. Detienen los colectivos, miran adentro, a veces suben, quizá estén pidiendo documentos. Un señor de corbata se pone de pie, y me conmina. «Siéntese.» Comprendo y me siento. De paso me peino el jopo. Ya estoy presentable. La policía detiene el vehículo. «¿No subió uno corriendo?» El chofer arruga el ceño. «Yo subí corriendo», dice el ángel de la guarda que me dio el asiento. «Bah…», dice el cana, con menosprecio y con fatiga. «Dale, seguí», le ordena al conductor. El señor ángel ni me mira. Los demás, tampoco. Cuando llegamos a Laprida, me tiro del colectivo y me meto en un supermarket. Hago veinte minutos de cola y en definitiva me descapitalizo adquiriendo seis cajas de fósforos. La cajera me mira azorada, como si yo fuera Nerón. Acaso tenga ganas de llamar a los bomberos.

 

18.

En Once la vida se ha puesto imposible. Siempre llevo conmigo los documentos, la plata, esta libreta. Nunca se sabe. También Dionisio se salvó, pero raspando. Él dice que escapó debido al escándalo que se armó conmigo. Y todo por el gallego desconfiado. «Estás fichado», me avisa Dionisio, y yo también lo creo. Cada uno de los que gritaba «¡Ése!» me guardó en su retina. «No», dice Dionisio, «estás fichado desde antes. En la sección uruguaya de la cal e Moreno. Me lo dijo el flaco Diego. Vos sabés, aquél siempre tiene sus contactos. Hay uno que vio la lista. Él no está todavía. Pero por las dudas se cuida. Dice que lo llames mañana donde vos sabés.»

Está bien. No me sorprende demasiado. Voy a la pensión. Mejor dicho: me acerco. Dos cuadras antes me encuentro con el marido de la dama sonora. Me agarra un brazo: «Dice doña Rosa que ni te acerques. Esta mañana vinieron a buscarte. Te estábamos esperando en las cuatro calles, para que el primero que te viera te avisara». Me da un bolso, mi bolso de Pluna. «Es tu ropa. Dice doña Rosa que algún día la llames, pero que no digas tu nombre. Que digas Servando.» Por fin un nombre que suena a clande: Servando.

 

19.

Diego me consiguió dónde dormir por una semana. «Tenés que borrarte totalmente. Después de esta semana, ya veremos dónde te guardamos.» Él mismo se encargó de hablar con el patrón de la Editorial; ésa es gente que entiende, estoy seguro. «Decime, flaco, ¿por qué?» «¿Por qué qué?» «¿Por qué tengo que borrarme también aquí?» «Porque te están buscando, tarado, ¿o querés que te chapen? Mirá que acá no se andan con chiquitas. Te limpian y chau. Ley de fuga.» «Ta bien, pero ¿por qué?» «¡Ufa!» «Todo lo político que hice en mi vida fue llevar una rosa.» «¿Y te parece poco?»

Busco en la agenda el número de Digamos Isabel. La llamo desde un café. «¿Quiéeeen?», contesta la voz del escenógrafo, por lo tanto cuelgo. No siento ningún dolor en el pecho, así que después de todo no tengo infarto ni estoy enamorado. Menos mal.

Me jode tener que esconderme, pero qué voy a hacer. Camino unas cuadras por Vicente López [el Barrio Norte es todavía una semigarantía]. Antes de borrarme quiero llegar a la sucursal de Correos. En la librería compro un lindo sobre-bolsa, y en él escribo las señas y el verdadero nombre de Digamos Isabel. Antes de meter esta libreta en el sobre, mi draipén verde anota en la tapa, con grandes letras de imprenta: «Tengo que irme. Un beso. Esto es para que lo leas bien cómoda en el mueblazo. Te lo mando porque a lo mejor todavía sos rescatable.»

*FIN*


Con y sin nostalgia, 1977


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