Sacude el mar su melena
y son las olas montañas
que coronan refulgentes
ricas diademas de plata.
Niega el sol su viva lumbre
al titán que tiembla y brama,
y el huracán, monstruo negro,
abre sus fúnebres alas.
Todo es en el cielo sombras;
todo es en el aire ráfagas,
la lluvia cae a torrentes,
el rayo doquier estalla;
cada relámpago alumbra
un cuadro que impone y pasma
de terror al que lo mira,
a Dios elevando el alma.
Sobre el abismo sin fondo
de las turbulentas aguas,
entre las olas gigantes
que los espacios escalan;
bajo el manto de tinieblas
que en las regiones más altas
corren en alas del viento
como legión de fantasmas;
Al rumor de las centellas
que difunde la borrasca
y que al reventar convierten
las nubes en rojas ascuas;
cual hoja que se sacude
para abandonar la rama,
a impulsos de estos ciclones
que a los sabinos descuajan,
en la líquida llanura
zozobra sin esperanzas
ligera nave que en vano
quiso arribar a la playa.
Sus velas poco le sirven
y el maderamen no basta
a resistir los embates
de las ondas encrespadas;
sus mástiles se doblegan,
como en el campo las cañas,
y al hundirse en el abismo
ninguna mano la salva.
Es la soledad desierta
su aterradora amenaza;
la mar su inmenso sepulcro,
y el mudo espacio su lápida.
Los que en la nave caminan
sus oraciones levantan
al Ser que todo lo puede
y le encomiendan sus almas.
Entre tantos tripulantes,
que sobre el abismo viajan,
van dos jóvenes que ruegan
al cielo con unción santa.
Pareja noble y dichosa,
que con ternura se aman
y que tienen por tesoro
la juventud y la gracia.
El cumplió los veinte abriles
ella por dos no le iguala;
él es arrogante de porte,
ella una beldad sin tacha.
Van a buscar a sus padres
que residen en España,
y antes de que la tormenta
su embarcación agitara,
llevaron más ilusiones
risueñas, dulces y castas,
que tiene estrellas el cielo
y tiene arenas la playa.
Él, mirando los horrores
siniestros de la borrasca,
entre la lluvia de rayos
que roncos tronando espantan,
besa a su esposa la frente
al verla derramar lágrimas,
y señalándole el cielo
le dice: – ¡Ten esperanza!
Dios que, al extender su mano
refrena al punto las aguas,
y a quien sumiso obedece
cuanto formó su palabra,
Dios que es todo y puede todo
es el único que salva
al que en los grandes peligros
su misericordia aclama.
– Pídele tú que nos salve
de una muerte tan amarga,
tan lejos de tantos seres
que nos buscan y nos aman;
yo me dirijo a quien logra
de Dios lo que nadie alcanza,
a la “Estrella de los Mares”,
a la Virgen sacrosanta.
Yo, cuando fui a despedirme
de mi Virgen mejicana,
“no me abandones, mi madre”,
dije llorando a sus plantas.
Y ella no ha de abandonarnos,
nos sigue con su mirada,
arrodíllate conmigo
y háblale con toda el alma.
Mira en el triste horizonte
aquella nube de alza,
figurándome en su forma
un paisaje que me encanta,
el cerro agreste y pequeño
entre cuyas rocas áridas
la Virgen de Guadalupe
se apareció en forma humana.
Y la nube se ilumina,
la circunda roja franja
y algo se mueve en el fondo
que parece que me llama.
-Deliras, mujer, deliras.
-Pero mira, se destaca
entre rayos refulgentes
una visión que me encanta.
¡Es la Virgen de mi tierra!
¡Mira el ángel a sus plantas
el manto azul y estrellado
como las noches de Anáhuac!
-Santo delirio, hija mía;
si la Virgen nos salvara
las velas que tiene el barco,
y vamos que son bien anchas,
como ofrenda de su templo
por nosotros regalada
para ejemplo de otros fieles
yo las hiciera de plata.
Y cuando acabó aquel joven
de decir estas palabras,
aplacáronse las olas
quedando la mar en calma.
Las que fueron negras nubes
pronto se tornaron blancas
y asomó la luna en llena
por las estrellas cercada.
Los marineros absortos
de maravilla tan alta
volvieron cantos y risas,
bendiciones y plegarias,
lo que en los tristes momentos
de la deshecha borrasca
fueron horribles blasfemias
y escandalosas palabras.
La nave al fin llegó al puerto,
la gente feliz y sana
refirió el raro portento
confirmándolo con lágrimas.
Y los jóvenes viajeros
avivaron más el ansia
de cumplir una promesa
más que solemne, sagrada.
El mástil de aquella nave
que se doblegó cual caña
al soplo de la tormenta
fiera y desencadenada,
lleváronselo consigo,
y en otras horas más gratas
trajéronlo hasta la iglesia
de la Virgen mejicana.
Dieron al templo en limosna
lo mismo que les costara
fabricar cual lo ofrecieron
rico velamen de plata.
Y aprovechando aquel mástil
fueron con piedra labradas
las velas que hoy nos recuerdan
el fervor de aquellas almas.
¡Cuántos ascendiendo al templo
que el cerro en su altura guarda,
frente al monumento humilde
de que mi romance trata,
no saben que es el emblema
de una devoción sin mancha,
de una fe que fue el tesoro
de las edades pasadas,
y que hoy es raro encontrarse
prestando alivio a las almas
a quienes la duda enferma
y el escepticismo amarga!
¡Oh, tradición, tú recoges
sobre tus ligeras alas
lo que la historia no dice
ni el sabio adusto relata!
¡Toca al narrador agreste
despojarte de tus galas
para entretejer con ellas
sus más vistosas guirnaldas!
Al pueblo lo que es del pueblo,
sus venturas, sus desgracias
y todo cuanto le atañe
en. su historia y en su patria.
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