La voz
[Cuento - Texto completo.]
Silvina OcampoEl otoño se parece más al verano que el verano. Era un día caluroso de otoño. Con mi vestido de seda azul y el perrito pequinés que me habían regalado para mi cumpleaños llegué a casa de mi novio. Recuerdo patente aquel día.
–Los celos rigen el mundo –decía la señora de Yapura, creyendo que yo no me casaba con Romirio por celos–. Mi hijo duerme solo con el gato.
Yo no me casaba o no me decidía a casarme con Romirio por otros motivos. A veces las palabras que las personas dicen dependen de la entonación de la voz con que las dicen. Parece que divago, pero hay una explicación. La voz de Romirio, mi novio, me repugnaba. Cualquier palabra que pronunciara, aunque tuviera mucho respeto por mí al decirla, aunque no me tocara ni un dedo del pie, me parecía obscena. No podía quererlo. Esta circunstancia me apenaba, no por él sino por su madre, que era generosa y buena. El único defecto que se le conocía eran los celos, pero ya era vieja y los habría perdido. ¿Y acaso hay que creer en las habladurías? La gente contaba que se casó muy joven con un muchacho que pronto la engañó con otra. Al sospechar la cosa, ella vivió un mes sin dormir tratando de descubrir el adulterio. Descubrirlo fue como una cuchillada que recibió en el corazón. No dijo nada, pero aquella misma noche, cuando su marido dormía a su lado, se le echó al cuello para estrangularlo. La madre de la víctima acudió para salvarlo; si no hubiera sido por ella habría muerto.
Mi noviazgo con Romirio se prolongaba demasiado. «¿Qué es una voz?», pensaba yo, «no es una mano que acaricia con insolencia, no es una boca repulsiva que intenta besarme, no es el sexo obsceno y protuberante que temo, no es material como las nalgas ni caliente como un vientre». Sin embargo, la voz de Romirio significaba algo mucho más desagradable que todo eso para mí. ¡Cómo soportaría que un hombre viviera a mi lado repartiendo esa voz a quien quisiera oírla! Esa voz visceral, impúdica, escatológica. ¿Pero quién se atreve a decir a su novio: «tu voz me desagrada, me repugna, me escandaliza, es como en el catecismo de mi infancia la palabra lujuria»?
Nuestro casamiento se postergaba indefinidamente, sin que existieran, aparentemente, verdaderos motivos para ello.
Romirio me visitaba todas las tardes. Rara vez yo iba a su oscura casa, porque su madre, que era enferma, se acostaba temprano. Asimismo, me gustaba mucho el jardincito, lleno de sombras, y Lamberti, el gato barcino de Romirio. Novios tan recatados como nosotros no existían en todo el vecindario. Si nos besamos una vez durante el verano de aquel año fue mucho. ¿Tomarnos de la mano? Ni por broma. ¿Abrazarnos? Ya no se usaba bailar abrazados. Este desusado comportamiento hacía sospechar que no nos casaríamos nunca.
Aquel día llevé a casa de Romirio el perrito pequinés que me habían regalado. Romirio lo tomó en brazos para acariciarlo. ¡Pobre Romirio, le gustaban tanto los animalitos! Estábamos sentados en la sala como de costumbre cuando el pelo de Lamberti se erizó y con un ruido de escupida huyó de nuestro lado volteando una maceta con flores. Llorando me llamó al día siguiente la señora de Yapura: aquella misma noche, como siempre, Romirio durmió con Lamberti en su cama, pero en medio de la noche el gato enfurecido le clavó las uñas a Romirio en el cuello. La madre acudió al oír los gritos. Logró arrancar el gato del cuello de su hijo y lo estranguló con una correa. Dicen que nada es tan terrible como un gato enfurecido. No me cuesta creerlo. Los detesto. Romirio quedó sin voz desde entonces y los médicos que lo vieron dijeron que no la recobraría jamás.
–No te casarás con Romirio –dijo llorando su madre–. ¡Por algo yo le decía a mi hijo que no durmiera con el gato!
–Me casaré –le respondí.
Amé a Romirio desde aquel día.
FIN