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La vuelta al mundo

[Cuento - Texto completo.]

Massimo Bontempelli

Una sola vez en la vida he firmado una letra de cambio. Yo era muy joven. La letra era pequeña: cien liras. Pero en aquel entonces, y en aquella edad, me parecía enorme. Y crecía; de día en día, a medida que se acercaba la fecha del vencimiento, iba en aumento la importancia de la suma y se acrecentaba el espanto en mi alma. Cuando faltaban cuatro días para la fecha fatal, caí en tal postración que por la noche hube de mandar a buscar al médico. El médico declaró que yo padecía una grave depresión del sistema nervioso y me recetó, para reponerme, que me fuese a dar la vuelta al mundo. El tren partía a la mañana siguiente, a las seis y seis. Arreglé inmediatamente la maleta, y con el alba, llegué a la estación a las cinco y treinta y cinco.

(El objeto de la presente narración no es otro que exponer brevemente las principales cosas que he visto o hecho —observaciones y aventuras— durante mi viaje. Pero a aquellos lectores mediocres que sientan la mezquinísima curiosidad por saber cómo acabó la cuestión de mi deuda de cien liras, les diré que, desde cada uno de los países por los que pasé durante mi vuelta al mundo, escribí a mi acreedor presentándole mis excusas; de esta suerte, se encontró a la postre en posesión de una colección de sellos que vendió a un filatelista por treinta y siete mil liras, y me restituyó la letra de cambio).

Al romper el alba me encontraba, pues, en la estación, la estación de Caldiero, que es un pueblecito enclavado entre Verona y Vicenza. Entré. Nos hallábamos al final del otoño, un otoño friolento y lamentable; el aire era gris, húmedo. Entré en la sala de espera. Observemos. Había una mesa, un banco, una silla y una estufa: la silla a un lado de la estufa, el banco al otro. Deposité la maleta sobre la mesa e instintivamente fui a sentarme en la silla, es decir, al lado de la estufa, pero la estufa estaba apagada. Tenía sueño, pero me esforcé en vencerlo: el pensamiento de la vuelta al mundo me inspiraba un gran respeto. Me proponía sacar de mi viaje enorme provecho en aventuras y observaciones. Por esto miré nuevamente en torno mío, con gran atención, en busca de algo observable. En la pared, frente a mí, estaba pegado un cartel en francés, todo él azul y luminoso, que representaba la playa de Ostende. Me pregunté por qué diantres los hoteleros de Ostende tuvieron la ocurrencia de enviar un reclamo a los ciudadanos de Caldiero. Luego continué observando.

A veinte centímetros a la derecha del cartel, pero un poco más alto, casi junto al ángulo formado por las dos paredes, y precisamente sobre una cenefa de color que daba la vuelta a la estancia de muros enjalbegados, divisé un notable bulto negro colgante, al cual instantáneamente identifiqué, no sin experimentar algunos temblores, como el cuerpo de una araña, pésimo augurio en aquella hora. Probé a convencerme de que (dadas mis costumbres de aquellos tiempos) aquella hora era aún de la noche y no de la mañana: alguna vez (pero no en Caldiero), al volver a casa a las cinco, había dicho “buenas tardes” al portero de la fonda. En tal caso, el augurio hubiera sido bueno. Pero no acepté el sofisma. Me propuse mirar a otros lados a fin de no ver a la bestia. Me esforcé en creer que no la había visto. Quise continuar observando. Pero a mi alrededor ya no quedaba nada, nada, y mi mirada venía a posarse una y otra vez sobre la maldita araña. Entonces resolví desafiar el peligro y mirarla sin miedo.

Desafiándola de esta suerte, me percaté de que no se movía.

Deseé ardientemente que se moviera, pero la araña permanecía inmóvil.

La cosa me pareció un problema enorme, y me disponía a acometerlo con el análisis, cuando oí un ruido inesperado procedente de la puerta.

¿Por qué se oía un ruido procedente de la puerta de la sala de espera de la estación de Caldiero?

Porque la puerta se abría.

La abría un hombre que entró. Observándolo, advertí que llevaba dos maletas, una en cada mano. Probablemente debió de abrir la puerta con el pie. Entró, muy envarado, y vino a depositar las maletas encima de la mesa. Después fue a cerrar la puerta, con las manos esta vez. Luego volvió junto a la mesa.

Observé que el señor envarado había colocado las dos maletas un poco separadas de la mía, y muy arrimadas entre sí. Formaban un grupo compacto a la mía, sola como Horacio Cóclite. El señor envarado las tocó una vez más con leve mano, disponiéndolas de manera que quedaran paralelas al borde de la mesa. Luego volvió a apartarse un poco y echó una mirada —lo observé claramente— de desprecio a mi maleta.

De momento pensé que la miraba de aquel modo porque estaba hecha de tela, mientras que las suyas eran de cartón cuero. No me hubiera desagradado hacerle observar que desde el punto de vista moral es mucho mejor estar hecho de tela verdadera que de cuero imitado. Pero después, al observar con más atención la inclinación de sus cejas durante el desprecio, comprendí que este no se derivaba de la materia y forma de mi maleta, sino de su colocación en el espacio. Es decir, la mía había quedado simplemente echada, y la línea de sus esquinas no quedaba paralela a la del borde de la mesa, de suerte que ambas líneas se hubieran encontrado mucho antes de llegar al infinito. Por mis adentros sonreí ante este descubrimiento. Otras sorpresas —presentí— me reservaba el encuentro con aquel señor envarado, el cual, entre tanto, había proseguido su marcha en dirección al banco y lo había limpiado con algunas sacudidas del pañuelo. Luego se volvió, permaneció de pie todavía un momento, mirándome, y por último se sentó.

Esto, quién sabe por qué razón, me hizo volver a pensar en mi araña.

No quise comprobar en seguida si aún seguía allí. Me propuse alcanzarla con la mirada, no siguiendo el camino más breve (esto es, aquellos veinte centímetros a la derecha), sino el opuesto, a lo largo de la cenefa de color que daba la vuelta a las cuatro paredes.

(Cuantos hayan viajado mucho y esperado muchos trenes en pequeñas estaciones al alba, comprenden estas cosas. Quien no haya viajado, hará mejor no leyéndome nunca).

Mi mirada había recorrido apenas una cuarta parte del camino —y yo estaba, en consecuencia, con el cuello torcido a la izquierda y ligeramente levantado, como una marioneta mal colgada— cuando el señor envarado me habló.

En aquel momento yo no lo veía, pero al oír su voz comprendí seguidamente que era él. No porque no hubiese nadie más en la estancia; esto no tiene importancia alguna. Hubiera comprendido que aquella era su voz incluso en medio de una muchedumbre. Era una voz envarada, una voz de cartón cuero. Había dicho:

—¡Señor!

Para él, el señor era yo. En consecuencia, me volví al instante y contesté:

—Diga.

—¿Por qué es usted el que ocupa el único asiento contiguo a la estufa?

—Porque espero el tren de las seis y seis.

—No veo qué tiene que ver una cosa con otra. En todo caso, yo también espero el tren de las seis y seis.

—Yo he llegado primero.

—Razón de más para cederme el puesto. El derecho es alterno.

—Perfectamente —repuse—; yo estoy dispuesto a cederle la silla, tanto más cuanto que no me interesa conservarla por una razón que me guardaré de confiarle. Pero en el terreno puramente teórico, y para norma mía en previsión de posibles futuros incidentes, dígame usted cómo se hubiese resuelto la cuestión si hubiéramos llegado juntos.

Durante un momento se quedó pensativo con las cejas arqueadas. Me recordaba el retrato del exsenescal Raymundo Lulio, que yo había visto quién sabe dónde. Por último habló:

—Ya lo tengo. En el caso que usted dice, el derecho es del que se dispone a ir más lejos.

Sonreí alegremente para mis adentros ante la idea de ser yo invencible en este punto. Él declaró:

—Yo voy a Vicenza.

—¡Yo doy la vuelta al mundo! El derecho me corresponde.

—Un momento —dijo—. Estamos en Caldiero. Usted da la vuelta al mundo. Por consiguiente, su punto de llegada es Caldiero. Mi punto de llegada es Vicenza. Me parece, querido señor, que Caldiero está más cerca que Vicenza.

Yo me quedé fascinado.

—¡Oh, espíritu fraternal! —exclamé, abriendo los brazos—. ¡La silla es de usted! Oh, un momento…

Me interrumpí de esta suerte porque, de improviso, había pensado de nuevo en la araña. A fin de asegurarme de su posición exacta, me parecía más acertado mirarla desde la misma posición de antes. Y mientras el hombre, puesto ya de pie, aguardaba, yo continuaba sentado, mirando.

La araña estaba allí todavía, y seguía estando inmóvil.

En mi rostro debió de pintarse una palidez de angustia, porque el viajero murmuró:

—¿Qué tiene?

—Nada. Acaso está muerta.

—¿Quién?

Ya no lo escuchaba. Me convencí de que la araña estaba muerta. Y me preguntaba si una araña muerta, vista por la madrugada, trae la misma desgracia que una araña viva. Un hombre muerto ya no es un hombre, pero el hombre fue hecho a semejanza de Dios, mientras que la araña no.

Resolví preguntarlo a aquel hombre envarado y razonador. Le anuncié:

—Cambiemos de sitio. Luego quiero hacerle una pregunta.

Anduvimos, él hacia la silla, y yo hacia el banco, rozándonos al pasar. Yo alcancé mi meta antes que él la suya, y tomé asiento. Lo vi llegar a la silla y tomar igualmente asiento.

Luego puso cautamente la mano sobre la estufa.

—¡Maldición! —bramó—. Está fría.

—Ya lo sé.

—¿Y por qué no me lo ha dicho? —dijo, resoplando rabiosamente, como disponiéndose a estallar.

—No hablemos de eso -repuse.

Entre tanto, yo lo veía palidecer espantosamente.

—¡Malvado! —remugó con voz estrangulada—. Y de pronto se acurrucó en la silla, y balbuceó dolorosamente: —Malvado—, se retorció de cabeza a pies y cayó muerto.

Lo miré de cerca: estaba muerto, como la araña. En aquel momento, el tren de las seis y seis entraba con gran estrépito en la estación de Caldiero. Cogí la maleta y salí, abandonando ambos cadáveres a su destino. Tomé el tren y, una vez en Venecia, tomé un vapor. Por el Adriático, el Mediterráneo, el mar Rojo, las Indias, el Japón y el Pacífico —deteniéndome aquí y allá— llegué a San Francisco, desde donde, por tierra, recorrí los Estados Unidos hasta Nueva York; después, por el Atlántico y Gibraltar (donde por una libra esterlina compré un magnífico pijama de seda gris), y por la costa de España y el Tirreno, fui a parar a Génova; de allí, en menos de una hora, un tren me llevó a Verona; luego un tranvía de vapor me condujo hasta Caldiero. (El cadáver de la araña seguía allí). No me sucedió nada memorable, durante mi vuelta al mundo, salvo las cosas que he contado.

FIN



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