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Lady Barberina

[Novela corta - Texto completo.]

Henry James

I

 

Es bien sabido que existen pocas vistas en el mundo más grandiosas que las avenidas principales de Hyde Park en una bonita tarde de junio. En eso se encontraban completamente de acuerdo dos personas que, un hermoso día de comienzos de ese mes, hace ahora cuatro años, se habían situado bajo los grandes árboles en un par de sillas de hierro (esas grandes con brazos por las que, si no me equivoco, hay que pagar dos peniques) y permanecían allí sentados, dejando a su espalda la lenta procesión del Drive y volviendo el rostro hacia el Row, que estaba mucho más animado. Estaban perdidos entre la multitud de observadores, y pertenecían, al menos aparentemente, a esa clase de personas que, donde quiera que se hallen, tienden a encontrarse más entre los observadores que entre los observados. Eran tranquilos, sencillos, de edad avanzada y de aspecto neutro; resultaban agradables a todo aquel al que no le pasaran completamente desapercibidos. Y sin embargo, de entre toda aquella brillante concurrencia, es en ellos, por oscuros que parezcan, en quienes vamos a fijar nuestra atención. Le ruego al lector que tenga un poco de confianza; no que realice excesivas concesiones. En el rostro de nuestros amigos había algo que indicaba que estaban envejeciendo juntos, y que gustaban de su mutua compañía lo bastante para no poner objeciones. El lector habrá adivinado que eran marido y mujer; y puede que también, al mismo tiempo, haya adivinado que pertenecían a esa nacionalidad que tanto abunda en Hyde Park en el apogeo de la temporada. Eran extraños familiares, por decirlo de alguna manera; y personas que resultaran tan enteradas y al mismo tiempo tan alejadas, solo podían ser americanas. Naturalmente, esta reflexión uno solo podía hacerla al cabo de un rato, pues hay que admitir que ostentaban escasos signos patrióticos. Tenían una mente americana, pero eso era muy sutil; y podían dar la impresión, si uno se molestaba en fijarse, de que eran de familia inglesa, o incluso continental. Era como si les fuera bien resultar insulsos: todo el sabor lo llevaban en su conversación. No eran en absoluto llamativos; eran más bien grises, de tonalidad desvaída. Si estaban interesados en los jinetes, en los caballos, en los paseantes, en la gran exhibición de salud, riqueza, belleza, lujo y ociosidad ingleses, era porque todo esto remitía a otras impresiones, porque tenían la clave de casi todo lo que necesitaba una respuesta, porque, en una palabra, estaban en condiciones de comparar. No habían llegado, solo habían vuelto; y su tranquila mirada expresaba mucho más el reconocimiento que la sorpresa. Puede también decirse categóricamente que Dexter Freer y su esposa pertenecían a esa clase de americanos que están constantemente “de paso” por Londres. Poseedores de una fortuna cuyos límites, desde cualquier punto que se mirara, resultaban claramente visibles, no podían permitirse el que constituye el más desenfrenado de los lujos: residir en su propio país. Les resultaba mucho más fácil hacer economías en Dresde o en Florencia que en Buffalo o Minneapolis. Al final el gasto realizado era el mismo, y la inspiración obtenida era mucho mayor. Desde Florencia o Dresde, además, hacían constantes excursiones que no habrían sido posibles en las otras ciudades; y hasta es de temer que tuvieran algunos métodos de ahorro bastante caros: iban a Londres a comprar los baúles de viaje, los cepillos de dientes, el papel de escribir; en ocasiones hasta cruzaban el Atlántico para asegurarse de que los precios allí seguían siendo los mismos. Eran en gran medida una pareja de hábitos sociales, interesadas en especial en las personas. Su mirada se enfocaba tan claramente en el aspecto humano que pasaban por ser aficionados al cotilleo; y desde luego estaban muy al tanto de los asuntos de los demás. Tenían amigos en todos los países, en todas las ciudades; y no era culpa suya que la gente les contara sus secretos. Dexter Freer era un hombre alto y delgado, de ojos atentos y una nariz que, más alzada que caída, resultaba ante todo prominente. Se cepillaba el cabello, que estaba surcado de blanco, hacia delante, por encima de las orejas, con esos mechones que aparecen en los retratos de caballeros bien afeitados de hace cincuenta años, y llevaba corbata y polainas anticuadas. Su esposa, una persona pequeña, regordeta, lozana, con la cara blanca y el cabello aún completamente negro, sonreía todo el tiempo, pero no había vuelto a reír desde la muerte de un hijo al que había perdido a los diez años de casarse. Su esposo, sin embargo, aunque normalmente se mostraba muy serio, se permitía en ocasiones sonoros regocijos. Inspiraba en la gente menos confianza que su marido; pero eso importaba poco, puesto que ella tenía la suficiente confianza en sí misma. Su vestido, que era siempre negro o gris oscuro, resultaba tan agradable y sencillo que se notaba que se sentía a gusto con él; nunca resultaba elegante por casualidad. Hacía las cosas con una intención cargada de sensatez, y aunque se hallaba en perpetuo movimiento por el mundo, tenía siempre el aspecto de estar completamente inmóvil. Le elogiaban la rapidez con que daba a su salita en una fonda en la que tan solo iba a pasar una o dos noches la apariencia de un apartamento habitado desde hacía mucho tiempo. Merced a unos libros, unas flores, unas fotografías y unas telas rápidamente dispuestas (casi siempre conseguía contar hasta con un piano), el lugar casi parecía recibido en herencia. La pareja acababa de regresar de América, donde habían pasado tres meses, y se sentían capaces de afrontar el mundo con esa euforia que produce comprobar que todo está tal como se lo imaginaban. Habían encontrado su tierra natal absolutamente ruinosa.

—¡Ahí está de nuevo! —dijo el señor Freer siguiendo con los ojos a un joven que pasaba por el Row, cabalgando lentamente—. ¡Qué hermoso pura sangre!

La señora Freer tan solo hacía preguntas ociosas cuando quería ganar tiempo para pensar. En aquel momento, no tenía más que dirigir la mirada para ver a quién se refería su esposo.

—El caballo es demasiado grande —comentó en un instante.

—Quieres decir que el jinete es demasiado pequeño —replicó el marido—. Pero va montado en sus millones.

—¿Millones?

—Siete u ocho, según me han dicho.

—¡Qué desagradable! —En esos términos solía hablar de las grandes fortunas del momento la señora Freer—. Me gustaría que nos viera —añadió.

—Nos ve, pero no quiere mirarnos. Le da algo de apuro. No se encuentra cómodo.

—¿Apuro por ese enorme caballo?

—Sí, y por su gran fortuna. Se siente algo avergonzado de ella.

—Entonces ha venido al lugar menos apropiado —dijo la señora Freer.

—No estoy tan seguro. Aquí encontrará gente más rica que él, y otros caballos grandes en abundancia, y eso lo animará. Puede también que esté buscando a esa chica.

—¿Esa de la que nos han hablado? No puede ser tan idiota.

—No es idiota —dijo Dexter Freer—. Si piensa en ella, tiene un buen motivo.

—Me pregunto qué diría Mary Lemon.

—Diría que le parece bien lo que él haga. Piensa que no puede equivocarse. Lo adora.

—No estoy tan segura, si se lleva a casa a una esposa que la desprecia.

—¿Y por qué tendría que despreciarla esa chica? Es una mujer encantadora.

—La chica nunca lo sabrá. Y si lo supiera, daría igual: lo despreciará todo.

—No lo creo, cariño. Algunas cosas le gustarán mucho. Todo el mundo la tratará muy bien.

—Aún los despreciará más. Pero estamos hablando como si todo estuviera ya decidido. Y no lo creo en absoluto —comentó la señora Freer.

—Bueno, seguro que algo así ocurrirá antes o después —replicó el marido, volviéndose ligeramente hacia el delta que se forma, cerca de la entrada al parque, en la bifurcación de los dos grandes paseos: el Drive y el Row.

Nuestros amigos habían dado la espalda, como he mencionado, al solemne giro de las ruedas y a la espesa masa de espectadores que habían elegido ese lado del espectáculo. Esos espectadores se hallaban en aquel momento sacudidos por un impulso unánime: lo expresaban claramente el correr las sillas hacia atrás, el arrastre de pies, el susurro de telas y el creciente murmullo de voces. La familia real se aproximaba… la familia real estaba pasando… la familia real acababa de pasar. Freer volvió ligeramente la cabeza y los oídos. Pero no consiguió modificar más su posición, y su esposa no hizo ningún caso de la conmoción. Habían visto pasar a las familias reales de toda Europa, y sabían que pasaban muy rápido. A veces regresaban, a veces no. En más de una ocasión las habían visto pasar por última vez. Eran turistas veteranos, y sabían perfectamente cuándo debían ponerse en pie y cuándo permanecer sentados. El señor Freer continuó con su argumentación:

—Algún joven lo hará, seguro, y alguna de estas chicas asumirá el riesgo. Por aquí, cada vez más, tienen que ir asumiendo riesgos.

—Las chicas estarán encantadas, no me cabe duda. Hasta el momento han tenido muy pocas oportunidades. Pero no quisiera que Jackson fuera el primero.

—¿Pues sabes que yo sí? —dijo Dexter Freer—. Será muy divertido.

—Para nosotros tal vez, pero no para él. Se arrepentirá y será desdichado. Es demasiado joven.

—¡Desdichado, nunca! No tiene capacidad para la desdicha. Y por eso se puede permitir el riesgo.

—Tendrá que hacer importantes concesiones —observó la señora Freer.

—No hará ninguna.

—Me gustaría verlo.

—Admite, pues, que será divertido, que es lo que te estoy discutiendo. Pero, como dices, estamos hablando como si todo estuviera ya decidido, cuando probablemente no haya nada, nada en absoluto. Las mejores historias siempre resultan falsas. En este caso lo lamentaré.

Volvieron a quedarse en silencio, mientras la gente pasaba y volvía a pasar ante ellos, en una extraña, continua, sucesiva y mecánica secuencia de rostros. Observaban a la gente, pero nadie los observaba a ellos, aunque se suponía que todo el mundo iba allí para ver. Era todo asombroso, espectacular, y el conjunto componía un gran cuadro. El área ancha y larga del Row, su superficie de color marrón rojizo, punteada con figuras que avanzaban a saltos, se extendía en la distancia y hasta emborronarse en la atmósfera espesa y brillante. La oscura vegetación inglesa que bordeaba y se desbordaba sobre el paseo parecía exuberante y antigua, por más que la reavivara el aliento de junio. Grandes nubes de plata manchaban el suave azul del cielo estival, y caían pesados rayos de luz sobre los espacios más tranquilos del parque, tal como se veían más allá del Row. Todo esto, sin embargo, constituía solamente el telón de fondo, porque la escena era principalmente humana; y magnífica, llena de lustre y destellos, con los tonos contrastados de mil brillantes superficies. Ciertas cosas quedaban destacadas, dominando: las brillantes ijadas de los perfectos caballos, el centelleo de bocados y espuelas, la suavidad de la fina ropa ceñida en hombros, brazos y piernas, el lustre de gorros y botas, la lozanía de la piel, la expresión de la sonrisa, los rostros que conversaban, el revuelo y resplandor de las rápidas galopadas. Había rostros por todas partes que causaban sensación; en especial, las bellas caras de las mujeres subidas a sus altos caballos, algo coloradas bajo el rígido gorro negro, y la figura almidonada pese a lo definido de las curvas en el ceñido traje. El pequeño y duro casco, la cabeza pulcra y arreglada, el cuello recto, la firme armadura cortada por el sastre y el físico sano y radiante: todo ello les daba el aspecto de amazonas a punto de lanzarse a la carga en su caballo. Los hombres, mirando a la distancia con buen perfil, el sombrero de ala ondulante, el alto cuello, las flores blancas en el pecho, las piernas y los pies largos, tenían un aire más decorativo y elaborado al avanzar a saltos al lado de las damas, siempre desacompasados. Eran tipos juveniles, pero no era todo juventud, porque más de una silla estaba ocupada por rotundas corpulencias; y rostros rubicundos, con bigote blanco y corto o con barbilla de matrona, observaban desde lo alto, cómodamente situados en un equilibrio que era tanto moral y social como físico. Los paseantes se distinguían de los jinetes tan solo en que iban a pie, y en que miraban a los jinetes más de lo que estos los miraban a ellos; porque habrían figurado sobre una silla de montar y cabalgado igual de bien que ellos. Las mujeres llevaban sombreros pequeños y apretados, y moñitos más apretados aún; sus redondos mentones descansaban en lazos de encaje o, en algunos casos, de aros y cadenas de plata. Lucían espalda plana y estrecha cintura; caminaban despacio, sacando los codos, portando una sombrilla grande, y volviendo la cabeza muy levemente a derecha o izquierda. Eran amazonas sin montura, pero prestas a saltar sobre la silla del caballo. Había mucha belleza y una impresión general de logrado desarrollo, que surgía de los ojos claros y tranquilos y de los labios bien dibujados que formaban sílabas líquidas y breves sentencias. Algunos hombres jóvenes tenían, tanto como las mujeres, hermosa proporción y rostro ovalado, en los que la línea y el color resultaban puros y lozanos, y la idea de la propia importancia era lo de menos.

—Son muy hermosos —dijo el señor Freer al cabo de diez minutos—. Qué blanco tan fino.

—Hacen muy bien con el blanco. ¡Pero cuando se aventuran con el color! —respondió la mujer. Estaba sentada con los ojos al nivel de las faldas de las damas que pasaban ante ella; y había seguido el avance de una túnica de terciopelo verde enriquecida con ornamentos de acero y recogida en gran parte en las manos de su portadora, la cual, no habiendo cumplido aparentemente los veinte años, iba acompañada por una joven dama cubierta de leve muselina rosa finamente bordada con flores que parecían lirios.

—Aun así, en la multitud quedan maravillosamente —prosiguió Dexter Freer—; mira a los hombres, las mujeres y los caballos, todos juntos. Mira ese tipo grande que va en el zaino claro: ¿podría haber algo más perfecto? Por cierto, se trata de Lord Canterville —añadió al instante, como si eso tuviera importancia.

La señora Freer reconoció esa importancia hasta el punto de levantarse las gafas para observar a Lord Canterville.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó con las gafas aún levantadas.

—Le oí decir algo la noche en que fui a la Cámara de los Lores. Fueron muy pocas palabras, pero lo recuerdo. Un hombre que estaba junto a mí me explicó quién era.

—No es tan apuesto como tú —dijo la señora Freer dejando caer las gafas.

—¡Ah, eres demasiado difícil! —murmuró su marido—. Qué pena que la chica no vaya con él —prosiguió—; tal vez veamos algo.

Y enseguida resultó que la chica iba con él. El noble mencionado había avanzado lentamente desde el comienzo, pero justo delante de nuestros amigos se detuvo para mirar detrás de él, como si esperara por alguien. En el mismo instante, un caballero que iba por el paseo llamó su atención, así que avanzó hasta la barrera que protege a los caminantes y se detuvo en ella, inclinándose un poco en la silla para hablar con su amigo, que estaba apoyado contra la barandilla. Lord Canterville resultaba sin duda perfecto, tal como había dicho su admirador americano. Con sus más de sesenta años y su gran estatura y presencia, constituía realmente una espléndida visión. Maravillosamente conservado, tenía la lozanía de la edad mediana, y habría parecido joven si el paso de los años no hubiera dejado su huella en el volumen de su contorno. Iba vestido de pies a cabeza con prendas de un gris radiante, y coronaba su hermoso semblante rubicundo con un sombrero blanco, cuyas majestuosas curvas eran un triunfo de la elegancia. Sobre el fuerte pecho se extendía una exuberante barba de color gris, pese a algunos mechones, con la que combinaba a la perfección el pelaje de su admirable montura. No dejaba sitio, en el ojal superior, para la acostumbrada gardenia; pero esto importaba relativamente poco, pues la frondosidad de la barba ponía ya la nota tropical. A horcajadas sobre su magnífico corcel, con el grueso puño calzado con un guante gris perla y posado sobre el amplio muslo, el rostro animado por una alegre indiferencia, y reflejando en toda su magnífica superficie la suave luz del sol, Lord Canterville daba la imagen, sin duda, de ser un hombre imponente, y clara, indiscutiblemente, todo un personaje. Al pasar, la gente casi se detenía a observarlo. Pero su espera duró poco, porque casi de inmediato se reunieron con él dos guapas muchachas con tan buena planta (por emplear la expresión de Dexter Freer) como él. Se habían detenido un instante a la entrada del Row, y avanzaban ahora una al lado de la otra, con el mozo de cuadra justo tras ellas. Una de ellas era más alta y de mayor edad que la otra, y resultaba evidente, con solo mirarlas, que eran hermanas. Con sus preciosos hombros, su apretada cintura, y la falda que colgaba sin formar ni una arruga, como una plancha de zinc, representaban, de manera perfecta, a la bella muchacha inglesa en la posición en que más bella resulta.

—Claro está que son sus hijas —dijo Dexter Freer al verlas alejarse con Lord Canterville—. Y siendo así, una de ellas tiene que ser el amorcito de Jackson Lemon. Seguramente la más grande; dijeron que era la mayor. Desde luego, es una hermosa criatura.

—Odiaría aquello —comentó la señora Freer en respuesta a aquella serie de inducciones.

—Ya sabes que no lo creo. Pero aunque así fuera, tendría que adaptarse.

—No se adaptará.

—Parece tan condenadamente feliz, ahí puesta a mujeriegas… —prosiguió Dexter Freer sin prestar atención a la réplica de su esposa.

—¿No se supone que son muy pobres?

—¡Sí, lo parecen! —Y siguieron con los ojos al distinguido trío en el momento en que, en compañía del mozo, tan distinguido a su manera como cualquiera de ellos, emprendieron un medio galope.

El aire se llenaba de sonidos, pero eran bajos y difusos; y cuando, junto a nuestros amigos, esos sonidos se volvían articulados, las palabras resultaban sencillas y escasas.

—Es tan bueno como el circo, ¿verdad, señora Freer? —Estas palabras encajaban con la descripción, pero atravesaron el aire con mayor eficacia que cualquiera de las que habían oído en los últimos instantes. Habían sido pronunciadas por un joven que se había detenido bruscamente en el camino y se había quedado absorto mirando a sus compatriotas. Era bajo y robusto, tenía rostro redondo y bondadoso y el cabello corto y tieso, como el que poblaba su barba, corta y erizada. Llevaba un gabán cruzado de paseo que, sin embargo, no llevaba abotonado, y en lo alto de la redonda cabeza se había colocado un sombrero sumamente pequeño, de los que llaman “hongo”. Le sentaba evidentemente bien, pero ni siquiera un sombrerero profesional habría sabido por qué. Llevaba las manos calzadas con unos guantes nuevos de color marrón oscuro. Le colgaban a los costados, dándole un desacostumbrado aire de inactividad. No lucía paraguas ni bastón. Alargó casi con ansia una de sus manos hacia el señor Freer, y enrojeció un poco al comprender que su gesto había resultado apresurado.

—¡Ah, doctor Feeder! —dijo ella sonriéndole. Entonces le repitió a su esposo—: ¡El doctor Feeder, cariño!

Y el esposo exclamó:

—¡Doctor Feeder!, ¿qué tal está?

He hablado de su apariencia; sin embargo, ninguno de los dos notó lo que llevaba puesto. Solo vieron una cosa: su rostro agradable, que le daba una apariencia de persona al mismo tiempo sencilla, inteligente y totalmente bondadosa. Recientemente habían viajado desde Nueva York en su compañía, y había sido muy agradable tenerlo a bordo. Cuando solo llevaba un momento ante ellos, quedó vacante una silla al lado de la señora Freer, de la que tomó posesión, y allí sentado le expresó su opinión sobre el parque y cuánto le gustaba Londres. Como ella conocía a todo el mundo, también había conocido a muchos familiares suyos en su país; y mientras le escuchaba, ella recordaba lo importante que había sido la contribución de su familia a la cultura y virtud de Cincinnati. El horizonte social de la señora Freer abarcaba incluso aquella ciudad. Se había relacionado mucho con varias familias de Ohio, y estaba al tanto de la posición que ostentaban allí los Feeder. Esta familia, muy numerosa, formaba una enorme red de primos. Y aunque la señora Freer era totalmente ajena a tal sistema, habría podido decir con quién se había desposado el tatarabuelo del doctor Feeder. Todo el mundo, claro está, había oído hablar de las buenas obras de los descendientes de estas honorables personas, que eran generalmente médicos, y excelentes, y cuyo nombre recordaba muy bien sus numerosos actos caritativos. Sidney Feeder, que tenía varios primos de este nombre establecidos en el mismo campo laboral en Cincinnati, había trasladado su ambición y su persona a Nueva York, donde al cabo de los años su consulta había empezado a prosperar. Había estudiado la profesión en Viena y se había impregnado de ciencia germana; de hecho, con solo que hubiera llevado gafas, hubiera podido pasar perfectamente, allí sentado, contemplando los jinetes que transitaban por Rotten Row como si su paseo fuera una exitosa exhibición, por un joven y distinguido alemán. Había acudido a Londres para asistir a un congreso médico que tenía lugar aquel año en la capital británica, pues su interés en el arte de sanar no se limitaba en absoluto a la curación de sus pacientes, sino que incluía cualquier forma de experimento, y la expresión de sus honestos ojos casi lograba que uno se resignara a la vivisección. Era la primera vez que acudía a Hyde Park, pues para los experimentos sociales le quedaba poco tiempo libre. Siendo consciente, sin embargo, de que se trataba de un espectáculo muy típico y en cierto modo sintomático, había puesto todo su empeño en reservarle una tarde, y se había engalanado para la ocasión.

—Es un magnífico espectáculo —le dijo a la señora Freer—. Me entran ganas de tener caballo. —Aunque recordara muy poco a Lord Canterville, montaba muy bien.

—Espere que vuelva a pasar Jackson Lemon, y podrá pararlo y pedirle que le deje dar una vuelta —fue la jocosa sugerencia de Dexter Freer.

—¿Está aquí? Lo he estado buscando. Me gustaría verlo.

—¿No asiste al congreso médico? —preguntó la señora Freer.

—Bueno, sí, asiste. Pero no va mucho. Me parece que falta bastante.

—Lo puedo comprender —comentó el señor Freer—. Creo que tiene un buen motivo para no acudir con regularidad. Un hermoso motivo, un motivo encantador —prosiguió, inclinándose hacia delante para atisbar hacia el comienzo del Row—. ¡Dios mío, qué motivo tan adorable!

El doctor Feeder siguió la dirección de sus ojos y al cabo de un momento comprendió la alusión. El pequeño Jackson Lemon, en su enorme caballo, volvía a pasar por la avenida, cabalgando al lado de una de las jóvenes que poco antes habían recorrido el camino en compañía de Lord Canterville. Detrás iba su señoría, conversando con la otra, la hija menor. Al pasar, Jackson Lemon volvió los ojos hacia la multitud congregada bajo los árboles, y de esa forma fueron a posarse en los Freer. Sonrió y se levantó el gorro con toda la simpatía posible. Sus tres acompañantes se volvieron a ver ante quién se inclinaba con tanta cordialidad. Al volver a colocarse el gorro, atisbo al joven de Cincinnati, al que antes había pasado por alto; y entonces sonrió aún más intensamente y saludó a Sidney Feeder con la mano, frenando al mismo tiempo un poco, solo por un instante, como si esperara tal vez que el doctor se acercara a hablar con él. Viéndolo con extraños, sin embargo, Sidney Feeder se contuvo, y se quedó mirándolo un poco mientras se alejaba.

Nos es dado saber que en aquel momento la joven dama junto a la cual cabalgaba, le preguntó sin ceremonias:

—¿Quiénes son esos a los que ha saludado?

—Unos viejos amigos míos… americanos —respondió Jackson Lemon.

—Por supuesto que son americanos. No hay más que americanos hoy día.

—¡Ah, sí, ahora nos toca a nosotros! —dijo el joven riéndose.

—Pero eso no explica quiénes son —prosiguió su acompañante—. Tan difícil es decir quiénes son los americanos… —añadió antes de que él tuviera tiempo de responder.

—Dexter Freer y su esposa… no hay dificultad ninguna en ello. Todo el mundo los conoce.

—No he oído hablar de ellos nunca —repuso la joven inglesa.

—Ah, eso es culpa suya. Le aseguro que todo el mundo los conoce.

—¿Y conoce todo el mundo al hombrecito de cara gordita al que ha lanzado un beso con la mano?

—No le he lanzado ningún beso con la mano. Pero lo habría hecho si lo hubiera pensado. Es un gran amigo mío… un colega que estudió en Viena.

—¿Cómo se llama?

—Doctor Feeder.

La acompañante de Jackson Lemon se quedó un momento callada.

—¿Todos sus amigos son médicos? —preguntó después.

—No, algunos se dedican a otros negocios.

—¿Todos tienen algún negocio?

—La mayoría. Salvo dos o tres, como Dexter Freer.

—¿Dexter Freer? Creí que lo había llamado doctor Freer.

El joven lanzó una risotada.

—Me ha oído mal. Tiene usted la cabeza llena de doctores, Lady Barb.

—Me alegro —respondió Lady Barb dándole con las riendas a su caballo, que se alejó a saltos.

—Bueno, sí, el motivo es encantador —observó el doctor Feeder, sentado bajo los árboles.

—¿Va a casarse con ella? —preguntó la señora Freer.

—¿Casarse con ella? Espero que no.

—¿Por qué espera que no?

—Porque no sé nada de ella. Y quiero saber algo sobre la mujer con la que se casa.

—Supongo que le gustaría que se casara en Cincinnati —replicó livianamente la señora Freer.

—Bueno, el lugar no me importa mucho, pero quiero conocerla primero. —El doctor Feeder se mostró rotundo.

—Teníamos la esperanza de que usted lo supiera todo al respecto —comentó el señor Freer.

—No, no estoy al corriente.

—Nos ha asegurado una docena de personas que no se ha separado de ella durante el último mes; y eso, en Inglaterra, parece que quiere decir algo. ¿No le ha hablado de ella cuando se han visto?

—No, solo me habló del nuevo tratamiento de la meningitis espinal. Está muy interesado en la meningitis espinal.

—Me pregunto si hablará de ese asunto con Lady Barb —comentó la señora Freer.

—¿Quién es ella, de todas formas? —preguntó el joven.

—Lady Barberina Clement.

—¿Y quién es Lady Barberina Clement?

—La hija de Lord Canterville.

—¿Y quién es Lord Canterville?

—Eso mejor se lo explica Dexter —dijo la señora Freer.

Así pues, Dexter le contó que el marqués de Canterville había sido en su día un gran cazador y un gran ornamento de la sociedad inglesa, y en más de una ocasión había ostentado altos cargos en la Casa de Su Majestad. Dexter Freer conocía todas esas cosas: cómo su señoría se había casado con una hija de Lord Treherne, una mujer muy seria, inteligente y hermosa que le había redimido de las extravagancias de la juventud y le había entregado en rápida sucesión una docena de pequeños inquilinos para las habitaciones infantiles de Pasterns, que era, como sabía también el señor Freer, el nombre de la residencia principal de los Canterville. El marqués era tory, pero era muy liberal para ser tory, y muy popular en la sociedad en general: era apuesto y de natural bondadoso, sabía cómo ser simpático sin dejar de ser un grand seigneur, tenía la inteligencia suficiente para hacer un discurso de vez en cuando, y estaba muy comprometido con los viejos y nobles objetivos ingleses, así como con muchas de las nuevas mejoras: la limpieza de las carreras, la apertura de los museos en domingo, la promoción de los cafés, las últimas ideas en saneamiento… Era contrario a la extensión del sufragio, pero tenía el cerebro lleno de reformas de saneamiento. Por lo menos en una ocasión se había dicho de él (y creo que en letras de imprenta), que era el hombre adecuado para transmitir a la mentalidad del pueblo la impresión de que la aristocracia británica era todavía una fuerza viva. Por desgracia no era muy rico (teniendo en cuenta que tenía que ser ejemplo de tales verdades), y de sus doce hijos no menos de siete eran hembras. Lady Barberina, la amiga de Jackson Lemon, era la segunda; la mayor se había casado con Lord Beauchemin. El señor Freer había aprendido a pronunciar su nombre de manera correcta: lo llamaba “Bitumen”. Lady Louisa había hecho muy bien, porque su marido había contribuido al matrimonio con su riqueza, y ella no había contribuido con nada; pero no se podía esperar que a las demás les fuera igual de bien. Afortunadamente las más pequeñas estaban aún en el colegio; y antes de que salieran de él, Lady Canterville, que era mujer de recursos, tendría que haber colocado a las dos primeras. Era la primera temporada de Lady Agatha; no era tan guapa como su hermana, pero se pensaba que era más inteligente. Al señor Freer, media docena de personas le había hablado de Jackson Lemon como un gran partido para los Canterville. Se suponía que era inmensamente rico.

—Bueno, y lo es —dijo Sidney Feeder, que había escuchado el pequeño discurso del señor Freer con atención, incluso con entusiasmo, pero con un aire de cierta aprensión.

—Sí, pero no tan rico como seguramente piensan.

—¿Quieren su dinero? ¿Eso es lo que buscan?

—Va usted al grano —murmuró la señora Freer.

—No tengo la menor idea —explicó su marido—. Por sí mismo es un tipo muy agradable.

—Sí, pero es médico —repuso la señora Freer.

—¿Qué tienen en contra de eso? —preguntó Sidney Feeder.

—Bueno, ya sabe, por aquí solo los llaman para que les receten algo —explicó Dexter Freer—. La profesión no se considera… esto… lo que uno llamaría “aristocrática”.

—En fin, no lo sé, y tampoco estoy seguro de que quiera saberlo. ¿Cómo dice, aristocrática? ¿Y qué profesión podría serlo? Resultaría bastante curioso. Muchos de los caballeros que asisten al congreso son muy agradables.

—A mí me gustan mucho los médicos —comentó la señora Freer—. Mi padre lo era. Pero no se casan con la hija de un marqués.

—No creo que Jackson quiera casarse con esa.

—Es muy posible que no… la gente es tan burra —dijo Dexter Freer—. Pero tendrá que decidir. En cualquier caso, me gustaría que se enterara usted. Si quiere, puede hacerlo.

—Le preguntaré… en el congreso. Claro que puedo. Supongo que se tendrá que casar con alguien —añadió enseguida—. Y ella puede estar bien.

—Dicen que es encantadora.

—Muy bien, entonces. No le hará daño. Pero tengo que decir que no estoy seguro de que me guste todo lo relativo a su familia.

—¿Qué le he dicho? Todo es a su mayor gloria y honor.

—¿Son completamente honrados? Es como esa gente de Thackeray.

—¡Ah, si Thackeray hubiera contado con esto! —exclamó la señora Freer, con mucho énfasis.

—¿Se refiere a toda esta escena? —preguntó el joven.

—No: me refiero al matrimonio de una noble británica con un médico americano. Habría sido un tema digno de Thackeray.

—Ya ves que te apetece, cariño —dijo Dexter Freer sin acritud.

—Me apetece como historia, pero no se lo deseo al doctor Lemon.

—¿Todavía se hace llamar “doctor”? —preguntó el señor Freer al joven Feeder.

—Supongo que sí. Yo así le llamo. Naturalmente, no practica. Pero se es doctor para siempre.

—¡Eso será un dogma para Lady Barb!

Sidney Feeder se quedó mirándolo fijamente.

—¿Acaso no tiene título ella también? ¿Qué querría que fuera él, Presidente de los Estados Unidos? Es un hombre de gran aptitud. Podría hallarse a la cabeza de la profesión. Cuando pienso en ello, me entran ganas de lanzar una maldición. ¿Para qué quiso su padre hacer todo ese dinero?

—Tiene que ser raro para ellos ver un “hombre medicina” con seis u ocho millones —observó el señor Freer.

—Usan el mismo término que los choctaw —dijo su mujer.

—Vaya, algunos de sus propios médicos amasan fortunas inmensas —declaró Sidney Feeder.

—¿No podía la reina darle un título de baronet? —La sugerencia la hizo la señora Freer.

—Sí, entonces sería aristocrático —comentó el joven—, Pero no entiendo por qué quiere casarse aquí. Me parece que es salirse del camino. Sin embargo, no me preocupa con tal de que sea feliz. Le tengo mucho aprecio. Tiene una gran capacidad. De no ser por su padre, habría sido un médico espléndido. Pero, como digo, tiene gran interés en la ciencia médica, y creo que querrá incentivarla todo lo que pueda mediante su fortuna. Siempre se dedicará a algo en el terreno de la investigación. Piensa que sabemos algo, y está empeñado en que sepamos más. Espero que no se lo impida la joven marquesa, ¿es ese el título? Y espero que sean realmente buenas personas. Él debería ser un hombre muy útil. A mí me gustaría enterarme bien de cómo es la familia en la que voy a entrar al casarme.

—Cuando pasó en su caballo, tuve la impresión de que estaba bien enterado de cómo son los Clement —dijo Dexter Freer, levantándose porque su mujer había comentado que era hora de marcharse—. Y me pareció que estaba muy satisfecho de lo que sabía. Allí van de vuelta, por el otro lado. ¿Viene con nosotros o se queda?

—Vaya a preguntarle, y después venga a contárnoslo… a Jermyn Street. —Esta fue la orden con la que la señora Freer se despidió de Sidney Feeder.

—Debería venir él mismo… dígaselo —añadió su esposo.

—Bueno, creo que me quedaré —dijo el joven cuando sus acompañantes se fundieron con la multitud que en aquel momento marchaba hacia las cancelas. Él se dirigió hacia la barrera y permaneció en pie junto a ella, y vio al doctor Lemon y a sus amigos, que se habían detenido a la entrada del Row, donde parecía que se disponían a separarse. La despedida llevó un buen rato, y Sidney Feeder cobró interés. Lord Canterville y su joven hija se entretuvieron hablando con dos caballeros que también iban a caballo, que miraban mucho hacia las patas del caballo de Lady Agatha. Jackson Lemon y Lady Barberina se encontraban uno frente al otro, muy próximos; y ella, inclinándose ligeramente hacia adelante, acariciaba el cuello del caballo bayo de su acompañante, que se había arrimado al de ella. Desde la distancia, parecía que él hablaba y que ella escuchaba sin decir nada.

“Ah, sí, la está cortejando”, pensó Sidney Feeder.

De pronto, el padre se volvió para salir de Hyde Park y ella se fue con él hasta perderse de vista, mientras el doctor Lemon volvía por la izquierda, como dispuesto a iniciar un último galope. No había llegado muy lejos cuando vio a su confrère, que le esperaba en la barandilla; y repitió el gesto al que se había referido Lady Barberina como un beso en la mano, aunque habría que decir que, a los ojos de su amigo, no tenía exactamente ese sentido. Cuando llegó hasta donde se encontraba Feeder, tiró de las riendas.

—Si hubiera sabido que venías, te habría dado un caballo —dijo.

Su persona no producía esa irradiación de riqueza y distinción que hacía que Lord Canterville resplandeciera como un cuadro; pero allí sentado, con las pequeñas piernas sobresaliendo, daba impresión de astucia, fuerza y alegría, y tenía el aspecto de un mimado de la Fortuna. Tenía un rostro fino, despierto, delicado, la nariz primorosamente acabada, los ojos veloces, de expresión algo dura, y un pequeño bigote bastante cuidado. No resultaba llamativo pero sí agradable, y saltaba a la vista que se trataba de una persona decidida.

—¿Cuántos caballos tienes? ¿Cuarenta? —preguntó su compatriota en respuesta a su saludo.

—Unos quinientos —respondió Jackson Lemon.

—¿Son tuyos los caballos de tus amigos… las tres personas que iban contigo?

—¿Míos? Esos tienen los mejores caballos de Inglaterra.

—¿Te vendieron este? —prosiguió Sidney Feeder sin variar el tono de sorna.

—¿Qué opinión te merece? —preguntó el amigo sin dignarse responder.

—Es un jamelgo viejo. Me extraña que pueda contigo.

—¿Dónde te has comprado ese sombrero? —preguntó en respuesta el doctor Lemon.

—En Nueva York. ¿Le pasa algo?

—Es muy bonito. Me gustaría haberme comprado uno igual.

—Lo importante es la cabeza, no el sombrero. No me refiero en tu caso, sino en el mío. Pero hay algo muy profundo en tu pregunta. Tengo que meditarlo.

—No, no medites —dijo Jackson Lemon—; nunca llegarías al fondo. ¿Qué tal lo estás pasando?

—Maravillosamente. ¿Has ido hoy?

—¿Con los médicos? No, tengo un montón de cosas que hacer.

—Hemos tenido una discusión muy interesante. Yo hice algunas puntualizaciones.

—Me tenías que haber avisado. ¿Sobre qué eran?

—Sobre el matrimonio mixto de razas, desde el punto de vista… —Y Sidney Feeder se quedó un momento callado, ocupado en el intento de rascarle el morro al caballo de su amigo.

—Desde el punto de vista de la progenie, supongo…

—En absoluto. Desde el punto de vista de los viejos amigos.

—¡Al carajo los viejos amigos! —exclamó el doctor Lemon con jocosa ordinariez.

—¿Es verdad que vas a casarte con una joven marquesa?

El rostro del joven jinete se puso ligeramente rígido, y fijó los ojos en el doctor Feeder.

—¿Quién te ha dicho eso?

—El señor y la señora Freer, a los que acabo de encontrar.

—¡Que los ahorquen! ¿Y quién se lo ha dicho a ellos?

—Muchísima gente. No sé quiénes.

—¡Pardiez, cómo chismorrean! —exclamó Jackson Lemon con acritud.

—Me doy cuenta de que es cierto por la manera en que lo dices.

—¿Lo creen Freer y su mujer? —prosiguió Jackson Lemon con impaciencia.

—Quieren que vayas a verlos: podrás juzgar por ti mismo.

—Iré a verlos para decirles que metan las narices en sus asuntos.

—En Jermyn Street, pero no me acuerdo del número. Lamento que la marquesa no sea americana —siguió Sidney Feeder.

—Si nos casáramos, lo sería —repuso su amigo—. Pero no veo por qué te importa eso.

—Pues porque despreciará la profesión, y no me gustará eso en tu esposa.

—Eso me afectará más a mí que a ti.

—Entonces ¿es verdad? —dijo Feeder en alto, más en serio, levantando la vista hacia su amigo.

—Ella no despreciará la profesión. Respondo de ello.

—No te importará. Ya estás al margen de todo eso.

—No, no lo estoy. Me propongo trabajar mucho.

—Lo creeré cuando lo vea —dijo Sidney Feeder, que no dejaba ni mucho menos de creerle, pero que consideraba conveniente adoptar aquel tono—. No estoy seguro de que tengas derecho a trabajar… no deberías tenerlo todo. Deberías dejarnos el campo a los demás. Es el castigo que tienes que cumplir por ser tan rico. Serías famoso si hubieras continuado ejerciendo… más famoso que nadie. Pero ahora no lo serás… no puedes serlo. Algún otro lo será por ti.

Jackson Lemon escuchó esto sin mirar a los ojos a su interlocutor. Pero no como si los evitara, sino como si el largo tramo del Row, cada vez más despejado, le estuviera tentando y convirtiera la charla de su compañero en una rémora. Sin embargo, respondió con sentimiento y bondad:

—Entonces espero que seas tú. —E inclinó la cabeza ante una dama que pasaba a caballo por su lado.

—Lo seré probablemente. Espero que te haga sentir mal. Eso es lo que estoy intentando.

—¡Me siento horriblemente! —exclamó Jackson Lemon—; especialmente porque no estoy prometido en absoluto.

—Bueno, eso está bien. ¿Vendrás mañana? —siguió el doctor Feeder.

—Lo intentaré, amigo mío, pero no te lo puedo asegurar. ¡Hasta luego!

—¡Ah, estás perdido de todos modos! —gritó Sidney Feeder mientras el otro se alejaba.

 

II

 

Era Lady Marmaduke, la esposa de Sir Henry Marmaduke, la que había presentado a Jackson Lemon y Lady Beauchemin; tras lo cual, Lady Beauchemin lo había presentado a su madre y sus hermanas. Lady Marmaduke también era transoceánica: ella había sido para su marido, el baronet, la consecuencia más permanente de una gira por Estados Unidos. En la actualidad, al cabo de diez años, conocía Londres mejor de lo que había conocido nunca Nueva York, así que le había resultado fácil convertirse en lo que ella denominaba la madrina social de Jackson Lemon. Tenía su propia opinión respecto a la carrera de él, y esta opinión encajaba dentro de un esquema social que, si el espacio lo permitiera, estaría encantado de exponer ante el lector en toda su magnitud. Ella quería añadir uno o dos arcos al puente cultural que le había permitido efectuar su tránsito desde América, y estaba convencida de que Jackson Lemon podía proporcionar los materiales. Aun siendo de estructura elemental y destartalada, veía este puente extendiéndose audazmente en el futuro de un sólido pilar al otro. Debía ir en ambos sentidos, porque la reciprocidad era la tónica en el plan de Lady Marmaduke. Tenía el convencimiento de que la fusión final era inevitable y de que aquellos que fueran los primeros en comprender la situación saldrían ganando. La primera vez que Jackson Lemon había cenado con ella, le presentó a Lady Beauchemin, que era amiga íntima suya. Lady Beauchemin fue extraordinariamente gentil: le pidió que fuera a verla como si realmente lo deseara. Él lo hizo, y en la sala de su casa conoció a su madre, que coincidió que había ido a visitarla al mismo tiempo. Lady Canterville, no menos cordial que su hija, lo invitó a Pasterns para la semana de Pascua; y antes de que transcurriera un mes le pareció que, aunque no era lo que hubiera llamado íntimo de ninguna familia londinense, la puerta de la casa de los Clement se le abría con mucha frecuencia. Esto era tener bastante buena suerte, porque siempre se abría para mostrar un escenario encantador. Los ocupantes de la casa pertenecían a una estirpe radiante y hermosa, y el interior de la casa tenía aspecto de ser sumamente cómodo. No se trataba del esplendor de Nueva York (tal como el joven había empezado a representárselo últimamente), sino de un esplendor en que había un impagable ingrediente de vejez. Él mismo tenía una buena cantidad de dinero, y el dinero era bueno, aunque friera nuevo; pero el dinero viejo era el mejor. Incluso después de saber que la fortuna de Lord Canterville tenía más de antigua que de grande, seguía siendo la madurez del dorado elemento lo que le impresionaba. Era Lady Beauchemin la que le había revelado que su padre no era rico; y le había dicho, además de esta, muchas otras cosas sorprendentes, ya fueran sorprendentes por sí mismas o por el hecho de que salieran de sus labios. Eso volvió a impresionarle esa noche, la del día en que había encontrado a Sidney Feeder en Hyde Park. Cenó fuera en compañía de Lady Beauchemin, y después, como estaba sola (su marido se había ido a escuchar un debate), le sugirió “un acuerdo”. Ella tenía que presentarse en varios lugares, y a algunos de ellos tenía que ir él también. Compararon sus anotaciones y acordaron ir juntos a casa de los Trumpington, adonde a las once en punto parecía que todo el mundo iba también, pues el acceso a la casa estaba atascado por los carruajes desde una distancia de media milla. Era una noche bochornosa; el coche de Lady Beauchemin, ocupando su lugar en la fila, permanecía inmóvil durante ratos prolongados. En su rincón, junto a ella, a través de la ventanilla abierta, Jackson Lemon, agobiado y acalorado, observaba el pavimento húmedo y grasiento, que reflejaba el cabeceante destello de la luz de una taberna. Lady Beauchemin, sin embargo, no se mostró impaciente, porque tenía un propósito en la mente, y aquella situación le permitía decir lo que quería.

—¿Realmente la quiere? —Fue lo primero que preguntó.

—Bueno, creo que sí —respondió Jackson Lemon como si no entendiera la obligación de mostrarse serio.

Lady Beauchemin lo observó en silencio por un instante. Él notó su mirada y, volviendo los ojos, merced a la luz de una farola de la calle, vio su rostro parcialmente oscurecido. No era tan guapa como Lady Barberina: su semblante tenía una cierta dureza; el pelo, de color muy claro y maravillosamente rizado con rizos muy finos, le tapaba casi los ojos, cuya expresión, sin embargo, junto con la de la afilada nariz y el brillo de algunos diamantes, emergía de la penumbra.

—No parece saberlo usted. No he visto nunca a un hombre tan confuso e incómodo —observó entonces.

—Me presiona usted demasiado; necesito tiempo para pensarlo —siguió diciendo el joven—. Ya sabe que en mi país se nos concede mucho tiempo. —Había en su manera de expresarse ciertas peculiaridades de las que era perfectamente consciente y que encontraba convenientes porque le protegían en una sociedad en que un americano solitario quedaba bastante expuesto; le proporcionaban la ventaja que conseguía equilibrar ciertas desventajas. Tenía muy pocos americanismos naturales; pero el empleo ocasional de uno, discretamente elegido, le hacía parecer más simple de lo que realmente era, y tenía sus razones para desear ese efecto. Pero él no era simple: era sutil, circunspecto, sagaz y perfectamente consciente de que podía cometer errores. Existía el peligro de cometer un error en aquel momento, un error que podía resultar inmensamente grave. Lo único que había decidido era triunfar. Cierto era que para lograr un gran triunfo estaba dispuesto a correr riesgos; pero el riesgo debía considerarse, y él ganaba tiempo mientras multiplicaba sus conjeturas y hablaba de su país.

—Puede tomarse un decenio si lo desea —dijo Lady Beauchemin—. No tengo ninguna prisa de convertirlo en mi cuñado. Pero recuerde que ya habló conmigo.

—¿Y qué dije?

—Dijo que Barberina era la muchacha más perfecta que había visto en Inglaterra.

—Ah, eso estoy dispuesto a firmarlo. Me gusta cómo es.

—¡Eso me parecía!

—Me gusta mucho… con todas sus peculiaridades.

—¿A qué se refiere con eso de peculiaridades?

—Bueno, ella tiene ideas peculiares —explicó Jackson Lemon en un tono sensato y suavísimo—; y también tiene una manera peculiar de hablar.

—¡Ah, no puede esperar que hablemos tan bien como usted! —exclamó Lady Beauchemin.

—No sé por qué no; algunas cosas las hacen mucho mejor.

—En cualquier caso, tenemos nuestras costumbres y pensamos que son las mejores del mundo. Una de ellas consiste en no consentir que un caballero atienda durante tres o cuatro meses a una chica sin adquirir algún tipo de responsabilidad. Si usted no desea casarse con mi hermana, debería irse.

—O no debería haber venido —dijo Jackson Lemon.

—No puedo estar muy de acuerdo con eso; porque me hubiera perdido el placer de conocerle.

—Pero le habría ahorrado esta tarea que tanto le desagrada.

—¿Preguntarle por sus intenciones? No me desagrada en absoluto, me divierte muchísimo.

—¿Le gustaría que su hermana se casara conmigo? —preguntó con sencillez Jackson Lemon.

Si esperaba pillar desprevenida a Lady Beauchemin, quedó decepcionado, porque ella estaba completamente preparada para implicarse.

—Me gustaría muchísimo. Opino que la sociedad inglesa y la americana deberían ser una sola. Me refiero a lo mejor de cada lado… un gran todo.

—¿Me permite preguntarle si fue Lady Marmaduke la que le sugirió a usted esa idea?

—Hemos hablado de ello con frecuencia.

—Sí, ese es su objetivo.

—Bueno, y el mío también. Pienso que hay mucho que hacer.

—¿Y le gustaría que lo hiciera yo?

—Exacto, para empezar. ¿No cree que deberíamos relacionarnos más? Me refiero a los mejores de cada país.

Jackson Lemon se quedó un momento en silencio.

—Me temo que no albergo ideas generales. Si me caso con una chica inglesa no será por el bien de las especies.

—Bueno, queremos mezclarnos un poco; de eso estoy segura —dijo Lady Beauchemin.

—Sin duda, eso lo ha aprendido de Lady Marmaduke.

—¡Es agotador que no consienta usted en ponerse serio! Pero mi padre lo conseguirá —prosiguió Lady Beauchemin—, Puedo informarle de que pretende preguntarle por sus intenciones en uno o dos días. Eso es todo lo que quería decirle. Pienso que debería estar preparado.

—Se lo agradezco mucho. Lord Canterville hará muy bien.

Había, para Lady Beauchemin, algo realmente incomprensible en aquel pequeño médico americano al que ella había decidido ayudar sin ningún interés, y que, aunque hubiera decidido olvidarse de la medicina, no era ni encantador ni distinguido, solo inmensamente rico, completamente original y en ningún modo insignificante. Era incomprensible, para empezar, que un médico fuera tan rico, o que un hombre tan rico fuera médico; para alguien acostumbrado a ser siempre satisfecho en su sentido de lo apropiado, resultaba incluso irritante. El propio Jackson Lemon lo habría explicado mejor que nadie, pero esa era una explicación que no podía pedirse. Había más: su fría aceptación de ciertas situaciones; su general indisposición a explicarse; su manera de refugiarse en chistes que a veces ni siquiera tenían el mérito de ser americanos; y su manera, también, de parecer un pretendiente sin ser un aspirante. Sin embargo, Lady Beauchemin estaba, como Jackson Lemon, preparada para correr un cierto riesgo. Su reserva lo hacía escurridizo, pero eso era solo cuando una apretaba. Se enorgullecía de saber manejar a la gente con suavidad.

—Sin duda mi padre actuará con mucho tacto —dijo—; por supuesto, si usted no desea ser interrogado, siempre puede salir de la ciudad. —Daba la impresión de que realmente deseaba facilitarle las cosas.

—No quiero salir de la ciudad; aquí disfruto demasiado para hacerlo —respondió su acompañante—, Y su padre ¿no tendría derecho a preguntarme qué quiero expresar con eso?

Lady Beauchemin dudó. Estaba algo perpleja. Pero enseguida exclamó:

—¡Él es incapaz de decir nada vulgar!

Eso no respondía realmente a su pregunta, y él se dio cuenta de ello; pero un poco después, mientras la acompañaba del cupé a la alargada alfombra que, bordeada por dos raídas cenefas de tela de rayas y dos filas de lacayos, policías y deprimentes aficionados de ambos sexos, se extendía desde el bordillo de la acera al portal de los Trumpington, no tuvo inconveniente en comentarle a ella:

—Por supuesto, no aguardaré a que Lord Canterville venga a hablar conmigo.

Se había esperado algún anuncio como aquel por parte de Lady Beauchemin, y juzgaba que su padre no haría otra cosa que cumplir con su deber. Sabía que debía tener preparada una respuesta para Lord Canterville, y le sorprendía no haber llegado aún a ninguna conclusión. La pregunta de Sidney Feeder en Hyde Park le había hecho sentirse bastante perdido; era la primera alusión que se hacía a su posible boda, salvo por parte de Lady Beauchemin. Ninguno de los suyos estaba en Londres; él era completamente independiente, y aunque su madre se hubiera encontrado a su alcance, no habría podido consultarla sobre el asunto. La amaba profundamente, más que a nadie; pero no era persona a la que pudiera consultar, puesto que aprobaba todo lo que hacía él: esa era su norma. Aunque tuviera mucho cuidado de no ponerse demasiado serio cuando hablaba con Lady Beauchemin, le empezó a dar vueltas al asunto en su interior, y lo hizo muy en serio. Se dedicó a ello incluso en medio de las distracciones de la siguiente media hora, mientras se constreñía para penetrar despacio y de costado por entre la multitud que llenaba el salón de los Trumpington. Al cabo de esa media hora salió de allí, y en la puerta encontró a Lady Beauchemin, de la que se había separado al entrar en la casa, y que, esta vez acompañada por alguien de su propio sexo, esperaba la llegada de su carruaje para continuar su ronda de visitas. Le ofreció el brazo en la calle, y ella, al entrar en el vehículo, repitió el consejo de abandonar la ciudad por unos días.

—¿Y quién, entonces, me diría lo que tengo que hacer? —le preguntó a modo de respuesta, mirándola a través de la ventanilla.

Por mucho que ella le dijera lo que tenía que hacer, él se sentía libre; y estaba resuelto a que eso no cambiara. Para demostrárselo a sí mismo, se subió de un salto a un coche de caballos y regresó a Brook Street, a su hotel, en vez de dirigirse a cierta casa de iluminados ventanales en Portland Place, donde sabía que pasada la medianoche encontraría a Lady Canterville y sus hijas. Se había hecho referencia a ello entre Lady Barberina y él durante el paseo a caballo, y seguramente ella esperaría que fuera; pero el hecho de no ir le permitía saborear su libertad, y le gustaba ese sabor. Se daba cuenta de que para disfrutarlo a sus anchas debería irse a la cama; pero no se acostó, ni siquiera se quitó el sombrero. Se paseó de un lado a otro del salón, con la cabeza coronada por ese ornamento, con las manos en los bolsillos y bastante inclinado hacia atrás. Había unas cuantas tarjetas metidas en el marco del espejo que colgaba encima de la chimenea, y cada vez que pasaba a su lado le parecía distinguir lo que había escrito en una de ellas: el nombre de la señora de la casa, en Portland Place, el nombre de él, y en la esquina inferior izquierda, las palabras: “Pequeño baile”. Naturalmente, había llegado el momento de aclararse las ideas. Lo haría al día siguiente: eso es lo que se decía mientras caminaba de un lado para otro, y dependiendo de lo que decidiera, hablaría con Lord Canterville o cogería el expreso nocturno a París. Mientras tanto, sería mejor que no se viera con Lady Barberina. Le resultaba muy evidente, al mirar vagamente hacia aquella tarjeta metida en el espejo de la chimenea, que había llegado demasiado lejos; y había llegado tan lejos porque estaba bajo el embrujo… Sí, estaba enamorado de Lady Barb. No había ninguna duda al respecto. Tenía buen ojo clínico, y sabía diagnosticar perfectamente lo que le ocurría. No perdió el tiempo cavilando sobre el misterio de su pasión, ni preguntándose si habría podido escapar al comienzo, en caso de haber estado un poco alerta, ni si moriría en caso de separación. Lo aceptó con franqueza, por el placer que le daba hacerlo, y porque la muchacha era una delicia para los ojos. Y se limitó a considerar si esa boda cuadraría con su situación general. Tal cosa no tenía por qué desprenderse necesariamente del hecho de estar enamorado; había muchas otras circunstancias que considerar. La más importante era el cambio, no solo geográfico, sino social, que supondría para su mujer, y la readaptación que eso implicaría en la relación que él mismo tenía con sus cosas. No le gustaban las readaptaciones y no había motivo para que le gustaran; su posición era en muchos aspectos muy ventajosa. Pero la muchacha lo tentaba de manera casi irresistible, satisfaciendo su imaginación, tanto de enamorado como de estudiante del organismo humano; era tan radiante, tan completa, y ostentaba un grado de perfección tan difícil de hallar… Jackson Lemon no era anglomaniaco, pero admiraba las condiciones físicas del inglés: la tez, el temperamento, el tejido; y Lady Barberina le impresionaba, en forma flexible y virginal, como un maravilloso compendio de estos elementos. Había algo simple y robusto en su belleza; tenía la serenidad de una vieja estatua griega, sin la vulgaridad de aquella sonrisilla moderna ni del preciosismo contemporáneo. La suya era una cabeza antigua; y aunque sus temas de conversación se restringieran por completo al periodo presente, Jackson Lemon estaba convencido de que en su alma tenía que haber una cierta sinceridad primitiva que encajaría bien con el molde del rostro. Se la imaginaba en el futuro, como la hermosa madre de unos hermosos hijos en los que quedarían patentes los rasgos de la raza. A él le gustaría que sus hijos tuvieran esos rasgos, y era consciente de que para eso tenía que tomar sus medidas. Muchas personas los poseían en Inglaterra, y para él era un placer observarlos, especialmente cuando nadie lo lucía de manera tan inconfundible como la segundogénita de Lord Canterville. Sería un lujo poder llamar propia a tal mujer: no había nada tan evidente como eso, y no importaba que ella no tuviera una inteligencia asombrosa. La inteligencia asombrosa no formaba parte de la forma armoniosa ni de la tez inglesa; iba asociada a la sonrisilla moderna, que era el resultado del nerviosismo moderno. Si Jackson Lemon hubiera querido una esposa nerviosa, por supuesto que la habría encontrado en su país; pero aquella muchacha alta y bonita cuyo carácter, como su figura, parecía haberse formado principalmente cabalgando a lo largo del país, estaba hecha de manera diferente. En cualquier caso, ¿le traería cuenta (como decían en Londres) casarse con ella y llevársela a Nueva York? Volvía a hacerse esa pregunta; se la volvía a hacer con una insistencia que habría puesto a prueba la paciencia de Lady Beauchemin si hubiera sido testigo de sus pensamientos. Ella se había irritado, más de una vez, al verlo aferrado a su término del dilema, como si fuera posible que no le conviniera a un pequeño doctor americano casarse con la hija de un lord inglés. A los ojos de ella habría quedado mejor que él estuviera más convencido, y que no diera tan por sentado el consentimiento de la familia de la dama, de las damas. ¡Veían el asunto de manera tan diferente! Jackson Lemon comprendía que, si se casaba con Lady Barberina Clement, sería porque le convenía a él, y no a sus posibles cuñadas. Creía que actuaba en todo de acuerdo con su propia voluntad, una facultad por la que sentía el más profundo respeto.

Sin embargo, en aquella ocasión parecía que esa facultad no funcionaba tan bien como de costumbre, porque aunque había vuelto a casa con intención de acostarse, la campanada que anunciaba las doce y media no le sorprendió en la cama sino en un coche que el silbato del portero había hecho llegar hasta la puerta del hotel y que iba traqueteando de camino a Portland Place. Allí encontró, en una casa muy grande, una congregación de trescientas personas y una banda de música escondida tras una enramada de azaleas. Lady Canterville no había llegado: recorrió las distintas estancias para asegurarse de ello. También descubrió un jardín de invierno espléndido, en el que había azaleas en macizos y en formaciones piramidales. Miró hacia lo alto de la escalera, pero pasó un buen rato hasta que encontró lo que estaba buscando, y su impaciencia al final era extrema. Sin embargo, cuando llegó la recompensa, fue todo cuanto podía desear: una leve sonrisa de Lady Barberina, que se encontraba en pie tras su madre, que tendía la yema de los dedos a la anfitriona. La entrada de aquella encantadora mujer con sus hermosas hijas, que constituía siempre un momento notable, se efectuó con cierta solemnidad, y le resultó agradable a Jackson Lemon la idea de que aquello le concernía más a él que a ningún otro en la casa. Alta, deslumbrante, indiferente, mirando en torno a ella como si viera muy poco, Lady Barberina era desde luego una figura en torno a la cual podía muy bien girar la imaginación de un joven. Era muy tranquila y sencilla, nada afectada y algo hierática; pero su distanciamiento no era un vulgar artificio. Parecía borrarse mientras esperaba que la atendieran en su momento, y en ello no había evidentemente exageración alguna, porque era demasiado orgullosa para no tener una perfecta confianza en sí misma. Su hermana, más pequeña, más ligera, con una leve sonrisa de sorpresa que parecía indicar que, en su extrema inocencia, aún podía esperarlo todo, habiendo oído cosas extraordinarias sobre las reuniones de sociedad, se mostraba mucho más impaciente y más expresiva, y antes de que anunciaran el nombre de su madre, proyectó a través del umbral de la puerta el bello resplandor de su ojos y dientes. Muchas personas opinaban que Lady Canterville superaba a sus hijas, y que había conservado para sí más belleza aún de la que les había dado a ellas: una belleza que había sido calificada de intelectual. Poseía una dulzura extraordinaria que no hacía declaraciones terminantes; sus maneras resultaban suaves hasta la ternura: había incluso algo de piedad en ellas. Además, sus rasgos eran perfectos, y no podía haber nada más elegante que su forma de hablar, o incluso de escuchar a la gente, con la cabeza ligeramente ladeada. Le gustaba mucho Jackson Lemon y se mostraba siempre muy amable con él. Él se acercó a Lady Barberina en cuanto pudo hacerlo sin dar imagen de precipitación, y le dijo que tenía grandes esperanzas en que no bailara. Era un maestro en aquel arte que florece en Nueva York por encima de ningún otro, y la había acompañado en una docena de valses con una habilidad que, en opinión de ella, no dejaba nada que desear. Pero no quería bailar aquella noche. Ella sonrió ligeramente al oírle hablar de sus esperanzas.

—Para eso nos ha traído aquí mi madre —dijo—. No le hará gracia que no bailemos.

—¿Cómo va a saber si le hace gracia o no? Usted nunca ha dejado de hacerlo.

—Salvo una vez —dijo Lady Barberina.

Le dijo que ya lo arreglaría él con su madre, y la persuadió para ir con él al jardín de invierno, donde había luces de colores colgadas entre las plantas y una bóveda vegetal por encima. En comparación con las otras estancias, el jardín de invierno estaba oscuro y apartado. Pero no se encontraban solos. Había otra media docena de parejas. La penumbra se teñía de rosa entre las pendientes de azaleas, y se llenaba con una música apagada que permitía hablar sin preocuparse por la gente que estaba cerca. Sin embargo, aunque Lady Barberina solo fue consciente de ello al recordar más tarde la escena, aquellas parejas dispersas hablaban muy suave. No miró hacia ellas: le daba la impresión de encontrarse casi a solas con Jackson Lemon. Comentó algo sobre los jardines de invierno, sobre la fragancia que flotaba en el aire; y por toda respuesta, él le hizo a ella una pregunta que podría haberla asustado.

—¿Cómo hacen en Inglaterra para conocerse los que se casan? No tienen ocasión.

—Le aseguro que no lo sé. No me he casado nunca.

—En mi país es muy distinto. Allí un hombre ve mucho a la chica; puede ir y verla, puede estar con ella todo el tiempo. Me gustaría que ustedes permitieran lo mismo aquí.

Lady Barberina se entregó de pronto al examen del lado menos ornamental de su abanico, como si hasta aquel momento no se le hubiera ocurrido fijarse en cómo era.

—Debe de ser muy rara, América —murmuró al fin.

—Bueno, creo que en este particular somos nosotros los que tenemos razón. Aquí es un salto al vacío.

—Le aseguro que no lo sé —dijo la muchacha. Había plegado el abanico. Sin darse cuenta de lo que hacía, alargó el brazo y arrancó un ramito de azalea.

—Pero, al fin y al cabo, supongo que no importa mucho —comentó Jackson Lemon—. Dicen que el amor es ciego. —Su rostro, joven y esbelto, estaba inclinado sobre el de ella; tenía los pulgares metidos en los bolsillos del pantalón; sonrió un poco mostrando sus finos dientes. Ella no dijo nada, se limitó a partir en trozos la azalea. Generalmente permanecía tan quieta que aquel leve movimiento parecía un ajetreo inmenso.

—Es la primera vez que la veo sin tener un montón de gente alrededor —siguió.

—Sí, resulta tedioso —comentó ella.

—Estoy harto de eso. Esta noche no quería venir.

Sus ojos evitaban los de él, aunque sabía que los de él estarían buscando los suyos. Pero entonces lo miró por un instante. Ella nunca había puesto objeciones a su apariencia y, en este aspecto, no sentía rechazo alguno. Le gustaba que un hombre fuera alto y apuesto, y Jackson Lemon no era ni lo uno ni lo otro; pero cuando ella tenía dieciséis años y era ya tan alta como a los veinte, había estado enamorada (durante tres semanas) de uno de sus primos, un pequeño húsar que era más bajo incluso que el americano, más bajo por tanto que ella misma. Esto demostraba que la distinción podía ser independiente de la estatura, y no es que esto lo razonara conscientemente. El rostro enjuto de Jackson Lemon, sus vivos ojillos que parecían estar midiendo siempre las cosas, le parecían insólitos y los juzgaba muy penetrantes, rasgo que iría bien en su marido. Al hacer esta reflexión, no se le ocurría pensar que la podían penetrar a ella misma: ella no era un cordero ofrecido en sacrificio. Percibía que los rasgos de él eran la expresión de una mente que podía ser bastante eficaz. Nunca lo habría tomado por un médico; aunque, claro está, eso era sinceramente algo muy negativo que no había ayudado ante ella precisamente.

—¿Por qué ha venido, entonces? —preguntó en respuesta a su última declaración.

—Porque me parece que, al fin y al cabo, prefiero verla de esta manera que no verla en absoluto; quiero conocerla mejor.

—Creo que no debería seguir aquí —comentó Lady Barberina mirando a su alrededor.

—No se vaya antes de que pueda decirle que la amo —murmuró el joven.

Ella no profirió exclamación alguna, ni se permitió un sobresalto; él ni siquiera la vio cambiar de color. Ella tomó su ruego con noble sencillez, con la cabeza erguida y los ojos gachos.

—No creo que tenga derecho a decirme eso.

—¿Por qué no? —preguntó Jackson Lemon—. Quiero reclamar ese derecho. Quiero que usted me lo conceda.

—No puedo… no lo conozco. Usted mismo lo ha dicho.

—¿Y no puede tener un poco de fe? Eso nos ayudaría a conocernos mejor. Es desagradable esta falta de ocasiones; ni siquiera en Pasterns puedo apenas dar unos pasos a su lado. Pero tengo toda la fe puesta en usted. Siento que la amo, y no podría llegar a más al cabo de seis meses. Amo su belleza… la amo de la cabeza a los pies. No se mueva, por favor, no se mueva. —Bajó el tono, pero la voz iba derecha a su oído, y era de suponer que poseía cierta elocuencia, pues él mismo, tras escuchar sus propias palabras, se sintió emocionado. Era un placer hablarle de su belleza; eso lo colocaba más cerca de ella de lo que había estado hasta entonces. Pero el color había acudido a su rostro, y eso le recordó a Jackson Lemon que su belleza no lo era todo.

—Todo en usted es suave y noble —prosiguió—; todo me resulta adorable. Estoy seguro de que es usted buena. No sé lo que pensará de mí; le pedí a Lady Beauchemin que me lo dijera, pero ella me respondió que juzgara por mí mismo. Pues bien, juzgo que yo le gusto. ¿No tengo derecho a suponer eso hasta que se demuestre lo contrario? ¿Puedo hablar con su padre? Eso es lo que me gustaría saber. He estado esperando. Pero ahora, ¿por qué tendría que esperar más? Quisiera poder decirle que usted me ha dado esperanzas. Supongo que debería hablar primero con él. Mañana, quiero decir, pero mientras tanto, esta noche, pensé que haría bien en decírselo a usted. En mi país esto no tendría mucha importancia. Debe usted ver todo aquello con sus propios ojos. Si me pidiera que no hablara con su padre, no lo haría. Esperaría. Pero prefiero pedirle a usted permiso para hablar con él, que pedírselo a él para hablar con usted.

Su voz había descendido hasta convertirse en un susurro; pero, aunque temblorosa, su emoción le otorgaba una peculiar intensidad. Seguía en la misma postura, con los pulgares en el pantalón, la cabeza atenta y la sonrisa en la boca, todo muy normal; nadie se habría imaginado qué era lo que estaba diciendo. Ella había escuchado sin hacer un gesto, y al final alzó los ojos. Se posaron en los suyos un instante, y él recordó, mucho después, la mirada que había pasado por sus párpados.

—Puede decirle a mi padre lo que le parezca, pero yo no deseo oír más. Ha hablado ya demasiado, considerando lo poco que me había prevenido.

—La estaba observando —dijo Jackson Lemon.

Lady Barberina mantuvo la cabeza en alto, mirándolo a él directamente. Después, completamente en serio, comentó:

—No me gusta ser observada.

—Entonces no debería ser usted tan hermosa. ¿No me dará una palabra de esperanza? —añadió.

—Nunca pensé en casarme con un extranjero —dijo Lady Barberina.

—¿Me está llamando extranjero?

—Creo que sus ideas son muy distintas, y su país es distinto. Usted mismo me lo ha dicho.

—Me gustaría mostrárselo; haría que le gustara.

—No estoy segura de lo que usted me haría hacer —respondió Lady Barberina con sinceridad.

—Nada que usted no quisiera.

—Estoy segura de que lo intentaría —declaró con una sonrisa.

—Bueno —dijo Jackson Lemon—, al fin y al cabo, ya lo estoy intentando.

A eso, ella se limitó a responder que tenía que volver con su madre, y él se vio obligado a abandonar con ella el jardín de invierno. No encontraron a Lady Canterville de inmediato, así que mientras tanto tuvo ocasión de murmurar:

—Ahora que he hablado, soy muy feliz.

—Tal vez es usted feliz demasiado pronto —respondió la muchacha.

—¡Ah, no diga eso, Lady Barb!

—Por supuesto, tengo que pensar en ello.

—¡Por supuesto, debe hacerlo! —dijo Jackson Lemon—. Mañana hablaré con su padre.

—No puedo imaginarme lo que dirá.

—¿Cómo voy a disgustarle? —preguntó el joven en un tono que Lady Beauchemin, de haberle oído, se habría visto obligada a atribuir a su general afectación jocosa. Lo que pensó de ello la hermana de Lady Beauchemin no nos consta; pero puede darnos tal vez una pista lo que respondió tras un instante de silencio:

—¿Sabe? ¡Es verdad que es usted un extranjero!

Diciendo esto le volvió la espalda, porque estaba ya en manos de su madre. Jackson Lemon dirigió unas palabras a Lady Canterville, más que nada sobre el calor que hacía. Ella le prestó una atención vaga y amable, como si estuviera escuchando algo ingenioso cuya gracia se le había escapado. Pudo notar que estaba pensando en lo que hacía su hija Agatha, cuya actitud hacia el joven con el que hablaba en aquel momento estaba falta del sentido de las diferencias: una locura sin método. Evidentemente no se fijaba en Lady Barberina, que era más digna de confianza. Esta no volvió a mirar a su pretendiente a los ojos; de manera ostensible, los dejó descansar en otros objetos. Al final, él se marchó sin que ella le dirigiera una mirada. Lady Canterville le había pedido que fuera a comer con ellos al día siguiente, y él le había respondido que lo haría si ella le prometía que podría ver a su señoría.

—No puedo volver a visitarles hasta que haya hablado con él —explicó.

—No veo por qué no; pero, si se lo pido, me atrevo a asegurar que estará en casa —respondió ella.

—¡No se arrepentirá del rato empleado!

Jackson Lemon dejó la casa pensando que, como nunca se había declarado a una chica, no podía esperarse que supiera cómo se ponen a la defensiva las mujeres en semejante circunstancia. Había oído, desde luego, que Lady Barb había recibido infinitas ofertas; y aunque ese número fuera probablemente exagerado, como siempre lo es, suponía que aquella manera de dejarlo de repente sería el comportamiento acostumbrado en tales ocasiones.

 

III

 

Al día siguiente, en casa de su madre, ella faltó al almuerzo, y Lady Canterville le mencionó (él no preguntó) que había ido a ver a una anciana tía abuela suya a la que quería mucho, que era además su madrina y vivía en Roehampton. Lord Canterville no estaba presente, pero la anfitriona informó a nuestro joven de que había prometido llegar exactamente a las tres en punto. Jackson Lemon comió con Lady Canterville y los niños, que aparecieron en tropel a la hora: estaban presentes todas las chicas de menor edad, y dos niños pequeños (los otros dos se encontraban en la adolescencia). Jackson, a quien le gustaban mucho los niños, y opinaba que aquellos eran los mejores del mundo (magníficos especímenes de una magnífica raza, como los que tan satisfactorio sería tener en futuros días sobre la propia rodilla), Jackson sentía que lo trataban como a uno más de la familia, pero no se mostraba aterrorizado ante lo que podía implicar aquel supuesto privilegio. Lady Canterville no dio muestra alguna de haberse planteado la cuestión de convertirse en su suegra, y Jackson Lemon pensó que su hija mayor no le debía de haber comentado la charla de la noche anterior. Le agradó la idea: le gustaba pensar que Lady Barb juzgaría por sí misma. Por supuesto, tal vez estuviera pidiéndole consejo a la anciana dama de Roehampton: pensó que era el tipo de pretendiente al que daría su aprobación una madrina. En su cabeza, las madrinas estaban sobre todo asociadas a los cuentos de hadas (él carecía de padrinos de bautismo propios); y esos seres tenían que mostrarse favorables a un joven que acababa de llegar de un país lejano cargado de gran cantidad de oro: una aparición, sin duda, suficientemente maravillosa. Llegó a la conclusión de que le gustaría tener a Lady Canterville como suegra, porque era demasiado educada para inmiscuirse. Su esposo llegó a las tres en punto, justo después de que ellos se levantaran de la mesa, y le agradeció a Jackson Lemon que le hubiera esperado.

—No he esperado —respondió Jackson con el reloj en la mano—; ha sido usted de una puntualidad extremada.

Ignoro cómo puede haber juzgado Lord Canterville a aquel joven, pero a Jackson Lemon le habían dicho más de una vez en su vida que era un buen tipo, aunque se tomaba las cosas muy al pie de la letra. Después de encender un cigarrillo en el “gabinete” de su señoría, un gran aposento de color marrón situado en la planta baja, y que tenía tanto de despacho como de cuarto de arneses (en ningún caso se le podía llamar biblioteca), acometió el asunto directamente, en estos términos:

—En fin, Lord Canterville, creo que debo hacerle saber, sin más demora, que estoy enamorado de Lady Barb y que quisiera casarme con ella.

Habló de esa manera, con los ojos fijos consciente pero relajadamente en su anfitrión. Ningún hombre, como he insinuado, llevaba mejor lo de ser observado que aquel noble personaje; daba la impresión de florecer bajo la envidiosa calidez de la contemplación humana, y nunca parecía tan intachable como cuando estaba más a la vista.

—Mi querido joven, mi querido joven —murmuró casi con menosprecio, acariciándose la barba de ambrosía ante la apagada chimenea. Levantó los ojos, que lo miraron de manera totalmente bondadosa.

—¿Se ha llevado una sorpresa, señor? —preguntó Jackson Lemon.

—Bueno, supongo que todo el mundo se sorprende de que alguien quiera a alguno de sus hijos. A veces, el peso de la preocupación por estos seres resulta excesivo, ya sabe, y uno se pregunta por qué demonios otro hombre tendría que querer a alguno de ellos. —Y Lord Canterville lanzó una agradable risotada por el carnoso cerco de sus labios.

—Solo quiero a una —dijo Jackson Lemon riéndose también, pero más discretamente.

—La poligamia sería beneficiosa para los padres. En fin, Louisa me habló la otra noche más o menos de lo que me está diciendo usted.

—Sí, le dije a Lady Beauchemin que amo a Lady Barb, y me pareció que ella lo veía natural.

—¡Sí, supongo que la naturaleza no está ausente en este asunto! Pero, mi querido amigo, realmente no sé qué decir.

—Naturalmente, tendrá que meditarlo. —Al decir esto, Jackson Lemon sintió que hacía la más liberal concesión a la situación del interlocutor, teniendo en cuenta que en su propio país a los padres no les quedaba mucho que meditar.

—Tendré que hablarlo con mi mujer.

—Lady Canterville ha sido muy amable conmigo; espero que lo siga siendo.

—Mi querido joven, somos excelentes amigos. Nadie podría apreciarle a usted más que Lady Canterville. Por supuesto, solo podemos considerar esta cuestión con toda… con toda la seriedad debida. Usted no querrá casarse sin saber exactamente lo que está haciendo. Por mi lado, yo, naturalmente, estoy obligado a todo lo que pueda por mis vástagos. Pero no podemos perder el tiempo dando vueltas. No nos salgamos de la vereda.

Se mostraron de acuerdo en que la vereda era que Jackson Lemon conocía con toda certeza el estado de su afecto, y que estaba en situación de pretender la mano de una damisela que, según podía decir Lord Canterville (por supuesto, ya sabe, sin arrogancias), tenía derecho a salir aventajada, como dicen las mujeres.

—Eso creo —dijo Jackson Lemon—. Es muy hermosa.

Lord Canterville lo miró un momento fijamente:

—Es una muchacha inteligente y bien criada, y salta los obstáculos como un saltamontes. Por cierto, ¿está al tanto de todo esto? —añadió.

—Sí, se lo dije anoche.

Lord Canterville volvió a adoptar el aire, infrecuente en él, de corresponder al escrutinio de su acompañante.

—No estoy seguro de que haya hecho bien, ¿sabe?

—No pude hablar antes con usted… no pude —explicó Jackson Lemon—. Quería hacerlo, pero se me hizo un nudo en la garganta.

—Es diferente en su país, me imagino —contestó su señoría, sonriendo.

—Bueno, no por regla general; sin embargo, me resulta muy agradable comentarlo con usted ahora. —Y realmente era muy agradable. Nada podía haber más fácil, más cordial, ni más informal que las maneras de Lord Canterville, que implicaban todo tipo de equiparación, especialmente la de la edad y la fortuna, y hacían que Jackson Lemon se sintiera al cabo de tres minutos como si también él fuera un noble de sesenta años bien conservado y algo apurado económicamente, que pensaba en su propio matrimonio desde la mentalidad de un hombre de mundo. El joven americano comprendió que Lord Canterville no daba verdadera importancia al hecho de que hubiera hablado en primer lugar con la muchacha, y vio en esta indulgencia una justa concesión a la pasión del afecto juvenil. Pues Lord Canterville se mostró muy capaz de apreciar el lado sentimental, al menos en lo que se refería a su visita, al preguntar, sin desaprobación:

—¿Le ha dado esperanzas?

—Bueno, no me abofeteó. Me dijo que pensaría en ello, pero que debía hablar con usted. Naturalmente, yo no le habría dicho lo que le dije si no me hubiera convencido, durante las dos últimas semanas, de que no le resulto desagradable.

—¡Ah, mi querido joven, las mujeres son un ganado extraño! —exclamó Lord Canterville inesperadamente—. Pero eso lo sabe usted, naturalmente —añadió en un instante—; asume usted el riesgo general.

—Me encanta asumir el riesgo general; el particular es demasiado pequeño.

—Bueno, le doy mi palabra de honor de que yo no conozco a mis muchachas. Ya ve que en Inglaterra el tiempo de un hombre está tremendamente ocupado; pero supongo que será igual en su país. Su madre las conoce. Creo que haría bien mandando llamar a su madre. Si usted no tiene inconveniente, le sugiero que le digamos que venga.

—La verdad es que les tengo bastante miedo a ustedes dos juntos, pero si eso ayuda a acelerar las cosas… —dijo Jackson Lemon.

Lord Canterville hizo sonar la campana y, al aparecer un criado, le dio un mensaje para que transmitiera a su señora. Mientras esperaban, el joven pensó que podía dar una explicación más clara sobre su situación pecuniaria. Hasta el momento, se había limitado a decir que estaba con creces en situación de poder contraer matrimonio; se había contenido de presentarse a sí mismo como multimillonario. Tenía buen gusto, y deseaba agradar a Lord Canterville en primer lugar como caballero. Pero en aquel momento, en que tenía que dar una impresión doblemente buena, pensó en sus millones, porque los millones impresionan siempre.

—Me parece justo hacerle saber que mi fortuna es realmente muy considerable —comentó.

—Sí, me atrevería a decir que es usted asquerosamente rico —dijo Lord Canterville.

—Tengo unos siete millones.

—¿Siete millones?

—Hablo en dólares; más de millón y medio de libras.

Lord Canterville lo miró de la cabeza a los pies, con un aire de alegre resignación hacia una forma de grosería que amenazaba con hacerse común. Entonces comentó, con una pizca de esa futilidad de la que ya había dado pequeñas muestras:

—¿Qué diablo, entonces, tomó posesión de usted para convertirlo en médico?

Jackson Lemon se puso un poco colorado, dudó y después contestó con premura:

—Me hice médico porque tenía el talento suficiente.

—Por supuesto, no dudo por un instante de su capacidad, pero ¿no lo encuentra bastante aburrido?

—No ejerzo mucho, me avergüenza confesarlo.

—Bien. Por supuesto, en su país es diferente. Me atrevo a suponer que tiene usted una placa en la puerta, ¿verdad?

—¡Sí, y un cartel de lata en el balcón! —contestó Jackson Lemon sonriendo.

—¿Y qué dijo de eso su padre?

—¿De que me metiera a médico? Dijo que antes se dejaría colgar que tomar algo que yo le recetara. No creía que lo fuera a conseguir. Quería que entrara en la cámara.

—En la Cámara… eh… —dijo Lord Canterville, dudando un poco. En el Congreso de ustedes… sí, claro.

—¡No, no es tan terrible la cosa! Llamábamos “cámara” a la tienda —repuso Jackson Lemon con la candidez con la que se expresaba cuando, por razones personales, deseaba resultar completamente nacional.

Lord Canterville lo miró fijamente, sin aventurarse, de momento, a extraer una conclusión; y antes de que se presentara la solución, entró en la sala Lady Canterville.

—Cariño, pensé que sería mejor que estuvieras aquí. ¿Sabes que quiere casarse con nuestra segunda hija? —En estos sencillos términos la puso al tanto su marido.

Lady Canterville no expresó ni sorpresa ni júbilo; se quedó simplemente allí quieta, en pie, sonriendo, con la cabeza ligeramente ladeada y con su elegancia acostumbrada. Sus encantadores ojos se posaron en los de Jackson Lemon; y aunque parecían decir que tenía que meditar sobre tan seria propuesta, los de Lemon no descubrieron en ellos ni cálculo ni frialdad.

—¿Hablan de Barberina? —preguntó de repente, como si hubiera estado pensando en otra cosa.

Claro que estaban hablando de Barberina, y Jackson Lemon repitió a su señoría lo que le había dicho al padre de la muchacha. Lo había pensado bien, y estaba completamente decidido. Además, ya había hablado con Lady Barb.

—¿Te ha dicho algo ella, cariño? —preguntó Lord Canterville mientras encendía otro cigarro.

No hizo caso de la pregunta de su señoría, que era vaga y ociosa, y se limitó a decirle a Jackson Lemon que se trataba de algo muy serio y que mejor lo comentaban sentados. Al instante, él se colocó junto en el sofá junto a ella, que no dejaba de sonreír y miraba a su marido con un aire meditabundo en que parecía traslucirse una bondadosa compasión hacia todos los involucrados.

—Barberina no me ha dicho nada —comentó al cabo de un rato.

—¡Eso demuestra que se preocupa por mí! —exclamó con entusiasmo Jackson Lemon.

Lady Canterville lo miró como si pensara que aquel comentario era demasiado ingenioso y denotaba demasiada seguridad; pero su marido dijo alegre y jovialmente:

—¡Ah, bueno, si ella se preocupa por usted, no tengo nada que objetar!

Eso era un poco ambiguo; pero antes de que Jackson Lemon tuviera tiempo de considerarlo, Lady Canterville preguntó con amabilidad:

—¿Tiene la intención de que ella vaya a vivir a América?

—Sí, claro; allí vivo yo, como sabe.

—¿No pasarían temporadas en Inglaterra?

—Sí, claro, vendremos a verles.

El joven estaba enamorado, quería casarse, quería resultar simpático y hacer méritos ante los padres de Lady Barb; pero al mismo tiempo su carácter se negaba a aceptar condiciones, salvo en la medida que le convinieran, para comprometerse o, como decían en Nueva York, para atarse. En cualquier negociación prefería sus condiciones a las de cualquier otro. Así pues, en cuanto Lady Canterville dio señas de querer arrancarle una promesa, se puso en guardia.

—Le resultará muy distinto; puede que no le guste —sugirió ella.

—Si le gusto yo, le gustará mi país —dijo Jackson Lemon con determinación.

—Me ha dicho que tiene una placa en la puerta —comentó chistosamente Lord Canterville.

—Tenemos que hablar con ella, por supuesto; comprender cuáles son sus sentimientos —dijo su esposa, más seria de lo que se había mostrado hasta aquel momento.

—Por favor, no la desaliente, Lady Canterville —rogó el joven—; y concédame la ocasión de hablar un poco con ella por mí mismo. Hasta ahora no me ha dado usted muchas oportunidades.

—No ofrecemos nuestras hijas a la gente, señor Lemon. —Lady Canterville era siempre amable, pero en aquel momento mostraba una actitud de superioridad.

—Esa chica no es como otras mujeres de Londres, ya sabe —dijo el anfitrión, que parecía recordar que en una conversación de tal importancia él debería contribuir de vez en cuando con alguna muestra de sabiduría.

Desde luego, si a Jackson Lemon le hubieran preguntado, habría contestado tajantemente que no, que no habían arrojado a Lady Barberina a sus brazos.

—Claro que no —declaró en respuesta al comentario de la madre—, Pero sabe que tampoco debe rehusarlas mucho; no debe hacer esperar demasiado a un pobre joven. Yo la admiro, la amo más de lo que puedo expresar; de eso le doy mi palabra de honor.

—Nuestro joven parece pensar que eso lo arregla todo —dijo Lord Canterville, dirigiendo una sonrisa muy indulgente al joven americano desde el lugar que ocupaba junto a la apagada chimenea.

—Por supuesto, eso es lo que deseamos, Philip —respondió ella en tono aristocrático.

—Lady Barb me cree; ¡de eso estoy seguro! —exclamó Jackson Lemon—. ¿Por qué iba a fingir que estoy enamorado si no fuera verdad?

Lady Canterville recibió en silencio esta pregunta, y su marido, con un levísimo aire de impaciencia contenida, empezó a caminar de un lado a otro de la estancia. Era hombre de muchos compromisos, y llevaba más de un cuarto de hora encerrado con el joven médico americano.

—¿Cree que vendrían a menudo a Inglaterra? —preguntó Lady Canterville bruscamente, regresando a aquel importante punto.

—Me temo que no se lo puedo decir; naturalmente, haremos lo que parezca mejor. —Él suponía que podrían cruzar el Atlántico todos los veranos: esa perspectiva no le desagradaba en absoluto; pero no estaba dispuesto a ofrecerle a Lady Canterville semejante promesa, especialmente porque no lo juzgaba necesario. Tenía claro, no como una pretensión manifiesta, sino como una consecuencia tácita, que debía tratar a los padres de Barberina en un plano de perfecta igualdad; y no sería así si él comenzaba a meterse en compromisos que no pertenecían a la esencia del asunto. Iban a darle a su hija, y él iba a tomarla: en aquel acuerdo se pondría tanto de un lado como del otro. Pero aparte de esto, él no tenía nada que pedirles. No había nada que él quisiera que le prometieran, y por lo tanto sus concesiones no tendrían contrapeso. Su mujer podría ir a ver a los suyos siempre que lo deseara. Su hogar estaría en Nueva York; pero era tácitamente consciente de que debería mostrarse muy liberal en la cuestión de las ausencias. Sin embargo, algo en su carácter le impedía comprometerse en aquel momento respecto a la cantidad y el momento de las visitas.

Lady Canterville miró a su marido, pero su marido no atendía: estaba echando un vistazo a su reloj. En cierto momento, sin embargo, hizo un comentario relativo a que consideraba de importancia capital que los dos países estrecharan más sus relaciones, y que nada ayudaría a alcanzar ese objetivo tanto como que se emparejaran algunas personas de la élite de ambos lados. Habían empezado a hacerlo los ingleses, evidentemente: un montón de tipos se habían traído a un montón de chicas bonitas; y era justo que ahora correspondiera elegir a los americanos. Al fin y al cabo, eran una sola raza; y ¿por qué no podían constituir una sola sociedad, integrada por los mejores de cada lado, claro está? Jackson Lemon sonrió al reconocer la filosofía de Lady Marmaduke, y le agradó constatar que Lady Beauchemin ejercía alguna influencia sobre su padre; porque estaba seguro de que el anciano caballero (como llamaba a su anfitrión para sus adentros) había tomado aquellas ideas de ella, aunque no las expresara de manera tan lograda como la más inteligente de sus hijas. Nuestro héroe no tenía ninguna objeción que poner a aquel ideal, especialmente si ayudaba a su causa. Pero no era en absoluto por ese motivo por el que pedía la mano de Lady Barb. No la quería para que la sociedad de ella y la de él (¡lo mejor de ambos lados!) se convirtieran en una sola; la quería simplemente porque la quería. Lady Canterville sonrió; pero parecía pensar otra cosa.

—Aprecio mucho lo que dice mi esposo; pero no veo por qué tendría que ser la pobre Barb la que empezara.

—Me atrevo a decir que le gustará —dijo Lord Canterville como si tratara de ahorrar tiempo—. Se dice que ustedes consienten demasiado a sus mujeres.

—Todavía no es una de sus mujeres —comentó ella en el tono más dulce imaginable, y a continuación añadió, sin que Jackson Lemon entendiera exactamente qué era lo que quería decir—: Parece tan extraño…

Él estaba un poco irritado; y tal vez estas simples palabras potenciaran ese sentimiento. No había encontrado una concluyente oposición a su petición de mano, y Lord y Lady Canterville estaban siendo muy amables; pero los veía algo contenidos, y aunque no había esperado que se le echaran al cuello, se sentía bastante decepcionado y herido en su orgullo. ¿Por qué dudaban tanto? Se consideraba a sí mismo un buen parti. No se trataba tanto del anciano caballero como de Lady Canterville. Al ver que el anciano caballero miraba, subrepticiamente, el reloj por segunda vez, pensó que se alegraría si él dejaba las cosas en aquel punto. Lady Canterville parecía deseosa de que el enamorado de su hija siguiera, de que les diera ciertas garantías. Él se sentía dispuesto a decir o hacer cualquier cosa que fuera cuestión de mera forma; pero no podía rebajarse a intentar comprar el consentimiento de la dama, convencido como estaba de que podía confiarse en que un hombre como él cuidaría de su esposa bastante mejor de lo que podían cuidar (por lo que sabía de la sociedad inglesa) de una docena de encantadores hijos un noble inglés sin dinero y su esposa. Por parte de Lady Canterville, era un error no reconocer eso. Le siguió la corriente en su error hasta el punto de comentar, tan solo con un poco de sequedad:

—Desde luego, mi esposa tendrá cuanto desee.

—Me ha comentado que es asquerosamente rico —añadió Lord Canterville, parándose ante sus interlocutores con las manos en los bolsillos.

—Me alegro de oírlo; pero no se trata solo de eso —respondió ella recostándose un poco en el sofá.

Si no se trataba de eso, no explicó de qué se trataba, aunque por un momento dio la impresión de que iba a hacerlo. Levantó los ojos para encontrar el rostro de su marido en busca de coraje. No sé si lo encontró, pero al cabo de un instante le preguntó a Jackson Lemon, dando a entender que pasaba a otro punto completamente distinto:

—¿Piensa proseguir con su profesión?

Él no tenía esa intención, dado que su profesión implicaba levantarse a las tres en punto de la mañana para mitigar los males de la humanidad; pero en ese momento, como había ocurrido antes, se puso tenso ante la mención del tema.

—¡Ah, mi profesión! Me siento bastante avergonzado de eso. He dejado mi trabajo tan olvidado que no sé qué podré hacer cuando vuelva a asentarme.

Lady Canterville escuchó esta respuesta en silencio, volviendo a fijar los ojos en el rostro de su marido. Pero el noble no le servía de ninguna ayuda; siempre con las manos en los bolsillos, salvo cuando necesitaba quitarse el cigarro de los labios, había ido hasta la ventana y miraba por ella.

—Por supuesto, sabemos que no ejerce, y cuando esté casado tendrá aún menos tiempo que ahora. Pero me gustaría saber si allí le llaman “doctor”.

—¡Ah!, sí, todo el mundo. Nosotros tenemos casi tanta afición a los títulos como ustedes.

—Yo a eso no lo llamo un título.

—No es tan bueno como duque o marqués, lo admito. Pero tenemos que conformarnos con lo que hay.

—¿Qué significa eso, maldita sea? —preguntó Lord Canterville desde su sitio en la ventana. Yo tuve un caballo llamado Doctor, y bien bueno que era.

—Pueden llamarme monseñor, si lo prefieren —dijo Jackson Lemon riéndose.

Lady Canterville estaba seria, como si no le hiciera gracia aquella broma.

—Me dan igual los títulos —observó ella—; no veo por qué no se puede llamar a un caballero simplemente “señor”.

De pronto le pareció a Jackson Lemon que había algo inútil, confuso y hasta ligeramente cómico en la posición de aquella noble y amable señora. Esa impresión le hizo sentirse bondadoso; también él, como Lord Canterville, había empezado a desear que la reunión terminara. Se relajó un instante e, inclinándose hacia su anfitriona, con las manos en sus pequeñas rodillas y una sonrisa en los labios, dijo con suavidad:

—Me parece una cuestión sin importancia; lo único que deseo es que usted me llame yerno.

Lady Canterville le dio la mano, y él la apretó de manera casi afectuosa. Entonces ella se levantó, comentando que antes que nada tenía que hablar con su hija; debía saber por sus propios labios cuáles eran sus sentimientos.

—No me gusta que ella no me haya dicho nada —añadió.

—¿Dónde ha ido… a Roehampton? Me apuesto algo a que se lo ha contado todo a su madrina —dijo Lord Canterville.

—¡No tendrá mucho que contar, la pobre! —exclamó Jackson Lemon—. Realmente, quisiera insistir en disponer de más libertad para ver a la persona con la que me quiero casar.

—Tendrá toda la libertad que desee, dentro de dos o tres días —dijo Lady Canterville. Sonrió con toda su dulzura; parecía haberle aceptado, y que además estaba haciendo tácitas suposiciones—. ¿No hay que hablar antes de ciertas cosas?

—¿Ciertas cosas, señora?

Lady Canterville miró a su marido, y aunque él seguía en la ventana, esta vez lo notó en el silencio de ella, y tuvo que salir de allí y hablar.

—Se refiere a acuerdos económicos y ese tipo de cosas. —Esa era una alusión que él sabía hacer con mucha más elegancia que ella.

Jackson Lemon pasó la mirada de uno a otro, se puso un poco colorado y sonrió de manera tal vez un poco rígida.

—¿Acuerdos económicos? En Estados Unidos no los hacemos. Pueden tener por seguro que atenderé adecuadamente a mi esposa.

—Mi querido amigo, aquí… en nuestra clase, ya sabe, es lo acostumbrado —explicó Lord Canterville, cuyo rostro se alegraba ante la idea de que la conversación llegara a su fin.

—Yo tengo mis propias ideas —respondió Jackson sonriendo.

—Creo que este es un asunto para que lo discutan los abogados —sugirió Lady Canterville.

—Podrán discutirlo todo lo que gusten —dijo Jackson Lemon con una carcajada. ¡Se imaginó a sus abogados discutiéndolo! Por supuesto que él tenía sus propias ideas. Le abrió la puerta a Lady Canterville y los tres salieron juntos de la estancia y entraron en el salón en un silencio algo incómodo. Se había dado una nota desafinada. Al acercarse, un par de lustrosos lacayos irguieron toda su corpulencia y se quedaron en pie, como centinelas presentando armas. Jackson Lemon se detuvo, mirando por un momento el interior de su sombrero, que tenía en la mano. A continuación, elevando sus ojos penetrantes, los fijó un instante en los de Lady Canterville, y por instinto se dirigió a ella en vez de a su marido.

—¡Creo que usted y su marido harían mejor confiando en mí!

—Nosotros tenemos nuestras costumbres, señor Lemon —respondió ella en tono señorial—. Imagino que ustedes no… —murmuró.

Lord Canterville posó la mano sobre el hombro del joven:

—Mi querido muchacho, esos tipos lo arreglarán en tres minutos.

—¡Seguramente! —respondió Jackson Lemon. Entonces le preguntó a Lady Canterville cuándo podría ver a Lady Barb.

Ella dudó un momento, a su elegante manera.

—Le escribiré a usted una nota.

Al final del impresionante panorama, uno de los altos lacayos había abierto el portal completamente, como si incluso él fuera consciente de la dignidad que acababa de alcanzar el pequeño visitante. Pero Jackson se demoró un instante; estaba claramente insatisfecho, aunque no parecía muy consciente de ello.

—Creo que no me ha comprendido.

—Sus ideas son ciertamente distintas —dijo Lady Canterville.

—¡Con que le comprenda la muchacha es suficiente! —exclamó Lord Canterville en un tono jovial, distante e intrascendente.

—¿No puede escribirme? —preguntó Jackson a la madre—. Ciertamente, yo debo escribirle a ella, si no me permiten verla.

—¡Sí, claro, señor Lemon! Puede escribirle.

Mientras miraba a Lady Canterville, hubo un instante en que se dijo a sí mismo que, si era necesario, le haría llegar sus cartas por medio de la anciana señora de Roehampton.

—De acuerdo, adiós; ustedes saben lo que quiero, en cualquier caso. —Entonces, al irse, se volvió para añadir—: ¡No se preocupen, que no la traeré cuando haga más calor!

—¿Cuando haga más calor? —murmuró Lady Canterville con vagas visiones de la zona tórrida, mientras el joven americano abandonaba la casa con la sensación de haber hecho grandes concesiones.

Sus anfitriones pasaron a una pequeña salita, y (habiendo cogido Lord Canterville su sombrero y su bastón para volver a salir) se quedaron allí un momento en pie, uno delante del otro.

—Es bastante evidente que la quiere —dijo él a modo de conclusión.

—Hay algo raro en él —contestó Lady Canterville—. ¡Qué manera de referirse a los acuerdos!

—Mejor harías dándole rienda suelta; se quedará mucho más tranquilo.

—Es muy obstinado… muy obstinado; eso se ve enseguida. Y parece pensar que una muchacha de la posición de tu hija puede casarse de un día para otro, con nada más que un anillo y un vestido nuevo, como si fuera una criada.

—Bueno, naturalmente, así son las cosas por allá. Pero parece que es verdad que tiene una fortuna extraordinaria; y todos dicen que sus mujeres tienen carte blanche.

—Carte blanche no es lo que quiere Barb; ella quiere un acuerdo. Quiere una renta en firme; quiere seguridad.

Lord Canterville la miró fijamente:

—¿Te ha dicho eso? Creí que habías dicho… —Se quedó callado—. Te ruego me perdones —añadió.

Lady Canterville no ofreció explicación para su contradicción. Siguió comentando que las fortunas de los americanos eran notoriamente inseguras; no se hablaba de otra cosa: se desvanecían como el humo. Era deber de ellos exigir que quedara fijada alguna suma.

—Tiene millón y medio de libras —dijo Lord Canterville—, No comprendo qué hace con ellas.

—Ella debería contar con una cantidad generosa —comentó su mujer.

—Bueno, querida, tú debes establecer el acuerdo: tienes que considerarlo; haz venir a Hilary. Pero ten cuidado de no echarlo para atrás; puede ser una gran oportunidad, ya lo comprendes. Allá está todo por hacer; yo creo en todas esas posibilidades —siguió diciendo Lord Canterville, en tono de padre consciente.

—No cabe duda de que es médico… en esos sitios —comentó Lady Canterville, pensativa.

—Por mí como si es buhonero.

—Si tienen que irse, pienso que Agatha podría ir con ellos —siguió la dama hablando de manera inconexa pero en el mismo tono.

—Puedes mandarlos a todos, si quieres. ¡Adiós! —Lord Canterville besó a su mujer.

Pero ella lo retuvo un instante, poniéndole la mano en el brazo.

—¿No crees que está muy enamorado?

—Sí, claro. Está perdido, pero es muy listo.

—A ella le gusta mucho —anunció Lady Canterville de manera bastante formal, al despedirse.

 

IV

 

Le había dicho a Sidney Feeder en Hyde Park que iría a visitar a los señores Freer; pero pasaron tres semanas antes de que llamara a su puerta de Jermyn Street. Durante ese tiempo, se los había encontrado cenando, y la señora Freer le había dicho que aguardaba con impaciencia que él pudiera visitarla. No le había hecho ningún reproche ni había agitado el dedo ante él; y esa clemencia, que era producto del cálculo y muy característica de ella, lo conmovió tanto (pues lo había pillado en falta, dado que ella era una de las más antiguas y mejores amigas de su madre) que no tardó en presentarse. Lo hizo una hermosa tarde de domingo, a una hora bastante avanzada, y la zona de Jermyn Street parecía desierta y desolada; la tristeza del paisaje se mostraba en toda su pureza. La señora Freer, sin embargo, se hallaba en casa, descansando sobre un sofá alquilado con el piso y que estaba cubierto con una desvaída tela de chintz, antes de vestirse para la cena. Recibió muy bien al joven: le dijo que se había acordado de él y que tenía muchas ganas de hablar. Él comprendió enseguida qué era lo que ella tenía en mente, y entonces recordó que Sidney Feeder le había contado lo que se habían atrevido a decir el señor y la señora Freer. Eso le había molestado en aquel momento, pero lo había olvidado enseguida, en parte al comprender, esa misma noche, que quería casarse con “la joven marquesa”, y en parte porque desde aquel día había tenido enfados mucho más graves. Sí, el pobre joven, con sus intenciones liberales y su amplitud de miras, había tenido muchos motivos de irritación y disgusto. Había visto solo tres o cuatro veces a la señora de sus amores y había recibido cartas del señor Hilary, el abogado de Lord Canterville, pidiéndole, si bien en términos muy obsequiosos, que designara a algún hombre de leyes con quien pudiera sentar los preliminares de su matrimonio con Lady Barberina Clement. Él había dado al señor Hilary el nombre de su propio abogado, pero al mismo tiempo había escrito a este (que ya le había prestado sus servicios en muchas ocasiones, siendo Jackson Lemon hombre decididamente pleiteador) dándole instrucciones de que contaba con libertad para encontrarse con el señor Hilary, pero no para contemplar propuestas referentes a aquella odiosa idea inglesa del acuerdo económico. Si casarse con Jackson Lemon no parecía acuerdo suficiente, entonces Lord y Lady Canterville harían mejor en cambiar su manera de ver las cosas, porque estaba fuera de cuestión que lo pudiera hacer él. Tal vez no fuera fácil explicar la intensa aversión que le producía la introducción de aquel crudo elemento diplomático en su futura unión; era como si no confiaran en él, como si sospecharan de él; como si quisieran atarle las manos para impedirle que manejara su fortuna como mejor le pareciera. No era la idea de separarse de su dinero lo que le desagradaba, pues disfrutaba haciendo planes de gastos con miras a su mujer que superarían la imaginación de sus distinguidos padres. Le sorprendía que fueran tan tontos de no darse cuenta de que harían mucho mejor dejándolo a sus anchas. La intervención del abogado era una fea tradición inglesa en total discrepancia con el generoso espíritu de los hábitos americanos, una tradición a la que no se sometería. No era su estilo someterse cuando no estaba conforme: ¿por qué tendría que cambiar su costumbre en aquella ocasión, cuando el asunto le afectaba tan de cerca? Estas reflexiones y ciento más corrieron libremente por su mente durante varios días antes de su visita a Jermyn Street, y habían engendrado una viva indignación y una amarga sensación de encontrarse ante algo incorrecto. Como puede imaginarse, habían infundido una cierta incomodidad en su relación con la casa de Canterville, y podía decirse que esa relación estaba, por el momento, casi suspendida. Su primera entrevista con Lady Barb tras la conversación con la anciana pareja, como llamaba a sus augustos progenitores, había sido todo lo tierna que hubiera podido desear. Lady Canterville, al cabo de tres días, le había enviado una invitación (cinco palabras en una tarjeta) pidiéndole que cenara con ellos al día siguiente, totalmente en famille. Aquella fue la única indicación formal de que se reconocía el compromiso con Lady Barb; porque ni siquiera en el banquete familiar, que incluyó a media docena de invitados, hicieron los anfitriones alusión alguna al asunto de la conversación en el gabinete de Lord Canterville. La única insinuación fue una mirada fugaz, en una o dos ocasiones, por parte de Lady Barberina. Sin embargo, cuando después de la cena ella se fue con él paseando hasta la sala de música, que estaba iluminada y vacía, para tocarle algún fragmento de Carmen, de la que él había hablado en la mesa, y la joven pareja pudo disfrutar más de una hora, sin que los molestaran, la relativa privacidad de aquel rico aposento, pensó que definitivamente Lady Canterville estaba de su parte y no creía que fuera a haber serias dificultades. Tampoco lo creía él, entonces, y por eso resultó tan molesto que aparecieran. Los arreglos están pendientes, suponía que habría dicho Lady Canterville; y realmente lo estaban, pues él había dado ya órdenes en Bond Street para que engarzaran un número extraordinario de diamantes. Lady Barb, en todo caso, durante la hora que pasó con él, no tuvo nada que decir sobre acuerdos; había sido una hora de pura satisfacción. Se había sentado al piano y había tocado sin cesar, de manera suave y deslavazada, mientras él se indinaba sobre el instrumento, muy próximo a ella, y le decía cuanto le venía a la mente. Ella estaba muy alegre y serena, y lo miraba como si le gustara mucho.

Eso era cuanto esperaba de ella, porque no correspondía a su tipo de belleza dar muestras de un encaprichamiento vulgar. Esa belleza le resultaba más deliciosa que nunca; y había en ella una suavidad que parecía indicar que desde aquel momento, Lady Barb le pertenecía completamente. Sintió más que nunca el valor de esa posesión; comprendió al pronto todo lo que había costado producir la combinación en que consistía semejante ser. Sencilla y femenina como era, y no particularmente despierta en el toma y daca de la conversación, le parecía que llevaba en la sangre una parte de la historia de Inglaterra: que era un résumé de varias generaciones de gente privilegiada y de siglos de rica vida rural. Entre ellos dos no hubo, por supuesto, alusión alguna a la cuestión que se había dejado en manos del señor Hilary, y lo último que se le pasaba a Jackson Lemon por la cabeza era que Lady Barb tuviera opinión alguna en lo referente a asegurarse una fortuna antes de la boda. Puede parecer extraño, pero él no se había preguntado si su dinero ejercía sobre ella, en alguna medida, el efecto de un soborno; y eso era porque, instintivamente, sentía que tal especulación era ociosa (no había motivos para averiguarlo), y porque le gustaba pensar que le resultaría agradable seguir viviendo en el lujo. Le complacía la idea de encargarse de ello. Era conocedor del carácter misceláneo de los motivos humanos, y estaba muy contento de ser lo suficientemente rico para aspirar a la mano de una joven que, por las mejores razones, resultaría muy cara. Tras aquella feliz hora en la sala de música, había montado a caballo dos veces en su compañía; pero más allá de eso, no la había encontrado accesible. Ella le había hecho saber, la segunda vez que montaron a caballo, que Lady Canterville le había prohibido concertar más citas con él por el momento. Y al presentarse en la casa, cosa que hizo en más de una ocasión, le habían dicho que ni la madre ni la hija se hallaban dentro; habían añadido que Lady Barberina estaba pasando unos días en Roehampton. Al darle aquella información en Hyde Park, Lady Barb lo había mirado con expresión de reproche (en sus ojos había siempre un cierto silencio de superioridad), como si él la estuviera exponiendo a molestias que debería ahorrarle, como si estuviera comportándose de manera extravagante en una cuestión en la que toda persona bien educada se desenvolvía conforme a los convencionalismos. La conclusión a la que él llegaba no era que ella deseara asegurarse su dinero, sino que, como obediente hija inglesa, sus opiniones (sobre puntos que le resultaban indiferentes) eran recibidas, y habían sido elaboradas por una madre cuya falibilidad no había quedado nunca al descubierto. Al ver aquella actitud, comprendió que su abogado había respondido a la carta del señor Hilary, y que la frialdad de Lady Canterville era resultado de aquella correspondencia. Esto no le hacía al joven tirar la toalla (como él lo expresaba); pues no tenía ninguna intención de transigir. Lady Canterville había hablado de las tradiciones de su familia; pero él no tenía necesidad de acudir a su familia para encontrar las suyas, que estaban dentro de él: cualquier conclusión a la que con toda claridad hubiera llegado su mente adquiría en una hora una especie de fuerza legendaria. Mientras tanto, se hallaba en la detestable posición de no saber si estaba comprometido o no. Pareciéndole muy extraño que ella no lo recibiera, escribió a Lady Barb para preguntarle. Y ella respondió en una cartita preciosa, a la que él encontró cualidades de antaño, una anticuada frescura, como si la hubieran escrito Clarissa o Amelia el siglo anterior: le decía que no comprendía en absoluto la situación; que, naturalmente, ella nunca lo abandonaría; que su madre le había asegurado que había buenas razones para no darse demasiada prisa; que, gracias a Dios, ella era todavía joven y podía esperar todo lo que hiciera falta; y que le rogaba que no le escribiera sobre cuestiones monetarias, puesto que no las podía entender. Jackson no creía encontrarse en peligro de incurrir en este último error; pero notó que Lady Barb veía natural que se discutiera sobre el tema; y esto le hizo ver con claridad que era hija de cruzados. Su mente ingeniosa distinguió perfectamente lo que aquel rasgo tenía de heredado y al mismo tiempo de moderno, algo que le alegraba. Creía (o creía creer) que terminaría casándose con Barberina Clement de acuerdo a sus propios términos; pero en el ínterin lo retaban y controlaban de manera claramente indigna. Un efecto de esto, naturalmente, era hacerle desear a la muchacha más intensamente. Cuando no la tenía en carne y hueso ante los ojos, le rondaba su imagen; y aquella imagen tenía razones propias para resultar radiante. Había momentos, sin embargo, en que él se cansaba de contemplarla, de tan incorpórea e ingrata como era, y entonces a Jackson Lemon le acometía la melancolía por primera vez en su vida. Se sentía solo en Londres, y al margen de la ciudad, pese a toda la gente que había conocido y a todas las facturas que había pagado; sentía la necesidad de amistades más profundas de las que había hecho (salvo, claro está, en el caso de Lady Barb). Quería dar rienda suelta a su malestar, aliviarse y defender un poco su punto de vista americano. Sentía que al entablar combate con la gran casa de Canterville se encontraba, al fin y al cabo, bastante solo. Esa soledad era, naturalmente, en gran medida inspiradora; pero por momentos le hacía daño. Entonces lamentaba que su madre no se encontrara en Londres, porque solía hablar mucho de sus cosas con aquella mujer encantadora que tenía una manera tan tranquilizadora de aconsejarle justo en el sentido que él prefería. Había ido lo bastante lejos como para desear no haber puesto nunca los ojos en Lady Barb, y en vez de eso haberse enamorado de alguna doncella de similares características de aquel lado del océano. Pero recordó enseguida que en Estados Unidos no había, ni podía haber, nada similar a Lady Barb; porque ¿acaso no la valoraba justamente por ser producto del clima inglés y de la constitución británica? Algo se había tranquilizado defendiendo su punto de vista americano al sincerarse con Lady Beauchemin, que admitía estar irritada con sus padres. Se mostraba de acuerdo con él en que cometían un gran error; deberían haberle dado libertad; y expresaba su confianza en que aquella libertad sería dorada, como el silencio de los sabios. Tenía que disculparlos; tenía que recordar que lo que le pedían era algo acostumbrado durante siglos. No mencionaba de dónde venían aquellas costumbres, pero le aseguró que les diría unas palabras a sus padres que lo arreglarían todo, Jackson respondía que las costumbres eran todas muy buenas, pero que la gente inteligente sabía reconocer, al verla, la ocasión de abandonarlas. Y al decir esto esperaba los reproches de Lady Beauchemin, pero no había percibido nada de eso, y hay que decir que aquella encantadora mujer estaba ella misma bastante preocupada. Al aventurarse a decirle a su madre que pensaba que estaban comportándose de manera equivocada con respecto al prétendant de su hermana, Lady Canterville le respondió que el hecho de que el señor Lemon no quisiera llegar a ningún acuerdo ya era en sí mismo la prueba de lo que temían: la inestable naturaleza de su fortuna. No valía la pena discutirlo, eso lo tenía muy claro aquella elegante señora: el motivo no podía ser otro. Al encontrarse con este argumento, la protectora de Jackson se había quedado bastante perpleja. Tal vez fuera cierto, como decía su madre, que si no insistían en las adecuadas garantías, Barberina podía quedarse en unos años sin nada que ponerse más que las barras y las estrellas (esta extraña frase era una cita del señor Lemon). Lady Beauchemin intentó razonarlo con Lady Marmaduke; pero estas eran complicaciones no previstas en su proyecto de una sociedad angloamericana. Se vio obligada a admitir que la fortuna del señor Lemon podía no tener la solidez de las cosas establecidas desde hacía mucho tiempo; de hecho, se trataba de una fortuna muy reciente. La mayor parte de ella la había hecho su padre de una sola vez, unos años antes de su muerte, de esa manera extraordinaria en que hace dinero la gente en América; ese, claro está, era el motivo por el que el hijo tenía aquella singular profesión: había empezado muy joven a estudiar para médico, antes de que sus expectativas fueran tan grandes. Entonces se había dado cuenta de que era muy inteligente y de que le gustaba. Y había continuado su carrera porque, a fin de cuentas, en América, donde no había aristocracia rural, un joven tenía que tener algo que hacer, ¿no? Y Lady Marmaduke, como mujer ilustrada que era, insinuó que en tal caso juzgaba de mucho mejor gusto no intentar esconder nada.

—Porque, en América, ¿no lo ves? —razonó ella—, no se puede esconder nada… nada permanece oculto. Todo aparece… en los periódicos. —E intentó consolar a su amiga comentando que, si la fortuna del señor Lemon era precaria, no por eso dejaba de ser enorme. Pero ese era precisamente el problema para Lady Beauchemin: que era enorme, pero iban a perderla. Él era tan terco como una mula, y estaba segura de que no cedería nunca. Lady Marmaduke aseguró que él terminaría cediendo; hasta ofreció apostarse una docena de gants de Suède; y añadió que el resultado estaba en manos de Lady Barberina. Lady Beauchemin se prometió tener una conversación con su hermana; porque, no en vano, ella misma notaba la influencia del contagio internacional.

Para aliviar su disgusto, Jackson Lemon había regresado a las sesiones del congreso médico donde, inevitablemente, había caído en manos de Sidney Feeder, que gozaba de popularidad en aquella asamblea imparcial. Constituía el más sincero deseo del doctor Feeder compartirla con su viejo amigo, algo que era especialmente fácil porque el congreso médico era en realidad, como pudo observar el joven doctor, un simposio continuado. Jackson Lemon gustó a todos, les gustó mucho y de una manera más apropiada de un mecenas de la ciencia que de uno de sus humildes devotos; pero aquellos entretenimientos solo le hacían olvidar por un instante que sus relaciones con la casa de Canterville eran anómalas. Su gran problema regresaba cada tanto, y Sidney Feeder lo percibía estampado en el entrecejo. Jackson Lemon, con su aguda inclinación a la extroversión, estuvo a punto, en más de un momento, de convertir al compasivo Sidney en su confidente. Su amigo le daba buenas oportunidades: le preguntaba todo el tiempo qué pensaba, si es que la joven marquesa había llegado a la conclusión de que no podía aceptar a un médico. Esa manera de hablar desagradaba a Jackson Lemon, cuyas manías no eran cosa nueva; pero incluso por razones más profundas se decía que para un caso tan complicado como el suyo Sidney Feeder no era de ninguna ayuda. Para entender su situación, había que conocer el mundo; y el chico de Cincinnati no lo conocía. Al menos no conocía el mundo que iba más allá de sus preocupaciones del momento.

—¿Tienes complicaciones con la boda? Me lo puedes contar —le había dicho Sidney Feeder, dándolo todo por sentado de una manera que en sí misma era demostración de su gran inocencia. Bien es verdad que había añadido que no era de su incumbencia; pero se había mostrado preocupado por el asunto desde el momento en que había oído, de labios del señor y la señora Freer, que la aristocracia británica despreciaba la profesión médica—. ¿Quieren que lo dejes? ¿Esa es la complicación? No traiciones tu bandera, Jackson. La eliminación del dolor, la mitigación del sufrimiento constituyen la que es seguramente la profesión más noble del mundo.

—Mi querido amigo, no sabes de lo que hablas —fue la observación que Jackson dio como respuesta—. No he dicho que se fuera a casar nadie; y menos he dicho que nadie pusiera objeciones a mi profesión. Me gustaría que lo hicieran. Si lo hacen, no me he enterado, y no me veo como el tipo de persona al que la gente pone objeciones. Y todavía espero hacer algo.

—Entonces vuelve a tu país y hazlo. Y perdóname si digo que allí lo ponen más fácil para casarse.

—No parece que a ti te lo hayan puesto muy fácil.

—Yo no he tenido tiempo. Espera a mis próximas vacaciones y verás.

—Allí lo ponen demasiado fácil. Pero solo merece la pena lo que es difícil —respondió Jackson Lemon, en el tono artificialmente sentencioso que atormentaba a su interlocutor.

—Bueno, están irritados, lo veo. Me alegro de que te guste. Solo que, si desprecian tu profesión, ¿qué dirán de tus amigos? Si piensan que tú eres rarillo, ¿qué pensarán de mí? —preguntó Sidney Feeder, cuya mente no era, en general, nada sarcástica, pero que se veía empujado a aquella dureza por la convicción de que (a pesar de unas frases que parecían en parte darle la razón y en parte negársela) su amigo estaba sufriendo por algo que podría encontrar sin sufrimiento alguno en otras partes. Y pensaba que ese sufrimiento no valía la pena.

—Mi querido amigo, todo eso es una idiotez —fue la respuesta de Jackson Lemon, que expresaba solo una parte de sus pensamientos. El resto era inexpresable, o casi; pero estaba relacionado con el sentimiento de rabia ante la sugerencia, por parte de una mente tan jovial como la de Sidney Feeder, de que, al empeñarse en el matrimonio con una hija de la más elevada civilización, se estaba saliendo de su camino. ¿Era entonces él tan innoble, estaba tan ligado a cosas inferiores que cuando veía a una muchacha que (dejando a un lado el hecho de que ella no tenía talento, lo que era raro, y que aunque él apreciara la rareza, no la deseaba) le parecía la más completa naturaleza femenina que hubiera visto nunca, iba a pensar de sí mismo que era demasiado diferente e inapropiado para emparejarse con ella? Él se emparejaría con la que eligiera: ese era el resultado de las reflexiones de Jackson Lemon. Transcurrieron varios días durante los cuales todo el mundo, incluso los puros de mente como Sidney Feeder, le parecía abyecto.

Cuento todo esto para mostrar por qué, cuando fue a ver a la señora Freer, estaba mucho menos proclive a enfadarse con las personas que, como los Freer un mes antes, habían anunciado que él se había comprometido con la hija de un noble, que ante la insinuación de que había obstáculos a tal proyecto. Estuvo a solas con la señora Freer por espacio de media hora en la sabática quietud de Jermyn Street. Su marido se había ido a dar un paseo por Hyde Park: los domingos caminaba siempre por Hyde Park. Daba la impresión de que todo el mundo se había ido allí, y de que Jackson y la señora Freer tenían el distrito de Saint James para ellos solos. Tal vez eso influyó para disponerlo a las confidencias: el entorno era conciliador, persuasivo; la señora Freer era extremadamente comprensiva; lo trataba como a alguien a quien conocía desde que tenía diez años; pidió permiso para seguir en su cómoda postura; le habló mucho de su madre; y durante un rato pareció asumir incluso la bondadosa función que tenía esta. Fue muy inteligente por su parte no aludir en ningún momento, ni siquiera indirectamente, a la manera en que había demorado su visita; su silencio al respecto era del mejor gusto. Jackson Lemon había olvidado que tenía la costumbre, muy acertada, de no reprochar nunca esas cosas a la gente. Aunque uno no se acordara de ir a verla durante dos años, su saludo era siempre el mismo: ni se mostraba nunca demasiado contenta de verlo a uno, ni demasiado poco. Pero al cabo de un rato, no obstante, comprendió que su silencio había sido en cierto modo una alusión, y que ella daba por sentado que él dedicaba todas sus horas a cierta dama. Se dio cuenta de pronto de que la gente de su país tenía tendencia a dar muchas cosas por sentado. Pero cuando la señora Freer, incorporándose en el sofá, le dijo de manera repentina y en un tono a medio camino entre la naturalidad y la solemnidad: “¡Y ahora, mi querido Jackson, quiero que me cuente algo!”, comprendió que después de todo ella no fingía que estaba al tanto del obstáculo. Durante un cuarto de hora (tan atentamente lo escuchaba ella) le contó muchas cosas sobre el asunto. Era la primera vez que se lo explicaba a alguien con tanto detalle, y hacerlo lo alivió más incluso de lo que hubiera supuesto. Le aclaró ciertas cosas que fueron a confluir en un punto: que se había equivocado. No hizo ninguna alusión a que fuera desacostumbrado que un médico americano pidiera la mano de la hija de un marqués. Y esta reserva no fue voluntaria, sino completamente inconsciente. Su mente estaba demasiado imbuida de la ofensiva conducta de los Canterville y de lo vergonzosa que resultaba aquella falta de confianza en él. No podía imaginarse mientras hablaba con la señora Freer (y después le sorprendió haber hablado de aquella manera: solo podía explicárselo por el estado de sus nervios) que ella solo estaría pensando en lo extraño de aquella situación dibujada ante ella. Ella pensaba que los americanos eran tan buenos como cualquiera, pero no veía cuál podía ser el lugar, en la sociedad americana, de la hija de un marqués. Por poner un ejemplo sencillo (a la mente de la señora Freer los ejemplos acudían con extraordinaria velocidad): ¿no esperaría entrar siempre a cenar delante de los demás? Puede que en América al principio eso les hiciera gracia, como novedad, hasta se pegarían por los mejores sitios para verlo. Pero con el aumento de la sofisticación que estaba teniendo lugar en América, el sentido del humor al que Lady Barberina debería su seguridad podría no mantenerse indefinidamente; y entonces, ¿dónde quedaría ella? Aquel era solo un pequeño ejemplo; pero la vivida imaginación de la señora Freer (por mucho que hubiera vivido en Europa, conocía muy bien su tierra natal) veía una gran cantidad de ellos llegando en masa tras este. La consecuencia de todo lo cual fue que, tras escucharlo en el más atento de los silencios, ella juntó las manos, las levantó, las apretó contra el pecho, bajó la voz hasta que adquirió un tono de súplica y, con su eterna y leve sonrisa, pronunció tres palabras de consejo:

—Mi querido Jackson, no… no… no.

—¿No qué? —preguntó él mirándola fijamente.

—No menosprecies la oportunidad que tienes de escaparte; nunca funcionaría.

Entendía lo que ella quería decir con “la oportunidad que tienes de escaparte”; en sus muchas meditaciones, él no había pasado por alto esa posibilidad, naturalmente. La postura que la anciana pareja había tomado sobre los acuerdos (y el hecho de que Lady Beauchemin no hubiera regresado ante él para decirle, tal como había prometido, que los había convencido demostraba lo firmes que se mantenían) ofrecía un pretexto más que suficiente para un hombre que se hubiera arrepentido de sus avances. Eso lo sabía Jackson Lemon; pero también sabía que él no se había arrepentido. La falta de imaginación de la anciana pareja no alteraba en absoluto el hecho de que Barberina era, tal como él le había dicho a su padre, una mujer hermosa. Por lo tanto, le dijo simplemente a la señora Freer que no deseaba en absoluto escapar; que estaba tan convencido como antes y que pretendía seguir estándolo. Pero ¿qué quería decir ella, le preguntó al cabo de un instante, al sentenciar que nunca funcionaría? ¿Por qué no? La señora Freer respondió con otra pregunta: ¿de verdad quería que se lo explicara? No funcionaría porque Lady Barb no se quedaría contenta con su sitio en la mesa. En una sociedad de plebeyos, no se contentaría con otra cosa que lo mejor; pero no podía esperar tener siempre lo mejor, y era de desear que él tampoco lo esperara.

—¿A quién te refieres al decir plebeyos? —preguntó Jackson Lemon, muy serio.

—Me refiero a ti, a mí, a mi pobre marido y al doctor Feeder —explicó la señora Freer.

—No veo cómo puede haber plebeyos donde no hay señores. Es el señor el que hace al plebeyo, y vice versa.

—¿Y una señora no podrá también hacerlos? Lady Barberina, una simple muchacha inglesa, puede producir un millón de inferiores.

—Ella será, antes que nada, mi esposa; y no hablará de personas inferiores más que yo. Y yo no lo hago nunca: es demasiado vulgar.

—Yo no sé de qué hablará ella, mi querido Jackson, pero lo pensará; y sus pensamientos no serán agradables… me refiero para otros. ¿Esperas rebajarla a tu propio rango?

Los ojillos vivos de Jackson Lemon se fijaron más vivamente que nunca en su anfitriona.

—No te comprendo; ni creo que te comprendas tú misma.

Esta observación no era totalmente ingenua, porque sí que comprendía a la señora Freer hasta cierto punto; se ha contado que, antes de que pidiera a sus padres la mano de Lady Barb, había habido momentos en que él mismo no estaba muy convencido de que la flor de la aristocracia inglesa pudiera prender en suelo americano. Pero le encendía la sangre la sugerencia por parte de otra persona de que estaba más allá de sus posibilidades conseguir que su mujer fuera aceptada, fuera ella la hija de un noble o de un zapatero. El resultado fue que al instante olvidó su propia percepción de las dificultades, y se sintió ofendido (él, el heredero de los siglos) por tal sugerencia. Estaba convencido, aunque nunca hasta el momento había tenido ocasión de defender esa idea, de que en su posición, una de las más envidiables del mundo, podía conseguir cualquier cosa. Había tenido la mejor educación que podía ofrecer la época en que vivía, pues además de pasar mucho tiempo en Harvard, donde había entrado a muy temprana edad, había trabajado con enorme dedicación, según creía, en Heidelberg y en Viena. Se había dedicado a una de las profesiones más nobles (una profesión reconocida en ese sentido en todo el mundo excepto en Inglaterra), y había heredado una fortuna que estaba mucho más allá de las expectativas de sus primeros años, los años en que cultivaba hábitos de trabajo que le habrían llevado al reconocimiento, solo o, aun mejor, en colaboración con otros talentos cuyo mérito ni exageraba ni menospreciaba. Era uno de los más afortunados habitantes de un país joven, rico e inmenso, un país cuyo futuro se consideraba incalculable; y se movía con perfecta soltura en una sociedad en la que nadie le hacía sombra. Le parecía, por consiguiente, que estaba por debajo de su dignidad cualquier duda sobre si podía permitirse, socialmente hablando, casarse de acuerdo con su gusto. Jackson Lemon presumía de ser fuerte; y ¿de qué sirve ser fuerte si uno no está dispuesto a asumir empresas que la gente pusilánime encontraría difíciles? Su idea era casarse con la mujer que le gustaba, y no tenerle miedo después. El efecto de las dudas de la señora Freer en cuanto a su éxito era presentarle la idea de que su carácter podía no ponerse por encima del de su mujer; no habría producido en él un efecto diferente si le hubiera dicho que se casaba por debajo de sus posibilidades, y que aún tendría que pedir perdón por ello.

—Creo que no sabes hasta qué punto considero que cualquier mujer que se case conmigo estará haciendo muy bien —añadió sin rodeos.

—Estoy muy segura de eso; pero no es tan sencillo… el hecho de ser americano… —repuso la señora Freer con un suspiro leve y sabio.

—… Supone lo que uno quiera.

—Bueno, tú harás lo que nadie ha hecho hasta ahora, si llevas a esa dama a América y la haces feliz allí.

—¿Te parece que es un sitio tan horrible?

—Desde luego que no. Pero se lo parecerá a ella.

Jackson Lemon se levantó de la silla, y cogió su sombrero y su bastón. Se había puesto algo pálido a causa de la excitación; le ponía nervioso la idea de que su boda con Lady Barberina pudiera verse como una aspiración demasiado alta. Permaneció un momento de pie y apoyado en la repisa de la chimenea, y muy tentado de decirle a la señora Freer que era una anciana de mente vulgar. Pero dijo otra cosa que venía más al caso:

—Olvidas que tendrá sus consuelos.

—No te vayas ahora o pensaré que te he ofendido. No se puede consolar a una marquesa herida.

—¿Cómo se hará esa herida? La gente será encantadora con ella.

—Serán encantadores con ella… ¡encantadores! —Estas palabras salieron de los labios de Dexter Freer, que acababa de abrir la puerta de la estancia y permanecía con la mano en el picaporte, poniéndose al tanto de la conversación que mantenían su mujer y la visita. Eso no le llevó más que un instante—. Por supuesto, sé de quién están hablando —dijo al tiempo que intercambiaba un saludo con Jackson Lemon—. Mi esposa y yo (por supuesto, ya sabes que somos grandes entrometidos) hemos hablado mucho de tu asunto, y vemos las cosas de manera completamente distinta: ella solo ve los peligros, y yo veo las ventajas.

—Al decir las ventajas se refiere a la diversión que nos proporcionará —comentó la señora Freer colocando los cojines del sofá.

Jackson pasó la perpleja mirada de uno de aquellos desinteresados jueces al otro; y ni siquiera entonces percibieron el efecto que hacían en él sus excesivas confianzas. Apenas le resultaba más agradable saber que el marido deseaba ver a Lady Barb en América que saber que la mujer tenía pavor de tal cosa, porque había algo en el rostro de Dexter Freer que parecía indicar que el suceso tendría lugar en provecho de los espectadores.

—Creo que los dos observáis mucho… demasiado —respondió con frialdad.

—Mi querido joven, a mi edad me puedo tomar algunas libertades —dijo Dexter Freer—. Hazlo… te ruego que lo hagas. Nadie lo ha hecho hasta ahora. —Y entonces, como si la mirada de Jackson pusiera en duda este último aserto, prosiguió—: Esto en particular no lo ha hecho nunca nadie, te lo aseguro. Las jóvenes de la aristocracia británica se han casado con cocheros, con pescaderos y con toda esa clase de hombres; pero jamás se han casado contigo ni conmigo.

—Desde luego, no se han casado contigo —dijo la señora Freer.

—Te estoy muy agradecido por tu consejo.

Podrá pensarse que Jackson Lemon se tomaba a sí mismo demasiado en serio; y, naturalmente, me temo que, si no lo hubiera hecho así, yo habría tenido poca ocasión de escribir esta pequeña historia. Pero le ponía enfermo oír hablar de su compromiso como de un fenómeno curioso y ambiguo. Podría tener sus propias ideas sobre el particular (uno siempre las tiene referentes a su propio compromiso matrimonial); pero las ideas que parecían poblar la imaginación de sus amigos terminaban por encender una pequeña mancha colorada en cada una de sus mejillas.

—Preferiría no seguir hablando de mis pequeños proyectos —le dijo a Dexter Freer—. Ya le he dicho toda clase de cosas absurdas a la señora Freer.

—Flan sido muy interesantes —declaró la dama—. Te han tratado de manera muy estúpida.

—¿Me lo podrá contar ella cuando te vayas? —le preguntó su marido al joven.

—Me voy ya; podrá contarte todo cuanto guste.

—Me temo que te hemos molestado —dijo la señora Freer—. He dado demasiado mi opinión. Me tienes que perdonar; es por tu madre.

—¡Es a ella a quien quiero que vea Lady Barberina! —exclamó Jackson Lemon, con la incoherencia provocada por el amor filial.

—¡Cáspita! —murmuró la señora Freer.

—Volveremos a América para ver cómo te va —dijo el marido—; y si lo logras, sentarás un gran precedente.

—¡Ya lo creo que lo lograré! —Y diciendo esto, se fue. Se fue caminando, con el paso rápido del que se encuentra sometido a cierta excitación; caminó hasta Piccadilly y después pasó Hyde Park Corner. Le hizo bien recorrer estas distancias, porque estaba muy inmerso en sus pensamientos, bajo la influencia de la irritación; y moverse le ayudaba a pensar.

Le molestaban mucho ciertas sugerencias que había oído durante la última media hora, tanto más cuanto que parecían tener una especie de valor representativo, ser un eco de la voz común. Si eso pensaba la señora Freer de sus perspectivas, les pasaría lo mismo a otras personas; y sentía una repentina necesidad de demostrarles a todos que estaban interpretando de forma lamentable su situación. Jackson Lemon caminó y caminó hasta llegar a la carretera de Hammersmith. Lo he presentado como un joven con mucha fuerza de voluntad, y parecerá que contradigo ese rasgo cuando cuente que esa noche escribió a su abogado pidiéndole que informara al señor Hilary de que accedía a todas las propuestas de acuerdo que propusiera. Su fuerza de voluntad se mostraba al decidir casarse con Lady Barberina en cualesquiera términos. Movido por el deseo de demostrar que no tenía miedo, tan odiosa resultaba esa imputación, le parecía que los acuerdos, del tipo que fueran, eran cosa de muy poca importancia. Lo que resultaba fundamental, lo que constituía la esencia del asunto, era casarse con Lady Barb y llevarlo todo a término.

 

V

 

—Los domingos podrías recibir —le dijo Jackson Lemon a su mujer el siguiente mes de marzo, más de seis meses después de la boda.

—¿La gente es más agradable el domingo que los demás días? —respondió Lady Barberina desde lo hondo de la butaca, sin levantar la vista de un rígido librito.

Él dudó solo un instante antes de responder:

—No sé si lo son, pero me parece que tú deberías serlo.

—Yo soy todo lo agradable que puedo. Debes aceptarme como soy. Cuando te casaste conmigo, sabías que no era americana.

Jackson Lemon estaba en pie ante el fuego, hacia el cual tenía su esposa vuelto el rostro y extendidos los pies; permaneció allí un rato, con las manos detrás y los ojos caídos, un poco de soslayo, sobre la cabeza inclinada y la figura envuelta en ricas telas de Lady Barberina. Puede decirse sin demora que estaba irritado, y se puede añadir que tenía doble motivo. Se sentía al borde de la primera crisis que tenía lugar entre él y su esposa (el lector percibirá que esto sucedía bastante pronto), y estaba enfadado por su enfado. Al lector se le ha ofrecido un atisbo del estado de su mente antes de la boda, y recordará que durante esos días Jackson Lemon se veía a sí mismo por encima de la irritabilidad. Uno no se mostraba irritable cuando era fuerte; y la unión con una especie de diosa tenía que ser, claro está, un factor de fortalecimiento. Lady Barb seguía siendo una diosa, y Jackson Lemon la admiraba tanto como el día en que la había llevado al altar; pero no estoy seguro de que se sintiera igual de fuerte.

—¿Cómo sabes cómo es la gente? —preguntó al instante—. Has visto muy poca; siempre te estás negando a relacionarte. Si mañana tuvieras que irte de Nueva York, conocerías muy poco sobre ella.

—Son todos iguales —dijo Lady Barb—; la gente es toda igual.

—¿Cómo puedes decir eso? No los ves nunca.

—¿No salí todas las noches durante los dos primeros meses que pasamos aquí?

—Fuiste solo a una docena de casas, más o menos: eran siempre los mismos; y además eran personas a las que ya habías conocido en Londres. No tienes impresiones generales.

—Eso es precisamente lo que tengo; las tuve antes de venir. Todo el mundo es igual; tienen los mismos nombres y exactamente las mismas maneras.

De nuevo, por un instante, Jackson Lemon volvió a dudar; entonces dijo, en aquel tono aparentemente ingenuo al que ya se ha hecho mención, y que empleó a menudo en Londres durante el cortejo:

—¿No te gusta esto?

Lady Barb levantó los ojos del libro.

—¿Esperabas que me gustara?

—Desde luego que lo esperaba. Creo que te lo dije.

—No lo recuerdo. Explicaste muy poco sobre este lugar; parecía que querías dejarlo en el misterio. Claro que sabía que pensabas traerme aquí a vivir, pero no sabía que esperabas que me gustara.

—Pensabas que te pedía un sacrificio, por lo visto.

—Te aseguro que no lo sé —dijo Lady Barb. Se levantó de la butaca y arrojó en el asiento vacío el volumen que había estado leyendo—. Te recomiendo que leas este libro —añadió.

—¿Es interesante?

—Es una novela americana.

—Nunca leo novelas.

—Pues harías bien echándole un vistazo a esta; te mostrará cómo es el tipo de gente que quieres que conozca.

—No tengo ninguna duda de que es un libro muy vulgar —dijo Jackson Lemon—; no sé por qué lo lees tú.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? No puedo pasarme todo el tiempo montando a caballo por el parque; odio el parque —comentó Lady Barb.

—Es tan bueno como el tuyo —dijo su marido.

Lo miró con cierta rapidez, levantando ligeramente las cejas:

—¿Te refieres al parque de Pasterns?

—No: me refiero al parque de Londres.

—Londres me da igual. Solo he estado en Londres unas semanas.

—Supongo que echas de menos el campo —comentó Jackson Lemon. Su idea de la vida implicaba no tenerle miedo a nada, no tenerle miedo, en ninguna situación, a conocer el peor lado de las cosas; y el demonio de un valor que no estaba correctamente atemperado con la prudencia le empujaba a hacer sondeos que tal vez no fueran absolutamente necesarios para su seguridad y que revelaban la presencia de inequívocos escollos. No servía de nada conocer los escollos si no se podía evitarlos: solo cabía confiar en el viento.

—No sé lo que echo de menos. ¡Creo que todo! —Esta fue la respuesta de su mujer a aquella pregunta demasiado curiosa. No lo dijo en tono malhumorado, porque no es ese el tono propio de una diosa; pero expresaba mucho… mucho más de lo que había expresado hasta entonces Lady Barb, que raramente se mostraba elocuente. Sin embargo, aunque la pregunta hubiera sido precipitada, Jackson Lemon se propuso tomarse su tiempo para indagar qué era lo que contenía aquella respuesta de su esposa. No podía por menos de comprender que el futuro le depararía abundantes ocasiones para ello. Y no tenía prisa por averiguar si la pobre señora Freer, en Jermyn Street, podría, a fin de cuentas, tener razón al decir que, para casarse con el producto de una larga estirpe inglesa, no era indiferente el ser un médico americano; podría servir de poco, incluso, ser el heredero de todos los siglos. Era complicada, pero en su brillante mente ocurrió rápidamente, la transición desde el roce de un contacto momentáneo con tales ideas hasta ciertas consideraciones que le llevaron a decir a su mujer, al cabo de un instante:

—¿Te gustaría ir a Connecticut?

—¿A Connecticut?

—Es uno de nuestros Estados; es más o menos tan grande como Irlanda. Te llevaré si quieres.

—¿Qué se hace allí?

—Podemos intentar cazar.

—¿Tú y yo solos?

—Tal vez podríamos reunir un grupo que nos acompañara.

—¿Gente del Estado?

—Sí, podríamos proponérselo.

—¿Comerciantes?

—Tienes razón, tendrán que ocuparse de sus tiendas —reconoció Jackson Lemon—. Pero podríamos cazar solos.

—¿Hay zorros?

—No; pero hay algunas vacas viejas.

Lady Barb ya se había dado cuenta de que su marido a veces se empeñaba en tomarle el pelo, y sabía que aquella ocasión no era mi mejor ni peor que las otras. No le importaba especialmente aquellos días, aunque en Inglaterra le habría disgustado; tenía la conciencia de la virtud (un enorme consuelo), y se jactaba de haber aprendido a tomarse las cosas de otro modo; en América, además, había muchas cosas más desagradables que un marido que se reía de una. Pero fingía que le importaba, porque eso le hacía parar, y sobre todo daba fin a la conversación, que con Jackson era a menudo en plan de broma, y no menos fatigosa por eso.

—Solo quiero quedarme sola —dijo como respuesta (aunque, desde luego, no tenía forma de respuesta) a aquella observación sobre las vacas. Y diciendo esto, se fue hacia una de las ventanas que daban a la Quinta Avenida. Se había aficionado a aquellas ventanas, y le había cogido gusto a la Quinta Avenida, que, en el agudo tiempo invernal, cuando todo estaba tan animado, resultaba un espectáculo cuajado de novedades. Hay que notar que no era totalmente injusta con su país de adopción: encontraba delicioso mirar por la ventana. Era un placer que en Londres había disfrutado solo de manera muy furtiva; allá no era el tipo de cosas que hacían las chicas. Además, en Londres, en Hill Street, no había nada en particular que ver; mientras que por la Quinta Avenida pasaban todos y todo, y la observación era compatible con la dignidad de la enorme cantidad de brocado y encaje que colgaba en las ventanas, que no hubieran quedado bien en Inglaterra, y ofrecían un buen parapeto sin ocultar la luz del brillante día. Cientos de mujeres (las curiosas mujeres de Nueva York, que eran distintas de cualesquiera que Lady Barb hubiera visto hasta la fecha) pasaban por delante de la casa a cada hora, y la dama se quedaba completamente desconcertada contemplando la ropa que lucían. A aquel pasatiempo dedicaba mucho más tiempo del que creía; y si hubiera sido una persona proclive a meditar sobre sí misma, o a preguntarse por los motivos de su propia conducta (pregunta que no es que olvidara por completo hacerse, pero a la que respondía de manera muy somera), se habría sonreído con tristeza al pensar para qué parecía haber ido a América, aunque era consciente de que sus gustos eran muy sencillos, y en tanto no cazara, le daba igual hacer una cosa u otra.

Su marido se volvió hacia el fuego y empujó con el pie un tronco que había caído de su posición. Entonces dijo (y la relación con las palabras que acababa de pronunciar ella fue bastante evidente):

—Realmente debes recibir en casa los domingos, ya sabes. Sería mejor que empezaras hoy. Yo voy a ver a mi madre; si me encuentro a alguien, le diré que venga.

—Y dile que no hable tanto —dijo Lady Barb, metida entre las cortinas de encaje.

—¡Ah, querida —respondió su marido—, no todo el mundo tiene tu concisión! —Y se acercó a ella, se colocó detrás, ante la ventana, y le pasó el brazo por la cintura. Le proporcionaba la misma satisfacción que seis meses antes, cuando los abogados estaban sentando los acuerdos, que aquella flor nacida de un tallo inmemorial fuera para llevarla en su propio ojal; todavía consideraba su fragancia como algo completamente diferente, y para él era tan claro como el día que su mujer era la más bella de Nueva York. Había comenzado, después de su llegada, a decírselo muy a menudo; pero aquella certeza no llevaba el color a sus mejillas, ni la luz a sus ojos; ser la mujer más bella de Nueva York no le parecía evidentemente una posición en la vida. Además, el lector puede ser informado de que, cosa rara, Lady Barb no creía mucho en aquel juicio. Había en Nueva York algunas mujeres muy bellas, y sin deseo alguno parecerse a ellas (no había visto ninguna mujer en América a la que quisiera parecerse), envidiaba algunos de sus rasgos. Es probable que los aspectos más bellos de Lady Barb resultaran ser aquellos de los que más inconsciente era. Pero su marido era consciente de todos ellos; nada podía exceder la meticulosidad del aprecio por su mujer. Era indicio de esto el que, después de permanecer un rato tras ella, la besara muy tiernamente.

—¿Quieres que le diga algo a mi madre? —preguntó.

—Por favor, dale mis afectuosos recuerdos. Y podrías llevarle ese libro.

—¿Qué libro?

—Ese tan desagradable que he estado leyendo.

—¡Ah, malditos libros tuyos! —dijo Jackson Lemon con cierta irritación, al tiempo de salir de la estancia.

Había muchas cosas en la vida neoyorquina que le costaban esfuerzo a Lady Barb; pero enviarle sus afectuosos recuerdos a su suegra no era una de ellas. La señora Lemon le gustaba más que ninguna otra persona a la que hubiera visto en América; era la única persona que a Lady Barb le parecía realmente sencilla, tal como entendía ella esa cualidad. Muchas personas le parecían caseras y toscas, y otras muchas pretenciosas y vulgares; pero en la madre de Jackson había encontrado la dorada medianía de una simplicidad que, como habría dicho ella, era realmente agradable. Su hermana, Lady Agatha, aún le tenía más cariño a la señora Lemon; pero Lady Agatha les había tomado extraordinario aprecio a todos y a todo, y hablaba como si América fuera el país más delicioso del mundo. Lo estaba pasando maravillosamente, hablaba ya el más hermoso americano, y había sido, durante aquel invierno que estaba llegando a su fin, la muchacha más relumbrante de Nueva York. Al principio había salido con su hermana; pero desde hacía semanas Lady Barb dejaba pasar tantas ocasiones que Agatha se había echado en los brazos de la señora Lemon, que la encontraba extraordinariamente curiosa y divertida, y estaba encantada de presentarla en sociedad. La señora Lemon, una mujer anciana, había abandonado las vanidades sociales; pero no esperaba más que un motivo, y con la bondad que la caracterizaba, mandó hacerse una docena de sombreros nuevos, y se quedaba sentada pegada a la pared, sonriendo mientras su pequeña doncella inglesa, al sonido de la música, sobre suelos pulidos, cultivaba tanto el baile como la entonación de América. No había problema en Nueva York con eso de salir, y el invierno no estaba ni mediado cuando la pequeña señorita inglesa se vio convertida en una consumada comensal, y acudía por doquier, sin acompañante alguna, a todos los banquetes en que podía encontrarse que alguien había dejado sobre su plato un pequeño ramo de flores. Había mantenido abundante correspondencia con su madre sobre este punto, y Lady Canterville terminó por retirar sus protestas, que mientras tanto habían resultado completamente inútiles. En última instancia, Lady Canterville pensaba que, si había casado a la más guapa de sus hijas con un médico americano, podía dejar a la otra que se convirtiera en una raconteuse profesional (Agatha le había escrito que esperaban de ella que hablara mucho), por extraño que pareciera tal destino en una muchacha de diecinueve años. La señora Lemon era una mujer incluso más ingenua de lo que había pensado Lady Barberina; porque ni siquiera se había dado cuenta de que Lady Agatha bailaba mucho más con Herman Longstraw que con ningún otro. Aunque acudía a pocos bailes, Jackson Lemon había descubierto este detalle, y se preocupó algo cuando, después de pasar cinco minutos sentado con su madre la tarde del domingo a través de la cual he invitado al lector a rastrear mucho más de lo que, me temo, es evidente en el progreso de esta sencilla historia, se dio cuenta de que su cuñada permanecía en la biblioteca acompañada del señor Longstraw. Él había llegado media hora antes, y ella lo había llevado a aquella estancia para mostrarle el sello de los Canterville que ella había atado a una de sus numerosas baratijas (se adornaba con montones de pulseras y cadenas), para cuya adecuada presentación se requería la llama de una vela y una barra de lacre. Por lo visto él estaba examinando el sello con mucho detenimiento, puesto que llevaban un buen rato ausentes. La ingenuidad de la señora Lemon quedaba en evidencia por el hecho de que no había medido esa ausencia; solo cuando preguntó Jackson, cayó ella en la cuenta.

Herman Longstraw era un joven californiano que había llegado a Nueva York el invierno anterior, y que viajaba sin otra cosa que su bigote, como decían en su Estado natal. Este bigote, y algunos de los rasgos que lo acompañaban, eran muy atractivos; se sabía que varias damas de Nueva York habían declarado que eran tan bellos como un sueño. Juntamente con su alta estatura, su bondad natural y su destacable vocabulario del Oeste, constituían todo su capital; pues de las dos grandes categorías, los californianos ricos y los californianos pobres, era bien conocido a cuál pertenecía él. Jackson Lemon lo veía como un vaquero ligeramente suavizado, y estaba algo molesto con su querida madre, aunque comprendía que ella apenas podía figurarse el efecto que tal cosa hubiera producido en los salones de Canterville. No tenía ningún deseo de jugarle una mala pasada a la familia con la que había emparentado, y sabía perfectamente que no habían enviado a América a Lady Agatha para que se enredara con un californiano de la categoría equivocada. Él se había mostrado muy contento de que Lady Agatha fuera con ellos; pensaba, un poco vengativamente, que eso les daría una pista a sus padres de lo que habría podido hacer si no hubieran arrojado contra él al señor Hilary. Según la leyenda, Herman Longstraw había sido trampero, colono ilegal, minero, pionero… había sido cuanto uno podía ser en las regiones románticas de América, y antes de cumplir los treinta años había acumulado enormes cantidades de experiencia. Había cazado osos en las Montañas Rocosas y búfalos en la llanura; y se creía que había abatido incluso animales de otro tipo aún más peligroso en esos sitios que frecuentan los hombres. Se contaba que poseía un rancho de ganado en Arizona; pero según una versión posterior y aparentemente más fiable, que lo presentaba efectivamente de ganadero, no era él el propietario. Muchas de las historias que contaban sobre él eran falsas; pero no había duda de que su bigote, su bondad y su acento eran auténticos. Bailaba muy mal; pero Lady Agatha les había dicho a varias personas, con franqueza, que eso no era nuevo para ella; y el señor Herman Longstraw le gustaba, aunque eso no lo decía. Lo que ella disfrutaba en América era la revelación de la libertad; y no había mejor prueba de libertad que la conversación con un caballero que cuando no estaba en Nueva York se vestía con pieles, y que, en su actividad usual, llevaba en las manos su vida (la suya y la de otras personas). Un caballero junto al que se había sentado en una cena al comienzo de su estancia en Nueva York le había comentado que Estados Unidos era el paraíso de las mujeres y de los mecánicos; y al comienzo esto le había parecido a ella muy abstracto, porque no era consciente aún de pertenecer a ninguna de las dos clases. En Inglaterra no había sido más que una chica; y la principal idea que implicaba eso era que, para desgracia de ella, no era un chico. Pero ahora veía Nueva York como un paraíso; y eso le ayudaba a comprender que debía de ser una de las personas mencionadas en el axioma de aquel compañero de mesa: personas que podían hacer lo que quisieran, que tenían voz en todo y que hacían sentir sus gustos y sus ideas. Se daba cuenta de que era muy divertido ser mujer en América y de que era la mejor manera de disfrutar el invierno neoyorquino, el maravilloso y brillante invierno neoyorquino: la extraña, alargada y fastuosa ciudad, las horas heterogéneas entre las que no se podía distinguir la mañana de la tarde, ni la noche de ninguna de ellas, las perpetuas libertades y los paseos, las salidas a toda prisa y el dejarse caer en una casa, las intimidades, las expresiones de ternura, las humoradas, los trineos con sus campanillas, las puestas de sol en la nieve, las fiestas en la claridad del hielo, las casas brillantes, calientes y aterciopeladas, los ramos, los caramelos, los pasteles pequeños, los pasteles grandes, la irreprimible tentación de comprar, los innumerables almuerzos y cenas que se ofrecían a la juventud y la inocencia, la cantidad de conversaciones con tantas chicas, el continuo movimiento de la alemanda, las cenas en los restaurantes después del teatro, la manera en que la vida era dominada por Delmonico y Delmonico por la sensación de que, aunque ya no se pudiera ir de caza y todo hubiera cambiado, era casi igual de bueno. En total: una invasión de sonidos alegres, estruendosos y amables que eran muy locales, pero muy humanos.

Para variar, Lady Agatha estaba viviendo aquellos días con la señora Lemon, y aventuras como esa eran parte del placer de su estancia en América. La casa era demasiado apretada; pero físicamente la chica podía soportarlo todo, y no tenía nada más de qué quejarse; porque la señora Lemon, como sabemos, la consideraba una bonita damisela y no tenía ninguno de aquellos escrúpulos del viejo mundo respecto a echar a perder a los jóvenes, escrúpulos a los que ahora Lady Agatha pensaba que se la había sacrificado en el pasado. Con su carácter (que no era en absoluto el carácter de su hermana) le gustaba sentirse importante; y eso estaba asegurado al ver que la señora Lemon no tenía aparentemente nada que hacer en el mundo (aparte de pasar una parte de la mañana con sus criados) más que inventar pequeñas distracciones (muchas de ellas comestibles) para su huésped. Parecía tener algunas amistades, pero ningún círculo social, y la gente que iba a su casa iba principalmente para hablar con Lady Agatha. Ese, como hemos visto, era llamativamente el caso de Herman Longstraw. La situación en su conjunto proporcionaba a Lady Agatha gran sensación de éxito, éxito de una índole nueva e inesperada. Por supuesto, en Inglaterra ella había nacido con éxito en cierto modo, al llegar al mundo en una de las habitaciones más bellas de Pasterns; pero su triunfo presente había sido logrado más por propio mérito y esfuerzo (y no es que le hubiera costado mucho). No era tanto lo que decía (pues nunca podría decir ni la mitad que las chicas de Nueva York) como el espíritu de goce que transmitía su rostro juvenil con sus curvas suaves, y que brillaba en sus ojos grises de inglesa. Disfrutaba de todo, hasta de los coches de la calle, de los que hacía un uso despreocupado; y en especial disfrutaba del señor Longstraw y de su charla sobre osos y búfalos. La señora Lemon prometió tener mucho cuidado en cuanto su hijo empezó a advertirla; y esta vez comprendía hasta cierto punto lo que había prometido. Pensaba que la gente debía emparejarse a su gusto; y había dado prueba de ello con respecto a Jackson, cuya unión estaba, en su opinión, marcada con todas las arbitrariedades del amor puro. Sin embargo, se daba cuenta de que Herman Longstraw no sería bien visto en Inglaterra; y no era simplemente que estuviera por debajo de Jackson, porque, al fin y al cabo, ciertas cosas no podían esperarse. Jackson Lemon no se sentía oprimido por su suegra, habiendo tomado precauciones contra tal peligro; pero era consciente de que daría a Lady Canterville una ventaja permanente sobre él si, estando en América, su hija Agatha se unía a un mero bigote.

Como ya he dado a entender, no siempre comprendía perfectamente la señora Lemon las opiniones de su hijo, aunque en la forma nunca dejaba de suscribirlas devotamente. Por ejemplo, nunca había comprendido sus razones para casarse con Lady Barberina Clement. Eso era un gran secreto para ella, y la señora Lemon había decidido que nadie se enterara de su ignorancia al respecto. Estaba segura de que nunca descubriría las razones de Jackson por sí misma. No podía preguntar, puesto que eso la delataría. Desde el comienzo, le había dicho a su hijo que estaba encantada; así pues, no había razones para pedir explicaciones, y era de suponer que la joven se explicaría ella misma cuando llegaran a conocerse. Pero la joven dama aún no había explicado nada, y ya era evidente que no lo haría nunca. Era muy alta, muy atractiva, respondía con exactitud a la imagen que tenía la señora Lemon de la hija de un noble, y llevaba muy bien la ropa, que era algo peculiar pero le favorecía mucho. Pero no lo podía entender, y ya sabemos que Lady Barb era muy poco dada a explicaciones. Así que la señora Lemon seguía extrañándose y preguntándose a sí misma: “¿Por qué esa en vez de tantas otras, como sería natural?” La elección le parecía, como he comentado, muy arbitraria. Encontraba a Lady Barb muy distinta de otras chicas que había conocido, y eso la llevaba de manera casi inmediata a apiadarse de su nuera. Se decía que Barb era digna de compasión si encontraba el entorno de su marido tan peculiar como su madre la encontraba a ella; porque la consecuencia sería que se sentiría muy sola. Lady Agatha era diferente, porque no se guardaba nada; en ella todo estaba a la vista, y era evidente que no sentía añoranza de su tierra. La señora Lemon notaba que Barberina estaba poseída por este sentimiento, pero era demasiado orgullosa para mostrarlo. Había vislumbrado incluso algo primordial: concretamente, que la esposa de Jackson no tenía el consuelo de poder llorar, porque eso equivaldría a confesar que había sido lo bastante tonta como para creer que escaparía a esas penas en una ciudad americana y en compañía de médicos. La señora Lemon la trataba con la mayor amabilidad, toda la amabilidad que merecía una joven que estaba en la desgraciada situación de haberse casado con alguien sin saber por qué. Para la señora Lemon, el mundo se dividía en dos grandes apartados: el de las personas y el de las cosas; y pensaba que uno debía interesarse o por unas o por otras. Lo incomprensible de Lady Barb era que no se preocupaba por ninguna de las dos. Aparentemente, su casa no le inspiraba ni curiosidad ni entusiasmo, aunque se la consideraba lo bastante esplendorosa para describirla en sucesivas columnas de periódicos americanos; y nunca hablaba de sus muebles ni de sus criados, aunque tenía un prodigioso suministro de ambos. Le pasaba lo mismo con sus conocidos, que eran muchos, dado que por allí la había visitado todo el mundo. La señora Lemon era la mujer menos crítica del mundo; pero a veces le exasperaba un poco que su nuera recibiera en Nueva York a todo el mundo exactamente de la misma manera. La señora Lemon sabía que había diferencias, y que algunas eran de máxima importancia; pero la pobre Lady Barb no parecía ni sospecharlas. Lo aceptaba todo y a todos sin hacer preguntas. No tenía curiosidad alguna en sus conciudadanos, y como no podía reconocerlo ni por un instante, no le daba ocasión a la señora Lemon de ponerla al corriente. No se podía hacer nada con Lady Barb a menos que ella lo permitiera; no podía haber nada más difícil que enseñarle en contra de su voluntad. Por supuesto, no es que no supiera nada; pero confundía y transponía atributos americanos de manera muy sorprendente. Tenía la costumbre de llamar doctor a todo el mundo; y la señora Lemon no podía convencerla de que aquella distinción era demasiado preciosa para ser otorgada gratuitamente. Le había dicho a su suegra en una ocasión que en Nueva York no había manera de conocer a las personas porque sus nombres eran monótonos; y la señora Lemon había penetrado en el sentido de aquella observación lo suficiente para comprender que había algo muy destacado en el prefijo de Barberina. Es posible que no se le hubiera hecho del todo justicia a Lady Barb durante su breve estancia en Nueva York; nunca le reconocieron, por ejemplo, el esfuerzo hecho para reprimir su desagrado ante la aridez de la nomenclatura social, que le parecía horrible. Aquella breve declaración a su madre era el indicio más temerario que había dado de ello; y había pocas cosas que contribuyeran más a la buena conciencia que disfrutaba habitualmente que su autocontrol en este punto en particular.

Jackson Lemon estaba haciendo una investigación, justo por aquellos días, que le llevaba gran parte de su tiempo; y el resto lo dedicaba a pasarlo sobre todo con su mujer. Así pues, durante los últimos tres meses apenas había visto a su madre más de una vez por semana. Pese a las investigaciones y pese a las sociedades médicas, donde Jackson, por lo que sabía ella, leía ponencias, Lady Barb contaba con la compañía de su marido más de lo que había imaginado en el momento de casarse. Nunca había conocido dos personas casadas que pasaran tanto tiempo juntas como ella y Jackson; él parecía esperar que por las mañanas se sentara a su lado en la biblioteca. No tenía ninguna de las ocupaciones de los caballeros y los nobles de Inglaterra, porque la política parecía tan ajena a él como la caza. Había política en Washington, según le habían dicho, y hasta en Albany, y Jackson había propuesto llevarla a esas ciudades; pero la propuesta, hecha en cierta ocasión durante una cena y ante varias personas, había concitado tales exclamaciones de horror que había sido retirada en el momento.

—No queremos que veas nada de eso —le había dicho una de las damas, y Jackson pareció desanimarse. Si es que tal cosa puede decirse con respecto a Jackson.

—Perdona, ¿qué es lo que quieres que vea? —había preguntado Lady Barb en aquella ocasión.

—Bueno, Nueva York; y Boston, si tienes mucho interés… pero no si no quieres; y Niágara; y, sobre todo, Newport.

Lady Barb estaba harta de aquel eterno Newport; había oído hablar de ese sitio mil veces, y tenía ya la sensación de haberse pasado media vida allí; además, estaba segura de que lo odiaría. Así es más o menos como llegaba a adquirir vivas convicciones sobre cualquier aspecto de América. Entonces se preguntaba si estaba destinada a pasarse la vida en la Quinta Avenida, con esporádicas visitas a alguna ciudad de villas (detestaba las villas), y si sería eso todo cuanto tenía que ofrecerle el gran país americano. A veces se imaginaba que le podía gustar el campo, y que el lejano oeste podía ser una solución; porque había analizado sus sentimientos lo bastante hondo para descubrir que, cuando había meditado (dudando mucho) sobre la cuestión de casarse con Jackson Lemon, no le había dado ningún miedo la idea de la barbarie americana: lo que la aterrorizaba era la civilización americana. Creía que la damisela de la que acabo de hablar era una gansa; pero eso no hacía Nueva York más interesante. Sería imprudente decir que sufría una sobredosis de compañía de Jackson, pues consideraba que él era con mucho su más importante recurso social. Con él podía hablar sobre Inglaterra, sobre su propia Inglaterra, y él comprendía más o menos lo que quería decir, cuando quería decir algo, cosa que no era frecuente. Había mucha gente que hablaba de Inglaterra; pero con ellos el ámbito de conocimiento era siempre los hoteles, de los que ella no sabía nada, y las tiendas y la ópera y las fotografías: tenían la manía de las fotografías. Había otra gente que siempre estaba deseando que ella les hablara de Pasterns y de la forma en que se vivía allí, y de las fiestas; pero si había algo que a Lady Barb le disgustaba en especial, era describir Pasterns. Siempre había vivido con gente que sabía, de primera mano, qué tipo de lugar era, y que no pedía aquellos esfuerzos pictóricos, propios solo, según su vago parecer, para personas que pertenecían a las clases cuyo oficio eran las artes de expresión. Por supuesto, Lady Barb nunca había accedido a tal cosa; pero sabía que lo propio de su clase no era expresar, sino disfrutar; no representar, sino ser representado… aunque, por supuesto, la representación podía ofender; pues incluso para la aristocracia, la esposa de Jackson Lemon resultaba aristocrática.

Lady Agatha y su visita salieron de la biblioteca al cabo de un buen rato, y Jackson Lemon consideró que era su deber mostrarse frío con Herman Longstraw. No tenía claro qué clase de marido debería buscar en América su cuñada, si es que se trataba de eso; pero no tenía por qué definirse al respecto, siempre y cuando quedara descartado el señor Longstraw. Este caballero, sin embargo, no era dado a percibir matices de comportamiento; tenía pocas dotes de observación, y mucha confianza.

—Pienso que harías mejor viniendo a casa conmigo —le dijo Jackson a Lady Agatha—; creo que ya llevas aquí bastante tiempo.

—¡No le deje decir eso, señora Lemon! —exclamó la muchacha—. Me encanta estar con usted.

—Intento que te sientas a gusto —dijo la señora Lemon—. Te echaré de menos, pero tal vez tu madre preferiría que volvieras con ellos. —Si era cuestión de defender a su invitada contra pretendientes inelegibles, la señora Lemon pensaba, por supuesto, que su hijo era más competente que ella; aunque sentía una oculta simpatía por Herman Longstraw y tenía la vaga idea de que se trataba de un espécimen jovial y galante de la joven América.

—¡Ah, a mamá no le importaría! —exclamó Lady Agatha, mirando a Jackson con implorantes ojos azules—. Mamá quiere que conozca a todo el mundo, lo sabes. Para eso me envió a América; ella sabía que esto no era como Inglaterra; no le gustaría que no me quedara a veces con la gente; le encanta que pasemos temporadas en otras casas. Y lo sabe todo sobre usted, señora Lemon, y usted le gusta enormemente. El otro día le envió una nota… me temo que se me ha olvidado dársela… dándole las gracias por ser tan buena conmigo y por tomarse tantas molestias. De verdad que lo hizo, pero se me olvidó. Si ella quiere que vea todo lo posible de América, es mucho mejor que esté aquí que no todo el tiempo con Barb… su casa se parece menos a mi país que aquella. Quiero decir que este país es mucho más agradable… para una chica —le dijo Lady Agatha con afecto a la señora Lemon, quien dirigió a su vez a Jackson una mirada tierna y elocuente.

—Si te interesa la América de verdad, deberías venir a las llanuras —terció el señor Longstraw con sonriente sinceridad—. Supongo que a eso se refería tu madre. ¿Por qué no vienen todos? —Había estado observando atentamente a Lady Agatha mientras se sucedían en sus labios los comentarios que acabo de repetir. Observándola con fascinada aprobación, como si él fuera un caballero inglés lento de ingenio y la chica fuera una flor del Oeste: una flor que sabía hablar. No ocultaba que la voz de Lady Agatha era música para sus oídos, mucho más sensibles de lo que parecía indicar su propia entonación. Pero esa entonación no desagradaba a Lady Agatha, en parte porque, como el propio señor Herman, en general ella tampoco percibía los matices; y en parte porque no se le ocurría compararlos con otros tonos. Le parecía como si él hablara una lengua extranjera, un dialecto romántico en el que destellaban de vez en cuando cómicos significados.

—Nada me gustaría más —respondió ella a aquella última observación.

—Los paisajes no se pueden comparar con nada de lo que hay por aquí —añadió el señor Longstraw.

La señora Lemon, como sabemos, era la más delicada de las mujeres; pero como vieja neoyorquina, no podía soportar algunas de las nuevas modas. En especial, la referencia omnipresente, que se había hecho común en cosa de pocos años, a las regiones más alejadas del país: Estados y territorios cuyos nombres se aprendían de carrerilla los niños en su tiempo, en la escuela, pero que nadie pensaba visitar, y ni siquiera comentar en sociedad. Tales lugares, en opinión de la señora Lemon, pertenecían a los libros de geografía, o como mucho a la literatura y los periódicos, pero no a la sociedad ni a la charla; y aquel cambio (que, tal como se daba en las conversaciones, le parecía en el fondo una mera afectación) amenazaba con hacer parecer vulgar y vaga su tierra natal. Para aquella amable hija de Manhattan, la existencia normal del hombre, y todavía más de la mujer, estaba localizada, como habría dicho ella, entre Trinity Church y el hermoso Reservoir, al final de la Quinta Avenida, monumentos de los que se sentía personalmente orgullosa; y si pudiéramos echar un vistazo en lo más recóndito de su mente, me temo que descubriríamos la impresión de que tanto los países de Europa como el resto de su propio continente se hallaban muy alejados del centro y la luz.

—Bueno, el paisaje no lo es todo —le repuso con suavidad al señor Longstraw—; y si Lady Agatha deseara ver algo de esa índole, no tendría más que coger el barco que sube por el Hudson.

El reconocimiento de la importancia de este río por parte de la señora Lemon, debo decir, estaba a la altura de sus merecimientos: pensaba que existía con la finalidad de ofrecer a los neoyorquinos ocasión para los sentimientos poéticos y, en general, para poder recibir sin sensación de inferioridad a los extranjeros… pues parte de la rareza de los extranjeros era su engreimiento con sus propios países.

—Esa es una buena idea, Lady Agatha; cojamos el barco —dijo el señor Longstraw—. Me lo he pasado muy bien a bordo de barcos.

Lady Agatha contempló levemente a su galán con aquellos ojos suyos, singulares y encantadores, ojos de los que resultaba imposible decir, en ningún momento, si eran los más tímidos o los más sinceros del mundo; y no fue consciente, en lo que duró su contemplación, de que la observaba su cuñado. Mientras lo hacía, este pensaba en ciertas cosas, cosas que había oído sobre los ingleses a quienes, pese a haber emparentado con una familia de esa nacionalidad, aún conocía principalmente a través de lo que se decía. Eran más apasionados que los americanos, y hacían cosas completamente inesperadas; aunque parecieran más serios e impasibles, había muchas pruebas que demostraban que eran más impulsivos.

—Es muy amable por su parte proponerlo —le había dicho enseguida Lady Agatha a la señora Lemon—. Creo que no he subido nunca a ningún barco… salvo, claro, el que nos trajo de Inglaterra. Estoy segura de que mamá querría que viera el Hudson. En Inglaterra íbamos mucho a navegar en barquita.

—¿Navegabas en tu barquita? —preguntó Herman Longstraw, mostrando los dientes al sonreírse y atusándose el bigote.

—Muchos familiares de mi madre han estado en la Armada. —Lady Agatha percibía vagamente que había dicho algo que les parecía raro a los raros americanos, y que tenía que explicarse. Su idea de lo que era raro estaba siendo completamente trastocada.

—Realmente creo que harías mejor viniendo con nosotros —dijo Jackson—; tu hermana se siente muy sola sin ti.

—Se siente mucho más sola conmigo. Siempre estamos discutiendo. Barb está muy ofendida porque a mí América me encanta y la disfruto, en lugar de… en lugar de… —y Lady Agatha se detuvo un momento, porque acababa de darse cuenta de que lo que iba a decir podía resultar algo traicionero.

—¿En lugar de qué? —preguntó Jackson Lemon.

—En lugar de pasarme el tiempo queriendo volver a Inglaterra, como hace ella —siguió, limitándose a darle a su frase una entonación más suave; porque enseguida pensó que su hermana no tenía nada que ocultar, y que debía, por supuesto, sostener con valor sus opiniones—. Por supuesto que Inglaterra es lo mejor, pero a mí me gusta poder ser un poco mala —dijo Lady Agatha sin rodeos.

—¡Ah, no hay duda de que eres malísima! —exclamó el señor Longstraw con alegre entusiasmo. Desde luego, él no sabía que lo que Lady Agatha tenía en mente era principalmente una diferencia de opiniones que había sobrevenido entre las dos hermanas justo antes de marcharse con la señora Lemon. Aquel incidente, del que Longstraw había sido el desencadenante, podría llamarse debate, pues ambas habían arribado en su discusión al terreno de lo abstracto. Lady Barb había comentado que no entendía cómo Agatha era capaz de mirar a alguien como él: un ser detestable, vulgar, que se tomaba demasiadas confianzas y que carecía de los rudimentos de un caballero. Lady Agatha había contestado que efectivamente el señor Longstraw era tosco y se tomaba confianzas, y que hablaba con acento, y que le gustaba referirse a ella como “la princesa”; pero que era un caballero con todo eso, y sobre todo, era tremendamente divertido. A esto había respondido su hermana que él era tosco, se tomaba confianzas, y que no podía ser un caballero, ya que eso significaba justamente ser un caballero: ser cortés, bien educado y bien nacido. Lady Agatha había repuesto que en eso era precisamente donde ella veía la diferencia, porque un hombre podía ser un perfecto caballero, y seguir siendo tosco, e incluso ignorante, siempre y cuando fuera realmente agradable. Lo único importante era que fuera realmente agradable, que es lo que era el señor Longstraw, que además era extraordinariamente cortés, todo lo cortés que podía ser un hombre. Y entonces Lady Agatha hizo la observación más afinada que había hecho en su vida (nunca había estado tan inspirada) al decir que el señor Longstraw podía ser tosco, tal vez, pero no rudo… una observación malgastada ante su hermana, que declaró que no había ido precisamente a América para aprender lo que era un caballero. En resumen, la conversación había resultado animada. No sé si había sido también por efecto del agradable tiempo invernal o, tal vez, de que Lady Barb se aburriera y no tuviera otra cosa que hacer; pero las hijas de Lord Canterville se enzarzaron con el fervor moral propio de dos bostonianos. En la manera en que Lady Agatha veía a su admirador intervenía el hecho de que le recordara a otras personas altas, con ojos y bigote risueños, que habían cabalgado mucho por duros países, y a los que ella había visto en otros lugares. Si él se tomaba más confianzas que ellos, también estaba más alerta; sin embargo, la diferencia no estaba en él, sino en la manera en que ella lo veía, la manera en que veía a todo el mundo en América. Si hubiera mirado a los demás de la misma manera, no hay duda de que le hubieran parecido iguales; y Lady Agatha lanzó un suspiro pensando en las posibilidades de la vida; porque esa peculiar manera de comportarse, especialmente en los caballeros, le había llegado a resultar muy agradable.

Había traicionado a su hermana más de lo que pensaba, aun cuando Jackson Lemon no lo trasluciera en el tono en que dijo: “Naturalmente, ella sabe que va a ver a tu madre este verano.” Su tono fue más bien de irritación ante la repetición de una idea familiar.

—¡Ah, no es solo mamá! —respondió Lady Agatha.

—Querrá estar en una buena casa —dijo la señora Lemon en tono provocador.

—Cuando se vaya, será mejor que se despida de ella —prosiguió la muchacha.

—Por supuesto que iré a decirle adiós —dijo la señora Lemon, a quien, aparentemente, se dirigía aquella observación.

—Yo nunca te diré adiós, princesa —terció Herman Longstraw—, Puedo decirte que nunca me verás por última vez.

—¡Ah!, a mí no me importa, porque yo regresaré; pero si Barb se va a Inglaterra, no volverá.

—¡Pero muchacha! —murmuró la señora Lemon, dirigiéndose a Lady Agatha pero mirando a su hijo.

Jackson miraba al techo, al suelo; sobre todo, parecía muy azorado.

—Espero que no te importe que lo diga, Jackson —dijo Lady Agatha, porque le tenía mucho cariño a su cuñado.

—Ah, bueno, en ese caso no irá —comentó al cabo de un rato, con una sonrisa leve y seca.

—Pero se lo prometiste a mamá, acuérdate —dijo la muchacha con la confianza de su afecto.

Jackson la miró con ojos que no expresaban otra cosa que su muy moderada hilaridad.

—Entonces tu madre tendrá que traerla de vuelta.

—¡Pídeles un acorazado a esos familiares tuyos de la Armada! —exclamó el señor Longstraw.

—Sería un placer que pudiera venir la marquesa —comentó la señora Lemon.

—¡Ah, a ella le gustaría esto menos que a la pobre Barb! —se apresuró a contestar Lady Agatha. No le convenía en absoluto encontrar una marquesa dentro de su campo de visión.

—¿No tiene interés, por lo que tú le has contado? —le preguntó Herman Longstraw a Lady Agatha. Pero Jackson Lemon no escuchó la respuesta de su cuñada; estaba pensando en otra cosa. No dijo nada más, sin embargo, sobre el tema que ocupaba sus pensamientos, y se despidió antes de que transcurrieran diez minutos, olvidándose mientras tanto de llevar a una conclusión la idea de traer a su suegra de visita. No fue para hablar de eso (porque, como sabemos, le apetecía tener con ella a la muchacha, y no conseguía tenerle miedo a Herman Longstraw) por lo que cuando se despidió Jackson, la señora Lemon lo acompañó hasta la puerta de la casa, y lo retuvo un poco, en la escalera, tal como la gente hacía siempre en Nueva York en su época, y no como se llevaba con aquella nueva moda que no le gustaba nada y que consistía en no salir del salón. Le puso la mano en el brazo para que se quedara en el peldaño, y observó a un lado y otro la brillante tarde y la hermosa ciudad, con sus casas de color chocolate, tan extraordinariamente iguales y bonitas, en las que le parecía que tendría que alegrarse de vivir hasta la gente más desagradable. No servía de nada intentar ocultarlo; algo había cambiado con la boda de su hijo, ahora había una especie de barrera. Era un problema mucho mayor que la vieja dificultad de hacer que su madre sintiera que seguía siendo, como cuando él era niño, la dispensadora de sus recompensas. Esa vieja dificultad se había resuelto fácilmente; la nueva era una preocupación visible. La señora Lemon sentía que su nuera no la tomaba en serio; y eso era parte de la barrera. Si bien a Barberina le gustaba ella más que ninguna otra persona, eso era sobre todo porque los demás le gustaban muy poco. La señora Lemon no tenía una pizca de resentimiento en su carácter; y si se permitía criticar a la esposa de su hijo no era para contribuir a crearle ninguna sensación de haberse equivocado. No podía evitar pensar que aquel matrimonio no era completamente dichoso si la esposa no se tomaba en serio a su suegra. Sabía que ella no era notable en ningún sentido, salvo como madre de él; pero pensaba que ese rango, que no era mérito de ella (el mérito era todo de Jackson), tendría que parecerle muy importante a Lady Barb, que habría adquirido en Inglaterra un buen conocimiento de los distintos rangos de las personas, y debería aceptarlo tan de buen grado como una hermosa mañana. Si no pensaba en su madre como una parte indivisible de él, tal vez tampoco pensara en otras cosas; y la señora Lemon sentía vagamente que, con todo lo notable que era, Jackson estaba constituido de distintas partes y que estas partes no se podían despreciar una por una, porque no se sabía en qué podía terminar eso. Temía que las cosas fueran para él muy frías en casa cuando tuviera que explicarle tantas cosas a su mujer. Explicarle, por ejemplo, todo lo que podían encontrar en Nueva York que servía para hacerle a uno feliz. Eso le pareció un nuevo problema para su marido. Ella no pensaba que el matrimonio fuera posible sin compartir sentimientos respecto a la religión y el país; uno daba esas condiciones por garantizadas, tal como uno asumía que había que cocinar la comida; y si Jackson tenía que discutir esas cosas con su esposa, podía, pese a toda su habilidad, meterse en regiones en las que se encontrara enmarañado y embrollado, de las que tal vez no pudiera volver a salir. La señora Lemon sentía temor de perderlo en algún sentido; y ese temor se traslucía en sus ojos cuando, allí en la escalera de la casa y después de mirar de un lado a otro de la calle, lo miró a él un instante, en silencio. Él volvió simplemente a besarla, y le recomendó que no cogiera frío.

—¡Eso no me da miedo, he cogido un chal! —La señora Lemon, que era muy pequeña y muy blanca, con rasgos afilados, y llevaba un gorro muy elaborado, se pasaba la vida tapada con su chal, y debía a esa costumbre la reputación de inválida. Una idea de la que ella se reía con desprecio, tanto más cuanto que debía precisamente a su chal, según creía, el no haber llegado a serlo—, ¿Es cierto que Barberina no volverá? —le preguntó a su hijo.

—No sé si vamos a averiguarlo; no sé si la llevaré a Inglaterra.

—¿No lo prometiste, cielo?

—No sé si se lo prometí. No tajantemente.

—Pero ¿la mantendrías aquí en contra de su voluntad? —dijo la señora Lemon de modo algo incoherente.

—Creo que se acostumbrará —respondió Jackson con una ligereza que no sentía realmente.

La señora Lemon volvió a mirar a un lado y otro de la calle y lanzó un leve suspiro.

—¡Qué pena que no sea americana! —No pretendía decirlo a modo de reproche, como una insinuación de lo que podría haber sido: no era más que una frase pronunciada por la pena.

—No podía ser americana —dijo Jackson con determinación.

—¿No, cielo? —preguntó con respeto la señora Lemon; tenía la sensación de que en eso había imperceptibles razones.

—Ella es justo como yo la quería —añadió Jackson.

—¿Incluso si no vuelve? —preguntó su madre con cierta sorpresa.

—¡Tendrá que volver! —exclamó Jackson bajando la escalera.

 

VI

 

Después de aquello, Lady Barb no declinó recibir a sus conocidos neoyorquinos los domingos por la tarde, aunque por el momento se negó a participar en el proyecto de su marido, que pensaba que debía hacerlo también la noche de ese día. Como todos los buenos americanos, Jackson Lemon daba mucha importancia a la cuestión de cómo, en su tierra nativa, se creaba un círculo social. Le parecía que ayudaría a esa buena causa, por la que tantos americanos están dispuestos a entregar la vida, que su mujer quisiera abrir un “saloon”, como lo llamaba chistosamente. Creía, o intentaba creer, que el salon era ya posible en Nueva York, a condición de que se reservara enteramente para adultos; y al haberse casado con una mujer de un país en que las tradiciones sociales eran ricas y ancestrales, había dado un paso hacia el prestigio de su propia casa, tan espléndidamente considerada en todos los aspectos estrictamente materiales, como escenario de tal proyecto. Una mujer encantadora, acostumbrada solo a lo mejor de cada país, como decía Lady Beauchemin, ¿qué no podría conseguir de una manera cómoda, rápida, amplia e inspiradora, recibiendo en casa a la generación madura la noche de la semana en que eran menos numerosos los compromisos sociales? Planteó la idea a Lady Barb, pensando que si a ella le desagradaba de Nueva York por conocerlo poco, no podría dejar de gustarle conociéndolo mucho. Jackson Lemon creía en la mente neoyorquina: no tanto, claro está, en sus logros literarios, artísticos o políticos, como en su rapidez general y su incipiente adaptabilidad. Se aferraba a su creencia, porque era una pieza muy importante de la estructura que intentaba erigir. La mente neoyorquina presentaría su glamour a Lady Barb tan solo con que esta le diera una oportunidad; pues era una mente alegre, amena y cordial. Si ella tenía un salon en que pudiera florecer aquella preciosa mente, y donde ella pudiera inhalar su fragancia de la manera más cómoda y lujosa, sin, digamos, levantarse de la butaca; si simplemente probaba aquel experimento elegante y bienintencionado (y que sería tan útil a todo el mundo como a ella), estaba seguro de que se desvanecerían todas las arrugas del libro de su destino. Pero Lady Barb no aceptó esta idea, ni albergaba la más leve curiosidad en la mente neoyorquina. Le pareció que sería extremadamente desagradable tener cada domingo por la noche un montón de gente alborotando por allí sin haber sido invitada; y además el bosquejo que su marido le hacía del “saloon” anglo-americano parecía sugerirle confianzas excesivas, voces chirriantes (ya le había hecho a él algún comentario sobre esas “mujeres gritonas”) y risas desmedidas. No le explicó (pues no era capaz de expresarlo, y lo que es extraño, él tampoco era capaz de verlo por sí mismo) que no tenía mucha idea, natural ni adquirida, de lo que podía ser un “saloon” de este tipo. Nunca había visto ninguno, y en general jamás pensaba en cosas que no había visto. Había estado en grandes cenas, bailes, reuniones, paseos, carreras; había visto fiestas en el jardín, y un montón de gente, sobre todo mujeres (que, sin embargo, no gritaban), juntándose para tomar el té de manera sosa y acartonada, y distinguida concurrencia reunida en espléndidos castillos; pero nada de eso le daba idea de una tradición de la conversación, de un acuerdo social en la continuidad de una tertulia que se iba acumulando de una sesión a la siguiente, y que no había que perder. En la experiencia de Lady Barb, la conversación nunca había sido continuada; en ese caso seguramente habría sido un aburrimiento. Había sido siempre ocasional y fragmentaria, un poco saltarina, con alusiones que nunca llegaban a explicarse, con cierto horror al detalle. Ningún tema se perseguía hasta muy lejos, ni se conservaba mucho rato.

Había algo más que ella no le decía a su marido con respecto a su visión de la hospitalidad, que era, que si abría un “saloon” (ella había adoptado también el chiste, porque Lady Barb no se molestaba por las bromas), la señora Vanderdecken abriría otro inmediatamente, y la señora Vanderdecken sería la que tuviera más éxito de las dos. Esta dama, por razones que no había explorado todavía Lady Barb, se consideraba el gran personaje de Nueva York; había leyendas que contaban que la familia de su marido tenía una fabulosa antigüedad. Cuando se aludía a esa antigüedad, se la mencionaba como algo incalculable, que se perdía en la oscuridad de los tiempos. La señora Vanderdecken era joven, guapa, inteligente, absurdamente pretenciosa (en opinión de Lady Barb), y tenía una casa maravillosamente artística. La ambición se expresaba hasta en el susurro de cada una de sus prendas de ropa; y si era la primera persona de América (cómo sonaba esto), estaba claro que tenía que seguir siéndolo. Lady Barb no se dio cuenta hasta que llevaba varios meses en Nueva York de que aquella nativa brillante y enfurecida le había arrojado el guante; y cuando se dio cuenta, merced a un incidente que no tengo espacio para relatar, se limitó a sonrojarse un poco (por la señora Vanderdecken) y contener la lengua. No había ido a América para discutir sobre precedencia con una mujer como aquella. Había dejado de pensar mucho sobre eso (por supuesto, se pensaba mucho en ello en Inglaterra); pero el instinto de autoconservación no le permitía exponerse a ocasiones en que sus derechos pudieran ser puestos en duda. Esto, en el fondo, tenía mucho que ver con su determinación de no salir apenas, tomada poco después de la euforia de honores que le dispensaron a su llegada, y que le había parecido completamente excesiva. “¡No pueden mantener este nivel!”, se dijo, y en consecuencia, decidió quedarse en casa. Tenía la sensación de que cada vez que saliera se encontraría con la señora Vanderdecken, que retendría, o negaría, o impugnaría algo… la pobre Lady Barb no podía imaginarse qué. No hizo la prueba, y tampoco pensó mucho en ello porque no era dada a confesarse sus miedos, especialmente esos miedos de los que está ausente el terror. Pero, como he dicho, albergaba en su interior el presentimiento de que, si abría un salón al estilo extranjero (era curioso cómo intentaban, en Nueva York, ser extranjeros), la señora Vanderdecken se le adelantaría. La continuidad de la conversación, ¡ah!, esa idea la tendría ella ciertamente: no había nadie tan bueno en eso como la señora Vanderdecken. Lady Barb, como he contado, no le daba a su marido la sorpresa de revelarle estos pensamientos, aunque le había dado otras sorpresas. Pero él se hubiera quedado muy asombrado, y tal vez, al cabo de un rato, se hubiera sorprendido y casi alegrado al descubrir que ella era capaz de irritarse de aquel modo.

Podían ir a visitarla el domingo por la tarde; y en una de esas ocasiones, volviendo algo tarde y entrando en el salón de ella, la encontró en compañía de dos damas y un caballero. El caballero era Sidney Feeder, y una de las damas era la señora Vanderdecken, cuyas relaciones con Lady Barb eran en apariencia sumamente cordiales. Aunque su intención fuera aplastarla (tal como declaraban en privado dos o tres personas no famosas por su exactitud), la señora Vanderdecken deseaba al menos estudiar los puntos débiles de la invasora, para penetrar en el carácter de la muchacha inglesa. Desde luego, Lady Barb parecía ejercer una misteriosa fascinación en la representante del patriciado americano. La señora Vanderdecken no podía apartar los ojos de su víctima; y fuera cual fuera la importancia que le otorgaba, al menos no podía dejarla en paz.

“¿Por qué viene a verme? —se preguntaba la pobre Lady Barb—. Yo estoy segura de que no quiero verla; y ella ya ha cumplido de sobra.”

La señora Vanderdecken tenía sus motivos; y uno de ellos era sencillamente el placer de mirar a la esposa del doctor, como llamaba habitualmente a la hija de los Canterville. No incurría en un estúpido desprecio de la apariencia de la dama, y profesaba una admiración infinita hacia ella, a la que defendía muchas veces contra personas superficiales que decían que había cincuenta mujeres en Nueva York más atractivas que ella. Fueran los que fueran los puntos débiles de Lady Barb, no eran, desde luego, la curva de su mejilla y barbilla, el engarce de su cabeza en el cuello, ni la suavidad de sus intensos ojos, que eran tan bellos como los ojos ciegos de aquellos bustos de la antigüedad.

—La cabeza es encantadora, completamente encantadora —solía decir la señora Vanderdecken sin venir al caso, como si solo hubiera una cabeza en el lugar. Preguntaba siempre por el doctor; y este era otro motivo por el que acudía. Mencionaba al doctor cada dos por tres; preguntaba si lo llamaban de noche a menudo; encontraba que era el mayor de los lujos, en una palabra, referirse a Lady Barb como la esposa de un médico, la cual debía de estar más o menos au courant de los pacientes de su marido.

La otra dama, aquella tarde de domingo, era la pequeña señora Chew, cuya ropa parecía tan nueva que tenía aire de anuncio ambulante de una tienda importante, y que estaba siempre preguntando a Lady Barb por Inglaterra, algo que no hacía nunca la señora Vanderdecken. Esta conversaba con Lady Barb en términos puramente americanos, con una continuidad (de su lado) de la que ya se ha hecho mención, mientras que la señora Chew departía con Sidney Feeder sobre temas igualmente locales. A Lady Barb le gustaba Sidney Feeder; lo único que odiaba era su nombre, que permaneció en sus oídos de manera constante durante la media hora que las damas estuvieron con ella, teniendo la señora Chew el hábito, que tanto molestaba a Lady Barb, de repetir continuamente el nombre de su interlocutor.

La relación de Lady Barb con la señora Vanderdecken consistía principalmente en preguntarse, mientras ella hablaba, qué sería lo que quería de ella, y en mirar, con sus ojos esculturales, la ropa que vestía su visita, en la que siempre había mucho que examinar.

“¡Ah, doctor Feeder!, ¡Vaya, doctor Feeder!, ¡Bueno, doctor Feeder!” Estas exclamaciones, en labios de la señora Chew, eran un fondo a los pensamientos de Lady Barb. Cuando digo que le gustaba el confrère de su marido, como se llamaba normalmente él mismo, quiero decir que le sonreía al verlo, y le daba la mano, y le preguntaba si quería tomar un té. No había nada desagradable, como decían en Londres, en Lady Barb, y habría sido incapaz de infligir un deliberado desaire a un hombre que tenía el aire de hacerle frente como es debido a cualquier trabajo que tuviera entre manos. Pero no tenía nada que decirle a Sidney Feeder. Aparentemente, él le provocaba timidez, más timidez de la acostumbrada; porque ella era siempre un poco así. Intentaba desalentarlo, lo intentaba todo lo que podía. Pero él no era hombre que se retrajera, en absoluto; más bien era de conversación sorprendentemente abundante; pero Lady Barb parecía incapaz de seguirlo, y la mitad del tiempo, no sabía de qué estaba hablando. Él trataba de adaptar su conversación a las capacidades de ella; pero cuando hablaba del mundo, de lo que pasaba en la sociedad, se sentía más perdida incluso que cuando hablaba de hospitales y laboratorios, de la salud de la ciudad y del progreso de la ciencia. De hecho, después de la sonrisa que le dirigía cuando entraba, que era siempre muy atenta, apenas volvía a mirarlo, parecía siempre que miraba tras él, y encima de él, y debajo de él, y a todas partes salvo a él, y eso hasta que él volvía a levantarse, momento en que ella le dirigía otra sonrisa, que expresaba tanto placer y despreocupación como la que le había dirigido al llegar; eso parecía implicar que habían tenido una hora de deliciosa conversación. Él se preguntaba qué narices podía encontrar de interesante Jackson Lemon en aquella mujer, y pensaba que su obstinado, aunque inteligente, colega no estaba destinado a sentir que ella le alegraba la vida. Se compadecía de Jackson, y veía que Lady Barb, en Nueva York, no asimilaría ni sería asimilada nunca; y aun así tenía miedo de traicionar su escepticismo, pensando que podía resultar deprimente para el pobre Lemon mostrarle cómo su matrimonio (ahora tan espantosamente irrevocable) entristecía a sus amigos. Sidney Feeder era un hombre de conciencia vigorosa, y se excedía en su deber hacia el viejo amigo y su esposa por miedo a no hacer lo suficiente. Para no dar la sensación de que se olvidaba de ellos y a pesar de todos los compromisos que lo apremiaban, visitaba a Lady Barb con frecuencia heroica, semana tras semana, sin disfrutar de su buena obra ni serle de ninguna utilidad a su anfitriona, que se preguntaba qué había hecho para merecer sus visitas. Le hablaba de ellas a su marido, que se preguntaba también qué tenía en la cabeza el pobre Sidney, y sin embargo se veía incapaz, por supuesto, de darle a entender que no era necesario que fuera a visitarla tan a menudo. Entre el deseo del doctor Feeder de no dejar que Jackson pensara que su boda había cambiado algo, y las dudas de Jackson en revelarle a Sidney que su idea de la amistad era demasiado elevada, Lady Barb pasaba muchas de aquellas abundantes horas preguntándose para qué había ido a América. Muy poco habían hablado ella y su marido sobre Sidney Feeder; porque el instinto le decía a ella que, si tenía que haber escenas entre ellos, era mejor escoger bien la ocasión; y aquel raro sujeto no era una ocasión. Jackson había admitido tácitamente que su amigo Feeder podía ser lo que ella quisiera pensar de él; pero no era hombre al que se pudiera acusar, en una discusión, de la deslealtad de perjudicar a uno con elogios mezquinos. Si Lady Agatha hubiera estado habitualmente con su hermana, el doctor Feeder habría sido mejor atendido; pues la menor de las dos inglesas se enorgullecía, después de varios meses en Nueva York, de comprender todo cuanto se decía y captar cada alusión, no importaba de qué labios viniera. Pero Lady Agatha no estaba nunca en casa; para entonces había aprendido a describirse perfectamente cuando le decía a su madre que estaba siempre “en danza”. Ninguna de las innumerables víctimas de la tiranía del viejo mundo que han volado a Estados Unidos como tierra de libertad, ha ofrecido nunca tan abundante incienso a esa diosa como esta emancipada débutante londinense. Se había metido en un divertido grupo que era conocido por el humorístico nombre de “los Bólidos”: una docena de jóvenes damas de agradable apariencia, buen humor y buenas energías, cuya característica más general era que, cuando alguien las buscaba, podía hacerlo en cualquier parte del mundo menos bajo el techo que se suponía que las cobijaba. No estaban nunca en casa; y cuando Sidney Feeder, como a veces sucedía, encontraba a Lady Agatha en otras casas, la hallaba en manos del irreprimible Longstraw. Había vuelto con su hermana, pero el señor Longstraw la había seguido hasta la puerta. En cuanto a atravesarla, el propio cuñado se lo había impedido de manera directa; pero al menos podía quedarse por allí esperándola. Puedo confiarle al lector, aun a riesgo de disminuir el único incidente que en el curso de esta narración tan plana podría sobresaltarlo, que nunca tenía que esperar mucho tiempo.

Cuando entró Jackson Lemon, las visitas de su esposa estaban a punto de irse; y ni siquiera le pidió a Sidney Feeder que se quedara, porque tenía algo que decirle a Lady Barb.

—No le he hecho ni la mitad de las preguntas que quería hacerle. He hablado tanto con el doctor Feeder… —dijo la arreglada señora Chew, sujetando en una de las suyas la mano de su anfitriona, y jugando con la otra con una de las cintas de Lady Barb.

—No creo que tenga nada que decirle; me parece que ya se lo he contado todo a la gente —respondió Lady Barb, cansinamente.

—¡A mí no me contado mucho! —dijo la señora Vanderdecken con una sonrisa radiante.

—¿Qué se le podría contar a usted? ¡Usted lo sabe todo! —terció Jackson Lemon.

—Ah, no; hay algunas cosas que son grandes misterios para mí —respondió la dama—. Espero que venga a verme el 17 —añadió, dirigiéndose a Lady Barb.

—¿El 17? Creo que nos vamos a algún lado.

—Vaya a casa de la señora Vanderdecken —animó la señora Chew—; verá a la flor y la nata.

—¡Ah, qué amable! —exclamó la señora Vanderdecken.

—Bueno, no me importa; ella irá, ¿no cree, doctor Feeder? Lo más selecto de la sociedad americana. —La señora Chew seguía con lo mismo.

—Bueno, no me cabe duda de que Lady Barb lo pasará bien —comentó Sidney Feeder—. Me temo que echa de menos las bostas —siguió dirigiéndose a Lady Barb, en tono chistoso e intranscendente. Cuando otros procedimientos fallaban, siempre probaba con lo chistoso.

—¿Las bostas? —preguntó Lady Barb, mirándolo fijamente.

—Donde usted montaba a caballo, en Hyde Park.

—Amigo mío, hablas como si aquello fuera el circo —dijo Jackson Lemon, sonriendo—, ¡No me he casado con un charlatán de feria!

—Bueno, echan algunas en el camino —explicó Sidney Feeder abandonando el chiste.

—Debe de echar de menos muchas cosas —dijo con ternura la señora Chew.

—No veo qué —comentó la señora Vanderdecken—, aparte de las nieblas y a la reina. Nueva York cada vez se parece más a Londres. Es una pena; debería habernos conocido hace treinta años.

—Usted es la reina aquí —dijo Jackson Lemon—; pero no comprendo qué puede saber de hace treinta años.

—¿Cree que no se remonta atrás? ¡Su familia se remonta al pasado siglo! —exclamó la señora Chew.

—Me hubiera encantado —dijo Lady Barb—; pero creo que no podré. —Y miró a su marido, con una mirada usual en ella, como si deseara vagamente que hiciera algo.

No tuvo, sin embargo, que tomar iniciativas radicales, porque la señora Chew dijo inmediatamente:

—Bien, Lady Barberina, adiós.

Y la señora Vanderdecken sonrió en silencio a su anfitriona, dirigiéndole unas palabras de despedida que incluyeron muy audiblemente su título; y Sidney Feeder amenazó en broma con pisarles la cola del vestido a las damas al acompañarlas a la puerta. La señora Chew tenía siempre mucho que contar en el último momento; siguió hablando hasta que estaba en plena calle, y ni siquiera entonces paró. Pero al cabo de cinco minutos, Jackson Lemon se quedó a solas con su mujer; y entonces le contó las noticias. Las hizo preceder, no obstante, de una pregunta, al volver del salón.

—¿Dónde está Agatha, cariño?

—No tengo la menor idea. En la calle por algún lado, supongo.

—Creo que deberías saber un poco más.

—¿Cómo puedo saber qué pasa aquí? He tirado la toalla; no puedo hacer nada con ella. Me da igual lo que haga.

—Debería volver a Inglaterra —dijo Jackson Lemon tras una pausa.

—No debería haber venido nunca.

—¡No fue mía la idea, Dios lo sabe! —respondió Jackson bruscamente.

—Mamá no se lo podría imaginar —dijo su esposa.

—¡No, la cosa no ha salido como se imaginaría tu madre! Herman Longstraw quiere casarse con ella. Me ha presentado una proposición formal. Me lo he encontrado hace media hora en Madison Avenue, y me pidió que le acompañara al Columbia Club. Allí, en la sala de billar, que hoy estaba vacía, se me ha sincerado, pensando evidentemente que al plantear ante mí el asunto se comportaba con extraordinaria corrección. Me ha dicho que se muere de amor y que ella está deseando irse a vivir a Arizona.

—Y es cierto —dijo Lady Barb—. ¿Y qué le dijiste tú?

—Le dije que tenía la seguridad de que nunca funcionaría y que no tenía nada más que añadir. Le dije explícitamente, en resumen, lo que ya le había insinuado. Le aseguré que enviaríamos a Agatha de regreso a Inglaterra y que, si tenían el valor, que plantearan la cuestión allí.

—¿Cuándo la enviarás de vuelta? —preguntó Lady Barb.

—Inmediatamente; en el primer barco de vapor.

—¿Sola, como una americana?

—No seas desagradable, Barb —dijo Jackson Lemon—. No me costará trabajo encontrar acompañantes; ahora navega un montón de gente.

—Debo acompañarla yo misma —declaró Lady Barb al cabo de un instante—. Yo la traje aquí, y debo volver a dejarla en manos de mi madre.

Jackson Lemon se lo había esperado, y creía que estaba preparado. Pero al oírlo se dio cuenta de que su preparación no era completa; porque no tenía respuesta que dar: al menos no tenía ninguna que le pareciera certera. Durante aquellas últimas semanas, se había convencido, con una fuerza tranquila, irresistible e inmisericorde, de que la señora Freer había tenido razón al decirle, aquella tarde de domingo en Jermyn Street, el verano pasado, que no encontraría fácil lo de ser americano. Esa identidad se complicaba, exactamente en la medida que había predicho ella, por la dificultad de domesticar a la propia esposa. La dificultad no había desaparecido por mucho que se lo tomara con dignidad: lo hostigaba de la mañana a la noche, como un zapato que no encaja. Su dignidad le había dado valor para dar el gran paso; pero empezaba a percibir que la actitud más digna del mundo no cambiaría la naturaleza de las cosas. Sentía un cosquilleo en los oídos al pensar que si los Freer (a los que, inmerso en esperanzas y terrores, había juzgado igualmente innobles) hubieran tenido la mala pata de pasar el invierno en Nueva York, habrían encontrado sus dificultades todo lo entretenidas que hubieran podido desear. Esa convicción había calado en su mente gota a gota. Y la primera gota había sido una frase de Lady Agatha, la de que si su esposa volvía a Inglaterra, no volvería a cruzar el Atlántico. Aquella frase de Lady Agatha había sido la gota que había colmado el vaso de la aprensión. Qué haría ella, cómo resistiría… eso aún no estaba preparado para saberlo; pero sentía, cada vez que la miraba, que aquella hermosa mujer a la que adoraba estaba regida por un propósito ciego, insuperable, imborrable. Sabía que si ella se plantaba, nada en el mundo podría moverla; y su belleza antigua, radiante y la altivez general de su estirpe, llegaron a parecerle, rápidamente, tan solo la esplendorosa expresión de una obstinación idiota, continua e imperturbable. Ella no era de mente ágil, y después de seis meses de matrimonio él se había dado cuenta de que no era inteligente; y sin embargo huiría. Se había casado con él, se había adueñado de su fortuna y su consideración, pero al fin y al cabo, es quien es, se dijo Jackson Lemon en una ocasión en que se encontraba airado, recordando que en Inglaterra las Lady Clara y las Lady Florence eran tan abundantes como las moras de zarza. Pero si no quería saber nada de su país, no tendría por qué tener ninguna relación con él. Había entrado la primera a cenar en todas las casas del país, pero eso no la había satisfecho. Había sido sencillo ser americano, en el sentido de que nadie más en Nueva York había puesto dificultades; las dificultades habían brotado de sus peculiares sentimientos, que eran el motivo por el que él se había casado con ella, a fin de cuentas, pensando que otorgarían una fina herencia de carácter a su prole. Así sería, sin duda, en los años venideros, cuando apareciera esa prole; pero mientras tanto interferían con la mejor herencia de todas: la nacionalidad de sus posibles hijos. Lady Barb no haría nada impulsivo; él estaba bastante seguro de ello. No volvería a Inglaterra sin su consentimiento; pero cuando lo hiciera, sería para siempre. Solo le cabía, así pues, no llevarla de regreso, una postura repleta de dificultades, puesto que, en cierto modo, había dado su palabra, en tanto que ella no había dado palabra alguna, más allá de la general promesa murmurada ante el altar. Ella había sido general, pero él había sido específico; y los acuerdos alcanzados eran parte de ello. Sus dificultades eran tales que no podía encararlas directamente. Debía virar antes de acercarse a una costa tan incierta. Entonces le dijo a Lady Barberina que le resultaba muy inconveniente dejar Nueva York en aquel momento: ella debía recordar que habían hecho planes para un viaje posterior. No podía pensar en permitirle viajar sin él, y por otro lado, tenían que enviar a su hermana sin ninguna demora. Por consiguiente, buscaría de inmediato una acompañante, y él aliviaría su irritación descargando su disgusto contra Herman Longstraw.

Lady Barb no se preocupó en atacar de palabra a aquel caballero; durante mucho tiempo había esperado lo peor. Se limitó a comentar con sequedad, tras escuchar a su marido en silencio durante unos minutos:

—¡Por mí como si se casa con el doctor Feeder!

Al día siguiente, Jackson Lemon se encerró durante una hora con Lady Agatha, haciendo grandes esfuerzos para exponerle los motivos por los que no podía unirse al californiano. Jackson era amable, era afectuoso; la besó y le pasó el brazo por la cintura, le recordó que eran muy buenos amigos y que ella siempre había sido muy buena con él; por tanto, él contaba con ella. Le rompería el corazón a su madre, se ganaría la maldición de su padre, y a él lo metería en un lío del que no lo sacaría fuerza humana. Lady Agatha lo escuchó llorando, le devolvió su beso afectuosamente, y admitió que sus padres jamás consentirían aquella boda; y cuando él le dijo que había dispuesto las cosas para que embarcara hacia Liverpool (acompañada de algunas personas encantadoras) dos días después, lo abrazó y le aseguró que nunca dejaría de agradecerle todas las molestias que se tomaba con ella. Él se enorgulleció de haberla convencido, y en cierto grado la consoló, y pensó para sí con satisfacción que, aunque se le metiera en la cabeza, Barberina nunca estaría preparada para embarcar hacia su tierra natal en el espacio de tiempo comprendido entre el lunes y el miércoles. A la mañana siguiente, Lady Agatha no se presentó a desayunar; pero como solía levantarse muy tarde, su ausencia no despertó alarma alguna. No había hecho sonar la campana, y pensaron que seguía durmiendo. Pero nunca se había quedado durmiendo más tarde de mediodía; y al acercarse esa hora, su hermana acudió a su habitación. Lady Barb descubrió entonces que había abandonado la casa a las siete de la mañana para ir a reunirse con Herman Longstraw en una esquina cercana. Una pequeña nota que había sobre la mesa explicaba muy sucintamente, impidiendo dudar de ello a Jackson Lemon y a su esposa, que para cuando leyeran aquellas noticias, su díscola hermana se habría unido al hombre de su preferencia tan estrechamente como le permitieran las leyes del Estado de Nueva York. La pequeña nota declaraba que, como sabía que nunca consentirían que se casara con él, había decidido casarse sin permiso, y que nada más terminar la ceremonia, que sería de la mayor sencillez, tomarían un tren hacia el lejano Oeste. Nuestra historia solo tiene relación con las consecuencias remotas de este incidente, que dio, por supuesto, una gran cantidad de problemas a Jackson Lemon. Marchó al lejano Oeste en pos de los fugitivos y los alcanzó en California; pero no tuvo el valor de proponerles que se separaran, al comprobar que Herman Longstraw no se había casado peor que él mismo. Lady Agatha era ya popular en los nuevos Estados, donde la historia de su fuga, estampada con enormes mayúsculas, circulaba en mil periódicos. Aquello de los periódicos había sido para Jackson Lemon uno de los resultados más terminantes del coup de tête de su cuñada. Su primer pensamiento había sido sobre la prensa, y su primera exclamación una plegaria para que no contaran la historia. Pero la contaban, tratando el asunto con la energía y elocuencia acostumbradas. Lady Barb no llegó a verlos; pero un afectuoso amigo de la familia, que viajaba entonces por Estados Unidos, hizo un paquete con algunos de los periódicos más importantes, y los envió a Lord Canterville. Aquel envío motivó una carta por parte de Lady Canterville dirigida a Jackson Lemon que zarandeó desde la base la posición del joven. Sobre la casa de Canterville había caído el oprobio, y su suegra le pedía en compensación por las afrentas e injurias que caían sobre su familia, afligida y deshonrada como estaba, que le fuera permitido al menos verle la cara a su otra hija.

—Supongo que, por mera compasión, no serás sordo a un ruego como este —dijo Lady Barb. Y aunque retroceda ante la idea de consignar un segundo acto de debilidad por parte de un hombre que tenía tales pretensiones de fortaleza, no tengo más remedio que relatar que el pobre Jackson, que se ponía encendido al ver los periódicos, y sentía renovarse, cada vez que los leía, la fuerza del terrible axioma de la señora Freer, el pobre Jackson hizo una visita a la oficina de los Cunarder. Más tarde se dijo a sí mismo que eran los periódicos los que lo habían conseguido; él no podía soportar que pareciera que estaba de su lado; le ponían muy difícil negar la vulgaridad del país, justo cuando más necesitaba negarla. Antes de embarcar, Lady Barb se negó tajantemente a mencionar semana ni mes alguno como fecha de su vuelta a Nueva York. Muchas semanas y meses han pasado desde entonces, y ella no da señal de regresar. Nunca fijará una fecha. La echa mucho de menos la señora Vanderdecken, que todavía alude a ella, y sigue diciendo que era soberbia la línea de sus hombros; poniendo la frase, que dice con aire pensativo, en pretérito. Lady Beauchemin y Lady Marmaduke están muy desconcertadas; a su modo de ver, el proyecto internacional no ha recibido el impulso esperado.

Jackson Lemon tiene casa en Londres, y monta a caballo por Hyde Park con su esposa, que es tan bella como el día, y hace un año le hizo entrega de una niña con rasgos en los que ya Jackson quiere encontrar el aspecto de la raza. Si lo hace con esperanza o con miedo, eso es hoy por hoy más de lo que me ha revelado mi musa. Tiene de vez en cuando alguna escena con Lady Barb, durante la cual resulta muy patente en el rostro de ella el aspecto de la raza; pero esas escenas nunca concluyen en una visita a los Cunarder. Él está inquieto en extremo, y cruza constantemente al continente; pero regresa de manera repentina porque no puede soportar encontrarse a los Freer, que parecen invadir las regiones más confortables de Europa. Los esquiva por todas las ciudades. Sidney Feeder lo lamenta mucho por él; hace meses desde la última vez que Jackson le envió “resultados”. Este excelente muchacho va muy a menudo, con ánimo consolador, a ver a la señora Lemon; pero no ha sido aún capaz de responder a su eterna pregunta: “¿Por qué esa chica y no otra?” Lady Agatha Longstraw y su marido llegaron a Inglaterra hace un año, y la personalidad del señor Longstraw cosechó un enorme éxito durante la última temporada londinense. Se ignora de qué viven exactamente, aunque se sabe que él está buscando ocupación. Mientras tanto, se piensa que los mantiene Jackson Lemon.

*FIN*


“Lady Barberina”,
The Century Magazine, 1884


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